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CAPÍTULO V

1

El trazado, sobre un mapa de Berlín, de mis idas y venidas (ya me referí a esto anteriormente), compondría un bonito laberinto en que predominaban las líneas rectas y los ángulos agudos, sin que suponga más que eso, predominio, en modo alguno exclusión de las traumatizantes curvas. Como se encontraban y entrecruzaban, podían señalarse varios lugares en que el sabueso de más penetrante olfato hubiera vacilado, y en que los perdigueros de Eva Gredner, solos o en muchedumbre, y aun ella misma al frente, tendrían que vacilar, equivocarse, rectificar. ¡De hacerlo todos juntos parecería un escuadrón en maniobras! Mis conjeturas dependían, en su tino o en su yerro, de que atribuyese a la Agente sin Par capacidad para las intuiciones inconcebibles o sólo para los profundos, rápidos raciocinios; pero mi perplejidad intelectual se originaba en el hecho de que, como sabe bastante gente, la intuición no es más que un camino abreviado, fulgurante, hasta una afirmación o un punto a los que también puede llegarse por el razonamiento, trayecto por lo general penoso, pero que la esmerada computadora que Eva Gredner llevaba en el corazón (¿era ella en sí algo más que esa computadora?) podía realizar en escasos segundos. Mi excepcional esperanza, por lo demás solitaria, se asentaba no sé si en la sospecha o solamente en el deseo de que las verdades de cierta naturaleza, precisamente a causa de ella quedasen excluidas del raciocinio y confiadas en exclusiva a la adivinación inexplicable. Porque, en este caso, a lo que aspiraría Eva Gredner y a lo que encaminaría sus huestes, era a seguir con toda precisión mi recorrido, rectas, ángulos y curvas, dejando a un lado cualquier chispazo momentáneo que propusiese una solución distinta. (¿Le estaban programadas a Eva Grudner las ideas espontáneas?) La solución de los entrecruzamientos duraba más de una manera combinada, que de la otra, y toda prolongación del tiempo consumido en mi persecución me ayudaba. Domine, ad adjuvandum me festina. Pero aun llegando a la conclusión desoladora de que los perros de Miss Gradner hubiesen coincidido todos en el aeropuerto, último lugar de mi estancia en Berlín, ¿cómo podrían adivinar por qué camino aéreo la liebre se les había escabullido? Para recuperar el rastro, habría que recorrer a pulgadas un inmenso espacio plano (meramente teórico, por otra parte) que, concebido como un corte vertical operado en el aire tridimensional del aeropuerto, incidiese en algún punto el rastro dejado por mi cuerpo al volar en dirección desconocida. Y toda vez que Eva Grodner ignoraba la existencia de Von Bülov, toda vez que de su elección azarosa para un papel en la historia, Miss Gridner no había sido informada, era absolutamente imposible deducir por raciocinio adonde yo había ido. Pero, aun en el caso de que las facultades de Miss Gredner excediesen mi propia capacidad de inventar maravillas, y suponiendo que hubiera seguido puntualmente mi pista, al llegar en su automóvil a la frontera entre las dos Alemanias, la habrían detenido, no le permitirían pasar. Esto era el lado tranquilizante de mis excogitaciones, mientras mi «Volkswagen» (quiero decir, el de Bülov) me llevaba por los caminos de Alemania del Este, conocida también como República Democrática Alemana, hacia Berlín.

Frente a este raciocinio (impecable, como se ve) y contra él, pujaba la convicción insistente, tan inevitable y tan lógica como la primera, de que, aunque la Implacable Espía Electrónica, asombro de las especies, perdiese de momento mi pista, la recobraría sin remedio en cuanto ella o sus agentes se acercasen a, o rondasen, la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse donde vivía la señora Fletcher, y en la que yo esperaba hallar a Irina. En el mejor de los casos, pues, disponía sólo de unas horas. No eran muchas, y yo tenía sueño.

Entre los recuerdos de Von Bülov hallé fácilmente el nombre del hotel en que solía hospedarse en Berlín, dos en realidad: en el primero le atraía una rubia; en el segundo, una trigueña. Ambos eran de tres estrellas, recoletos y de escogida clientela. Elegí, no sé por qué, aquél de la trigueña: seguramente porque caía fuera del espacio acotado para mis desplazamientos anteriores: nunca había transitado por las calles de aquel barrio, vírgenes, hasta entonces, de mi olor personal. La trigueña era la chica de recepción. Me trató amablemente, y, en los pocos minutos que hablé con ella, pude deducir que esperaba hacía tiempo unas palabras mías para decirme que sí. ¡Von Bülov, como otros muchos tímidos, ignoraba o deseaba ignorar su poder fascinador de intelectual maduro y elegante, un poco despistado y un poco triste! «¿Mañana continuará aquí, profesor? ¡Tengo la tarde libre, profesor, me gustaría llevarle a ese jardín de que le hablé alguna vez, y que usted desconoce! Hay unas estatuas bellísimas, ¡pero no tiene tiempo nunca…!» «No sé por cuántos días me quedaré, pero me temo que esté muy ocupado.» «¿Como siempre, profesor?» En sus bonitos ojos, envejecía de pena una esperanza.

Telefoneé temprano al profesor Wagner, y no ya con el propósito de trasmudarme en él, aunque sólo fuese por poco tiempo, lo cual implicaba mi renuncia a llamarme Gunter alguna vez con un mínimo derecho. Le advertí de quién era, de mis trabajos históricos y de que preparaba un cuadernito con unas cuantas afirmaciones acerca de los descubrimientos físicos con valor estratégico.

– Me consideraría bastante más feliz de lo que soy generalmente, si me recibiese usted y me concediese una entrevista.

El profesor Wagner me trató, en su respuesta, de querido colega, y me advirtió de que, si bien estaba dispuesto a recibirme y a mantener conmigo una conversación superficial, no podía, sin embargo, comprometerse, así, sin preparación previa (quizá quisiera darme a entender sin una información personal), a una entrevista seria en que yo le interrogase acerca de sus trabajos y él pudiese responderme formalmente. Le sugerí que, para su tranquilidad moral, telefonease al Rector de mi Universidad. Bueno. Quedamos en que las diez y media era una hora excelente para que nos encontrásemos en su despacho, porque, a esa hora, una de sus discípulas solía traerle un café con unas galletitas, y no parecía que fueran a surgir dificultades mayores para que, ese día, llegase a tres el número de los cafés y aumentase la cantidad de las galletas. Me informé de la Facultad, del edificio, del pabellón. Tomé nota.

– Tendré el mayor gusto en estrecharle la mano, mi querido Von Bülov.

Por primera vez desde que me encontraba en aquella personalidad, le respondí con un taconazo. Me salió bien, pero no dejó de sorprenderme tanto por su perfección como por su impertinencia. Probaba, por lo menos, que mis reflejos recibían del profesor Von Bülov órdenes que yo no controlaba. Muy bien.

2

Tenía una figura redondita de bávaro sonriente, el profesor Gunter S. Wagner, aunque por su apellido no lo fuese, y siendo todo él de una tranquilizante vulgaridad, la lucecita que centelleaba en sus ojos no lo era, sino más bien la chispa reveladora de un genio que ve las cosas como son y se acomoda a ellas. Le daba a medias la luz de un ventanal chaparro abierto a la niebla, al césped, y a un bosquecillo de tilos no muy lejano. Contra los vidrios del ventanal golpeaba suavemente la rama desnuda de un abedul, una rama de plata, que parecía pintada por un artista japonés sobre el fondo indeciso del paisaje, y fue esta rama, con su belleza de nudos y de ansia que busca el sol, lo que me atrajo de pronto. Parecerá un poco pueril, y desde luego lo fue, pero me nació un deseo, rápidamente sosegado, de trasmudarme en rama, como cuando en mi infancia, antes de descubrir el juego de las metamorfosis humanas, me entregaba alegremente al de las metamorfosis cósmicas. El doctor Wagner me presentó en seguida a la señorita Grass, una de sus ayudantes, especializada en la preparación de buen café a la italiana y, al parecer, partícipe de sus secretos, porque cuando (ella) insinuó la conveniencia de alejarse, el profesor Wagner le suplicó que no lo hiciese, que a lo mejor necesitaba de sus servicios o acaso de su fresca memoria, en el caso probable de que a él se le olvidase algún detalle. La señorita Grass (más bien doctora, perdón), se quedó de buena gana, y aunque no dejó de atender a su maestro en servicios menores, como encenderle un cigarrillo o acercarle el cenicero, debo confesar la satisfacción con que me sentí preferentemente servido por aquella mujer que no era ninguna belleza (tampoco desagradable), pero que hablaba con sencillez y familiaridad de los secretos más espeluznantes de la materia, a la que llamaba así con la debida prudencia, «pues no sabemos en realidad lo que es». Consideré necesario iniciar la entrevista (pasados ya los trámites del café y las galletas) con una información más detallada acerca de mí mismo. Saqué de la cartera media docena de mis folletos y los desplegué encima de la mesa.

– En realidad, yo no trabajo para los historiadores, sino para los políticos. Los políticos, a veces voluntariamente, disponen de una información incompleta y parcial, y procuran que les suministren versiones deformadas de la realidad, aquellas que necesitan para ser lo que quieren ser y poder justificarse ante sí mismos. No conozco a ninguno que sepa, de una manera total y verídica, cómo es el mundo en que se vive, y a mi juventud le tocó en suerte padecer una experiencia límite de información trucada; lo mismo Hitler que los suyos vivían en una realidad que ellos mismos habían inventado a la medida de sus conveniencias o de sus aspiraciones, probablemente ambas cosas a la vez, una realidad que, así concebida, no podía pasar sin ellos. Estoy persuadido de que, en este momento, lo mismo los americanos que los rusos ignoran voluntariamente la verdad de lo que ellos mismos provocan, la ignoran porque la ven a través de sus propios deseos, de sus temores o de sus utopías. Mi trabajo hasta ahora, ha consistido en dilucidar esa realidad que a ellos les importa conocer más que a los ciudadanos de a pie, si bien esos trabajos que le muestro vayan dirigidos, no a las cabezas visibles, que a ésos ni tengo acceso ni sería discreto enviárselos, no fuera que se armase en sus cabezas un batiburrillo más peligroso que su ignorancia misma: pero a estos grandes figurones les rodean a veces personas en las que recae la tarea de preparar las decisiones históricas. No crea usted que soy optimista: el Estado Mayor alemán no aconsejó la guerra a Hitler, porque sus directores sabían que la guerra se iba a perder. La confianza de los aliados en la victoria, aun en los momentos que parecían más difíciles (y precisamente en ellos), se debió a que, en aquella ocasión, conocían la tierra que pisaban. Ahora bien, desde que concluyó la última guerra, determinadas mentiras más o menos convincentes y en todo caso grandiosas ocultan a los unos y a los otros la información necesaria para no desvanecerse: no lo que dan las máquinas, sino la que comprenden los hombres. Yo recibo visitas y consultas. Fíjese usted que mi clientela está compuesta de segundones, lo cual indica dónde está la gente en que se puede confiar.

No oculté a Herr Wagner las relaciones de Von Bülov con unos y otros, las buenas relaciones que me habían permitido la noche anterior atravesar sin tropiezos un pedazo de Alemania Oriental y regresar a Berlín con las mismas facilidades. Wagner reconoció su decidida parcialidad occidental, y aprovechó el momento para referirse a su colega Wolf, cada vez más inclinado a los del Pacto de Varsovia.

– No creo que lo haga por simpatía ideológica, sino por eso que usted llama falsas informaciones acerca de la realidad. Él cree en la victoria soviética.

– No deja de ser posible -le respondí.

– Pero, ¿no lo encuentra catastrófico?

– Gane quien gane, si la ocasión llega, la catástrofe será la misma.

Tenía que correr fuera una brisa suave, que meneaba la rama del abedul y la hacía arañar el vidrio. No sonaba mal aquel rasgueo, tampoco bien, y yo pensé que, si estuviera en el abedul, le sacaría música al roce; pero aquello no pasó de ilusión o de mera fantasía, porque, incorporado al abedul, no podía cortarle las uñas a la rama.

La señorita (doctora) Grass parecía haber adquirido ya la frialdad científica indispensable para poder contemplar sin inmutarse cualquier imagen viva de la catástrofe (pendiente), y fue ella la que me preguntó por las relaciones que mi trabajo en marcha acerca del valor estratégico de las investigaciones físicas podía tener, no con la victoria prematura de nadie, sino con la esperanza de que el propio miedo ante las seguridades de destrucción incontrolada llevase a los contendientes a una conclusión de sensatez. De las tres soluciones posibles, sin embargo, yo no creía en la eficacia de la disuasión, ya que un potencial bélico extraordinario podía disuadir a la parte contraria, pero no al posidente, que la utilizaría en su favor:

– ¿Existe hoy alguien en el mundo capaz de resistir la tentación del poder universal y absoluto? El mundo está regido por hombres íntimamente menoscabados que sólo se sienten seguros y grandes si se asientan sobre infinitas, irresistibles armas.

El equilibrio del terror, segunda solución, ofrecía las fáciles ventajas de cualquier equilibrio, siempre precario y con la tremenda amenaza del aniquilamiento mutuo como añadidura. La tercera solución, la paz, me parecía de momento utópica, y la esperanza de que surgiera una tercera fuerza con más poder que las actuales sumadas, capaz de imponerles el buen sentido, por mucho que fuese deseable, no dejaba de ser una esperanza estúpida:

– A la China le falta mucho todavía para poder moverse del sitio en que se encuentra. ¿Imagina los problemas logísticos de transportar tanta gente hasta alcanzar la tenaza mediterránea?

Creo que, a partir de este momento, comencé a divagar, amparado en el abuso de tecnicismos históricos y estratégicos tan distintos de los de los físicos, pero cuya incomprensión, o, al menos vaguedad, debía de halagarles: «Esta gente aprendió de nosotros a inventarse un lenguaje y a ser incomprensible», pensó, seguramente, la doctora Grass, y lo pensó con el orgullo de un cabo de gastadores que se tuviese por el primer cabo de gastadores de la Historia. Corríamos el riesgo de divagar indefinidamente, pero no me convenía en absoluto ser el primero en referirme a las investigaciones sobre los rayos láser, porque quedaban algo lejos del campo del profesor Wagner, y porque, inevitablemente, atraería a su mente el recuerdo de la señora Fletcher, lo cual acaso le sugiriera alguna suerte de desconfianza, o por lo menos su germen. Inicié una serie de fantasías verbales que, sin nombrar los rayos láser, los convertían en el centro oscuro, aunque a veces siniestramente iluminado, de unas claves dialécticas imaginarias, constituidas por adivinaciones dudosas y por descripciones tremendas. Es evidente que, en el aula donde Von Bülov explicaba sus lecciones de Historia, yo no me hubiera atrevido a semejante despliegue poético, pero el despacho del profesor Wagner y, sobre todo, la mentalidad de los presentes, me permitían realizar con ellos una operación estética que no era, en el fondo, más que de dilación o escapatoria, pero que no lo parecía. Me ayudaba el descubrimiento de una avecica en la rama del abedul. ¿Real o soñada? ¿Quedaban en Berlín pájaros a aquella altura del otoño? Lo que yo veía, bien pudiera ser, por su tamaño y color, la oropéndola que escuchó el músico en el Prater, y yo mismo creía oír ahora, a través del ventanal, los cuatro Golpes del Destino, que me excedían y construían ellos solos, por su propia energía, una compleja, dilatada arquitectura. ¿La oirían también Wagner y su ayudante, tan atentos?

– En fin, profesor, que si ustedes aceptasen mi invitación a almorzar, podríamos seguir hablando.

En las miradas que se dirigieron pude leer, al mismo tiempo que la satisfacción y el deseo, la presencia de alguna dificultad. Fue a contestarme el profesor y se detuvo; vaciló igualmente su ayudante. Por fin él tomó la palabra:

– Es indudable que pocas personas hay en el mundo que sepan lo que usted de las grandes cuestiones y de los grandes peligros, pero, quizá por prestar atención sólo a lo que alcanza esas enormes magnitudes, o más sencillamente, porque vive usted en provincias, ignora los comadreos de Berlín, algunas pequeñeces que apasionan a la gente. ¿Le dice algo el nombre de la señora Fletcher?

– ¡Oh, sí, por supuesto! Algo relacionado con los rayos láser, pero nada importante, ésa, al menos, fue la impresión que saqué cuando, hace dos o tres meses, su marido huyó a los países del Este.

– Le separa de nosotros apenas un kilómetro. Está aquí mismo, pero al otro lado. Y su esposa permanece en éste, acogida precisamente a nuestra protección -miró a la doctora Grass-. ¡No se sorprenda! El doctor Fletcher y yo somos amigos, por encima de diferencias políticas, y su mujer prefirió refugiarse en mi casa, que le ofrecí, a aceptar la invitación de mi colega Wolf, menos amigo de su marido que yo, aunque quizá más afín a sus ideas. Conviene, sin embargo, que usted sepa que yo no creo que Fletcher sea comunista, ni mucho menos traidor. Me abstengo de juzgar a la gente hasta poseer la totalidad de los datos (quizá sea una deformación profesional, pero no puedo remediarla), y como eso es difícil, generalmente no juzgo.

– Creo que Fletcher escapó por miedo, pero no pasa de conjetura. Por miedo a los occidentales.

– ¿Qué podía temer de ellos?

– Que le obligasen a llevar sus investigaciones hasta un punto que él no deseaba alcanzar.

– ¿Es también conjetura?

– Por supuesto.

– ¿Con algún fundamento?

– John Fletcher aspiraba al Nóbel, no a transformar el mundo por el terror. No es que me lo haya dicho, porque no le conocí ni le vi nunca, pero alguien de mi confianza se lo escuchó alguna vez, y yo le encuentro razonable y bastante humano. La huida de Fletcher no es la búsqueda del éxito, sino el confinamiento casi seguro en el fracaso por temor al pecado. Los que interpretan la huida de Fletcher, suelen olvidar que es un hombre piadoso, adepto a una secta cristiana muy respetuosa con el prójimo, que prohíbe toda violencia. ¿En qué cabeza cabe que un hombre así se escape a Rusia para entregar a los soviets el arma que les asegura el triunfo -es decir, la muerte de muchos hombres-? Tengo la convicción de que Fletcher no ofreció a los soviets el arma del siglo, sino una colaboración científica normal cuyo posible alcance él restringirá voluntariamente.

El profesor Wagner cerró los ojos, pensó algo, miró después a su ayudante, vaciló; por fin habló, no sé si lo que había pensado, u otra cosa. ¿Obraba siempre así, tras aquel cruce de miradas, el profesor Wagner, como pidiendo asentimiento o ayuda?

– ¿Usted no cree, entonces, que la señora Fletcher almacene en su memoria el resultado de las investigaciones de su marido?

– Yo creo que Fletcher no fue en ellas más allá de lo que sabe todo el mundo, de lo que él mismo declaró poco antes de su fuga.

Fue como si se alegrasen.

– De acuerdo. Completamente de acuerdo. -Se interrumpió, ¿lo interrumpió una duda?-. Claro que usted afirma sus conjeturas, y yo me apoyo en ciertas experiencias, pero usted está acostumbrado a pensar, quiero decir, a hacerlo sin irse por las ramas, y el hecho de haber llegado a la misma conclusión que yo, me hace estimarle más que en el momento de su llegada.

– Gracias.

– Ahora puedo completar ya eso que llamé el comadreo, lo que no viene en los periódicos y sabe poca gente. No hace muchos días, alguien intentó secuestrar al niño de Fletcher.

– ¿Los rusos?

– ¿Para qué? Pero usted sabe que, con independencia de los gobiernos y de sus posturas oficiales, incluso de sus propósitos reales y sus proclamaciones solemnes, existen instituciones con autonomía propia, y, a alguna de las cabezas que las rigen, se le ocurrió que el único modo de evitar que Rosa Fletcher se reúna con su marido es robándole el niño. Supongo que se lo devolverían después condicionalmente. «Venga usted a vivir a tal parte, bajo nuestra protección», o cosa parecida. No sé si llegará a comprenderme, y menos a aprobarme, pero este asunto me obligó a entrar en relación con el espionaje soviético.

No me fue necesario fingir estupor.

– ¡Sí hombre, sí, no se asombre más de lo debido! El interés de unos en raptar al niño de Rosa Fletcher coincide con el de los otros en que nadie lo rapte. Aparentemente, mi casa está vigilada por todos ellos, generalmente dos de cada bando, que no sé si se anulan o se completan; pero el niño de Rosa Fletcher lo está constantemente por un agente soviético… Imagínese: el niño no debe dormir solo, el niño tiene que tomar el aire en el parque. A su madre se lo robarían, casi se lo robaron: no es una mujer fuerte. La nurse que me enviaron los soviets lleva pistola en el bolsillo y mata un pájaro al vuelo.

¿Irina?

3

Me acompañó en mi coche la doctora Grass; el profesor Wagner nos precedió en el suyo. El final del viaje era la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse, con etapa intermedia en el parque donde había que recoger al niño. Entramos, tras una verja con águilas de bronce, en una red de veredas asfaltadas y limpias, sin más hojas que las que iban cayendo: ¡pocas quedaban ya, olvidadas del viento, en el ramaje! La doctora Grass me decía: por aquí, adelante, ahora a la izquierda, hasta llegar cerca de un claro de la arboleda en que redondeaba un césped amplio, con bancos y un cenador superviviente. Jugaban en él pocos niños (¿hasta cuatro?), y no en corro y a gritos, sino cada uno por su lado, con su propio juguete, niños individualistas o selectos, incomprensibles en su soledad y en su silencio, vigilados por cuatro nurses: una leía un libro, otra escuchaba música con los auriculares de un magnetófono chiquito, la tercera tenía un periódico abierto y parecía soñar, y la última no quitaba el ojo de su niño, también algunos hombres, distribuidos como por azar en los cuatro puntos cardinales, siluetas oscuras como fustes de árbol, confundidos con ellos. Dos llevaban gabardinas oscuras, quizá negras, de corte anglosajón, sombreros grises y pipas curvas. El que quedaba a mi derecha parecía leer un periódico. La señorita Grass lo examinó al pasar (yo se lo había rogado), y descubrió que tenía el periódico al revés. Le dije, sin explicárselo, que «aquel hombre, a lo mejor, no miraba ni veía», y ella se quedó todo lo turulata que puede quedarse una persona al oír un disparate como aquél: que quizá no lo fuese, aunque tal vez lo fuese todavía, pero ella no podía sospecharlo. El profesor Wagner dejó el coche a un lado de la vereda, se apeó, fue derecho a la nurse. Ella se levantó y le dio la mano. Entonces comprobé que era Irina: con un abrigo sastre y gafas oscuras.

– ¿Nos apeamos también? -le pregunté a la doctora.

– Como usted quiera, pero no es necesario.

El doctor Wagner, ya con el niño de la mano, le decía algo a Irina, quien miró hacia nuestro coche. Comprendí que le explicaba que yo iba dentro, que almorzaríamos juntos, y quién era. La conversación continuó probablemente dentro. «¿Se fía de él, profesor?» «Parece de fiar», quizá se hubieran dicho. Los cuatro vigilantes empezaron a moverse. Uno de cada bando desapareció; los otros entraron en sendos coches parqueados en lugares vecinos, y se las compusieron para situarse, uno antes que el profesor y, el otro, delante mismo de nosotros. La doctora Grass me dijo que el que lo conducía era un agente occidental, que ya lo había visto otras veces.

– El que se adelantó al profesor es el soviético. Así vamos siempre. Como usted ve, en equilibrio, equitativamente protegidos de peligros igualmente equitativos.

La mañana en el parque era tan bella como en el jardín de la Universidad, aunque sin oropéndolas soñadas. Se sorbía el aire húmedo y parecían meterse en el cuerpo aquel azul y aquel gris. ¡Lástima que los lejanos, misteriosos directores de los Departamentos Secretos no tuviesen en cuenta la mañana y el parque, la vereda bajo la bóveda de las ramas desnudas, el estanque desierto y quieto en que las hojas caídas permanecían inmóviles! ¿No resultaba chirriante que en medio de aquella niebla dulce en que se diluían oscuros fantasmas vegetales, se desarrollase la peripecia trivial de un asunto de espionaje? Cuatro automóviles caminan por las calles de Berlín: nadie debe saber qué los mueve y por qué, pero si alguien que lo sabe, interviene, de dos de ellos al menos puede salir la muerte en ráfagas, con alboroto, gritos, desmayos, huidas de la gente inocente, mientras una mujer armada cubre a un niño con su cuerpo. Pero si nadie se interpone, nadie debe imaginar una relación dramática entre los cuatro coches. De los cuales, dos desaparecieron, yo no sé cómo, al abocar la Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; los otros se detuvieron junto a la acera, tranquilamente. El profesor descendió, sacó una llave, abrió la verja del jardín: la señorita Grass había corrido hasta él, entró la primera y franqueó la puerta de la casa. Sólo entonces Irina y el niño entraron: lo que aquello entrañaba de protección, de precaución, sólo podían saberlo los cuatro que vigilaban. El profesor me hizo señal de que entrase también. Irina se había despojado de las gafas oscuras y me escrutaron sus grandes ojos al serme presentada. Casi sin dilación dijo:

– Tengo que salir a una diligencia. Vendré en seguida. Doctora Grass, encárguese del niño.

Le alargó la pistola, que la doctora tomó naturalmente.

– ¿Y la comida? ¿Quién se cuidará de la comida?

– Le dije que volveré en seguida.

Irina salió. Llevaba bolso y paraguas, las gafas habían quedado encima de una consola.

El niño le habló en inglés a la doctora, que subieran a ver a su madre. Se lo llevó escaleras arriba. Al abrirse una puerta, se oyó una voz de hombre que saludaba al niño. El profesor Wagner me explicó:

– A la señora Fletcher no la podemos dejar sola. Hay alguien que la vigila, y otro que viene por las tardes a enseñar al niño el juego del ajedrez. Es el momento que aprovecha la nurse para dar un paseo, y supongo que para comprar sus horquillas. Siempre tememos que no vuelva, siempre tememos que su cuerpo aparezca en un canal, y que haya que identificarla. Pero son sólo temores, ¿sabe? Es lo que dice ella.

– ¿Cómo se llama? No entendí bien el nombre cuando me la presentó.

– Schneider, creo que Pola. Bonita, ¿verdad? Estuvo en Rusia algún tiempo, y también en París.

– Sí. Es bonita.

El profesor Wagner todavía no se había quitado la gabardina. Mientras lo hacía, me dijo:

– Pase al salón. Hallará con qué entretenerse. Yo, en vista de que Suzy no baja, haré una visita a la cocina. No es que sea un gran químico, pero como físico no lo hago mal ¿Tiene usted preferencia por alguna clase de sandwiches?

– Fuera de los corrientes, los de pepino no me desagradan

– Veremos, entonces, si hay pepinos.

Me perseguían, aquella mañana, las ramas desnudas. Una de ellas arañaba también la vidriera del salón, la arañaba sin sonido, con movimiento reiterado, casi simétrico: parecía la pata de una gigantesca araña, una araña convulsa, o acaso solamente estremecida. Repasé desde la entrada libros, sofás, la chimenea de fuego amortiguado, algunos cachivaches, y algunos cuadros: todo parecía inglés, y temí que el profesor fuera uno de esos germanos a los que no ser ingleses les estorba la plena realización de sí mismos y se engañan recurriendo a la decoración. Pero el piano y la flauta no estarían tan visibles en un salón británico: devolvían el ambiente a lo alemán, y me hicieron pensar que la colaboración matutina entre el profesor y su ayudante, ignoro si también nocturna, cobraba formas musicales al caer de la tarde. Por otra parte, a la vista de la flauta, algo vibró alegremente en el corazón de Von Bülov: fui hasta ella, me apoyé en el piano, empecé a tocar lo más bajo posible y entretuve yo no sé cuánto tiempo: no tantos siglos como si el pájaro cantase, pero sí bastantes noches inacabables, traspasadas de luces, de catástrofes cósmicas, de imposibles dichas. Después resultó que mi éxtasis musical no había pasado de unos treinta minutos. Sentí hablar en el vestíbulo, entró Irina. Al volver la cabeza, vi que me miraba sin desconfianza, casi con simpatía.

– Siga tocando, se lo ruego, y perdóneme por haberle interrumpido.

Pero no pude seguir, porque se apoderó de mí, como si hubiera entrado en mí y me ocupase, la sensación de que, pudiendo acontecer muchas cosas importantes en aquel tiempo y lugar, ninguna sucedería, y el tiempo transcurriría muerto, mera duración colmada de trivialidades: un premio Nóbel que prepara bocadillos de pepino o una espía del Este que entra en el cuarto de baño a arreglarse un poco el pelo. Si, de pronto, alguien gritase que habían robado al niño: si Irina se me acercase y, apretándome el brazo me dijera: «¡Acabo de descubrir quién eres!», o si llamasen a la puerta y apareciese en ella el profesor Fletcher, desencajado, con la corbata tuerta, y clamase preguntando dónde estaban su mujer y su hijo, que necesitaba verlos, que para verlos había escapado de Berlín Este y perdido la libertad para siempre, si cualquiera de estas cosas posibles sucediera, todos los momentos antecedentes, incluidas las partitas de Bach que yo había ejecutado en un tiempo indefinido, aparecerían cargados de sentido, uno trabado en el otro, tiempo en cadena, especialmente tensos, tiempo colmado. Pero lo que sobrevino fue que la doctora Grass, desde el vestíbulo, dio unas voces, llamó a todo el mundo por su nombre, se oyó al niño en la escalera, y, momentos después, me presentaban a la señora Fletcher, que tendría treinta años, que era bonita y un poco lánguida, aunque esto último pudiera resultar de la soledad amorosa en que se hallaba.

– Ya me han dicho que se interesa usted por los rayos láser.

– No especialmente, señora, sino como una de tantas armas que pueden alterar la situación estratégica.

Es un tema este, acerca del que todo el mundo opina y tiene ideas, que cree propias, pero que en general proceden de un periódico que lee, de la radio que oye, y también, por supuesto, del canal de televisión. Aparentemente divergentes, las ideas del profesor y de su ayudante coinciden en el fondo. En cuanto a la señora Fletcher, está persuadida de que los rayos láser inclinarán la balanza a favor de quien sepa utilizarlos, aunque también puede inclinarse a favor de quien sepa impedir que se utilicen: da la impresión de que la balanza de la señora Fletcher es gigantesca, y de que, en su eje, está instalado su marido.

Irina le colocaba al niño la servilleta. La sentaron a mi derecha; después, el niño, y, a su lado, la señora Fletcher. El bolso de Irina le quedaba cerca, a mano. Estábamos frente a las vidrieras abiertas del jardín. Detrás de mí, en el vestíbulo, pasos de hombre iban y venían. Imaginé que, fuera de la casa, cuatro personas con tendencia a la inmovilidad eran sustituidas por otras cuatro con semejante vocación: las ocho coincidían en no sacar la mano del bolsillo derecho de la chaqueta. Su única variación afectaba, si acaso, al periódico: dos alemanes o rusos, dos norteamericanos. Si ninguna de las cosas previstas acaeciera, sino sólo una imprevista, lo primero que harían aquellos inmóviles lectores de la Prensa diaria, sería destruirse dos a dos. ¿Qué pudiera ser lo imprevisto? No, por supuesto, que la conversación, durante la comida, versara sobre temas militares, e incluso que se organizara una especie de discusión, de la que sin duda hubieran aprendido mucho los Estados Mayores, pues si la señora Fletcher parecía apegada a la trascendencia del láser, el profesor Wagner mostró su decidida parcialidad por las bases en la luna y nos favoreció con la descripción de un viaje a bordo de un cohete logístico que él no había construido, aunque sí imaginado, y si no lo dio a entender, nos hizo sospechar, a mí al menos, que en alguna de sus carpetas estaban los planos y los cálculos de aquel cohete de tan fácil manejo y tan barata construcción, llamado a revolucionar el concepto de cohete, la industria de los cohetes y hasta su posible poesía. Irina ayudaba al niño a comer, y la doctora Grass ayudaba al profesor en todas las cuestiones relativas al decorado interior del cohete y a sus comodidades, y, entre los dos, lo pintaron tan atractivo, que sin duda cualquier pareja de enamorados lo elegiría para un viaje de novios a la luna, ida y vuelta. De modo que nadie esperaba que después de los postres, a la señora Fletcher se le ocurriera desear que alguien cantase, o incluso cantar ella misma si había un voluntario para acompañarla al piano. Se prestó el profesor Wagner, de muy buena gana, que lo hizo bastante bien, de lo que pude inferir que la flauta travesera la tocaba la doctora Grass. La señora Fletcher cantó dos o tres baladas escocesas con voz un poco áspera y acento de Nueva Inglaterra, pero agradable: el tema de sus canciones fue la nostalgia, pero, donde ella decía Highlands, podía ponerse el nombre de su marido. Al final, se emocionó: cogió al niño, se sentó en un sillón con él en el regazo, muy abrazados, y nos suplicó que siguiéramos cantando o tocando, le daba igual pero sin tenerla en cuenta, si bien rogaba que las canciones no fueran estrepitosamente alegres. Entonces, le dije a Irina que me gustaría seguir con la flauta algo que ella cantase artístico o popular, como quisiese. Nombró una canción francesa, otra alemana y otra rusa. Le respondí que las tres. La doctora Grass parecía muy animada, y el profesor Wagner se retiró del piano y se sentó cerca de la señora Fletcher.

– Es una suerte que haya usted venido, querido Von Bülov. ¡Trae la animación consigo!

¿Es que aquellas sobremesas tan sólo conocían la tensión del temor?

Irina se situó a un lado del piano, y yo al otro. Evidentemente, su mano oculta en el bolsillo apretaba la pistola, y sus ojos no se apartaban del jardín, cuya fronda se enmarañaba en la niebla y creaba agujeros de sospecha. Después de ensayar el instrumento con unos leves juegos, le hice una insinuada reverencia.

– Cuando usted quiera.

Y lo que entonces comenzó fue como el juego de dos aves en el cielo limpio, no siempre la misma la que persigue, no siempre la misma la perseguida, sino que la voz de Irina iba delante, y yo la seguía, o era ella quien seguía en sus caídas ásperas la flauta como si formasen círculos en que el sonido y la voz se absorbiesen, se suplantasen o formasen una sola sonoridad, voz más flauta, sumados, esa voz que rebosa la anchura de la flauta, o esa cinta de música que se cierra sobre la voz y la aprisiona, lo cual pudo ser muy sorprendente para la señora Fletcher, que abandonó su propia contemplación interior, y para la doctora Grass, que se alertó como en la parte más intensa de un concierto, y dio muestras visibles de inteligencia; incluso lo fue para el profesor Wagner, que interrumpió la dulce somnolencia a que se había entregado y no sé si escuchó atento o contempló entusiasmado, nada de lo cual me importaba tanto como el hecho de que Irina hubiera cerrado los ojos, y abandonado su mano la pistola, pues la sacó del bolsillo y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo. Yo había confiado a la música un mensaje, algo así como un «soy yo» que sólo Irina podía descifrar, pero, al mismo tiempo, la voz de Irina me preguntaba angustiosamente. «¿Eres tú?», y mi respuesta parecía resbalar, sin penetrarla. En cualquier caso, al extinguirse su voz y el hilo de la flauta, nada de su conducta me dio a entender que me hubiera reconocido, ni nada de la mía le reveló quién era. El acontecimiento se redujo a un éxito de alcance escaso, plácemes y aplausos, no más allá de las paredes del salón, ya que el hombre que vigilaba fuera no dejó de pasear, de esperar, insensible al melodrama sonoro que sus oídos escuchaban. Se inició una conversación general que pronto recayó en los temas candentes, la suerte incierta de la señora Fletcher, la importancia de la investigación científica para el desarrollo de las armas estratégicas, la guerra y la victoria. Llegó un momento en que yo ya había tratado con el profesor Wagner de todo lo que tenía que tratar, y aunque su amabilidad perseveraba, e incluso parecía feliz de mi aparición y breves relaciones, nada indicaba que, por alguna razón tácita, debiéramos de volver a vernos. Aproveché, para despedirme, la llegada del colega que enseñaba al niño a jugar al ajedrez. La señora Fletcher se mostró particularmente amable. La señorita Grass se excedió en zalemas (la insistencia en llamarme Von Bülov me dio a entender que sentía especial admiración por la nobleza, se ocupase o no en cuestiones científicas), y el profesor Wagner me abrazó:

– No dude en visitarme cuando vuelva a Berlín. Tendré verdadero gusto en charlar con usted.

Y se acabó. Irina se había puesto un abrigo ligero. Entonces comprendí que, en aquel momento, podía perderla, pero también comprometerla con cualquier acto mío que pudiera hacerla sospechosa. Tuve la rápida ocurrencia de recurrir al anillo. Lo busqué en el chaleco y me lo puse ostensiblemente en el dedo. Me miraba, curiosa, la señora Fletcher.

– Tengo la costumbre de quitármelo cuando toco -le expliqué-; yo creo que es una costumbre supersticiosa -pero ella había descubierto ya que las manos enlazadas podían separarse, juntarse de otro modo, y las restantes gracias combinatorias de semejante clase de anillos.

– ¡A ver, a ver!

Lo dejé en sus manos, que lo descompusiera y recompusiera a su gusto. Irina asistía a la operación, la había comprendido. Nos bastó una mirada.

– Si el profesor Von Bülov no tiene inconveniente, me gustaría que me llevase en su coche hasta unos almacenes. Quedan bastante lejos y tengo poco tiempo para ir en el Metro.

Fue el pretexto de que se valió para que saliéramos juntos. No nos dijimos palabra hasta estar dentro del coche. Entonces, ella apretó mi mano, largamente, y eso bastó.

– Te guiaré. Pon el coche en marcha. No parece probable que nos sigan. El que me vean contigo les hará pensar que empiezo a aburrirme y que me busco distracciones. Si esto va a preocupar a unos, alegrará a los otros y los hará más confiados.

– ¿A dónde vamos?

– ¿Dispones de un hotel?

– No de la clase en que esté bien visto llegar con una mujer.

Miró la hora.

– Quizá sea mejor. Nos queda poco tiempo, y tenemos mucho que decirnos.

Me llevó a un salón de té en una callecita estrecha, algo torcida, limpia y de casas con la fachada ocre. Dejamos el coche un poco lejos y caminamos a pie, bajo el paraguas: Aquella cúpula de seda, en que rumoreaba el agua, nos aisló unos minutos de Berlín y del mundo, silencio en que el apoyo prolongado de un brazo en otro brazo bastó para comunicarnos la carga sentimental de esperanza y zozobra acumulada en los días anteriores, los dos o tres -¿cuántos ya?- de nuestro alejamiento. Algo, sin embargo, nos mantenía alerta, nos impedía entregarnos a la confianza indefinida. Irina miró hacia atrás.

– ¿Ves cómo no nos siguen? -¿Quería responder a sus propios temores o a los míos?

Elegimos un rincón discretamente ensombrecido, al socaire de una palmera enana, y probablemente artificial, con luces distraídas entre el follaje. El decorador había querido acaso dotar aquel salón de un sucedáneo de misterio multiplicando perspectivas sombrías que no se abrían a ninguna sorpresa; rincones en que nada se ocultaba, estorbos vegetales que no creaban sensación de selva, sino todo lo más cierto barullo arbóreo. Las claridades no se sabía de dónde procedían, pero tampoco qué iluminaban, y si nada quedaba claro, tampoco era suficiente la penumbra. La chica, muy peripuesta, si bien algo valkiria en su aspecto, y que en los descansos de su tarea se sentaba y leía un libro, muy a la vista, al vernos acomodados, se acercó y saludó a Irina como cliente, y le preguntó que si café y pasteles para dos. Irina le respondió que sí, que café y pasteles. La chica se apartó de nosotros con cierta solemnidad o, al menos, con cierto empaque dominador, y esperé a que estuviera de espaldas y recorriese el camino, un tanto laberíntico, que conducía al mostrador, para rogar a Irina que tendiese la mano. Lo hizo y sin decirle palabra, le devolví su anillo al lugar acostumbrado: quise evitarlo, pero me salió la operación algo ceremoniosa, sobre todo en el movimiento de las manos y en algún ademán, más propio del Von Bülov usurpado que de mí; pero, en todo caso, fue el modo de Von Bülov, y yo no tenía por qué mostrarme descontento de aquel tributo a un estilo que no era el mío, pero que podía llegar a serlo y que no pareció disgustar a Irina, si juzgo sobre todo por la gravedad de la respuesta: apretó el dedo como para proteger el anillo como para apropiárselo y no soltarlo jamás:

– Te lo había dado, y no lo recibo como devolución, sino como testimonio de una promesa que he deseado y que me obliga.

No me atreví a besarla porque alguien nos miraba, alguien sentado en un lugar no definido de aquel batiburrillo decorativo y que podían ser, a la vez, todos los clientes: viejas damas de viejos tiempos, con viejos sombreros supervivientes de un pasado del que no podían desprenderse y desde el que nos juzgaban. Quizá la figura de Von Bülov les fuera familiar e incluso grata, suscitadora de nostalgia; en cualquier caso, venía del mismo mundo, pero yo no deseaba ser contemplado ni juzgado. Mi mano dijo a Irina lo necesario, y ella sonrió. La chica se acercaba con lo pedido. Irina me sirvió el café y la leche; yo le pasé la mantequilla y los pasteles. En el salón se oía música de tziganos sin tziganos, por fortuna suave, pero que nos llegaba embarullada en los excesos decorativos. Me preguntó Irina quién era en realidad Von Bülov; se lo expliqué. Me dijo que le gustaba mi aspecto, que sentía más tranquilidad a mi lado ahora que cuando aparecía como De Blacas, y lo atribuyó a que los franceses, por muy bien educados que sean, no pierden del todo su conciencia de superioridad, y más en el caso de un antiguo secuaz de De Gaulle, como lo era De Blacas.

– Lo que me extraña es que un junker como Von Bülov no sea más estirado.

Le respondí que el sufrimiento había suavizado su rigidez militar, de la que conservaba, según mis últimas observaciones, cierta propensión al taconazo como saludo generalmente audible. Rió.

– Ya me encargaré yo de quitarle esa costumbre -y cuando dijo esto, se ensombreció de repente: hasta entonces, y por un tiempo no medido, el sol había brillado para los dos.

– ¿Y Eva Gradner?

– No lo sé, pero puede estar ahora mismo entrando en este salón, o quizá, con mucha suerte, acercándose a la puerta.

Le relaté con detalle todo lo acontecido desde mi llegada a Berlín, la aparición de mis perseguidores y las restantes peripecias de mi fuga, todo lo cual pareció entretenerla y aun divertirla en algunos momentos, pero volvió a ensombrecerse cuando me oyó decir:

– Es inevitable que me encuentre. Puedo burlarla con más o menos fortuna, puedo incluso evitarla por unas horas si paso a la zona del Este, y pienso hacerlo esta noche si me da tiempo, pero llegará un momento en que sus cien lobos me cerquen y en que ella se dirija hacia mí y me pregunte si soy… ¿quién? ¿Maxwell o De Blacas? Ignoro lo que sucedió en mi ausencia, y si me persigue con un nombre o con otro. Ayer, al hablar con ella por teléfono, procuré despistarla y hacerle creer que Maxwell y De Blacas son personas diferentes, pero ignoro el efecto de mis palabras.

Irina cogió mi mano.

– ¿Vas a dejar que te detenga?

– No sé lo que voy a hacer, pero no puedo huir indefinidamente: ni sé hacerlo, ni tiene más sentido que una dilación necesaria, ésta de vernos u otra semejante. Mi detención, en todo caso, puede ser el principio de nuestra libertad. Me apesadumbraba, estos días, el no saber de ti. Me hallaba como arrebatado, como si mi inteligencia funcionase con el embarazo de una situación sentimental insoluble. Sentía, además, la pesadumbre de soportar a Maxwell, la irritación de serlo. ¿Sabes que descubrí que cada personalidad, lo mismo que te abre puertas, te las cierra? Como Maxwell, jamás hubiera podido entrar en casa del doctor Wagner, pero tampoco hubiera acertado a colocar en tu dedo ese anillo que nos une. Te hubiera urgido que nos fuéramos a la cama, y tú te habrías negado.

Bajó los ojos.

– Con Maxwell, sí -se llevó las manos a la cabeza-. ¡Maxwell, qué horror!

Pensé que Mathilde no sentía del mismo modo, y sentí hacia Maxwell, acaso ya sólo posible como recuerdo, cierta simpática conmiseración.

– Conviene olvidarlo, conviene incluso que yo lo olvide. Su peligro no era el mío. Creo que, como Von Bülov, dispongo de más recursos. No es lo mismo ser un agente perseguido que un profesor bien visto.

Me interrumpió:

– También estoy en peligro, y hasta alguien de los míos desconfía de mí, pero tengo que hacerles frente yo sola. No puedo abandonar al niño de la señora Fletcher. Acepté este servicio forzada: lo sabes bien; ahora me siento moralmente comprometida a continuarlo, aunque con deseo de salir adelante, de triunfar. No creo que la señora Fletcher oculte en su memoria el secreto de un arma decisiva, de modo que la ayudo sin el menor escrúpulo. La señora Fletcher no sabe nada de nada: si así no fuera, se comportaría de otro modo. Quien lleva dentro un secreto, por bien que lo guarde, por mucho que disimule, alguna vez tiene que estar sobre sí, alguna vez desconfía. A la señora Fletcher la encuentro incluso algo boba, más preocupada de lo debido, de lo que dicen de ella los periódicos. Pero su niño es otra cosa, y al niño lo defenderé con mi vida… -me miró- como te defendería a ti.

– ¿Das por sentado que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla ya no tiene poder?

Se echó a reír, aunque comedidamente.

– Te juro que lo había olvidado… y, sin embargo, eres tú, estás aquí, y es a ti a quien amo y con quien acabo de comprometerme, aunque como siempre, por un cuerpo interpuesto.

Cerró los ojos.

– Eric von Bülov. ¿Para siempre? ¿O cambiarás alguna vez?

– Sólo si en nuestro camino encuentras a alguien que te agrade más que… éste a quien ahora quiero llamar yo.

– Me gustas. Estoy contenta. Y empiezo a tener otra vez esperanza de que no me hayas puesto este anillo vanamente.

– No obstante, al menos por última vez, tendré que actuar como el que fui, y, ¿quién sabe si me veré obligado a nuevas metamorfosis? Aún no sé con qué armas tengo que defenderme de Eva Gredner, con qué armas tengo que destruirla. En cualquier caso, Von Bülov será siempre el puerto al que regrese, el lugar de descanso en que nos encontraremos. Tengo que deshacerme de Eva, entregarla a los del Este para que la estudien… Imagina su cuerpo desnudo, acostado en una mesa fría, como si fuera la de un quirófano. Le habrán rasgado ese plástico exquisito de que está hecha su piel; se la habrán rasgado desde la garganta al sexo, y habrá quedado al descubierto un bandullo de cables sutiles y de transistores microscópicos; le habrán trepanado el cerebro, donde encierra el misterioso ordenador que la rige, los diminutos radares que le sirven de ojos, y quizás esa célula implacable que le permite perseguirme. Un equipo de estudiantes vestidos con batas blancas se encargará de desmontarla, de clasificar sus componentes, de reconstruir su estructura, y un día cualquiera, un profesor especialista, o varios, con lo que queda de Eva Grodner en el centro de un anfiteatro fascinado, iniciarán explicaciones acerca de su invención, composición y funcionamiento. Que después decidan copiarla o simplemente destruirla, es cosa que ya no me interesa. En cuanto a sus secuaces, esas cien repeticiones con ligeras variantes de Humphrey Bogart, al faltar ella, quedarán como pasmados, y la policía militar, debidamente alertada, recogerá de las esquinas agentes secretos en situación de paro, inútiles soldados a quienes habrá que inventar otro sargento. Pero el posible doble de Eva Gredner ignorará la existencia de Von Bülov y del Maestro de las huellas: se habrá perdido en la niebla para siempre. Antes de esto, a la señora Fletcher, con su niño, la habremos devuelto a su marido, y allá ellos.

Llevábamos tiempo hablando. Me había demorado en la descripción y en el relato de mis andanzas. No había omitido la visita a Mathilde y la noticia de las anteriores relaciones de Maxwell con ella. Incluso me atreví a planear, en sus líneas generales, algo de nuestro futuro. Irina, de repente, se dio cuenta de que era tarde, pero con especial emoción quizás excesiva, como si temiera que, por retrasarse media hora, fueran a robarle el niño.

– Espérame. Voy a telefonear, no sea que se alarmen…

Tardó algo, volvió agitada: me trajo la noticia de que alguien, una mujer americana, revestida de mucha autoridad y de bastante impertinencia, había llegado a casa del profesor Wagner en busca de un tal agente Maxwell que había estado allí. El profesor Wagner se había opuesto a sus pretensiones de registro, había telefoneado a alguien importante; Eva Grodner se tuvo que marchar…

– La imagino llegando, si no ha llegado ya. Vámonos. Como a ti te ignora, puedes coger un taxi. Yo escaparé en mi coche, y no pases cuidado, porque esta noche dormiré en Berlín Oriental. Pero mañana…

– ¿Podrás llegar hasta el parque adonde voy con el niño? A las doce.

Salimos. Íbamos a despedirnos cuando pasó el coche rojo de Eva Gredner con Eva Gredner al volante: tensa, la mirada fija, como obsesa, como fatal. La vimos detenerse, y entrar en el salón de té con paso elástico, armonioso.

– Dame un beso.

Nunca puede computarse la duración de un beso, y, bien pensado, acaso resulte impropio cualquier cálculo. Un beso es una comunicación esencial, más allá de contingencias históricas y circunstanciales; por supuesto, independiente del tiempo y del espacio. Un beso puede eternizarse en el rincón de una calle tranquila, adonde llega la luz tenue de un farol de gas. Ella está en la acera, él en la calzada, y él se inclina un poco porque es muy alto, este profesor Von Bülov que acaba de descubrir el mundo, y a quien el contacto con Irina sacude el cuerpo, a quien el olor de Irina exalta con exaltación desconocida.

– Gracias.

Cuando Eva Grodner apareció, ya de regreso, en la puerta del salón de té, al aire su cabeza, husmeando en el aire las huellas, Irina sacó apresuradamente algo de su bolso. Me dio unos papeles.

– Quiero que leas, esta noche, esos poemas. Uno de ellos lo escribí mucho antes de conocerte. El otro, no hace más de tres días, el tiempo que duró el vuelo entre París y Berlín. En éste estás tú, pero no solo. Te servirán para entenderme.

Fue derecha hacia Eva Gradner. Tropezaron, se demoraron en el tropiezo. Irina pareció iniciar explicaciones o disculpas. Me dio tiempo a perderlas de vista, a llegar hasta el coche.

Mi «Volkswagen» me condujo a un control de entrada y de salida. Fue un trayecto largo, que pasé pendiente del espejo retrovisor. Esperaba la aparición del coche rojo en el barullo de un atasco, a lo largo de una avenida sin obstáculos, de una avenida donde el viento levantaba hojas húmedas de tilos. Creí haber visto el coche rojo un par de veces, pero puede que lo soñara. Cuando llegué a mi meta, pedí hablar con los oficiales que mandaban los destacamentos: un alemán del Este y otro del Oeste. La explicación valió para los dos: quién era yo, y que mi nombre debía figurar en ciertas listas paralelas… Lo comprobaron, y me dejaron pasar. Le rogué al oficial del Este que me permitiera telefonear a un coronel cuyo nombre no pareció desconocer, pues quedó rígido al oírlo. En tanto él consultaba, yo, desde la puerta de la caseta, vi cómo llegaba el coche de Eva Gradner, cómo allende la barrera le decían que sí, cómo aquende le decían que no, cómo iba y venía del allende al aquende. Mi amigo el coronel me recomendó un hostal donde poder dormir tranquilo, y convinimos en vernos a la mañana siguiente, porque teníamos que hablar. Arranqué hacia dentro del Berlín rojo. En el espejo retrovisor, Eva Gredner insistía en manotear y en señalar mi coche. ¿Se habrá tranquilizado al perderme de vista? La respuesta de un robot a los estímulos es menos previsible de lo que generalmente se cree. Si no fuese porque Eva era una muchacha bien educada y de buenos principios, flor y nata del avispero, quizás hubiera blasfemado antes de irse.

Los papeles de Irina eran, efectivamente, dos poemas. Los había escrito en ruso, y, después de leídos, me fue difícil dormir: Me habían impresionado extrañamente, no con la extrañeza de lo que disgusta, sino de lo que no se espera; mejor aún, con la singularidad exasperante de lo que no cuadra, de lo que nos obliga a preguntarnos: ¿a qué viene esto ahora? Hamlet danzando una giga mientras canta el monólogo, o un Picasso estridente inserto en un delicado Vermeer. De ese orden, aunque no eso mismo. Estamos acostumbrados a entender la conducta de otro, no en virtud de la experiencia pura, sino de un principio que la interpreta con la clave del «personaje», concebido como «carácter», sin darnos cuenta de que así, al otro, le limitamos la libertad, y atribuimos a su comportamiento una necesidad y un estilo que, si faltan o se contradicen, nos irritan o molestan; en todo caso, nos sorprenden. Pero, en vez de buscar en nosotros mismos la razón, nos limitamos a no entender lo que hace el otro, a no admitir que su lógica no coincida con la nuestra. ¿Llegaríamos, de afirmación en afirmación, a concluir que la mayor parte de los hombres se sienten desgraciados porque los demás no actúan como a cada uno le hubiera gustado? Las objeciones que, durante aquella larga noche del Berlín Oriental, acostado en una cama dura y dando vueltas y vueltas, hice a una Irina que no podía responderme, fueron de naturaleza estética, pero no por haber escrito dos poemas, cosa que había hecho antes muchas veces y que, en cierto modo, estaba dentro de lo previsible, de lo esperable e incluso de lo deseable; sino, precisamente, aquellos dos, que un crítico literario hubiera calificado no sólo de imprevisibles, sino también de impropios, y no por calidad, ni siquiera por su forma, sino por su materia: nada de la anterior poesía de Irina, por una parte; nada de lo que yo sabía de ella, por la otra, me autorizaba a esperar que dedicase sus versos a describir dos experiencias místicas: la una, ya lejana, después de una larga orgía intelectual de guitarra y discusión con poetas de tres razas, exasperados de noche y de lirismo; la otra, reciente y más sorprendente aún, tras una noche de amor conmigo. Debía de ser ya la madrugada cuando quedé transido, pero, durante el sueño, imágenes de los poemas iban y venían alrededor de un vacío luminoso que, curiosamente tenía forma de mandorla: transcurrían por las zonas tenebrosas del contorno, casi perezosamente; pero, de pronto; alguna de ellas atravesaba la luz y dejaba un rastro oscuro, como esos fragmentos de estrella que inciden en la noche y trazan un efímero camino centelleante: sonidos de una guitarra loca en las calles vacías de una ciudad cuyos habitantes han huido por miedo súbito al alba; rostros de poetas que danzan, como juglares antiguos, ante la puerta de una iglesia; también bóvedas de piedra, nervaduras osadas como cuadernas de un barco volcado, vitrales, arcos, columnas, llamas de cirios temblonas y el cuerpo apaciguado de Etvuchenko, dormido con la paz de los hombres inocentes. Algo que no eran piedras ascendía también, y una mano en cuyo dedo resplandecía el oro, rozaba el borde mismo de lo Terrible.