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Me fue imposible convencer a la señorita Gradner de la conveniencia, para el futuro de la OTAN, de que fuéramos juntos a cierto lugar de París, una clínica especial y recatada, aun ofreciéndole garantías de que su pistola no se apartase un solo instante de mis riñones. No me quedó, pues, otro recurso que acudir a los servicios de X9, quien, por su parte, podía seguir mis instrucciones sin dificultad: conseguí comunicárselas mediante los trucos verbales indispensables para que el sistema aprehensivo y comprensivo de Eva Gradner no entrase en funciones, aunque todas las palabras usadas fuesen inteligibles y de aparente inocencia para alguien no previamente impuesto en las formas más tiradas del idioma.
– No quiere usted que se entere la de las tetas, ¿verdad? -me dijo X9 con su acento barriobajero, y le respondí que justamente intentaba evitarlo.
– Confío -añadí-, en que te las arreglarás de algún modo para resolver cualquier dificultad.
– No pase cuidado, capitán.
X9 había navegado como contramaestre con De Blacas, y en ocasión de una galerna había salvado el barco: De Blacas confiaba en él aun en ocasiones y situaciones bastante diferentes de la mar alborotada; pero lo que X9 no podía sospechar era que aquel gurruño humano cuyo rescate y traslado le había encomendado, era lo que quedaba del verdadero De Blacas, por quien él hubiera dado la vida. Le encargué que fuera provisto de una orden militar para sacar de la clínica donde lo tenía encerrado al inteligente, al eficaz marino cuyo nombre y figura, cuyo puesto y responsabilidad estaba yo usurpando desde hacía ya algún tiempo, aunque no demasiado.
– ¿Me permite telefonear a mi hija, señorita Gradner?
– ¿A su hija? ¿Tiene usted una hija?
– Oh, sí, claro, me sucede lo que a tanta gente, que tengo una hija, si bien una sola, ya ve usted, los franceses somos poco ambiciosos a ese respecto.
– ¿Y una esposa? ¿También tiene una esposa? ¿Se atrevió usted a cortejarme estando casado?
– Tuve una esposa, pero se divorció. Tranquilice su conciencia, Miss Gradner. Mi esposa no podía soportar mis ausencias profesionales, o, dicho de otra manera, era tan sensible a la soledad conyugal que procuraba remediarla en la medida de lo posible, aunque generalmente con lo que hallaba a mano, lo cual acabó por confinarla en una vulgaridad tal que la hace irrecuperable.
Lo único que había entendido era lo de «divorciado», estoy seguro. Pero no lo acusó, acaso porque el resto de mi respuesta lo hubiera recibido como material sobrante.
– ¿Para qué quiere hablar a su hija?
– Para que me traiga alguna ropa. No olvide que soy un prisionero.
– ¿Sólo eso?
– Es posible que también necesite pasta de los dientes.
– Si no le importa, seré yo quien se lo pida a su hija.
– Apunte, entonces, el teléfono.
Le dicté el de la hija de De Blacas, y escuché cómo explicaba a la muchacha, probablemente asombrada y, desde luego, asustada, quién era, y por qué le hablaba ella y no su padre, y que se diera prisa en traer al cuartel general tales y cuales prendas de vestir y tales complementos sanitarios, en fin cuanto yo había pedido. Se conoce que mi hija le preguntó si estaba segura, ella, Miss Gradner, de que hablaba en nombre del verdadero capitán de navío jefe del Servicio Secreto de la OTAN, porque Miss Gradner le respondió que sí que era yo y que estaba a su lado, pero que por razones de larga explicación no podía telefonearle. Calculé que X9 llegaría aproximadamente al mismo tiempo que mi hija, al Cuartel General, con diferencia acaso de minutos, y, para que mi estratagema resultase, era indispensable que X9 me trajese el gurruño de mi suplantado al menos cinco minutos antes. Miss Gradner no impidió que diese a la portería determinadas instrucciones, cuyo texto, no obstante, apuntó en un cuadernito, y, mientras pasaba el tiempo de la espera, llevé la conversación a aquel día, casi remoto, en que le había hablado al oído. No lo hiciera con mi actual personalidad, sino precisamente con la del doctor Schawartz, uno de los que la habían proyectado y en cierto modo engendrado, aunque también poseído de una manera que apenas si, en un momento de exaltación científica, se había apartado un pelín de lo usual.
– ¿Y cómo me reconoció usted, Miss Gradner? ¡Tiene una memoria prodigiosa! Porque sólo me vio unos instantes, y mi cara no es de las que jamás se olvidan, ¿verdad?
– ¡Yo no reconozco a nadie por la cara! -me respondió, y pareció sumirse en sus anotaciones misteriosas, al tiempo que yo procuraba refrenar el inesperado escalofrío que me sacudió la espalda, y no por razones de disimulo, sino de tranquilidad personal. Contemplé con inquietud los ojos claros de Miss Gradner, y me pregunté si le servían de algo más que de complemento luminoso de sus restantes atractivos. ¿Cuál sería el mecanismo o el sistema mediante el cual aquel monstruo me identificaba sin recordar mi cara, precisamente lo más visible de cuanto había cambiado en mí desde entonces? Empecé a pensar que mi información sobre las cualidades de Miss Gradner y su modo de funcionar (¿su organismo? ¿quién sabe?) acusaba algunas deficiencias, y a mí de descuidado, al menos una vez en mi vida. Esa ignorancia me situaba de momento, en cierto modo, por debajo de mi enemiga, y no era imposible que esa diferencia pudiera prolongarse peligrosamente. No la consideraba capaz de averiguar que yo fuese el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla: para eso carecía de la indispensable comprensión de lo irracional. Pero, ¿y aquella seguridad con que había identificado a las diez personalidades usadas por mí en otras tantas operaciones famosas? Iba a atreverme a interrumpirla de la manera más inocente posible, cuando una lucecita verde me advirtió que X9 había llegado. Le pregunté a Miss Gradner si estaba autorizado para ir solo al servicio. Me respondió que sí, pero no percibió la ironía. Salí al pasillo y entré en la alcoba: encima de la cama yacía un objeto informe, cubierto de una manta. Le dije a X9: «Espera a la entrada a que llegue mi hija, que me trae unas ropas, y acompáñala hasta aquí.» Cuando salió X9, me acerqué a los restos de mi hasta entonces homónimo, le cogí de las manos y le miré a los ojos. Era muy poco el tiempo pasado desde que había devuelto a Etvuchenko la vida por el mismo procedimiento, para no sentir emoción, y, en efecto, me conmoví al ver cómo el verdadero De Blacas renacía como una flor en cuyo vaso se hubiera echado una pastilla de aspirina, al tiempo que yo recuperaba la forma y el aspecto del agente Max Maxwell, décimo de la lista de Miss Gradner, cuya personalidad yo había usado durante bastante tiempo, y al que, en la citada lista, se atribuía, con toda justicia, la paternidad de un rapto seguido de canje, que había conmovido, por su dificultad y su audacia, no sólo a los Estados Mayores, sino a la profesión en su conjunto, sin distinción de bandos." Se hablaba con respeto del autor de aquella operación, como pudiera hablarse de un premio Nóbel de ingeniería genética, habida cuenta, sin embargo, de que, para todo el mundo, el autor del rapto y canje había sido el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla (es decir, yo), y no el agente Maxwell, de cuyo cuerpo me había valido como instrumento de precisión, lo cual ignoraba todo el mundo, menos Miss Gradner, aunque ésta sólo lo supiese a medias, que era quizá su modo natural de saberlo todo. Yo había escondido los restos de aquel gallardo cuerpo en un granero de Cerdeña, de donde no parecía fácil que nadie lo fuera a rescatar, cosa por otra parte inútil. Por cierto que De Blacas se había sorprendido al verme, momento antes de ser desposeído de su forma y casi de su vida, y ahora, al revivir, lo primero que apareció en su rostro fue aquella sorpresa como si nada hubiera transcurrido.
– Mi coronel -le dije-, deje cualquier pregunta para más tarde y reciba a su hija, que espera fuera y le trae ropa.
– ¿Ropa? ¿Por qué necesito ropa?
No se había percatado aún de que envolvía su cuerpo en uno de esos horribles camisones en serie con que en las clínicas visten a los pacientes. Abrí la puerta de la alcoba, la señorita De Blacas estaba fuera, ansiosa, con una maleta en la mano.
– Ya puede entrar, señorita.
Algo alejado de ella, X9 me miraba con sorpresa y desconfianza.
– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -me preguntó.
Le respondí:
– Seven.
Entonces, hizo un gesto de incomprensión, pero apartó el cuerpo y me dejó pasar. Entré en el despacho. Miss Gradner no mostró, al verme, sorpresa alguna, lo que reforzó mi sospecha de que no me veía. Le dije:
– Estoy a su disposición -y tampoco le extrañó la voz.
– ¿Va a tardar mucho su hija?
– Está ahí.
– ¿Por qué no entra?
– A lo mejor espera su permiso.
Pero el capitán de navío De Blacas, y Simone, aparecían ya en la puerta, con todas las señales en el rostro y en la actitud de no saber en qué mundo habían caído. Miss Gradner preguntó:
– ¿Quién es ese caballero?
Pero Gastón De Blacas le retrucó con esta otra pregunta:
– ¿Qué hace usted en mi despacho? Y el agente Maxwell, ¿qué hace aquí? Requiero la respuesta inmediata a estas preguntas o les mando detener.
Y la situación amenazaba con desarrollarse confusamente, a juzgar por el planteamiento, el cual, por otra parte, no dejaba de ser lógico, y confieso que me hubiera divertido presenciarla en sus diversas etapas, así en las necesarias como en las incidentales o imprevistas, y quizá mejor en estas últimas, pero yo no la había provocado por mero afán de diversión, sino por las razones estrictamente personales que en aquel mismo momento, me aconsejaron escurrirme por la puerta que daba al pasillo, vigilada por un soldado con órdenes estrictas de disparar sobre el Jefe del Servicio Secreto Monsieur De Blacas, pero no sobre el indefinido agente Maxwell. Pude salir, pero me persiguieron las voces de Miss Gradner:
– ¡Detengan a De Blacas! -gritaba, y mientras el soldado buscaba a De Blacas con la punta de su metralleta, el verdadero De Blacas se preguntaba, seguramente, por el intríngulis de aquello.
Pude escabullirme por uno de los ascensores, ganar la terraza, saltar al jardín, esconderme tras un seto, esperar a que el griterío se apaciguase y, entonces, antes de recobrar el «Volkswagen» que el capitán de navío De Blacas había utilizado para sus desplazamientos, curioseé a través de la ventana del que había sido mi despacho, y por los gestos y ademanes de la gente que había acudido, y, sobre todo, por el manoteo elocuente de Simone De Blacas, comprendí que intentaban convencer, a aquella energúmena llegada por el aire con plenos poderes, de que, el que ella buscaba fuera, era el señor que estaba dentro, y de que probablemente no había motivos para buscarlo. Aquel gesto o actitud del monstruo me permitió entender que, efectivamente, la persona que ella perseguía no era aquel impecable caballero, cuya dignidad castrense no se había alterado, un solo instante, aunque sí alguien que llevaba su nombre, o quizá sólo el nombre. Arranqué y encaminé el coche por la bocacalle más cercana, sin otro propósito que el de alejarme, si bien no demasiado de prisa, pues, aunque salieran motoristas ululantes en mi persecución, cosa por otra parte improbable, carecían de señales para identificarme. Sólo después de unos minutos de mero alejamiento, detuve el coche junto a una cabina telefónica y llamé a mi casa. Irina acudió tan rápidamente que colegí que se hallaba al mismo lado del teléfono. Habló con voz agitada, preocupada. La tranquilicé.
– Estaré ahí antes de media hora, pero quiero prevenirla de que me he visto en la necesidad de cambiar, una vez más de aspecto. ¿Conoció usted alguna vez al agente Maxwell?
La prevención, la advertencia, no bastaron, sin embargo, para evitar su gesto de desagrado cuando me abrió la puerta y me contempló. Únicamente dijo:
– Es para volverse loca -y me dejó pasar. Yo, por lo menos, conservaba la ropa de De Blacas, y fue lo que mis manos señalaron como disculpa o como explicación, no lo sé bien, y antes de otra cosa, le relaté lo sucedido desde que Miss Gradner me había recibido displicentemente en mi propio despacho. Irina se mostró sensible a los episodios de mi cortejo, y me interrumpió la narración para preguntarme:
– Y, de haber seguido las cosas por otro camino, ¿se habría acostado con ella?
Me dio la impresión de que aquella pregunta venía dictada por una especie de celos, por un sentimiento al menos de ese orden, del que no dejaba de formar parte su conciencia, su orgullo de mujer verdadera delante de un mecanismo.
– No, esté usted tranquila. No se me pasó por las mientes.
– Esas cosas -me replicó ella-, no pasan precisamente por las mientes.
– En mi caso, sí. Soy lo que se llama vulgarmente un cerebral, quiero decir, un hombre consciente hasta de sus más mínimos reflejos.
Quizás exagerase, pero la respuesta pareció tranquilizar a Irina, quien, sin embargo, no estaba nada cómoda en mi presencia. Se lo pregunté, y me dijo:
– Posiblemente, esa máscara de Maxwell que usted utiliza ahora sea más gallarda que la del señor De Blacas, pero algo le falta que a él le sobra, ahora me doy cuenta. Quizá sea eso que los franceses llaman charme.
– ¿Y no será -le repliqué con clara alegría en el tono, alegría intencionada, ya que me interesaba aflojar cuanto antes la tensión del momento-; y no será eso otro, compatible con la Charme, que llamamos raza?
– Es posible que tenga usted razón, pero mis principios me impiden aceptarlo.
– Cámbielo, entonces, por distinción. De Blacas pertenece a una familia que aún no ha degenerado, y su cuerpo conserva ese algo indefinible, aunque perfectamente identificable, como que le llamamos flexibilidad y elegancia, que resulta de varios siglos de vivir de cierta manera, aunque también, y se lo digo para su tranquilidad de conciencia, de una educación refinada que no se haya propuesto serlo. Se lo digo porque usted también es distinguida.
Bajó la cabeza y pareció muy interesada en la contemplación de su regazo. Yo continué:
– Admito sin dificultad la relativa ordinariez del sargento Maxwell. En la Universidad americana en que se graduó no se cultivaba la sensibilidad social para esos valores.
Irina alzó la cabeza:
– Max Maxwell -dijo- nunca fue leal en sus relaciones con las mujeres.
– ¿Lo sabía?
– Lou Sanders fue mi amiga.
A Lou Sanders, jovencísima agente inglesa, bello y un tanto sofisticado producto de Oxford, la habían elegido para una misión concreta, y le había tomado el gusto a la profesión, fuera de la cual, aseguraba al principio, solo le interesaba acertar en la versión de Catulo que venía preparando desde la Universidad. De repente, le estalló dentro el amor, como un cohete: se suicidó a causa de una traición amorosa de Maxwell que, al mismo tiempo, había sido una traición profesional. El suicidio de Lou se atribuía entre los del gremio (indefinido como tal, pero con leyes) a este último aspecto de la cuestión: la intervención del amor preferían silenciarla, quizá por respeto a la memoria de Lou, aunque quizá también por temor a una respuesta demasiado brutal de Maxwell, proclive como un cowboy al uso de la pistola. Yo sabía la verdad, y, al parecer, también Irina.
– Le aseguro que, durante el tiempo que usurpé la personalidad de Maxwell, que fue cuando el rapto y canje de los tres Generales, estaba tan atareado que no me quedó tiempo para los devaneos.
– Y, ¿de haberlo tenido?
Tardé en contestar una fracción larga de minuto, tanto, que ella iba a repetir la pregunta, aunque quizá dudase entre la reiteración o darla por no hecha, lo cual no me hubiera ayudado en absoluto, ya que mi silencio habría reforzado su desconfianza. Creí necesario llenar aquel vacío con el ceremonial de un cigarrillo, que ella aceptó, y que encendió de mi mano, pero sin cogérmela. Después de la primera bocanada larga, hablé, ella me permitió hacerlo largo. No sé si habré incurrido en prolijidad, o quizás en excesos metafísicos, pero esto último, de lo que me di cuenta, no me preocupó en exceso, dado el carácter asimismo ascendente y casi volante de la poesía de Irina, y dado también que aquello que, para llamarlo de alguna manera inteligible, pudiéramos considerar como «persecución del Absoluto», había consistido principalmente en la persecución, o en la esperanza más bien, de poder perseguir algún día al Maestro de las huellas…, quien, quizás en las alturas del verbo incandescente, fuese objeto de curiosas identificaciones, y, ¿por qué no metamorfosis? Exprimiendo las palabras, pudiéramos muy bien concluir que, a ese respecto, Irina había buscado lo que anhelaba. ¡Mira qué suerte! Lo cual me obligaba a admitir como «muerte del citado Maestro» lo que en la poesía de Irina se denominaba aproximadamente «coincidencia con el infinito», aunque también «hundimiento en la nada», si bien en el momento en que aquello acontecía yo apeteciese francamente, quizá desvergonzadamente, otra clase de coincidencias, vetadas no obstante por la volubilidad de mi aspecto. Los críticos de Irina se dividían en dos bandos contrapuestos y probablemente irreductibles, cuando debieran serlo en tres.
Lo que le dije a Irina es muy posible que la haya desilusionado, al modo como a cualquier místico se le hubieran caído los palos del sombrajo en el caso, nada probable, de que alguien le esclareciese hasta su mismo meollo la naturaleza y la realidad del misterio. No es que yo intente compararme con ese infinito o esa nada que acabo de nombrar, ¡la Nada y el Infinito me libren!, pero, aunque reconozco y admito mi inexplicabilidad, juego algunas veces a explicarme a mí mismo, con la consecuencia inevitable de que no creo en mi propia explicación; pero, por segunda vez, la situación me permitía explicarme a alguien distinto a mí, a alguien a quien ya le había revelado lo necesario para que pudiera entender esta segunda parte. Confieso, además, que lo hice con intención amorosa consciente, confieso que mi perorata tenía como fin hacerle olvidar a Irina las diferencias, tan palpables entre el coronel Etvuchenko y el agente americano Max Maxwell. Mi fracaso, cuya noticia anticipo, obedeció sin duda a la diferente calidad de voz: la de Max no favorecía una exposición filosófica ni una declaración de amor: era la voz de un conquistador eficaz y pasajero.
Lo que le dije a Irina no me lo interrumpió ella, sino el zumbido de la alerta electrónica que me avisaba de la proximidad de alguien; pero, cuando se oyó el zumbido, yo había hablado ya durante mucho tiempo, y no sé en qué momento, Irina se había levantado y apagado las luces inmediatas, de modo que el rincón aquel en que nos encontrábamos quedó en una penumbra surcada lentamente por centellas efímeras y reiteradas. Durante la perorata, como un ambiente que a veces fuese también sustancia, me sentí rodeado de la noche, metido en ella y acaso confundido, pero no al modo del que se funde, sino del que se reproduce. Me andaba por el recuerdo un verso de Gunnar Ekelof: «Aquel que se mira en el espejo coincide con la imagen del espejo», y yo deseaba ver en el espejo de la noche alguna imagen con la que coincidir, alguna que fuera mía, que fuese yo. Sabía que en la noche se trazarían, de luz o de polvo de estrellas, contornos inciertos, alguna vez siluetas definidas, o esos grandes ojos que vienen del infinito, que se agrandan indefinidamente, que tiemblan como soles sacudidos y que retroceden luego hasta desvanecerse en el allende sin tamaño y sin luz. Y otras realidades nocturnas de las que me visitaban en mis noches de descanso, cuando dejaba de ser el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla y no sabía quién era, también yo perdido (egaré). No es imposible que una de aquellas siluetas fuera la mía, que fueran míos algunos de aquellos ojos, pero tampoco puedo asegurarlo, ni tengo razones especiales para esperarlo confiadamente. La palabra que está escrita en el cielo, esa que descubren los que deletrean las estrellas, es la palabra quizás:
QUIZÁS…
escrita de todas maneras con todas las letras de todos los alfabetos.
Lo que viene después son abismos que no pasan a veces de barrancos; rastros de fuego que en ocasiones son sólo esas curvas que trazan en lo oscuro las puntas encendidas de los pitillos; voces, muchas voces, infinidad de voces, en orden, o desordenadas, cuando músicas, cuando algarabías y muchas cosas hirientes, hierros rotos, cristales, agujas de hielo, palabras, aunque también suaves, que en aquellos momentos se reducían al ansia y al recuerdo de los pechos de Irina.
Desde un punto de vista estrictamente, intelectual, lo que le dije a Irina puede juzgarse benévolamente como excesivo, pues muy bien pudiera encerrarse en estas pocas palabras: «Si bien es cierto que para vivir me valgo de personalidades ajenas, y que con frecuencia aprovecho la memoria de su experiencia e incluso de sus sentimientos y de sus sensaciones, lo cierto es que jamás excedo los límites de mi cuerpo y de mi personalidad. Cuando era niño y me trasmudaba en viento, me sentía como viento, pero jamás dejaba de sentirme como niño. Si alguna vez he amado, fui yo el que amó; en cualquier caso, jamás amé como el otro. Usted, que lo ha experimentado, ¿cómo puede pensar que me haya contagiado alguna vez de la prisa erótica de Maxwell, de su indiferencia?» Y ahora que tengo escrito esto, pienso que, en vez de la perorata que llamé metafísica, bien hubiera podido inventar un soneto, en el que mi declaración habría cabido justa. Pero, no sé, aquella noche me encontraba locuaz hasta la impertinencia; sobre todo, cometí el error de utilizar un lenguaje estrictamente intelectual despojado de pasión, quizá porque la pasión, a aquellas horas, me la hubiera robado la noche. Es de esperar que, con otra voz, las aristas precisas de mis palabras, aquella investigación en que me entretuve acerca de la posibilidad de explicar el misterio, o mi intento inmediato de explicarlo, no lo recuerdo bien, hubiera perdido frialdad. En cualquier caso, fue un error táctico, pues siendo mi pretensión la de dar a entender a Irina que, no siendo nada la nada, yo podía serlo todo, o, al menos, podíamos serlo entre los dos, la tensión amorosa requerida falló por alguna causa y, al final, de lo único que pude informar a Irina, aunque no sé si convencerla, más bien no, fue de que en todo momento actuaban en mí, de manera distinta, dos personalidades superpuestas, y que las relaciones entre ellas se aprovechaban de cierta imprecisión en los límites. Fue en el momento más lúcido y más frío cuando el calambre de la alarma alteró todos los supuestos de la situación, todas las realidades, al modo como un golpecito mínimo altera la figura que yace en el fondo del kaleidoscopio. Nos miramos, Irina y yo. Me levanté, la tomé de la mano: «Venga.» Puesta ante la pantalla del televisor, accioné unos botones y vimos a Eva Gradner tanteando lo que ella creía pared y que era en realidad la puerta de mi apartamento-fortaleza: buscaba no sé si el botón de un resorte o el de un timbre. No había en su rostro la menor expresión dramática o irritada, sino la impasibilidad de las muñecas de cera. Sus dedos, en cambio, se curvaban o extendían con un principio de frenesí, con un temblor. No puedo imaginar si, en aquel momento, algún sentimiento de rencor o de fracaso animaba el mecanismo de Eva; más bien no. Tampoco me es dado conjeturar el contenido de su reflexión, quiero decir, lo más parecido al pensamiento que a su mecanismo le era dado producir. Irina me preguntó:
– ¿Es posible que entre?
Le apreté la mano.
– No pase cuidado.
Pero se me ocurrió hacer un experimento.
– No se aparte de la pantalla, y observe lo que hace.
Me aproximé a la puerta: pude escuchar el roce en la pared de los dedos de Eva. De pronto, se detuvieron y escuché algo así como los golpes de unos puños.
– ¡Estás ahí, señor De Blacas, sé que estás ahí!
Me aparté un poco.
– ¡Señor De Blacas, te ordeno que abras!
Irina seguía ante la pantalla, con atención casi hipnótica, los movimientos de Eva.
– Le dio como una convulsión cuando usted se acercó.
– ¿Y no será que me huele, como aquel monstruo que la seguía a usted? ¡No puede ser más que eso!
Imaginamos, entre sonrientes y preocupados, una célula secreta que podía elegir entre millones cualquier olor personal.
– ¿Y no descubrirá casualmente el resorte que abre la puerta?
– Usted sabe que es difícil, aunque no imposible. Por otra parte, estoy convencido de que la casualidad es incompatible con la técnica, y ese bicho es pura técnica.
Irina dejó de hablar y apretó mi brazo.
– ¿Y ahora? ¿Qué hace ahora? -me preguntó: después de unos instantes Eva se había arrodillado, y sus manos tentaban la pared a un palmo del suelo.
– No sé… quizás…
Eva seguía tentando, pero no ya la pared que ocultaba la puerta, sino la que hacía ángulo con ella a la derecha: y siempre a la misma altura. Recordé una de las propiedades que era al mismo tiempo una de las deficiencias de aquel robot: cuando la energía eléctrica que lo movía empezaba a agotarse, instintivamente, como un pájaro que responde a la llamada de la primavera y emigra con las otras golondrinas, Eva buscaba una fuente de electricidad, la que fuese, lo mismo la batería de un coche que el enchufe de una lámpara o el de una aspiradora que barre las moquetas. Se lo expliqué a Irina.
– ¿Lo encontrará?
– No sé que haya ninguno en todo el pasillo, aunque creo haber visto alguno en un descansillo de la escalera.
Eva había recorrido la pared de la derecha, pero, en vez de continuar y descender, atravesó el pasillo y continuó su investigación por la pared izquierda, aunque en sentido inverso. Hubiera tardado en hallar el enchufe, porque todos estaban precisamente a la izquierda; hubiera tardado incluso demasiado tiempo, a juzgar por la desgana que empezó a mostrar de repente, como si se hubiera cansado. Se sentó en el suelo, apoyó el torso en la pared, sus manos buscaban alrededor del mismo punto, cada vez con menos energía, como si fuese cada vez con menos convicción, pero dramáticamente convulsas, dramáticamente sacudidas; y lo mismo le sucedía a las piernas, e incluso alguna vez al torso. Parecía vencida, pero a la vez resignada, porque no apareció en su rostro señal alguna de dolor o rebeldía, sino que fue abriendo y cerrando los ojos, abriendo y cerrando la boca, al tiempo que resbalaba, hasta quedar en el suelo, inmóvil después de un coletazo violento, como el último de una ballena. Irina me preguntó ingenuamente si había muerto. No me atreví a responderle riendo, sino que, con la mayor seriedad, le expliqué que a partir de aquel momento, una célula alojada en un lugar de la hipófisis, convenientemente protegida por una especie de auramadre, empezaba a lanzar señales como gritos de angustia, necesariamente recogidas por dos robots que siempre se hallaban a una distancia menor de quinientos metros, sólo para ejercer el socorro de suministrarle energía.
– Si tiene mucho interés en asistir a la resurrección de Eva, no necesita más que un poco de paciencia, más o menos tiempo según los obstáculos que tengan que salvar, las puertas que tengan que abrir, las paredes por las que tengan que trepar, pero llegarán, no lo dude, mudos y oscuros, y se la llevarán a un lugar donde pueda reponer su carga. Por si no nos hemos equivocado, y Eva me sigue a causa del olor, me serviría ese perfume suyo para borrar, al menos de momento, mis huellas.
– ¿Tenemos que abrir?
– Sólo un instante.
– ¿No estará haciéndose la muerta?
– No la creo tan astuta.
Cuando le devolví el frasquito, había desconectado ya la pantalla: se hallaba a la puerta de la alcoba y, sin sonreír, pero amablemente, me deseó buenas noches.
Hay que admitir que una mujer en la situación de Irina puede tener razones para prescindir de la seguridad y lanzarse a las calles de París: basta para aceptarlo como razonable la mención de unas prendas interiores; pero conviene considerar también que una persona en mi situación (¿Soy yo una persona? Quizá teológicamente, sí), se siente empujada, no ya por sus deseos de pelear, incluido el compromiso moral de hacerlo (el juego tiene sus leyes), sino por la curiosidad de saber, y, de ser posible, ver, en qué término y con qué consecuencia se desarrollaba el juicio contra Perkins y De Blacas. Reconozco que en nuestra disputa al respecto, contemporánea del desayuno, las prendas de Irina alcanzaron más peso dialéctico que mi curiosidad, pero acabamos conviniendo un plan, unos tiempos, un programa de llamadas y citas, unas contraseñas. Irina no había hecho objeción alguna a mi hipótesis de que posiblemente a ella la estuviesen buscando los suyos, ya que los que, hasta el día anterior, yo hubiera llamado con toda propiedad los míos no podían hacerlo: Irina no dejó de reírse cuando le conté, quizá por segunda vez (¿o por tercera?), que el oficial responsable de su persecución había sido objeto de un rapto que, al menos en las apariencias, más respondía a conveniencias eróticas que políticas. Llevé a Irina en mi coche hasta cerca de su casa, nos deseamos buena suerte, y me acerqué al C. G., tan pisado por mí cuando era De Blacas, de algo difícil entrada ahora. Telefoneé a Peers, mi ex colega americano, algo así como mi otro yo, aunque con un diez por ciento menos de poder de decisión. (Durante el tiempo en que fui De Blacas, no dejé de preguntarme, en momentos de vagar, a qué términos reales podía reducirse esa manía americana de evaluarlo todo en tantos por ciento, hasta la coloración de las hojas en el otoño.)
Telefoneé a Peers, repito, y le dije quién era.
– ¿Qué hace usted, de dónde sale, Maxwell?
– Creo saber algo acerca de eso de los Planes Estratégicos.
– ¿Dónde quiere que nos veamos?
– Donde usted diga. Usted manda, si no recuerdo mal.
– Puede venir a mi despacho.
– Lo hice anoche al del capitán de navío, y me echaron los perros.
– Algo oí hablar de eso, aunque no logré entenderlo. Sospecho que hay un lío.
– A lo mejor le ayudo a resolverlo, pero, ¿me dejarán entrar? ¿Tendrá usted chivatos en su despacho? El coronel Peers carraspeó.
– En cuanto a lo de entrar, por supuesto: puerta 17, mi nombre y la consigna «Cincinnati»; en cuanto a los chivatos no respondo, pero siempre hay que arriesgarse.
– Me tendrá ahí en cuanto despache un café.
Remoloneé en un square con árboles chiquitos, en que se habían demorado unos vellones de niebla, el tiempo necesario para tomar un café, y me aproximé sin prisas a la puerta 17. Había un sargento fumando y una chica de las Fuerzas Armadas leyendo un periódico. Dije en voz alta: «¿A quién tengo que nombrar al coronel Peers? ¿Y alguien de por aquí es natural de Cincinnati?» La chica me susurró: «Venga», y sólo entonces advertí que mascaba chicle, quizás incansablemente, quizás hubiera nacido ya mascando chicle: no me habría gustado que sus mandíbulas se aplicasen con saña a cualquier parte vulnerable de mi cuerpo. Me llevó por una escalerilla de caracol que yo conocía, y por unos pasillos secretos que yo mismo diariamente había transitado. Finalmente pulsó tres veces el timbre de una puerta: breve, larga, breve. Se encendió, como respuesta, una lucecita verde, la inferior de un sistema de tres: las de encima, por supuesto, ámbar y roja, por este orden ascendente: la composición y significado de los semáforos obedece a convenciones universales impuestas por las grandes potencias, y yo me hallaba en territorio legal de la inventora de aquel código tan útil.
– Pase.
Se abrió la puerta, entré, saludé. Peers, sin responderme, señaló un asiento. Estaba fumando un enorme puro de Virginia, hábito con el que completaba o, por mejor decirlo, perfeccionaba su parecido con Winston Churchill, en cuya conservación consumía varias horas al día y al que, según los informes más verídicos, debía el alto puesto que ocupaba, e incluso el hecho mismo de ser un político cambiado en militar, frecuentador incansable de Clausewitz, que allí estaba, encima de la mesa, abierto quizá por el capítulo IV de la primera parte. La guerra del Vietnam le había servido de entrenamiento, y cuantas más aptitudes mostraba para la estrategia, mayor era su parecido con el difunto: como que no faltó quien hablase de metempsicosis, ¡se acude a veces a tantos subterfugios intelectuales para explicarse algo tan elemental como un parecido! Aquella mañana estaba como metido aún en lo de Dunkerke, hacia la mitad.
– Desembuche.
Le hice esperar el tiempo que se tarda en abrir un paquete de cigarrillos, escoger uno y encenderlo. Después le relaté lo acontecido dos días antes en la Embajada rusa, aunque ocultando la presencia de Irina, y lo completé con una hipotética perplejidad, más visible en el caso de Iussupov, acerca del lío en que se hallaban metidos, lo que permitió describir, creo que por primera vez en la Historia, a un Águila dubitante, al planeo indeciso de un Águila, salvas siempre las excepciones napoleónicas. Sin necesidad de que me lo preguntara, atribuí la responsabilidad última, la creación del caso, también pudiéramos decir, al Maestro de las huellas que…
– No saben qué hacer con esa montaña de papeles ni cómo sacarla del país. Alguien llegó a proponer que se traslade a París el cogollo del Estado Mayor ruso, que se les alquile un palacete nada sospechoso, como quien dice un lugar discreto para sus juergas, y que lo estudien aquí: los resultados del estudio serían de transporte mucho más fácil, sobre todo si lo dictan en clave, desde la Embajada, a una computadora situada en Moscú.
– ¿Y por qué no en Berlín Oriental? -me respondió Peers, mascando con rabia la punta del cigarro.
– ¡Ah, no sé! Quizá las computadoras alemanas sean mejores.
La mezcla del humo de aquel cigarro de Virginia con el de mi cigarrillo daba un resultado deplorable. Arrojé mi colilla y me dediqué a aspirar lo que me llegaba de la derecha. Y lo que llegó, además, fue esta pregunta:
– Y usted ¿cómo pudo averiguar todo esto?
Me erguí, aunque sin levantarme; me erguí como debe erguirse un buen profesional a quien se interroga por su oficio, que es la postura justa de una serpiente ofendida:
– Oiga, coronel: a un buen agente, jamás se le pregunta cómo llega a saber lo que sabe, salvo si es sospechoso, y yo no creo serlo, al menos en relación con este caso.
– ¿Con algún otro, sí?
– Le confieso que no me disgustaría meter las narices en lo de la señora Fletcher. ¿Le permite su puritanismo imaginar el placer de quien recibe en especie la gratitud de una mujer que ama a su marido y que, gracias al seductor, puede recuperarlo, pero ya con una bomba de efecto retardado en el corazón?
– ¡Váyase al diablo, Maxwell!
– Enséñeme el camino.
El coronel Peers se levantó y se plantó ante mí: ni por un momento esperé que fuera a mostrarme las veredas que conducen a Satán, sino algo mucho menos fantástico.
– Dígame, Maxwell, ¿a qué debo su visita?
– ¿Le parece poco lo que le conté? Es una historia no sólo perfecta, sino completa, que bien vale…
– A mí no me sirve de nada. El lío en que estamos metidos no tiene nada que ver, directamente, con el Plan Estratégico, aunque éste sea la causa.
Me encogí de hombros.
– Ignoro todo lo relativo a ese lío, no sé si monumental o majestuoso.
– La palabra exacta es ininteligible.
– Todos nuestros asuntos comienzan siéndolo. ¿Encuentra inteligible lo de la señora Fletcher?
Arrojó, casi con furia, la mitad del cigarro en un cenicero enorme.
– ¿Quiere no volver a mentarla? Si usted facilitase a la señora Fletcher el paso a Berlín Este, sería inmediatamente pasado por las armas.
Me levanté, implorante.
– Pero, mi coronel, ¡si no es más que una mujer inocente y bella que ama a su marido…!
– ¿Sabe a lo que se dedicaba antes de casarse? ¿Cuando aún no era más que la atractiva Miss Page…?
– Miss Page jamás pudo ser tan atractiva como Mrs. Fletcher, y mucho más si se considera que lleva en brazos, salvo cuando lo tiene en la cuna, a Johnny Fletcher, un verdadero sueño de criatura, ojitos claros, culito gordo y un par de hoyuelos en los carrillos.
– ¡Miss Page, querido Maxwell, trabajaba en el teatro y en el circo! ¡Recitaba de memoria páginas y páginas de la guía de teléfonos, hasta fatigar al público!
– Agaché la cabeza.
– Comprendo.
– Y, ahora, déjeme ya. Si quiere algo de mí, vuelva mañana. Ya lo sabe: puerta 17, mi nombre y «Schenectady». La consigna de mañana será «Schenectady». Vaya con Dios.
Me tendió la mano. Y ya no volvió a decir palabra. Mientras el trasvase se operaba, yo tenía que desabrocharme con la mano izquierda todos los botones posibles para ir creando un espacio en que cupiera el vientre de Winston Churchill. Metí a Peers en un armario. Junto a él, dejé mis ropas y cerré con llave. Busqué el uniforme, me lo puse: encontré guapo, al mirarme al espejo, a aquel Premier inglés un poco rejuvenecido. Lo más difícil de mi nuevo papel era fumar cigarro tras cigarro. Por un tiempo, no sé cuánto, me quedaban vetados los cigarrillos.
– La reunión -me dijo mi secretaria- no es en el lugar acostumbrado, sino en la sala de la chimenea.
– No creo que haga frío.
– Por lo que oí, señor, no es por el frío, sino por la presidencia. En la sala de la chimenea hay que sentarse en redondo.
– ¡Ah!
Encontré a De Blacas en medio de un círculo de capitostes a los que intentaba explicar lo inexplicable de su situación, con la única seguridad de que el que había ocupado su puesto durante dos meses y diecisiete días, incluido el anterior, era un ser misterioso de cuya existencia sin embargo no había más remedio que dudar, por cuanto repugnaba a la razón. Manifesté mi incalculable asombro al recordar la cantidad de vasos de cerveza bebidos con el impostor, en quien no había advertido jamás diferencia con el verdadero De Blacas, aspecto éste de la cuestión en la que todos estaban conformes, y muy especialmente Perkins, que muchas veces había ido con el fingido capitán de navío a beberse una botella en el Casino de París, y su comportamiento había sido siempre el de un perfecto caballero.
– Y un admirable funcionario -añadí yo-; hizo en todo momento lo que usted hubiera hecho, coronel De Blacas, y con el mismo estilo, he de reconocerlo, hasta el punto de que no me extrañaría nada el que, una vez que se hayan examinado las conductas, pueda usted responsabilizarse de la ajena como si fuese propia. Lo digo porque estos últimos días se hablaba de premiar su inteligente conducta en el asunto del Plan Estratégico.
– A lo que se opondrá, sin duda, la señorita Gradner, o como sea el endemoniado nombre de esa apisonadora de indiscutibles atractivos sexuales -casi susurró Perkins-, aunque después de lo de anoche…
Pregunté discretamente qué diablos se proponía aquella plenipotenciaria del Pentágono y quizá también del Infierno.
– ¡Oh, por lo pronto, acabar con mi carrera, si no conmigo -me respondió Perkins-; y no sé si atribuírselo a su exceso de celo o a que mi admirado colega Mathews, de quien me consta que desea mi puesto, se lo haya sugerido.
– O se lo haya programado -estuve a punto de decir, pero- General -le respondí-, esa interpretación limita los alcances del lío hasta un punto tal que lo hace inteligible; pero pienso que será un error táctico limitar nosotros mismos nuestro campo de acción. El asunto, en apariencia, es un lío: que si la señorita Gradner, que si el Plan Estratégico, que si las responsabilidades… ¿No se da cuenta de que todo eso son datos de un problema que nos son familiares? Pero lo que yo adivino detrás del lío es precisamente un misterio.
Esta palabra, probablemente indeseada cuanto inesperada, tuvo la virtud de crear un silencio súbito de forma efectivamente circular. ¡Pues, sí, no es una metáfora! Hay casos, como aquél, en que el silencio tiene forma. Creó un silencio, y alguien, no recuerdo ahora quién, tal vez el mismo De Blacas, o quizá fuese Nicholsson, el gigantesco sueco, preguntó:
– ¿En qué se basa?
– Por lo pronto, en que la señorita Gredner, según he creído oír, o según el comunicado matutino, trae acusaciones concretas contra dos de nosotros, de quienes sabemos que son inocentes; pero, además, la señorita Grudner, que había interrogado al supuesto De Blacas tomándolo por el verdadero, apuntó de pronto al agente Maxwell como su presa, al que siguió llamando De Blacas. «¡Persigan a De Blacas!», le oímos todos gritar anoche, pero el que huía era Maxwell, a quien, por cierto, acabo de despedir. Me ha contado cosas interesantes -y les repetí la narración que había hecho a Peers de la velada en la Embajada Soviética y de la entrega por Etvuchenko de los incalculables folios del Plan, pero añadí, como elementos de sorpresa o traca final-: Lo que sucede es que el coronel Etvuchenko no era el coronel Etvuchenko, del mismo modo que De Blacas no era De Blacas. Mi tesis es la de que el coronel ruso y nuestro querido jefe eran la misma persona, no De Blacas ni Etvuchenko, sino el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla -y, para redondear otra vez el silencio, añadí-: El de siempre. Pero es más que probable que la señorita Grodner no crea en la existencia de ese personaje.
De Blacas se echó a reír.
– Cuando era niño, mi madre me hablaba de un curioso sujeto, maestro en el arte de transformarse rápidamente. Creo que se llamaba Frégoli.
– ¿Insinúa usted con eso alguna clase de duda?
– ¿Cómo voy a insinuarla si, en mi vida, hay dos inexplicables meses en blanco, durante los cuales asistí regularmente a la oficina y hasta creo haber ido con alguno de ustedes al Follies Bergère?
– Pues otra de las cosas que me reveló Maxwell es que ese mismo Maestro parece estar interviniendo en la cuestión, ya harto espinosa, complicada y melodramática, de la señora Fletcher. ¿Han leído los diarios de esta mañana? Se prepara un movimiento internacional, con recogida de firmas de intelectuales y de amas de casa honestas, a su favor. Lo he pensado bien: creo que, de momento, mi puesto está en Berlín. Den a la señorita Grudner mis más cumplidos respetos.
Y, dejándolos quizá más estupefactos de lo debido, abandoné la sala de la chimenea y recobré rápidamente el despacho de Peers. La operación de devolverle a la plenitud vital fue rápida. Previamente me había puesto ya mis ropas. Solté su mano, le dije adiós y salí al pasillo. Quedaba él, sin embargo, algo atontado. Desde la esquina más próxima vi cómo salía, cómo se dirigía a la sala de la chimenea, bamboleante, por cierto, no muy seguro. Me apresuré y logré salir antes de que dieran la alarma. Me hubiera gustado asistir al incremento del estupor general, y al del mismo Peers en el momento de enterarse, o al menos de sospechar, que también él había sido habitado por el misterioso personaje. No fue así exactamente, pero es un modo inteligible de decirlo.
No es que de repente me hubiera desinteresado de asistir a la sesión convocada por Miss Gredner, en la que habría intervenido de buena gana, caso naturalmente de ser posible, pues, sin duda, al hallarme yo alojado en la personalidad de Winston Peers, (a quien podemos igualmente conocer por Edy Churchill), ella me hubiera descubierto y todo se habría desbaratado. Lo que me sucedió fue que la segunda mención de la señora Fletcher puso delante de mí, ordenadas (De Blacas diría étalées), quiero decir sin la menor confusión a pesar de los puntos de coincidencia, las siguientes evidentes situaciones:
La señora Fletcher, detenida en Berlín o, más bien retenida, ni sales ni entras ni estás queda, aspiraba a reunirse con su marido, un profesor de Birmingham que había traspasado el Telón de acero en calidad de fugitivo y presunto espía, aunque al parecer con las manos vacías.
Podía suceder, como temía la OTAN, que la señora Fletcher se hubiera aprendido de memoria todos los datos, cálculos y explicaciones concernientes al láser B-23; pero esto podía ser también una hipótesis engendrada por el miedo.
La campaña internacional a que me había referido en la Sala de la chimenea, estaba movida, indirectamente, por instituciones subsidiarias.
La posesión del B-23 conferiría a Occidente una superioridad estratégica sobre Oriente que anularía, una vez construidas aquellas armas, todas las ventajas derivadas de los Planes intercambiados (o interrobados) a que hasta ahora me venía refiriendo.
Insisto: podía ser que la señora Fletcher almacenase en su memoria los datos; pero también que no. Si, en el primer caso, lograba pasar a Berlín Oriental, el equilibrio del terror se restablecería. Pero conviene no olvidar que, aunque sea del terror, es un equilibrio.
Finalmente: todas estas consideraciones las había hecho, en sus detalles y en sus consecuencias, durante mi permanencia dentro de la personalidad de De Blacas, pero había dejado el asunto en un segundo término de mi atención por no creerlo urgente. Mi interés súbito obedecía a una corazonada habida mientras hablaba en la Sala de la chimenea: estaba seguro de que Irina intervendría en el asunto de la señora Fletcher; más aún, de que era la persona indicada. Y la convicción que siguió a la corazonada me sacó del C. G. de aquella manera impremeditada y un poco descortés por la cual, seguramente, y después de oír a Peers, medio servicio secreto se lanzaría detrás del agente Maxwell, de modo que lo más urgente, después de averiguar los pasos de Irina, sería hacerlo desaparecer.
Me fui a casa. Irina había estado allí. Encima de la bandeja donde todavía los restos del desayuno esperaban el traslado a la máquina de lavar vajillas, había un sobre, puesto precisamente de pie en la bandejita de las tostadas, como una de ellas. Delante del reloj de la chimenea resplandecía suavemente el oro de una sortija, la de las manos enlazadas. La cogí, la dejé encima de la mesa, llevé los cacharros a la cocina, y, mientras se lavaban empecé a tomar las precauciones de quien previsiblemente va a estar algún tiempo ausente: destruí, por ejemplo, la comida perecedera y guardé la almacenable. Y preparé una maleta con las ropas indispensables para los dos o tres días inmediatos, pues ya tenía presta la adquisición de nuevas ropas. ¿Qué sabía yo de la facha y de los gustos del desconocido a quien, presumiblemente, iba a sustituir en la vida? Cada vez que me veía en un espejo, incluidas las superficies reflectantes de la cocina miraba con odio a aquella figura de Maxwell en que me sentía tan incómodo. ¿Pues no había sido casi feliz durante la hora escasa de mi parecido con W. Churchill?
La carta de Irina decía:
¿Querido quién? ¿Me atreveré a decirle todavía «querido Yuri», sólo por el recuerdo de que, cuando estábamos juntos y usted era él, le quería de veras? Ahora le escribo esta carta para decirle adiós. Durante algunas horas, olvidamos que yo también soy un agente; el servicio me ha cogido otra vez, me tiene otra vez atrapada. Me voy de París y, a lo mejor, no vuelvo más. El asunto que me aparta de usted es arriesgado, más que otros, y no parece imposible que, por eso, me hayan escogido a mí. Quizás haya gente a la que no le guste que yo acabe casándome con Yuri: yo soy uno de ellos. Tengo dos cosas que decirle: la primera que, unos días más de convivencia con De Blacas, y me hubiera acostumbrado a él. Es un caballero, me gusta su aspecto, me gusta su manera de hablar, y lo mismo que usted curioseó mis libros en mi casa, yo repasé los suyos en la suya. ¿Por qué no desear, por qué no pensar, que un día de éstos De Blacas, usted y yo coincidiríamos en el mismo verso? Con la misma franqueza le digo que me costó un esfuerzo incalculable convivir con Maxwell, y usted sabe las razones. ¡Qué lástima que todo haya salido mal!
La segunda cosa es un ruego. Vaya de vez en cuando a mi piso, en el que todavía tiembla un puñal en un rincón del techo; pase en él algún tiempo, acuérdese de mí, y encienda las velas de los iconos. Si se acaban, las encontrará iguales en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa. Le supongo enterado de que, para nosotros, cada vela que arde tiene el valor de una oración.
Irina
La prisa me impide dejar la vajilla lavada. Perdóneme.
El papel de la carta y el sobre eran de los míos.