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Agosto de 2000
Siempre se sentía exactamente igual. Eso la sorprendía, la aliviaba, la excitaba, y también la avergonzaba un poco. Marcharse sabiendo que lo había hecho, resistiendo la tentación de mirar atrás, procurando mantener la seriedad (aún recordaba al viejo Bob de la agencia de noticias diciendo que una de las principales cualidades de un buen reportero era la capacidad de interpretar).
Lo de la vergüenza era bastante raro, pero era una auténtica tragedia; estaba siempre al acecho, la sensación de ser un parásito, de ganarse la vida con las desgracias de los demás.
Aquel caso había sido horroroso: un bebé en el cochecito atropellado por un coche robado. El conductor no se había detenido, pero la policía lo había cogido a unos ochenta kilómetros. El bebé estaba en cuidados intensivos y no estaba nada claro que fuera a sobrevivir. Los padres estaban tan enfadados como desolados, sentados en un banco frente a la puerta del hospital, cogidos de la mano.
Mientras estaba redactando el artículo, recibió un correo electrónico del despacho: ¿podía escribir algo rápido sobre el pelo de Pauline Prescott? (un tema candente porque su marido lo había tomado como excusa para coger el coche y largarse). Iban a mandarle una foto. Jocasta apartó del pensamiento como pudo al bebé malherido, y reflexionó sobre si existiría algún otro trabajo en el mundo que impusiera un cambio de atención tan radical con tanta rapidez. Archivó la foto en el móvil y acababa de ponerse otra vez con el bebé cuando sonó el teléfono.
– ¿Es usted, señorita…?
– Jocasta, sí -contestó ella, reconociendo la voz del padre del bebé-. Sí, Dave, soy yo. ¿Alguna novedad?
– Sí -dijo él-. Sí, se pondrá bien, se recuperará; acabamos de verle y ¡nos ha sonreído!
– Dave, cuánto me alegro, me alegro muchísimo -exclamó Jocasta, enormemente aliviada, no sólo porque el niño sobreviviría, sino porque se había conmovido tanto que veía la pantalla borrosa a través de las lágrimas.
Al menos todavía no se había convertido en una reportera con corazón de granito.
Archivó el artículo, y comprobó sus mensajes. Había mucho correo basura, un mensaje de su hermano y un par de unos amigos; uno de ellos la hizo sonreír.
«Hola, criatura celestial. Nos vemos en la Cámara cuando llegues. Nick.»
Respondió a Nick, diciendo que estaría allí a las nueve. Al hojear su diario se dio cuenta de que hacía exactamente quince años del día que había viajado a Tailandia en busca de aventuras. Siempre se acordaba. Se preguntaba si las otras dos también se acordarían. Y qué estarían haciendo. Nunca habían quedado, como prometieron. Todos los años pensaba también en eso, en que habían hecho una promesa y no la habían cumplido. Aunque tal vez fuera lo mejor, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido…
Nick Marshall era el editor de política del Sketch, el periódico de Jocasta. Él no trabajaba en el reluciente edificio de Canary Wharf, sino en uno de los desvencijados despachos encima de las galerías de prensa de la Cámara de los Comunes. «Se parece más a cómo solían ser las salas de prensa», le había dicho un veterano a Jocasta en una ocasión. Y sin duda muchos periodistas, que recordaban Fleet Street cuando era un emplazamiento real de periódicos y no una entelequia, envidiaban a los periodistas de política que trabajaban en el meollo de las cosas, y no en una torre reluciente a un largo trayecto de distancia en taxi.
A Jocasta siempre le había parecido que la vida política y la de la prensa eran extraordinariamente parecidas: las dos eran muy masculinas, se alimentaban de chismes y alcohol (no había un solo momento del día o de la noche en que no fuera posible conseguir una copa en la Cámara de los Comunes) y se basaban en una gran y sincera camaradería, tanto entre rivales como entre colegas. A ella le encantaban ambas.
Nick se encontró con ella en el vestíbulo principal y la llevó al Annie's Bar, en las entrañas de la Cámara -la reserva de primeros ministros, corresponsales y cronistas-, y la guió hacia un grupito situado en el centro.
– ¿Qué quieres tomar, cariño?
– Un vino tinto doble.
– De acuerdo. ¿Un mal día?
– No, la verdad es que no. Pero estoy cansada. ¿Y tú?
– Yo bien. ¿Alguien más quiere algo?
El grupo exclamó «otra de lo mismo» como un solo hombre y Jocasta sonrió.
– Hola, chicos. ¿Qué hay de nuevo? ¿Algo interesante?
– Bastante soso -dijo Euan Gregory, cronista del Sunday News-. La ventaja laborista se reduce, Blair está perdiendo su toque, demasiados efectos…, lo de siempre, ya lo hemos oído todo. ¿A que sí, Nick?
– Pues sí. Toma, cariño. -Se inclinó para besarla-. ¿Estás contenta de verme?
– Por supuesto. -Y lo estaba. Lo estaba.
– Venga, a beber. Voy a invitarte a cenar.
– Por Dios, ¿qué he hecho para merecer eso?
– Nada. Tengo hambre y no creo que aquí vaya a pasar nada interesante.
– Eres todo un caballero, no se puede negar -dijo Jocasta, acabándose la copa.
De hecho, Nick sí era un caballero. Su padre era un agricultor rico y Nick había sacado la carrera de clásicas en Oxford con mención especial. Tenía modales bastante anticuados, por lo menos de una generación anterior, y había desarrollado una pasión temprana por la política. Tras una incursión en el mundillo había decidido introducirse más rápidamente en los pasillos del poder a través de las páginas de política de un periódico. Era un periodista de investigación muy bueno, y su mayor éxito, aunque el menos importante, había sido destapar que un ministro conservador muy prominente se compraba los calcetines y la ropa interior en tiendas de segunda mano.
Para ella había sido amor a primera vista, decía siempre Jocasta. El primer día de trabajo de Jocasta en el Sketch, Nick había entrado en la sala de prensa, y a ella literalmente le habían temblado las piernas. Le dijeron que era el editor de política, y supuso encantada que lo vería todos los días. Enterarse de que sólo iba a alguna reunión editorial de vez en cuando, o para reunirse con Chris Pollock, el director, fue un golpe muy duro. Como lo fue saber que tenía novia en todos los periódicos. No le sorprendió. Era muy guapo, alto (metro noventa), tenía el pelo castaño ondulado, la nariz larga y recta y una boca increíblemente sensual. Era malo en todos los deportes, pero era un buen corredor y había hecho el maratón de Nueva York además del de Londres, y se le podía ver todas las mañanas, por mucho que hubiera bebido la noche anterior, dando vueltas a Hampstead Heath, donde vivía.
No era del todo cierto que tuviera una novia en todos los periódicos, pero las mujeres lo adoraban. Su secreto era que él también las adoraba. Por algún milagro, cuando Jocasta Forbes llegó al Sketch no había ninguna mujer permanente en su vida.
Ella le había perseguido de forma desvergonzada varios meses y se había desesperado hasta que una noche, hacía un par de años, se habían emborrachado en una fiesta del Spectator, ella decidió que tomar la iniciativa era la única forma de llegar a alguna parte y empezó a besarlo con gran determinación. Decidida a no dejar nada al azar, le propuso que fueran a su casa. Nick se declaró atrapado.
– Hace mucho tiempo que te admiro, no te lo puedes ni imaginar.
– No -dijo ella enfadada-, no puedo. En cambio yo sí te he dejado muy claro que te admiraba.
– Es verdad, pero creía que sólo eras simpática. Creía que una chica como tú tendría al menos una docena de novios.
– Oh, por Dios -exclamó Jocasta, y se metió en la cama junto a él y su relación por fin se selló, y de manera muy feliz.
Aunque sin duda no se firmó. Y a Jocasta eso le preocupaba. A veces ella se quedaba en casa de él, y él en casa de ella (para eso tenía que ir hasta Clapham Common), pero eran una pareja consolidada y sabían que el siguiente paso sería vivir juntos. Nick no cesaba de repetir que no había ninguna prisa: «Tenemos unos horarios espantosos, y nos va muy bien, ¿para qué cambiarlo?».
Jocasta veía muchas razones para cambiar las cosas, la más importante de ellas que llevaban juntos más de dos años y si les iba tan bien, ésa ya era una idea muy buena para cambiar. Además estaba el hecho de que tenía treinta y tres años, lo que significaba que cumpliría treinta y cuatro y todo el mundo sabía que treinta y cinco era la edad en que ser soltera dejaba de ser una declaración de independencia y empezaba a ser preocupante.
– ¿Adónde vas a llevarme? -preguntó, mientras caminaban por el pasillo.
– A Convent Garden -dijo él-. Al Mon Plaisir. No quiero ver a nadie del trabajo esta noche.
Eso era raro. Una de las desventajas de pasar una velada romántica con Nick era que estaba tan enamorado de su trabajo y tan contento de ver a cualquier persona que trabajara con él que Jocasta creía que, si algún día se decidía a proponerle matrimonio, y al arrodillarse veía a Trevor Kavanagh del Sun o a Eben Black del Sunday Times al otro lado de la sala, les llamaría para que les acompañaran.
De repente se dio cuenta de que ni siquiera se había peinado desde que había salido del hospital.
– Espera un momento -dijo-. Tengo que ir al baño. Nos vemos en el vestíbulo.
Pero cuando llegó al enorme espacio del centro de la Cámara de los Comunes unos minutos después, vio a Nick enfrascado en una conversación con alguien a quien no conocía. Le indicó con la mano que se acercara.
– Lo siento -dijo, casi sin aliento-, tendremos que subir un momento al despacho. Ha habido una filtración bastante espectacular.
– ¿Sobre qué?
– La última idea de Blunkett para tratar a los solicitantes de asilo. Vamos, cariño, te juro que no tardaré mucho.
– Bueno -dijo él, cuando ya estaban sentados en el Mon Plaisir-. Cuéntame qué has hecho hoy. Pareces cansada, señora Cocinera.
– Estoy cansada, señor Mayordomo.
Una vez habían ido a una fiesta de disfraces vestidos de cocinera y mayordomo y a veces utilizaban esos nombres en sus correos electrónicos (los más indiscretos), y siempre que necesitaban codificarlos.
– Aunque ha ido todo bien. Una tragedia, una trivialidad: los cabellos de la señora Prescott. Estoy harta de escribir esos artículos.
– Pero lo haces mejor que nadie.
– Ya lo sé, Nick -dijo ella, y era verdad que era buena.
Podía entrar en la casa de cualquiera, por muchos periodistas que hubiera en la puerta; sabía introducirse en la vida de cualquiera, gracias en parte a su encanto innato y, hasta cierto punto, y ella lo sabía, a su aspecto. Si la gente tenía que elegir entre hablar con un periodista con un traje o con una chica con aspecto de jovencita, el pelo largo y rubio y grandes ojos azules, cuyo rostro rebosaba simpatía y cuya voz desprendía sentimientos mientras decía que aquélla era la peor parte de su trabajo y que odiaba tener que pedirte que hablaras con ella, pero si podías soportarlo, ella lo haría lo más fácil posible, la decisión no era muy difícil. Jocasta obtenía más exclusivas en las historias de interés humano, y lo que se conocía en el oficio como tragedias, que ningún otro periodista de Fleet Street. Sin embargo, estaba harta, deseaba ser cronista o corresponsal en el extranjero o incluso editora de política.
Por desgracia, ningún director le daría esa oportunidad. Era demasiado valiosa en su campo. En la cultura predominantemente masculina que reinaba en la prensa, una rubia con unas piernas increíbles tenía su sitio, y ese sitio estaba en conseguir los artículos que otros periodistas no podían conseguir. Por supuesto le pagaban muy bien por lo que hacía, pero como en el caso de su relación con Nick, era consciente de que deseaba más.
– ¿Y tú? ¿Has hecho algo hoy? Aparte de la filtración.
– He almorzado con Janet Frean.
– ¿Debo estar celosa?
– Por supuesto que no. El tipo supermujer, política, cinco hijos, famosa proeuropea, expulsada del gabinete en la sombra, no es para mí. No me cae del todo bien, pero es alguien a quien tener en cuenta.
– ¿Por qué?
– Porque está muy harta de lo que sucede en su partido. Están todos muy deprimidos. Dicen que Hague no sirve para primer ministro, que el partido no entiende nada de nada. Que no volverán jamás al gobierno.
– ¿Y?
– Pues que se habla de que algunos pueden escindirse. Con el apoyo de algunos miembros sensatos del partido. Personas que están dispuestas a decir que la cosa no va, podemos hacerlo mejor, únete a nosotros.
– ¿Esas personas existen?
– Se ve que sí. Chad Lawrence, por ejemplo.
– ¿En serio? Pues yo le votaría. Es el tío más guapo de Westminster. Según Cosmo, claro.
– Eso no le hará ningún daño; tendrá montones de votantes entre las mujeres. Además, tienen a un par de personas más bregadas y más destacadas en el partido de repuesto. El más conocido, Jack Kirkland.
Jack Kirkland había llegado lejos partiendo de unos orígenes muy poco prometedores para un conservador: de una familia de clase trabajadora del sur de Londres a ministro de Educación en el partido conservador.
– ¿Y adónde nos lleva eso, Nick?
– A un nuevo partido, de centroizquierda, pero que sigue siendo claramente conservador, dirigido por un grupo muy carismático, que atraerá tanto a los votantes desilusionados con Blair como a los conservadores. Hay mucha decepción con Blair, por todo lo que no ha hecho. Y lo mismo puede decirse de Hague. Hay muchos votantes conservadores por instinto por ahí, deseosos de cambio y con una especie de esperanza devota en que las cosas podrían mejorar. Si pudieran ver a alguien nuevo y fuerte y decir «sí, eso es lo que necesitamos, puedo confiar en él», Kirkland y sus fieles podrían tener una oportunidad.
– ¿Y qué quiere esa supermujer llamada Frean que hagas tú?
– Poner al director de su parte. Que el periódico los apoye cuando llegue el momento. Creo que sería posible. El asunto puede estimular su lado romántico.
– ¡Romántico! ¡Chris Pollock!
– No en el sentido femenino, sino en el de David y Goliat, el triunfo del débil, esa clase de cosas. Y nuestros lectores son precisamente la clase de personas de las que habla Frean.
– Ah, entendido. ¿Y cuándo y cómo podrían empezar?
– Tienen que recaudar fondos y reclutar a más gente. La olla estará en plena ebullición a tiempo para el congreso.
Sus grandes ojos castaños brillaban al mirarla. Ella le sonrió.
– A lo mejor -dijo Jocasta pensativa-, ésta podría ser una oportunidad para mí. Podría ser mi primer buen artículo. Nunca se sabe.
– Jocasta, te quiero pero esto no es una historia de interés humano.
– Podría serlo. Seguro que Chad Lawrence tiene una vida privada interesante. En fin, no voy a gastar saliva convenciéndote. Me dedicaré a mi champán. Salud. Por el amanecer del Nuevo Conservadurismo. O lo que sea.
– Y su interés humano en potencia.
Martha miró por la ventana de su dormitorio y vio cómo despuntaba el alba. Había trabajado toda la noche, pero era julio, y amanecía temprano. Eran poco más de las cuatro. Por ilógico que fuera, le gustaban aquellas sesiones nocturnas, le parecían estimulantes, y no se sentía ni remotamente cansada.
De todas formas, ya había terminado. Sólo tenía que pedir que pasaran a ordenador el documento, introducir los cambios finales, y estaría a punto para la firma. Llamó a la secretaria de noche y no le contestó nadie. Se habría ido a dar una vuelta. Siempre estaban igual, cotilleando en los despachos de las otras. Era muy molesto.
Tendría que llevarlo al centro de procesamiento de textos. Lo bajó, les dijo que la llamaran cuando estuviera listo y decidió descansar una hora y media en la sala de noche, ir después un rato al gimnasio y volver al despacho. A mediodía vendrían los clientes para cerrar el trato y por eso era muy importante que nada saliera mal. Era una de las adquisiciones más importantes en las que había trabajado: una empresa de servicios financieros que adquiría otra, y todo ello complicado por las oficinas en todo el mundo que tenían ambas y por el quijotesco presidente de la empresa cliente.
Sin embargo, lo habían conseguido. Sayers Wesley, una de las operadoras más grandes y hábiles de Londres, había librado una potente batalla en nombre de su cliente y había vencido. Y Martha Hartley, de treinta y tres años, una de las socias más jóvenes, había supervisado esa batalla.
Martha era feliz, era muy feliz. Es más, había ganado una buena cantidad de dinero para Sayers Wesley, y eso se reflejaría en su sueldo, sin duda. Su sueldo de 300.000 libras. Su sueño de hacerse rica se había hecho realidad.
Su padre le había preguntado, con bastante amabilidad, qué hacía con sus ahorros. Para irritación de Martha, había aparecido en la lista de las mujeres en alza de la City, las nuevas casi millonarias decían, y su familia se había quedado impactada al ver el sueldo que ganaba. Ella no les dijo que ganaba veinte mil más de lo que se había publicado.
– Me lo gasto -había dicho ella.
– ¿Todo?
– Bueno, una parte la he invertido. En acciones y todo eso. -¿Por qué se ponía a la defensiva?-. Y he comprado esa multipropiedad en Verbier, que también se puede considerar una inversión. La alquilo cuando no la uso. -No había ido desde hacía dos años, porque estaba demasiado ocupada-. Mi piso fue bastante caro. -Esperaba que no le preguntaran cuánto-. Ahora ya debe de valer el doble de lo que pagué por él. Y hago muchas donaciones de caridad -dijo, irritada de repente-. Mucho dinero. Y estoy deseando ayudaros a ti y a mamá a compraros una casa cuando os jubiléis.
El orgullo había privado a los Hartley de aceptar dinero de sus hijos, pero empezaba a ser inevitable, y doloroso. Martha lo sabía y era lo más discreta que podía con el tema, pero no había una forma satisfactoria de decir: «Mamá, papá, coged estas treinta mil libras, las necesitáis más que yo».
Tenía el dinero en una cuenta que daba un alto interés. Lo había ahorrado sin demasiadas dificultades en los últimos cinco años. Casi la asustaba ver que podía hacerlo.
Sin embargo, su vida era terriblemente lujosa y lo sabía. Su piso era impresionante, estaba en uno de los edificios más codiciados de los Docklands, tenía ventanales enormes y suelos de madera clara y elegante, y lo había amueblado en Conran y Purves and Purves. Tenía un Mercedes SLK descapotable, que sólo utilizaba los fines de semana, un armario grande como una habitación que era un muestrario de marcas: Armani, Gucci, Ralph Lauren, Donna Karan, y un montón de zapatos de Tod, Jimmy Choo y Manolo Blahnik. Trabajaba una media de catorce horas al día, a menudo los fines de semana, tenía una vida social limitada, apenas iba al teatro o a un concierto porque a última hora a menudo tenía que anularlo.
– ¿Y qué hay de novios? -Su hermana, casada desde hacía siete años, y con tres hijos-. Supongo que sólo sales con los compañeros de trabajo.
– Sí, es verdad -había dicho Martha para salir del paso.
Y era verdad. Había tenido dos relaciones bastante satisfactorias con abogados del mismo nivel que ella, y una historia con un tercero que le había roto el corazón, un estadounidense que resultó estar casado y no se había molestado en comunicárselo hasta que fue demasiado tarde, pues Martha se había enamorado perdidamente de él. Ella había puesto fin a la relación de inmediato, pero le dolió muchísimo, y hasta un año después no fue capaz de pensar en volver a salir con alguien.
Tenía pocos buenos amigos, mujeres trabajadoras como ella con las que salía a cenar de vez en cuando, y un par de amigos gays a los que quería muchísimo y que eran una valiosa compañía en ocasiones formales. Sin embargo, en alguna parte de su interior había un lugar profundamente oscuro que intentaba ignorar, aunque la atrapara en sus muchas noches de insomnio, normalmente provocadas por la noticia de que otra de sus amigas se había comprometido en una relación permanente, un lugar repleto de miedos: de una vida en la que nadie compartiera con ella sus triunfos o la consolara en sus fracasos, en la que el éxito se midiera sólo con cosas materiales y en la que acabara mirando atrás con remordimiento por su absoluto egoísmo.
Sin embargo (se decía por la mañana, después de escapar del lugar oscuro), ser soltera era perfecto para ella, no sólo por su feroz ambición, sino porque nadie entorpecía su horario o interfería en sus hábitos. La ropa tirada, los platos sucios o los periódicos sin abrir no destruían la perfección de su piso. Además de todo esto, significaba que su vida estaba por completo bajo su control.
Volvió a su despacho a las seis, después de mirarse al espejo en la sala de noche. De hecho, por su aspecto se diría que había dormido bien.
Martha no era bonita. Era lo que los franceses denominan jolie ladie. Su cara era pequeña y ovalada, su piel cremosa, sus ojos oscuros y brillantes, pero su nariz era un poco demasiado larga para su cara, y ella la odiaba y de vez en cuando consideraba la posibilidad de operársela. Su boca tampoco le gustaba, también era demasiado grande, aunque sus dientes eran perfectos y muy bonitos. En cuanto a su pelo, de un castaño brillante precioso, pero muy lacio y fino, exigía muchos cuidados (y muy caros) para poder lucir una media melena con volumen de las que parecen acabadas de lavar y secadas al aire. Su aspecto era el resultado, como todo en su vida, de un esfuerzo ingente.
En su despacho encontró a una mujer asiática con aspecto fatigado que pasaba el aspirador.
– Buenos días, Lina. ¿Cómo estás?
Martha la conocía bastante. Siempre estaba allí a las seis, en el primero de los tres trabajos que hacía todos los días.
– Lo siento, señorita Hartley. ¿Quiere que vuelva más tarde?
– No, no, sigue. ¿Cómo estás?
– Un poco cansada.
– Me lo imagino, Lina. ¿Cómo está la familia?
– Tirando. Pero Jasmin me preocupa.
– ¿Jasmin?
Martha había visto fotos de Jasmin, una bonita chica de trece años, a la que sus padres adoraban.
– Sí. En realidad es la escuela. Es una mala escuela. Se aburre. No aprende nada. Dice que los profesores son malos, que no saben mantener la disciplina. Y si ella intenta trabajar, los chicos se burlan de ella, le dicen que es una pelota. ¿Sabe por qué se lo dicen, señorita Hartley?
Martha meneó la cabeza.
– Porque es una empollona, porque no para de estudiar. Así que ha empezado a gandulear. Y en su última escuela le habían dicho que llegaría a la universidad. Me rompe el corazón, señorita Hartley, no puedo evitarlo.
– Lina, eso es terrible. -Martha era sincera; era la clase de desperdicio que no podía soportar-. ¿No puedes cambiarla de escuela?
– Todas las escuelas del barrio son malas. He pensado en coger otro trabajo, por la noche en un supermercado. Para poder pagarle una escuela privada.
– Lina, ya estás agotada.
Lina sonrió.
– Está usted para hablar de agotamiento, señorita Hartley. Después de trabajar toda la noche.
– Es cierto, pero luego yo no tengo que cuidar de una familia.
– Pues no tiene mucho sentido cuidarlos para que acaben viviendo de la seguridad social.
– Estoy segura de que Jasmin nunca…
– La mitad de los adolescentes del estado están en el paro. No tienen títulos ni nada. La única forma de salir de ese círculo es la educación. Y Jasmin no va a tenerla si se queda donde está. Tengo que sacarla de allí. Y si supone trabajar más, trabajaré más.
– ¡Oh, Lina!
Esa clase de cosas sacaban de quicio a Martha. Cómo podía ser que aquel asqueroso sistema se sacudiera a los niños de esa manera y encima proclamara a los cuatro vientos que los niveles educativos estaban subiendo.
Acababa de leer que un gran número de niños llegaba a la escuela secundaria sin saber leer. Pensó en su estupenda educación en la escuela pública selectiva; eso todavía debería estar al alcance de niños como Jasmin, niños inteligentes de entornos pobres, que se merecían que se tuviera debidamente en cuenta su potencial. Pero quedaban pocos colegios públicos como el suyo y hacía poco había oído decir al ministro de Educación que pensaba cerrarlos en la siguiente legislatura, porque según él iban en contra del ideal igualitario de la escuela pública. Menudo ideal…
– Seguro que saldrá adelante -dijo sin mucho convencimiento-. Los niños listos siempre salen adelante. Encontrará la forma.
– Señorita Hartley, se equivoca. No sabe cómo están las cosas. Ningún niño quiere destacar. Si todos los amigos de Jasmin se vuelven contra ella porque quiere estudiar en serio, ¿qué va a hacer ella?
– No lo sé.
De repente a Martha se le ocurrió que tal vez debería ofrecerse para pagar la escuela de Jasmin. Pero ¿y los demás niños inteligentes y desperdiciados?; no podía ayudarles a todos. Y no era sólo la educación. Su padre siempre le hablaba de parroquianos ancianos que esperaban dos años para que les implantaran una prótesis de cadera, asustados y abandonados en hospitales mugrientos, atendidos por enfermeras sobrecargadas de trabajo. ¿Qué podía hacer ella? ¿Qué podía hacer nadie?
Rápida y bruscamente, rechazó la idea de lo que sí podía hacer. O al menos lo intentó.
Echó un vistazo a su agenda, sólo para asegurarse de que no tenía ningún asunto personal importante que atender, mandar alguna postal de cumpleaños -siempre tenía un montón preparado en su mesa- o hacer alguna llamada urgente. Todo estaba al día.
Había mandado flores a su hermana: siempre se acordaba de su cumpleaños. Era el día en que las tres amigas se habían conocido en Heathrow y habían emprendido el viaje. Y ella había dicho que estaba decidida a tener éxito y ser rica. Se preguntaba si a las otras dos les habría ido igual de bien. Y si volvería a verlas algún día. Parecía muy poco probable. Y sin duda sería mejor que no.
Clio no sabía si sería lo bastante valiente para hacerlo. Decirle lo que había hecho, y decirle por qué. No le gustaría. Ni mucho menos. O sea que… venga, Clio, vamos, adelante. Estás a punto de casarte, pero sigues siendo una persona. Venga, coge el teléfono y llámale. Vas a hablar con tu prometido, no con una junta de médicos…
– Hola. ¿Josie? Soy Clio Scott. Sí, hola. ¿Podría hablar con el doctor Graves? ¿Qué? ¿Ah, sí? Bueno. Debe de ser una lista muy larga. Bien, ¿puedes decirle que me llame? Cuando acabe. No, estoy en casa. Gracias, Josie. Adiós.
Maldita sea. No había podido zanjarlo enseguida. Todavía tenía tiempo de cambiar de opinión. Pero…
De repente sonó el teléfono y la sobresaltó. Jeremy no podía haber acabado tan rápido.
– ¿Clio Scott? Hola. Soy Mark Salter. Solamente quería decirte que estamos encantados de que vayas a trabajar con nosotros. Estoy seguro de que te gustará y nosotros te explotaremos. Cuanto antes mucho mejor. Me han dicho que has tenido el valor de pedir vacaciones para irte de luna de miel. Menuda cara. Bueno, estamos deseando verte después de eso. Adiós, Clio.
A Clio le había gustado Mark Salter. Era uno de los socios de la consulta y una de las razones por las que deseaba tanto el empleo. Por él y por lo cerca que estaba de su casa. O lo que sería su casa. Ésa era una de las cosas que podía decirle a Jeremy. Que una de las razones en las que había basado su decisión era que el empleo estaba muy cerca de Guildford. Eso le gustaría. Sin duda…
– No lo entiendo. -Estaban sentados en una mesa al aire libre en Covent Garden, al atardecer. La expresión de él, su cara ligeramente severa, era tanto de desconcierto como de enfado. Clio pensaba a menudo que si alguien quisiera un actor para hacer el papel de cirujano, sería igualito que Jeremy: alto, con la espalda muy erguida, el pelo castaño ondulado y los ojos grises en una cara perfectamente esculpida-. De verdad que no lo entiendo. Quedamos en que sólo trabajarías a media jornada. Para apoyarme en todo lo posible y para encargarte de la casa, por supuesto.
– Lo sé, Jeremy. -Clio rechazó al camarero con un gesto de la mano-. Y debería habértelo consultado antes de aceptar. Pero es que al principio era un empleo a media jornada. Resulta que había dos puestos, y uno de ellos a jornada completa. Me llamaron y me lo ofrecieron, y dijeron que tenía que responder enseguida, porque había otros candidatos…
– Estoy seguro de que podían esperar a que hablaras conmigo.
– Sí, claro, pero… -Tuvo una inspiración. Una inspiración algo deshonesta-. Te llamé. Josie te lo habrá dicho. Pero estabas en el quirófano. Y tenía que tomar la decisión. No entiendo por qué te molesta tanto. Sabes que he hecho el curso de médico de familia, estuvimos de acuerdo en que sería ideal…
– Esto no tiene nada que ver con que trabajes a jornada completa o no. Y si no eres capaz de comprenderlo, diría que tenemos un problema. Un problema gordo.
Por un momento Clio sintió pánico, un pánico ciego y avasallador.
– ¡Jeremy! ¡No digas eso! Por Dios, es ridículo. -Ya se había recuperado-. No me echo a la calle. Voy a ser médico de familia. Y muy cerca de la casa donde vamos a vivir. Necesitamos el dinero, lo sabes perfectamente…
– Clio, ser médico de familia es muy absorbente.
– Tú trabajas todo el día -le dijo Clio, mirándolo a los ojos desafiante-. ¿Qué crees que voy a hacer yo mientras tú operas seis días a la semana? ¿Sacar brillo a los muebles que no tenemos? Soy médico, Jeremy. Me gusta lo que hago. Es una oportunidad estupenda. Alégrate por mí.
– El que yo trabaje tanto es una razón más para que estés en casa cuando vuelva -dijo él-. Necesito apoyo y no quiero llegar a casa agotado y encontrarme con que tú estás o que igual no estás.
– Mira -dijo ella, sabiendo que en realidad, al menos hasta cierto punto, pisaba terreno poco firme-, lo siento, tendría que habértelo consultado antes, pero he pedido un presupuesto para arreglar el techo hoy mismo. Para ponerle las tejas nuevas. Diez mil libras, Jeremy. Sólo por el techo. No creo que con tu consulta privada de los sábados consigas ese dinero. Al menos por ahora. Dentro de unos años puede ser.
– ¿Y hasta entonces tendré que pasar sin tu presencia?
– Oh, Jeremy, no seas tan tonto. -Clio estaba perdiendo la paciencia. Mejor, era la única manera de tener valor para decirle las cosas a la cara-. Lo estás tergiversando todo. Claro que te apoyaré. Y el dinero que gane podemos utilizarlo para la casa, y así la acabaremos antes.
– Empiezo a pensar que no deberíamos haber comprado esa casa -dijo él, mirando con malhumor su copa-. Si va a ser una carga tan pesada para nosotros.
– Jeremy, sabíamos perfectamente que iba a ser una carga. Pero estuvimos de acuerdo en que valía la pena.
Así era, se habían enamorado de ella: una preciosa casa de campo victoriana, en un pueblecito muy bonito, cerca de Godalming. Había estado abandonada durante varias décadas, y a pesar de tener toda clase de podredumbres y humedades, seguía siendo la casa de sus sueños.
– Podemos vivir aquí siempre -había dicho Clio, mirando el techo podrido y manchado de humedad, por el que aún se filtraba la luz del sol.
– Y esa habitación al lado de la cocina será fantástica para celebrar fiestas -dijo Jeremy.
– En cuanto al jardín -dijo Clio, cruzando la podrida puerta trasera para salir a la jungla descuidada que parecía inacabable- es fantástico. Todos esos árboles. Me gustan tanto los árboles…
Así que habían ofrecido el precio absurdamente bajo que pedían por ella y después se habían enfrentado a la realidad cuando los presupuestos de las obras habían empezado a llegar. Era otra de las razones por las que la había tentado tanto la oferta de trabajar a jornada completa. Una de ellas…
Jeremy y Clio se habían conocido cuando ella era interna en el hospital y él un médico adjunto. Ella no podía creer que fuera capaz de atraer a un hombre tan guapo y tan carismático.
Se había enamorado perdidamente de él y había sufrido muchísimo cuando Jeremy le había dejado muy claro que pasarían muchos años antes de que considerara la posibilidad de un compromiso. Humillada en lo más hondo, había tenido una relación con uno de sus compañeros internos, pero tras dos años de vivir casi juntos, había llegado a su piso una noche y le había encontrado en la cama con otra.
Tremendamente dolida y decepcionada, se había mantenido apartada del todo de los hombres una temporada, y había aceptado empleos muy exigentes en el hospital, hasta que se decidió por la geriatría y una consulta en el Royal Bayswater Hospital.
Fue en una conferencia sobre geriatría donde volvió a encontrarse a Jeremy. Trabajaba en el Duke of Kent Hospital de Guildford y había ido a dar una charla sobre cirugía ortopédica en ancianos. Les pusieron uno junto al otro durante la cena.
– ¿Así que te has casado? -preguntó él, tras media hora de prudente conversación banal.
– No -dijo ella-. Ni hablar. ¿Y tú?
– Yo tampoco. Nunca conocí a nadie que estuviera remotamente a tu altura.
Un año después estaban prometidos y ahora faltaban pocas semanas para la boda. En general ella estaba contenta, pero a veces la asaltaba una curiosa ansiedad. Como en ese momento.
– Mira -dijo, apoyando una mano en la de él-. De verdad que lo siento. No se me ocurrió que te lo tomarías así. -«Embustera, Clio, embustera»; ése era un don inesperado que tenía, mentir-. Deja que lo pruebe seis meses. Si después de ese tiempo sigues descontento, lo dejaré. Te lo prometo. ¿Qué me dices?
Él siguió callado un momento, claramente dolido todavía.
– De acuerdo -dijo al fin-, pero no esperes que me guste. ¿Podemos pedir ya? Tengo un hambre que me muero. He hecho tres caderas y cuatro rodillas esta tarde. Una de ellas muy complicada…
– Cuéntamelo -dijo Clio, llamando al camarero. No había forma más directa de hacer que Jeremy recuperara el buen humor que escucharle con atención cuando hablaba de su trabajo.
– Bueno -dijo él, acomodándose en la silla, después de pedir un filete y una botella de clarete y reírse de ella porque pedía un lenguado a la plancha-, la primera, la primera cadera quiero decir, estaba apolilladísima, o sea que he tenido que…
Clio se acomodó e intentó concentrarse en lo que decía Jeremy. Una pareja se había sentado en la mesa contigua. Eran mochileros y estaban morenos y delgados… como ellas. Aunque Clio no estaba flaca, al principio no, al menos. Pero después… En esa época del año, cuando Londres se llenaba de mochileros, a menudo se encontraba pensando en ellas tres. ¿Qué estarían haciendo las otras dos? ¿Se llevarían bien las tres ahora? Probablemente no, y más probablemente aún nunca lo sabrían.
– ¡Ella me habría dejado ir! Estoy segura. Mi madre de verdad. Ella querría que me divirtiera; no me tendría encerrada en casa como una monja. Ojalá se enterara de cómo intentáis estropeármelo todo. Pienso ir de todas maneras y no podréis impedirlo.
Helen miró la cara encendida y furiosa, el odio que desprendían los ojos oscuros, y se sintió fatal. Aquello era lo único que no podía soportar, cuando Kate utilizaba el hecho de que no fuera su auténtica madre contra ella. Sabía que era cosa de la edad; la asistente social, el grupo de Apoyo a la Adopción y la agencia de adopción les habían advertido hacía muchos años que algún día aparecerían los problemas y que seguramente sería cuando Kate llegara a la adolescencia.
– Necesitan algo contra lo que volverse -había dicho Jan-. Idealizará a su madre biológica, la convertirá en lo que tú no eres. No dejes que eso te afecte. No lo hará de forma consciente.
¿Que no dejara que la afectara? ¿Cómo podía no afectarla, cuando alguien a quien querías tanto te flagelaba, queriendo hacerte daño, volviéndose contra ti?
Helen sintió que la sensación de injusticia se le atragantaba en la garganta. El deseo de decir algo infantil tipo: «Tu madre de verdad no ha demostrado mucho interés por ti por ahora», era muy fuerte. Pero con calma dijo:
– No seas tonta, Kate. No te tengo encerrada y no quiero estropearte nada. Lo sabes perfectamente. Sólo creo que eres demasiado joven para ir sola al Clothes Show, nada más.
– No iré sola -dijo Kate-. Iré con Sarah. Y pienso ir. Sé por qué no quieres que vaya: porque no te gusta Sarah. Nunca te ha gustado. No lo niegues, sabes que es verdad. Y no te molestes en llamarme para que baje porque me voy a mi habitación y no pienso cenar. ¿Está claro?
– Bien -dijo Helen-, como quieras.
El grupo de Apoyo a la Adopción estaría orgulloso de ella, pensó Helen. No era un gran consuelo.
Más tarde, después de cenar y después de que Kate apareciera para prepararse una tostada haciendo todo el ruido y creando el mayor desorden posible y se volviera a su habitación, sin dirigirle la palabra, Helen le preguntó a Jim si no estarían siendo demasiado estrictos.
– Tiene catorce años y muchos de sus amigos van a ir.
– Pues ella no -dijo Jim, cogiendo el periódico-. Es demasiado joven y se acabó.
Helen empezó a vaciar el lavavajillas y pensó como siempre en aquellas ocasiones, en la madre de Kate. Se imaginó que ella habría dejado ir a Kate al Clothes Show. Sería de esa clase de personas. Liberal. Divertida. Y por supuesto del todo irresponsable…
Seguramente tampoco se encontraría pringando con el lavavajillas.
Mucho más tarde, tras meterse en la cama, oyó llorar a Kate. Se levantó de la cama, en silencio, para no despertar a Jim, y salió al pasillo. Llamó a la puerta de la habitación de Kate.
– ¿Puedo pasar?
Hubo un silencio; era una buena señal. Si Kate le gritaba «no», sería imposible hablar con ella. Helen esperó. Por fin oyó:
– Pasa.
Estaba echada boca abajo, con los cabellos rubios desparramados por la almohada.
– Cariño, no llores, por favor. ¿Quieres beber algo? ¿Te preparo un chocolate?
– No, gracias.
Las gracias también eran una buena señal.
– ¿Tienes ganas de hablar?
– No me apetece, la verdad.
Eso significaba que sí.
Helen se sentó en la cama, con sumo cuidado.
– Lo siento, mi vida. Lo del Clothes Show. Papá y yo hemos hablado de eso otra vez.
– ¿Y? -La voz de Kate estaba llena de esperanza.
– Lo siento. Tal vez el año que viene.
– Mamá, tengo catorce años. No cuatro. Habrá montones de chicas de mi edad. Por Dios, ¡papá es un dinosaurio!
– No es verdad -dijo Helen, esforzándose por ser leal-. Los dos pensamos lo mismo. Lo siento. Mira, ¿te gustaría que fuéramos de compras mañana? ¿Que nos gastemos el dinero del regalo de cumpleaños de la abuela?
– ¿Y que me compres unos calcetines blancos? No, gracias.
Hubo un silencio. Después Kate dijo:
– Mami…
– ¿Sí?
– Yo no te odio.
– Ya sé que no, cariño. Nunca lo he pensado.
– Mejor. Es que a veces estoy tan enfadada. Enfadada con ella. Con mi… con mi madre. Es que… si supiera por qué lo hizo, me sentiría mejor. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo? Podría haber muerto, podría…
– Mi vida, estoy segura de que se aseguró de que te encontraría alguien. Antes de… antes de irse.
Hubo un largo silencio y después Kate dijo:
– Me gustaría tanto saber algo de ella. Porque tener un hijo tiene que doler. Y hacerlo sola, no decírselo a nadie… Debía de ser muy valiente.
– Muy valiente.
– A veces intento imaginar en qué me parezco a ella. De qué manera. Pero no creo que yo sea tan valiente. Por ejemplo, yo no me dejaría hacer un empaste sin anestesia. Tener un hijo debe de doler mucho más. Y luego pienso: ¿qué más sé de ella? Apenas nada. Sólo que fue tremendamente irresponsable. ¿Es eso lo que te preocupa de mí? Por eso estás tan encima de mí, porque crees que me iré por ahí y me acostaré con alguien y me quedaré embarazada. Seguro que es eso.
– Kate, no seas tonta. No pensamos nada de eso.
– Entonces ¿por qué sois tan anticuados y estrictos conmigo?
– Sólo queremos protegerte. Es…
– Lo sé, lo sé, el mundo es un lugar muy malo, lleno de traficantes de drogas y tratantes de blancas en todos los rincones. Sobre todo en el Clothes Show. -Sonreía a medias-. Está bien, mamá. No puedes evitar ser mayor.
– No puedo, no. Lo siento. ¿Estás mejor ahora?
– Un poco mejor. Sí. Gracias por venir.
Helen ya estaba en la puerta cuando Kate dijo:
– Mamá. ¿Qué te parecería que intentara encontrarla?
– ¿A tu madre biológica?
– Sí.
– Me parecería bien, cariño. Por supuesto que sí, si eso es lo que quieres.
– Sí. Sí quiero.
– Entonces adelante, hazlo. -Dudó un momento-: Si puedo ayudarte en algo…
– No, no hace falta. -La carita había vuelto a apagarse-. Prefiero hacerlo sola, gracias.
Gracias a Dios que estaba oscuro, pensó Helen, cerrando la puerta, pues de otro modo Kate la habría visto llorar.
A veces deseaba haber ignorado todas las convenciones y no haberle dicho la verdad a Kate. No que ella no era su madre biológica, eso no, pero sí que su madre había muerto y por eso ella la había adoptado. ¿Cómo podía una personita de siete años -que era la edad que tenía Kate cuando formuló la pregunta: «¿Dónde está mi otra madre?»- asumir la noticia de que su otra madre, su madre de verdad, la había abandonado en un armario de la limpieza del aeropuerto de Heathrow, dejándola sin ni siquiera un pañal, envuelta en una manta, sin una nota? Helen lo había embellecido, le había dicho que estaba envuelta en una manta mullida y bien abrigada, y que su madre biológica se había asegurado de que la descubrirían antes de marcharse. En aquel momento Kate pareció aceptarlo; había escuchado con mucha atención y se había ido al jardín a jugar con su hermana. Luego había entrado y había dicho;
– He decidido que seguramente soy una princesa.
– Eres mi princesa -había dicho Jim, y Kate le había sonreído encantada.
– Pues tú puedes ser mi príncipe. De todos modos quiero casarme contigo.
Entonces la vida era muy sencilla.
Le dijeron que era especial, que sus padres la habían elegido, en lugar de nacer de ellos, como su hermana Juliet (que llegó con gran sorpresa y alegría de sus padres dos años después de que adoptaran a Kate), y ella aparentaba estar contenta con eso y nunca pareció que le diera más importancia. Hasta que, a los nueve años, un día horrible volvió de la escuela llorando y diciendo que una de las niñas se había burlado de ella por ser adoptada.
– Me ha dicho que si mi otra madre me hubiera querido no me habría abandonado.
– No, Kate, eso no es cierto -dijo Helen, presa del pánico al darse cuenta del problema al que empezaban a enfrentarse-. Ya te lo he dicho, ella quería que tuvieras una casa mejor de la que podía ofrecerte, quería que estuvieras con unos padres que pudieran cuidarte como te mereces. Ella no podía, ya te lo he explicado mil veces.
En ese momento Kate pareció aceptarlo, pero al hacerse mayor y más lista, la verdad se volvió más descarnada y más dura y la preocupó más y más.
Sin embargo, todo fue bien hasta que otras amigas, que sabían lo que había sucedido realmente, se lo contaron. Así que al final ya no hubo disimulo posible, y tuvo que acostumbrarse a vivir con una desagradable verdad.
La madre de Helen la había ayudado mucho a medida que Kate crecía y se volvía más difícil. Cuando le dijo que adoptarían una niña abandonada (así se les llamaba entonces), Jilly la advirtió de lo que temía que sucediera, pero también dijo que no volvería a hablar de ello. Y no lo hizo. A partir de entonces intentó ayudar en todo lo que pudo. Que consistía sobre todo en regalar billetes de diez libras a Kate y llevarla de compras.
– Por supuesto que sabré lo que le gusta, Helen. Trabajo en moda, ¿no te acuerdas?
La invitaba a almuerzos caros en restaurantes de lujo. A Jim no le gustaba nada esa relación pero, como decía Helen, la abuela era alguien con quien Kate podía hablar si lo necesitaba.
– ¿Por qué no puede hablar con nosotros, si se puede saber?
– Hay cosas que ella cree que nos angustiarán, cosas que no quiere contarnos. Mejor mi madre, que ella considera atrevida y algo pilla, que esa estúpida de Sarah.
Jim no se lo discutió. Helen sabía que una de las razones por las que a Jim no le caía bien su madre era su favoritismo hacia Kate en detrimento de Juliet, lo que en sí era bastante ilógico, dado que Juliet era la hija biológica de Helen. Sin embargo también lo era de Jim, y había heredado muchos de sus rasgos. Era una niña muy buena, y extremadamente inteligente y dotada para la música, pero también era silenciosa y tímida, no tenía el encanto inmediato de Kate, y para ella Jilly era un poco amedrentadora.
Uno de los días más maravillosos en la vida de Helen había sido aquel en que la señora Forster, de la agencia de adopciones, la había llamado para decirle que había un bebé que ellos podrían considerar adoptar.
– Es una niña abandonada -había dicho la señora Forster-, de modo que no hay ninguna posibilidad de que pueda devolverse a su familia biológica.
De hecho Helen había leído la historia del bebé en los periódicos. Había sido noticia de primera página.
«Bianca -decía el pie de la foto-. Bautizada así por las enfermeras porque la encontraron en un cuarto de limpieza en el aeropuerto de Heathrow, tiene cinco días.» Seguía diciendo que los servicios sociales esperaban localizar a la madre, que podía necesitar atención médica, y hacían un llamamiento a cualquiera que hubiera notado algo raro en la Terminal 3 del aeropuerto de Heathrow la noche del 16 de agosto para que se pusiera en contacto con la policía.
¿Cómo podía pasar algo así?, le había preguntado a Jim, y cuando la madre de acogida le entregó finalmente a Bianca, Helen se sintió como si en cierto modo ya la conociera. Bianca (pronto convertida en Kate) abrió sus grandes ojos azules (que pronto se volverían marrón oscuro) y la miró, agitando su diminuto puño, y haciendo morritos con la boca, y Helen supo, sin más, que quería pasar el resto de su vida con ella.
En cambio, ése no había sido precisamente el día más feliz de su vida. Intentó afrontar la idea de que aquel ser pequeño y dependiente que de una forma extraña se había convertido en su propia carne, así como en su hija natural, saldría a buscar a la mujer que la había traído al mundo porque la percibía como su madre.
Fuera quien fuera esa mujer, pensó Helen, y fuera como fuera, sin duda ella tenía ganas de matarla.
El timbre de la puerta, que no paraba de sonar, interrumpió su profundo sueño. Había pasado una velada larga y tediosa y no había podido acabar el artículo en el que había estado trabajando hasta medianoche. Bajó las escaleras, abrió la puerta y se encontró frente a Josh, despeinado y con un aspecto lamentable.
– ¿Puedo pasar? -dijo-. Beatrice me ha echado.
«Qué raro que no lo haya hecho antes», pensó Jocasta, mientras lo acompañaba hasta el sofá. Josh había tenido su primera aventura un año después de casarse, y seis meses después de nacer su segunda hija, lo había hecho otra vez. Un año después de que pasara lo que él juraba que había sido una sola noche con su secretaria, Beatrice había dicho que la próxima vez sería la última. Ahora había descubierto que hacía cinco meses que tenía una aventura con una inglesa que trabajaba en la oficina de París de Forbes y, cumpliendo su palabra, le había echado literalmente de casa.
– Soy un idiota -repetía Josh-, soy un idiota sin remedio.
– Sí, lo eres -dijo Jocasta, mirando cómo se mesaba los cabellos.
A los treinta y tres años aún conservaba bastantes vestigios del chico guapo que había sido, con el pelo rubio, la frente ancha y los labios carnosos y bien dibujados. Estaba más gordo y tenía un color de piel más rojizo, pero era muy atractivo, y tenía ese encanto de hombre indefenso que no se tomaba en serio a sí mismo que hacía que las mujeres quisieran cuidarle. Todos querían a Josh. No era precisamente ingenioso, pero sí un buen narrador, e iluminaba cualquier habitación o cena, y además tenía ese don social inapreciable de hacer sentirse divertidos a los demás.
Beatrice no era hermosa, pero había mucho en ella que sí lo era. Sus ojos, grandes, oscuros y cálidos (que distraían de una nariz y una mandíbula demasiado grandes), los cabellos, largos, abundantes y brillantes, y las piernas, más largas aún que las de Jocasta e igual de esbeltas. Cuando Beatrice y Josh se conocieron, ella ya tenía buena fama como abogada penalista; Josh caminaba sin rumbo, con el objetivo claro de encargarse algún día de la empresa familiar. Había dejado el derecho antes de terminar la universidad, y en lugar de eso había estudiado filosofía. A continuación había pasado un año intentando entrar en alguna escuela de teatro, pero todas le rechazaron, y al final había acudido a su padre expresando un repentino y asombroso interés por la empresa Forbes.
Peter Forbes le dijo que le permitiría que tuviera una toma de contacto para que viera si le gustaba. La toma de contacto no fue muy suave. El primer día, Josh no recibió el lujoso despacho que esperaba en la oficina de Londres, sino una clase de conducción de camiones elevadores en la fábrica de Slough. Curiosamente había disfrutado bastante durante ese período en la fábrica, pero el período en la oficina que siguió lo mató de aburrimiento. Con frecuencia se fingía enfermo y alargaba más y más la hora del almuerzo en los pubs de Slough. Su padre le dijo que o se lo tomaba en serio o le echaría, y Josh le contestó que le haría feliz si le despedía.
Ése fue el día de la cena en la que conoció a Beatrice.
Menos de un año después se habían casado. La gente nunca acababa de entender su relación, ni por qué funcionaba. La simple verdad era que se necesitaban. Josh necesitaba orden y dirección y Beatrice, que era ordenada y motivada, necesitaba el apoyo emocional y social de un marido, que además tenía mucho dinero, teniendo en cuenta que el derecho penal era una de las especialidades peor pagadas del derecho.
Le atraía mucho Josh, le parecía asombrosamente interesante, y sería muy rico algún día. Josh había descubierto que Beatrice tenía mucha menos confianza en sí misma de la que aparentaba, que tenía un sorprendente apetito sexual y también que era la primera persona que conocía en mucho tiempo que parecía pensar que él podía servir para algo.
– Creo que puedes llegar a hacer grandes cosas en esa empresa -le comentó ella (el lunes por la noche ya había investigado en Internet y había evaluado el potencial de la empresa), y le mandó de vuelta a ver a su padre, para que se disculpara y pidiera que le devolviera el puesto. Un mes más tarde, cuando él estaba trabajando en serio, invitó a Peter Forbes a cenar con ellos. Se cayeron estupendamente el uno al otro.
– Ya veo que es difícil y muy autoritario -dijo después a Josh-, pero es pura energía y empuje. Y me encanta la forma como habla de su empresa, como si fuera alguien de quien estuviera enamorado.
– Es que lo está -dijo Josh, taciturno.
Por su parte Peter Forbes quedó cautivado con el intelecto, la evidente ambición y la intensidad de Beatrice.
Seis meses después Josh fue nombrado subdirector de ventas para el sur de Inglaterra y recibió el tan deseado despacho en Londres, y Beatrice le dijo que creía que debían casarse. A Josh le entró el pánico, y dijo que tal vez algún día, pero que no había ninguna prisa, él estaba contento con el estado actual de las cosas. Beatrice le contestó que en realidad sí la había, porque estaba embarazada.
– Como si una chica como ella fuera a quedarse embarazada por casualidad -dijo Jocasta a su madre-. Estoy segura de que decide con exactitud cuándo ovula igual que todo lo demás. Menudo idiota está hecho Josh.
Sin embargo, Josh sorprendió a todos asumiendo sus responsabilidades y aceptando el matrimonio. Celebraron una boda discreta pero de organización impecable en la casa de Beatrice, en Wiltshire, y fueron de luna de miel a la Toscana. Peter Forbes estaba tan encantado como fastidiada estaba su ex esposa.
Beatrice trabajó hasta el octavo mes de embarazo y volvió a su despacho dos semanas después de dar a luz a Harriet, conocida como Harry, y dos años exactos después del nacimiento de Harry nació Charlotte, a la que de manera inevitable llamaban Charlie.
De eso hacía dos años. En ese momento Josh era director de Muebles Forbes, y trabajaba lo justo para que Beatrice y su padre estuvieran satisfechos. Beatrice había cambiado el derecho penal por el derecho de familia, pero lo cierto era que la asistencia jurídica pagaba los casos de violencia doméstica, y seguían siendo poco lucrativos. Básicamente era Josh quien mantenía a la familia.
Jocasta no quería que Beatrice le cayera bien, pero no lo logró. Por mandona y adicta al trabajo que fuera, era muy agradable y se interesaba sinceramente por la vida y el trabajo de Jocasta. Nick la adoraba. Le enternecía que ella leyera siempre su columna y le comentara cualquier artículo que acabara de leer con la mayor seriedad, lo que también hacía con los de Jocasta. No había ninguna duda para nadie, tanto de la familia como de fuera de ella, de que Beatrice era la esposa perfecta para Josh.
– ¿Por qué lo he hecho, Jocasta? -dijo Josh-. ¿Por qué soy tan idiota?
– No tengo ni idea -afirmó Jocasta-, pero debo decir que siento lástima por Beatrice, no por ti. Eres consciente de que papá se pondrá de su lado, ¿no? No permitirá que pase penurias.
– Yo también lo había pensado -dijo Josh-. No tengo nada a mi favor, ¿verdad? ¿Qué hago?
– No puedes hacer nada, la verdad. Sólo esperar. Y no dejes de decirle que lo sientes mucho. Tienes algo estupendo a tu favor. Y puede que sea suficiente.
– Caramba, eso espero. Haré lo que sea, lo que sea, si creo que hay alguna posibilidad de que me perdone. Pero ¿qué es eso estupendo que tengo?
– Creo que te quiere -dijo Jocasta, en un tono ligeramente triste.
Martha acercó los labios al cáliz de plata y tomó un sorbo de vino, esforzándose por concentrarse en el momento, en el sagrado sacramento que estaba tomando. Nunca lo conseguía. Se había alejado tanto de la iglesia de su padre, de la fe de sus padres, que sólo iba a la iglesia cuando pasaba un fin de semana en Binsmow. A ellos les gustaba y los parroquianos estaban encantados. Que ella se sintiera absolutamente hipócrita no tenía ninguna importancia.
Se puso de pie y volvió caminando despacio a su asiento, con la cabeza un poco baja, aunque no por eso dejó de advertir que la iglesia estaba casi vacía y aparte de algunos adolescentes -muy pocos- ella era la única persona que podía calificarse de joven. ¿Cómo podía su padre seguir haciendo aquello semana tras semana, año tras año? ¿Cómo podía mantener su propia fe ante lo que para Martha era la humillación de saber que la mayor parte de la comunidad rechazaba el trabajo de su vida? Se lo había preguntado una vez y él le había dicho que no lo comprendía, que St. Andrews seguía siendo el centro de la parroquia, no importaba que la congregación fuera tan reducida. Acudían a él cuando lo necesitaban, cuando la enfermedad, la muerte, el matrimonio o el bautizo de un nuevo bebé requería sus servicios, y eso era suficiente para él.
Ella había ido ese fin de semana sobre todo por su sentido del deber. Su hermana la había llamado para decirle que sus padres estaban pasando un mal momento.
– La artritis de mamá está peor, y papá se vuelve loco porque no puede hacer nada para ayudarla. Yo intento animarles pero me tienen muy vista. No soy tan emocionante como tú. Hace meses que no vienes, Martha.
– Lo siento -dijo ella-. He estado…
– Sí, sé que has estado muy ocupada. -La voz de su hermana era seca-. Yo también he estado muy ocupada, la verdad, intentando compaginar el trabajo y los niños. Hasta Michael les ve más a menudo que tú.
– Sí, claro -dijo Martha. Estuvo tentada de decir que para su hermano Michael era fácil; estaba en su primer año de profesor y tenía mucho tiempo libre, pero no lo dijo. Al fin y al cabo, Anne tenía razón, no les visitaba a menudo-. Prometo ir pronto -dijo al fin-. Lo prometo, en serio.
– Bien -dijo Anne, y colgó.
A Martha le habría gustado llevarse mejor con Anne, pero su hermana era demasiado virtuosa. Estaba casada con un asistente social muy mal pagado y tenían tres hijos, ninguna ayuda en la casa y un solo coche. Anne trabajaba como maestra de apoyo para necesidades especiales en una escuela pública para contribuir al mantenimiento de la familia. Además realizaba muchos trabajos voluntarios e incluso ayudaba a su padre en la parroquia, ahora que su madre se desenvolvía con dificultad. Para Martha, aquélla era una vida infernal.
Era consciente de que su dorada existencia tenía que ser muy irritante para su hermana, no sólo por su aparente dinero ilimitado, sino porque encontrara tan poco tiempo para ver y ayudar a sus padres, salvo económicamente, ayuda que de todos modos sólo aceptaban en casos extremos. Y aunque había ido aquel fin de semana, sería una ocasión única en mucho tiempo teniendo en cuenta que las elecciones generales se acercaban, y eso significaba siempre muchísimo trabajo, porque los mercados financieros se volvían inestables y las grandes corporaciones pasaban a la acción para adaptarse a los posibles cambios.
Aunque no es que fuera a haber muchos. Blair seguía arrasando en las encuestas, con su sonrisa decidida y sus promesas vacías. Volvería a ganar, no había ninguna duda.
– Las cosas están bastante mal por aquí -dijo su padre.
– ¿En qué sentido? -Martha le tomó del brazo mientras caminaban.
– El campo se ha visto muy afectado por la glosopeda. Hay un ambiente de depresión por todas partes. El pobre Fred Barrett, cuya familia tenía una granja en las afueras de Binsmow desde hace cinco generaciones, ha batallado hasta ahora, pero le ha vencido. Vende. Aunque no creo que nadie le compre la granja. Y además no sé cuántos parroquianos tengo esperando para ingresar en el hospital. La pobrecilla señora Dudley hace dieciocho meses que espera una prótesis de cadera, y le siguen diciendo que dentro de seis meses. Es un crimen, un auténtico crimen.
– Está todo muy mal -dijo Martha, pensando en Lina y su hija Jasmin-, absolutamente todo.
Fue al dormitorio de su madre, que estaba echada en la cama y parecía pálida.
– Hola, tesoro. Perdona que no haya preparado el desayuno. He dormido fatal, el dolor me despierta, ¿sabes?, y cuando me duermo ya son las seis y no oigo el despertador.
– Oh, mamá, cuánto lo siento. ¿Puedo traerte algo, un té o un café?
– Me gustaría una taza de té. Bajaré enseguida.
– No, te la subiré -comentó Martha-. ¿El dolor es muy fuerte?
– A veces -dijo Grace-, pero no siempre. Viene y va.
– ¿Qué dice el médico?
– Me ha mandado al especialista, pero hay una lista de espera de un año. El doctor Ferguson me receta analgésicos, que me ayudan, pero también me sientan mal.
– Mamá…
– ¿Sí, tesoro?
– Mamá, ¿me permitirías pagar la consulta del traumatólogo, al menos? Así podrías verle enseguida. Esta misma semana.
– No es justo. Martha, no podemos ser una carga para ti.
– ¿Por qué no? Yo fui una carga para ti un montón de años. Imagina que hubiera sido yo. De pequeña, con dolores y sin poder ir al médico hasta al cabo de un año. ¿No habrías pensado en lo que fuera para ayudarme?
– Es posible -dijo Grace con una débil sonrisa-. Supongo que sí.
– Bien -dijo Martha, viendo acercarse la victoria-. Y te lo mereces. Prefiero gastar parte de ese sueldo exagerado contigo a hacerlo en unos manolos nuevos.
– ¿Qué es eso, tesoro?
– Zapatos.
– Ah, claro, un estilo nuevo, ¿no?
– Más o menos -dijo Martha.
Después del almuerzo llamó su hermana. Quería pedir un favor a Martha.
– Mi vecina, que es viuda -«por supuesto», pensó Martha-, necesita ayuda. El coche de su hijo se ha estropeado y tiene que regresar a Londres. Le he dicho que estaba segura de que no te importaría llevarle.
A Martha sí le importaba, y mucho. Llevaba rato soñando con un trayecto tranquilo de vuelta a Londres, con la música sonando, tiempo para pensar… Y también para no pensar. No le apetecía nada tener al lado a un chico lleno de granos durante tres o cuatro horas, y tener que conversar con él.
– ¿No puede volver en tren?
– Podría, pero no tiene dinero. Martha, la verdad, no es pedir mucho. Es muy simpático.
– Sí, pero… -Martha se interrumpió.
– Vale, déjalo -dijo Anne, y su tono era realmente furioso-. Le diré que haga autostop. Tú vuelve a tu elegante vida en Londres.
Martha se sintió fatal de inmediato. ¿En qué bruja estaba convirtiéndose? Anne tenía razón, no era mucho pedir. Simplemente no quería hacerlo…
– No -dijo enseguida-, de acuerdo. Pero tendrá que adaptarse a mi horario y le dejaré en una boca de metro, ¿entendido? No pienso pasarme toda la noche conduciendo por Londres.
– Qué amable eres -dijo Anne-. Se lo diré. ¿Qué hora exactamente se adapta mejor a tu ocupado horario?
– Me iré a las cuatro -dijo Martha, evitando dejarse provocar.
– ¿Te ves capaz de desviarte tanto como para recogerle? Podrías tardar quince minutos más.
– Le recogeré -dijo Martha.
Anne salió de casa al oír el coche de Martha. Su resuello al ver el Mercedes fue casi audible.
– Eres muy considerada -dijo-. Está preparado. Hemos estado charlando, ¿verdad, Ed?
– Sí. Vaya, qué cochazo. Es usted muy amable, señorita Hartley.
Martha bajó del coche, se quitó las gafas de sol y se encontró mirando a uno de los chicos más guapos que había visto en su vida.
Era bastante alto, medía más de metro ochenta, tenía pelo rubio, corto y ondulado y unos ojos azules asombrosamente intensos. Estaba moreno, y tenía algunas pecas sobre una nariz recta, y una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes absolutamente perfectos. Llevaba unos pantalones cortos holgados, un estilo que Martha no soportaba, zapatillas deportivas sin calcetines y una camisa blanca bastante arrugada. Parecía un anuncio de Ralph Lauren. De repente Martha se sintió menos fastidiada.
– Es muy amable, de verdad -repitió Ed mientras salían a la carretera-. Se lo agradezco mucho.
– No es nada -dijo Martha-. ¿Qué le ha pasado a tu coche?
– Se ha muerto -contestó-. Era un trasto. El regalo de mi madre por mis veinte años. Me dijo que no debía usarlo para trayectos largos. Y está visto que tenía razón.
– ¿Y qué vas a hacer?
– A saber. -Echó un vistazo al coche-. Es precioso. Es descapotable, ¿no?
– Sí.
– En Londres no lo usará mucho.
– Entre semana, no -dijo Martha-. Donde vivo no necesito mucho el coche.
– ¿Y dónde vive?
– En los Docklands.
– Qué guay.
– Bastante guay, supongo -dijo Martha, esperando que no pareciera una vieja patética hablando como una jovencita.
– ¿Es abogada? -dijo él-. ¿Sí? ¿Se disfraza con la peluca blanca?
– No -contestó Martha, sonriendo a pesar suyo-. No soy abogada de juzgado, sino corporativa.
– Ah, bueno. Entonces lleva divorcios, compras de casas…
– No, trabajo para una firma de la City, Sayers Wesley.
– Ah, ya la entiendo. Trabaja toda la noche, supervisa grandes negocios, cosas así.
– Cosas así. -Le echó un vistazo. Se había puesto una gorra de béisbol con la visera detrás, otra cosa que Martha no soportaba pero, por imposible que pareciera, le sentaba bien-. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
– Ahora mismo estoy probando cosas -dijo él-, cosas de telecomunicación. Me aburro mucho. Pero dentro de unos meses me voy. Estoy ahorrando.
– ¿Adónde vas?
– Ah…, a Tailandia, Australia, por ahí. ¿Usted lo hizo?
– Sí que lo hice. Y lo pasé en grande.
– Eso espero. Debería haberlo hecho antes de la uni, la verdad.
– ¿Cuántos años tienes, Ed?
– Veintidós.
– ¿Y qué has estudiado? -preguntó-. ¿En la universidad?
– Inglés. Mi padre quería que hiciera clásicas, porque fue lo que estudió él. Pero no me veía capaz.
– No me sorprende -dijo Martha, y de repente y de forma impactante se acordó de Clio, la bajita, rellenita y bonita Clio, diciendo exactamente lo mismo, hacía tantos años. Clio, que quería ser médico, que… Bueno, basta, Martha. No mires atrás.
– Ojalá lo hubiera hecho -dijo Ed-. Le hubiera hecho feliz. Ahora que ha muerto, me da la sensación de que podría haberlo hecho por él.
– Sí -dijo Martha-, te entiendo. Aunque tú debes hacer lo que es bueno para ti.
– Sí -dijo él-, en realidad yo pienso lo mismo. Pero a veces…
– Por supuesto. Siento lo de tu padre. ¿Qué le ocurrió?
– Cáncer. Sólo tenía cincuenta y cuatro años. Fue horrible. Siempre dejaba para más adelante ir a ver al médico y después había una lista de espera espantosa para ir al especialista, y…, bueno, la verdad es que todo fue un asco.
– Debió de ser terrible para ti. ¿Cuánto hace que murió?
– Tres años -contestó Ed-. Yo estaba en la uni y fue muy duro para mi madre. Su padre se portó muy bien con ella. Ella dice que la ayudó a salir adelante. Su padre es muy buena persona. Su hermana también es muy simpática.
– Me alegro de oírlo -dijo Martha.
El chico se volvió a mirarla reflexivamente.
– Pero no se parece mucho a usted -añadió, y después se sonrojó-. Lo siento. Ahora me dejará tirado en la cuneta.
– Si hubieras dicho que me parecía a ella, seguro que sí -dijo Martha, sonriendo.
– Ya, pero no se parecen. Claro que ella será mucho mayor.
– De hecho, es dos años más joven que yo -dijo Martha.
– ¡No me diga!
– Sí te digo.
Un silencio, y después:
– No es posible -dijo.
– Ed -dijo Martha-, me has alegrado el fin de semana. Dime, ¿a qué universidad fuiste?
– A Bristol.
– ¿De verdad? Yo también fui allí.
– ¿Ah, sí? -Se volvió y le sonrió de nuevo. Después dijo-: Seguro que estaba en Wills Hall.
– Pues sí -dijo Martha-. ¿Cómo lo has sabido?
– Todos los pijos vivían allí. Era como un gueto de escuela privada. Al menos cuando yo estaba.
– ¡No soy una pija! -exclamó Martha indignada-, y fui a la escuela pública de Binsmow. Cuando era decente.
– Yo también -dijo él-, pero para entonces ya era un desastre.
Martha pensó que el chico debía de ser inteligente si había entrado en la Universidad de Bristol a pesar de haber asistido a una mala escuela pública. Porque era mala, su padre estaba en la junta y a menudo se desesperaba.
Llegaron a Whitechapel a las ocho y media.
– Aquí me va bien -dijo Ed-, cogeré el metro.
– De acuerdo. Te acercaré.
– Lo he pasado muy bien -dijo él-, gracias. Ha sido divertido. Hablar con usted y todo eso. La verdad, creía que sería más… más…
– ¿Qué? -dijo Martha, riendo.
– Un rollo, vaya. Francamente.
– Bueno, me alegro de no haberlo sido.
– No, ni mucho menos. -Bajó del coche, cerró la puerta, pero volvió a abrirla y la miró de una forma extraña-. Estaba pensando -dijo- si le gustaría salir a tomar algo una noche.
– Bueno -dijo Martha, sintiéndose muy poco guay de repente-, pues sí, sería divertido. Pero me temo que trabajo hasta muy tarde casi todos los días.
– Ah, bueno -repuso él-. No se preocupe.
Parecía desilusionado y un poco incómodo.
– No, no he dicho que no pueda -dijo Martha enseguida-, me gustaría mucho. Es que tengo unos horarios muy difíciles. Es eso.
– Ya me adaptaré -dijo él, y volvió a sonreír-. Chao; Gracias otra vez.
– Hasta pronto, Ed. Ha sido un placer.
– Para mí también.
Ed cerró la puerta y se alejó sacando un walkman de la mochila. Martha pensó que no volvería a verle nunca más. Sobre todo si se marchaba de viaje.
Y se puso a pensar en lo que no se había permitido pensar en la iglesia, en aquellos días embriagadores, cuando las cosas todavía estaban bien…
Al final decidió ir también a las islas. Viajó hasta Koh Samui sola, en tren, de noche. Se durmió casi de inmediato y se despertó en algún momento de la noche en Surat Thani, desde donde la llevaron en autobús al ferry, y después de cuatro horas por mar llegó a Koh Samui.
En el barco se hizo amiga de una chica llamada Fran que había oído decir que la mejor playa era la de Big Buddha, cogieron un taxi-bus para ir y sintió que el mundo había cambiado por completo.
Martha nunca olvidaría no sólo la primera visión de la franja de playa bordeada de árboles altos, sino también su primera sensación: la arena blanca, el aire cálido e increíblemente dulce después de la árida pestilencia de Bangkok, el agua cálida de color azul verdoso. Ella y Fran encontraron una cabaña, de forma ostentosa denominada bungalow, por doscientos baht por noche, y pensaron que no querrían marcharse jamás. Tenía ducha, un porche y tres camas. El tiempo se volvió más lento y se dejaron llevar por él.
Unos días después tropezó con Clio, que estaba alojada unas cabañas más abajo; era fácil encontrar a la gente, sólo tenías que preguntar por la playa y en los bares, si los había, y encontrabas a quien querías. Jocasta ya se había ido al norte.
– Pero dijo que regresaría -dijo Clio de manera vaga.
Aquella vida fomentaba la vaguedad: era atemporal, sin rumbo y maravillosamente irresponsable.
El lugar era inmensamente hermoso. Tras la porquería y la miseria de Bangkok parecía un paraíso, con aquella agua cristalina, las palmeras ondulando encima y la arena blanca infinita. El gran Buda estaba al final de la playa, en lo alto de un tramo de enormes escaleras ornamentadas, pintado de un dorado ya descascarillado. Sus ojos severos te seguían a todas partes. Y como estaban en la estación lluviosa, los atardeceres eran maravillosos: naranja, rojo y negro, increíbles y espectaculares. Todo el mundo se sentaba y los contemplaba como si fuera un espectáculo, mejor que ir al cine, decía Martha…
Pasaron muchas horas sentadas en el porche, hablando y hablando mientras oscurecía y después anochecía, no sólo ellas, sino cualquiera que pasara por allí. La facilidad con la que se iniciaban las relaciones fascinaba a Martha, que había crecido en una sociedad tan estricta como Binsmow. Una de las cosas que más le gustaban era que se aceptaba a todos, tal como eran, para formar parte de aquella tribu grande y sencilla. No importaba nada más, no había ninguna clase de esnobismo. No había que tener montones de dinero, ni la ropa correcta. Eras un mochilero, nada más y nada menos que eso.
Martha se encariñó mucho con Clio. Tenía ganas de caer bien, era muy buena. Y le faltaba seguridad en sí misma, que era muy raro, en opinión de Martha, porque era muy bonita. Tal vez un poco gordita, sí, pero con el complejo que tenía, cualquiera diría que usaba una talla cincuenta. Sus hermanas sin duda eran bastante responsables de eso.
Había desventajas: Martha sufrió diarreas continuas.
– Y la regla parece que se haya vuelto loca -dijo una mañana a Clio-. Me vino en Bangkok, me duró dos días y después me volvió a venir ayer, y ahora parece que haya desaparecido.
Clio, en su papel de asesora médica, la había tranquilizado, y le había dicho que era culpa del cambio radical de comida, de clima y de hábitos. Martha había intentado no preocuparse por eso, y al cabo de unas semanas lo consiguió. Todo formaba parte de aquella nueva persona desconocida en quien se había convertido, relajada, tranquila, despreocupada. Y muy, muy feliz.
Qué suerte, qué suerte tenía Ed con todo aquello por delante.
De la habitación salían unos sollozos terribles, sollozos terribles que delataban un dolor inmenso. Era la tercera vez que Helen los oía en los últimos meses.
Las dos primeras veces habían sido consecuencia de la búsqueda de Kate, hasta el momento infructuosa, de su madre biológica. Le había contado a Helen lo que pretendía hacer la primera vez, y Helen había escuchado, con el corazón en un puño por lo poco práctico de los planes, sin osar criticarla o hacer ninguna sugerencia. Se había limitado a sonreírle alegremente, abrazarla y decirle adiós al marcharse y esperar, enferma de angustia, a que volviera.
Había vuelto unas horas más tarde. Abrió la puerta de casa, la cerró de un portazo y subió la escalera corriendo. Cerró la puerta de su habitación, y los sollozos comenzaron.
Helen había esperado quince minutos, y después había subido y había llamado a su puerta.
– Kate, mi vida, ¿puedo pasar?
– Sí, pasa.
Estaba echada en la cama, con los ojos rojos, furiosa, enfadada con Helen.
– ¿Por qué no me lo has dicho?
– ¿Decirte qué?
– ¿Que no quedaría nadie en el hospital? Nadie de los que estaban allí cuando me encontraron. ¿Por qué no me lo dijiste?
– No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? -Helen intentó no perder la paciencia-. A ver, ¿por qué no me cuentas lo que ha ocurrido?
Había ido al hospital, al South Middlesex, a la Unidad de Pacientes Externos. La habían tratado, según ella, como si estuviera loca.
– No entiendo, ¿es mucho pedir? Sólo quería saber quién estaba en la unidad de bebés en 1986. Me han preguntado si tenía una carta de alguien. He dicho que no, y me han dicho que no podían ayudarme, que tenía que escribir una carta para que mi solicitud siguiera los canales previstos. ¡Por favor! Bueno, entonces he seguido las flechas hasta la Unidad de Maternidad. Estaba en la tercera planta y, cuando he llegado, había una especie de sala de espera llena de mujeres embarazadas horribles y más mujeres estúpidas en recepción. Me han dicho que no habría nadie de aquellos años trabajando allí y yo he preguntado cómo lo sabían. Y me han dicho que porque nadie llevaba allí más de siete años. Entonces he preguntado por el personal de limpieza. Y me han dicho que la limpieza la hacía ahora una empresa, antes la hacía personal del hospital. He visto que se miraban arqueando las cejas y me he marchado. Mientras caminaba por uno de esos interminables pasillos, he visto un rótulo que indicaba la Oficina de Administración y he ido.
– ¿Y?
– Y allí sólo había un hombre muy borde que me ha dicho que los sábados no había nadie, y yo he dicho que quién era él, y ha dicho que sólo había ido un momento. He dicho que no le veía la diferencia. Que sólo quería saber los nombres de gente que trabajaba allí hace quince años, y me ha dicho que esa información era confidencial y que no se podía facilitar a cualquiera. Me ha dicho que escribiera una solicitud y que la tendría en cuenta. Y ya está.
– Bueno -dijo Helen con cautela-, ¿por qué no escribes?
– Mamá, son unos idiotas. No saben nada de nada. Y no quieren ayudar.
– ¿Le has contado a alguien por qué querías saberlo?
– Por supuesto que no. No pienso ir por ahí en plan penoso buscando a mi madre. No quiero que me tengan lástima.
– Kate, cariño -dijo Helen-. Creo que tendrás que hacerlo. De otro modo tus razones podrían considerarse dudosas. Piénsalo un momento.
Kate la miró y luego dijo:
– No, mamá, ni hablar. Lo haré a mi manera. Sé lo que me hago.
– Está bien -dijo Helen.
No hizo nada más durante unos meses. Después se fue a Heathrow y se acercó al mostrador de información y preguntó cómo podía ponerse en contacto con una de las personas que limpiaban.
– ¿Tienes algún nombre? -dijo la rubia teñida, dejando de teclear el ordenador un momento.
– No.
Kate suspiró.
– Entonces no sé cómo podemos ayudarte.
– Tendrá una lista de personas.
– Aunque la tuviera, si no me das un nombre, ¿de qué te serviría la lista? ¿Es una queja o qué?
– No -dijo Kate.
– ¿Entonces qué?
– No… no puedo decírselo.
– En ese caso -dijo, volviendo a teclear-, no creo que pueda ayudarte. Puedes escribir al departamento de RH si quieres.
– ¿Qué es RH?
– Recursos Humanos. Si me disculpas, hay gente que espera. Diga, señor.
Indicó a Kate que se apartara para poder hablar con el hombre que estaba detrás de ella.
Kate sintió la misma desesperación que la primera vez. Fue a una cafetería, pidió una coca-cola y se sentó buscando con la mirada al personal de limpieza. Algunos eran muy mayores. Seguro que estaban allí hacía quince años. Seguro que se conocían todos. Seguro. Acabó la coca-cola y se acercó a una asiática de mediana edad que limpiaba mesas. Le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando allí.
– Demasiado tiempo, guapa, demasiado. -Le sonrió cansadamente.
– ¿Quince años?
– Oh, no.
– ¿Conoce a alguien que sí?
– Puedo preguntarlo. ¿Por qué quieres saberlo?
– No se lo puedo explicar. Lo siento. Pero no es nada… malo.
– Lo intentaré.
Kate esperó un buen rato, observándola. Preguntó a algunos compañeros de la mujer; algunos sonreían, otros arqueaban las cejas como las enfermeras, y todos menearon la cabeza. Finalmente un hombre con aspecto oficial fue hacia la mujer asiática y le preguntó algo. Ella dejó de sonreír y señaló en la dirección de Kate. El hombre se acercó a ella.
– Disculpe, señorita. ¿Puedo ayudarla?
– No -dijo Kate-, estoy buscando a alguien.
– ¿A quién busca?
– A alguien que trabajaba aquí hace quince años.
– ¿Y para qué busca a esa persona?
– Lo siento, pero no puedo decírselo.
– En ese caso, debo pedirle que deje de hacer perder el tiempo a mis empleados. Si tiene alguna solicitud, puede presentarla a través de los canales previstos. Escriba al departamento de Recursos Humanos. Pero no la ayudarán si no les da una razón satisfactoria.
Kate cogió el metro hasta Ealing y pasó la tarde en su habitación. Aquel día no dejó que Helen entrara.
Y ése, otra vez, más sollozos. Helen se armó de valor y llamó a la puerta. No podía dejarla así, y además creía saber por qué lloraba. Al día siguiente era el cumpleaños de Kate.
– ¿Kate? Cariño, ¿puedo ayudarte?
– No, gracias -dijo ella, después de un rato.
– ¿No puedo escucharte al menos?
– He dicho que no.
– Bien. Entonces…
Sonó el teléfono. Agradecida, Helen fue a cogerlo.
– Era la abuela -comentó, volviendo a la habitación de Kate-. Quiere invitarnos a todos a cenar mañana, para celebrar tu cumpleaños. ¿No es estupendo? Al Joe Allen's, en Covent Garden. Dice que es muy divertido.
– ¿Al Joe Allen's? -Kate se esforzó por parecer desinteresada, pero no lo logró-. Bien por la abuela. Es una caña.
– Me alegro de que te guste. En fin, ¿seguro que no quieres contarme nada?
– ¡Mamá! ¡Te he dicho que no! -Pero sonrió a Helen y le dio un breve abrazo-. Estoy bien. En serio.
Aliviada, Helen bajó a comunicarle a Jim la invitación de Jilly. No le hizo mucha gracia y dijo que creía que no debían ir.
– Siempre hemos celebrado los cumpleaños en casa. Es una tradición familiar. Y tú ya le habías hecho un pastel. ¿Qué vas a hacer con él?
– Nos lo comeremos antes de marcharnos. O a la vuelta. Jim, creo que es importante que vayamos. Y es muy generoso de su parte. Por favor, ¿puedo llamarla y decirle que sí?
Un silencio. Por fin:
– Bueno -dijo Jim de mala gana.
– Bien, gracias.
Fue a llamar a Jilly para decirle que todos irían encantados. Por Dios, qué difícil era la vida. Y desde luego la velada tampoco sería pan comido. Por mucho que se esforzaran por disimular, siempre afloraba la tensión entre su madre y Jim. Sin embargo, valía la pena hacerlo por Kate. Como tantas cosas…
Jilly había fingido desde el principio con todo el mundo que le gustaba mucho Jim. En realidad, le parecía aburrido, pretencioso y vulgar. Incluso su aspecto era vulgar, con su cabello castaño bien cortado, su cara redonda y la barriga incipiente. La clase de persona con la que Helen no se habría casado nunca, si las cosas hubieran sido diferentes.
Si Jilly no se hubiera quedado viuda tan cruelmente, cuando Helen tenía sólo tres años. Y no sólo se había quedado sola, sino en condiciones deplorables. Con un valor y una determinación admirables, había cambiado su elegante casa de Kensington Mews (por la que había obtenido un precio decepcionante por culpa de la hipoteca) por una casita eduardiana bastante modesta en Guildford. Había seguido un curso de taquigrafía y se había pasado diez años trabajando de secretaria a tiempo parcial.
Podría haberse casado otra vez, tuvo bastantes proposiciones. Pero Mike Bradford había sido su amor verdadero, y no soportaba la idea de que otro fuera el padrastro de Helen. Ella era el trabajo de su vida y no lo echaría a perder por un hombre mediocre. Sin embargo, Helen se había echado a perder ella solita con un hombre así. Muy mediocre. No había duda de que Jim era muy inteligente, porque no llegabas a ser director de un instituto a los treinta y ocho si no lo eras. Pero aun así, ¡un profesor! ¡Para Helen! Viviendo en una casita miserable de Ealing. Y… Jim. ¿Por qué Jim? ¿Por qué no James, un nombre tan distinguido? Lo había pensado la primera vez que lo había oído, el día de su boda. Yo, James Richard, te tomo a ti, Helen Frances…
En fin, ¿por qué Jim?
Porque Helen le quería. Le quería mucho. Era amable y cariñoso, y le daba confianza en sí misma, no sólo porque la consideraba muy atractiva y se lo decía («siempre soñé con una chica alta con el pelo oscuro y los ojos azules, pero nunca creí que la tendría»), sino porque la encontraba interesante y también solía decírselo.
Además Jim era un padre estupendo. Siempre estuvo a su lado con lo de la adopción y participaba en todos los aspectos de la educación de las niñas. Demasiado anticuado para creer que era su obligación levantarse por las noches o cambiar pañales, pero dispuesto a hablar de todo con ella, con la seriedad y la atención que ponía en todo lo que hacía en la vida. Del orinal, de la guardería, de la disciplina. Y estaba muy orgulloso de las dos: de Kate y de Juliet. Helen sabía que todo el mundo se preguntaba si sentían un afecto distinto por Juliet, porque era su hija biológica y no la de otros, pero los dos decían con total sinceridad que no era así. Las dos eran sus hijas y las querían, así de sencillo.
Cuando llegaron Kate y Juliet, Jilly ya no trabajaba de secretaria. Un empleo en el departamento de personal de Allders of Croydon había llevado a una amistad con una de las compradoras de moda, que estaba a punto de abrir una tienda propia en Guildford. Caroline Norton le ofreció empleo como gerente.
– Sé que en teoría no sabes nada de ropa -dijo-, pero salta a la vista que lo sabes todo en la práctica. Por favor, ven conmigo.
Y Jilly lo hizo, y Caroline B (la B fue un bonito cumplido en honor de Jilly) inauguró su tienda en Guildford en 1984. Tuvo un gran éxito entre las señoras de Guildford, porque ofrecía ropa de verdad para mujeres de verdad, según decía en el escaparate. Abrigos y vestidos sencillos y elegantes, trajes de cheviot bien cortados, y para la noche, trajes pantalón, que sentaban bien a mujeres con piernas menos largas y esbeltas. Y Jilly y Caroline no sólo ofrecían ropa elegante, también ofrecían un servicio personal. Si un traje no sentaba bien a una clienta, se lo decían, aunque con cariño y tacto. Si la clienta quería un traje para una ocasión particular, no paraban hasta que le encontraban uno. Ahora había cinco Caroline B, todas con mucho éxito, todas dirigidas con la misma filosofía de servicio y atención personal. La más cercana a Londres era la de Wimbledon. Como decía Caroline, en la ciudad estarían perdidas.
Helen quería a su madre y estaba muy orgullosa de ella. Sabía lo mucho que había trabajado para que a ella no le faltara de nada, pero desde que había empezado a ser mayor Helen supo que era una desilusión para ella (demasiado pacífica, demasiado tímida, poco ambiciosa). Y sin el éxito suficiente con los hombres. Por eso había sido maravilloso conocer a Jim. Tranquilo, cariñoso, interesado en ella.
Helen nunca había pensado en volver a trabajar (antes era secretaria). Una de las muchas cosas en las que ella y Jim estaban del todo de acuerdo era que las madres debían estar en casa para cuidar a los hijos.
De todos modos, económicamente iban muy justos. Había poco dinero para lujos y a medida que las chicas crecían y salían más caras, sobre todo Kate, el problema era mayor. Hacía meses que Kate pedía que la dejaran trabajar los sábados.
– Sarah trabaja en la peluquería, le gusta mucho y gana dinero. No sé por qué yo no puedo.
Pero Jim y Helen tenían muy claro por qué no.
Jilly les ayudaba en todo lo que podía, le regalaba ropa a Helen que aseguraba que ya no podía venderse en la tienda y que Helen le agradecía demasiado para discutírselo. Jim no aceptaba nada más, salvo un regalo de vez en cuando, y habían tenido una pelea terrible cuando Jilly se había ofrecido para pagar la escuela a las niñas.
– En primer lugar, no pienso aceptar el dinero, y en segundo lugar, no quiero ni oír hablar de que las niñas vayan a una escuela privada.
Kate iba a la escuela pública local. Era una escuela muy buena y ella estaba muy contenta.
Pero había habido un problema considerable cuando Juliet había ganado una beca de música para el instituto local privado. El director de su escuela primaria había propuesto que lo intentara porque tenía muchas posibilidades de que se la concedieran. Jim dijo que sus principios y por descontado su situación económica hacían imposible que aceptara la plaza. Helen se puso firme por una vez y dijo que era una oportunidad maravillosa para Juliet y no pensaba privarla de ella.
– Sólo porque vaya contra el ideal de la escuela pública, no lo rechazaremos. Lo siento, Jim, pero o la dejas ir a Gunnersbury o me voy. Si le dan la beca va a ir y no hay más que hablar.
Muy a su pesar, Jim tuvo que ceder.
Cuando llegaron al restaurante, Jilly ya estaba sentada a la mesa, con una enorme caja al lado. Resultó ser una chaqueta de motorista de piel preciosa. Kate se puso como loca e insistió en llevarla durante la cena.
– Es divina -no paraba de decir, acariciándola y levantándose para exhibirla-. ¿No es una preciosidad?
Cada vez acababa dando un abrazo y un beso a su abuela, y exigiendo que todos afirmaran que era una preciosidad. Jim estaba furioso para sus adentros por que Jilly le hubiera regalado algo tan caro. Helen sabía por qué. Hacía que su propio regalo, un móvil nuevo, pareciera insignificante en comparación.
Las niñas disfrutaron de la cena, armando un escándalo cada vez que localizaban algún famoso. Vieron a Zoë Ball, y también a Geri Halliwell y a una estrella de EastEnders de quien Helen no había oído hablar, y cuando el camarero llegó con un pastel y velitas, y se puso a cantar «Cumpleaños feliz», los ojos oscuros de Kate se llenaron inesperadamente de lágrimas.
– Es todo tan bonito -no cesaba de decir Kate-. Es tan…
Jim logró secundar la canción, pero en cuanto cortaron y repartieron el pastel no pudo evitar decir que era un desperdicio el pastel que Helen había hecho en casa.
– Papá -dijo Kate quejumbrosa-, no seas aguafiestas.
– Kate, no hables así -dijo Helen bastante cortante, y Jilly le dijo que no había para tanto, que Kate estaba nerviosa.
– ¿Por qué no nos calmamos y disfrutamos del pastel? Juliet, cariño, come.
– Es una pasada -dijo Juliet educadamente, y después desvió la conversación con habilidad-. Kate, ¿no es ése el doctor Fox?
– Hablando de médicos -dijo Jilly-. He…
– ¡Abuela! -exclamó Kate-. ¡Foxy no es un médico de verdad! ¡Es un DJ! Deberías saberlo.
– No le hagas caso, mamá -dijo Helen-. Sigue.
– ¿Qué? Ah, sí. Tengo una doctora de cabecera nueva muy buena. Una chica encantadora que acaba de empezar en la consulta. Me gustó muchísimo.
– Qué bien -dijo Helen-. ¿Te encuentras bien, mamá?
– Por supuesto que me encuentro bien -contestó Jilly, casi con indignación.
– Fue una visita social, entonces -dijo Jim en un tono algo crispado-. Como es tan simpática…
– Sí -comentó Jilly secamente-, sí, lo es. Venga, niñas, acabaos el pastel.
– ¿Sabes qué? -intervino Kate con aire soñador, mirando a un camarero que llevaba un cubo de hielo al fondo del restaurante-. Nunca he probado el champán.
– Pues ahora lo vas a probar -dijo Jilly-. Voy a pedir una botella.
Sabía perfectamente lo que hacía, pensó Helen. Las últimas palabras de Jim la habían ofendido y sabía cómo devolverle la ofensa. Ya había levantado una mano para llamar al camarero, pero Helen se la hizo bajar con suavidad.
– Mamá, por favor, no. Es un derroche y las niñas ya han comido demasiado. Se pondrán enfermas.
– No es verdad -protestó Kate-. ¿Verdad que no, Jools?
– No -dijo Juliet un poco nerviosa.
– Bien. Entonces…
– Jilly, no -comentó Jim con voz hosca y expresión de dureza-. Por favor.
– Papá…
– No te preocupes, Kate -dijo Jilly enseguida-. Te diré lo que haremos: la próxima vez que vengas a pasar el fin de semana, tendré una botella preparada. ¿Qué te parece? ¿Podemos poner una fecha?
– De acuerdo -dijo Kate fastidiada-. Pero sería más divertido ahora.
Helen sintió una oleada de rabia contra su madre, que había hecho enojar a Jim a propósito.
¿Y Juliet qué? ¿Cuándo tendría ella la oportunidad de pasar un sofisticado fin de semana con champán con su abuela?
– A lo mejor Juliet también puede ir a pasar el fin de semana -dijo, consciente mientras hablaba de lo mal que sonaba y de lo embarazoso que era para Juliet.
– ¡Por supuesto! -dijo Jilly-. Será muy divertido. Quedaremos muy pronto. Bueno, si todo el mundo está satisfecho, pediré la cuenta.
– Muy satisfechos, gracias -dijo Jim.
De repente, Helen tenía ganas de echarse a llorar.
El cumpleaños de Kate siempre la hacía sentir muy sensible, como a Kate. Pensó en la madre de Kate, dando a luz sola, sin la ayuda de nadie. Pensó en Kate recién nacida y en el peligro físico que sin duda había corrido, abandonada, fría y sola, y pensó en su terrible vulnerabilidad, mientras su madre se alejaba con determinación.
¿Cómo podía hacer eso una mujer? ¿Cómo? ¿Dónde estaría en ese momento, aquel día preciso? ¿Pensaría en el bebé diminuto y vulnerable que había abandonado de forma tan cruel y despiadada?
Helen esperaba que sí, y esperaba que le doliera.
Dolía. Dolía mucho. A veces era como un dolor físico.
Y era muy injusto. Que él la despreciara y despreciara lo que hacía. Se suponía que la amaba, por el amor de Dios. Siempre le decía que la amaba. Y que la necesitaba.
A veces, sólo a veces, pensaba en serio en enfrentarse a él y decirle que no podía más, que aquello no era un matrimonio como ella lo entendía. Pero le faltaba el valor, ésa era la pura verdad. Además, él era demasiado inteligente para ella: siempre vencía en las discusiones. Debería haber sido abogado, pensaba Clio amargada, mientras apretaba el timbre para que pasara otro paciente, y no cirujano, habría…
– Ah, Clio, antes de que te pase a la señora Cudden, Jeremy ha llamado.
¿Otra vez? Hacía sólo media hora que la había llamado por última vez.
– ¡Jeremy! Pero si sólo… Creía que estaba en el quirófano.
– Parece que está en casa. ¿Quieres llamarlo ahora?
– Mmm…
Lo pensó rápidamente. Si no le llamaba, se enfadaría; si le llamaba, también, porque diría que no podían hablar con tranquilidad.
– No, ahora no. La señora Cudden lleva años esperando. Si llama otra vez, dile… dile que estoy ocupada.
– De acuerdo.
Quería a Jeremy, sin duda le quería, y estaba contenta de estar casada con él: al menos casi siempre. Además le gustaba llevar la casa, lo que era bastante irónico, teniendo en cuenta sus logros y ambiciones profesionales.
Y le encantaba su trabajo. Le encantaba. Era un placer llegar a conocer a sus pacientes, involucrarse en sus vidas, saber cuándo ser expeditiva y cuándo dedicarles más tiempo. También era agradablemente diferente del trabajo de hospital, donde veías a gente que no conocías de nada unas pocas veces y después no volvías a verlos nunca más. Era un placer convertirse en una parte de sus vidas, casi una amiga, un consuelo, un apoyo. A Clio le compensaba mucho la relación.
Lo que no sabía antes de trabajar en el hospital era hasta qué punto recaía la responsabilidad sobre el médico de familia. Eras el último en la cadena, el contacto con los pacientes. Confiaban en ti. Sobre todo los mayores. Tenía una pareja, los Morris, que le caían en especial bien. Los dos contaban más de ochenta años, y aún podían cuidarse uno a otro en su casa, que tenían inmaculadamente limpia y ordenada, pero debían tomar pastillas y la dosificación era bastante complicada. Si no se las tomaban, se desorientaban y entraban en una cruel espiral descendente, y su única hija vivía a sesenta kilómetros de distancia y o bien no podía o no quería ayudarles.
Ya había recibido un par de llamadas de los servicios sociales informando de que no habían hecho algunas comidas, y al ir a verles se había encontrado a la señora Morris en camisón, sentada en el jardín, y a su marido vagando por la casa buscando el hervidor de agua. Clio lo había encontrado dentro de la lavadora.
– Un día más y quién sabe qué podría haberles sucedido -dijo Clio a Mark Salter-, pero les hice tomar la medicación, convencí a Dorothy para que entrara en casa y les llamé más tarde. Ya estaban más animados, tomando el té y mirando la tele. Entonces me acordé de esos dispensadores de medicamentos que dejó un visitador y les llené dos con la dosis de una semana. Puedo seguir haciéndolo todas las semanas.
– Eres muy buena, Clio -dijo Mark-. Eso va más allá de tu obligación.
– Mark, piensa en la alternativa. Les meterían en una residencia en menos de un mes.
– Es absurdo -dijo él con voz cansina-. La asistente que va cada mañana a ayudarles a vestirse podría darles perfectamente la medicación, pero no le está permitido. Malditas normas. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en los viejos tiempos, cuando mi padre dirigía esta consulta!
– Lo sé -dijo Clio apaciguadora-. Pero las cosas han cambiado. No podemos hacer nada, Mark. La casa de los Morris me pilla de camino, no me cuesta nada.
Pero Jeremy sí era un problema. No era sólo que de forma constante, aunque sutil, despreciara su trabajo. Era que creía que podía dejarlo a un lado siempre que él quisiera. Si él volvía temprano a casa y ella seguía en el trabajo, se presentaba en la consulta y le mandaba un mensaje diciendo que había ido para llevarla a cenar o al cine, y después se sentaba en recepción, preguntando en voz bien alta a la recepcionista si el paciente que le pasaba era el último. Armaba un escándalo espantoso si ella tenía turno algún fin de semana (uno de cada cinco) y mostraba una falta de interés total por sus pacientes y sus problemas, mientras esperaba que ella mostrara un inmenso interés por los suyos.
Había llegado a un punto en que un día había preguntado a Mark Salter si sería posible reducir su semana laboral a cuatro días. Él había comprendido el problema y había accedido.
– Eres demasiado valiosa para perderte -había dicho sonriéndole-. Si puedes trabajar cuatro días, nos adaptaremos.
Jeremy había estado satisfecho con eso una temporada, pero su agitación -Clio no sabía cómo llamarla de otra forma- aumentaba otra vez.
Había otro problema también, o al menos una inquietud: algo que sólo sabía ella y que empeoraba cada día. O mejor dicho cada mes.
Estaba recogiendo sus cosas cuando Margaret, la recepcionista, volvió a llamarla.
– Perdona, Clio, pero tengo a una tal señora Bradford al teléfono. Dice que quiere hablar contigo un momento. ¿Te puedes poner?
– Claro.
A Clio le caía bien la elegante señora Bradford, con sus cabellos rubios lustrosos y su ropa de moda. Había ido a la consulta hacía unas semanas para pedir unos somníferos.
Clio había extendido la receta y había añadido impulsivamente:
– Me gusta mucho su chaqueta.
– Qué amable. Pues es de mi… de nuestra tienda. ¿La conoce? Caroline B en High Street. Es una chaqueta de Max Mara, tenemos muchos artículos de esa marca. Aunque ésta es de la última temporada.
– Es que me encanta la pata de gallo -dijo Clio- y estoy buscando algo para ponerme en una conferencia en octubre.
– Pues cuando llegue la nueva colección, la llamaré. Estaré encantada de ayudarla a elegir algo. Siempre digo que así se ahorra mucho tiempo. Algo que las mujeres trabajadoras no tenemos.
– Sería estupendo -dijo Clio, y se olvidó enseguida.
– ¿Señora Bradford? -dijo Clio-. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Le prometí que la llamaría -dijo Jilly Bradford con su voz anticuada y de buen tono- para avisarle cuando llegara la colección de Max Mara. Tiene chaquetas muy bonitas. ¿Quiere que le reserve un par? Imagino que usa una treinta y ocho.
– Ojalá -dijo Clio-. Pero uso la cuarenta.
– Bueno, esta marca tiene un tallaje generoso. Estoy segura de que la treinta y ocho le irá bien. ¿Cuándo quiere pasar?
– ¿El sábado por la tarde?
– Perfecto. Me alegraré de volver a verla. No la entretengo más. Adiós, doctora Scott.
– Adiós, señora Bradford. Y gracias.
Jeremy estaba de muy mal humor cuando Clio llegó a casa. Estaba mirando las noticias del Canal 4 y comiendo pan con queso.
– Oh, cariño, no te llenes con eso. Tengo una trucha muy buena para cenar.
– No podía esperar. Llevo horas aquí solo.
– ¿Por qué? ¿No tenías un montón de pacientes?
– Díselo a los gerentes del hospital. A ellos y a sus malditos objetivos. Sabes tan bien como yo cómo va. Tres caderas esta mañana y después una fusión de médula complicadísima esta misma tarde. Pero eso no es suficiente, claro. Sólo cuatro operaciones en un día. Me dicen que haga tres caderas más y aplace la fusión. Además no había bastantes enfermeras en el quirófano esta tarde, así que sólo pude hacer una operación. ¡Qué asco de sistema! Me gustaría coger a ese imbécil de Milburn por el cuello y obligarlo a pasearse por unas cuantas unidades medio vacías y después obligarlo a sentarse en la sala de trauma durante un par de días.
– Querido -dijo Clio con calma-, sé que es un asco, pero no podemos hacer nada por arreglarlo. ¿Por qué no me haces compañía mientras preparo la cena?
– Pensaba que este fin de semana podríamos ir a alguna parte -dijo él, sirviéndose una copa de vino-. ¿Qué te parece?
– Me gusta la idea. Sí.
– ¿No estarás de turno o una de esas cosas absurdas?
Haciendo un esfuerzo Clio ignoró lo de «absurdas».
– No. No, tranquilo. Está de turno Jane Harding, la otra doctora, porque el fin de semana que viene, que estoy yo de turno -dijo valerosamente-, viene su hermano de Estados Unidos y…
– He pensado que sería divertido ir a París -dijo él, interrumpiéndola-. ¿Te gustaría?
– Oh, Jeremy, sí. Sí. Me encantaría.
– Bien, buscaré billetes baratos.
Clio soltó un suspiro de alivio.
Estaba haciendo las visitas domiciliarias cuando sucedió. Había llamado a la puerta y estaba pensando, bastante irritada, por qué una mujer que estaba tan preocupada por su hijo que tenía fiebre y vomitaba hasta el punto de llorar por teléfono podía tardar tanto en abrir la puerta. La había visto mirando la tele a través de la ventana al acercarse a la puerta. Volvió a llamar.
La mujer le abrió la puerta. Estaba pálida y su expresión era angustiada.
– Oh, doctora. Sí. Hola. ¿Se ha enterado de la noticia?
– ¿Qué noticia?
– Un avión acaba de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. De lleno. La ha hecho estallar. Ha sido horroroso. Es como ver una película de catástrofes. Pase, por favor, Chris está en el salón viéndolo conmigo.
Y Clio intentó concentrarse en el niño febril, a la vez que miraba lo que se convertiría en la imagen más famosa de la historia, impactada y aterrada por lo que veía, las violentas explosiones y la gran masa de humo oscuro alzándose en la brillante mañana de Nueva York, cuando de repente recordó a Jane Harding hablando de su hermano: «Trabaja en el World Trade Center, tiene un trabajo muy importante…».
– Dios santo -exclamó-. Dios santo, pobre Jane.
– ¡Jeremy, cállate! Es sólo una noche. Me reuniré contigo el sábado por la mañana. Buscaré un vuelo barato. No creo que tenga problemas en encontrarlo. No puedo creer que tengamos esta conversación. ¿Y si fuera tu hermano? Si es que puedes imaginarte algo así, porque es evidente que no puedes.
Como siempre que se enfrentaba a sus raros accesos de rabia, él se echó atrás.
– Perdona. Sí. Claro, tienes razón. Iremos los dos el sábado. Lo siento. Por supuesto que tienes que hacerlo.
El hermano de Jane Harding había muerto. O dieron por supuesto que había muerto. Más tarde todos reconocerían que lo peor era eso, no saberlo con seguridad.
– Mamá quiere que vayamos -dijo Jane por teléfono al día siguiente, con la voz llorosa-, pero papá dice que es demasiado peligroso. Es horrible para ellos. Bueno, lo es para todos. Saltaban al vacío por las ventanas, Clio, treinta, cuarenta pisos, para escapar como fuera. ¿Y si fue eso lo que hizo Johnny? O quizás intentó bajar la escalera. Hay una línea de ayuda, pero… de todos modos, no puedo dejar solos a mis padres, están deshechos. Lo siento, Clio. Siento estropearte el fin de semana.
– No seas tonta -dijo Clio-, no tiene ninguna importancia.
Se habían repartido el fin de semana entre todos: Mark haría el sábado y Graham Keir, el socio sénior, el domingo.
– Pero no hay nadie más para hacer el viernes -dijo Mark-. Lo siento, Clio.
– Mark, no te disculpes. Lo haré encantada. Ni lo menciones. A Jeremy no le importará.
La apabulló lo mucho que le importó, hasta que ella le puso en su lugar.
El país entero estaba conmocionado. No se hablaba de otra cosa. Las imágenes, las famosas imágenes de las torres cuando los aviones chocan contra ellas, cuando explotan y se desmoronan. Las personas que llaman a sus seres queridos desde las torres para despedirse. Hubo terror aquellos primeros días; todos se preguntaban con miedo: ¿y ahora qué? Se cancelaron miles de vuelos. Clio aceptó encantada que Jeremy quisiera aplazar el viaje y le dijo a Mark que ella cubriría el sábado también.
– Jeremy va a visitar a unos pacientes privados el sábado, así que no me cuesta nada.
Hubo poca gente en la consulta. Era como si la gente no quisiera quejarse de enfermedades insignificantes cuando había tanto dolor en el mundo.
Jeremy llamó para decir que no volvería hasta la tarde. A mediodía Clio se encontró sin nada que hacer. Y entonces se acordó de la llamada de Jilly Bradford.
Eso sería divertido.
Llegó a la tienda sobre las dos, y estaba muy vacía, como toda la ciudad. Nadie estaba de humor para compras. De repente, Clio se sintió culpable.
Jilly le sonrió y dijo que se alegraba mucho de verla.
– Qué desgracia. He estado a punto de no abrir, pero no he querido que ganaran ellos. Me refiero a los terroristas. Mire, tengo sus chaquetas aquí y unos tops que pensé que le gustarían. La acompañaré a uno de los probadores para que se tome su tiempo. ¿Le apetece un café?
– Me apetece mucho, sí. Gracias.
Las chaquetas eran una preciosidad. Después de dudar un rato decidió quedarse las dos.
– Y el top negro me gusta mucho, el liso.
– Bien. ¿Sabe? Ahora que tengo su número, en el futuro la llamaré siempre que llegue algo que crea que pueda ser para usted. Si le parece bien, claro.
– Sí, muy bien -dijo Clio-. Normalmente nunca me acuerdo de la ropa hasta que la necesito.
Se miró al espejo, vestida ya con su ropa de antes, la falda de cheviot cómoda, la blusa de rayas y el plumón sin mangas, y pensó que era evidente.
– Bueno, para eso estamos -dijo Jilly sonriéndole-, para pensar por ustedes. Somos bastante más que una tienda.
– Sí, ya me he dado cuenta. Mi tarjeta y…
La puerta se abrió de golpe y entró una chica como una tromba: una chica muy guapa, con el pelo largo y ondulado, los ojos oscuros y vivos, y unas piernas extraordinariamente largas enfundadas en vaqueros gastados y rotos con mucho cuidado.
– Hola, abuela. Sé que me he adelantado. Es que no aguantaba más a papá hablando de terroristas. Es como si creyera que van a invadir nuestra calle. ¡Oh, perdone! -dijo al ver a Clio frente a la caja.
– No pasa nada, cariño. No es que esté muy ocupada. Doctora Scott, es mi nieta Kate Tarrant. Kate, te presento a la doctora Scott.
– ¡Hola! -dijo la chica. Miró a Clio, sonrió brevemente y se metió en la trastienda.
– De vez en cuando Kate pasa el fin de semana conmigo -dijo Jilly, devolviendo la tarjeta de crédito a Clio-. Nos llevamos muy bien.
– Se nota. ¿Vive en Guildford?
– No, mi hija y su marido viven en Ealing.
Algo en la forma en que lo dijo le sonó raro a Clio, pero no supo muy bien qué era.
– Bien, gracias otra vez -dijo-, espero no tener que verla en la consulta. Usted ya me entiende.
– Abu… -La chica había aparecido otra vez, y volvió a dedicar su deslumbrante sonrisa a Clio-. Voy a salir a comprar unos bocadillos. Me muero de hambre. No tienes coca-colas en la nevera.
– Lo siento, cariño. Sí, ve y cómprame a mí también. Bocadillo, no coca-cola. Toma dinero.
– Gracias. -Y se fue.
– Qué guapa es -dijo Clio-. Se parece a usted.
– Me encanta oír eso -dijo Jilly-. Pero en realidad…
La puerta tintineó: otra cliente. Clio sonrió y recogió sus bolsas.
– La dejo tranquila, gracias de nuevo.
Una vez en la calle se paró un momento buscando a la chica con la mirada calle arriba y abajo. Había algo en ella. Algo que le sonaba vagamente. No sabía qué.
La gente a menudo preguntaba a Martha si había algo concreto que hubiera provocado el cambio, que la hubiera convencido de darle un vuelco a su vida, de arriesgar todo por lo que había trabajado tanto, y ella decía que sí: había sido el día que había entrado en el ala mixta del hospital de St. Philip, donde Lina estaba ingresada, muriéndose silenciosa y discretamente de un cáncer inoperable de hígado, muy angustiada porque había mojado la cama (pidió durante horas una cuña que no llegó) y apagándose poco a poco, en un entorno que sólo podía describirse como miserable.
Martha había encontrado una enfermera y había exigido que le cambiaran las sábanas, y cuando la enfermera había dicho que no tenía tiempo, había ido a la habitación rotulada con la palabra suministros y había cogido sábanas limpias, había sentado a Lina en una silla y se había puesto a hacer la cama ella misma. Una enfermera le había dicho que no podía hacerlo y Martha había contestado que lo estaba haciendo, ya que era evidente que nadie más iba a hacerlo, y no había nada más que decir. Había llamado a la jefa de enfermeras, que había preguntado a Martha qué creía que estaba haciendo. Martha se lo había dicho y había añadido, con mucha educación, que había pensado que estarían agradecidas por tener un poco de ayuda. Añadió, con sinceridad, que estaba dispuesta a limpiar el baño también, porque estaba en un estado deplorable y podía ser un foco de infección.
Después de eso la mujer había suspirado y había dicho que ya lo sabía y que hacía rato que intentaba encontrar un momento para hacerlo.
– ¿No debería hacerlo el personal de limpieza? -preguntó Martha.
– El sindicato no les permite tocar vendajes usados o excrementos humanos. Hay un servicio que se ocupa de eso, pero hoy todavía no han venido. Yo… -Entonces alguien la había llamado porque un paciente se había arrancado la sonda, y la enfermera se había marchado.
Martha se quedó acariciando cariñosamente la mano a Lina, pensando agradecida que la operación de su madre (una fusión de la espina lumbar) se había hecho en una clínica privada. Aunque eso no ayudaría a Lina, ni a todas las demás Linas.
Eso había sido en junio. En agosto, una amiga de Lina le dijo, secándose los ojos llorosos con la gamuza que estaba usando para limpiar la mesa de Martha, que Lina había muerto.
– Han dicho que había muerto de cáncer, señorita Hartley -explicó-, pero creo que se le rompió el corazón. Pensaba que le había fallado a su familia, y no pudo soportarlo.
Y Martha, también llorando, recordando la cara amable y cariñosa de Lina, su heroica batalla para cuidar a su familia, se preguntó si podía hacer algo, lo que fuera, para mejorar las cosas, no para Lina (para ella era demasiado tarde), sino para las demás personas a quienes su país, que parecía haber perdido el rumbo, estaba fallando.
Se sintió mal todo el día, y no rindió nada en las reuniones. Aquella tarde, cuando su amigo Richard Ashcombe la llamó para decirle que no podría ir al cine con ella, también le sentó fatal.
– Lo siento, Martha. Me había olvidado de que tenía que cenar con mi primo. No puedo escaquearme.
– Claro que no.
Era absurdo, pero la voz le temblaba y estaba a punto de llorar otra vez por esa última decepción.
– Martha, ¿qué te pasa?
– Nada, nada. Estoy bien. En serio. Es que he tenido un día horrible.
– Lo siento, pero es que tengo que ir. Claro que podrías venir conmigo, si te apetece. No tenemos mucho en común. De hecho a veces no sabemos qué decirnos. Sé que le caerás bien y es un político, así que podrás hablar con él de tus teorías.
– ¿Qué teorías?
– Bueno, lo de que el país se está yendo al carajo, que le está fallando a sus ciudadanos.
– ¿Tan pesada soy?
– La verdad, sí. Pero él seguro que no lo ha oído nunca. Y yo puedo emborracharme y no escuchar. Ven, Martha, me harás un favor.
– Bueno. -Era una idea interesante-. Puede ser divertido. Si crees que no le va a importar. Gracias, Richard. Pero primero llámale y pregúntaselo, ¿de acuerdo? ¿Cómo se llama tu primo?
– Marcus Denning.
– ¿Qué? ¿El ministro de Cultura? -preguntó Martha.
– Bueno…, el ayudante del ministro de Cultura en la sombra… Te llamaré antes de salir.
– Gracias, Richard.
Llegaban tarde a la Cámara de los Comunes. El tráfico estaba fatal y al final pagaron al taxista y caminaron medio kilómetro. Mientras pasaban los abrigos y los maletines por la cinta de seguridad vieron a Denning, muy impaciente, mirando el reloj. Martha pasó por el arco de seguridad y sonó la alarma (como siempre), se dejó registrar (como siempre era culpa de sus joyas) y entonces, muy avergonzada, se acercó a Denning delante de Richard, que se había quedado atrás para abrir el maletín y mostrar su contenido.
– No sabe cuánto lo siento -dijo-, primero me impongo en su velada y después llego tarde. Richard le ha avisado, espero -añadió, viendo su expresión desconcertada-, de que iba a venir conmigo.
– No lo ha hecho, no. Pero es una agradable sorpresa. -Le ofreció la mano-. ¿Usted es?
– Martha Hartley. Richard y yo trabajamos juntos.
– Ah. ¿Otro abogado?
– Sí, me temo que somos muchos.
– Bien, seguro que nos hacen falta todos. -De cerca parecía más joven. Ella le habría echado cuarenta y pico-. Richard, me alegro de verte. ¿Qué? ¿No van a encerrarte en la Torre? ¿No llevas armas letales en el maletín?
Sonrió a Richard y a Martha le cayó bien.
– Esta vez no. Siento el retraso.
– No te preocupes por eso. ¿Nos vamos? Pensaba que podíamos ir al Salón Pugin. El Strangers'Bar está lleno. Hay mucha agitación con la Reforma de los Lores.
– Nunca había estado aquí -dijo Martha-, bueno, sí, un día. Pero entré y salí en menos de cinco minutos.
– ¿Ah, sí? Si le apetece podemos dar una vuelta.
– Oh, no, por favor -dijo Richard-, una vuelta no. Me muero de hambre.
– Entonces una minivuelta. Ya sabe lo que es esto… -Indicó el techo con la mano-. El vestíbulo central. La Cámara está por allí. Es magnífico, ¿verdad?
– Es impresionante -dijo Martha, mirando la gran cúpula del techo, las ventanas de cristal tintado, los escudos heráldicos tallados en piedra sobre su cabeza, consciente de la intensa calidad del sonido. Pensó que la historia resonaba en ese sonido.
– Y por allí… -dijo Marcus, guiándola por el vestíbulo-. Oh, hola, Hugh. Me alegro de verte.
– ¡Marcus! ¿Qué te ha parecido?
– Poca cosa, ya que me lo preguntas. ¿Has hablado con Buggie después?
– Sí. Ahora iba a subir. ¿Y tú?
– No. Me llevo a cenar a esta encantadora dama y éste es mi primo, que nos hará de carabina. Venga, Martha -dijo, guiándola hacia la derecha-. Antes de que nos marchemos, una de las baldosas del suelo del salón Pugin está mal puesta, ¿sabe cuál es? Buenas noches, Henry. ¿Te vas? Bien hecho… Venga a ver estos bustos, Martha, le divertirán. ¿Ve ese de Alec Douglas Home? Dicen que perdió las elecciones del 64 porque llevaba gafas de media luna; como ve aquí no las lleva. Bueno, ya estamos otra vez en los Comunes. Se nota cuando cambias, por las alfombras: la de los Lores es roja; la de los Comunes, verde. Los Lores también tienen un sonido con más clase para convocarlos, nosotros tenemos un timbre y ellos tienen una campana. Fíjese, Martha, ahí está la biblioteca. Mucha gente ha muerto practicando el sexo allí dentro.
– ¿En serio? -dijo Martha, riendo.
– Eso dicen. Aquí no está permitido morir en ninguna parte, por si no lo sabía. Te sacan del recinto como sea. Aquí tenemos el salón. Es famoso por la decoración y todo ese horrible papel pintado.
Doblaron a la izquierda y entraron en una sala tan deslumbrante que Martha pestañeó. Con su magnífica vista del río, las paredes y el techo cubiertos con el papel pintado dorado Pugin, y una enorme lámpara suspendida en el centro, era más bien como una zona de recepción de un hotel enorme. Las sillas y los sofás estaban dispuestos en grupos, y había unos camareros ancianos cargados con bandejas de plata con bebidas. Marcus les guió hacia una mesa: alguien se levantó.
– Marcus, hola. ¿Qué piensas de todo eso?
– Una tontería. ¿De verdad esperan que nos entusiasmemos?
– Creo que sí. ¿Quieres tomar algo?
– No, no nos quedaremos mucho rato. Me llevo a estos dos a cenar. -Se sentó y saludó a alguien que pasaba-. ¡Buenas noches! Me alegro de verte.
– Esto es como pasear por el pueblo de mis padres -dijo Martha riendo.
– Es que esto es como un pueblo. Aquí trabajan unas dos mil personas. Tiene de todo: floristería, oficina de correos, peluquería de señoras… Y se puede tomar una copa las veinticuatro horas del día, si sabes dónde buscar. En eso no se parece a un pueblo, supongo. O puede que sí. Y funciona a base de chismes. ¿Qué os apetece?
– Vino blanco con sifón, por favor. -Martha se sentía extrañamente cómoda y sonrió-. Me gusta esto. ¡De verdad!
Cenaron en Patrick's, un restaurante en el sótano, junto al Embankment, que en realidad se llamaba Pomegranates.
– A todos nos gusta -dijo Marcus-. Está muy cerca de la Cámara y su otra ventaja para la vida política es que se encuentra al lado mismo de Dolphin Square. Allí viven un montón de diputados. Antes era donde se mantenía a las queridas, pero ahora todos tenemos que portarnos como santos.
– De santos nada -dijo Richard-. Se me ocurren nombres como Hinduja y Ecclestone.
– Sí, vale, vale. Escándalos de diferente calaña, eso es todo. Mucho menos atractivos, diría yo. En fin, es un trabajo muy deprimente hoy en día. En las últimas elecciones ha habido menos votantes que nunca. El otro día leí que los políticos están incluso por debajo de los periodistas en la estimación de los ciudadanos. Eso sí es un juicio duro.
– No debería sorprenderle -dijo Martha-. Todo el mundo se siente abandonado, desilusionado. No es sólo su partido, por supuesto, son todos. Y por ahora no hay oposición digna de mencionarse. O sea que la gente no vota. ¿Por qué habrían de votar?
– Tiene razón. Y el talento político se está desperdiciando de una forma penosa. Veo que le interesa.
– Oh, sí.
– Pues debería hacer algo… Hola, Janet. Me alegro de verte. ¿Puedo presentarte a mi primo Richard Ashcombe, y a su amiga Martha Hartley?
Martha miró a Janet Frean y, como siempre que se encontraba con una cara muy familiar en una persona desconocida, sintió que ya la conocía. Era una cara simpática, no precisamente bonita, pero sí atractiva, de rasgos marcados. Llevaba el pelo rojizo corto. Era alta y muy delgada, tenía buenas piernas y unas manos finas y elegantes. Sonrió a Martha.
– Martha tiene puntos de vista interesantes -dijo Marcus-, deberías escucharla.
– Me gustaría mucho, pero ahora no puedo. Estoy esperando a… Ahí está. Buenas noches, Nick. Ya conoces a Marcus Denning.
– Claro. Buenas noches, Marcus. -Un hombre muy alto, joven y de aspecto desgarbado se acercó a la mesa-. Janet, no quiero parecer grosero, pero sólo tengo media hora. Después debo volver a la Cámara. El señor Mandelson va a concederme un poco de su valioso tiempo. ¿Chad está aquí?
– No, pero estará aquí en cinco minutos. ¿Nos disculpáis? -dijo Janet a Marcus-. Me encantará escuchar sus ideas algún día, señorita Hartley. En serio.
Martha le sonrió, incómoda.
– No tiene por qué ser cortés. Estoy segura de que mis ideas son de lo más normales.
– Lo dudo -dijo Janet Frean, sonriendo-. No me parece que nada en usted sea de lo más normal. ¿A qué se dedica? A esto no, ¿verdad?
– No, es abogada -dijo Marcus-, es socia en Sayers Wesley. Un puesto muy exigente. Que lo paséis bien.
– Gracias. Oh, ahí está Chad. Nick, venga, vamos a nuestra mesa.
– Me lo presentaron una vez -dijo Martha, mirando a Chad Lawrence-. ¿Quién es el tal Nick?
– Nick Marshall. Un joven muy, pero que muy brillante. Director de política del Sketch. No creo que lo lea.
– No, no muy a menudo. Siempre leo el Sun y el Mail y no necesito más prensa sensacionalista.
– Pues échele un vistazo un día, es muy bueno. ¿Pedimos?
Al día siguiente, Martha compró el Sketch de camino al trabajo. Marcus tenía razón: era muy bueno. Menos previsible que el Mail, más serio que el Sun, pero con la misma vivacidad e inteligencia. Había un artículo de Nicholas Marshall, que leyó con gran interés.
Se titulaba «¿Se acabó el partido?», y eso le gustó. Era una sobria valoración de los conservadores y dónde estaban situados en las encuestas.
«A pesar de que hay mucho de podrido en el estado de nuestra política, los conservadores parecen incapaces de extraer ningún capital de eso. ¿Es posible realmente que, dentro de los confines del partido, no haya nadie capaz de luchar por él? Una de las bestias consagradas de los conservadores, ahora en los Lores, me dijo anoche que si devolvieran a Janet Frean (expulsada del gobierno en la sombra hace ocho meses por su vigorosa posición proeuropea) o a Chad Lawrence (que recibió el mismo trato por negarse a aceptar la posición del partido en cuanto a solicitantes de asilo) a primera línea, la oposición podría recuperar parte de su musculatura. Que se ha vuelto muy flácida.
»Se busca: un Rambo (o una Ramba) para el partido conservador. Antes de que se desmorone.»
Martha no reconoció el fondo del artículo: se trataba de una propaganda cuidadosamente planificada por Lawrence y Frean y lo que fuera que pensaran hacer, pero sí sintió una oleada de excitación por haber conocido a las personas clave en un espectáculo a punto de comenzar. Una emoción que, era consciente, el derecho hacía tiempo que no le proporcionaba.
De todos modos, si alguien le hubiera dicho que menos de un año después sería la candidata parlamentaria propuesta por Binsmow, habría pensado que estaba loco de atar.
Fue Sarah quien tuvo la idea. Había reflexionado sobre el problema y había llegado a una conclusión sensata. Así era Sarah, pensó Kate. Era una buena amiga, siempre dispuesta a ayudar, y no la fresca que algunos creían que era. Además era muy inteligente.
Si Sarah tuviera padre, y su madre fuera un poco más…, no sé, colaboradora, y no tuviera cuatro hermanos pequeños y la tele no estuviera puesta todo el día desde el desayuno, no le iría tan mal en la escuela. Pero ella sólo quería dejar los estudios y ponerse a trabajar todo el día en la peluquería donde ayudaba los sábados.
– Ganar dinero, para poder huir de todo eso. Buscar un tipo forrado y pasarlo bien. Eso es lo que quiero.
En fin, había sido idea de Sarah poner un anuncio en la prensa.
– Todos tienen esos…, cómo se llaman, anuncios por palabras. ¿Por qué no lo pruebas?
– ¿Y qué pongo? -preguntó Kate con voz dudosa.
– Algo como «Si abandonó a un bebé en el aeropuerto de Heathrow en agosto de 1986 póngase en contacto conmigo, su hija».
– ¿Y qué? ¿Pongo mi número de móvil?
– ¡No! Tienen números en código, y la gente escribe. Si no, podría llamar algún colgado. Tienes que ir con cuidado, Kate. Hay mucho pirado.
Había redactado el anuncio con mucho cuidado. «Por favor, ayúdenme -escribió-, busco a mi madre. Me dejó en el aeropuerto de Heathrow en agosto de 1986 y necesito encontrarla.»
La siguiente decisión fue elegir el periódico. Su madre podía vivir en cualquier parte, de modo que tenía que ser uno de ámbito nacional.
Sus padres leían el Guardian y podían verlo. Los periódicos que a ella le gustaban no tenían esa clase de anuncios. De modo que era el Times o el Telegraph. Había comprado un ejemplar de cada uno y los había examinado. No se podía imaginar que alguien que hubiera sido su madre y hubiera hecho lo que había hecho leyera esos periódicos, pero, evidentemente, no podía saberlo.
Su madre podía ser joven, bueno, ya no tanto, treinta y tantos, o podía ser mucho mayor. Podía estar casada o no, podía tener otros hijos. Eso le dolió más que ninguna otra idea, la de que los otros hijos estuvieran con su madre, y los quisiera y cuidara, sabiendo que era su familia, pero sin tener ni idea de que tenían una hermana que podía reclamar un lugar en esa familia, que tenía todo el derecho a reclamarlo, más que ellos, en realidad, porque había sido la primera.
La idea de Sarah no había funcionado. Kate había llamado al Times y había leído el anuncio. Le había costado mucho oír su voz diciendo: «Por favor, ayúdenme, busco a mi madre», pero lo hizo bien, y después la mujer le preguntó si conocía las condiciones. Once libras la línea, más IVA. Lo que hacía casi sesenta libras. ¡Sesenta! Ya puestos, podían cobrar seiscientas.
Temblando, Kate colgó. ¡Sesenta libras! ¿De dónde iba a sacarlas? Si al menos tuviera un empleo los sábados, como Sarah. Podría ganarlos. Sintió que se le nublaba la vista. Fuera hacia donde fuera, se le cerraban todos los caminos. Era como si hubiera una conspiración para impedirle localizar a su madre.
Estaban sentadas en una clase de historia, cuando Sarah se volvió de repente, con la expresión radiante.
– ¡Kate! -susurró-. ¿Y si pruebas en la red?
– ¿Qué?
– En la red. En Internet. ¿Has pensado en buscar ahí?
– ¡Sarah! -gritó la señora Robson con severidad-. Te agradecería que dejaras de hablar en privado con Kate. A menos que esté relacionado con la Primera Guerra Mundial, por supuesto, en cuyo caso me gustaría oírlo.
– Sí -dijo Sarah, poniendo su famosa expresión de insolencia impenetrable-. Sí lo está, señorita.
– Muy bien.
– ¿Cómo eran los soldados en aquel entonces? Me refiero a si estaban buenos o qué.
Toda la clase se echo a reír. La señora Robson dedicó a Sarah una mirada de intenso desprecio.
– No creo que ése sea un tema para bromear, Sarah. Los soldados de aquel entonces, como dices tú, tenían una media de veinti…
– ¡Uau! -exclamó Sarah en voz muy alta-. ¡Qué guay! -Más risitas.
– Una media de veintiún años, muchos de ellos eran más jóvenes, y sabían que ir al frente equivalía a una sentencia de muerte. Y así fue para un millón de ellos. Para un millón de chicos. No creo que les importara estar buenos, como dices tú, como una prioridad. Si eres tan amable de guardarte tus lamentables comentarios para ti misma, el resto de la clase podrá prestar atención a cuestiones más importantes.
Sorprendentemente, eso hizo que la clase se quedara en silencio y Kate reflexionó sobre lo que había dicho Sarah. De hecho era una buena idea. Iría a la biblioteca, otra vez, después de la escuela y comprobaría qué podía ofrecer la red.
Tecleó «Personas desaparecidas» y esperó. En la pantalla apareció una larga lista de organizaciones. «Personas encontradas», «Personas desaparecidas en todo el mundo», «Encuentre a cualquiera».
Sarah era un genio. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?
Entró en «Encuentre a cualquiera».
«Personas perdidas por 7,95$ al instante», decía.
El corazón se le aceleró. No estaba mal, 7,95 dólares por tu madre.
Media hora más tarde, salió de la biblioteca, rabiosa. Esta vez consigo misma. Había sido muy tonta, de nuevo. ¿Qué le había hecho pensar que encontraría algo de esa manera? Era el problema de siempre: no sabía lo suficiente para empezar. Todos los sitios decían cosas como «Sólo necesita un nombre y un apellido» o «Si sólo tiene un nombre, haga clic aquí para ver más opciones». Una organización decía que si buscaba sólo por el nombre, obtendría demasiadas opciones. ¡Demasiadas! Una no estaría mal.
«Buena suerte -decía- y disfrute de su reencuentro con esa persona especial.»
Si fuera posible. Se fue a casa, más enfadada que nunca.
Al cabo de un rato, se le pasó el enfado y volvió a sentir la angustia y la soledad de siempre. Estaba muy bien que sus padres le dijeran que la querían mucho y Juliet también se lo dijera. La cuestión seguía siendo que su madre, la persona que la había traído al mundo, la había abandonado, como si fuera una falda que ya no le gustaba, se había largado y no había vuelto nunca más. Ni siquiera para saber si estaba bien.
Por supuesto, al menos sabía que la habían encontrado. Lo habría leído en la prensa. Y tal vez eso fuera suficiente para ella. No quería saber si su hija estaba bien, o si era feliz, o quién cuidaba de ella, o cómo era ahora que había crecido. Sencillamente la había borrado de su vida. Cuanto más lo pensaba Kate, peor se sentía: que la persona que debería quererla más en este mundo, que debería preocuparse más por ella, no tuviera el más mínimo interés, era una idea horrible y cruel. La hacía sentir inútil. Si no le importabas nada a tu madre, por el amor de Dios, ¿cómo ibas a importarles a los demás?
Sin duda su madre podía estar buscándola también, mirando a las chicas de quince o dieciséis años y preguntándose si serían su hija. El bebé del que había intentado deshacerse. Tampoco sabría por dónde empezar. Pero ella al menos podría empezar por las agencias de adopción. Podría intentar usar los sitios de personas desaparecidas y ponerse a sí misma en la red. Para ella no sería tan difícil ni mucho menos, no le dirían que no tenía la edad legal para hacer esas preguntas, ni le pedirían cantidades de dinero astronómicas en los periódicos. Ella podría hacerlo fácilmente si quisiera.
La realidad era que no quería. No quería saber. ¡Asquerosa! Foca egoísta, horrible y despreciable. Había algo de lo que Kate estaba segura. Si algún día encontraba a su madre, la odiaría. La odiaría con toda su alma. Y haría lo posible para que lo supiera.
Tal como (o eso dicen algunos) la actividad real de la Cámara de los Comunes no se encuentra en la cámara de debate sino en las salas de las comisiones, los pasillos y los salones, los negocios reales en los congresos políticos de los partidos no se realizan en la sala de conferencias ni en la plataforma, sino en los bares o en el sinfín de reuniones marginales que se celebran durante el día. Se disimulan sin demasiado entusiasmo como grupos de discusión, están patrocinadas por asociaciones no desinteresadas, y los que remueven y agitan a los partidos y los grupos de presión se trasladan de hotel en hotel, de salón en salón, desde el desayuno hasta bien entrada la noche, aireando y compartiendo puntos de vista con la prensa y con miembros interesados de los partidos del distrito. Con gran enfado de los organizadores del partido, las reuniones marginales suelen llenar muchas más columnas en la prensa que los aburridos discursos desde el podio.
También hay mucho sexo. Un ambiente cargado de adrenalina, el poder y la intriga al descubierto y la embriagadora liberación de las limitaciones del día a día son, como escribió Nick Marshall en una ocasión, más poderosos que un océano lleno de ostras.
Aquel otoño, en el congreso del Partido Conservador en Bournemouth, donde Iain Duncan Smith dio su primer discurso deslucido a los fieles del partido, y una encuesta de You Gov mostró que sólo el tres por ciento del electorado había reconocido a muchas de las denominadas nuevas estrellas, se celebró una reunión marginal muy concurrida y deslumbrante. La penúltima noche, en una velada subvencionada por Gideon Keeble, el empresario de cadenas de tiendas billonario, se había planteado la pregunta del estado niñera y su siniestro y creciente poder sobre la familia. Entre los oradores estaban el carismático y muy televisivo lord Collins, profesor de psiquiatría infantil en Cambridge, la televisiva consultora sentimental Victoria Ranysnford y Janet Frean, quien, además de ser una prominente conservadora, tenía la relevante distinción de ser madre de cinco hijos. Chad Lawrence también había asistido y había hablado de forma apasionada en el consiguiente debate. La reunión había ocupado casi todos los titulares del día siguiente. El departamento de imagen estaba furioso.
– Y la gente no para de felicitar a Janet -había dicho Nick a Jocasta durante el desayuno-. Se diría que tiene a Keeble de su parte. Ese Gideon es un hombre muy influyente. Influyente y rico. Justo lo que se necesita.
– ¿Para el nuevo partido?
– Claro.
A principios de esa misma semana, se había celebrado otra importante reunión marginal, patrocinada por el banco AngloWelsh, sobre la brecha económica del país. Jack Kirkland, portavoz de economía de la oposición, habló con vehemencia de sus orígenes tristemente pobres, de su heroica «lucha por ascender», no sólo por huir de aquel mundo, «sino para elevarse por encima de él», y de la necesidad de lo que llamamos una «inversión sincera en las personas», «no sólo otra inyección de dinero, sino una distribución cuidadosa y cohesiva»
Eso le valió muchos centímetros de columna: y con razón, dijo Nick.
– Es un orador magnífico de verdad. Llega al corazón de las personas. Será un portavoz maravilloso para el nuevo partido.
– Va a ser verdad, entonces.
– Yo creo que sí. Es muy emocionante.
A Jocasta, que tenía una resaca espantosa, le resultó difícil emocionarse.
Nick le sonrió.
– Pareces… cansada. Pero tengo que marcharme. ¿Qué vas a hacer?
– Me vuelvo a la cama.
Jocasta estaba muy contenta de haber ido. Por horrible que hubiera sido ver a Duncan Smith en su primera conferencia, había sido toda una experiencia. Se había quedado atónita ante su falta de ideas, de carisma, con su actuación de aficionado -al fin y al cabo, los congresos no eran más que actuaciones- e incluso con la capa de maquillaje que llevaba en la calva.
Se encontró con Nick a la hora del almuerzo en una cafetería cercana a la oficina de prensa. Según él, había sido una mañana de un aburrimiento apabullante.
– Deberías haberte quedado conmigo -dijo ella, mordisqueando un bocadillo de lo más soso.
– Ojalá hubiera podido. La verdad es que no he parado de pensar en ti mientras ésos parloteaban. Ahora me falta escribir un último artículo y cuando acabe iré a buscarte.
– ¿Qué? ¡Nick, llevo todo el día esperándote! ¿No puedo quedarme contigo en la sala de prensa?
– Puedes, pero no habrá nadie con quien puedas hablar. Todos están acabando sus trabajos o atendiendo la sesión final y cantando «Tierra de esperanza y gloria».
Jocasta se estremeció.
– Iré de todos modos.
Jocasta le siguió a la sala de prensa, llena de mesas equipadas con ordenadores y teléfonos, y pantallas de televisión continuamente conectadas con lo que sucedía en la sala de conferencias. Nick ya estaba mirando absorto la pantalla, muy lejos de ella. Jocasta suspiró. La trataba como a una mujercita, que no debía cansar su bonita cabeza con cosas complicadas como la política. Decidió dar un paseo.
Dio una vuelta por la zona más bien desolada que llevaba a la sala de conferencias principal, donde ya estaban desmontando los stands. Todos parecían cansados.
La verdad es que se sentía fatal. La noche anterior, el Sketch había dado una fiesta y ella se había emborrachado y había acabado bailando con un periodista del Sun, un cámara de Canal 4 y alguien de un programa de Today. Tenía la esperanza de que Nick la viera y se pusiera celoso, pero cada vez que le miraba estaba conspirando con hombres de aspecto horrible. Al menos parecían horribles desde donde estaba ella. Cuando al fin terminó cayéndose, o más bien había tropezado, uno de ellos se había acercado con Nick para ayudarla a levantarse y acompañarla a una mesa. Era un hombre bastante agradable, a su estilo de mediana edad. Estaba claro que debía dejar de beber tanto. Debía…
– ¿Se encuentra mejor hoy?
La voz y la sonrisa penetraron de una manera brumosa en su conciencia. Era Chad Lawrence.
– Sí. Sí, gracias. Estoy bien -dijo enseguida.
– Me alegro. Ayer se dio un buen batacazo. Creía que esta mañana estaría dolorida.
Ella le miró despistada.
– ¿Fue usted quien me ayudó?
– No, fue Gideon Keeble.
– ¿Qué? ¿Gideon Keeble, el magnate de las tiendas?
– El mismo.
– ¡Oh, no!
– Le dio las gracias con mucho encanto.Y también le besó con mucho cariño.
– ¡Dios mío! -La cosa se ponía peor-. Fue culpa de los tacones, eran demasiado altos.
– Por supuesto. Pero una monada. Me refiero a los zapatos. ¿Se divirtió en la fiesta? Aparte del golpe, claro.
– Sí, fue divertido. ¿Y usted?
– Oh, sí, supongo que sí. Pero han sido demasiadas fiestas para una semana. Me apetece volver a casa.
– A mí también. Éste no es mi sitio favorito en el mundo. Aunque… -Se interrumpió.
Al otro lado del vestíbulo vio la horrible figura familiar de Gideon Keeble seguida de un lacayo de hotel empujando un carrito de maletas: al menos cuatro, una bolsa Gladstone, una bolsa de avión y una maleta con ruedas, todas ellas (aparte de la Gladstone, que era vieja y de piel) de Louis Vuitton, como era de esperar. ¡Qué tontería! ¿Quién necesitaba tanto equipaje para cuatro días?
Jocasta estaba a punto de largarse con discreción cuando Chad llamó a Keeble.
– ¡Hola, Gideon! Esperaba poder verte. Te acordarás de nuestra amiga de anoche. Me estaba contando lo agradecida que te estaba por tu inestimable ayuda en la pista de baile, anoche, cuando se le rompió el tacón.
Jocasta miró distraídamente a Gideon Keeble. Era muy alto, medía metro noventa, y robusto, aunque no gordo. Estaba bronceado y parecía en plena forma, como si se pasara la vida al aire libre, y desprendía una energía contagiosa. No era exactamente guapo, pero tenía unos ojos azules grandes y brillantes, y los cabellos oscuros y ondulados eran de la medida exacta que le gustaba a Jocasta, un poco más largos de lo que dictaba la moda, y salpicados de gris.
– Sí. Sí, es verdad -dijo sin poder evitar la situación-, muy agradecida. Gracias.
– Fue un placer. -Tenía un ligero acento irlandés y su sonrisa era cálida y luminosa-. ¿El zapato está demasiado herido para que lo curen?
– Oh, no, no lo creo. Espero que no.
– ¿Adónde demonios vas con tanto equipaje, gran farsante? -preguntó Chad.
– A Estados Unidos, dos semanas. Te llamaré cuando vuelva.
– Perfecto. Esperaré tu llamada. Adiós.
– Adiós. Y a usted también, Jocasta. He de decirle que disfruto mucho con sus artículos.
– ¿Los ha leído?
– Por supuesto. Considero mi obligación leer todo lo que pueda. Sobre todo me gustó el artículo de la semana pasada sobre la chica del hotel de Bournemouth. La que decía que los únicos que le habían dado las gracias de verdad por lo que había hecho por ellos, en cinco años de congresos, habían sido Maggie y los Prescott. Suena a programa de televisión, ¿no? Maggie y los Prescott. Alguien debería encargar ese programa. En fin, era excelente. Su artículo, quiero decir.
– Gracias -dijo Jocasta, sonriendo-. Viniendo de usted es un gran cumplido.
– Se lo merece. Es una chica lista -añadió-. Y Nicholas es un hombre afortunado. Anoche mismo le decía que debía hacer de usted una mujer honrada.
Los ojos azules centellearon. Estaba flirteando con ella. Eso sí subía la moral. Porque era muy atractivo.
– Ojalá -dijo ella, riendo. Pero el corazón se le encogió de golpe.
Se preguntó qué habría dicho Nick. Si pudiera preguntárselo… Pero no podía. Aunque podía imaginárselo.
– Creo que me prefiere deshonesta -dijo, intentando darle un tono frívolo.
– Pues está loco. Oh, veo que mi chófer parece muy estreñido. Más vale que me marche. Adiós a los dos.
– Es simpático -dijo Jocasta viendo cómo se alejaba. Se sentía un poco tonta.
– Pero no se deje engañar -dijo Chad Lawrence-. Ese encanto es muy peligroso. Y su mal genio es legendario. Permita que la invite a un café o una copa.
Jocasta estaba de mal humor e irritable cuando llegaron a Londres: Nick se había pasado todo el viaje con un corrillo de periodistas del Sketch, emborrachándose a conciencia.
– Bueno -dijo Nick cuando bajaron del tren-, parece que están decididos. Está en marcha.
– ¿Hacia dónde? -preguntó ella desorientada.
– El nuevo partido. Ahora tienen fondos; Keeble ha aportado un par de millones y Jackie Bragg se va a presentar con una cantidad obscena. Ya la conoces, ¿no?
– Oh, sí -dijo ella-. La inteligente Jackie.
Jackie Bragg acababa de sacar su muy exitoso invento a bolsa. Hair's to You mandaba una flota de estilistas de alto standing por las oficinas a cualquier hora del día para peinar a las mujeres y los hombres ejecutivos, demasiado ocupados para dejar sus mesas. Hacía cinco años era directora de una pequeña fábrica, con un jefe que se quejaba de que ella no tuviera tiempo para ir a la peluquería. Ahora salía en la lista de ricos del Sunday Times con un segundo proyecto a punto (lo mismo pero diferente, era lo que solía decir).
– La misma. Y los dos son buenos nombres comerciales sobre todo cuando se trata de la ofensiva del encanto. Hablo del nuevo partido, claro.
– Creía que a estas alturas ya tendrían un nombre -dijo Jocasta.
– Pues no lo tienen. A mí no se me ocurre. Si tú puedes, seguro que te nombrarán lady cuando lleguen al poder. Ah, ¿no te lo he dicho? El editor está convencido de que es buena idea. Chad le ha invitado de caza un fin de semana y como él y Keeble son colegas. Y…
– Nick, todo esto es muy interesante, pero estoy agotada. Creo que me iré directamente a casa -dijo, esperando que él se lo discutiera, pero él le dio un besito en la mejilla y asintió:
– Claro, cariño, pareces exhausta. Llámame mañana.
Jocasta le miró con fijeza.
– ¡Nick!
– ¿Qué?
– Nick, no puedo creer que hayas dicho eso.
– ¿Decir qué?
– Lo que acabas de decir.
Él la miró.
– Perdón, pero no entiendo nada. Creía que habías dicho que querías irte a Clapham.
– Lo he dicho. Pensaba que querrías venir conmigo. Oh, qué más da.
Tenía ganas de llorar; de llorar o de pegarle un puñetazo.
– Jocasta…
– Nick, he ido a Blackpool para estar contigo.
– Eso no es cierto -dijo él sin acritud-. Tenías que informar de la fiesta.
– Podría haberlo hecho cualquiera. Lo solicité especialmente…, hay que ser estúpida. Pero no se trata de eso.
– Sí se trata de eso. Jocasta, lo siento si te he disgustado, pero de verdad que…
– Oh, cállate, por favor. -No sabía por qué se sentía tan hostil, pero así era.
Él la miró.
– De acuerdo. Me callaré. Adiós.
Se alejó de ella, y su cuerpo desgarbado se perdió entre la multitud, siempre con el móvil pegado a la oreja.
Era necesario que aclararan las cosas, no podían seguir así. Había sucedido ya demasiadas veces. La trataba como si ella fuera una novia cualquiera que le gustaba un poco, y que estaría increíblemente agradecida si él le proponía que pasaran la noche juntos. Jocasta se sentía utilizada, descuidada e infravalorada. No dejaba de oír las palabras de Gideon Keeble: «Debería hacer de usted una mujer honrada».
No quería que hicieran de ella una mujer totalmente honrada. No con un anillo de boda. De momento no, al menos. Sin embargo, Nick podría dar un paso, comprometerse con ella, proponer que vivieran juntos.
Se durmió por fin hacia las cuatro, y pasó el día como pudo, esperando a que él la llamara de un momento a otro. Lo hizo, sobre las cinco y media.
– Llegaré muy tarde. Lo siento. Un gran debate sobre seguridad.
– Por mí estupendo -le comentó Jocasta, y colgó el teléfono.
Pasó una tarde larga y triste, y otra noche pésima, y se despertó el sábado con la cabeza a punto de estallar. Fue a dar un paseo y dejó a propósito el móvil en casa. Cuando volvió a media mañana, él había llamado y había dejado un mensaje en su contestador.
– Hola. Soy yo. ¿Quieres que quedemos? Tengo ganas de verte.
Ella le llamó al móvil. Estaba puesto el contestador.
– Sí -dijo-. Tenemos que hablar.
Nick llegó con una botella de vino tinto y unas flores que estaba claro que procedían de un supermercado, y cuando la besó lo hizo con sumo cuidado.
– Hola. -Le dio las flores-. Para ti.
– Gracias. ¿Te apetece un café?
– Me encantaría. Jocasta, ¿de qué tenemos que hablar?
– De mí, Nick. De eso tenemos que hablar. ¿Quieres decirme exactamente adónde crees que vamos?
– Bueno, hacia delante, creo.
– Y… ¿juntos?
– Bueno, es evidente.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que te quiero…
– ¿Me quieres?
– Jocasta, sabes que sí.
– No lo sé -dijo ella-, francamente. ¿Qué has hecho para que yo lo sepa? Nick, llevamos juntos dos años y medio y no hemos pasado juntos ni unas vacaciones.
– Bueno -repuso él con ecuanimidad-. Yo no soporto el sol. Tú odias el campo. ¿Qué íbamos a hacer?
– Nick, no se trata de las vacaciones. Se trata de nuestra vida. Ya lo sabes. De planificar un futuro juntos. De estar juntos siempre, no sólo cuando conviene. Decir: sí, Jocasta, quiero estar contigo. Como Dios manda.
– Prefiero estar contigo como Dios no manda -dijo, acercándose a ella para besarla.
– No intentes encandilarme, por favor, Nick. Ya estoy harta. Quiero que digas o hagas algo que… que… Quiero que te comprometas conmigo -dijo-. Quiero que digas… -Se calló.
– ¿Que diga qué?
– Te diviertes, ¿no? -dijo, con la voz más aguda por la impotencia-. Te divierte verme sufrir, te divierte verme decir cosas que… que…
– Jocasta -dijo él, de repente con una voz más amable-. No me divierto en absoluto. Me pone muy triste verte tan disgustada, pero si quieres que me arrodille y te pida que seas la señora Marshall, no puedo hacerlo. Todavía no. Aún no me siento preparado.
– No -dijo ella con tristeza-, no, eso es evidente, pero, Nick, tienes treinta y cinco años. ¿Cuándo vas a tener ganas?
– No lo sé -contestó él-. La mera idea me aterroriza. No me siento bastante centrado, no me siento lo bastante bien situado económicamente, no me siento…
– ¿Bastante maduro? -dijo ella, con un tono rebosante de ironía.
– Sí, supongo que es eso. Lo siento, pero es así.
De repente Jocasta se sintió agotada.
– Jocasta -dijo él con cariño. Le puso una mano en el brazo-. Lo siento. Ojalá…
Ella le interrumpió en un acceso de rabia y desesperación.
– Oh, ¿quieres callarte de una vez? Deja de decir que lo sientes cuando sabes perfectamente que no es verdad. -Estaba llorando, dolida en lo más profundo-. Vete, ¿por qué no te vas? Vete y…
– Pero… pero ¿por qué? -La voz de Nick era de verdadero desconcierto-. Nos encanta estar juntos. Y yo te quiero, Jocasta. Es una lástima para ti que yo sea un inmaduro con fobia al compromiso. Pero estoy madurando. Tiene que haber esperanza. Mientras tanto, ¿por qué no podemos seguir como hasta ahora? ¿O es que hay otro? ¿Es eso lo que intentas decirme?
– Por supuesto que no -dijo ella, sorbiendo por la nariz, y cogiendo el pañuelo que él le tendía-. Ojalá lo hubiera. -Logró esbozar una pequeña sonrisa.
– Pues yo no pienso igual. Y en mi caso no hay nadie más. No podría haberla. Después de ti, no. Por favor, Jocasta, dame un poco más de tiempo. Me esforzaré por madurar. Te quiero, te lo prometo -dijo-, yo te quiero. Lo siento si no lo he dejado bastante claro. ¿Por qué no nos echamos un rato y nos recuperamos?
Pero durante el sexo que siguió, por agradable y apaciguador que fuera, por cariñoso y tierno que fuera Nick, que esperó a que ella estuviera a punto, mucho tiempo, a que se tranquilizara y se ablandara debajo de él, manipulando su cuerpo de la forma que sabía hacer tan bien, para que alcanzara el placer, incluso cuando sintió que se acercaba el clímax, que crecía y se esparcía convirtiéndose en un alivio estrellado y penetrante, seguía sintiéndose desconfiada y dolida. Echada al lado de él, mientras él le acariciaba el pelo y la miraba a los ojos sonriendo, supo que, por mucho que dijera que la quería, no era suficiente. Y que de nuevo ella amaba más a alguien de lo que ese alguien la amaba a ella.
Clio estaba sentada mirando a Jeremy y estaba espantosamente asustada. Estaba tan asustada como para vomitar, como para mojar los pantalones.
Él la miraba, con una expresión fría y disgustada.
Todo había empezado, de una forma bastante tonta, por los Morris. Les habían encontrado en el pueblo, en pijama. La señora Morris no se había tomado las pastillas, se había levantado con hambre, se había ido caminando a la tienda y la habían visto guardándose caramelos y galletas en los bolsillos de la bata.
Por su parte, el señor Morris había salido a buscarla, también en bata, y la policía lo había localizado conduciendo en dirección contraria por una calle de un solo sentido, angustiadísimo. Los servicios sociales habían ido a la casa y habían concluido que los Morris no podían arreglárselas solos y tendrían que ingresar en una residencia.
– Pero no puede ser -dijo Clio a Mark Salter, casi llorando-. Están perfectamente si toman las pastillas. Debería haber pasado a verles cada día, y estarían bien.
– Clio, tranquilízate -dijo Mark-. Los Morris no son tu responsabilidad personal. No conozco a nadie que haya hecho lo que has hecho tú.
– Pero no es suficiente, ¿verdad? -dijo Clio-. Los pobres acabarán en un lugar horrible, les apartarán de su entorno conocido y entrarán en barrena.
– Clio, querida, eso no lo sabes.
– Lo sé -dijo Clio-, y me preocupa mucho.
Cuando estaba a punto de marcharse, sonó el teléfono. Era una amiga, Anna Richardson, otra geriatra, del Royal Bayswater Hospital, donde Clio trabajaba antes de mudarse a Guildford.
– Hola, Clio, ¿cómo va la vida?
– Oh, bien, gracias. Qué alegría oírte, Anna. Perdona que no te haya llamado.
– No te preocupes. Ninguna de las dos tiene mucho tiempo. ¿Cómo está Jeremy?
– Oh, como siempre. Sigue siendo Jeremy. Por eso no he llamado. ¿Cómo está Alan?
– Sigue siendo Alan. ¿Somos tontas o qué?
– Somos tontas. ¿Cómo va todo por ahí?
– Bien. ¿Sigue gustándote la medicina de familia?
– Me chifla. Es más… personal. Como si controlaras algo.
Anna se rió.
– Eso sí que no se puede decir de la vida de hospital. Oye, he llamado para despedirme por una temporada. A Alan le han ofrecido un empleo en Estados Unidos. En Washington. Un gran sueldo, beneficios extra. Así que nos vamos.
– Es estupendo.
– Espero que sí. Preferiría quedarme, pero así son las cosas. No puedo elegir. ¿Quién es el gran profesional? En fin, he decidido dejar mi carrera unos años y tener un par de hijos.
– ¿En serio? -Clio intentó mantener un tono normal. Era la tercera amiga que le hacía un anuncio parecido en un mes. Le daba pánico.
– Sí. ¿Tú no?
– Oh, no por Dios. Todavía no.
– Bueno, mira, Clio, otra cosa. El viejo Piquito se retirará dentro de un año más o menos.
– Qué suerte.
Donald Bryan, cuya narizota le había valido el mote, era el geriatra más antiguo del Royal Bayswater, además de su jefe. Era un hombre muy querido.
– Sí. O sea que si te apetece volver al torbellino, van a buscar al menos una persona para sustituirme, y si ascienden a alguien para el empleo de Beaky, a dos personas. Y, bueno, tu nombre se ha mencionado.
– Vaya. ¿Quién lo ha mencionado?
– Pues el propio Beaky. Y un par de personas más. Si te interesa, Clio, yo diría que sólo tienes que descolgar el teléfono y te pedirán que rellenes una solicitud. En fin, pensé que debías saberlo. Aunque sólo fuera para darle un empujoncito a tu ego.
– Sí, y que lo digas. Gracias.
Después de colgar el teléfono, Clio se sentó a su mesa, sintiéndose, por un momento, una persona diferente. Ni una esposa poco satisfactoria, ni la zopenca de la familia, ni el miembro más reciente de una consulta de medicina general, sino una persona válida, una persona solicitada, una persona que sobresalía en la profesión que había elegido. Por un breve momento se sintió más brillante, más exitosa, insólitamente segura de sí misma. Se lo contaría a Jeremy y él se alegraría por ella. Estaba convencida.
Se cepilló el pelo, sonrió a su imagen en el espejo y se fue a casa, pensando que era una tonta. Y que era feliz.
De camino pasó a ver a los Morris. Estaban acobardados y asustados y su hija la echó de casa en cuanto pudo.
– No se las arreglan solos -dijo-. Necesitan estar en una residencia por su propio bien. Lo siento, pero tengo que acostarlos. Están muy cansados y no colaboran mucho.
Clio se marchó con el corazón en un puño.
Llegó a casa tarde: la cara de Jeremy expresaba su descontento.
– Creía que esta noche llegarías temprano. Habíamos quedado en ir al cine.
Lo había olvidado.
– Jeremy, lo siento mucho. Pero he tenido una operación y después los Morris, ¿te acuerdas?, aquella pobre pareja que…
– Clio, ya hemos hablado de eso, no puedo recordar todos los detalles de tus pacientes.
– Claro que no. Pero… lo siento -repitió-. ¿Es demasiado tarde? Sólo son las siete…
– Es demasiado tarde -dijo él.
Fueron a un restaurante italiano cercano. Él se animó un poco, le contó una operación complicada de rodilla que había realizado aquella tarde y había ido bien.
– Ah, había olvidado decírtelo. Me han pedido que haga otra sesión en el Princess Diana.
– Jeremy, es maravilloso. Me alegro mucho por ti. -Lo dijo sinceramente, se alegraba de verdad.
Él le sonrió.
– Gracias. ¿Más vino?
Parecía un buen momento para contarle las novedades. Esperó a que llenara las copas y dijo:
– Me ha llamado Anna. ¿Te acuerdas de Anna Richardson? Me ha dicho una cosa muy agradable. Me ha dicho que hay un par de puestos vacantes en Bayswater. En geriatría.
De repente tenía toda la atención de Jeremy.
– ¿Y?
– Y se ha mencionado mi nombre. ¿Es estupendo, no?
– ¿Se ha mencionado tu nombre? ¿Para un puesto en Londres? ¿Y eso te parece estupendo?
– Bueno…, sí. Sí, me lo parece.
Él la miró a los ojos, con una expresión muy oscura.
– ¿Estás loca o qué? ¿Estás pensando en serio aceptar un trabajo en Londres?
– No. Claro que no. Pero me alegra que hayan pensado en mí. Creía que tú también te alegrarías. Es evidente que me equivocaba.
– Te equivocabas. Y mucho. La mera idea me parece absurda.
– ¿Absurda? ¿Por qué?
– Porque pienses en tu carrera, para empezar. Creía que estábamos de acuerdo en que cualquier trabajo que hicieras sería temporal, un medio para conseguir un fin. Espero que pronto dejes de trabajar. Y lo sabes perfectamente. Bueno, ¿pedimos postre, o la cuenta?
– La cuenta.
Clio no habló mientras volvían a casa: estaba más dolida de lo que podía expresar. Pensaba que aquello no era un matrimonio: al menos no la clase de matrimonio que ella deseaba.
Se despertó al día siguiente sintiéndose espantosamente deprimida. Y a las cuatro, mientras estaba arreglando el papeleo, la llamó Jeremy.
– Clio, lo siento. Llegaré muy tarde. Simmonds quiere reunirse conmigo y ha propuesto que salgamos a cenar. No sé a qué hora volveré. No me esperes levantada.
Furiosa, inútiles pensamientos se agolparon en su cabeza. ¿Por qué él podía trabajar hasta tarde, sin más ni más, y ella no podía?
Margaret entró.
– He guardado todo lo relacionado con los Morris en este expediente, como me has pedido. Pareces baja de moral, Clio.
– Lo estoy.
– Esta noche voy al cine con unas amigas. ¿Te apetece venir? Te animarías.
En un arrebato de valor que sabía que no duraría mucho, dijo:
– Me gustaría mucho. Jeremy ha salido, de modo que…
– Perfecto -dijo Margaret.
Vieron Notting Hill, que fue una distracción maravillosa, y después fueron a comer un curry. Se lo pasaron en grande. Clio se sentía mejor. Incluso respecto a Jeremy. Tenía que salir más. Debía mantener el sentido de la proporción, sólo eso. Tenía que mostrarse más firme con él.
Al entrar en el camino de casa, se puso tensa. El Audi de Jeremy estaba allí y la casa estaba iluminada. Siempre hacía lo mismo cuando ella llegaba después de él, se paseaba por toda la casa mirando en todas las habitaciones, incluso las del desván, sólo para dejar las cosas claras.
Clio tragó saliva y entró.
– Hola.
Él salió de la cocina con mala cara.
– ¿Dónde demonios estabas?
– He ido… he ido al cine.
– ¿Al cine? ¿Con quién, si se puede saber? ¿Por qué no podías dejar una nota? Me he muerto de preocupación.
– Podrías haberme llamado al móvil -dijo ella-. No he pasado por casa, he estado en la consulta y después he salido…
– ¿Y has ido al cine?
– Sí. ¿Es que no podía ir? -Le miró, de repente furiosa-. Tú has salido con tus colegas. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto tan pronto?
– Simmonds ha anulado la cena. Soy tan tonto que he pensado que te alegrarías de verme, que podríamos pasar una noche agradable juntos, pero, como de costumbre, no estabas. No entiendo cómo puedes salir cuando aquí hay tanto que hacer. Por cierto, esa inútil de la asistenta tampoco ha venido hoy y los platos del desayuno siguen en el fregadero.
Algo se disparó dentro de Clio.
– ¡Ya está bien, Jeremy! Basta. No estoy aquí sólo para llevar la casa y para hacer lo que me digas. Te pasas el día despreciando mi trabajo, no te interesa nada de lo que hago, ni de quién soy.
Él se calló un momento y después dijo:
– Clio, ya estoy harto, no puedo más. Quiero que dejes de trabajar.
– Jeremy…
– No, Clio, lo digo en serio. Quiero que dejes tu trabajo. Decías que necesitabas el dinero, pero a mí me parece que ganas muy poco, y apenas alcanza para pagar a la asistenta y poca cosa más, y para comprarte esa ropa cara que dices que necesitas. Yo ganaré más con la consulta privada, así que comunícaselo a Salter mañana, por favor.
Clio se esforzó por mantener la calma.
– ¡Jeremy, por favor! No digas tonterías. Qué quieres que haga todo el día en casa, no es como si…
Se calló, acababa de meterse en la trampa. Él la cerró de golpe. Clio sintió el acero cerrándose sobre ella con una dureza física.
– ¿Como si qué? ¿Como si tuvieras un hijo? A eso iba, Clio. Creo que ha llegado el momento. El tiempo pasa, tienes treinta y cinco…
– Treinta y cuatro -dijo Clio automáticamente.
– Vas a cumplir treinta y cinco. Tú más que nadie deberías conocer los riesgos que representa dejarlo para más tarde. Quiero tener un hijo antes de cumplir los cuarenta. Eso no me deja mucho margen de tiempo. Dos años, de hecho.
– Pero, Jeremy…
– ¿Sí? ¿Qué vas a decirme? ¿Que no quieres tenerlos?
– No -dijo ella bajito-, no, claro que quiero. Me encantaría tener un hijo. Pero…
– ¿Pero qué? ¿Hay algo que no me hayas dicho, Clio? ¿Algo que debería saber?
– No. No, claro que no.
Pero sí lo había. Y tendría que saberlo tarde o temprano. Estaba muy mal por su parte no habérselo dicho antes. Se quedó mirándolo, deseando tener valor para decirlo, pero fracasó estrepitosamente.
– De acuerdo -dijo en voz baja-. Sí. Sí, adelante. Tengamos un hijo. Antes de Que sea demasiado tarde.
¿Cómo podía siquiera pensarlo? Por Dios, ¿se había vuelto loca? ¿Cómo había empezado todo y cómo la había arrastrado en aquella ola enorme que la había dejado sin aliento, aterrada y sin embargo enorme y locamente emocionada?
Había empezado…, bueno, ¿cuándo y dónde había empezado en realidad? ¿En aquella habitación de hospital con la pobre Lina muriéndose? ¿En la Cámara de los Comunes, aquella noche, cuando el ambiente le había parecido tan seductor? ¿O cuando Paul Quenell, el socio director, le había preguntado si le gustaría formar parte del equipo que trabajaría para un nuevo cliente, el Partido de Centro Progresista?
– Es un nuevo partido político, podría interesarte, una escisión de la derecha…
– Ah -había dicho ella-. Chad Lawrence, Janet Frean, ese grupo.
Y a él le había impresionado tanto que los conociera que ella había sentido una excitación casi física por haber estado tan próxima a los pasillos del poder. Aquél había sido un factor importante.
Había ido varias veces a la Cámara de los Comunes para reunirse con ellos, se había familiarizado con su compleja geografía, había escuchado debates desde el anfiteatro público, había ido comprendiendo poco a poco cómo funcionaba.
Había llegado a conocer a Chad y a Janet Frean bastante bien, e incluso un poco a Jack Kirkland, quien la fascinó, con su idealismo apasionado, su intensidad malhumorada, su don para la oratoria, y la forma como, sólo de vez en cuando, de repente se relajaba y empezaba a escuchar en lugar de hablar, e incluso reír, cuando alguien le divertía: con una risa de oso contagiosa. Eran personas a las que era muy difícil resistirse; poseían una cualidad que ella sólo podía definir vagamente como carisma, que hacía que quisieras impresionarlos y agradarles. Y cuando lo conseguías, te sentías fantástica, inteligente y destinada al estrellato y…, ¡vaya!, como una colegiala.
Era una locura, una locura absoluta, pero también estaba el hecho de que se sentía como si hubiera encontrado su habitat natural. Le gustaba que la política fuera un mundo en sí mismo, le gustaba el ambiente de pueblo de la Cámara, que todos se conocieran, que se gritaran de un extremo al otro de la sala y al poco rato estuvieran compartiendo una copa; le gustaba que se basara en los cotilleos y en la información privilegiada y los tratos internos y lo que ella le había descrito a Marcus como una partida vital de ajedrez.
De vez en cuando le proponían que pensara en la posibilidad de participar en ese mundo.
– Yo creo que sirves para esto -dijo Chad una noche, a su vuelta de una batalla prolongada e inútil con un político local-. Te podríamos lanzar en algún sitio. Te encantaría, lo sé.
– No digas tonterías -había dicho ella, riendo-. No sé nada de nada de esto.
– Bobadas. No es nada del otro mundo. Los ingredientes principales son el sentido común y la energía. Y saber expresarse más o menos bien. Todo eso lo tienes. Deberías pensártelo.
Y:
– Deberías pensar en serio en participar, Martha -había dicho Jack Kirkland en una ocasión, con sus ojos brillantes puestos en ella-. Serías muy buena. Elige una circunscripción y te apoyaremos.
Riendo, ella había dicho que apenas era capaz de encontrar su propio despacho, y cómo iba a elegir una circunscripción parlamentaria.
– No, no, no bromees con eso. Hablo totalmente en serio.
¿Cómo podías no responder a eso? ¿A uno de los políticos más famosos del momento, que te decía que le gustaría que formaras parte de su partido?
Era todo muy excitante.
Una mañana de finales de enero estaba sentada a su mesa cuando sonó el teléfono.
– Martha Hartley.
– Hola -dijo una voz-, soy Ed Forrest. No sé si te acordarás de mí. Me trajiste a Londres una tarde, el año pasado.
Claro que se acordaba del guapo y encantador Ed.
– Ed -exclamó-, qué alegría oírte. Pensaba que estarías en Tailandia como mínimo.
– He estado. Pero ya he vuelto. Te dije que te invitaría a una copa. Me sentía mal por no haber cumplido mi palabra, pero no tuve tiempo. Lo siento.
– Ed, no te preocupes por eso. No te lo he tenido en cuenta en ningún momento.
– Ya me lo imagino -dijo él-. No pareces de esa clase de personas. Me gustaría volver a verte.
– Bueno es una gran idea -dijo ella, dudosa. Pero ¿qué mal había? ¿Qué mal podía haber?-. Sería agradable -añadió-. Pero tendrá que ser…, déjame ver, a finales de semana. El viernes, por ejemplo.
A lo mejor él no podía. Los viernes, los chicos de esa edad siempre quedan con alguien.
– El viernes es perfecto -dijo él-. ¿Adónde te gustaría ir? ¿Al Smiths? ¿O ya estás harta de ir allí?
– ¿Por qué lo dices?
– Me han dicho que los de la City van mucho.
– Pues aquí tienes a una que no. Además, me gusta.
Menuda estupidez, pensó al colgar. Si apenas tenía tiempo para respirar.
Estaba sentado a una mesa cercana a la puerta, a la tenue luz y en medio del ruido incesante del Smiths, y Martha sintió una punzada de placer con sólo verlo.
Estaba muy bronceado, y los cabellos rubios, más cortos de lo que los recordaba, estaban descoloridos por el sol. Llevaba una americana azul marino, con una camisa azul claro sin corbata. La sonrisa, esa sonrisa sincera y maravillosa, era como la recordaba, y los ojos azul intenso y las pestañas largas y rubias.
Se puso de pie para saludarla.
– Hola. Estás muy guapa.
– Gracias.
Martha deseó haberse puesto algo menos severo que aquel traje negro, aunque el top de Donna Karan que llevaba debajo era bastante sexy.
– Lamento llegar tarde -dijo, sintiéndose un poco tonta de repente.
– No te preocupes. Ya contaba con eso; seguro que tienes un montón de cosas importantes que hacer.
– Pues no estaba haciendo nada -dijo, y se rió-. Esperaba un taxi y entonces he visto que a mi móvil se le había agotado la batería. Por eso no te he llamado.
– No pasa nada. Me alegro de verte. Estás muy guapa. ¿Qué quieres tomar?
– Oh… -Dudó un momento-. ¿Vino blanco?
– ¿Qué te gusta? ¿Chardy?
– Sí, está bien. -La verdad es que no le gustaba el chardonnay.
Él se acercó a la barra y volvió con dos copas y una botella de sauvignon.
– ¿Qué ha sido del chardonnay?
– Me he dado cuenta de que no te gustaba, así que he probado con el sauvignon. ¿He acertado?
– Del todo -dijo Martha.
De repente se sintió un poco asustada. ¿Cómo podía entenderla tan bien? ¿Ya?
Tres cuartos de hora después la botella estaba vacía y para su infinita sorpresa Martha le había contado a Ed lo que él había denominado «tus cambios de vida». Previsiblemente su respuesta había sido moderada y aprobadora, y ella aceptó cenar con él.
Martha consideró su probable poder adquisitivo, y que quizá no querría que pagaran a medias.
– Hay un restaurante tailandés en esta misma calle -dijo-, se llama Bricklayers' Arms.
– No suena muy tai.
– Ya lo sé, pero confía en mí.
– De acuerdo. Iré a pagar el vino.
– Puedo…
– Por supuesto que no -dijo, y sus ojos azules mostraron un disgusto sincero.
Ella le sonrió.
– Gracias -dijo-. Ha sido el mejor sauvignon que he tomado en mucho tiempo.
– Me alegro -repuso él-. Esperaba que te gustara.
Ed había hecho vaRIas entrevistas desde su regreso.
– Y hoy, precisamente hoy, he tenido una segunda entrevista y creo que tengo el empleo.
– ¡Ed, cuánto me alegro! ¿Dónde?
– En un canal de televisión independiente. Quiero ser investigador. Y es curioso -dijo, mordisqueando una galleta de arroz-, el primer programa en el que trabajaré es sobre política. Conocer personalmente a un político puede serme de gran ayuda.
– Ed -dijo Martha riendo-, que no soy política.
– No, pero seguro que lo serás -dijo-. ¿Más vino?
Era casi medianoche cuando salieron del restaurante.
– Lo he pasado muy bien -comentó Martha-. Gracias. Cuéntame si te dan el empleo. Si te lo dan, puedo concertarte alguna entrevista con miembros del partido.
– ¿Podrías? Se lo diré a los jefes.
Le dieron el empleo. Chad Lawrence aceptó entrevistarse con él y le facilitó una gira por la Cámara de los Comunes.
– Pero con una condición, Martha. Tienes que unirte a nosotros.
– Oh, Chad, no empieces.
– Sí empiezo. ¿Por qué debería ayudarte a conseguir un amante joven a cambio de nada?
Martha hizo la gira con él, y después le invitó a almorzar.
– Te debo un almuerzo.
Fueron al Shepherds, donde se sentía como en casa, le enseñó a los políticos, le contó chismes. Casi contra su voluntad, aceptó volver a verle.
– Preguntaré si te dejan entrar en la oficina -dijo él-, han entrevistado a varios jóvenes sobre política, qué les interesa y qué no. Podrías ver algunas cintas.
Las entrevistas registradas eran más bien deprimentes. Martha empezaba a darse cuenta de por qué algunos, como Chad, querían tenerla en nómina. La actitud general era de desapego total con la política.
Se pasó un par de horas hablando con los colegas de Ed, que le cayeron muy bien. Eran un grupo joven y alegre. Le intrigó su mente creativa, que dijeran «Intentémoslo» o «¿Por qué no?» en lugar de «Es imposible» o «Habría que encontrar un precedente». Ed le había dejado algunas cintas de sus entrevistas políticas y ella estaba intrigada y un poco apabullada por la forma como estaban montadas, sacando citas fuera de contexto y recortando lo que no les gustaba.
– Francamente, es un poco deshonesto -dijo, riendo, mientras miraban la cinta de la primera entrevista y después el resultado editado. Una de las chicas, la más seria, había dicho que le costaba confiar en los políticos, pero que le caía bien Tony Blair, y que admiraba a Cherie, consideraba interesantes muchas de las ideas del nuevo laborismo, y le gustaría saber más de ellos aunque probablemente acabaría no votando. Y de todo eso, había quedado que ella no confiaba en los políticos y no votaría por nadie.
– Es lo que quería decir -comentó el productor-, el resto era paja. Pero vamos a tomar algo. Así podrás contarnos más. Tal vez deberíamos entrevistarte -añadió esperanzado.
– ¿A mí? Creía que el programa era sobre jóvenes.
– Tú eres bastante joven -dijo él-. Para ser miembro del Parlamento, al menos.
– No soy miembro -dijo ella con firmeza-. Sólo estoy trabajando con el nuevo partido.
– Podríamos decir que eres miembro del parlamento, un miembro nuevo.
– No, no podéis -dijo Martha riendo.
– De todos modos, vamos a tomar algo.
Fue entonces cuando empezó a sentirse incómoda. Estaba en un bar de Wardour Street con el brazo de Ed rodeándole los hombros -eso le gustó, era la primera vez que la tocaba aparte de algún breve beso de despedida-, charlando, y se unieron a ellos algunos amigos de Ed, todos de la profesión, y estaba claro que la relación les parecía rara. Todos tenían veintipocos años, ¿cómo podían relacionarse con una mujer que debía de parecerles casi de mediana edad? Y no era sólo la edad lo que les separaba.
Ellos empezaban en su carrera profesional, la mayoría no sabía lo que quería hacer, algunos todavía trabajaban sin cobrar, como becarios, con la esperanza de obtener empleos remunerados: ¿cómo podían hablar con comodidad con una mujer de tanto éxito, con una de las que más ganaban del país? Estaba claro que lo sabían. Sin duda Ed les había hablado de ella.
No se había sentido realmente mal hasta que se marchó el cámara y uno de los chicos comentó:
– Ese vejestorio es enrollado, ¿no?
Y Martha había pensado que en realidad estaba más cerca del vejestorio por edad que de Ed y sus amigos. La había hecho sentir vulnerable e insegura, y también se había dado cuenta de que eso pasaría una y otra vez si seguía viendo a Ed.
– ¿Va todo bien? -preguntó Ed con expresión preocupada, mirando a Martha.
Estaban en el Pizza Express de Covent Garden. A ella le parecía que estaba repleto de chicos de veintipocos años.
– Sí. Sí, por supuesto. Sólo estoy un poco cansada.
– Eso sí es una novedad -dijo Ed en tono alegre-. Me dijiste que no creías en lo de estar cansada.
– Bueno, pues fui muy arrogante. Pero no puedo creer que haya dicho eso.
– Lo dijiste. El primer día que quedamos. Me quedé impresionado. ¿Has decidido lo que quieres comer?
– Sí. El pollo. Sin guarnición.
– ¿Patatas fritas?
– ¡Oh, no, gracias!
– No hace falta horrorizarse tanto -dijo él-, sólo te ofrezco unas miserables patatas fritas, no un lechón entero.
– Perdona. -Martha sonrió-. Es que no… no me gustan las patatas fritas.
– ¿Tampoco te gustan la crema, el chocolate y los dulces? ¿O la salsa para ensalada?
– Pues no. No me gustan.
– ¿No será porque estás siguiendo un régimen estricto?
No era una buena noche. Estaba tensa, no podía relajarse. La conversación decayó. A las diez y media, Martha dijo que tenía que irse.
– Mañana tengo un día muy lleno. Lo he pasado muy bien, Ed, en serio.
– No es verdad -dijo él-. Ha sido un rollo. En fin, te pararé un taxi.
– No es necesario. Ya llamaré a uno.
– Eres muy autosuficiente, ¿no? -dijo él en un tono inexpresivo-. Y siempre tienes el control…
– Sí, supongo que sí. No tengo más remedio.
– Es una lástima -dijo él-. Deberías soltarte un poco.
– Yo no lo creo -dijo Martha.
– Bien. Sigamos.
– ¿Sigamos qué?
– Parando un taxi.
– Sí, claro.
Parecía desconcertado y ofendido. Ella deseaba explicarle que su malestar no tenía nada que ver con él, pero la única solución era acabar con aquella relación allí mismo. No tenía futuro, era una absurda fantasía, pura vanidad por su parte.
– Ed -dijo Martha, y sus ojos azules la miraron con recelo-. Ed, creo que…
– No te preocupes -dijo él-. Lo comprendo. No soy lo que quieres, ¿verdad? No te gusto. No debería haberlo intentado. Mejor lo dejamos. Lástima. Podría haber sido estupendo. Al menos para mí…
Después Martha pensaría: ¿y si hubiera asentido, le hubiera dado un beso en la mejilla y me hubiera marchado? En lugar de eso, al verle mirando fijamente la mesa, todo él pura desilusión, sintió una necesidad irrefrenable de decirle que no era culpa suya.
– Yo diría que es justo lo contrario. Sin duda lo ves tan bien como yo. No te hace ninguna falta una mujer mayor y mandona, con una vida complicada…
– Oh, por el amor de Dios -dijo él, y su voz delataba un enfado real-, eres preciosa, inteligente y sexy.
– ¿Sexy? Oh, Ed, eso sí que no -dijo ella sonriendo.
– Pues te equivocas. Además, no eres tú quien debe juzgarlo, ¿no? Es cosa mía.
Se quedó mirándolo, sintiéndose muy confusa de repente y… también algo más: un lengüetazo de deseo, breve pero horrible, peligrosamente intenso, y debió de notarse, porque él sonrió de repente, casi con una sonrisa triunfal, y dijo:
– Venga. Paremos un taxi normal, uno que yo pueda pagar, y te acompañaré a casa.
Se sentaron en el taxi negro, y en todo el camino del Soho a los Docklands él la besó, despacio, con suavidad al principio, y después con más intensidad, con una habilidad que ella no se esperaba, y Martha se sintió inmersa en un torbellino de deseo, placer y miedo y una excitación pura y creciente. Cuando el taxi se paró por fin, quería invitarlo a subir más que nada en el mundo, y podría haberlo hecho, porque lo deseaba con todas sus fuerzas, pero él dijo:
– Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?
Ella asintió débilmente, y no dijo nada. Mientras él pagaba el taxi, se volvió a mirarla, sonrió, con aquella sonrisa maravillosa que le partía el corazón, y dijo:
– Eres guapísima, Martha. En serio. Adiós.
Y se fue, calle abajo, sin mirar atrás, tal como había hecho la noche que se habían conocido, hacía un largo año.
Y así comenzó. Era un lío absurdo, inadecuado, entre aquel joven tan guapo, poco más que un chico, y ella, bastante más que una chica. No tenía tiempo ni quería involucrarse con nadie. Pero seguía deseando verle. Y le vio. Sólo porque la hacía sentir muy feliz.
Gran parte del tiempo que estaba con él se sentía insegura. Era parte de su encanto. O del encanto que ejercía sobre ella.
– ¿Por qué? -decía él-. ¿Por qué trabajas el domingo, caramba?
– Porque tengo mucho trabajo. El cliente lo quiere a primera hora.
– Y se marchará, ¿no? Se irá a otra empresa de ricachos si no lo tienes a primera hora.
– No, por supuesto que no.
– Entonces no trabajes. Sal conmigo. Lo pasaremos bien.
O:
– ¿Por qué? ¿Por qué no comes más?
– Porque no quiero engordar.
– Martha, no estás gorda. Ni siquiera te acercas. Además, ¿a quién le importa?
– Me gusta estar delgada.
– Pero seguirías estando delgada, te falta mucho para estar gorda. ¿Te morirías si subieras una talla?
– No, claro que no.
– Entonces come patatas. Están de muerte.
Eso había pasado la primera noche que Martha se había acostado con él. Estaba decidida a resistirse, pero le había permitido convencerla para ir a la cama.
Echada en la cama, viendo cómo se desnudaba, mirando su hermoso cuerpo joven, sintió una punzada de terror. ¿Y si le desilusionaba? Casi con seguridad Ed sólo había conocido chicas jóvenes. ¿Y si a pesar de su dedicación y atención, su cuerpo ya no era tan apetecible? ¿Y si…? Se sintió tensa de miedo, estuvo a punto de decirle que se fuera, que la dejara sola. Pero…
– Eres tan bonita -dijo él, deslizándose a su lado, apartando la sábana, contemplándola-, eres tan bonita…
Y cariñosa, lenta y muy dulcemente, de repente estaba encima de ella, por todas partes, besándole los pechos, acariciándole el estómago, palpándole las nalgas. Después se introdujo en ella, con una lentitud infinita y desesperante, y ella ya lo deseaba terriblemente, y le acogió, levantándose, empujando, introduciéndose en él, y las agradables olas arremolinadas de deseo se hicieron más y más intensas, y pensó que nunca llegaría, que nunca alcanzaría la cima. Se esforzaba, luchaba, desesperada, y entonces llegó y lo disfrutó gritando de placer, y duró lo que le pareció mucho tiempo, descendiendo y volando, y luego, poco a poco y casi de mala gana lo dejó, se soltó y se dejó caer despacio y con suavidad en paz.
Después, echada a su lado, su cuerpo al fin se relajó, fracturado por el placer, más del que podía recordar haber experimentado nunca, sonriéndole, medio sorprendida consigo misma, medio encantada, pensando cómo podría habérsele ocurrido que no sería una buena idea.
Sin embargo, la asustaba: mucho. Sí, pensó, cuando se despertó inquieta y nerviosa de madrugada; lo disfrutaría unas semanas más y le pondría fin, antes de quedar como una idiota, antes de destrozar su vida. Él entendería que no podían seguir para siempre, que necesitaba a alguien de su edad. Igual que ella.
Pero no lo haría enseguida. Era demasiado feliz. Más feliz de lo que era capaz de recordar.
Y saber que no podía durar lo hacía aún más dulce.
– ¿Qué? ¿Vamos a un chino? Mi madre me ha dado dinero.
– Qué suerte tienes, Sarah -dijo Kate, envidiosa-. Nadie te da la lata todo el día para que hagas los deberes y arregles la habitación o bajes la música. Y puedes comer donde te da la gana. Nosotros tenemos que sentarnos cada noche a la mesa, y conversar educadamente. Es un asco. Mi padre lo llama comunicarse. ¡No fastidies! No sabe lo que significa esa palabra.
– Sí, bueno, a veces está bien -dijo Sarah-. Otras no tanto. Como tener que cuidar de los pequeños a menudo. Mi madre no está nunca en casa por las noches.
– ¿Adónde va?
– Sale. Cuando acaba en el pub. A tomar una copa. A un club.
– ¡A un club! ¿A su edad?
– Ya lo sé. Es patético. Y también se queda en casa de Jerry a menudo.
– ¿Con el tío de la moto?
– Sí, es su novio. ¿No lo sabías?
– La verdad es que no. -Kate lo digirió en silencio-. ¿Crees que ellos…?
– Sí, por supuesto -dijo Sarah-. ¿Qué crees tú que hacen?
– No lo sé… -contestó Kate. Miró a Sarah en silencio un momento y añadió-: Tú no lo has hecho todavía, ¿no?
– No, claro que no. Pero lo estoy pensando.
– ¿Con Darren?
– Sí, es el adecuado.
– Pero… ¿para qué? ¿Por qué?
– Porque me apetece -dijo Sarah-. Al menos creo que me apetece. La mitad de la clase lo ha hecho. Empiezo a sentirme marciana. ¿Tú no?
– No -dijo Kate con firmeza-. Yo no.
– ¿Aunque al final te enrolles con Nat Tucker?
– ¡Ni hablar!
Nat Tucker iba un curso por delante de ellas y había sido objeto del deseo de muchas chicas. Era alto, moreno y, aunque no era demasiado guapo y a veces le salían granos, era muy sexy. Había dejado la escuela y trabajaba de aprendiz en el taller de su padre; se había comprado un coche con el que paseaba por el barrio, con la música a todo volumen, y un brazo colgando fuera de la ventanilla, sosteniendo un cigarrillo. Le había dicho a Kate un par de veces que la llevaría a dar una vuelta, pero hasta entonces no lo había hecho.
– Escucha -dijo Kate-, he tenido otra idea.
Había visto un anuncio en un periódico local. «Agencia de detectives privados -decía-. Investigaciones de empresa, matrimonios, personas desaparecidas, etc. Discreción y confidencialidad.» Y después las palabras mágicas: «Si no obtenemos resultados no cobramos». Valía la pena intentarlo. Con la voz temblorosa, Kate había llamado a la agencia. Una mujer de voz alegre y despreocupada atendió la llamada.
– ¿Sí?
– Quiero hablar con alguien para encontrar a una persona. Por favor.
– Sí. ¿Puede decirme algo más? ¿Se trata de un familiar?
– Sí. Un familiar. Quiero… encontrar a… a mi… -Se interrumpió. Por Dios, cómo le costaba siempre decirlo-. A mi madre -dijo con voz firme.
– Ya. -La voz continuaba siendo tranquila-. Bien, haremos todo lo posible. Pero antes de seguir adelante, debo saber algunos detalles.
– No… no sé su nombre. Ningún nombre…
– Eso lo hace más difícil, pero no imposible. Hemos resuelto casos parecidos.
Llovía, era un día gris y deprimente. A Kate, de repente, le pareció que había salido el sol.
– ¿Puede darnos alguna idea de su situación, de dónde podría estar?
Se avecinaron algunas nubes.
– No. Ninguna idea, lo siento.
– Bien, ¿tiene algún punto de partida? Por ejemplo, ¿dónde nació usted? ¿Y cuándo?
– Oh, sí. -Eso era fácil. Muy fácil-. Nací en el aeropuerto de Heathrow. El 15 de agosto de 1986.
Un largo silencio y después:
– ¿En el mismo aeropuerto?
– Pues sí. Y entonces ella… El caso es que me encontraron poco después.
– Creo que debería venir a vernos. Es evidente que tenemos que hablar de esto con calma -dijo la voz.
Sarah se ofreció a ir con ella, pero Kate pensaba que debía ir sola.
– Parece más… más adulto.
Fue al día siguiente, después de la escuela. La oficina estaba encima de una joyería, y era bastante lujosa, no miserable, como esperaba Kate, y el señor Graham tampoco era el vejestorio tristón que había imaginado. Era apuesto, bastante guapo y bien educado. Era bastante mayor, pensó, pero no tanto como sus padres, probablemente rondaba los cuarenta. Le ofreció una taza de café espantoso y le pidió que le explicara lo que quería.
Después de cinco minutos, el señor Graham levantó una mano.
– Veamos. Es posible que pudiéramos encontrarla, a tu madre…
– ¿Podrían? ¡Oh, Dios mío!
Le dijo cosas que la animaron: que sabían dónde había nacido, el hospital al que la habían llevado, que los rastros podían recuperarse incluso cuando parecían fríos. Era como un maravilloso cuento de hadas. Y entonces llegó el golpe: que no podían hacerlo sin cobrar. Que sería un trabajo a largo plazo, con una gran inversión de tiempo. Quería al menos un adelanto de trescientas libras.
Kate se sintió fatal: la seductora y brillante visión de que le entregaban a su madre se desvaneció lentamente.
– Mira -dijo Richard Graham, que no era mala persona-. Habla con tus padres, con los que te adoptaron. A ver si pueden ayudarte. Y diles que vengan contigo.
Era imposible que sus padres pagaran trescientas libras. No para eso. Le dirían que todo era muy endeble, le advertirían que acabaría siendo mucho más dinero, y que alguien de la Organización Nacional de Asesoramiento a Adoptados y Padres la ayudaría gratis cuando cumpliera los dieciocho.
Cuando cumpliera los dieciocho. Faltaban más de dos años. Se sintió fatal. Era como si le hubieran dicho que su madre estaba a la vuelta de la esquina y que, si se apresuraba, aún la atraparía. Pero alguien la sujetaba en la calle y no podía moverse.
¡No era justo! ¡No era justo!
Finalmente se presentó el Partido Progresista de Centro: en las Connaught Rooms, la misma sede que había usado el Partido Socialdemócrata, el SDP, algo menos de veinte años antes. No había ninguna intención oculta en esa coincidencia: era un lugar muy céntrico, lo bastante grande, famoso y espléndido. El trío KFL -como se les conoció enseguida- que lo había hecho posible, eran Jack Kirkland, Janet Frean y Chad Lawrence.
Afirmaban tener 21 diputados en sus filas, y casi todas sus circunscripciones habían aceptado permitirles trabajar para los nuevos colores hasta las siguientes elecciones. La circunscripción de Chad Lawrence fue de las pocas que forzaron unas elecciones y él las ganó con facilidad.
Su calendario era perfecto: con el eslogan «Las personas primero, la política después», habían arrasado sobre una lista más bien de pacotilla, y al menos por un momento histórico todo les había ido de cara. No sólo el momento era perfecto -el presupuesto era en abril y había poco tiempo para preparar las elecciones locales de mayo- sino afortunado. Las luchas internas y la desesperación habían hecho mella en el Partido Conservador, y las historias de horror sobre hospitales, escuelas y delincuencia habían acosado al Nuevo Laborismo.
El funeral de la Reina Madre había encendido una ola de patriotismo. La población estaba predispuesta para algo inspirado y nuevo. En un nuevo partido político, dijo Kirkland, podrían pensar que lo habían encontrado.
Tres periódicos se habían puesto de su parte, el Sketch, el Independent y el News. Otros fueron más escépticos, pero eran receptivos con lo que todos denominaban una brisa fresca en la política. El nombre fue un enorme éxito y los cronistas lo pasaron en grande comparando la primera conferencia de prensa con una sesión fotográfica de la Copa del Mundo y con la meta de los corredores en el Grand National.
Corrieron muchas historias feas sobre los tres y hubo también rumores infundados sobre quién iba a abandonar qué partido para ingresar en el nuevo, y el más disparatado fue que Gordon Brown era uno de ellos, y el más fundamentado que lo era Michael Portillo. Ninguno de los dos lo hizo. Tanto Tony Blair como Iain Duncan Smith dijeron -evidentemente apretados- que eso era la democracia, aunque lamentaran (por parte de Iain Duncan Smith) la deslealtad que había engendrado, y que Tony Blair recordara que el SDP había tenido un nacimiento igual de triunfal y un funeral siete años después.
Todos los protagonistas principales, Lawrence, Frean y Kirkland, salieron en las primeras páginas y muchos también en las interiores. Todos tenían familias atractivas y saludables, que sonreían obedientes por si les sacaban una foto. Gideon Keeble afirmó que estaba orgulloso de participar, lo mismo que Jackie Bragg, que dijo que sabía distinguir una buena idea, y estaba orgullosa de formar parte de ésta. La City había analizado las fortunas de Keeble, Bragg y otros simpatizantes ricos, y hasta qué punto estaban dispuestos a poner su dinero en el proyecto. Se habló mucho también de donantes anónimos.
Viniera de donde viniera, había dinero: unos veinte millones. Un gran porcentaje procedía de personas anónimas, más de cincuenta mil, que habían aportado sumas que iban de las 2.5 a las 1.000 libras con la tarjeta de crédito. Chad Lawrence dijo repetidamente en las entrevistas que eso decía más de la popularidad de su causa que cualquier otra cosa. Más de un comentarista observó que era un equipo que incluía a personas ajenas al mundo de la política, empresarios de éxito que tenían una posibilidad por encima de la media de hacer realidad sus objetivos. Muchas de las personas dedicadas a poner en marcha el partido conservaban sus empleos, y no tenían experiencia personal en política: ése era un factor decisivo para la frescura de las ideas. Y ese grupo, por supuesto, incluía a Martha Hartley.
El viernes 19 de abril, se celebró una gran fiesta en Centre Forward House, un edificio nuevo de Admiralty Row. En parte era una muestra de agradecimiento a todos los trabajadores, en parte una iniciativa de relaciones públicas. Aparte de los políticos y los simpatizantes, un puñado de hombres de la City y tantas celebridades como la combinación de agendas y directorios de correo del equipo central fue capaz de invitar, estaban todos los periodistas del mundo de la prensa escrita, la radio y la televisión. Si no te habían invitado y eras un contendiente obvio, te ibas volando de la ciudad.
Jocasta Forbes estaba en la fiesta. Habría ido de todos modos, acompañando a su novio, pero su editor (que también estaba) le había encargado que escribiera una breve crónica para la columna de chismorreos del día siguiente.
– A ver si encuentras gente rara, no quiero leer nada de Hugh Grant, por favor.
Varias personas habían comentado que Jocasta no estaba tan deslumbrante últimamente, había adelgazado y desprendía un aire de cansancio. Sin embargo, sus crónicas eran mejores que nunca. Ese mismo día había escrito dos: una sobre una mujer que había demandado a la empresa de su tarjeta de crédito -«Si la gente puede demandar a las tabacaleras, por qué no; no deberían prestarnos el dinero con tanta facilidad»-, y otra sobre un científico que había clonado con éxito a su gato y ofrecía sus servicios a dueños de mininos ancianos en Internet.
Sin embargo esa noche sí estaba deslumbrante, con una falda de piel muy corta y chaqueta a juego y un top de lentejuelas muy escotado y con la cintura al aire.
Llegó con Nick, pero enseguida se apartó de él y, al cabo de una hora, tenía comentarios de invitados tan dispares como Will Young, la sensación de Pop Idol educado en un internado privado, la duquesa de Carmarthen, resplandeciente con sus diamantes, que dijo que era la primera reunión política a la que asistía desde la guerra, y Alan Titchmarsh, tan encantadoramente humilde como siempre, que dijo que siempre había querido construir un jardín en la terraza de la Cámara de los Comunes y si Jocasta podía ayudarle con algún contacto. Después de eso se bebió una copa de champán, cogió otra y empezó a deambular por la sala.
– Vaya, mi reportera favorita. Esta noche está preciosa. No sabe cuánto he deseado encontrarla aquí.
Era Gideon Keeble, sonriéndole. Tan atractivo como siempre, y con una botella de champán en la mano.
– Hola, señor Keeble -dijo Jocasta un poco insegura, permitiéndole que le llenara la copa-. Ya sabe que hay camareros para eso.
– Lo sé, pero es una forma excelente de apartarme de las personas aburridas y acercarme a las interesantes y hermosas, como usted. Por favor, no me llame señor Keeble, me hace sentir viejo. Gideon, por favor. ¿Dónde está su encantador novio?
– Vete a saber -dijo Jocasta-, pero esté donde esté, está hablando. Y seguro que no de mí.
No quería que sonara resentido, pero así fue. Gideon Keeble la miró a los ojos.
– Ese chico es un poco tonto. Esperaba que hubiera seguido mi consejo y le hubiera puesto un anillo.
– Ni por asomo -dijo Jocasta sonriendo con determinación-, pero de haberlo hecho, una cosa es segura: no me habría gustado. Su gusto en joyas es execrable.
– Ése es un defecto muy grave en un joven. Yo estoy orgulloso de mi gusto. Las joyas son como el perfume, deben complementar el estilo de la portadora.
– ¿Y cuál diría que es mi estilo?
– Veamos, déjeme pensar. -Sus brillantes ojos azules la escrutaban, medio en serio, medio en broma-. Creo que es una chica de diamantes. Relucientes y brillantes. Pero no diamantes grandes. Nada vulgar. Pequeños e intensos. Con oro blanco.
– Suena de maravilla -dijo Jocasta-, pero Nick no está en el nivel de los diamantes. Una pena.
– No pensaba en Nick -dijo él-. Pensaba en usted. A mí me gustaría ponerte unos diamantes aquí -se tocó una oreja ligeramente- y, veamos…, sí, aquí. -Le cogió una mano y la posó en el valle de su escote. Era un gesto curiosamente erótico, bastante más que si la hubiera tocado él mismo.
Hubo un silencio y después ella reaccionó enseguida.
– Sería estupendo. Mucho. Pero tal vez podría contarme cosas de algunas personas que hay aquí. Y de las que habrá. Estoy medio de guardia, ¿sabe?
– Qué lástima. Pensaba pasar un rato con usted.
– Puede, si quiere. Acompáñeme a dar una vuelta y presénteme a algunas personas famosas. O personas importantes, si lo prefiere.
– Muy bien. ¿Conoce a Dick Aoki, presidente del banco Jap-Manhat, como se le llama de manera irrespetuosa?
– No. ¿Qué diablos tiene él que ver con un nuevo partido político británico?
– Nada. Sin embargo… Venga. Se lo presentaré.
Aoki le cayó bien. Medio japonés, medio estadounidense, era divertido y humilde.
– Voy a comprarme una casa en Wiltshire -le dijo-. ¿Crees que la tribu inglesa rural me aceptará?
– Por supuesto -contestó ella-. Si gastas dinero para entretenerlos. En realidad son unas furcias.
– ¿De verdad? Es interesante. Pero es una casa preciosa y si me veo obligado a vivir en ella en total aislamiento, no me importará. Supongo que conocerás la casa de Gideon en Cork.
– No -dijo Jocasta-, no he estado.
– Qué lástima. Gideon, deberías invitarla. Se compenetrarían.
Gideon la miró pensativo.
– Tienes razón. Muy bien, Jocasta, debes venir en cuanto pueda organizarlo. ¿Te gustaría? Puedes traer a Nick, por supuesto, no pretendo comprometerte.
– Me gustaría mucho -dijo ella. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa, sosteniéndole la mirada un poco más de la cuenta.
– ¿Qué vais a hacer tú y Nick, después de la fiesta? Voy a llevarme a algunos a cenar, ¿os apetece apuntaros?
Sin duda le apetecía, pensó Jocasta contenta. Sin Nick, a poder ser.
Martha Harley llegó a la fiesta muy tarde. La había retrasado una llamada de Ed, que quería saber qué iban a hacer el fin de semana. Estaba disgustado porque ella no quería llevarle a la fiesta: tan disgustado que al principio ella había pensado que estaba tomándole el pelo. La relación no mejoró mucho cuando ella no pudo verle en toda la semana. Estaba realmente ocupada. Él se había enfadado y le había puesto morros. Lo de poner morros era una de las pocas cosas que hacía Ed que le recordaban a Martha lo joven que era.
Sólo la promesa de un fin de semana juntos le había ablandado.
– Y no quiero que me escatimes ni cinco minutos del fin de semana.
Ella le prometió no hacerlo.
Había elegido un traje pantalón negro de crepé de Armani, muy sencillo, al que se le daba dinamismo con unos pendientes largos de diamantes muy extremados. Se recogió a un lado el pelo castaño liso con un clip a juego, y sus nuevos Jimmy Choos -peligrosamente altos, con tiras de diamantes en el tobillo- la hicieron sentir sexy y atrevida.
Cuando llegó, la habitación estaba tan abarrotada de personas que parecía imposible moverse.
Jack Kirkland la saludó con la mano, pero estaba absorto en una conversación con Greg Dyke, y una pareja de la agencia de publicidad la saludó pero enseguida se alejó. Entonces oyó una voz conocida.
– Martha. Hola. Me alegro de verte. Estás guapísima.
Era Nick Marshall. Había coincidido con él un par de veces, pero nunca habían hablado más de un par de minutos. Como ella, siempre iba con prisas. A Martha le había gustado lo que había visto.
– Menudo día -dijo Martha-. Habéis hecho un trabajo estupendo para nosotros. Para ellos -se apresuró a corregir.
– Martha, querida, hola. -Gideon Keeble le dio un abrazo enorme-. Por Dios, qué guapa estás. Esta sala está llena de bellezas. Los pobres machos no podemos hacer más que mirar y desearos.
– Gideon, dices muchas tonterías, pero son tonterías muy agradables. Gracias.
– Gideon. -Era Marcus, resoplando ligeramente, con la cara rosada por el champán y el calor-. Quentin Letts del Mall quiere hablar contigo. ¿Puedes?
– Qué remedio. Martha, querida, nos vemos luego. Marcus, quédate con esta hermosa mujer y cuídamela.
– Lo haré -dijo Marcus-. Pero tengo malas noticias. Hemos perdido a uno de nuestros más fervientes simpatizantes, de los páramos de Suffolk; un infarto, pobre. Tendrá que retirarse.
– Oh -dijo Martha-, te refieres a Norman Brampton.
– Sí, Norman. ¿Le conoces?
– Mis padres viven en su distrito. Prácticamente me senté en sus rodillas. Mi padre, ya te lo habré dicho, es el vicario, y le conoce muy bien.
– Ya.
Hubo un largo silencio y Marcus se quedó mirándola.
– Marcus, ¿qué pasa? ¿Tengo espinacas en los dientes o qué?
– No, no, es que estaba pensando… ¿Puedo pedirte que hables con un par de trabajadores de la circunscripción? Están un poco perdidos, y no quiero que piensen que no nos preocupamos por ellos.
– Por supuesto que no me importa -dijo Martha.
Chad, que tiró de ella por el brazo, la ayudó a salir del paso.
– ¿Podemos hablar un rato después?
– ¿Podría ser ahora? Tengo que marcharme pronto.
– ¿Y eso por qué?
– Digamos que tengo que retorcer algún brazo. Cosas de los clientes. Lo siento, Chad, pero es muy importante.
– ¿No paras nunca? Deberías tener otro trabajo, uno que te permita un poco de tiempo libre. Nos encantaría tenerte a bordo. Queremos que te presentes por una circunscripción. Piénsatelo.
– Ya lo he pensado. De hecho ya he terminado de pensarlo. Lo siento. Mira, tengo que irme. De vuelta al trabajo diurno. O mejor dicho nocturno.
Levantó la cabeza para darle un beso y, por encima de su hombro, vio la sala como si acabara de llegar, vio a la gente que la llenaba como si no la hubiera visto antes: poderosa, brillante, todos metidos en asuntos importantes, realmente importantes, algo de lo que ya se sentía parte, y sintió que alguna cosa cambiaba en su cabeza. Y él lo notó, avezado estratega siempre, e insistió.
– Oye, ¿podríamos quedar mañana? ¿Para desayunar tarde quizá?
– Sí, quizá sí -dijo ella lentamente.
Él le dio un beso rápido.
– Bien. En Joe Allen's a las once, ¿eh?
– Bien.
Se alejó. Martha hizo como si no viera a Marcus gesticulando hacia ella desde el otro extremo de la sala, porque no podía retrasarse más.
No tenía ni idea de que lo que quería era presentarle a la novia de Nick Marshall, que era periodista en el Sketch. O que la novia estuviera en la fiesta o que Jocasta Forbes se moviera en la misma órbita que ella.
Jeremy trabajó hasta tarde la noche de la presentación. Clio vio la noticia en la tele, intentando distraerse, viendo cómo les entrevistaban hasta el aburrimiento. Envidiaba a la mujer, ¿cómo se llamaba? Frean. Janet Frean. Su marido no le había dicho que dejara de trabajar cuando tuvo un hijo. Tenía cinco, por Dios. Hasta Clio pensaba que eso era ir un poco demasiado lejos. Sus hijos no debían recibir mucha atención materna. Pero al menos tenía hijos.
La entrevista con Janet Frean acabó y Clio se levantó para prepararse una taza de té. La atacó una nueva oleada de depresión. Aquella mañana le había venido la regla y el dolor era peor que nunca. Jeremy todavía no lo sabía. Aquello era una pesadilla: tenía que decírselo, no tenía más remedio. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Ahora? Cuando cada mes, cada regla, lo empeoraban. Lo empeoraban y lo hacían más imposible. ¿Por qué no lo había hecho antes, por Dios santo?
Pero por ese camino no llegarás a ninguna parte, Clio. No se lo has dicho. Y ahora era demasiado tarde. Al menos era imposible que nadie lo supiera. Excepto el ginecólogo, claro. Todos los ginecólogos.
Suerte que existía la ética médica.
Jocasta fue a cenar con Gideon Keeble. En Langans. Por supuesto no ella sola. Con una docena de personas más. Sólo que entre ellas no estaba Nick. Y ella se sentó al lado de Gideon.
Chad estaba, y su señora. No la conocía, sólo la había visto en revistas del corazón. Abigail Lawrence. Alta, morena, hermosa, muy elegante, muy compuesta.
Marcus estaba, con su esposa, una mujer bonita y llena de vida, que estaba claro que le adoraba. Jack Kirkland se quedó sólo a tomar una copa. Parecía agotado.
– ¿Existe una señora Kirkland? -preguntó Jocasta a Gideon.
– Ya no, por desgracia -dijo él-. Era una mujer inteligente, se conocieron en Cambridge. Dijo que no podía competir con su amante…
– ¿Su amante?
– Sí. De hecho, ha habido dos. Primero el Partido Laborista, y ahora el Progresista de Centro.
Jackie Bragg estaba con su nuevo marido, mucho mayor que ella. Era su asesor financiero.
– Le gustó tanto la empresa que se casó con ella -le comentó Gideon riendo-, y ahora la trata como un tren de juguete.
– ¿Y tú qué, Gideon? -dijo ella-. ¿Tienes muchos juguetitos para entretenerte?
– Oh, un montón -respondió, sonriéndole-. Tengo mis coches…
Tenía una flota de coches antiguos de carreras que exhibía una vez al año para beneficencia.
– Me encantaría verlos -dijo ella, sinceramente-. Me encantan los coches antiguos. Mi abuelo tenía una colección maravillosa, pero mi padre los vendió todos. Una pena.
– Para mí no -dijo Gideon-. Le compré un par.
– ¿En serio? ¿Cuáles?
– El Phantom Rolls. Y el Allard. Fue una subasta maravillosa. No lograba entender cómo podía deshacerse de ellos tu padre. Esos coches tienen alma.
– Sí, bueno, a mi padre no le importa nada, excepto el dinero -dijo Jocasta-, y no reconocería un alma aunque tropezara con ella en la calle. Perdona, mi padre y yo no nos llevamos muy bien.
– Sí, eso me han dicho.
– ¿Quién? -dijo ella con curiosidad.
– Oh, algunas personas me han hablado de ti.
– ¿Y quién podría haberte hablado de mí?
– Yo les animé a hacerlo -dijo, y la cabeza y el corazón de Jocasta dieron un tumbo al unísono.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Me pareces muy interesante. Y guapa. Quería saber más de ti. Dime, ¿es cierto que tu hermano ha dejado a su inteligente mujer?
– No exactamente. Ella le ha echado. Y con razón.
– ¿Por qué con razón?
– Porque le pilló jugando fuera de casa más de la cuenta. Prefiero no hablar de eso si no te importa.
– Por supuesto. Perdóname. Venga, no estás comiendo nada. Seguro que tu madre te decía que había que acabarse toda la comida del plato.
– Mi madre jamás decía esas cosas. Comíamos casi siempre con la niñera. Pero la niñera sí lo decía. ¿Y tú qué? Te enseñaron a comer bien.
– Crecí en un ambiente bastante abarrotado, en Dublín. Éramos nueve y comíamos en dos turnos. Eso me enseñó a comer con rapidez. Y a terminarme todo lo que había en el plato. Que no siempre era suficiente.
No parecía en absoluto amargado, ni buscar su compasión. Más bien feliz. Volvió a sonreírle.
– Tengo abandonada a mi querida amiga de la izquierda. Pero volveré contigo enseguida. Cómete la verdura.
Habían seguido así, con una serie de conversaciones breves y seductoras, y poco a poco la mesa se había vaciado hasta que quedaron ella, los Lawrence y los Denning. Y Gideon. Quien no dejó de repetir que era una lástima que Nick no estuviera con ellos, y que Jocasta debería llamarle otra vez. Ella mintió diciendo que lo había hecho cuando había ido al servicio.
– A lo mejor se ha fugado con Martha -dijo Marcus riendo-. Han desaparecido los dos al mismo tiempo.
– ¿Con Martha? ¿Qué Martha?
– Martha Hartley. Es un encanto de chica. Es abogada. Ha colaborado con nosotros. Y su empresa nos ha representado.
– ¿Martha Hartley trabaja para el Partido Progresista de Centro? -dijo Jocasta-. Qué curioso. La conocí hace tiempo. Mucho tiempo. Cuando éramos unas jovencitas. ¿Cómo ha acabado mezclada con vosotros?
– Su empresa nos representa -dijo Marcus-. Es encantadora. Muy inteligente y muy atractiva, además.
– ¿Y está… casada o algo?
– Que yo sepa, no. Como trabaja sin parar, al menos siete días a la semana, creo que sentiría mucha pena por él.
– Oh, Marcus, qué actitud más anticuada -exclamó Jocasta-. Las zapatillas y las camisas planchadas y a punto son historia. Te delata la edad.
– Entonces tendré que delatar la mía apoyando a Marcus -dijo Gideon, sonriéndole con los ojos-. Y ya que estás sentada junto a un viejo como yo, deberías ir con cuidado con lo que dices.
Ella se volvió a mirarle.
– Tú eres especial -dijo-. No puedo situarte en ninguna edad. Para mí no eres ni joven ni viejo. Eres… eres tú.
– Bueno -dijo él-. Me alegro de saberlo. Ha sonado muy bien, si se me permite decirlo.
La acompañó a casa porque dijo que no podía dejarla en un taxi de ninguna de las maneras.
Su coche era una maravilla, un Mercedes de antes de la guerra, negro reluciente, con ruedas de radios y estribo. Jocasta esperaba que tuviera chófer, pero no lo tenía. Gideon dijo que no le gustaba que le llevaran, que prefería conducir él mismo.
– Además, no le dejaría este coche a mucha gente.
Jocasta subió al vehículo y echó un vistazo.
– Es una preciosidad.
– Gracias. Bien, ¿adónde vamos?
– A Clapham, por favor.
Dios santo, era realmente asombroso. Sola con él en aquel coche increíble. Y cuando llegaran, ¿qué? ¿Debía invitarlo a subir? ¿Se le estaba insinuando o sólo era un hombre cortés que la acompañaba a casa? Por fin llegaron a su calle y se dio cuenta de que no habían hablado de él en ningún momento y se lo dijo.
– Oh -dijo-, prefiero hablar de ti.
– Gracias. Y también por acompañarme. Y por la cena, por supuesto. Yo… -vaciló. No, se lo preguntaría. ¿Qué mal había?-. ¿Quieres subir a tomar una copa?
– Oh, eso sería muy peligroso, ¿no te parece? No lo creo sensato en absoluto. Eres demasiado guapa y demasiado seductora para que pueda estar solo contigo en una habitación. A menos, claro, que algunas cosas fueran distintas. En cuyo caso no desearía otra cosa. Obviamente.
– Sí…, supongo que sí -dijo ella-. Sí. Pero… -Se calló y se quedó mirándole indefensa.
– En fin, es tarde y estás muy cansada. -Se inclinó y la besó muy ligeramente en los labios-. Vete. Que duermas bien. Y dile a Nick que creo que es el hombre más afortunado del mundo cristiano. Buenas noches y felices sueños.
Ella le observó alejarse por la calle en ese coche tan hermoso y deseó con fervor que siguiera a su lado.
A la mañana siguiente se sentía fatal; no sólo por la resaca, sino por la culpabilidad. Al menos debería habérselo dicho a Nick. Debería haberle llamado. Él sin duda la habría llamado. Seguramente un montón de veces. Se preparó un té flojo, se recostó en los almohadones y se obligó a escuchar los mensajes.
«¡Jocasta! Hola, cielo, ¿dónde estás? Estoy en sala de prensa. Esperaré hasta que me llames.»
Vale. Ése era el primero.
«Señora Cocinera, hola. Me voy al Shepherds. Chris ha reservado una mesa grande. Ven a cenar con nosotros.»
Dos.
«Jocasta, ¿dónde te has metido? Son las once y estoy en el Shepherds. Llámame.»
Tres.
«Jocasta, llámame. Por favor. No sé dónde estás, pero estoy preocupado por ti.»
Cuatro.
«Jocasta, es casi la una. Me voy a casa. Me han dicho que te has ido con Gideon y otra gente. Gracias por decírmelo. Tal vez quieras llamarme mañana.»
Eso había estado muy mal. Dejar que se preocupara por ella. Debería haberle llamado.
Insegura, casi nerviosa, marcó el número de Nick. Por suerte salió el contestador.
«Hola, Nick, soy yo. Estoy bien y siento lo de anoche. Me entretuve en la cena de Gideon y él me dijo que te dejarían un mensaje. Es evidente que no lo hicieron. Siento que te preocuparas. Estuve bien. Ya hablaremos.»
Eso podría…, sólo podría, resultar. Podría creérselo. Y si no…, mala suerte. Los dos podían jugar al no compromiso.
– No -repetía Martha-. No, no, no.
– ¿Pero por qué no?
– Bueno, no podría hacerlo. Ésa es la razón principal. Y no tengo tiempo.
Se quedó mirándoles. Cuando llegó al Joe Allen's, Marcus también estaba. Eso la sorprendió mucho.
– Ser parlamentaria no te roba tanto tiempo -le dijo Chad-, sobre todo si no estás en el gobierno.
– ¡Oh, Chad, por favor! Ahora ya trabajo seis días a la semana. Anoche trabajé hasta la madrugada.
– Entonces podrías reducirlo a cinco días. O trabajar sólo en la circunscripción.
– No quiero trabajar a nivel local. Me gusta lo que hago.
– ¿En serio? -preguntó Marcus-. El otro día me dijiste que empezabas a desenamorarte del trabajo.
– Lo sé. Pero no lo decía en serio.
Se sentía como si estuviera cayendo por un profundo agujero. Sentía pánico, terror.
– Mira, Martha, saldrías elegida seguro -dijo Chad-. Eres una candidata de ensueño. De la zona, de familia muy conocida, joven, dinámica…
– Mujer -añadió Marcus.
– Bien pensado.
– ¿Esto es lo que llamáis un lanzamiento relámpago?
– Lo es. Pero como somos un partido nuevo y limpio como una patena, no puede parecer que hacemos algo tan manipulador. Insistiremos en que eres una más de una larga lista, una lista muy igualada. Aunque evidentemente no será así.
Chad volvió a sonreírle.
– ¿Qué te parece?
– Ya os he dicho mil veces que no es lo que quiero. No lo entiendo, Norman Brampton es conservador.
– Pero desilusionado. Ya ha firmado el documento de nuevas políticas, y ha convencido a un buen porcentaje de la comisión de distrito para que haga lo mismo. Estás en una estrella ascendente. Y no quieren arriesgarse a convocar elecciones anticipadas. Tienen a un candidato del Nuevo Laborismo muy activo.
– Oh, por Dios, Dick Stephens.
– ¿Le conoces?
– Personalmente no. Mi madre y sus amigas querrían mandarlo a Siberia. Anticacerías, por supuesto, y sin ninguna preocupación por la comunidad de agricultores. Cuando llegó a la parroquia, incomodó a todos sus simpatizantes llamándoles por el nombre sin que le dieran permiso.
Martha sintió, más que vio, a Chad y a Marcus intercambiando una mirada.
– Martha -dijo Chad-, ¿no te gustaría ser parlamentaria?
– Tal vez algún día. Ahora no. No tengo formación política.
– Ahora la tienes. Y trabajó seis meses en la Oficina de Asesoramiento Ciudadano, ¿lo sabías, Chad? -preguntó Marcus.
– Vaya por Dios -exclamó Chad-, tú no eres de verdad. Por favor, Martha. Por lo menos, piénsatelo. Sé que lo harías bien. Y sé que te gustaría.
Ella se quedó callada: pensando. Pensando de verdad, por primera vez, en lo que eso representaría. En lo que podía representar.
Una nueva vida. Un nuevo objetivo en la vida. La posibilidad de hacer algo, de marcar la diferencia. Un intento de obtener algo importante, de atisbar el poder de verdad, el éxito de verdad. Ya había conocido a bastantes políticos para saber que era posible que tuviera lo que hacía falta.
Con mucha tranquilidad, Chad Lawrence dijo:
– No estamos siendo justos. Exigiéndote, metiéndote prisas. Piénsatelo un par de días. Aunque sólo te lo plantees, llámame, y sondearé a Norman Brampton.
– ¿Y luego qué?
– Luego puedes mandar tu currículum y él podría aconsejar a los miembros del partido que te adopten. Y con tus habilidades particulares de presentación, creo que arrasarías. Martha, tienes todo lo que se necesita. Es un don de Dios.
– ¿De verdad crees que Dios tiene algún interés por la política? -dijo Martha con una débil sonrisa.
– Por supuesto que lo tiene -contestó Marcus rápidamente-. Y encima tú le tendrías a tu favor, siendo tu padre el vicario. En fin, Chad tiene razón. No deberíamos apremiarte así. Ve a casa y piénsatelo. Y no te apresures.
– Sí -dijo Chad-, con que nos respondas antes del lunes, estará bien.
– ¿Así que crees que debería hacerlo? -preguntó Martha.
– Sí, lo creo. ¿Quieres un poco? Ten cuidado, es muy picante.
Estaban sentados a su mesita de comedor, contemplando las luces de Londres y comiendo unos platos tailandeses que habían pedido a domicilio.
– ¡Ed! ¿Eso es todo?
– Pues sí.
– Pero si apenas lo hemos hablado.
– Está bien -dijo él, apartando el plato y uniendo las manos en una pantomima exagerada, mirándola a los ojos-, perdóname. Veamos. Desde el principio. Repasémoslo todo. No hay nada de qué hablar, Martha. Es una buena idea. ¿De acuerdo?
– Oh -dijo Martha. Estaba bastante confundida. Había querido una disección completa y cuidadosa de todo el asunto: los riesgos, las ventajas, su capacidad para llevarlo adelante-. Bien, si eso es lo que piensas…
– ¡Por supuesto que eso es lo que pienso! Pero empieza a aburrirme, si te he de ser sincero.
– Perdona -dijo ella, un poco indignada-. ¿De qué te gustaría hablar? ¿De ti?
– Pues no estaría mal, para variar-contesto él.
Ella le miró.
– Eso no es justo.
– Es muy justo. Hace casi quince días que no te veo y ¿cuánto hemos tardado en hablar de lo que a ti te interesa? Ni un minuto. Que si la maldita fiesta, que si fue maravillosa, que si tuviste que marcharte temprano para ir a una reunión, para acordarte de repente de tus modales y preguntarme qué había hecho. Y luego de vuelta a lo tuyo, y qué pienso yo de este asunto de Chad o como se llame, si debes hacerlo, y venga y venga. No sé por qué, pero creo que no lo harás. Tendrías que encontrar tiempo para hacerlo. Dedicarle algo de tu preciosa energía, interrumpir tu sagrada rutina. Tendrías que intentar pensar en algo más que en ti misma para variar, Martha. A lo mejor te iría bien.
Martha se sintió como si la hubiera pegado.
– Míranos, comiendo esta comida bien preparada y con la mesa puesta, la tele apagada porque no te gusta mirarla mientras comes, aunque a mí sí, y tú sólo picoteando como un cuervo melindroso. Está todo tan ordenado, maldita sea. Mira, Martha, si te hubieras atiborrado y hablaras con la boca llena, puede que me gustara más debatir tu futuro contigo. Tengo mi vida, por si no lo sabías -dijo-, tengo mis propios problemas.
– ¿Como cuáles? -preguntó ella. Estaba bastante descolocada, porque no le había visto nunca así.
– Oh, que más da.
– No, cuéntame.
– Mira, Martha -dijo-, puede que hace un rato tuviera ganas de hablar, pero ahora no. No estoy de humor, ¿vale? ¿No podrías comer algo, por el amor de Dios? De todos modos, será mejor que me vaya. Mañana tengo que trabajar. No eres la única que tiene que hacer horas extra.
Se levantó, cogió la chaqueta del sofá, se inclinó y le dio un beso rápido.
– Adiós. Ya nos veremos.
Cerró de un portazo. Se había ido. Y Martha se quedó mirando por la ventana, sin saber exactamente lo que sentía, y siguió picoteando despacio, concentrada, como si todavía estuviera comiendo su plato tailandés, como había dicho él, colocándolo en hileras y montones ordenados e intentando digerir lo sucedido.
– Bueno, ya hemos llegado… -Jilly paró frente a la casa. Llovía-. Coge la comida, cariño, y yo abriré la puerta. Camina con cuidado porque el sendero se pone muy resbaladizo.
Kate la miró caminar por el sendero sobre sus altos tacones. Había oído decir que cuando ocurría un accidente todo pasaba a cámara lenta y nunca se lo había creído, pero vio a su abuela volverse para comprobar que la seguía, y después, muy, muy lentamente y con elegancia, hacer casi una pirueta y resbalar hacia un lado, con la falda flotando hacia arriba y luego hacia abajo, envolviéndola en una especie de manta al caer, también muy despacio, al suelo, y quedarse allí, completamente inmóvil.
Jocasta apagó el móvil y sonrió a Josh.
– Lo siento.
No estaba muy segura de lo que sentía. ¿Culpabilidad? Un poco. ¿Preocupación? Era probable. ¿Y qué más? Bueno, ya sabes qué más, Jocasta. Excitación. Mucha excitación.
Estaba cenando con Josh, con un Josh bastante apagado, porque era su cumpleaños y Jocasta había pensado que no podía dejarlo solo. Nick no había querido ir. Cuando por fin habló con él sobre su desaparición de la noche anterior, estaba furioso.
– Habría sido un detalle que intentaras hablar conmigo. Estuve muy preocupado por ti, Jocasta.
Ella le dijo que no recordaba la cantidad de veces que él no la había llamado en circunstancias parecidas, y él dijo que de acuerdo, que no siguiera por ese camino, pero que no le apetecía cenar con Josh.
– Es que está muy solo, Nick.
– Se lo merece. Es un estúpido. ¿Cumple tres años? ¿O son cuatro? En fin, acabo de tener una entrevista en exclusiva con Iain Duncan Smith, con comentarios sobre el nuevo partido y el futuro que él le ve. El periódico del domingo lo quiere a primera hora.
– Bien. Perfecto. No te preocupes por mí.
– Te llamaré mañana.
– ¿Qué crees que podemos hacer mañana? ¿Leer tu artículo? ¿Leer el artículo de otro y después releer el tuyo y decir que es mucho mejor que el otro?
– Oh, Jocasta, no seas tonta. Te llamaré por la mañana. Almorzaré con David Owen, pero aparte de eso estoy libre.
– Uau -dijo ella-, suena de maravilla, el domingo por la noche, a lo mejor, cuando hayas acabado tu artículo. No te molestes, Nick. -Colgó, consciente de que en cierto modo había provocado una pelea y del porqué. Iniciar peleas era uno de sus talentos. O eso decía Nick.
Entonces fue cuando empezó a preguntarse qué sentía. Y en aquel momento estaba en pleno debate. Había sido culpa de Gideon Keeble, que la había llamado al móvil. ¿Les apetecía a ella y a Nick almorzar con él al día siguiente?
– Nick no podrá -dijo ella, con la cabeza a cien por la excitación-. O sea que…
– O sea… -comentó él, y calló un momento-. ¿Y tú qué? Si te arriesgas a pasar un domingo aburrido con un viejo, por mí encantado. Tú decides.
– Me gustaría mucho -dijo ella-. Gracias.
– Excelente. Te recogeré, ¿a qué hora? ¿A las once y media?
– Estupendo. Estaré a punto. Adiós, Gideon.
En realidad se sentía culpable, eso lo tenía claro mientras jugueteaba con los calamares en el plato: muy culpable…
– Tengo que pedirte que apagues inmediatamente el teléfono.
La voz resonó en la sala de espera: una voz áspera y aburrida.
– Es que quiero llamar a mi madre. Esa es mi abuela… -Señaló el cubículo donde tenían a Jilly.
– Pues utiliza el teléfono público. Los móviles interfieren con el equipo del hospital. Ahí lo dice bien claro.
– ¿Dónde hay un teléfono público?
– Hay uno en la entrada principal.
– Sí, uno que no funciona. ¿Alguna sugerencia?
Todos la miraban: Urgencias estaba atiborrado. Familias jóvenes con bebés y la cara pálida; niños llorando; uno que no paraba de vomitar en una caja de bocadillos de plástico; un borracho que sangraba por la cabeza; varios borrachos más acurrucados contra la pared; una jovencita asiática que daba lástima, muy embarazada, cogida de la mano de su marido; al menos tres parejas de ancianos; una pareja de hombres de mediana edad, uno con un pie vendado de cualquier manera: una ola de tristeza, miseria, dolor y ansiedad que golpeaba contra una costa hostil, esperando con dolorida paciencia. Todos agradecían la distracción de un pequeño drama.
– No hay necesidad de ser grosera -dijo la mujer detrás del mostrador.
– No pretendía ser grosera. Como su sugerencia no me vale le pedía una alternativa.
La angustia y la ansiedad estaban haciendo sentir peor a Kate a cada minuto que pasaba. Esperaba consuelo, atención, una solución rápida a los problemas de su abuela. Quería verla pronto a salvo y cómoda en una cama de hospital, aliviada de su dolor. En cambio, su abuela llevaba más de dos horas metida en un cubículo en una camilla, después de que la ambulancia llegara tras cuarenta largos minutos y la llevara al hospital, esperando para que le hicieran radiografías, sin ninguna mejora visible en su estado. Un médico la había examinado, había dicho que tenía una cadera rota o la pelvis fracturada. No podía hacer nada hasta que le hicieran las radiografías.
Seguía llevando la ropa empapada, a pesar de que una enfermera había prometido tres veces ponerle algo seco, y temblaba violentamente.
Por fin, a la una de la madrugada, le hicieron las radiografías. Tenía fractura de pelvis, pero la cadera no estaba rota.
– Eso significa que no hay necesidad de operar -dijo el médico, cuando pasó de nuevo por el cubículo-. La pelvis se curará sola, con tiempo. Teniendo en cuenta que puede tener conmoción, y en vista de su edad, la ingresaremos, que pase la noche aquí, y le daremos analgésicos.
– Tiene mucho frío -dijo Kate-, no para de temblar.
– Es el shock -dijo.
La enfermera, detrás de él, asintió con connivencia. En cuanto aparecía un médico, aquello se llenaba de enfermeras. El resto del tiempo no se veían por ninguna parte. Incluso habían encontrado un momento para quitarle la ropa mojada.
El médico acarició la manta de Jilly con condescendencia.
– Pobrecilla. Cómo te llamas, oh, sí, Jillian. Enseguida te sentirás mejor, Jillian.
– Me llamo -dijo Jillian, con una voz firme de repente- señora Bradford. Así es como quiero que me llamen.
El doctor y la enfermera se miraron.
Cuando llegaron Helen y Jim eran las dos de la madrugada. Finalmente Kate había salido fuera y les había llamado, después de que el médico pasara a ver a su abuela.
– ¿Dónde está? -dijo Helen-. ¿Está en una cama?
– No -contestó Kate-, está en una camilla. Son un hatajo de inútiles. Estaba muerta de frío hasta que he conseguido que le pusieran una manta. Sólo ha tomado una taza de té que le he llevado yo. Ni analgésicos ni nada. ¡Gilipollas! -añadió en voz alta.
– Kate, hija, no hables así -dijo Helen-. ¿Podría ver a mi madre? -preguntó con voz insegura a la mujer que estaba en el mostrador.
– Por supuesto que puedes -respondió Kate-. No preguntes, sólo saben decir que no.
Una anciana sin dientes soltó una risotada.
– Es buena, ¿eh? -dijo a Helen-. Tiene más agallas que el resto de nosotros juntos. Debería estar orgullosa.
Helen sonrió con nerviosismo y siguió a Kate hasta el cubículo de Jilly.
Kate se despertó sobresaltada. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de su madre. Ella también se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Jim. Kate miró el reloj, eran más de las seis.
Se sentó y después fue al cubículo. Por favor, por favor, que ya no estuviera.
Sí estaba. Seguía allí, muy despierta, y afiebrada.
– ¡Kate! Oh, creía que os habíais marchado.
– No nos hemos marchado, abuela. Lo siento. ¿Cómo estás?
– Duele -dijo Jilly-. Duele muchísimo. ¿Puedes volver a pedirme un analgésico? No podré soportarlo mucho rato más. ¿Y podrías traerme otra taza de té, Kate?
A las diez todavía no había ninguna cama libre. Kate estaba deprimida en Urgencias, mordiéndose las uñas. Aquello era increíble. Estaba agotada: ¿cómo se sentiría su abuela? Se paseó por la sala, con los brazos cruzados, esforzándose por no gritar. Su madre estaba en el cubículo, angustiada. Su padre había ido a dar una vueltecita, según había dicho. No soportaba los hospitales.
Alguien se había dejado un periódico. Kate lo recogió distraídamente. Era el Sketch. Había un gran artículo en la página interior sobre una anciana que había estado en una camilla de hospital sin comer ni beber durante doce horas y había muerto. Era una vergüenza, decía el Sketch, que esas cosas sucedieran en un país que era pionero de la seguridad social. La hija de la anciana decía que demandaría al hospital, al médico y a la seguridad social.
Al menos tenían agallas, pensó Kate. No se limitaban a decir sí doctor, no doctor, a la mierda doctor.
Aquello era horrible. ¿Qué podía hacer? ¿Quién podía ayudarla?
Y entonces se acordó de la simpática médico de su abuela. La que había ido a la tienda el otro día. Seguro que ella podría hacer algo.
Fue al cubículo donde Jilly dormitaba agitada.
– ¿Abuela?
– ¿Sí? -Se despertó de golpe.
– Abuela, ¿cómo se llama tu doctora? Aquella que vino el otro día a la tienda.
– Ah, la doctora Scott. Sí. Es muy simpática.
– ¿Tienes su teléfono? He pensado que podía llamarla. A ver si puede ayudarnos.
– Está en mi agenda. En mi bolso. -Su voz era un poco pastosa-. Pero es domingo, no vendrá. ¿Qué podría hacer ella?
Kate se encogió de hombros.
– No lo sé, pero puedo intentarlo.
Salió a la calle y llamó a la consulta.
En algún momento de sus horas de insomnio, más largas de lo normal, había tomado la decisión. Llamó a Chad a primera hora y le dijo que lo haría. Más bien que empezaría a hacerlo. Les seguiría la corriente, un tiempo al principio, a ver qué pasaba, para juzgar si sería posible. Se tomaría una semana de vacaciones -cuando terminara la importante presentación- y lo intentaría.
– Sólo me comprometo a ir allí con vosotros -le advirtió-. A hablar con la gente de la circunscripción, con Norman Brampton. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Martha, es genial. Sé que funcionará. Estoy seguro.
– No lo estás -dijo ella-. Aunque así lo sabrás con seguridad.
Chad había invitado a Jack Kirkland y a Janet Frean a un almuerzo de trabajo en su piso de Londres, para hablar de política. Al día siguiente, dijo Chad, con un poco de suerte dejarían de ser celebridades de primera página y serían políticos en activo de una vez por todas. El electorado estaba cansado de famosos. Quería que las zonas rurales estuvieran en manos de personas maduras y sensatas.
Lo más difícil era convencer al mayor número de parlamentarios posible para que se unieran a ellos. Esbozaron una lista de posibles, probables e imposibles. Los sopesaron, ajustaron las posibilidades y asignaron un puñado a cada uno, empezando por los probables.
También necesitaban crear consejos locales donde fuera humanamente posible. Tenían algunos en marcha, pero en poco más de dos semanas se celebrarían las elecciones de mayo y eso ponía un límite claro a lo que se podía alcanzar.
Sería difícil, pero cualquier éxito saldría en los titulares y pondría el partido en movimiento. Al mismo tiempo, se embarcarían en un ambicioso programa de charlas por todo el país. Kirkland se encargaría de Londres y los condados circundantes, Janet de la zona central y Chad del norte, «pero el sábado volveré al sur, iré a East Anglia, empezando por Binsmow, en Suffolk, con nuestra encantadora posible candidata, para ver lo que podemos hacer allí. Quiero ir personalmente por varias razones, entre ellas, que ya he mantenido varias conversaciones con Norman Brampton».
– ¿Qué posible encantadora candidata? -preguntó Kirkland.
– Martha Hartley.
– ¡Dios santo! -Había apostado con Chad a que Martha diría que no-. A lo mejor se ha desenamorado del derecho -dijo Kirkland.
– A lo mejor. A lo mejor cree sinceramente que puede gustarle -dijo Chad.
– A lo mejor le atrae la popularidad -dijo Janet-. Es difícil de imaginar lo pesado que es hasta que lo vives.
Estuvieron de acuerdo en que era probable que fuera una combinación de todas esas cosas.
Clio llegó poco después de las dos.
– Siento haber tardado tanto -dijo entrando apresuradamente en Urgencias-. He tenido infinidad de visitas esta mañana. Eres Kate, ¿verdad?
– Sí -dijo Kate.
Parecía agotada: tenía los ojos apagados y hundidos y un aspecto bastante desaliñado.
– ¿Cómo está tu abuela? ¿Dónde está?
– En un sitio llamado UCI -contestó Kate, y se echó a llorar.
– Oh, no. Espera, voy a averiguarlo. Ah, hola. Usted debe de ser la madre de Kate.
– Exacto. Ha sido muy amable viniendo, doctora Scott. -Helen parecía muy cansada-. Necesitamos ayuda, acaban de llevarse a mi madre a la UCI y Kate se ha puesto a gritarle a una enfermera.
– No se preocupe -dijo Clio-, ya están acostumbradas. Pero ¿por qué la han llevado a la UCI?
– Por no sé qué de un coágulo. Le dolían las piernas, ha dicho que no le gustaba quejarse y de repente ha empezado a dolerle el pecho. Dios mío, esto es una pesadilla.
– Voy a ver si me entero de algo -dijo Clio acariciándole la mano-. Intente no angustiarse más de la cuenta.
Tras un interrogatorio insistente al médico de guardia se enteró de que Jilly no sólo tenía un trombo -era cuestionable que hubiera sido causado por la larga permanencia en la camilla-, sino que éste se había movido hacia arriba y una parte se había instalado en su arteria pulmonar. Clio volvió con Helen y Kate y les dio la noticia con toda la delicadeza que pudo.
– Sé que es una noticia angustiosa, pero está recibiendo buenos cuidados, y el médico les mantendrá informados. Me ha prometido que bajaría en cuanto supiera algo. Me temo que no me dejarán verla, pero físicamente está en buenas condiciones, y debería ir todo bien. Es una mujer espléndida -añadió-. Es muy lista y atractiva. Me encanta su tienda.
Cuando Clio se marchó, Kate estaba hablando con un joven que acababa de entrar en Urgencias y que estaba claro que no era un paciente. Tal vez había ido a recoger a alguien. Se le veía muy impresionado con Kate y no era de extrañar. Era muy atractiva, incluso con la cara sucia. Pero ¿a quién le recordaba? ¿A quién?
Clio pensó en sí misma a los dieciséis años, rechoncha, sosa, nerviosa, insegura. No habría sido capaz de hacer lo que había hecho Kate: batallar con la burocracia, cuestionar la autoridad. Apenas era capaz de hacerlo ahora, en realidad. Ni siquiera era capaz de enfrentarse a su marido.
– Me recuerdas a mi madre -dijo Gideon Keeble-. Fue el gran amor de mi vida -añadió, sonriendo-, aunque supongo que eso a ti no te parecerá un cumplido. Pero te habría gustado. Y tú le habrías gustado a ella.
– ¿Cuándo… cuándo murió?
– Hace cinco años y medio. Tenía casi noventa años.
– ¡Noventa!
Eso era curioso. Demasiado mayor para ser la madre de Gideon. Él le leyó el pensamiento.
– Fui su último hijo. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací. No te estrujes más el cerebro, tengo cincuenta y un años. No soy Matusalén.
– Ya te lo dije, Gideon, para mí no tienes edad.
Era cierto; allí sentado, sonriendo, bajo el sol, con los ojos azules fijos en los suyos, no tenía ninguna edad, sólo era un hombre muy atractivo.
– ¿En qué me parezco a tu madre?
– Era muy lista. Y decidida.
– ¿Cómo sabes que soy esas dos cosas?
– No podrías hacer tu trabajo si no lo fueras. Y además eres encantadora y cariñosa.
– ¿Cómo sabes tú que soy cariñosa?
– Lo presiento -dijo él, y fue una de las cosas más eróticas que le habían dicho nunca a Jocasta.
– A ver -dijo él-. ¿De qué te gustaría hablar?
– De ti -respondió Jocasta-. Por favor, háblame de ti.
Ya sabía muchas cosas de él, por supuesto: el ascenso a partir de una infancia de considerable pobreza hasta una fortuna que se contaba en miles de millones más que en millones, desde un primer empleo de mensajero y un segundo empleo de dependiente en una tienda de ropa para hombre de Dublin, a propietario de una cadena de tiendas en todo el mundo. Había habido batallas titánicas por el control de otras empresas, famosas guerras de ofertas, tratos aún más famosos. Tenía tiendas de moda en toda Europa, América y Australia, y grandes casas de muebles, situadas sobre todo en centros comerciales de las afueras de las ciudades. También poseía una cadena de tiendas pequeñas y exclusivas que vendían artículos para el hogar. Recientemente se había metido en hoteles, «hoteles exclusivos, habrás oído hablar de ellos», tiendas de alimentación, y charcuterías que vendían la comida de moda, y una cadena de cafeterías de ámbito mundial. Como era de esperar, gran parte de su fortuna procedía del negocio inmobiliario. Tenía oficinas en algunas de las calles más famosas del mundo.
Por el camino había sufrido algunas bajas, en forma de tres matrimonios, y en una famosa ocasión casi había causado baja él mismo. Cinco años atrás, un infarto masivo le había dejado medio muerto, pero se negó categóricamente a hacer lo que le recomendaban y tomarse la vida con más calma.
– ¿Qué iba a hacer yo con una vida tranquila?
Seguía trabajando tanto como siempre, dijo, pero con la diferencia importante de que se cuidaba.
– No fumo, casi no bebo, nado tres kilómetros cada día, que es un aburrimiento, pero lo hago.
– ¿Y dónde lo haces? -preguntó Jocasta.
– Ahora en mi casa de Londres tengo una de esas inteligentes piscinas estrechas que te mandan una corriente en contra y cada largo vale por un kilómetro. En el campo tengo una grande, del todo vulgar, pero no por eso peor, y en Irlanda, si el tiempo no es totalmente desalentador, nado en el lago.
– ¡Madre de Dios! -exclamó Jocasta.
– Sí, yo la invoco cada vez que me sumerjo. Pero es fantástico una vez estás nadando. Me gustaría que lo probaras.
Jocasta volvió a casa en estado de embriaguez: no de vino, del que había tomado muy poco, sino de él. Apenas la había tocado, excepto para besarla al recogerla y otra vez al despedirse, pero la había inquietado de todos modos. En parte, y lo sabía muy bien, era consecuencia de estar con alguien tan famoso y poderoso, y de que él la encontrara deseable e interesante. La hacía sentir apaciguada y consolada, hacía que el rechazo de Nick fuera mucho menos doloroso.
– Ha sido muy agradable -dijo él, sonriendo-. No recuerdo hace cuánto había disfrutado tanto. ¿Te gustaría repetirlo? En fin, tampoco hace falta repetirlo todo igual, sino…, bien, seguro que podemos hacer algo parecido.
– Sí -dijo ella, despreocupada con la excitación-, me gustaría mucho. De verdad.
– Pues habla con Nick -comentó-, y cuando lo hayas hecho me llamas.
– ¿Doctora Scott? Soy Kate.
– Oh, hola, Kate. -Miró a Jeremy, al otro lado de la habitación. Estaba enfrascado en la sección de motor del Sunday Telegraph-. ¿Hay novedades?
– No muchas. Lo del coágulo es bastante grave. Está muy enferma y no me dejan verla. Han dicho que mamá podía verla, pero yo no. ¿Usted sabe lo que pasa?
– No lo sé, Kate, pero supongo que está sedada, y creen que no es bueno que tenga demasiadas visitas. Cuando se mejore, seguro que te dejarán verla.
– Vale. -Su voz era infantil, casi llorosa.
– Mira -Clio volvió a mirar a Jeremy, que le hacía gestos, golpeando el reloj-, mira, tengo que irme, lo siento. Llámame para decirme cómo está. Y si crees que las cosas no van bien, intentaré volver y enterarme. ¿De acuerdo?
– Sí, vale. Gracias. Adiós.
Se oyó un clic y colgó. Le había fallado, pensó Clio, debería haberse ofrecido a volver de todos modos. Aunque ella no podía hacer nada. ¿Y qué podía decirle a Jeremy?
De hecho, no tuvo que decirle nada a Jeremy durante un rato. Le llamaron del Duke of Kent's Hospital para operar a una de sus pacientes privadas que se había caído y se había roto la cadera. Clio rezó para que nadie le comentara que ella había estado allí hacía pocas horas, porque no se lo había dicho.
– ¿Cómo ha ido el almuerzo con el millonario minorista? -preguntó Nick en un tono entre ligero y burlón que consiguió molestar a Jocasta.
– Bien -contestó, algo fría.
– ¿Adónde habéis ido?
– Al Waterside Inn.
– Caramba. Ojalá fuera yo el millonario minorista. Me habría gustado llevarte allí.
– Podrías haberlo hecho.
– Jocasta, no te pongas pesada. Quiero arreglar las cosas.
– Perdona. ¿Cómo ha ido con David Owen?
– Muy simpático. Muy amable. Oye, me gustaría pasar a verte si te parece bien.
– Pues… -Si venía tendrían otra pelea. Lo sabía. Nick le soltaría un montón de chismes de política y chorradas de la profesión. Ella quería más de Gideon Keeble, que la adulara, le dijera lo seductora que era…-. Pues, la verdad es… -dijo para ganar tiempo- que…
Sonó su móvil: lo miró esperando que fuera Gideon, pensando si era posible que fuera Gideon, preguntándose qué podría decirle a Nick si era Gideon.
No era Gideon. Era el editor de noticias del Sketch.
– Espera un momento, Nick -dijo-, es del periódico. Perdona.
– ¿Jocasta? Tragedia hospitalaria. En el Duke of Kent's Hospital, de Guildford. Ya está allí un reportero de agencia con una cámara. Vete volando.
Derek Bateson estaba bastante pagado de sí mismo. Llevaba sólo tres meses de corresponsal local para la Agencia de Prensa de North Surrey y aquélla era su tercera gran noticia. Claro que no podía competir con la de enero, cuando alguien estuvo tres días en una camilla, cubierto de sangre. Sin embargo no estaba mal, porque esa anciana estaba muy enferma.
– ¿Derek Bateson? ¡Hola!
Una chica espectacular le sonreía y le tendía la mano. Era muy alta, y tenía el pelo rubio y largo, unas piernas que parecían empezarle en los hombros y los ojos azules más brillantes del mundo.
– Soy Jocasta -dijo-, del Sketch. Cuéntame qué ha pasado.
– Pues una mujer, Jillian Bradford, se cayó anoche, se fracturó la pelvis, y además de eso, lo normal, larga espera para la ambulancia, la nieta estaba con ella, toda la noche en una camilla, sin hacerle nada aparte de una radiografía; entonces, hacia mediodía empezó a dolerle mucho la pierna y resulta que tenía una embolia pulmonar. Está en Cuidados Intensivos y parece que está grave.
– ¡Pobre mujer! ¿Hay parientes? ¿Hay alguno por aquí?
– La hija. Una mujer muy agradable, muy tranquila, y la nieta, que es una fiera. Ayer los puso a todos de vuelta y media, por no hacer nada, y ha estado armando jaleo toda la noche según una vieja arpía que ha estado aquí casi todo el tiempo.
– Bien hecho. ¿Con quién puedo hablar?
– Diría que con ella, pero su madre se la ha llevado a casa de la abuela para que se duchara. No les dejan ver a la abuela por ahora.
– No tardarán en volver. ¿Y el médico de guardia?
– Está allí. Pero no es el mismo de anoche.
– Hablaré con él. Gracias, Derek. ¿Está por aquí tu fotógrafo? Por si acaso le necesito.
– Está en el pub. Pero podemos traerlo cuando quieras.
– Genial.
Caramba, era guapísima. A lo mejor aceptaría tomar una copa después.
– Entonces, ¿dónde está exactamente la señora Bradford?
– En la UCI. -El médico miró con frialdad a Jocasta. Era muy delgado, tenía unas manos enormes y huesudas, la nariz larga y puntos negros en la barbilla-. Espero que no pretenda entrevistarla allí -dijo, en un tono que pretendía ser irónicamente punzante.
– Me encantaría -Jocasta le sonrió-, pero comprendo que no es muy práctico. Tal vez más tarde.
– Puedo asegurarle que no podrá verla en ningún momento, ni antes ni después.
– Eso deberá decidirlo ella, ¿no lo cree? ¿Quién estaba de guardia anoche?
– No tengo que responder a esa pregunta.
– No, por supuesto que no. Bien, muchas gracias, me ha sido muy útil.
Echó un vistazo a su alrededor: una chica muy joven estaba haciendo una cama en uno de los cubículos. Parecía mucho más prometedora. Jocasta esperó a que desapareciera el médico dentro de otro cubículo, y entonces se acercó a la enfermera.
Fue muy complaciente. Sí, habían traído a la señora Bradford alrededor de las nueve.
– Pobrecilla. Vino con su nieta. Sufría muchos dolores, estaba empapada por la lluvia. Enseguida la vio un médico. Y después la mandaron a rayos X. No se olvidaron de ella ni nada de eso.
– Por supuesto que no. Tiene que ser muy complicado, sobre todo los sábados por la noche. Con tantos borrachos y todo eso, me imagino. Y encima no te dan ni las gracias. Después de que la viera el médico, ¿qué pasó?
– No sabría decirle. Estuve muy ocupada. Una chica tuvo un aborto y fue espantoso. Todos iban de cabeza. Salí de trabajar a la hora de desayunar. Pero parece que la nieta llamó a la médico de familia de la señora Bradford y ella vino a ver si podía ayudar. Eso hizo saltar las alarmas. No les gusta nada, y ya puede imaginarse por qué.
– Claro, pero fue un detalle por su parte venir. ¿Sabe cómo se llama?
– ¿Quién? ¿La doctora? No, lo siento. Pero bajó a rayos X, ellos lo sabrán.
– Muchas gracias… -Miró la placa de la enfermera-. Gracias, Sue. Ha sido muy amable.
Hacía tiempo que Jocasta había aprendido que puedes entrar en muchos sitios donde no deberías, siempre que te comportes con decisión y seguridad, sonrías a todos los que te encuentres y lleves una carpeta en la mano. Se quitó la chaqueta, descolgó una carpeta marrón de una camilla (primero la vació de papeles por si acaso eran cuestión de vida y muerte), metió dentro el Sunday Times y siguió las señales hasta rayos X.
El departamento de rayos X parecía una escena de un documental sobre la crisis de la seguridad social. Roñoso, mal iluminado, y con varias personas que miraban apáticamente al frente.
Jocasta se acercó a la mesa.
– Hola, quería hacer una consulta. Anoche pasó por aquí una tal señora Bradford que se había roto la pelvis. Su médico de familia estuvo con ella y necesito su nombre.
La mujer daba la impresión de estar a punto de perecer de aburrimiento, pero hojeó unos papeles.
– ¿Quién pregunta? ¿Administración?
– Sí, eso.
– Señora Julian Bradford, el médico de familia es la doctora Scott.
– ¿Tiene su teléfono?
– Sólo el de la consulta. Está en Guildford. -Observó a Jocasta-. Creía que era de Administración. Ellos tienen todos los teléfonos de las consultas.
– Ya, pero está cerrado. Estoy haciendo horas extra, para poner al día los expedientes.
– Ah, bueno. Pues es Guildford 78640. -Volvió a mirar a Jocasta-. ¿No serás de la prensa?
– Ojalá. Mi vida sería más divertida.
– Es que nos han dicho que no habláramos con la prensa. Ordenes de arriba. Y tenía algo que ver con la tal señora Bradford.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– Alguien metió la pata, creo. La dejaron demasiado tiempo en la camilla y se le formó un coágulo en la pierna. Esta mañana la han bajado otra vez para hacerle una venografía.
– ¿Y tú la has visto?
– No sabría decirte, a estas horas ya lo veo todo borroso. Cada paciente es igual que el anterior.
Cuando Jocasta volvió, Derek Bateson seguía en Urgencias.
– ¿Ha vuelto la nieta?
– Todavía no. Pero tengo su número de móvil. ¿Lo quieres?
– ¡Oh, sí, por favor!
Menuda lumbrera. ¿No podría habérselo dicho antes y ahorrarle toda la comedia en rayos X? Al menos había conseguido una buena cita.
– ¿Hola? ¿Quién es?
Era una voz joven y cautelosa.
– Oh, hola. Supongo que eres Kate. Soy Jocasta Forbes, del periódico Sketch. Siento mucho lo de tu abuela…
– ¿Hay alguna novedad?
– Todavía no. Tengo mucho interés en hablar con su médico de familia, la que ha ido hoy a verla. Derek, el chico con quien has hablado antes, me ha dicho que tú tenías su teléfono.
– Sí, lo tengo. Pero… Mamá, por favor, sólo es una periodista que… -Una pausa y después continuó, obviamente enfadada-: Mi madre quiere hablar contigo.
Una mujer de voz agradable, aunque angustiada, se puso al teléfono.
– Hola. Mire, no se moleste, pero preferimos no tener nada que ver con la prensa. Lo siento.
– No se preocupe. Me imagino que lo está pasando mal. Siento mucho lo de su madre.
– Sí, la verdad es que ha sido un día espantoso. Ahora estábamos a punto de salir para el hospital.
– Claro. Bien, no quiero entretenerlas más. Pero pensaba que…
– Lo siento -dijo Helen-. Prefiero no hablar de esto.
Clio estaba intentando concentrarse en un documental sobre naturaleza cuando sonó el teléfono.
– ¿Diga?
– ¿La doctora Scott, por favor?
– Yo misma.
– Hola, doctora Scott, siento mucho importunarla en casa. Me llamo Jocasta Forbes, escribo para el Sketch…
Era en momentos como ése, pensó Clio, cuando la Tierra se movía realmente.
– ¿Has dicho Jocasta? -dijo por fin, sintiendo su propia voz temblorosa y rara-. ¿Jocasta Forbes?
– Sí, eso he dicho. ¿Por qué?
– ¡Dios santo! -exclamó Clio, y de repente tuvo que sentarse-. No es posible. Jocasta. Así que lo has conseguido, lo que dijiste que harías.
– Perdone, pero… ¿nos conocemos?
– Jocasta, soy Clio. Clio Scott. Bueno, Clio Graves, de hecho. Tailandia, hace dieciocho años. Es asombroso. Esto es totalmente asombroso.
– ¡Clio! ¡Dios mío! ¿Cómo estás? Esto es extraordinario…
– Absolutamente extraordinario. Qué raro. Pero ¿por qué me llamas ahora? ¿De dónde has sacado mi número?
– Estoy escribiendo un artículo sobre una de tus pacientes, la señora Bradford.
– ¿Un artículo? ¿Por qué un artículo?
– Según tengo entendido, estuvo en una camilla demasiado tiempo y ahora está bastante enferma. En la UCI. A la prensa le chiflan estas historias. He estado en el hospital, pero su nieta…
– ¿Kate Tarrant?
– Sí. No la conozco todavía, pero me ha dado tu teléfono. Parece una chica de armas tomar. Bueno, eso no importa. ¡Oh, Clio, me encantaría verte! ¿Por qué no hicimos lo que habíamos prometido y nos vimos cuando volvimos a casa, hace tantos años? ¿Puedo ir a verte?
– Espera un momento, Jocasta, por favor. Acaba de llegar mi marido.
– ¡Tu marido! Qué maduro suena eso. Oye, llámame dentro de cinco minutos. ¿Tienes un lápiz? Apunta.
Entró Jeremy, cansado e irritable.
– Había un caos brutal, una mujer ha sufrido una embolia pulmonar, se supone que por haber estado demasiado tiempo en una camilla, ha venido la prensa, un jaleo de lo más estúpido.
– ¿Y cómo está ella?
– Y yo qué sé, Clio. ¿Podemos comer la sopa?
– Sí, sí, claro. Se está calentando. Lo siento, Jeremy, de verdad, pero tendré que volver a salir. El niño con meningitis de esta mañana, su madre sigue muy angustiada, y…
– Dios, cómo me alegraré cuando acabes con esta ridiculez. De acuerdo. No tardes mucho, ¿vale? He tenido un domingo espantoso.
Clio salió de casa discretamente, recorrió unos metros con el coche, paró y llamó a Jocasta.
– Hola. Soy yo. Oye, prefiero no ir al hospital. Cuestiones médicas de protocolo y cosas así. ¿Quedamos en el pub que hay en la calle del hospital? Se llama Dog and Fox.
– Claro. Estoy impaciente.
Clio reconoció a Jocasta de inmediato cuando entró apresuradamente en el pub. Estaba sentada en una mesa junto a la ventana, fumando y leyendo algo. Tenía una botella de vino y dos copas delante. Levantó la cabeza, la vio y sonrió. Se puso de pie, se apartó la melena y fue hacia ella, y en ese preciso momento Clio supo exactamente a quién le había recordado Kate Tarrant.
– No hay muchas novedades, lo siento -dijo la enfermera Campbell sonriendo con paciencia de funcionaría a Helen y a Kate-. Su madre sigue en la Unidad de Cuidados Intensivos, recibiendo los mejores y más avanzados cuidados tecnológicos. Créame, está en buenas manos.
– Puede que ahora sí -dijo Kate-, pero de haberla cuidado como es debido desde el principio, ahora no tendría que estar allí.
– ¡Kate! Lo siento -dijo Helen apaciguadoramente a la enfermera Campbell-. Está muy nerviosa.
– Ya lo veo. -La mirada que lanzó la enfermera Campbell a Kate habría aterrorizado a un espíritu un poco más débil-. Creo que lo mejor que pueden hacer es marcharse a casa y volver por la mañana. Su madre no es muy consciente de nada en este momento y si lo fuera… Si lo fuera, no creo que la actitud de la chica la ayudara mucho. Necesita calma y silencio, no que la alteren.
– Ah, claro, porque eso es lo que ha tenido, ¿no? -exclamó Kate-. ¡No recuerdo mucha calma y silencio en ese asco de Urgencias anoche, con gente vomitando, gritando y cagándose en ese lavabo pestilente!
– ¡Kate, por favor! ¡Cállate! Discúlpela -dijo Helen.
– No se preocupe, señora Tarrant. Estamos acostumbrados a la histeria, se lo aseguro. Insisto en que se vayan a casa.
– ¿No hay ningún sitio aquí donde podamos esperar? -pidió Helen con humildad-. Vivimos muy lejos, ¿sabe?
– Hay una sala para familiares -dijo la enfermera Campbell de mala gana-. En la planta baja. Pero no es demasiado cómoda.
– No sé por qué pero nos lo imaginábamos -dijo Kate-. Venga, mamá, vámonos.
Helen siguió a Kate por el pasillo, demasiado nerviosa y angustiada para volver a reñirla.
– Podría quedarme aquí toda la vida -comentó Jocasta apagando el cigarrillo-. Ni siquiera hemos hablado de nuestros viajes. Sólo dime una cosa, ¿te ceñiste al plan? ¿Acabaste donde querías acabar y todo eso?
– No, qué va. La verdad es que no. A menudo me he preguntado qué haría Martha.
– El otro día oí hablar de ella. Así sin más. Está metida en política, parece. O está a punto de estarlo. En ese nuevo partido. También pensaba localizarla. Oh, no, tengo que irme.
– ¿Qué… qué piensas escribir exactamente? -preguntó Clio.
– Oh, lo de siempre. Cosas lacrimógenas. Historias de horror. La seguridad social falla de nuevo. Otra viejecita en una camilla.
– Jocasta, no es una viejecita ni mucho menos -dijo Clio-. Es una mujer estupenda de sesenta y tantos.
– ¿Ah, sí? Ojalá pudiera conocerla. ¿Crees que podré?
– Imposible, si está en la UCI, no.
– ¿Conoces a la hija?
– Sí. Es una buena mujer. La nieta… -Vaciló. El parecido entre Kate y Jocasta seguía inquietándola-. Es de armas tomar.
– Eso he oído. Al menos podría hablar con ella.
– Tal vez. Sí, te parecerá interesante. -A ella le parecía interesante. ¿Se daría cuenta Jocasta del parecido? Probablemente no. Al fin y al cabo, había un número limitado de variaciones en ojos, nariz y boca. La ruleta de miles de millones de genes estaba destinada a sacar algún duplicado…
Se le encogió el estómago.
– Jocasta, sé que es tu trabajo, pero ¿de verdad crees que esto es buena idea? Escribir un artículo y poner los nombres de esas personas tan agradables en el periódico.
– ¡Oh, Clio! -Jocasta meneó la cabeza tristemente-. No se trata de hacer el bien. Se trata de hacer un buen trabajo. Es por lo que me pagan. Espero que esto no estropee nuestra amistad al primer obstáculo, pero tengo que escribirlo, en serio.
– Sí. Sí, lo comprendo. -Pero no lo comprendía-. Aunque no hará más que empeorar las cosas para la señora Bradford. El hospital se pondrá en pie de guerra, te lo aseguro. Vaya, mi marido me mataría si su nombre saliera en el artículo. O el mío.
– ¿Por qué habría de salir su nombre?
– Porque es uno de los médicos del hospital. Bastante importante.
– Entendido. ¿Y por qué habría de matarte? No sería culpa tuya.
– Él creería que sí. Si supiera que te conozco…
– No lo sabrá, no te preocupes por eso. No sacaré vuestros nombres. No mejoran en absoluto la historia y es el sistema lo que queremos denunciar, no las personas. Dime, ¿de dónde puedo sacar una bata blanca? Te sorprendería lo lejos que he llegado a veces con una bata. Casi dentro de un quirófano.
– Jocasta, eso es terrible.
– No lo es. ¿Tú no tendrás una?
– No, no tengo -dijo Clio mintiendo.
– Da igual, ya encontraré la lavandería del hospital. Oye, llámame dentro de un par de días. Coge mi tarjeta, tiene el teléfono y la dirección de correo electrónico. Y te lo advierto, las demás ratas aparecerán mañana.
– ¿Qué ratas?
– Los demás periódicos.
– Oh, no, Jocasta, tienes que…
– Sí, tengo que hacerlo. -Se inclinó para dar un beso a Clio-. Me alegro muchísimo de haberte encontrado. No te preocupes por el artículo. Dura un día y después sirve para envolver patatas.
Siempre lo decía y era doblemente mentira, porque las patatas se envolvían en papel blanco higiénico y todos los artículos podían leerse en Internet sólo con apretar un par de teclas. Sin embargo esa idea seguía consolando a la gente.
Helen dormitaba agitadamente en la miserable incomodidad de la sala de visitas, y Kate leía ejemplares atrasados de Hello! cuando entró una doctora.
No parecía una doctora, excepto por la bata blanca. Era muy joven y bonita. Sonrió a Kate y se puso un dedo frente a los labios.
– ¿Kate? -susurró.
– Sí. ¿Qué pasa? ¿La abuela…?
Jocasta indicó la puerta con la cabeza. Kate se levantó de buena gana y la siguió al pasillo.
– Que yo sepa, tu abuela sigue igual. Pero no soy médico. Soy Jocasta del Sketch. He hablado contigo por teléfono. -Sonrió a Kate-. ¿Cómo estás?
– Muy preocupada. No nos dicen nada y quiero ver a la abuela y no me dejan.
– Bien, subiremos dentro de un minuto. A ver qué encontramos. No sé hasta dónde puede llegar la doctora Jocasta, pero a la primera base seguro que sí. ¿Tienes hambre? Tengo patatas.
– Oh, sí, por favor. Me muero de hambre. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Dicen que cierran las puertas de entrada.
– Urgencias está siempre abierto. He entrado y ya está.
Era estupenda, pensó Kate, devorando patatas de buena gana, estupenda de verdad. Le gustaba mucho.
Martha percibía el impacto en sus voces. De todas las cosas que había hecho que les costaba entender, aquélla sin duda se llevaba la palma.
– Pero, cielo -comentó su madre-, claro que nos alegramos por ti. Y nos sentimos orgullosos. Pero ¿por qué? Creía que te encantaba tu trabajo.
– Es verdad. Me encanta. En todo caso, no pienso dejarlo hasta que me elijan. Y lo más seguro es que no me elijan. Pero la verdad es que últimamente ya no estaba tan satisfecha. Y este nuevo… desafío me intriga. -Necesitaba un desafío. Necesitaba algo. Si no podía tener a Ed.
– Pero tú no sabes nada de política.
– No sabía nada, pero he estado trabajando para este partido, haciendo parte de su trabajo legal y todo eso, hace una temporada, y me ha gustado. Al menos en parte. La verdad, estoy casi tan sorprendida como vosotros de que me lo pidieran. Y estoy casi tan segura como de que estoy sentada aquí de que no me preseleccionarán, y menos aún de que me nombren candidata del partido. De modo que en realidad todo es una especie de farsa. Pero he dicho que lo intentaría.
Sólo por lo que había dicho Ed, en realidad. Sólo por la expresión de su cara cuando se había marchado, que expresaba desagrado…
Después de colgar, se había permitido otro llanto reparador. Le alivió un poco la pena: brevemente.
– ¡Oh, qué divertido! Esto me está ayudando más que esa cosa horrible que no paran de inyectarme. ¡Ya está! ¿Cómo estoy?
– Mami, no sé si hacemos bien -dijo Helen.
Su voz evidenciaba el mismo cansancio que su aspecto. En cambio, Jilly, que estaba recostada en las almohadas, retocándose el pelo y contemplándose en un espejito, tenía la tez sonrosada y le brillaban los ojos. Cualquiera que las viera diría que era Helen la que había estado a punto de morir hacía cuatro días.
– ¿No sabes qué, hija?
– Volviendo a ver a esa chica. No nos ha traído más que problemas.
– A mí no -dijo Jilly secamente-. De no ser por ella, la otra noche no te habría visto. Ni a Kate. Además, poder contarle con detalle esta experiencia horrible y leerlo al día siguiente, bueno, ha sido como una especie de venganza. Por todos esos estúpidos de urgencias, y por esa enfermera horrible que tienen aquí. Tan pagados de sí mismos, tan poco preocupados por el sufrimiento de los demás. Y no está nada mal que me hayan puesto en esta habitación, ¿verdad? ¡Qué considerados!
Helen no dijo nada. Habían puesto a su madre en una habitación aparte siguiendo instrucciones precisas de uno de los especialistas jefes, el doctor Graves, el médico que la atendía, que se había puesto incandescente de rabia con el artículo del Sketch del lunes y la llegada de una docena más de periodistas y fotógrafos a lo que denominaba su hospital. Ése había sido un error que había dado pie a un titular en el Sun que decía: «De hecho, son nuestros hospitales doctor Graves».
Jocasta había visitado a Jilly, que se sentía frágil pero animada, en su habitación a mediodía del lunes. El resto de la prensa no había podido llegar tan lejos. Ella, como nueva amiga íntima de la nieta de Jilly Bradford, había escapado al control, y de todos modos, con la melena oculta bajo una gorra de béisbol, nadie la reconoció como la joven que se había hecho pasar por doctora y había causado tantos problemas la noche anterior, había entrado en la UCI para comprobar cómo estaba la señora Bradford y, después de asegurarse de que estaba bien, le había dicho a la enfermera de guardia que creía que le haría bien que permitieran que su hija y su nieta la visitaran un rato.
Poco después había llegado un médico de verdad y habían echado a Jocasta y la enfermera había recibido una severa reprimenda, pero se había defendido diciendo que no podían esperar que conociera a todos los internos del hospital, y que por mucho que fuera un hospital de la seguridad social inglesa, deseaba volver a su propio hospital en Suráfrica.
Eso había llegado a oídos de Jocasta, que lo había transmitido a sus lectores, junto con la cita de la chica del departamento de rayos X de que todos los pacientes le parecían iguales, y otra de una enfermera de Urgencias, de que era imposible atender a todo el mundo como es debido, por la escasez de personal, y que no era justo.
«¿Cuánto tiempo deberemos soportar esto? -era el emotivo final de su artículo-. ¿Cuántos pacientes más van a morir, cuántas ancianas tendrán que sentirse abandonadas y solas, y en el caso de Jilly Bradford, aguantar empapadas hasta los huesos después de permanecer varias horas bajo la lluvia esperando a la ambulancia? ¿Por qué después le niegan la comodidad de una cama caliente y una taza de té? ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que alguien tome las riendas de la seguridad social?»
Aparte de ser descrita como una anciana Jilly quedó encantada con el artículo y con su papel estelar en él.
El lunes por la mañana, Clio salió temprano de casa para comprar el Sketch, y se quedó horrorizada con cada palabra. Jocasta había cumplido su promesa, no se mencionaba su nombre, ni siquiera se refería a ella como el médico de familia de la señora Bradford, pero el oprobio que había lanzado sobre el hospital y las citas fuera de contexto de los distintos departamentos la pusieron enferma.
El martes, el tema salía en todos los periódicos, pero el Sketch seguía ganando la carrera por una cabeza con una breve entrevista personal concedida por la señora Bradford, «en un débil susurro», a Jocasta Forbes, contando lo que había pasado, y agradeciendo a su nieta, Kate, que hubiera batallado tan valerosamente por ella y, por supuesto, también a la señorita Forbes, que había ayudado a su hija para que pudiera visitarla en la UCI cuando necesitaba más que nunca el consuelo del contacto personal.
«Creo que fue en ese momento cuando empecé a mejorar.»
Todos los periodistas estaban desesperados por hablar con Kate, que se había convertido en la heroína del momento, y ella estaba desesperada por hablar con ellos, pero Helen se negó de forma rotunda.
El miércoles, el tema estaba moribundo, aparte de un párrafo en la columna de Lynda Lee-Potter en el Daily Mail, que achacaba la situación a la eliminación de la figura de la supervisora y a que ya no se formara a las enfermeras en el propio hospital.
– Bien, esto es para el periódico de mañana -dijo Jocasta-. Te prometo que después de esto te dejaré en paz.
– No, por favor -dijo Kate-. Te echaré mucho de menos. Me ha encantado.
– No sé por qué -dijo Helen con sequedad.
La adoración de Kate por Jocasta le resultaba irritante y fuera de lugar. Desde su punto de vista, Jocasta no había hecho más que causarles problemas. Aquel fin de semana darían el alta a Jilly, pero no podría volver a su casa, sino que tendría que instalarse en la de Helen un par de semanas, aunque fuera de mala gana. Kate estaba feliz.
– Lo pasaremos en grande. Seré la enfermera jefe, te traeré todo el champán que quieras, y montones de vídeos y cosas.
– Oh, Kate -dijo Jilly, acariciándole la mano y mirándola cariñosamente-, ¿qué habría hecho sin ti? Me habría muerto, creo. Bien, Jocasta, he hecho lo que he podido con mis cabellos y Kate me ha traído esta mañanita tan bonita, ¿qué te parece?
– Es preciosa -dijo Jocasta, y lo era de verdad, rosa pálido y con un reborde de muletón.
Kate miró a Jocasta y sonrió.
– ¿Puedo salir yo en una foto?
– Bueno…
– ¡Kate! -dijo Helen-. Ni hablar.
– ¿Por qué? La abuela ha dicho que le he salvado la vida. No sé por qué no puedo salir. Sería genial. A lo mejor me descubre una agencia de modelos.
Ésa era su ambición del momento: ser una supermodelo. Se lo había confiado a Jocasta, que para sus adentros pensó que podía ser muy factible, pero no se lo dijo. Conocía demasiado bien el mundo oscuro, alimentado por las drogas, de la industria de la moda, y no habría animado a Kate a entrar en él por nada del mundo.
– No sé por qué no puede salir en las fotos -dijo Jilly-. Me gustaría mucho. Jocasta, ¿tú qué crees?
– Creo que sería bonito -contestó Jocasta con cautela-. Esa chica tan guapa, que ha batallado por su abuela, daría mucho más interés a las fotos para los lectores.
El fotógrafo preparó la cámara.
– Será una gran foto -dijo a Jocasta, mientras Jilly se arreglaba el pelo por enésima vez y Kate se sentaba en la cama a su lado, rodeando a su abuela con un brazo-. La pondrán en primera página.
– Eso espero. Pero sé rápido, a la madre no le hace gracia y no quiero que se enfade.
– La niña es una preciosidad. ¿Sabes que se parece un poco a ti?
– Ojalá -dijo Jocasta-. Quedarán de maravilla -añadió, cuando salió el fotógrafo-. Las dos estabais impresionantes.
– Muchas gracias -dijo Jilly-, pero lo dudo. Es cuando no estás bien cuando se nota la edad.
– Le prometo que no se notará. Y las arrugas de Kate tampoco saldrán. Las dos estaban muy guapas. Se parece mucho a usted.
– Me encantaría creerlo -dijo Jilly-, pero por desgracia eso es imposible.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– Pues verás…
– Mamá -dijo Helen, en un tono de voz muy frío-, ahora no.
Kate estaba mirando a su madre, y después miró a Jocasta y sonrió inmediatamente.
– Te acompaño fuera.
– Bien -dijo Jocasta-. Adiós, señora Bradford, me alegro de que se esté recuperando tan bien.
– Gracias. Y gracias también por su ayuda. Estoy segura de que ha ayudado a muchas otras personas, indirectamente. Si algún día va a Guildford, pase por mi tienda. Caroline B, en High Street.
Kate echaría de menos a Jocasta. Le caía muy bien. No le tenía miedo a nadie, iba a por lo que quería y lo conseguía.
– ¿Sólo hablarás de la abuela? -preguntó-. ¿En el artículo de la foto?
– Oh, no -dijo Jocasta-, habrá que recordarles toda la historia. Cuatro días, que es lo que va entre esta foto y la primera, es mucho tiempo para un periódico. Te mencionaré a ti y todo lo que hiciste.
– ¡Qué bien! ¿Podrías hacer otra cosa? Poner mi nombre entero. Hay tantas Kates que es muy soso.
– De acuerdo -dijo Jocasta sonriendo-. ¿Cuál es tu nombre completo?
– Kate Bianca Tarrant.
– Es un nombre precioso, Bianca.
– Sí. Cuando sea mayor creo que me llamaré así. Tu trabajo debe de ser divertido -dijo Kate soñadoramente-. Podría ser periodista en lugar de modelo.
– Es divertido. Te advierto que hay que hacer mucho trabajo rutinario, aunque eso sucede en todos los trabajos. De hecho creo que servirías -dijo, mirando a Kate con expresión inquisitiva.
– ¡Uau! Pues eso es lo que haré. ¿Me conseguirás un trabajo?
Jocasta rió.
– Por ahora no. Eres un poco joven. Hoy te piden un título.
– ¡Un título! No, gracias. Si no puedo con el instituto.
– Tú misma. A veces cogemos a gente para hacer prácticas. Este verano, cuando tengas vacaciones, si te apetece, podría colarte una semana. No necesariamente conmigo. Quizás en el departamento de moda.
– ¡Uau! ¡Sí! Sería fantástico. No te olvidarás, ¿eh?
– Seguro que no permitirás que lo olvide -dijo Jocasta-. Coge mi tarjeta. Tiene mis teléfonos y mi dirección de correo electrónico.
– Gracias, Jocasta. Te echaré de menos.
– Yo también.
– Perdona a mi madre, por lo de antes. No sé qué le pasa. La verdad, es muy raro, siempre se lo cuenta a todo el mundo. Que soy adoptada.
– ¿Ah, sí? -dijo Jocasta. A Kate no le pareció sorprendida, sólo demostraba un interés educado.
– Sí.
– Parecéis todos muy unidos.
– Sí, nos llevamos bien. La verdad es que con quien me llevo mejor es con la abuela. Es muy divertida. Mi padre está bien, pero es más estricto incluso que mi madre, y tengo una hermana pequeña que es la Señorita Perfecta, lista y estudiosa, con una beca de música en una escuela pija.
– ¿También es adoptada?
– No, ella no. Nació después de que me adoptaran a mí.
– ¿Y cómo te hace sentir ser adoptada? -preguntó Jocasta-. Perdona, ¿te molesta hablar de esto?
– No. No pasa nada.
– ¿Sabes algo de tu madre biológica? ¿Te gustaría conocerla algún día?
– No -dijo Kate con firmeza-. ¿Para qué, después de lo que me hizo?
– ¿Qué es lo que te hizo? Te entregó en adopción cuando eras un bebé o… perdona -repitió-, ¿te molesta hablar de esto?
– No -dijo Kate-. Sí, eso hizo. Cuando yo era un bebé.
Empezaba a desear no haber empezado aquella conversación. No tenía ninguna intención de contarle a Jocasta, a la fantástica, inteligente y exitosa Jocasta, todos los detalles penosos y vergonzosos de ser abandonada como un montón de basura en un armario de limpieza.
– Era una… estudiante -improvisó rápidamente- de Irlanda. Era católica, y no se planteó abortar. Pero me quería y quiso que estuviera en una buena familia. De hecho, no me dejó con los primeros que me quisieron, esperó hasta que aparecieron mis padres y le pareció que ellos me cuidarían como es debido. ¿Vale?
Se sentía agresiva y furiosa, como si Jocasta le hubiera extraído la información a su pesar. Se volvió y miró hacia el aparcamiento. Sintió una mano en el hombro.
– Kate, tranquila. Cálmate. No he pensado nada malo de tu madre en ningún momento. Seguro que era muy especial si te tuvo a ti. Y muy valiente si renunció a ti por tu propio bien. Sin duda fue muy valiente. Oye, ha sido estupendo conocerte. No te olvides de lo de las prácticas, ¿eh? Llámame cuando te apetezca. O si quieres que salgamos a almorzar algún día. No quiero pensar que no volveré a verte. Lo digo en serio.
Kate pensó que no lo decía en serio mientras veía alejarse el Golf negro por el aparcamiento. Probablemente no volverían a verse. ¿Por qué habrían de verse, al fin y al cabo?
Esa noche Jocasta llegó a casa muy tarde. Nick estaba esperándola.
– Quería verte -dijo, dándole un beso-. ¿Estoy perdonado?
En ese momento estaba tan abatida que se alegró una barbaridad de verle. Se olvidó de lo demás.
– Estás perdonado -dijo, abrazándole.
– Me estoy esforzando.
– Nick, no quiero que hablemos de eso. Me alegro de que estés aquí.
– Eso está bien. Muy bien. Yo también me alegro de estar aquí. ¿No tendrás ningún millonario minorista escondido en alguna parte?
O sea que se había enterado. A lo mejor incluso le había importado.
– Ninguno.
– Encantado de oírlo. Es demasiado atractivo para mi gusto.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella abriendo mucho los ojos-. No lo había notado. Sólo es…
– Ya. Un millonario viejo como cualquier otro. Pareces triste, cariño.
– Lo estoy. He tenido un día horrible. Bueno, horrible no. Pero sí angustioso.
– ¿Qué? ¿La inflexible Jocasta, alias Lois Lane, angustiada? Tiene que ser un parto. Toma una copa de vino. Te he dejado bastante.
– Sí, tienes razón. Les tengo fobia, Nick. Es penoso.
– No tanto -dijo él, pasándole la copa-, después de lo que pasaste, no.
– Sí lo es. Debería haberlo superado hace años.
– Un trauma es un trauma, tesoro. Mi madrina nunca superó que le dispararan durante una cacería, prácticamente vomita cuando ve un zorro, aunque sea husmeando el cubo de basura de Kensington. Ya te lo he contado.
– Ya, pero…, bueno, el caso es que una mujer tuvo un hijo en la cárcel. Estaba encadenada, Nick, mientras lo paría. Y fue un parto espantoso, que duró horas y horas y al final tuvieron que…, bueno, no entraré en detalles. Pero su madre sí lo ha hecho. Lo tengo todo en una cinta. Gritaba y gritaba pidiendo ayuda. Y el bebé estuvo a punto de morir. No podía estarme quieta en el asiento mientras la escuchaba. Tuve que pedirle que me dejara ir al baño y vomitar. Y después tuve que escribirlo y la conexión de correo no funcionaba, y no tuve más remedio que dictarlo por teléfono.
– Pobrecilla. Me refiero a ti.
– No podría revivirlo, Nick. Ni en un millón de años. Aunque me anestesiaran. No dejaría de recordar y… Dios mío… -Se echó a llorar, sin poder evitarlo, como una niña-. Lo siento, lo siento tanto…
– Mira cómo te pones -dijo él, dándole un beso y abrazándola-. Mira en qué estado estás. Tontita. Nadie te va a pedir que pases por eso. Venga, bébetelo. Y después saldremos a cenar. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -dijo Jocasta.
– Bien. Te quiero. Y te pido perdón una vez más… por todo.
Jocasta le miró. Nick pedía perdón muy pocas veces. Menos aún de lo que le decía que la quería. Su mal día y los traumas se desvanecieron enseguida.
– Yo también te quiero -dijo-. Y también quiero pedirte perdón. Mejor nos quedamos en casa.
– Mejor.
Había llegado sin avisar. El viernes, el fatídico viernes, había sido un día precioso, soleado y ventoso, y a pesar de que era su último día en la consulta, Clio se sentía extrañamente feliz. Puede que no fuera tan malo. Al fin y al cabo le gustaba estar en casa. Y Jeremy estaría de mejor humor, más contento. Eso ayudaría mucho. Aún le quería. Le quería. Sabía que le quería.
A la hora del almuerzo, en un impulso, le llamó. Había celebrado su despedida la noche anterior, Mark estaría fuera el viernes y había querido estar.
– Te echaremos de menos, Clio -había dicho, dándole una enorme vela aromática y una caja de bombones.
Jeremy aceptó almorzar con ella.
– Estaría bien salir de aquí un rato. ¿Te va bien a la una?
– Por supuesto. Pídeme patata hervida con chile si llegas primero.
– De acuerdo. Tengo ganas de verte. Gracias.
Clio fue canturreando hasta el pub. En el futuro podría hacer a menudo esas cosas, hacerle más feliz. Y eso a su vez la haría feliz a ella.
Llegó al pub la primera. Jeremy entró quince minutos tarde, con expresión estresada. Clio le hizo un gesto.
– Te he pedido una copa. ¡Un Virgin Mary!
– Gracias, pero sólo podré tomar un bocadillo, me han puesto más pacientes.
– Oh, no, pobre. Bien, iré a anular el menú.
– Iré contigo. Quiero que me pongan más hielo.
Era el bar frecuentado por el personal del hospital. Varias personas los reconocieron, y los saludaron. Clio notó que un par de ellos miraban a Jeremy de una forma rara. Se imaginó que sería por el artículo.
Desde entonces no habían salido. Rezó para que nadie lo mencionara y deseó no haber quedado en aquel pub precisamente.
Jeremy se fue al servicio. Clio volvió a la mesa. Una mujer gorda se había sentado en una esquina, en un taburete que se había traído del otro extremo del bar.
– Espero que no le importe. No hay ninguna mesa vacía.
– No…, claro -dijo Clio, consciente de que Jeremy se pondría furioso-, pero…
Cuando Jeremy volvió, miró a la mujer con mala cara.
– Ésta es nuestra mesa. Lo siento.
– Yo también lo siento, pero no hay mesas vacías y, que yo sepa, las mesas de los pubs no pueden reservarse en exclusiva -dijo, mirándolo con la misma mala cara-. No nos conocemos, ¿verdad?
– Claro que no -dijo Jeremy. Volvió la mirada furiosa hacia Clio-. Deberías haber guardado la mesa. ¿No podemos cambiarnos?
La mujer suspiró y sacó un periódico arrugado.
– No se apuren, por favor -dijo en un tono muy irónico-. No les molestaré.
Maurice Trent, el dueño, apareció con la comida.
– Aquí tenéis. Siento haberos hecho esperar. Me alegro de veros a los dos. Menuda semanita, ¿eh? Paparazzi hasta en la sopa, y venga tonterías. Aquella chica con la que hablabas el domingo, doctora Scott, era una de ellos, ¿verdad? Parecía agradable, no de las que te esperas que trabajen en un periodicucho de ésos.
Clio había leído muchas veces la expresión «encogerse las tripas» y se había reído, pero de repente comprendió su exacto significado.
– ¿De qué chica hablas? -preguntó Jeremy, con expresión gélida.
– De una de las periodistas -dijo Maurice-. La primera en aparecer, creo. Sí, ya voy -gritó a la camarera que le hacía gestos desde la barra-. Os dejo. Que comáis a gusto.
Jeremy se sentó y miró fijamente a Clio, que sentía ganas de vomitar.
– ¿Estuviste hablando con una de las periodistas? ¿El domingo? ¿Y no me lo dijiste?
– No. Quiero decir, sí. Pero no porque fuera periodista. Te lo juro, Jeremy, en serio. Se presentó de repente. Sí es periodista, pero nosotras… habíamos viajado juntas hace años, cuando teníamos dieciocho años. No la había visto desde entonces y…
– Y se presentó sin más en tu puerta, en el momento preciso. Qué conveniente para ella.
– Sí, me llamó porque yo era la médico de familia de la señora Bradford y entonces reconoció mi nombre. Ya sabes cómo ocurren esas cosas, el mundo es un pañuelo…
– No, no lo sé. De hecho, no lo sé. ¿Y eso fue el domingo?
– Sí -dijo Clio, muy bajito.
– Que yo recuerde, te largaste de casa con la excusa de unas visitas a domicilio. Y en realidad fuiste a verla a ella y…
– Jeremy, por favor, baja la voz. Nos están mirando.
Jeremy se volvió. Era verdad, la mitad del bar estaba observándoles. Se puso de pie.
– Ya hablaremos más tarde. ¿Serás tan amable de encargarte de la cuenta?
– Sí, claro. Pero Jeremy…
Se marchó y la mujer gorda apartó la mirada del periódico.
– Ahora recuerdo de qué me sonaba -dijo-. Es el que salió en el Sun, el que dijo…
Clio salió casi corriendo del bar, arrojó un billete de veinte libras al sorprendido Maurice Trent y llegó al aparcamiento. El coche de Jeremy ya no estaba.
– ¿Martha?
– Sí. Sí, soy yo. Hola, Ed.
Literalmente había soñado con eso, lo había imaginado a menudo en los últimos días, mientras el teléfono sonaba con decisión para emplazarla a escuchar a personas no deseadas, pitaba sin cesar con mensajes de texto de personas tampoco deseadas, y los correos electrónicos de gente de la que no quería saber nada se deslizaban de forma incesante en su pantalla. Sin embargo, ahora que era realmente él, no experimentó ninguna sorpresa. Más bien terror.
– Siento mucho lo de la otra noche -comentó Ed-. Dije cosas horribles.
– La mayoría de ellas justificadas, creo. Me vino bien -dijo Martha-. He… -No, no debía hacer eso. Ponerse a hablar de sí misma, de su carrera-. He pensado mucho -dijo.
– Ah, en fin, no quería que acabáramos así. Quería que al menos… quedáramos como amigos.
– Por supuesto. -Dios mío, estaba doliéndole más de lo que podría haber imaginado.
– Sí. Lo siento.
– Ed, no pasa nada. -Se esforzó por parecer despreocupada-. Te perdono.
Un largo silencio y después:
– Muy bien -dijo Ed-, me alegro. Tal vez…
– ¿Sí? -No parezcas demasiado ilusionada, Martha, por Dios.
– Tal vez algún día podamos salir a tomar algo.
– Sí. Llámame. O te llamaré yo.
– Bien. Entonces, nada más, adiós. Hasta luego.
Si esas palabras tuvieran un significado literal, si pudiera verle luego, verle sonreír, sentir sus labios rozándole los cabellos, tomarle de la mano, besarle, abrazarle, estar en la cama con él, tenerle…
– Adiós, Ed -dijo. Con serenidad, muy controlada de nuevo. Volvía ser Martha, de hecho. Aunque ser Martha nunca había sido tan doloroso. O casi nunca.
Gracias a Dios que estaba hasta arriba de trabajo. ¿Cómo habría podido afrontar la tristeza de no haber tenido tanto trabajo?
Jocasta estaba entrando en un bar cuando sonó su teléfono.
– ¿Jocasta? Soy Jilly. Jilly Bradford.
– Oh, hola, señora Bradford. ¿Cómo se encuentra? Qué alegría saber de usted.
– Estoy mejor, gracias. Me muero de aburrimiento, claro. Pero sólo quería darle las gracias por publicar esa foto tan bonita en el periódico. Fue muy halagador, y sin duda desengañó a cualquiera que creyera que yo era una vieja senil.
– Sí, sin duda. Me alegro de que le gustara.
– Me gustó. Kate se compró seis periódicos. Es la heroína del momento en la escuela.
Jocasta rió.
– Su nieta es un encanto. Creo que le irá muy bien en la vida.
– Yo también lo creo. O lo espero, al menos. Se lo merece.
Hay una sensación que todos los buenos periodistas conocen: una especie de excitación, una punzada de advertencia de que está formándose algo que está fuera de tu alcance, algo que vale la pena perseguir. Jocasta lo sintió entonces.
– Me contó que era adoptada -dijo.
– ¿Ah, sí? Eso quiere decir que la considera una buena persona. Es una historia extraordinaria, ¿no le parece?
– En realidad, no es tan extraordinaria. Aunque hoy día la mayoría de las chicas no se deshacen de sus hijos, se los quedan y los crían solas.
– No me refería a eso. Me refería a la forma como la encontraron, en el aeropuerto. ¿No se lo contó?
– Bueno, no, en detalle, no. -Cuidado, Jocasta, cuidado.
– Claro. Pero ¿le contó el resto?
– Sí, pero…
– Para ella es muy difícil. Le duele muy adentro, pobrecilla. Que la abandonaran de esa manera.
– Sí, no ha de ser fácil.
El teléfono pitó. Mierda. Si se quedaba en ese momento sin batería se tiraría de los pelos.
– Le cuesta mucho. Y le gustaría encontrarla, claro, aunque yo creo…
Otro pitido.
– Señora Bradford, tendré que llamarla más tarde. Me estoy quedando sin batería. Si…
– No se preocupe. Sólo quería darle las gracias. Venga a verme un día a Guildford cuando esté en casa. Le diré a Kate que lo organice. O podríamos almorzar en un sitio bonito de la ciudad. Creo que eso le apetecerá más. Adiós y…
El teléfono se apagó. Jocasta deseaba tirarlo al suelo y pisotearlo. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a Jilly al teléfono del hospital y decir: «¿Qué decía de la adopción de Kate…?».
El momento se había perdido. Y era total y absolutamente por culpa suya.
Jeremy llegó sobre las ocho, con la cara tensa de furia que a ella le daba tanto miedo. Clio le sonrió insegura y dijo:
– Hola, Jeremy. ¿Tienes hambre? He preparado un guiso de liebre…
– Por favor, no me vengas con ésas -dijo él.
– ¿Que no te venga con qué?
– Hacer como si todo fuera normal. No hace más que empeorarlo.
– Jeremy, ojalá me permitieras explicártelo. No dije nada del hospital ni de la señora Bradford a Jocasta…
– ¿Jocasta?
– Sí, la periodista.
– Creí que habíais quedado en el pub.
– Es verdad, pero para hablar de los viejos tiempos.
– Porque no podías hacerlo en casa. ¿Tenías que escabullirte sin contarme que era una vieja amiga?
– Pues, sí, porque creí que desconfiarías, que no querrías creerme. Sabía que no me escucharías, que no me dejarías ir. -Empezaba a enfadarse ella también.
– ¡Que no te dejaría ir! ¿Así es como me ves? ¿Como una especie de tirano? Lo considero del todo insultante.
– Pues no pretendía serlo. Sólo intento explicarte lo que ocurrió, por qué hice lo que hice.
– Y entonces estuviste con ella en el pub, con esa periodista amiga tuya, ¿y no hablasteis en absoluto de esa horrible señora Bradford? ¿Esperas que me lo crea?
– ¡Sí! De hecho, le pedí que no escribiera el artículo y que, por favor, no nos mencionara ni a ti ni a mí.
– Y te hizo caso, claro.
– La verdad es que sí. Si lees el artículo verás que no nos menciona a ninguno de los dos. Puedo ir a buscarlo si quieres…
– ¿Esperas que lea esa porquería?
– ¡Oh, cállate! -dijo Clio, sorprendiéndose a sí misma.
Él también se sorprendió claramente. Clio muy pocas veces pasaba a la ofensiva.
– No puedo seguir aguantando que me engañes -dijo, cambiando de táctica-. No hacía falta.
– Mira, si no fueras tan abusón, si no me trataras como a un ser inferior…
– ¡Eso que has dicho es asqueroso!
– Pero es verdad. Me intimidas. No respetas lo que hago, me has hecho dejar un empleo que me encantaba, desprecias todo lo que digo, siempre estás de mal humor…, bueno, no siempre -añadió, deseosa de ser justa, incluso con toda la rabia y la pena que sentía-, pero sí muy a menudo. No me dejas hacer nada sola, me culpas de todo lo que va mal en nuestra vida, hasta la cosa más tonta, como que alguien se siente en nuestra mesa del pub. ¿Te extraña que no te pregunte si puedo invitar a una vieja amiga para charlar? Creo que ya va siendo hora de que hagas un poco de examen de conciencia, Jeremy, en serio.
Él no dijo nada, se volvió y se fue arriba, al dormitorio. Ella le siguió. Él había sacado una maleta y estaba llenándola.
– ¿Qué haces? -preguntó. Ya estaba asustada.
– La maleta. Creo que es evidente.
– ¿Para ir adónde?
– No lo sé seguro. Pero está claro que aquí no hay espacio para mí. No tengo nada con que contribuir a nuestro matrimonio, así que será mejor que me vaya.
– Jeremy, no seas tonto. ¡Por favor! -Notaba el pánico en su propia voz.
– No me parece una tontería. Es evidente que estás mejor sola. Con tu trabajo, que evidentemente es más importante que yo. Ayer me sentí asqueado escuchándote decir cuánto sentían todos que te marcharas, que no te habían sustituido todavía, que iban a echarte tanto de menos. Dios santo, ¿cómo se las van arreglar los enfermos de Guildford sin ti, Clio? Apártate, por favor, quiero coger mis camisas.
– A la mierda tus camisas -dijo Clio con voz calmada-, y a la mierda tú. ¿Cómo te atreves a despreciar mi trabajo así?
– Primero, no me lo consultaste antes de aceptar ese empleo -dijo-. Yo tenía una idea totalmente diferente, no una esposa a tiempo parcial, obsesionada con su carrera. Esperaba que ya tuviéramos hijos ahora, pero eso también se me ha negado. Me pregunto si también me estás engañando con eso. Ya no me creo nada de ti, Clio.
– ¡Hijo de puta! -dijo ella, con las lágrimas pugnando por salir, y una punzada de pena terrible en un lugar muy hondo-. Eres un hijo de puta. ¿Cómo te atreves, cómo te atreves a decir eso? -De repente todo dio un vuelco y se sintió muy fuerte, y le vio, en toda su orgullosa autocompasión, y supo que no podía soportarlo ni un día más, ni una hora más-. No te molestes en hacer las maletas, Jeremy. Me voy yo. No quiero pasar una noche más en esta casa, donde podríamos haber sido felices y donde tú te las has arreglado para que fuéramos desgraciados. Quiero salir de aquí, y de este matrimonio. Es una parodia. Y me asquea.
Y cogiendo sólo el bolso y las llaves del coche, salió de la casa, subió al coche y se alejó de Jeremy y de aquel breve y desastroso matrimonio.
Cuando sonó el móvil, Martha estaba escuchando su propia voz en una cinta haciendo la presentación, tomando notas para algunas correcciones, al mismo tiempo que repasaba cuidadosamente el contenido de su maletín.
Seguro que era Chad otra vez, sólo podía ser él. Decidió no contestar. Estaba harta de aquellas interminables llamadas.
Había terminado sus notas y estaba sentada en la cama, hojeando las páginas de política del periódico, cuando sonó el teléfono fijo. Qué pesado, pensó, yendo a la sala, lo último que le apetecía era hablar con él.
– Chad -dijo, descolgando de golpe-, por favor…
– Martha, hija, soy mamá. Tu padre y yo queríamos desearte suerte para mañana.
– Gracias, mamá -dijo Martha-, eres muy amable.
– Sé que lo harás bien, cariño. Todo el mundo está emocionado con tu entrada en la política. De todos modos, buena suerte y espero que duermas bien.
– Lo haré. De hecho ya estoy en la cama. Gracias por llamar.
Colgó y se dio cuenta de que la luz de los mensajes parpadeaba. Alguien había llamado antes y no se había enterado. Seguro que era Chad. Pero sería mejor comprobarlo.
«Hola, Martha. Soy Ed. Quería hablar contigo. Probaré en el móvil.»
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó en voz alta, volvió a la cama y marcó el teléfono de Ed, temblando violentamente. Le contestó enseguida.
– Hola.
– Hola, Ed. Soy yo. Perdona. No me he dado cuenta de que habías llamado.
– No te preocupes.
– ¿Eh, qué puedo hacer por ti?
– Sólo… -Hubo un largo silencio, y después-: Sólo quería desearte suerte. Para mañana.
– Ed, ¿quién te lo ha dicho?
– Mi madre. Me ha llamado esta noche, y me ha preguntado si sabía quién sería el nuevo miembro del Parlamento por Binsmow.
Martha se echó a reír.
– ¡Oh, Dios, las madres! -se lamentó.
– Sí, ya ves. Deberías habérmelo dicho.
– ¿Por qué?
– Bueno, por todo lo que te dije. Está claro que fui injusto. Lo siento, Martha. Perdona que te dijera esas cosas. Estuvo fuera de lugar. Ahora me doy cuenta. -Hubo un silencio, y después dijo-: Te he echado mucho de menos. Pensé que me las arreglaría sin ti, pero no he podido.
– Ed -dijo Martha-, estoy obsesionada conmigo misma, soy una loca del control. Pero me esfuerzo por no serlo. Si tú no hubieras dicho lo que dijiste, le habría dicho que no a Chad. De todas maneras, mañana tengo una reunión muy importante. Empiezo muy temprano.
– Sí, claro -dijo él-. Perdona. Sólo quería…
– No importa, ¿por qué no vienes? Podemos hablar de mi presentación. Entre otras cosas.
Bueno, pensó, apagando el móvil, al menos se metería en la cama temprano.
El sábado por la mañana tomó la M 11 con los nervios de punta. Se había despertado a las seis, había dejado a Ed durmiendo como un tronco, había ido al gimnasio y de repente se le había ocurrido que un Mercedes descapotable no era precisamente un vehículo adecuado para presentarse en Binsmow. Deseó haberlo pensado antes. Tendría que dejar el Mercedes en el aparcamiento del Coach and Horses y coger el coche de Chad.
Volvió a repasar su discurso de presentación de diez minutos y una y otra vez ensayó respuestas a preguntas imaginarias. Algunas imágenes y recuerdos insistentes no cesaban de interrumpir su concentración. Intentó no pensar en ellos. Incluso en Ed diciéndole que había sido el mejor sexo que había tenido nunca, y quedarse dormida oyéndole decir…, bueno, al menos esto se permitiría revivirlo mentalmente, decidió, sonriendo como una tonta con el recuerdo.
– Te quiero, de verdad, te quiero -había dicho-. Sé que te quiero. Antes no estaba seguro.
Eso había sido lo mejor. Se lo reservaría y lo disfrutaría a gusto más tarde.
Se sentía fantástica: enérgica, viva y pulcra y tranquilamente feliz. Llevaba unos pantalones de piel y un jersey carísimo de Joseph para el viaje, pero en un colgador, dentro del coche, tenía ropa más modesta: un traje azul marino de Hobbs y un top rosa pálido, con el escote oblicuo. Llevaba poco maquillaje, las uñas sin esmalte, y los zapatos y el bolso eran de LK Bennett, en lugar de los de Gucci, más exclusivos. Se cambió en una gasolinera a unos quince kilómetros de Binsmow.
Cuando llegó al Coach and Horses, Chad ya estaba allí, tomando un zumo de naranja. Se levantó para darle un beso.
– Me gusta el traje. Muy bien. Pareces salida de un casting para candidatos al Partido casi Conservador. ¿Quieres tomar algo?
– Para comer, no. Quizás una tónica. Estoy nerviosísima.
– Eso está bien. Lo harás mejor. Los nervios son algo valioso. Te dan un chute de adrenalina.
– Vaya, Chad. ¿Cuándo fue la última vez que te pusiste nervioso?
– Anteayer -respondió, sorprendiéndola-. Siempre que tengo que hablar en la Cámara me da la sensación de que voy a vomitar.
– Ah -dijo ella, sintiéndose curiosamente consolada.
– Espero que hayas pasado buena noche.
– Oh, sí, he dormido muy bien -dijo Martha, y sintió que se ruborizaba con un recuerdo especialmente penetrante. Seguro que un candidato en perspectiva, pocas horas antes de su presentación, no debería acostarse con su hermoso y joven amante, con la cabeza hacia atrás, el cuerpo arqueado, empapada de un dulce y arrasador placer, y exhalando el ruido despreocupado y primario del sexo-. Sí, he dormido de maravilla.
Llegó un joven de cara rojiza y saludable llamado Colin Black, vestido con un traje de cheviot y unos zapatos extremadamente lustrosos. Sería su agente, la asesoraría en asuntos locales, la ayudaría en las elecciones. Había sido agente conservador, se había desilusionado y «Me he pasado a vuestro bando», dijo, con su sonrisa sonrosada. Resultó ser un granjero acomodado con antecedentes en la política estudiantil. A Martha le cayó bien.
– Lástima que no hayamos podido conocernos antes -dijo-. Ha ido todo muy deprisa. Están todos a punto para recibirte, deseosos de conocerte. Ya han visto a los otros tres. Sólo hay uno que deba preocuparte. Joven. Profesor. El otro es una mujer, muy buena, pero un poco alocada. Es del norte. -Estaba claro que para él ser del norte era como venir de Sodoma y Gomorra-. En fin, no tengo más que desearte buena suerte. Chad te habrá puesto al día sobre las formas, supongo.
Martha dijo que sí, pero añadió con tacto que agradecería cualquier consejo.
– El mejor que puedo darte es que no leas mucho tus notas. Habla con el corazón. Lo demás se lo tienen muy sabido.
– No leeré nada -dijo Martha-. Lo tengo todo en la cabeza.
– Genial. Vámonos y buena suerte.
Por el camino le llegó un mensaje. Era de Ed.
«Buena suerte. Te quiero. Besos.»
A las dos y media llegaron a un gran edificio en la vieja plaza del mercado y subieron a una gran sala, donde una mujer de mediana edad de aspecto cansado estaba colocando sillas en semicírculo. Chad se ofreció a ayudarla. La mujer estaba claramente deslumbrada con su presencia. Cuando Martha se ofreció también a ayudar, se mostró desdeñosa y dijo que, si quería, podía acercarse la mesita para poner sus notas.
– Esa de ahí. Espero que sea bastante grande. No hay nada más.
Martha dijo que estaba bien.
La sala se llenó enseguida, con igual número de mujeres que de hombres. La mayoría eran de mediana edad, se mostraron cordiales de una forma un poco distante, le sonrieron brevemente y enseguida volvieron a hablar entre ellos. Sólo una mujer bastante imponente habló con Chad. Estaba claro que les estaban poniendo a los dos en su lugar.
A las tres en punto, la mujer imponente, que resultó ser la presidenta, llamó la atención y pidió a todos que ocuparan sus asientos. Todos se sentaron, en semicírculo, y a Martha la sentaron a su mesita, en medio. Chad le indicó que se sentara, y se quedó de pie a su lado, sonrió a su manera deslumbrante e hizo un pequeño discurso, dándoles las gracias por brindar una oportunidad al partido, esbozó la política general y dijo que estaba seguro de que, con el apoyo de personas como los residentes de Binsmow, podrían recortar radicalmente la mayoría de Tony Blair en las próximas elecciones. Todos permanecieron sentados con caras inexpresivas.
Entonces le tocó el turno a Martha. Empezó bastante tranquila, utilizó la baza local, introdujo un par de reminiscencias de la infancia -comprar en el mercado, la escuela y los picnics en los prados de las afueras de la ciudad- esperando obtener alguna clase de reacción que pudiera utilizar. No obtuvo ninguna. Permanecieron sentados escuchándola, totalmente inexpresivos. No sonrieron, no fruncieron el ceño. Martha había decidido ser sincera; no valía la pena simular que su pasión por la política venía de lejos, se limitó a decir que había sentido crecer su interés por el tema durante el año pasado, a raíz de su asociación con el Partido Progresista de Centro. Mencionó que había trabajado como asesora del ciudadano en Binsmow y que tenía cierta experiencia con los problemas de la gente y cómo resolverlos. Habló de Lina y de su angustia por el estado de los hospitales y las escuelas que ella y otros como ella tenían que soportar. Y dijo que ése había sido el aspecto decisivo que la había acercado a la política.
– Barbara Follett, a quien me presentaron hace tiempo, me dijo que, según su experiencia, siempre era alguna vivencia personal lo que llevaba a las mujeres a dedicarse a la política, mientras que para los hombres era más bien una cuestión de ambición personal. Quiero hacer algo que represente una diferencia, mejorar la vida de las personas, aunque sea un poco.
Esperaba obtener alguna reacción con eso; no obtuvo ninguna. Empezaba a asustarse, pero consiguió ajustarse al guión, y dijo que le gustaba mucho la filosofía del Partido Progresista de Centro -las personas antes que la política- y después expresó algunas de sus ideas: que hacer revivir el sentido de comunidad podía resolver muchos problemas de la sociedad, y prometió montar un servicio quincenal de asesoramiento legal gratuito si la elegían.
Siguió sin obtener ninguna reacción: cada vez estaba más asustada. ¿Qué demonios hacía allí? La argumentación más difícil en un juzgado era más fácil que aquello. Sin embargo, no podía echarse atrás. Sigue adelante, Martha.
Llegó como pudo al final de su presentación:
– Me encantaría trabajar para las personas de Binsmow y devolver parte de lo que ellas me dieron.
Cuando terminó, se hizo el silencio en la sala. Era desconcertante. No esperaba aplausos, pero sí una reacción, algunas preguntas. Lo he hecho fatal, pensó amargada, y miró a Chad, que le guiñó un ojo.
– Bien -dijo-, ahora ya conocen algo de Martha y su… nuestra filosofía. ¿Quieren hacerle alguna pregunta, profundizar más?
Después de eso, la cosa mejoró. La presidenta, que se llamaba Geraldine Curtís, le sonrió educadamente.
– Yo sí quiero. Empezaré por darle las gracias por esta interesante presentación. Estoy segura de que ha sido del agrado de todos. Veamos, es usted muy joven, señorita Hartley, y no tiene experiencia. ¿Qué le hace pensar que puede encargarse de la circunscripción?
Estaba preparada para esa pregunta; Chad la había aleccionado.
– Yo también me lo pregunto -dijo sonriendo, y esta vez le correspondieron-. Es evidente que soy joven. Eso tiene sus desventajas, por supuesto. Me falta experiencia y formación política, pero eso también tiene sus ventajas. Tengo mucha energía. Estoy muy deseosa de aprender; de hecho, es lo que más me apetece. No tengo ideas preconcebidas. Tengo una mente inquisitiva. Y por ser abogada, una mente analítica, pero no quiero que piensen que soy arrogante, que espero que todo sea fácil. Sólo puedo decir que no lo espero. Sin embargo, tal vez sea una garantía de mi potencial que personas como Chad Lawrence y Jack Kirkland, y por supuesto la maravillosa Janet Frean, me apoyen. Quiero aprender y aprender deprisa, y creo que puedo.
La señora Curtis sonrió de nuevo.
– Bueno, al menos ha sido sincera. ¿Alguien más quiere preguntar?
Había varios. ¿Se instalaría en Binsmow? Al ser soltera y tener una posición acomodada, ¿entendía de verdad las preocupaciones económicas y los problemas que sufrían esas familias? Si se casaba y tenía hijos, ¿continuaría siendo parlamentaria? ¿Qué la había acercado al Partido Progresista de Centro? ¿Qué tenía contra los conservadores tradicionales? (Cuidado con ésta, había dicho Chad, seguro que hay al menos dos dudosos en la comisión que estarán contra ti por principio: no te pongas en contra, di sólo que instintivamente, como joven ambiciosa que eres, crees que éste es el partido para ti.) ¿Qué pensaba de la educación primaria? ¿Qué haría para recrear el sentido de comunidad del que había hablado de forma tan emotiva? ¿Qué pensaba de las donaciones a los partidos? En este punto, Geraldine Curtis decidió que las preguntas estaban siendo demasiado concretas, se levantó mayestáticamente y aplaudió para llamar la atención.
– Creo que es suficiente por ahora. Betty, podríamos tomar un té y continuar hablando con la señorita Hartley de manera más informal. Personalmente me gustaría saber más de su infancia en Binsmow y su educación en la escuela.
Betty, la agotada colocadora de sillas, desapareció detrás de la sala seguida de un par de miembros. Volvieron con un carrito cargado de tazas de té y bandejas de galletas. Martha decidió que ésa sería la única vez en su vida en la que las calorías no contarían, salvo a su favor, y comió varias.
Lo peor era, pensó Clio, la sensación de no tener adónde ir, de que aunque fuera temporalmente, estaba sin techo. Después de pensarlo un momento, había ido a un motel de las afueras y se había inscrito por una noche. Una vez dentro del anonimato de su pequeña celda de color crema, había sentido que la habitación se ajustaba de una manera extraordinaria a su situación: un lugar sin pasado y sin futuro, sólo presente. Sorprendentemente durmió varias horas; se despertó a las seis, con una sensación terrible de miedo y soledad.
¿Y ahora qué?
Se dio cuenta de que tenía muy pocos amigos íntimos. De hecho, no tenía amigos íntimos. Ya no. Lo que no entendía era por qué no se sentía más desgraciada. Miedo, sí; soledad, sí, y una enorme preocupación, sí. Pero no se sentía desgraciada.
Subió al coche y condujo, sin saber por qué, por la A 3 en dirección a Londres. Era una dirección tan buena como cualquier otra. Le apeteció un café y paró el coche en un Little Chef. El café era bueno y de repente le apeteció tomar unas tostadas. Se estaba comiendo la segunda cuando sonó su móvil.
¿Jeremy? ¿Preocupado por ella, preocupado por dónde estaría?
– ¿Clio? Hola, soy Jocasta. Quería saber cómo estabas. Espero que el artículo no te haya creado problemas.
– Oh -dilo Clio en tono frívolo-, no tanto. Por su culpa he dejado a mi marido, ya no tengo casa y todo eso. Pero no te preocupes, Jocasta, no es culpa tuya.
– ¡Dios mío! Estás bromeando, ¿verdad?
– No, no es broma. Estoy en un Little Chef de la A 3, sin casa, y sin lugar adónde ir, y sólo tengo la ropa que llevo puesta. Ah, tampoco tengo trabajo.
– ¡Dios santo! Oh, Clio, no sabes cuánto lo siento. Ya sé que no te sirve de nada. Dios mío. ¿Qué ha pasado? ¿Ha sido culpa mía?
– No, de hecho, no -comentó Clio suspirando-. Bueno, tú puedes haber sido el catalizador, o lo ha sido el artículo, pero el problema ya existía.
– ¿Qué problema existía?
– No me apetece hablar, Jocasta. Lo siento.
Y de repente su calma y su fanfarronería la abandonaron y se echó a llorar, con enormes y pesados sollozos. Las tres personas que había en el Little Chef se quedaron mirándola. Colgó el teléfono y se fue corriendo al servicio, donde se encerró en un lavabo, se sentó en la taza, apoyó la cabeza en las manos y lloró hasta cansarse.
– Ha estado maravillosa. Realmente maravillosa. -Chad sonrió a Grace Hartley. Estaban en la sala de la vicaría, usando la mejor porcelana, y con suficientes pasteles en el carrito para alimentar a todo el Partido Progresista de Centro-. Se lo agradezco mucho, señora Hartley, el pastel de limón tiene un aspecto muy apetitoso. Venga, Martha, come un pedazo.
– Martha no come nunca nada -dijo Grace suspirando-, y menos pasteles.
– Pues ha devorado las galletas de la comisión. ¿Verdad, Martha?
– Es que he pensado que debía hacerlo.
– Y también debes comer el pastel de tu madre. Venga.
Martha levantó su plato con resignación. Ahora se daba cuenta de por qué la política engordaba.
Chad contó lo bien que lo había hecho Martha, pero que no sabrían nada hasta después de unos días, probablemente una semana.
– Sólo para demostrar quién manda en realidad en Westminster.
Sonó su teléfono y todos se sobresaltaron. Salió de la habitación, y cerró la puerta. Evidentemente era alguien de la comisión: una decisión tan rápida sólo podía ser una mala noticia, pensó Martha con tristeza. Se sentía muy mal. Había fallado en algo muy importante. En algo que quería de verdad. Y además en público. Todos estarían muy decepcionados. Ella estaba aún más decepcionada consigo misma. Tardaría mucho tiempo en…
La puerta se abrió y entró Chad sonriendo.
– Bien -dijo-, tengo muy buenas noticias. Era Norman Brampton. No es oficial pero… Martha, ¡te quieren! Geraldine Curtis le ha llamado. Están muy impresionados contigo.
– ¡Dios mío! -exclamó Martha. Se sentía increíblemente bien. En ese momento podría haber volado. Se sentía por completo invulnerable. No había fallado. No había quedado como una idiota. Lo había conseguido. Había triunfado. Había…
– Oh, es maravilloso, querida -dijo Grace-. Te felicito. Dame un beso.
– Maravilloso -dijo Peter Hartley-. Eres una chica muy lista. Qué contento estoy. Estamos muy orgullosos de ti, Martha. Será maravilloso tenerte por aquí…
– Pero esto es absolutamente confidencial -comentó Chad-. Norman no debería habérmelo dicho, pero estaba muy seguro, ¡lo has conseguido!
Martha volvió al pub con Chad a recoger su coche y se dio cuenta de que casi no le quedaba gasolina. Llenaría el depósito al volver a casa de sus padres, quizás iría a dar una vuelta. Necesitaba despejarse.
Uno de los surtidores no funcionaba del todo bien, había que sacudirlo y después echaba la gasolina con demasiada fuerza. ¡Qué asco! No le haría ningún bien a su traje. Y parecía que tendría que ponérselo mucho. Acabó de llenar el depósito, pagó y fue al servicio a lavarse las manos.
Como era de esperar, estaba hecho un asco, con toallas de papel tiradas en el suelo, además de colillas, un trapo grasiento en el lavamanos y un periódico olvidado sobre el secador de manos. Cuando lo puso en marcha, el periódico cayó al suelo. Martha decidió que era donde debía estar, y estaba a punto de abrir la puerta para salir cuando sonó su móvil. Mientras hurgaba en el bolso, uno de los pulcros guantes que llevaba para completar su nueva personalidad cayó al suelo.
Maldijo y miró el móvil. Era Ed, que quería saber cómo le había ido. Se agachó a recoger el guante. Y allí estaba: la fotografía. Una fotografía vulgar, en realidad, que ocupaba un cuarto de página. Mostraba a una mujer mayor, en una cama de hospital, y a una chica joven. La mujer llevaba un salto de cama y unos pendientes de perlas bastante incongruentes. La chica, que tenía una larga melena ondulada, llevaba una cazadora vaquera y varios aros en una oreja. Rodeaba a la mujer con un brazo y sonreía feliz a la cámara.
«Lo que hizo Katy», decía el pie.
Y Martha, agachada en el suelo, se sintió de forma extraña forzada a leer, y a descubrir qué había hecho Katy, que era preocuparse por su «querida abuela», que se había puesto gravemente enferma, tras estar veinte horas abandonada en una camilla de Urgencias.
«Pero hubo final feliz. La señora Bradford se está recuperando bien y está muy orgullosa de la valentía de su nieta, que batalló con el personal del hospital para que la atendieran como es debido. Kate Bianca, de quince años, como le gusta que la llamen, aspira a ser modelo. ¿Por qué no gerente de hospital, Kate?»
Martha se inclinó sobre la asquerosa taza del inodoro y vomitó violentamente.
Nick no estaba precisamente encantado de que una antigua amiga de la juventud de Jocasta que acababa de dejar a su marido estuviera a punto de entrometerse en su tranquilidad dominical matutina.
– Creía que íbamos a ir a Camden Lock.
– Ella también puede venir.
– ¿Qué? ¿Moqueando todo el rato? ¿Es que no tiene más amigas?
– No lo sé, Nick, ha pasado dos noches en moteles.
– Vale, vale. Pero me parece un poco raro que una mujer no tenga adónde ir excepto a moteles y a casa de alguien que conoció hace dieciséis años.
– Diecisiete. Mira, piensa lo que quieras. Seguro que tiene amigos, pero no le apetece dar explicaciones.
Clio estaba delante de la puerta, mirando la bonita casa de Jocasta e intentando reunir el coraje suficiente para llamar. ¿Qué demonios hacía allí, en el peor momento de su vida, visitando a alguien que era prácticamente una desconocida? La hacía sentir más lastimosa que nunca. La verdad era que, en aquel preciso momento de aguda soledad, Jocasta la había llamado. Y había sido muy amable y cariñosa, parecía sinceramente preocupada por ella, y entonces había parecido una buena idea.
Estaba sopesando la posibilidad de volver por donde había venido cuando se abrió la puerta y un hombre alto y muy delgado, vestido con ropa deportiva para correr, apareció, le sonrió y dijo:
– Tú debes de ser Clio. Pasa. Voy a correr un poco, así tú y Jocasta podréis hablar con tranquilidad. Soy Nick -añadió, alargándole una mano huesuda-. Nick Marshall. Amigo de Jocasta. Hasta luego.
Clio le sonrió.
– Gracias -dijo, y después se preocupó por si había sonado descortés dar las gracias a alguien por marcharse de su propia casa. O de la casa de su novia.
– Adiós.
Se marchó. Una larga figura saltando. Y a continuación:
– Clio, pasa -dijo Jocasta, y no sólo estaba en la casa, sino en brazos de Jocasta, y se echó a llorar otra vez, y Jocasta le acarició el pelo, y le dijo tonterías, tonterías tranquilizadoras y después la acompañó a una cocina acogedora y caótica donde la hizo sentarse y le colocó una gran taza de café delante y Clio la miró y pensó, como había pensado hacía años, que era una persona asombrosamente buena y deseó no haberla apartado de su vida.
Chad habría estado orgulloso del día siguiente a la presentación, pensó Martha, medio impresionada, medio avergonzada de sí misma. Tras una noche febril y agitada, se levantó temprano, sacó a Bella, la anciana labrador, a dar un paseo (consciente de que se encontraría con otros dueños de perros a los que podría hablar de sus ideas políticas) y después asistió a la comunión familiar y a la reunión con café y galletas en la sacristía por la tarde: dijo que sí, que era cierto, que tenía el apoyo de Norman Brampton, que se quedaría allí toda la semana, menos el lunes, que si alguien quería hablar con ella, estaría en la vicaría; dijo que el nuevo partido representaba todo lo mejor del antiguo partido conservador, pero con algunas ideas nuevas y muy buenas, y que si alguien quería ver fuera a Tony Blair, el Partido Progresista de Centro era el que tenía más posibilidades y que tenía folletos si alguien estaba interesado.
Después de eso, fue a ver a Norman Brampton, que estaba sentado, muerto de aburrimiento, mientras su esposa le volvía loco.
– Daría lo que fuera por estar en tu lugar -dijo-, me estoy volviendo loco. En fin, estoy encantado con cómo han ido las cosas, está claro que te he votado y a los demás les has impresionado. ¿Qué tal es Jack Kirkland? Siempre le he admirado, pero mantiene las distancias.
– Para mí es más bien un enigma -dijo Martha-. Parece muy estricto y severo, pero de hecho es muy buena persona y considerado. En la Cámara es una maravilla.
– Veo que ya se te ha pegado el argot -dijo, sonriéndole-. Bien hecho. ¿Tomamos otro café, mientras hablamos del año que viene?
Y así se pasó el día.
La noche antes había estado un buen rato mirando, en un aparcamiento, la fotografía, leyendo y releyendo el pie, y calmándose a base de fuerza de voluntad. Era una estupidez, estaba claro. Se estaba poniendo histérica. El país estaba lleno de miles, de millones de chicas de quince años. Varios centenares de ellas sin duda se llamaban Bianca. Además, ésa, la de la amada abuela (¿es posible que estuvieras tan unida a una nieta adoptada? Seguramente no), no se llamaba Bianca, se llamaba Kate. Bianca sólo era el segundo nombre, un añadido. ¿Y qué si tenía ese pelo? Millones de chicas tenían ese pelo, largo y ondulado. Rubio. Y sólo tenía quince años. No, casi dieciséis. Lo dirían si fuera así. De hecho, Kate Bianca habría dicho que tenía dieciséis. Todas las chicas de esa edad querían parecer mayores de lo que eran. No, todo era una ridiculez.
Tiró el periódico al contenedor de basura, con cuidado e intención, y mandó un mensaje a Ed -no se atrevía a hablar con él todavía-, volvió a casa despacio y se sentó a mirar la televisión con su madre, un sinfín de estupideces atontadoras. Sólo que a ella no la atontaron lo suficiente. Cuando subió a su habitación seguía dándole vueltas a lo mismo, de manera incansable.
Tenía un mensaje de Ed. «¡Salve, nueva parlamentaria! -decía-. Te quiero. Ed.» La hizo sentir mucho mejor de repente.
No por mucho tiempo…
Se acercó a la ventana, contempló el cielo estrellado y deseó que se acabara la noche. Por la mañana estaría mejor, todo se veía mejor por la mañana. ¿Cuántas veces se lo había repetido a sí misma, desde hacía casi dieciséis años?
– ¿Estás segura de que estarás bien? -Jocasta miró a Clio dudosa.
– Por supuesto. Iré a casa de unos amigos en Guildford; me alojarán unos días, mientras me organizo.
– ¿Ya has hablado con ellos?
– Sí.
Mark Salter la había llamado y le había dicho que nada le haría más feliz que readmitirla en la consulta, pero que tenía que respetar el compromiso de quince días de prueba con el primer candidato.
– Lo que lamento es que las circunstancias te sean poco favorables.
– Clio -dijo Jocasta, llenándole de nuevo la copa-. Creo que esta noche deberías quedarte conmigo.
– Jocasta, no puedo. ¿Qué diría Nick?
Jocasta la miró fijamente.
– Me importa un rábano lo que diga Nick. Ésta es mi casa, mi vida. No tiene nada que ver con Nick.
– Sí, pero…
– Mira -dijo Jocasta-, uno: no volverá, se ha ido a su casa, y dos: si vuelve, será bien recibido. No estamos en los años cincuenta. Y todavía no hemos hablado de Martha.
– ¡Martha! ¿La has visto?
– No exactamente, pero nuestros caminos se han cruzado. Quiere ser parlamentaria, según dice Nick. Él la conoce. Dice que es muy importante y triunfadora.
– Sí, era muy ambiciosa, ya entonces. Es curioso lo de la ambición, ¿verdad? Parece que la gente lo lleve en los genes. ¿Y tú? ¿Tus genes de la ambición son fuertes?
– Bastante. ¿Y los tuyos?
– Más de lo que creía -dijo Clio despacio-. Cuando me casé con Jeremy, creía que me gustaría dejarlo todo, pero no era verdad. Me fastidiaba dejar mi trabajo en el hospital.
– ¿Qué hacías?
– Era especialista en geriatría. Sé que suena mal, pero no es tan malo, es fascinante y agradable y compensa mucho. Y después me gustó mucho la medicina familiar. El día que lo dejé me sentía fatal. Y no fue sólo porque coincidiera con el final de mi matrimonio.
– ¿Y ahora qué?
– De ahora en adelante, no miraré atrás.
– ¿A largo plazo?
– No lo sé. Curiosamente hace un par de semanas supe por una colega que había un par de vacantes en mi departamento. Y querían que me presentara. Entonces, claro, no podía ni planteármelo, Jeremy se puso furioso en cuanto se enteró.
Hubo un silencio mientras Jocasta se esforzaba por no hacer ningún comentario sobre Jeremy y su comportamiento, y después dijo:
– Pero ahora, ¿por qué no?
– No creo que tenga estómago para hacerlo, ahora mismo. Me siento un poco vulnerable, por decirlo de algún modo.
– Es natural. Pero no durará siempre. Y podría ser lo que te hace falta. Un nuevo reto y esas cosas que se dicen. Puede que no sea muy buena idea volver a Guildford, donde vive Jeremy. Oye, ¿por qué no les llamas y les dices que no irás esta noche? Tenemos muchas cosas de que hablar, y… ¡Clio! -Estaba claro que la había pillado-. No pensabas ir, ¿verdad?
– No exactamente -dijo Clio-, no. Pero…
– Hecho. Te quedas. Otra botella de vino. Ojalá fumaras, Clio, me haces sentir muy corrupta.
Sacó una botella de vino, la descorchó y sirvió una copa a Clio.
– Salud. Otra vez. Me alegro muchísimo de verte. Aunque sea en circunstancias tan penosas. Y…
Llamaron a la puerta con fuerza.
– Mierda -dijo Jocasta-. Perdóname un momento.
Clio tomó un largo sorbo de vino, sin muchas ganas de ver a nadie, medio escuchando cómo Jocasta saludaba a alguien, y después hablaba en voz baja (era evidente que le contaba a quien fuera que tenía una visita inesperada), y luego por fin entró y dijo:
– Clio, mira quién ha venido: ¡Josh!
Y allí estaba él, delante de ella, no muy cambiado, más o menos como le recordaba, sólo que parecía más grande, los cabellos rubios y los ojos grandes y azules, la sonrisa de dientes blancos, la causa -aunque fuera indirecta- de tantos de sus problemas. ¿Y ahora qué haría?
– ¡Hola, Martha! Un soplo del pasado. ¡No te atrevas a decir que no te acuerdas de mí!
Por segunda vez en cuarenta y ocho horas, Martha se quedó paralizada de golpe. Conocía perfectamente esa voz. Aquella voz musical y algo aguda. La última vez que la había oído, había sido en una estación atiborrada de Bangkok. Volvió a sentir el calor, y volvió a sentir el pánico, se vio huyendo, fingiendo que no la había oído, que no había visto a Jocasta, escabulléndose por un callejón diminuto y angosto y refugiándose entre el caos de los puestos.
– ¿Martha? ¿Eres tú, verdad? Chad Lawrence me dio tu número. Soy Jocasta. Jocasta Forbes.
– No, claro que no. Quiero decir que claro que te recuerdo. Me alegro de oírte. -Oía su propia voz, asombrosamente normal, agradable, cariñosa, pero no mucho más.
– Me encantaría verte, Martha. Es que, verás, este fin de semana, es muy raro, pero he estado con Clio.
– ¿Clio Scott? -Aquello estaba empeorando por momentos.
– Sí. En fin, Chad me ha dicho que te apuntas al partido.
– Pues, me lo estoy pensando.
– ¿En serio? Yo he oído que eres la posible candidata de tu distrito natal.
– ¡No! Todavía no, al menos. Oye, ahora mismo no puedo hablar.
– Por eso te llamaba. Para que quedáramos. Chad me llamó porque se le ocurrió que podría escribir un artículo sobre ti para el periódico.
Dios mío. Santo cielo. ¿Qué le preguntaría? ¿Qué?
– ¿Para el periódico?
– Sí. Para el Sketch, trabajo allí. Creía que Chad te lo había dicho.
Haz un esfuerzo, Martha, debe de pensar que eres totalmente idiota.
– ¿Qué me dices? Te dará a conocer, ¿no crees?
Hubo un silencio y entonces Jocasta dijo, en un tono de voz diferente:
– Oye, si te vas a meter en política más vale que te acostumbres. No puedes ganar si no te conocen, te lo digo yo. Apunta el número de mi móvil. Llámame si quieres que nos veamos. Cuando quieras que hagamos la entrevista.
– ¿La entrevista?
– El artículo.
– Oh, sí. Sinceramente, Jocasta, no creo que sea posible. Lo siento.
– Bien. No pasa nada. Adiós.
– Adiós, Jocasta. Y gracias por llamar.
– Será asquerosa -dijo Jocasta en voz alta al colgar.
– ¿Qué planes tienes?
La voz de Jeremy era distinta a cómo la recordaba; era casi insegura, nerviosa. Clio estaba mirando la hilera de champús de farmacia y se sorprendió tanto que casi dejó caer la cesta.
– No estoy del todo segura, si te he de ser sincera.
– ¿Dónde… dónde vives?
– En un piso en Guildford. O viviré. Al final de la semana. Esta mañana he firmado el contrato. Mientras, estoy en casa de los Salter.
– ¡Los Salter! ¿Les has contado lo… lo ocurrido?
– ¿Qué te he dejado? Sí, claro, no he tenido más remedio. Pero, mira, Jeremy, estoy en una droguería, y no es el mejor lugar para tener esta conversación. Si quieres hablar conmigo, quedaremos. -Se sentía fría y dominante.
– Sí. Deberíamos quedar. ¿Quieres venir a casa?
– Preferiría no hacerlo. ¿Un pub?
– Claro. ¿Te parece bien el de Thursley? ¿A las seis?
– Qué, ¿hoy? No. Esta noche no puedo. Lo siento.
Sí que podía, pero…
– ¿Mañana, entonces? Pero sobre las siete, porque tengo muchos pacientes.
Clio apagó el móvil y fue a ponerse a la cola de la caja. Su paz y seguridad en sí misma habían sido breves. Sin embargo había sido un comienzo.
– Jocasta, hola. Quería darte las gracias por la otra noche.
– No fue nada, ven siempre que quieras comer como es debido pero, Josh, deberías poner un poco de orden en tu vida.
– Ya, lo sé. No es muy divertido vivir sin Beatrice, y echo de menos una barbaridad a las niñas.
– Espero que sí. Aun así… -Se ablandó un poco-. No creo que vaya en serio en lo del divorcio. Sólo intenta darte una lección.
– No estés tan segura. Ha consultado a un abogado.
– Dios mío, Josh. Lo siento. Anoche no me lo dijiste.
– Es que no quería hablar de eso delante de Clio.
– Es un encanto, ¿verdad? Me cae muy bien. Pero me pareció un poco rara contigo. Josh, ¿hay algo que debería saber? ¿De ti y de ella? ¿No te acostarías con ella, no? ¿Mientras viajábamos?
– ¡Por supuesto que no! -Parecía sinceramente indignado de que Jocasta lo pensara.
– Lo siento. Es que parecía un poco incómoda y no entendía por qué. Sólo es eso.
– Jocasta, no pasó nada entre Clio y yo. ¿Está claro?
Martha estaba intentando trabajar un poco cuando volvió a sonar el teléfono. Era Chad.
– Martha, ¿a qué crees que estás jugando? -le dijo, con una voz tensa y áspera-. ¿Rechazar lo que podría haber sido un gran artículo en el Sketch? ¿Estás loca? Podrías haber ganado centenares de votos, incluso miles. Te recomiendo muy encarecidamente que la veas. Es la oportunidad de iniciarte en la vida política. Al menos, en la fase en que estás tú.
– Sí, pero…
– Martha, hazlo y basta. No va a decir nada malo de ti. Es una historia encantadora. Infancia en Binsmow, el viaje que hicisteis juntas, y después tu vertiginoso ascenso como abogada, la muerte de la limpiadora que te convierte a la política… Es tan hermoso que parece que nos lo hayamos inventado. Vas a llamar a Jocasta inmediatamente. Y haz acopio de humildad antes de hacerlo, está un poco desdeñosa.
– De hecho, Chad, en fin, me preguntaba si…
Dilo, Martha, acaba de una vez, es sólo una frase, unas palabras, y volverás a estar a salvo.
– Martha, ¿qué pasa? Tengo mucho trabajo.
– … si podía cambiar de idea.
La voz de Chad fue profundamente incrédula.
– ¿Cambiar de idea? ¿Cómo? ¿Retirarte?
– Eso… sí.
– Martha, ¿qué coño te pasa? ¿Es que no te das cuenta de todo el esfuerzo que te hemos dedicado? ¿Que el propio Jack Kirkland ha escrito al partido local? ¿Que yo he perdido mucho tiempo por tu culpa? ¿Que Norman Brampton ha trabajado como un mulo, llamando a todo el mundo, y probablemente arriesgándose a sufrir otro infarto? ¿Que hemos convencido a los miembros del partido local contra una oposición considerable, no sólo de que nos apoyen, sino de que tú les representes? ¿Te das cuenta del valor que eso exige por su parte? ¡Cómo te atreves a jugar con nosotros, como una niña pija y tonta! Empiezo a pensar que hemos cometido un craso error.
Martha no dijo nada, preguntándose si debía seguir adelante, sopesando qué miedo era peor.
– Mira -dijo-, tengo que irme. Será mejor que te aclares, Martha, y que lo hagas rápido. Decídete, en un sentido u otro.
– Chad…
Pero había colgado.
Poco después su teléfono volvió a sonar. Era Janet Frean.
– Hola, Martha. Te llamaba para felicitarte. Lo has hecho de maravilla. Ya cuesta bastante cuando llevas años en el gremio. Te lo digo yo.
– Gracias, Janet. Oye…
– Te necesitamos, ya lo sabes. Necesitamos gente como tú. Me han dicho que te sientes indecisa. Es muy natural, a todos nos pasa. Yo recuerdo haber sufrido ese megapánico más de una vez. Es bastante aterrador. Pero pronto te sentirás mejor. En serio. Y no permitas que Chad te apabulle. Si te preocupa algo, cuéntamelo a mí. ¿De acuerdo?
Como si fuera posible, Janet, como si fuera posible.
Y después le llegó un correo electrónico. Era de Jack Kirkland.
«Hola, Martha. Sólo quería felicitarte. Muy bien hecho. Sabía que lo harías bien. Sólo necesitamos cien más como tú. No nos falles ahora. Te necesitamos. Jack.»
– Por Dios -exclamó Martha, y enterró la cabeza en las manos.
Y entonces volvió a llamar Chad.
– Siento haberte echado la bronca. Es natural que estés asustada. Es totalmente natural. Pero lo estás haciendo muy bien y todos te apoyamos. ¿De acuerdo?
– Sí, Chad.
– Buena chica. ¿Llamarás a Jocasta? En cuanto puedas.
Vaya, pensó Martha, cansada, éste tiene un pellejo más duro que una manada de rinocerontes.
– Sí, Chad -repitió.
La tenían atrapada, no podría quitárselos de encima así como así.
Cuando volvió a su piso por la noche, su padre le había enviado una carta. Reconoció su hermosa letra. Se quedó de pie, leyendo, con lágrimas en los ojos.
«… no cesa de venir gente para decir cuánto desean que salgas elegida, y lo orgullosos que debemos estar de ti. Y lo estamos, cariño, lo estamos. Y seguimos siendo muy discretos. Los dos te mandamos todo nuestro amor. Nos vemos dentro de un par de días.»
¿Cómo podía volverle la espalda a esto y decirles que no lo haría?
De hecho, pensó, ahora que el pánico había cedido un poco, ¿por qué no habría de hacerlo? Tenía una gran oportunidad de hacer algo que había deseado mucho. No podía tirarlo por la borda. Ahora no.
Millones de chicas, millones de chicas…
Jack Kirkland sonrió a Janet, al otro extremo de la mesa, y le indicó que se sentara.
– Gracias por encontrar un momento. Sólo quería comentarte algo. Creo que tenemos a Eliot Griers a bordo.
– ¿Ah, en serio?
Eliot Griers era el diputado conservador por el norte de Surrey. Su tono suave engañaba, era brutal en el debate, y le habían prometido un puesto en el gabinete en la sombra de Iain Duncan Smith, que nunca se había materializado.
– Sí. Está seguro de que puede convencer a la sección local del partido. ¿A ti qué te parece? A mí personalmente me encantaría. Es muy conocido y muy inteligente, justo lo que necesitamos.
– Es evidente que me gustaría mucho. Es muy inteligente. De eso no hay duda. Pero me sorprende. La última vez que hablé con él, no paró de decir que éramos muy valientes, no parecía plantearse en absoluto unirse a nosotros.
– Eso era antes de que no le dieran el puesto en el gobierno en la sombra. Le ha amargado mucho. Por supuesto querrá un asiento bien situado, por decirlo de algún modo. Nos sería muy útil en este momento. Un portavoz para el partido a lo grande. Podríamos hacer mucho ruido.
Hubo una pausa casi inapreciable. Después:
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Bueno, sería muy visible. No me gustaría que te sintieras apartada.
Janet se puso de pie y apartó la silla con bastante vehemencia.
– Jack, me gustaría pensar que estoy por encima de esas cosas. Lo que me importa, por encima de todo, es el partido y que tenga éxito. No estoy en esto por ambición personal. Sabes que no es el caso de las mujeres en general. Tenemos otras inquietudes.
– Eso es lo que decís todas. Yo me reservo el derecho a dudarlo. Siempre te he considerado una persona muy ambiciosa, Janet.
– Sí, claro que soy ambiciosa. Pero si crees que aspiro a un cargo alto en el partido, te equivocas. Tengo otra vida, ya lo sabes. No me he casado con Westminster.
Eso era un golpe bajo, teniendo en cuenta el fracaso del matrimonio de Kirkland, que se ruborizó.
– Bien -comentó-. Bien, mientras no tengas ningún problema con Griers. Sólo quería despejar dudas, por decirlo de algún modo.
– Sí, y te lo agradezco. Lo siento, Jack. No, no hay problema, Griers sólo puede sernos útil. -Dudó y después dijo-: ¿Su matrimonio va bien, verdad?
– ¿Lo dices por aquello de hace años? Chismes, Janet, nada más. He hablado con Caroline, que es encantadora, y le apoya en todo. Y como tú, tiene una familia muy atractiva, que siempre ayuda.
– Bien, parece perfecto -dijo Janet-. Gracias, Jack. Te agradezco que seas tan… considerado. Estaré muy contenta de tener a Eliot Griers a bordo.
Varias personas que trabajaban en la Comisión Conjunta de Derechos Humanos con Janet Frean aquel día observaron que no parecía estar de muy buen humor.
– Eres una estrella -dijo Ed-, una auténtica estrella. Estoy orgulloso de ti.
Martha tenía miedo de verle después del fin de semana, tenía miedo de que notara que le pasaba algo, que algo la angustiaba. La conocía demasiado bien.
– Ed, no. Me falta mucho camino. Puede que no lleguen a elegirme…
– Ya lo sé -repuso Ed- pero estoy orgulloso de ti por intentarlo.
– No lo habría hecho sin ti -dijo Martha-. Aún estaría dudando.
Era una tarde de mayo perfecta; la luz era brillante, el aire era fresco y claro, humedecido por un chubasco reciente. Estaban sentados en la terraza de Martha, bebiendo champán que Ed había traído.
– ¿Estás bien? -preguntó Ed-. Pareces un poco tensa.
– No, estoy bien. Estaba un poco preocupada por algo.
– ¿Ya no?
– No, creo que ya no -dijo, medio sorprendida.
– Eso es gracias a mí. Soy la cura de tus preocupaciones. Dame un beso. Y ahora, mira: el arco iris.
Allí estaba, brillando en un cielo que acababa de oscurecerse, sobre los relucientes edificios del otro lado del río.
– Si yo no te curo, eso seguro que sí. Funde los problemas como los polvos de frutas o como se llamen.
– Sal de frutas. Oh, Ed, ¿cómo me las arreglaba sin ti?
– No tengo ni idea -dijo él encantado-. ¿Sabes en lo que estoy pensando?
– No.
– Nunca me he acostado con un político. ¿Podrías ponerlo en tu programa? ¿Sexo para las masas?
– Ni hablar -dijo-, sólo para los elegidos.
– Pues aquí está el primero. Y está a punto.
Martha cogió la mano que él le tendía y le siguió dentro, riendo, y pensó que él tampoco aceptaría que dejara la política.
Clio miró a Jeremy mientras él dejaba un vino con gaseosa frente a ella. Estaba pálido y parecía cansado.
– Dime, ¿cómo estás? ¿Te va bien con los Salter? ¿Qué les has dicho de nosotros?
– Les he dicho que nos hemos separado. Tenía que decírselo. ¿Si no para qué querría quedarme en su casa? Voy a recuperar mi empleo.
– ¿Recuperar tu empleo?
– Pues claro. Tengo que vivir, Jeremy. No soy de las que piden pensiones. Además, me gusta mi trabajo. Ahora no hay ninguna razón para dejarlo.
– ¿Lo decidiste tú sola? ¿Sin consultármelo?
– ¿Por qué habría de consultártelo? Dejaste perfectamente claro que nuestro matrimonio había terminado. No sé qué tiene que ver contigo.
– Estaba nervioso -dijo él-. Y quiero que te lo replantees. Que los dos nos lo replanteemos, de hecho.
– ¿Qué quieres decir?
– Que deberíamos intentarlo de nuevo. -Ella le miró atónita. Era lo último que se esperaba-. Clio, me precipité. Dije cosas muy feas y no quiero vivir sin ti. No quiero que nuestro matrimonio termine.
Clio continuó callada.
– Entonces…
– Jeremy, ¿con qué condiciones? ¿Sigues queriendo que deje mi trabajo?
– No -dijo él bajito-, no, no hace falta. Fue poco razonable por mi parte.
Clio le miró fijamente. Se sentía rara.
– Clio -comentó él-, no sé cómo voy a vivir sin ti. Me he dado cuenta enseguida de que…, bueno, de que aún te quiero. Quiero que vuelvas. Lo digo en serio. -Esperó, mientras ella le seguía mirando-. ¿Qué me dices?
– No… no estoy segura -contestó-. Ha sido una sorpresa, la verdad. ¿Quieres decir que puedo seguir trabajando?
– Sí, puedes.
Era tentador. Muy tentador.
– Bueno -dijo Clio-, si puedo seguir trabajando…
– Puedes trabajar, Clio. Lo prometo.
Se calló y la miró.
– ¿Qué?
– Que espero que no sea por mucho tiempo. Que pronto tendremos hijos. Al menos yo, es lo que deseo. Y tú también, estoy seguro.
Clio supo que había llegado el momento, que no podía seguir engañándole por más tiempo, ya que Jeremy había hecho concesiones tan importantes para él.
– Jeremy -comentó Clio-, Jeremy, me temo que eso no va a pasar. O estoy casi segura de que no va a pasar. Tengo algo que decirte, algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo.
– Hablemos aquí -dijo él, con la cara inexpresiva.
Clio se sentó más cerca de él. Le cogió la mano, sintiendo lástima por él, como no había creído que pudiera volver a sentir, y con una voz asombrosamente firme, empezó a contárselo.
Clio miró las ventanas sin cortinas y los estores todavía dentro de las bolsas de Habitat, y después fue a la cocina, puso el nuevo hervidor, se hizo una taza de café en una de sus tazas nuevas y se preguntó si lograría sobrevivir a su nueva vida.
Jeremy se lo había tomado bastante bien, la verdad. La había escuchado en silencio y respetuosamente y al final habían acordado que la única solución era separarse.
Él quería al menos la posibilidad de tener hijos y estaba claro que, con Clio, era muy poco probable. Y ella tampoco era (eso estaba igual de claro) la persona que él había creído, y aunque la decepción al principio había sido mínima, casi inexistente, había crecido de forma tan desproporcionada y tan rápida, y al final se había vuelto tan trágicamente inmensa, que no podía ni plantearse la posibilidad de afrontarlo.
Clamidia. Era una palabra bastante bonita. Podría ser nombre de chica. No sonaba en absoluto como el nombre de una enfermedad fea y grave. Una enfermedad que casi con certeza la había vuelto estéril.
Todavía no podía estar del todo segura. Aún había esperanza. Sin embargo, los dos últimos ginecólogos habían expresado graves dudas. Sus trompas de Falopio parecían estar completamente obstruidas. Y era culpa suya, sólo culpa suya. Se había acostado con varios hombres a los que apenas conocía, y había contraído esa horrible enfermedad asintomática y silenciosa que había vuelto para atormentarla cuando probablemente era demasiado tarde para hacer nada. Se le negaba una de las cosas que deseaba más que nada en el mundo, la maternidad; todo por un comportamiento alocado e irresponsable cuando tenía dieciocho años.
Todo empezó en el viaje a la isla. La terrible necesidad de saber que los hombres, cualquier hombre, podían desearla, considerarla sexualmente atractiva.
Clio había crecido en una familia extraordinariamente poco comunicativa, reprimida por su padre, anulada por sus hermanas, sintiéndose menos guapa, menos lista, menos interesante de lo que era en realidad. Había ido a una escuela sólo para chicas, y nunca había tenido una gran vida social, sobre todo porque era tímida y estaba gordita y, cuando iba a alguna fiesta, las demás chicas le hacían sombra; las otras siempre eran delgadas y seguras de sí mismas y sabían exactamente cómo explotar sus atractivos. Sus hermanas no habían hecho más que empeorarlo, haciendo comentarios sobre su peso y que no salía mucho, y le decían que debía aprender a afrontar la timidez en lugar de resignarse a ella.
– Es una forma de arrogancia -había dicho Artemis en una ocasión- pensar que todos están pendientes de ti.
Ariadne había dicho que sí, que tenía razón, ¿por qué iban a estar pendientes de ella?
– Olvídate de ti misma un rato, Clio, piensa en los demás para variar.
Había tenido un novio en el último trimestre de instituto. Ni siquiera le gustaba, pero era alguien con quien ir al cine y a quien llevar al baile de final de curso. La había besado un par de veces, y a ella la había asqueado, pero no había ido más lejos. Lo mejor que había hecho por ella era decirle que era bonita, y a ella le gustaba mucho su mejor amigo, lo que la había animado a ponerse a régimen, de modo que cuando se fue de viaje había perdido seis kilos. Así que, aunque en comparación con las otras dos sentía que estaba gorda como una foca -usaba una talla cuarenta cuando las otras seguro que usaban una treinta y seis-, sabía que estaba mucho mejor. De hecho, era casi bonita.
Como la alimentación tailandesa era lo contrario a la comida grasienta, al cabo de dos semanas de estar en Koh Samui ya había perdido tres kilos más. Una mañana se vio en el espejo de la cabaña de alguien y pensó que ya casi no podía considerarse gorda. Los cabellos se le habían aclarado con el sol, estaba bronceada y…, en fin, empezaba a sentirse más segura de sí misma y con menos necesidad de disculparse por su apariencia.
Aunque todavía estaba muy lejos de sentirse sexy.
Fue al ir a Koh Pha Ngan, a una de las fiestas de luna llena que todos le habían dicho que eran tan maravillosas, cuando se sintió vana e inútilmente virginal. Entre las tinieblas, con el fondo de la música resonante, había observado los hermosos cuerpos bronceados y esbeltos, disfrutando de los demás, y aunque se había puesto a hablar con un chico muy simpático, que evidentemente también era virgen, y se habían besado un rato, no había pasado nada más y él se había quedado dormido en la arena, después de fumar demasiada hierba. Clio todavía estaba en la fase de negarse a fumar, y al final se sintió tan mal que volvió a la cabaña y se metió en la cama sola, preguntándose si debería irse a Sidney mucho antes de lo que había planeado. Al día siguiente había vuelto a la relativa familiaridad de Koh Samui sintiéndose muy desgraciada.
Y entonces sucedió algo maravilloso. A la mañana siguiente, mientras bebía un café malísimo en el porche de la cabaña, de repente apareció Josh. Guapo, sexy y encantador.
Él había estado lejos, en el norte. Le dijo que era asombroso, había hecho una excursión de tres días caminando por la selva.
– Montaña arriba casi todo el tiempo, kilómetros y kilómetros, ocho horas al día, y hacía un calor y una humedad terribles. Casi tenía alucinaciones con mi ducha y mi cama.
Había hecho un viaje de veinticuatro horas a un poblado de elefantes, donde se quedó varios días.
Clio le ofreció un poco de su café asqueroso y se sentaron en la playa, donde él siguió contándole su viaje.
Le dijo que había causado sensación con sus cabellos rubios y que todo el poblado se había reunido para observarlo.
– Y me acariciaban los brazos, como soy tan peludo…
– Me encantaría ir -dijo Clio, y entonces, a fin de tener una excusa para marcharse de la playa, añadió que pensaba seguir viajando y que tal vez iría al norte.
– Oh, pero no deberías ir sola -dijo Josh-. Allí es más peligroso que aquí, deberías ir con un guía, pagar las comidas y el alojamiento por adelantado. Hazlo en Bangkok, es muy fácil. ¿Sigues en contacto con las otras?
– No. Jocasta se marchó hace semanas al norte y Martha hace quince días. Para ir a Phuket, creo.
– ¿Así que estás sola?
– Bueno, no, en realidad no. Estoy con dos chicas y un chico.
– ¿Sabes dónde podría dormir yo?
– En mi bungalow -dijo Clio, y después pensó que él creería que intentaba ligárselo y se ruborizó-. Es que somos cuatro, pero uno se marcha hoy. Podemos preguntar al tipo que gestiona el alquiler.
– Bien. Si no te importa, voy a arreglar unas cosas.
Volvió poco después. Clio estaba sentada con un par de niños tailandeses que limpiaban la playa y colocaban las tumbonas, disfrutando de su tierna simpatía, del orgullo por el dinero que ganaban para sus familias.
– Hola. Parece que lo de Ang Thong no podemos perdérnoslo. El parque marítimo, ¿ya has ido?
– No, no he ido.
– Pues ¿por qué no te vienes? Es una excursión de un día; el barco sale de Na Thon, a las ocho y media. -La había mirado, estudiándola con sus asombrosos ojos azules, y de repente sonrió y dijo-: Estás estupenda, Clio. Esto te sienta de maravilla.
Clio no comió nada en todo el día, para impedir que su estómago plano volviera a hincharse.
Al día siguiente estaba bastante nerviosa, pero muy animada, cuando se reunió con Josh y media docena de amigos que él había hecho la noche anterior. Hacía una mañana estupenda, clara y azul, cuando salieron del puerto en dirección al archipiélago de Ang Thong. Al poco rato, Josh y casi todos los demás se quedaron dormidos, tirados sobre los duros bancos, al sol. Clio se acurrucó con cuidado bajo la lona; se quemaba con facilidad, a pesar de sus cabellos oscuros.
Media hora después, Josh se despertó, la vio sentada sola y golpeó invitadoramente el banco, a su lado.
– Ven -dijo-, siéntate conmigo.
Ella fue a sentarse, con la cabeza hecha un torbellino, y él le sonrió, la rodeó con un brazo y le pasó su cerveza para que bebiera. ¡Le caía bien! A Josh Forbes, el guapo, al guapo Josh le gustaba Clio. Lo notaba. Y no importó cuando llegó otra chica y se sentó al otro lado y él también la rodeó con un brazo, porque por primera vez en su vida se sentía a gusto consigo misma, y sabía que ella era la favorita.
El barco llegó a las islas, algunas de ellas grandes y exuberantes, otras meros peñones, desgastados en formas increíbles por el mar. Vieron delfines jugando, y por encima de ellos nubes de aves marinas que gritaban al viento, y más cerca de la costa podían verse peces de todos los colores a través del agua increíblemente transparente del arrecife de coral. Fue un viaje extraordinario.
Finalmente echaron el ancla en la mayor de las islas y se trasladaron a una barca más pequeña para acercarse a la costa, y el capitán del barco les señaló en la dirección del mayor desafío de la isla, un ascenso de quinientos metros en una depresión detrás de la playa.
– Muy, muy difícil -dijo-. No es peligroso, pero es difícil.
– Vale -dijo Josh-. Yo subo. ¿Quién se viene?
Clio se apuntó y, para su gran decepción, también todos los demás.
Fue una ascensión muy difícil, a través de matorrales y sobre cantos rodados, siempre subiendo, a cubierto hasta cierto punto del sol, pero no del calor, gracias a los árboles. Dos de las chicas abandonaron y volvieron a bajar, riéndose y diciendo que estaban todos locos. Clio, justo detrás de Josh, menos en forma que esas chicas, decidió que antes morir que abandonar.
Mientras se esforzaba por subir, sintiendo el sudor salado en los ojos, los músculos doloridos, toda ella dolorida, morirse no parecía tan poco probable.
Sin embargo, llegó arriba, salió de la oscuridad de los árboles a la brillante luz azul y subió los últimos metros hasta la cima, y allí se quedó, sin pensar en el agotamiento. Era como si volara por encima de las islas, que se extendían debajo de ella, con formas puntiagudas, bordeadas de arena blanca, talladas en el cielo azul, místicamente hermosas. Incluso Josh parecía conmovido con la vista, que se quedó mirando en silencio; después le sonrió sin hablar. Clio deseó no estar tan empapada de sudor.
Había esperado que el descenso fuera fácil, pero no lo fue, y estaba cansada, mortalmente cansada. Al acercarse al pie, empezó a sentirse mareada y le costaba apoyar el pie con firmeza. Resbaló un par de veces. Josh iba más adelante, gracias a Dios, porque Clio no quería que la tomara por una pánfila.
Al final había una extensión de hierba. Cuando Clio llegó, se dejó caer cerca de una palmera, con las piernas por completo inertes. Se sentó con la cabeza apoyada en los brazos, sintiéndose débil y muerta de sed. Sabía que tenía que volver enseguida al bote, porque todos se habían ido, pero apenas podía andar. Tampoco es que le importara.
– ¿Estás bien? -Era la voz de Josh, muy ansiosa.
– Sí, estoy bien. Gracias.
– No lo parece. Tienes muy mala cara. Estás verdosa.
– Estoy bien. -Intentó levantarse, pero no pudo.
– Clio, estás deshidratada. Espérame aquí. Iré a buscar algo.
Volvió pocos minutos después, no sólo con agua, sino con galletas («Necesitas sal») y coca-cola («Necesitas azúcar»), y se quedó de pie a su lado mientras ella lo tomaba. El capitán les hizo gestos para que se apresuraran. Josh gritó que esperara, señalando a Clio echada en el suelo. Todos miraban. Clio se los imaginaba impacientes, desdeñosos, y lo peor de todo, burlones.
Poco a poco recuperó las fuerzas y logró llegar al bote, apoyada en el brazo de Josh, y se sintió increíblemente estúpida, sentada en el bote, sonriendo sin ánimo a los demás.
– Bien -dijo Josh, ayudándola a trasladarse al otro barco-, ya está. ¿Estás mejor?
– Sí, estoy mejor -dijo ella-. Gracias y lo siento.
– No seas tonta. Lo has hecho muy bien.
Le sonrió.
Clio esperaba que la dejara entonces, pero Josh se sentó a su lado mientras tomaban el almuerzo, y los demás se acercaron a ellos y charlaron, le preguntaron si se encontraba bien. Clio se sentía de maravilla. Podría haber reído de alegría, sentada junto a Josh, que la cuidaba y compartía con ella la cerveza.
Volvieron a detenerse en una isla más pequeña llamada Mae Koh, donde les esperaba otra maravilla.
– ¡Y otra ascensión, qué bien! -exclamó Josh.
Aquélla era fácil, se cruzaba un estrecho cañón y se llegaba a un extraordinario lago verde-azulado, muy, muy abajo, rodeado de acantilados, lleno de agua de mar que llegaba a través de un túnel subterráneo. Tenía un aire mágico. Clio esperaba que surgiera algún ser marino exótico y les saludara, y así lo dijo. Dos de las chicas la miraron y arquearon las cejas. Se sintió como una tonta, hasta que Josh dijo:
– O una sirena.
De nuevo se sintió maravillosamente feliz. Bucearon y se echaron en la playa al sol. Una de las chicas pasó un porro y esa vez Clio fumó. No hacerlo era quedar como una aburrida, e inspiró, sintiendo un calor agradable, un torbellino de los sentidos. La chica paseó por la playa, el culo pequeño y perfecto se meneaba con una suave cadencia.
– Es guapa -dijo Clio mirándole con envidia el culo.
– No está mal -dijo Josh, empezando a liar otro porro-, pero no es tan guapa como tú.
Y le dio un beso en la cabeza. Fumaron juntos un rato y Clio se sintió cada vez mejor. Entonces él le dijo que se estaba quemando.
– ¿Por qué no nos metemos allí debajo, en esa especie de cueva, para que estés protegida?
Eso la había decidido. Había sabido que era el momento, allí, al fin: por fin un hombre la quería y ella le quería a él. De repente se sentía sexy y segura de sí misma, y estaban lejos de los demás por decisión de él, de modo que Josh debía de sentir lo mismo. Se volvió hacia él, le cogió la cabeza con las manos y le besó en los labios. Sintió que él dudaba al principio y después respondía.
Clio sintió que experimentaba un montón de cosas raras, sensaciones desconocidas. Era como si hubiera una relación entre su boca y un lugar profundo, oscuro y dulcemente blando, que parecía moverse cada vez que él la besaba, y el corazón se le aceleró. Se echó de espaldas e intentó atraer a Josh hacia ella.
– Despacio, Clio -dijo él con suavidad-. Con cuidado, Clio.
Pero ella no quería ser cuidadosa, ni sensata, ni cautelosa, ni nada de nada. Sólo le quería a él. Sintió su pene endureciéndose contra ella, y él volvió a besarla, pero con mucha ternura, y ella se esforzó por quitarse la parte inferior del bikini con la mano libre, la que no tenía en la cabeza de él.
Pensó que seguiría besándola, pero había parado. Tal vez iba a quitarse el bañador. Clio se quedó echada, respirando con esfuerzo, mirándole; después volvió a cogerle la cabeza y le introdujo otra vez la lengua en la boca, sin saber cómo encontrar su pene, cómo introducirlo dentro de ella, y todo el tiempo experimentaba aquella sensación rara y violenta.
Pero de repente él se le resistía, y apartaba ligeramente la cabeza, y luego dijo:
– Clio, ahora no, ahora no. Frena.
Y entonces paró y le sonrió a medias, e incluso a pesar del alcohol y la hierba y su propia ignorancia, Clio lo supo. No la quería, ni ahora ni nunca. La rechazaba, se apartaba como hacían todos, y mirando por encima del hombro vio que la otra chica les miraba desde las rocas, con una expresión divertida. Roja de vergüenza y angustia, se apartó de Josh, se subió las bragas y se fue corriendo, lo más deprisa que pudo, al mar, y se zambulló sin pensar en el coral que le lastimaba los pies, y de haber tenido el valor suficiente habría seguido nadando hasta que no pudieran verla, pero no podía, no podía hacer eso y al final se volvió y le buscó con la mirada en la playa, pero él se había ido y estaba poniéndose en la cola para volver a subir al bote.
Regresaban al puerto. Josh estaba de pie con un grupo de amigos en la proa del barco. Vio que le miraba y la saludó cohibido, y después se volvió a mirar al mar. Una chica se le acercó, le rodeó la cintura, le metió una mano en el bolsillo del pantalón y a Clio le dolió físicamente verlos. Fue como si ahondaran en una herida en su estómago. El regreso se le hizo eterno. Y aquella noche, mientras estaban todos sentados en la playa, sucedió. Un chico, un chico bastante guapo, le preguntó si podía sentarse con ella, le ofreció una bebida y al poco rato empezó a besarla y luego le acarició los pechos, y le metió la mano dentro del pantalón, acariciándole el vello púbico y más adentro. Muy poco rato después, ella le llevó a su cabaña, esforzándose por reírse mucho, esforzándose para que Josh les viera. Y una pequeña parte de su humillación y sensación de insignificancia desaparecieron.
No fue una buena experiencia. El chico la penetró demasiado rápidamente, y le dolió mucho, pero se sintió curada y reivindicada y menos humillada, todo al mismo tiempo, y esperó contra toda probabilidad que Josh se diera cuenta de que alguien sí la quería, y que estuviera solo en la playa y en el bote y en toda Tailandia, por ser lo bastante idiota de haberla rechazado.
En los siguientes meses, se acostó con muchos chicos, algunos extraordinariamente guapos y sexys. A veces disfrutó y otras no. Lo importante parecía ser que fuera capaz de convencerles de que la querían. Se había convertido en una furcia, a su modo de ver, y también creía que debía despreciarse a sí misma, pero no se despreciaba. No experimentaba muchos sentimientos hacia sí misma. Simplemente huía de la persona inocente, aburrida y gorda que había sido y que tanto miedo le daba. Cada vez que se acostaba con un chico, esa persona se alejaba un poco más.
La que volvió a casa era una nueva Clio, más delgada que nunca, con los cabellos aclarados por el sol y un bronceado intenso. Una Clio que atraía a los hombres con facilidad, pero que seguía siendo nerviosa, deseosa de complacer, y estaba muy lejos de sentirse segura de sí misma sexualmente.
Y la nueva Clio no sabía, ni se le había ocurrido, que podía cargar con un legado de esos días despreocupadamente peligrosos que la dejaría marcada para el resto de su vida.
– Pensaba… pensaba que tal vez podríamos vernos. -Era la voz inconfundible de Kate, más temblorosa de lo normal. Era evidente que estaba nerviosa-. Almorzar o tomar algo, como dijiste tú.
– Por supuesto. -Jocasta sonrió-. Me gustaría mucho. ¿Cuándo tenías pensado?
– El sábado es el mejor día. Por la escuela.
– Hoy no puedo. ¿La semana que viene? ¿Quedamos en The Bluebird, en King's Road? Hay mucho ambiente, sobre todo los sábados.
– Pues no lo sé. ¿No es muy caro?
A Jocasta se le enterneció el corazón. Qué niña era Kate. ¿Cómo podía pensar en eso? Ella no lo pensaba. Ni por asomo.
– Kate, invito yo. Yo lo propuse, ¿recuerdas? ¿Sabes dónde está? Al final de todo, cerca de World's End.
– Creo que sí. Lo encontraré.
– Muy bien. A la una y media.
– Bien.
– Ah, Kate…
No, Jocasta. No.
– ¿Sí?
– ¿Cuándo es tu cumpleaños?
– El 15 de agosto. ¿Por qué?
– Es que pensaba en lo de las prácticas. Bien. Quedamos el sábado. ¿Cómo está tu abuela?
– Está muy bien, gracias. Adiós, Jocasta.
– Adiós, Kate.
Jocasta colgó el teléfono y se quedó mirándolo un buen rato. Después, muy despacio, como si alguien tirara de ella hacia atrás físicamente, se introdujo en el archivo del Sketch con el ordenador y tecleó «15 de agosto de 1986».
Carla Giannini era una de las grandes editoras de moda del periódico. Sabía exactamente qué querían los lectores de una sección de moda: no tanto siluetas y largos de falda, telas y cortes, como sexo. No se ocupaba de las colecciones y los diseñadores de alta costura. Con fotógrafos de la mejor calidad sacaba trajes pantalón y vestidos de Zara, Top Shop y Oasis, zapatos de Office, vaqueros y jerseys de punto de Gap, en modelos jóvenes y de piernas largas, que se pavoneaban en sus páginas con ojos turbios y sexys.
La propia Carla era una belleza, de ojos oscuros y rasgos más bien fuertes, al estilo de una joven Sophia Loren. Tenía un despacho en las nuevas oficinas y la mesa de Jocasta estaba cerca. No eran exactamente amigas, pero se pasaban tabaco y a menudo se contaban sus problemas, tan extraordinariamente diferentes, al final del día en un bar cercano, y de vez en cuando Carla invitaba a Jocasta a balnearios como Ragdale Hall y Champenys, donde los agentes de prensa obsequiaban a los periodistas con un fin de semana, con la esperanza de que los sacaran en sus publicaciones, o mejor aún, sacaran alguna fotografía.
El mayor problema de Carla era encontrar chicas para las fotos. Le gustaba sacar chicas de verdad, no del todo corrientes, pero sí cantantes, actrices, diseñadoras, chicas que tuvieran algo más que medidas y una carrera de modelo. Utilizaba a amigas, hijas de amigas, hermanas de novios, incluso a sus propias hermanas. Había intentado convencer a Jocasta para que hiciera de modelo, sin ningún éxito. Sin embargo, creyó que le había tocado la lotería cuando pasó por el Bluebird Cafe el sábado a la hora del almuerzo y vio a Jocasta sentada a una mesa, hablando animadamente con una de las chicas más guapas que veía desde hacía tiempo.
Anna Richardson volvió a llamar a Clio.
– Nos vamos mañana. Oye, piénsate lo de solicitar el empleo en Bayswater. Me preguntaron si te lo había dicho. Te quieren a ti.
Clio dijo que lo pensaría. En serio. Y se sirvió una copa de vino para celebrarlo. Al menos alguien la quería y no en un sitio cualquiera, sino uno de los mejores hospitales universitarios de Londres. La hacía sentir muy diferente. Más feliz. Más suelta. Menos desastrosa.
Mientras tomaba otra copa, se sentó a la mesa y se puso a escribir una carta.
– No -dijo Jocasta-. No, no, no, Carla. No puedes. No quiero ni que lo intentes, ¿está claro?
– ¿Pero por qué no, Jocasta? Es guapa. Preciosa. Por favor. Te llevaré a Babington House el fin de semana. Te invitaré a cenar en Daphne's. Te dejaré ponerte mi chaqueta Chanel…
– No -dijo Jocasta.
– No voy a venderla a un tratante de blancas, por el amor de Dios. Sólo la voy a vestir y hacerle unas fotos. ¿Quién es?
– No voy a decírtelo. Es una chica que he conocido.
– Parecía muy joven para ser una amiga.
– No hace falta ser grosera -dijo Jocasta.
– Oye, querida, eres tú la que siempre se queja de las arrugas. De hecho se te parece un poco, podría ser tu hermana pequeña.
– Sí, claro -dijo Jocasta. Después-: Es curioso, pero Sim también lo dijo. Oh, mierda. -Miró a Carla y rezó por que no hubiera oído lo que había dicho. Sus plegarias no fueron escuchadas.
– ¿Sim? ¿Sim Jenkins, el fotógrafo del periódico? Jocasta, ¿esa chica tiene algo que ver con el reportaje de la anciana en la camilla del hospital? ¿No será la nieta?
– Sí, es la nieta. Pero sus padres son muy protectores con ella, no querían ni siquiera que la sacara en las fotos, y además no tiene aún dieciséis años.
– ¿Por qué son tan recelosos?
– Creo que no se fían de la prensa. Con razón. O sea que no harás nada, Carla. Nada de nada. Estamos hablando de cosas importantes como la vida de la gente. No de unas asquerosas páginas de moda.
– Yo no hago páginas asquerosas -dijo Carla con dignidad.
– En fin, debo marcharme -le dijo Jocasta, poniéndose en pie-. Tengo que hacerle una entrevista a una chica, una mujer, que conocí hace tiempo. Aunque tampoco la conocía mucho. Viajé con ella unos días cuando tenía dieciocho años.
Se sentía tensa y nerviosa. Se decía a sí misma que era porque la entrevista era importante, pero sabía perfectamente que no era así. Gideon Keeble la había llamado aquella mañana para preguntarle si aceptaría la invitación que le había hecho de pasar unos días en Irlanda con él.
– ¿Qué me dices? ¿Te lo pensarás? Unos días, este fin de semana.
Jocasta se lo había pensado. La mera idea de pasar unos días en Irlanda, bajo el mismo techo que Gideon Keeble, la excitaba. Se sentía terriblemente atraída por Gideon. No era sólo el aura que desprendía aquel hombre poderoso cuando la miraba con sus asombrosos ojos azules: se moría de ganas de acostarse con él. Ya. Sin más preámbulos. Y estaba segura de que él se daba cuenta.
Dios, cómo le apetecía ir, cómo deseaba decir que sí. Pero… Nick no estaba. En todo el fin de semana.
– Nick no estará en todo el fin de semana -dijo, pasándole la pelota.
– Bien -dijo él, negándose de manera evidente a resolverle la papeleta-, entonces, Jocasta, tú decides. Pero me gustaría mucho verte.
Consciente del todo de que, si iba, no volvería a ver a Nick, y haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que le quedaba (considerablemente debilitada por la imagen de Gideon, el sonido de su voz), dijo, muy rápido y antes de que pudiera cambiar de opinión, que creía que sería mejor que no.
– Lástima -dijo él-, pero debo decirte, Jocasta, que tu rechazo no hace más que animarme.
– ¿Por qué? -dijo ella riendo.
– Porque de haberme dicho que vendrías, habría dado por supuesto que sólo me ves como un viejo agradable que no puede poner en peligro tu relación ni complicarte la vida. Y creo que los dos sospechamos que no es así. Adiós, Jocasta. Gracias por pensártelo.
Jocasta colgó y tuvo que respirar hondo varias veces antes de poder levantarse.
– Se lo he contado todo. Ha dicho que pensaría en alguna forma de ayudarme. Ha sido muy simpática.
– ¿Lo ves?
Había sido idea de Sarah: que Kate hablara con Jocasta, que se lo contara todo, que le pidiera que escribiera sobre el tema para que la madre de Kate pudiera ponerse en contacto con ella, en vista de que la idea de la agencia de detectives no había resultado.
– ¿Lo saben tus padres?
Kate parecía desconcertada.
– No. Jocasta me dijo que debía hablar con ellos. Dijo que no quería hacer nada hasta que supiera que ellos estaban de acuerdo.
– Oh, yo no me preocuparía por eso -dijo Sarah-. Es periodista y ésos hacen lo que sea por un artículo. Te lo digo yo, Kate: si quiere escribir sobre ti, lo hará. No esperará a que hables con tu madre.
– Creo que sí esperará -dijo Kate. El corazón le latía con más fuerza de lo normal.
– Kate, no esperará. ¿Qué te pasa? ¿No es por eso por lo que se lo has contado?
– Sí, pero al final creo que prefiero hablar con mi madre. Estaría muy mal no decírselo. Jocasta también lo ha dicho -añadió.
– Pero, Kate, ése es el problema precisamente. Tu madre no estará de acuerdo.
– A lo mejor sí -añadió Kate. Empezaba a desear no haber hablado con Jocasta-. En fin -añadió, un poco agresiva con Sarah-, dijo que no haría nada precipitado.
– Creía que tenías prisa.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -Kate se estaba poniendo irritable-. Es Jocasta la que decide, ¿está claro? No mis padres.
– Es lo que acabo de decir. Por supuesto. ¡Qué pasada, Kate! ¿Te das cuenta de que podrías encontrar también a tu padre biológico?
– Sí -dijo Kate-. Ya lo he pensado. Y que podría ser un perfecto imbécil.
– Como todos -dijo Sarah haciéndose la entendida.
– Hola.
Kate, que esperaba el autobús, apartó la mirada de la revista Heat. Nat Tucker estaba frente a ella. Se había cortado el pelo negro muy corto y llevaba pantalones militares holgados y una camiseta sin mangas. Estaba fantástico. ¿Por qué tenía que encontrárselo ese día, que llevaba el uniforme de la escuela? Al menos se había quitado la corbata.
– Hola -dijo ella, quitándose los auriculares.
– ¿Cómo estás? -preguntó él.
– Bien, bien, gracias.
– ¿Sigues yendo a la escuela?
– Sí. Estoy en plenos exámenes.
– Me lo imagino. ¿Te acompaño a casa?
– Oh. -Tragó saliva para retrasar la respuesta y no parecer ansiosa-. Bueno, si quieres. Sí. Gracias.
– Tengo el coche allí. -Señaló con el codo en dirección a una calle perpendicular, y se puso a caminar.
Kate le siguió. Aquello era asombroso. Asombroso.
– Tienes un coche nuevo -dijo, mirándolo con admiración.
– Sí. Es un Citröen. Citröen Sax Bomb.
– Genial -dijo Kate cautelosamente.
– Mi padre lo trajo al taller y me dejó repararlo. ¿Te gusta el alerón?
– Claro. ¿Tu padre te lo ha dado gratis?
– No -protestó él-. Tengo que trabajar para él. Venga, sube. Dame la mochila.
Metió la mochila escolar en el maletero, se sentó al lado de ella y puso en marcha el estéreo. La calle se llenó con los ritmos retumbantes y penetrantes de So Solid Crew. Arrancó el motor y salió con un chirrido de neumáticos, peligrosamente cerca de la acera. Una mujer de mediana edad se sobresaltó, le lanzó una mirada fulminante y le gritó algo. Él sonrió encantado a Kate.
– Esas viejas no miran. ¿Qué vas a hacer después de los exámenes?
– Aún no lo sé. Ir a la universidad, supongo.
– ¿Qué? -Su voz era incrédula-. ¿Sales de una escuela y te metes en otra?
– Sí. Bueno, tengo que pasar los exámenes de acceso.
– ¿Sí? ¿Para qué?
– Pues para entrar en la universidad.
– ¿Para qué? -le repitió él, sinceramente atónito-. Yo no los he pasado y tengo un buen empleo y un montón de pasta.
– Sí, Nat, pero yo no puedo ponerme a trabajar para mi padre como tú. Quiero trabajar en un periódico o en una revista, algo así.
– ¿De modelo o qué?
– No. De periodista. ¿Para qué iba a ser modelo? -preguntó, estirando las piernas y subiéndose la falda con disimulo.
– Mujer, tienes todo lo que hay que tener. Ganarías un montón de pasta.
Kate se calló. Aquello superaba todos sus sueños.
– ¿Adónde quieres ir? -preguntó él.
– A Franklin Avenue, por favor.
– ¿Cómo está Sarah?
– Está bien.
Él asintió.
– ¿Sigue yendo a la escuela?
– Sí. Después trabajará a jornada completa en la peluquería. En la que trabaja ahora los sábados.
– ¿Va a ser peluquera? -exclamó él con una expresión tan incrédula como si Kate hubiera dicho que Sarah iba a entrar en un convento-. Qué cutre.
– ¿Qué tiene de cutre ser peluquera? -exclamó Kate a la defensiva-. A ella le gusta.
– Es un trabajo cutre -insistió él-, todo el día atendiendo a mujeres, haciéndoles la pelota y dándoles revistas para leer, y todo ese rollo. Mi madre es peluquera y yo solía pasar las tardes con ella después de la escuela. Era espantoso.
– Pues a Sarah le gusta. Le dan buenas propinas.
– ¿Ah, sí? -Ya no parecía interesado en Sarah. Kate se animó. Tal vez sólo preguntaba por cortesía.
– Bueno, ya hemos llegado -dijo él, entrando en su calle y haciendo chirriar los frenos.
Dejó el estéreo en marcha. Kate vio que su abuela espiaba por la ventana. Dios mío, que no saliera y pidiera que se lo presentara.
– Tengo que irme -dijo ella-. Muchas gracias por acompañarme.
– ¿Quieres que salgamos el sábado? -preguntó él. Le miraba las piernas y ella las sacó del coche de lado-. De copas por Brixton.
Kate sintió que se ruborizaba de emoción. Era increíble. Nat Tucker la invitaba a salir.
– Bueno… -Logró esperar un momento y después dijo-: Sí, de acuerdo.
Su tono fue asombrosamente moderado.
– Te recogeré. A las nueve. ¿De acuerdo?
– Sí. De acuerdo.
El esfuerzo por mantener una cara inexpresiva, un tono de voz despreocupado, era tan inmenso que casi no podía respirar. Se había alejado unos pasos cuando él la llamó.
– ¿No quieres la mochila?
– Oh, oh, sí. Gracias.
Nat bajó del coche, sacó la mochila y se la pasó por encima de la verja.
– Adiós y hasta pronto.
Kate fue incapaz de decir nada.
– ¿Martha? Hola, soy Jocasta.
– Creo que te habría reconocido -dijo Martha. Sonrió de una forma amable y cortés-. Estás igual que siempre. Pasa.
– Me temo que no estoy igual. -Jocasta entró en el piso. Era sencillamente alucinante. Suelo de madera clara, paredes blancas, ventanales inmensos y una cantidad mínima de muebles de color negro y cromo-. Qué maravilla -dijo.
– Gracias. Me gusta. Y está cerca del trabajo.
Martha también estaba maravillosa, de una forma elegante y cuidada. Estaba muy esbelta, y vestía con pantalones gris oscuro y una blusa de seda color crema. Su piel también era de color crema, y casi sin maquillar, sólo un poco de sombra de ojos y rímel y los labios pintados de beige oscuro. Tenía el pelo castaño liso y brillante, con mechas, cortado a la altura de los hombros.
– ¿Dónde? -preguntó Jocasta-. Me refiero al trabajo.
– Ah, ahí detrás. -Martha gesticuló vagamente hacia el mundo que había tras ellas.
– Sí, pero ¿cómo se llama?, ¿qué haces exactamente?
– Soy socia de un bufete de abogados de la City. Por ahora. -No accedió a decirle a Jocasta el nombre de la empresa.
– Vale. ¿Es divertido?
– Divertido no es la palabra, pero me gusta. ¿Te apetece un café o algo?
– Sí, por favor.
– Discúlpame un momento. Ponte cómoda. ¿Necesitas una mesa o un sitio para escribir?
– No, no te preocupes.
Desapareció. Menuda esnob, pensó Jocasta, y recordó a la otra Martha, más bien nerviosa y deseosa de hacer amigos, un poco a la defensiva con su familia. Demasiado educada y ansiosa por caer bien, ¿qué la había cambiado tanto? Clio apenas había cambiado.
Y era divertida. Muy divertida.
– Bien, ya está. -Martha apareció de nuevo, con una bandeja negra de madera, con tazas blancas, la cafetera, una jarra de leche y un bol con terrones de azúcar moreno y blanco. Jocasta casi esperó que dejara la cuenta sobre la mesa, delante de ella.
– Gracias. Bueno, salud. -Levantó su taza-. Me alegro de verte.
– Y yo a ti.
Estaba demasiado rígida, notó Jocasta, quieta y en absoluto control. También estaba claro que estaba muy nerviosa. Parecía raro en una persona tan obviamente segura de sí misma. En fin, para eso eran las entrevistas. Para descubrir cosas.
– Dime -dijo-, ¿qué hace tu hermano? ¿Es abogado?
– Oh, no -contestó Jocasta-, es un trabajo demasiado duro. Está trabajando para la empresa de la familia. Está casado, más o menos. Tiene dos niñas. -Sonrió a Martha-. ¿Fuiste a la Universidad de Bristol, verdad?
– Sí.
– ¿Y qué? ¿Te gustó?
– Sí, mucho.
– ¿Qué estudiaste?
– Derecho. Oye, ¿esto forma parte de la entrevista? Por que ya te he dicho…
– Martha -dijo Jocasta-, me estoy poniendo al día. Te contaré cosas de mí si quieres. Y de Clio.
Eso picó la curiosidad de Martha.
– ¿Cómo está Clio?
– No muy bien -dijo Jocasta-. Se está divorciando. Pero en el trabajo le va de maravilla.
– Qué pena, lo del divorcio. ¿Conoces a su marido?
– No. Parece un gilipollas. -Sonrió expansivamente a Martha-. Es cirujano. Arrogante, pagado de sí mismo. Está mejor sin él. La verdad es que yo le hice enfadar.
– Creía que no le conocías.
– Personalmente no. Pero escribí sobre su hospital. Una larga historia. En fin, no le hizo ninguna gracia.
– Ya me lo imagino -dijo Martha.
Cogió su taza de café. Le temblaba ligeramente la mano. Jocasta lo notó. Su pequeña mano con una perfecta manicura.
– Pero ella es la misma Clio de siempre. ¿Recuerdas que empezamos a llamarla pequeña Clio al segundo día de estar en Bangkok?
– No, no me acuerdo -dijo Martha.
Estaba decidida a frenar cualquier intento de reminiscencia.
– ¿Seguiste el plan que tenías, ir a Australia y acabar en Nueva York?
– Tienes una memoria asombrosa -dijo Martha-. Sí fui a Australia, pero no viajé mucho por Estados Unidos. Mira, Jocasta, no quiero ser descortés, pero no tengo mucho tiempo. Creo que deberíamos empezar.
– Por supuesto. Manos a la obra. Empezaremos por algunos datos básicos.
– ¿Como cuáles?
– Bueno, lo de siempre: tu edad, lo que haces, cómo te metiste en política, todo eso. Después iremos a los detalles. Es una buena historia, creo.
Vio que Martha se relajaba poco a poco y recuperaba la seguridad al asumir el control, presentando lo que era evidentemente una historia muy ensayada. Y era una buena historia, desde un punto de vista periodístico: la muerte de la mujer de la limpieza, su deseo de hacer algo por ayudar, para cambiar las cosas, su entrada en el Partido Progresista de Centro, su vuelta a las raíces.
Jocasta escuchó educadamente, le hizo preguntas sobre el Partido Progresista de Centro, sobre el número de parlamentarios que tenía, cuántos creían que se presentarían a las elecciones generales. Siguió con un rollo muy aburrido sobre el proceso electoral, y entonces empezó, de una forma muy furtiva, a cruzar la puerta. Lo que tenía de momento no la convertiría en la próxima Lynda Lee-Potter.
– Está claro que en tu despacho te va de maravilla -dijo-. ¿No lo echarás de menos?
– Seguramente, pero creo que vale la pena hacer algo, aunque sea poco.
– Me refería a los lujos.
– ¿Disculpa?
– Es evidente que este piso no es barato. Y que te gusta la ropa cara, reconozco los zapatos Jimmy Choo a primera vista. Y los bolsos de Gucci, si hace falta.
– Jocasta, no creo que eso sea relevante. -Había vuelto a ponerse tensa.
– Claro que lo es. Tiene que importarte mucho para abandonarlo todo. Creo que es estupendo.
– Bien -se relajó un poco-, bueno, ya te he dicho que me gustaría hacer alguna cosa. Y los bolsos de Gucci no pasan de moda. No podré tener el último modelo. Si me eligen, claro.
– Tendrás que ir y venir de Suffolk a menudo.
– Bastante. Todos los fines de semana.
– ¿Qué coche tienes?
– ¿Es importante?
– No lo sé. Sólo pensaba que tal vez también tendrías que cambiarlo. Chad me dijo que tenías un Mercedes descapotable.
– Bueno, sí, y no sé si lo cambiaré o no. Puede ser.
– ¿Y tu vida personal?
– ¿Mi qué? -Se ruborizó mucho-. Jocasta…
– Te mudarás a Binsmow. Pensaba que si había un hombre en tu vida, podría no gustarle. Es un paso radical. ¿O ya vive allí?
– No, quiero decir que no hay un hombre en mi vida. Nadie importante. Sólo buenos amigos.
– Qué suerte. ¿O tal vez no lo es?
– Lo siento, pero no te entiendo.
– Quiero decir que puede ser una suerte para tus planes políticos, pero que a lo mejor te gustaría tener a alguien.
– No quiero hacer comentarios sobre eso.
– De acuerdo. Bien, por lo que has visto, ¿la política te parece sexy? Con todo el poder, y sus secretos, maridos que viven lejos de casa, secretarias e investigadoras núbiles por todas partes. A mí me parece muy sexy, ¡y yo apenas me muevo en los márgenes!
– Tal vez por eso -dijo Martha fríamente-, sólo puedo decirte que no tengo experiencia personal en ese tema.
Jocasta se rindió.
– Recuerdo que eras bastante tímida. Cuando nos conocimos. ¿En qué eres diferente de aquella joven Martha? ¿ La Martha con quien viajé?
– Jocasta -dijo Martha-, no quiero entrar en eso.
– ¿Por qué no? Es demasiado bueno para no utilizarlo, Martha. Te hace parecer más viva e interesante. Sin duda, ha de ser una de las cosas que te han hecho como eres. Para mí fue una experiencia decisiva. ¿No lo fue para ti?
– La verdad es que no. No, yo no lo diría.
Se estaba alterando por momentos.
– Oye, ya te he dicho al empezar que no quería que fuera un artículo personal.
– ¿Tomaste muchas drogas? -preguntó Jocasta. Cada vez sentía más curiosidad-. Aunque no lo publicaría.
– Por supuesto que no.
– Pues yo sí -dijo Jocasta alegremente-. Y encima me puse enferma. Muy enferma. Dengue. ¿Nunca te pasó algo así? ¿No tuviste que ir a uno de esos horribles hospitales?
– No. No me quedé mucho en Tailandia. Me fui enseguida a Sidney.
– ¿Cuándo?
– ¿Cuándo qué?
– ¿Cuándo te fuiste a Sidney? No pongas esa cara de susto, sólo quiero saberlo. Yo fui en enero.
– No estoy del todo segura. Hace mucho tiempo, Jocasta.
– ¿Y después te fuiste a Cairms? ¿A la selva tropical?
– Sí, unos días. Fue estupendo.
– ¿Y no te pareció que eso te cambiaba una barbaridad? ¿No afectó a lo que podríamos llamar tu filosofía política?
– No -dijo Martha con firmeza-, no me cambió. Tengo que irme ya, Jocasta…
– Veamos, ¿cuál es tu filosofía política? ¿Puedes resumírmela?
Esa vuelta repentina a terreno seguro la pilló por sorpresa.
– Bien, sí. Es que la gente, todo el mundo, debería tener una oportunidad. Muchas oportunidades: una buena educación, una buena atención médica, una vivienda digna. No se debería abandonar a nadie a su destino.
– Eso está muy bien -dijo Jocasta sonriéndole cariñosamente-. Me gusta. Gracias. Muchas gracias, Martha, ha sido estupendo. Puedo escribir un buen artículo y estoy segura de que Chad estará contento.
– ¿Podré verlo? ¿Antes de que se publique?
– Lo siento, pero es imposible. El director no lo permite.
– ¿Por qué?
– Porque si todas las personas sobre las que escribimos tuvieran que leer su artículo, y tal vez cambiarlo, deberíamos reescribirlo y mostrárselo otra vez, y el periódico no saldría nunca.
– Yo no lo veo así -dijo Martha, con voz tensa-. No es una noticia de actualidad, no tiene que tener una fecha de publicación cerrada.
– En eso te equivocas. Éste está programado para la sección del suplemento del sábado, y eso se imprime mañana. Lo siento.
– Jocasta, en serio, me gustaría leerlo -dijo Martha con un tono ansioso subyacente en la voz-. Podrías mandármelo por correo electrónico y yo te lo devolvería enseguida.
– Sinceramente, no vale la pena.
¿Por qué estaba tan preocupada? Era muy raro. Jocasta repasó la entrevista. No había dicho nada que pudiera manipularse ni remotamente. Había dado una información mínima en todo. De hecho, sería un artículo muy aburrido y eso la preocupaba.
– Sólo puedo decirte que no debes preocuparte por nada. Has sido la personificación de la discreción, Martha, vas a quedar limpia como una patena.
– No sé por qué dices eso -dijo Martha, y se ruborizó levemente-. ¿Por qué no habría de quedar limpia como una patena, como dices tú? Estás insinuando… -Se interrumpió, y respiró hondo-. Espero que no insinúes lo contrario.
– ¡Por supuesto que no! Tranquilízate.
El móvil de Martha sonó y ella contestó al instante.
– Hola -dijo, con la cara inexpresiva-. Sí, lo sé, pero he estado muy ocupada. ¿Qué? No, me apetece mucho. Sí, a las ocho. Ahora no puedo hablar. Nos veremos luego. Lo siento, Jocasta -añadió.
– No pasa nada. Martha, ¿cuándo volviste?
– ¿Cuándo volví? ¿De dónde?
– Del viaje -dijo Jocasta armándose de paciencia-. Quería saber si habías hecho algo entre tu regreso y la universidad.
– Por supuesto que no -comentó Martha, y parecía casi enfadada-. ¿Qué querías que hiciera? No había tiempo.
– Pero…
– Discúlpame -dijo de repente-, me he acordado de algo. -Se levantó y salió de la habitación caminando muy deprisa.
Eso fue el detonante para Jocasta. Desencadenó el recuerdo: uno que hacía mucho tiempo que había decidido que era un error, un caso de confusión de identidades, cometido mientras se abría camino en una calle atiborrada y pestilente.
Martha tardó bastante rato. Jocasta oyó la cisterna del inodoro, y después el grifo. Cuando Martha volvió, se había repasado los labios y echado más perfume.
– Perdóname -dijo-, he recordado que tenía que echar un vistazo al correo.
– No te preocupes -dijo Jocasta-. Tengo que irme. Te prometo de verdad que el artículo sólo dirá cosas positivas sobre ti. Sobre ti y sobre el partido.
– Gracias. Bien. Tendré que fiarme de ti.
– Sí, tendrás que hacerlo. Necesitaremos una buena fotografía tuya. Alguien podría pasar por tu despacho.
– De ninguna manera. Los próximos dos días los tengo llenos de reuniones.
– Ah, está bien -dijo Jocasta suspirando-, pondremos la que me dio Chad. Adiós, Martha. Una noche podríamos salir las tres, tú, yo y Clio. Es una pena que perdiéramos el contacto. Nos hemos perdido muchas cosas de la vida de las demás. Y sin embargo, nos hemos encontrado. -Se acercó a la puerta, cogió su chaqueta y le sonrió a Martha-. No te preocupes por el artículo.
Vio que se relajaba.
– No lo haré -dijo Martha, y le devolvió la sonrisa.
Por primera vez pareció más simpática, menos agresiva. Jocasta respiró hondo. Era el momento.
– Me he acordado de algo -dijo-. Es extraoficial, no te asustes. No volviste a Bangkok, ¿verdad? ¿Aquel año? A…, veamos…, ¿a finales de junio?
La sonrisa se desvaneció por completo. Martha parecía… ¿qué parecía? ¿Furiosa? ¿Asustada? No, peor aún, aterrada. Atrapada. Y después enfadada.
– ¿Volver? Ni hablar. Ya te lo he dicho, me fui a Estados Unidos, y desde allí regresé a casa.
– Pues debí de equivocarme -dijo Jocasta, siempre en un tono de voz cariñoso-. Creí verte un día. Yo regresé desde allí. Fue fuera de la estación, en Bangkok. Te llamé. A gritos, pero quien fuera que se alejaba desapareció.
– Bueno, supongo que es normal -dijo Martha-. Si no se llamaba Martha.
Por supuesto que era Martha. En ese momento lo supo con toda la certeza con que era posible saber algo. Y Martha supo que lo sabía.
Entonces, ¿por qué le mentía?
Kate no recordaba haber estado nunca tan enfadada. ¿Cómo se atrevían a hacerle eso, cómo? Lo más importante de su vida y se lo estaban arruinando.
– No me lo puedo creer -repetía-. ¿Cómo es posible que me hagáis esto?
– No te estamos haciendo nada, Kate -dijo Helen-, excepto cuidar de ti.
– Ah, claro. Y eso lo hacéis no dejándome salir unas horas con unos amigos.
– Kate, no estamos hablando de que salgas unas horas con unos amigos -dijo Jim-. Acabas de decir que quieres ir a un club en uno de los barrios más peligrosos de Londres con un vago…
– ¡No es un vago! -gritó Kate-. Trabaja para ganarse la vida. ¿Te enteras? Gana dinero, tiene un empleo. Un trabajo. ¡Y qué sabrás tú de Brixton!
– Es un barrio… conflictivo -dijo Helen.
– Lo que quieres decir es que hay muchos negros. Eres racista, encima.
– ¡Kate!
– La gracia de los clubes de Brixton es que son una pasada. Sarah ha ido muchas veces. Papá, ¿qué crees que va a ocurrirme, por Dios? ¿Que me tomaré un éxtasis y me moriré? ¿Que me pegarán una paliza? ¿Que acabaré tirada en la calle? Estaré con Nat. Él cuidará de mí.
– No -dijo Jim-. No irás con nadie, y es mi última palabra.
Kate le miró furiosa y después dijo:
– No puedo creer que seas tan ignorante.
Salió de la habitación y muy pronto el estruendo familiar de su música llenó la casa.
Jim miró a Helen.
– Estás de acuerdo conmigo, ¿no?
– Por supuesto que estoy de acuerdo. Es un lugar terrible, con un índice de delincuencia altísimo, y ella todavía es una niña. Ah, hola, mamá.
– ¿Qué ha pasado?
– Kate quería salir por Brixton -dijo Helen de mala gana.
Sabía cuál sería la reacción de su madre.
– ¿En serio? Y supongo que no la dejáis.
– Por supuesto que no.
Jilly suspiró, dejó el bastón de puño de plata que se veía obligada a utilizar y se sentó.
– Mi madre me prohibía ir a un club llamado Blue Ángel. En aquella época se consideraba muy pecaminoso, había un pianista negro maravilloso llamado Hutch que se decía que había tenido una aventura con la duquesa de Kent. En fin, fui un año después y la verdad es que estaba bien y lo pasé en grande. Y a consecuencia de eso decidí que mi madre era un poco tonta y le perdí un poco el respeto.
– Mamá, no creo que los clubes de Brixton puedan compararse con el Blue Ángel. Eres tú la que pareces tonta.
– Esas cosas siempre son relativas. ¿Con quién quiere ir, si puede saberse?
– Con un chico horrible que quiere llevarla en su coche.
– ¿No será el que la trajo de la escuela el otro día? -dijo Jilly-. Está como un tren. Entiendo que quiera salir con él. Yo misma iría si pudiera. Esa podría ser la solución -añadió-. Podría hacer de carabina. ¡Sería divertido!
– ¡Oh, mamá, por favor! -dijo Helen hastiada.
Su madre volvería a su casa al cabo de pocos días y no podía evitar desear que llegara el momento.
Jilly oyó que Kate bajaba cuando todos se habían acostado. Se levantó de la cama que tenía en el comedor y fue a la cocina, donde Kate se preparaba un té.
– Hola, cariño. ¿Me preparas uno a mí también? Siento que no puedas salir con ese chico.
Kate la miró con la cara enrojecida.
– Oh, abuela -dijo-, ¿qué le voy a decir? Eso es lo peor, pensar en una excusa que no sea totalmente penosa.
– A ver si puedo ayudarte -dijo Jilly-. Mentir es lo mío.
Se inventaron una buena mentira: que Jilly volvía a casa aquel fin de semana y Helen había insistido en que Kate la acompañara, para cuidarla. Kate llamó a Nat y se lo soltó, pero se dio cuenta de que no le hacía ninguna gracia.
– ¿No puedes negarte? ¿Decir que tienes que salir conmigo?
– No puedo -dijo Kate con tristeza.
– Vale, bueno. Ya nos veremos.
Le colgó. Kate subió y lloró.
Al día siguiente caminaba por la calle con Bernie cuando se oyó un frenazo y un estruendo de música. Era Nat en su Sax Bomb.
– Hola -dijo.
– Hola.
– ¿Quieres salir el sábado, Bern?
– Puede. ¿Dónde vas?
– A Brixton.
– Sí. Claro. Que bien.
– Adiós. Ya nos veremos.
No hizo ni caso a Kate. El esfuerzo de ella por mostrar desinterés fue tan grande que sintió un dolor físico. Especialmente cuando Bernie sacó el móvil y llamó a una docena de personas para contárselo. ¿Cómo podría vivir así? Todos, absolutamente todos, pensarían que era penosa.
Eran los conservadores, los conservadores de derecha los que más odiaban el nuevo partido. Blair mostraba una buena disposición hacia ellos. Desde ese punto de vista le habían hecho un favor, y habían debilitado a la oposición. Chad Lawrence fue el primero en sentir el vitriolo poco después de la presentación.
Un día, al entrar en la sala de fumadores, el reducto de parlamentarios conservadores le hizo el vacío. Un miembro venerable dijo que le gustaría recordarle que ya no era conservador:
– Más que eso, eres un traidor. No podemos prohibirte la entrada, pero podemos negarte un buen recibimiento.
Chad bajó a la Sala Pugin, sorprendido de su propio malestar.
Janet Fran estaba allí tomando un té. Chad le preguntó si podía sentarse con ella.
– Acaban de darme la patada en la sala de fumadores. Más o menos me han dicho que no era un caballero.
– Vaya por Dios -dijo Janet-. ¿O sea que habrá duelo al amanecer?
– Por supuesto. -Le sonrió. Pensó en lo simpática que era, y en que a pesar de su personalidad de esposa amable y comprensiva y madre y política comprometida en nombre de los ancianos y los desposeídos, podría haber dejado a Maquiavelo como un principiante.
Chad pidió un whisky doble.
– No es fácil, no. A veces… -la miró-, a veces, ¿tú también lo sientes? ¿En el fondo del fondo?
– Por supuesto. En mis horas más bajas -comentó Janet-. Pienso en el SDP. Tuvieron un inicio igual de fulgurante, y de todos modos se estrellaron. -Le cogió la copa y bebió un poco de whisky-. Pero asoma el día y pienso que he sido derrotista y tonta.
– No eres ninguna de esas dos cosas -dijo Chad-. Yo pienso en ti como nuestra Boadice, cruzando el puente de Westminster a caballo. Estará bien tener a Gners a bordo, ¿verdad? Es un fichaje maravilloso, un peso pesado.
– Sí…
Algo en su voz le hizo escuchar atentamente.
– ¿No te gusta?
– Claro que me gusta. Es encantador. No sé si es un peso pesado, eso es lo que pasa. Sí, sé que es maravilloso en los debates, pero un par de personas me han dicho que no lo es tanto cuando se trata de arremangarse y ponerse a trabajar. Probablemente no estoy siendo justa.
– Eso espero. Lo único que me preocupa a mí es su tendencia a bajarse los pantalones. Es un mujeriego. O lo era. Tiene muy mala fama.
– Ya se lo dije a Jack. Le dije que estuvieran al tanto de las habladurías. En fin, seguro que será un gran fichaje para el partido.
– Eso espero.
– Lo será. Ánimo, Chad. A la hora de la verdad, saldrá el hombre.
– O la mujer. Ya, claro. Tienes razón.
Chris Pollock entró como una tromba en la sala de prensa y tiró un artículo en la mesa de Jocasta.
– ¿Qué coño es esto? ¿Esto te parece un buen perfil, Jocasta? Porque ya puedes irte buscando otro periódico para publicarlo. No pienso publicar esta porquería. Es soso, no es informativo, no tiene vida…
– Más o menos como ella -dijo Jocasta bajito.
– ¿Qué has dicho?
– Nada. No, lo siento, Chris. A mí tampoco me gusta, si te he de ser sincera.
– Entonces, ¿por qué coño me lo entregas? Y esta foto. ¿De qué vas? No pienso publicarlo a menos que le saques algo más, que encuentres un ángulo potable. Mejor las dos cosas. Pero no puedo perder más tiempo con esto. Tengo que llenar el hueco con algo. ¡Qué mierda!
Se marchó como una tromba, gritando mientras avanzaba hacia la sala de imágenes. Carla salió de su despacho.
– ¿De qué iba eso?
Jocasta se lo contó. Carla la miró dudosa.
– A ver la foto.
– Toma. Es mil veces más guapa que esto. Tiene un tipazo.
– Bien, cariño, pues ya tenemos la solución. Puede ser mi modelo de moda la semana que viene. Es una buena historia. La podemos vestir para su nueva vida. Entonces tu artículo no tendrá tanta importancia.
– Gracias -dijo Jocasta.
– No, de verdad, es una gran idea. Hablaré con Chris, y después llamaremos a esa bruja.
– No sé si aceptará -dijo Jocasta.
– Claro que aceptará. Es lo que quiere, por lo que me has dicho. Publicidad sin dolor.
Carla tenía razón. Era exactamente lo que quería Martha. Era mucho más seguro, menos invasivo. Y le daba la oportunidad, tal vez, de ver el texto…
– Y entonces dijo… -Jocasta se calló y volvió a llenar su copa por tercera vez en veinte minutos-, entonces dijo que me buscara otro periódico para publicarlo. Tampoco era tan malo, caramba. No hay derecho, no lo hay. ¿No te parece, Nick?
– Mujer, tampoco puedes decir que no sea justo. La verdad es que le entregaste un mal artículo. Tú misma lo reconociste.
– No era malo -dijo Jocasta-. Tampoco era demasiado bueno.
– Y eso no está bien. Cuando tú escribes, tiene que ser genial. Es así de sencillo.
– Gracias -dijo Jocasta, mirándole con mala cara-. Pensaba que me consolarías un poco y que me dirías algo amable y no me echarías un sermón sobre ética periodística. Creía que estabas de mi lado, eso creía.
– Estoy de tu lado. Eso no quiere decir que no podamos discutir la situación.
– ¿Ah, no? Me habías engañado. Llevo días sin verte y te has pasado el fin de semana con tu madre, otra vez. Has ido dos fines de semana seguidos.
– Por dos buenas razones. El cumpleaños de Rupert y después el aniversario de mis padres. Y tú estabas invitada. De hecho, no sabía muy bien cómo justificar que no pudieras ir por segunda vez.
O sea que eso era lo que obtenía a cambio de rechazar un fin de semana con Gideon Keeble y resistir la tentación más fuerte de su vida.
– Oh, bueno, lo siento, Nick. Siento complicarte la vida. Es que estar sentada en un comedor gélido, mientras todos hablan del baile de caza y quién va a ir a pescar salmón, no es mi idea de pasarlo bien.
– Jocasta, estás siendo muy antipática.
– Me siento antipática. Tú tampoco estás siendo simpático, diciendo que no debería entregar artículos malos.
– Yo no he dicho eso. No seas tonta.
– Oh, vamos -exclamó Jocasta-, ¿por qué no te largas? ¿Por qué no vuelves con mamá? ¡Seguro que te encantaría!
– Jocasta, por favor… -Le sonrió-. Ni digas tonterías. Ven, deja que te abrace.
– No quiero que me abraces -dijo, y, para su propio horror, se echó a llorar-, quiero que me apoyes como es debido. Quiero que estés a mi lado cuando te necesito.
– Estoy a tu lado.
– ¡Nick, no es verdad! ¡Tú vives a tu manera, tranquilo, haciendo lo que te place, trabajando todas las horas del día y de la noche, saliendo con amigos, yendo a casa de mamá, y viniendo a verme cuando te apetece un polvo!
– ¡Cómo puedes decir eso!
– Porque es verdad. Y ya estoy harta. Si yo te importara, ya te habrías comprometido conmigo.
– Oh, se trata de eso. De que no me haya arrodillado y te haya puesto un anillo en el dedo.
– No. No es eso. Pero…
– Jocasta, te lo he explicado mil veces. Lo siento. Si pudiera lo haría. Pero no me siento…
– No te sientes capaz. ¿Y cuándo crees que serás capaz? ¿Cuando cumplas cuarenta? ¿Cincuenta? Estoy harta de esto, Nick, de verdad. Siento que no te importo… nada.
– Bien, pues siento oírte decir eso -dijo, poniéndose de pie y recogiendo las llaves del coche.
– ¿Adónde vas?
– Me voy a casa. No quiero oír nada más.
– ¡Muy bien!
Nick salió, sin dar un portazo, como habría hecho ella, sino cerrando la puerta muy despacio y con cuidado. Jocasta cogió un cenicero de cristal muy pesado y lo lanzó contra la puerta. Hizo saltar una astilla de madera antes de caer en el suelo de baldosa y hacerse añicos. Lo estaba mirando fijamente cuando sonó su móvil. Miró quién llamaba: Chris Pollock. ¿Qué había hecho ahora?
– ¿Jocasta? Quiero que cojas un avión a Dublin. Esta noche si puede ser. La hija de Gideon Keeble ha huido de la escuela con una estrella del rock. Conoces a Keeble. No vuelvas hasta que tengas toda la historia, ¿entendido? No quiero una repetición del fiasco de Martha Comosellame.
– No lo será -dijo Jocasta.
Fue uno de los días más largos que recordaba. Y el más triste. Casi peor que cuando le habían dicho que no podía ir.
Todo el día igual: Bernie hablando de lo bien que lo había pasado con Nat, que la había llevado al Sax Bomb de Brixton, que estaba guapísimo con sus pantalones y su chaleco de camuflaje, lo bien que bailaba y que habían estado allí hasta las cinco de la madrugada, y entonces… En este punto la historia continuaba como un susurro en distintos oídos, entre risitas y chillidos. Cuando Kate llegó a casa, estaba fuera de sí de rabia y resentimiento; incluso las delicadas preguntas de su abuela la sacaron de quicio.
– Lo pasaron en grande, abuela, y yo no, ¿está claro?
Subió a su habitación, puso la radio y se echó en la cama. Era muy injusto. Totalmente injusto. Todo era una mierda. Nunca volvería a invitarla a salir, después de aquello. La habían etiquetado de infeliz dominada por sus padres. Les odiaba a todos. Odiaba a sus padres, odiaba a Juliet, que no paraba de ensayar con el violín aplicadamente, casi odiaba a su abuela, que no paraba de molestar con su elegante acento, fingiendo que la comprendía, contándole no sé qué de un sitio asqueroso donde no la dejaron ir cuando era lo que ella llamaba una joven.
Nadie la apoyaba, incluso Sarah estaba abandonándola, y no estaba más cerca de encontrar a su madre. La misma Jocasta parecía haberla olvidado; habían pasado dos semanas desde que habían almorzado y no había sabido nada de ella…
De repente se enfadó también con Jocasta y decidió llamarla. No debería haber aceptado quedar con ella si no quería ayudarla. Marcó el número del móvil de Jocasta. Parecía apagado. Vaya, precisamente le había dicho a Kate que era su posesión más preciada, que no podría hacer su trabajo sin él; a lo mejor estaba fuera de cobertura. O tal vez estaba en el periódico. Podía intentarlo.
El teléfono sonó y sonó pero nadie lo cogía. Estaba claro que había salido tras un reportaje. Qué típico, pensó Kate, con la suerte que tenía. Estaba a punto de colgar cuando una voz dijo:
– Hola, teléfono de Jocasta.
– Ah, hola -dijo Kate, nerviosa de repente-. ¿Está Jocasta?
– No, lo siento. Estará fuera unos días. -Era una voz amable, un poco extranjera y muy grave-. ¿Quiere dejar un mensaje?
– Bueno, no. No, da igual. Ya volveré a llamar. ¿Puede decirle que la ha llamado Kate?
– ¿Kate? ¿Kate Moss?
– Ojalá -dijo Kate.
– Perdona, pero tu voz se parece. ¿Kate qué?
– Kate Tarrant.
Hubo un breve pero significativo silencio, y después una voz dijo:
– ¿La chica de la abuela? ¿En el hospital?
– Sí.
– ¿Cómo está tu abuela?
– Oh, está bien, gracias.
– Me alegro. Sí, te vi el otro día, almorzando con Jocasta en el Bluebird. Tenía ganas de conocerte. Le dije a Jocasta que creía que podría sacarte en mi sección de moda. Me llamo Carla Giannini, soy la editora de moda del Sketch.
– ¿Ah, sí? -A Kate se le aceleró el corazón-. ¿Eso cree, de verdad?
– Bueno, creo que podrías salir bien en las fotos. No puedo estar segura hasta que te haya hecho una prueba. Pero lo creo más que posible. Deberías venir a verme un día. Me encantaría conocerte, ¡una chica tan valiente que se enfrenta sola a la seguridad social!
Se rió con una risa ronca y áspera.
Kate se sintió mareada.
– ¿Lo dice en serio? ¿Lo de pasar a verla?
– Por supuesto. Mira, piénsalo y llámame. ¿Te parece mañana? Te daré mi número directo.
– Sí. Sí, sería estupendo. Gracias.
Uau. ¡Uau! ¿Podía ser más guay? Caramba. Eso haría que Nat cambiara de idea sobre ella. Modelo. En el periódico. Uau. ¡Oh, Dios mío!
Kate bajó la escalera cantando.
– Hola, mamá. ¿Te apetece un té?
Carla colgó y sonrió. Bien. Muy bien. No tenía ninguna duda de que Kate iría a verla. A Jocasta no le haría ninguna gracia, pero qué se le iba a hacer. No tenía ningún derecho sobre Kate. Y Carla tenía unas páginas que llenar.
Media hora más tarde, como supuso Carla, Kate la llamó. ¿Le parecía bien si pasaba a verla al día siguiente después de la escuela?
– Podría estar allí sobre las cinco o cinco y media.
Carla dijo que era un buen momento y llamó a Marc Jones, un fotógrafo joven y bastante sexy que había utilizado por primera vez hacía una semana, para pedirle que hiciera las fotos de prueba de Kate.
Jocasta estaba frente a la verja de la magnífica casa de Gideon Keeble, y esperaba, junto con aproximadamente dos docenas de periodistas más, un buen puñado de fotógrafos, cámaras y el policía de guardia. Llevaba doce horas esperando. Había una gran camaradería, el tiempo pasaba, la gente se intercambiaba tabaco y chocolate, y compartía recuerdos de viejos tiempos y las pequeñas noticias que tenían. La generosidad era, sin duda, la regla número uno del juego, a menos que alguien consiguiera de verdad una gran primicia o una exclusiva. Nadie esperaba que eso se compartiera.
Dungarven House estaba en lo alto de una colina; de vez en cuando, alguien se encaramaba a la verja cerrada y echaba un vistazo, aunque no sirviera para nada, porque el paseo dibujaba una curva hacia la derecha en dirección a las dos residencias, y no había nada que ver excepto un alto cercado de hayas y, a su izquierda, un bosque espeso. Gideon Keeble estaba dentro, no había duda. Había entrado en coche la noche anterior, con un aspecto horrible, y desde entonces no se habían abierto las puertas. Un reportero local les había asegurado que no había otro acceso para vehículos a la finca y un reportero emprendedor, incapaz de aceptar su palabra, había dado la vuelta a toda la finca en bicicleta, para decir que sólo había varias portezuelas en el muro de cuatro metros de alto que la rodeaba, que estaban cerradas con enormes candados, y a las que sólo se llegaba mediante senderos. El extremo meridional de la finca estaba limitado por un famoso lago, que era infranqueable desde el otro lado, salvo en bote; Dungarven House era casi una fortaleza.
Las radios les decían cada hora que Fionnuala Keeble, la bonita hija quinceañera del millonario Gideon Keeble, había huido de su escuela de monjas con el músico de rock Zebedee y todavía no había sido localizada. Su madre, ahora lady Carlingford, se dirigía a Irlanda desde Barbados, donde vivía, y no estaba disponible para hacer declaraciones. Era la opinión general que si localizaban a Fionnuala, la devolverían a su padre, a Dungarven House.
Jocasta pasó bastantes de esas doce horas intentando comunicar con el teléfono privado de Gideon, pero el encantador, accesible y hospitalario Gideon Keeble, que la había llamado al móvil, lo había hecho desde un número en el que le dijeron educadamente que el señor Keeble no podía ponerse y que volviera a llamar. Ni siquiera le dieron la posibilidad de dejar un mensaje. Lo mismo sucedió con todos los teléfonos de su oficina. Su dirección de correo electrónico era igual de esquiva. La que todos tenían era de su oficina en Londres, y a pesar de que le había mandado lo que ella consideraba un mensaje irresistible, no había obtenido respuesta. Bien, no podía culparle. Se había sentido bastante miserable cuando lo escribía.
De vez en cuando volvía a su coche de alquiler, que estaba aparcado a medio kilómetro camino abajo, para comprobar su correo, y a medida que fue cayendo la oscuridad sobre Cork, fue imaginando la ira y el miedo que Gideon Keeble debía experimentar por la desaparición de su amada y única hija.
Miró la pantalla mientras tecleaba sus pensamientos y suspiraba. Eso no la redimiría a ojos de Chris Pollock. Échame una mano, pensó, mirando la media luna que se iba alzando sobre el suave anochecer, por favor, por favor, échame una mano.
Se moría de ganas de hacer pis. Tendría que encontrar un arbusto, otra vez. No debería haber bebido tanto café. Se desvió hacia la derecha del sendero y se metió en un descuidado páramo hasta una hondonada. Allí era más seguro, lejos de los comentarios irreverentes de los demás.
Se puso de pie apresuradamente, subiéndose los pantalones. Se empezaba a morir de frío. Tal vez sería mejor caminar un poco, para que se le activara la circulación. Si caminaba por el sendero vería cualquier coche que se acercara. Se puso en marcha con brío, y diez minutos después vio un puntito insignificante que se acercaba. Era bastante constante, pero no era un coche. ¿Qué era, entonces? Por supuesto una bicicleta. Alguien subía la colina en bicicleta. Tal vez un trabajador de alguna explotación cercana. Pero ¿a aquellas horas? Esperó, casi conteniendo el aliento, y de repente la luz se desvió del camino y desapareció. O mejor dicho, dobló a la derecha. La luz trasera rebotó arriba y abajo, pero siguió adelante. Debía de ser una pista. Jocasta decidió seguirla. Seguramente era una pérdida de tiempo, pero… Entonces oyó un grito sofocado y una maldición y la luz se apagó.
Jocasta caminó con precaución hacia el bulto oscuro que formaban bicicleta y ciclista.
– ¿Hola? -dijo-. ¿Estás bien?
No oyó nada.
– He dicho hola. ¿Hay alguien ahí?
Nada.
Ya estaba junto al bulto. Cobró forma. Era un chico de unos quince años, sentado en el suelo, frotándose el tobillo. Tenía una bolsa de lona detrás.
– ¿Estás bien?
– Claro que estoy bien.
Tenía un fuerte acento.
– Qué bien. Creía que te habías hecho daño. Es mal sitio para caerse de la bici.
Él intentó ponerse de pie e hizo una mueca de dolor.
– Mierda -dijo-. Qué puta mierda.
– Te has hecho daño. ¿Me dejas ver?
Él meneó la cabeza.
– Menuda nochecita para pasear en bici -dijo Jocasta.
Ninguna respuesta.
– ¿Ibas a la casa grande?
– No. Me iba a mi casa.
– ¿Que está…?
– Allí abajo. -Señaló a la oscuridad.
– Qué raro, parecía que fueras en dirección contraria -dijo-. En fin, no llegarás a casa en este estado. ¿Quieres que te acompañe en coche?
– No gracias. -La miró fijamente-. ¿Eres una de las periodistas?
– Sí.
Él dudó.
– No vas a escribir sobre mí, ¿verdad?
– Podría ser -contestó Jocasta fríamente-. Depende.
– ¿De qué?
– Déjame echar un vistazo a tu tobillo.
Él la miró fastidiado, pero movió el pie hacia ella.
Jocasta lo palpó con suavidad, y con mucho cuidado lo movió. No parecía roto.
– Creo que sólo es una torcedura. ¿Tienes una linterna?
– Sólo el faro de la bici.
– Vale. Vamos a… -Encendió el faro de la bici y le iluminó el tobillo. Se le estaba hinchando-. ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe a casa?
– No. Ya me las arreglaré. Está colina abajo, camino del pueblo. Sólo tengo que subirme a la bici.
– ¡Lástima! -Le miró con curiosidad-. Es una noche estupenda para la caza furtiva. Poca luna, sólo la luz necesaria.
– ¡No estoy cazando!
– ¿Ah, no? Bueno, ahora sin duda ya no -dijo Jocasta-. Creo que debería acompañarte a casa. Te juro que no se lo diré a nadie, a nadie.
– ¿Seguro? -A la luz de los faros, sus ojos brillaban de miedo-. Mi madre me zurraría con el cinturón.
– Y haría bien. Y tu padre también debería.
– Mi padre murió. Mi madre y yo estamos solos. Con los pequeños.
– ¿Cuántos pequeños?
– Cinco. Soy el mayor.
– Ya. Y una trucha o una liebre de vez en cuando no van mal. Mira, te dejaré frente a tu casa y nadie se enterará.
El chico se miró el tobillo.
– De acuerdo -dijo por fin. Y después, de mala gana-: Gracias.
– No hay de qué. Una cosa a cambio. ¿Cómo se entra en la finca? Tú debes saber cómo.
– No.
– Por supuesto que lo sabes -dijo Jocasta rápidamente-. No seas tonto.
Hubo un largo silencio y después el chico dijo:
– Sigue esta pista hasta el muro. Camina hacia la derecha. A un centenar de metros hay un árbol muy grande. Una de las ramas cuelga hasta el otro lado del muro.
– Es un buen salto, ¿no? -dijo Jocasta sopesándolo-. Este muro tiene tres o cuatro metros de altura. ¿Y luego cómo se sale?
– No pienso decirte nada más -dijo-. Creía que sólo querías entrar.
Ella lo pensó un momento. Era bastante cierto, ya encontraría la forma de salir.
– Es verdad -dijo poniéndose de pie. Le ofreció una mano para levantarse-. En marcha.
Veinte minutos después, estaba de vuelta. Aparcó el coche bastante más abajo. No quería que los demás siguieran sus pasos. Sacó la linterna del vehículo, se colgó la mochila a la espalda y cerró la puerta del coche silenciosamente. Se puso la capucha de la sudadera y empezó a seguir el camino otra vez, por la cuneta, buscando la pista. No quería equivocarse. Sólo le faltaría perderse.
Bien. Había llegado al muro. A la derecha, había dicho él, un centenar de metros… Árbol, árbol, ¿dónde estaba el árbol, caray?
¡Ahí! Justo allí, cuando el muro dibujaba una curva. No le costó mucho trepar, hasta que llegó a la altura del muro, encaramada a una rama muy gruesa, con otra rama paralela sabiamente colocada para apoyarse.
Después la situación empeoró. Saltó a la pared con cierta facilidad, pero entonces tenía que bajar por el otro lado. Y era un salto de cuatro metros: sobre la hierba, eso sí, pero aun así parecía muy alto.
Y la casa no se veía por ninguna parte. No tenía ni idea de la dirección que debía tomar. Calculó mentalmente que apuntaría a las diez desde donde aterrizaría, pero era una pura conjetura.
Mierda, mierda. Debería haberse llevado un mapa. ¿Y si Keeble tenía perros vigilando la finca, o un guardia armado como se rumoreaba que tenían los gemelos Barclay?
– Oh, qué coño -dijo en voz alta.
Se quitó la mochila y la tiró, y después, pensando a la cámara lenta del miedo si aquélla sería la última cosa que haría, saltó detrás.
Jocasta salió de los matorrales y miró a su alrededor: ni rastro de la casa. Ya la encontraría. Por ahora lo había hecho de maravilla. Chris Pollock estaría orgulloso de ella. En cuanto a Nick…, no había pensado en Nick desde hacía horas, ¡qué desastre! De repente escuchó ladrar a un perro. Tenía perros guardianes. Pero el sonido no se movió. Permaneció quieto. Eso significaba que el perro estaba atado en alguna parte o se encontraba dentro de la casa. Seguiría el sonido.
Mientras avanzaba, despacio y con cautela, con la luz de la linterna baja enfocando al suelo, se preguntó cómo sería Fionnuala. Aisling, la segunda esposa de Gideon, se había casado con Michael Carlingford hacía un par de años y vivía medio año en Barbados y medio año en Londres. El divorcio había sido desagradable y ruidoso y era evidente que habían enviado a un internado a Fionnuala para que no fuera una molestia para sus padres. Jocasta sabía cómo te hacía sentir eso. De haber tenido ella ocasión de huir con una estrella del rock, lo habría hecho, sólo para causarles todos los problemas y vergüenza posibles.
Uno de los pocos fragmentos de información disponible sobre Fionnuala era que era una gran jinete, y que había tenido a su disposición caballos caros desde el momento que había sido capaz de montar. Montaba en algún acto ocasional, y cazaba de vez en cuando, y ésas eran las pocas ocasiones en las que le habían sacado alguna fotografía satisfactoria para las columnas de chismes. Fotos de una carita bastante rígida y seria bajo su gorra de montar.
En las dos ocasiones en que Jocasta había hablado un buen rato con Gideon Keeble, no la había mencionado. De hecho, podría no haber sabido que tenía una hija. Otra similitud entre ella y Fionnuala.
– Tienes muy mala cara, cariño.
– Estoy fatal. No creo que pueda aguantar mucho más.
Era tan poco propio de Helen quejarse que todos dejaron lo que estaban haciendo y la miraron.
Helen había tenido bronquitis después de Navidad, como todos los años, pero parecía haberle rebrotado. Las últimas semanas había tosido mucho, noche tras noche, había dormido poco y tenía un constante dolor de cabeza.
– Estás en los huesos -dijo Jim-. Demasiadas preocupaciones, seguro. Tu madre, la publicidad, todo. Ha sido mucha tensión para ti. Te pondrás bien pronto.
– ¡Papá! -exclamó Juliet-. ¿Eso es todo lo que puedes decir? Pobre mamá. Deberías llevarla a alguna parte. Que tome un poco el sol.
– Juliet -dijo Jim-, hablas como tu hermana. ¿Adónde quieres que la lleve, al sur de Francia o algo así?
– Pues sí. ¿Por qué no? Seguro que se está la mar de bien ahora.
– Seguro que sí. Y yo soy el rey Midas. ¿Sabes lo que cuesta ir allí?
– Cuarenta y cinco libras cada uno -dijo Juliet con firmeza-. Mira, lo dice en el periódico. Easyjet a Niza, cuarenta y cinco libras.
– Es una idea estupenda, Jim -dijo Helen-. Un poco de sol me iría de maravilla.
Todos la miraron. Ella nunca pedía nada para sí misma.
– La semana que viene tenemos vacaciones -dijo Juliet-. Venga, papá, dale un gusto a mamá.
– ¿Y a vosotras quién os cuidará?
– Podemos ir a casa de la abuela. Podemos ir las dos, porque tenemos vacaciones.
– Sí, o podría ir a casa de Charlotte -dijo Juliet-. Oh, venga, papá. Vive peligrosamente.
Janet caminaba por el vestíbulo central, con el abrigo y el portátil en la mano, cuando oyó que la llamaban.
– ¡Janet! ¡Hola! ¿Cómo estás? Hace días que quiero hablar contigo. -Era Eliot Griers. Le sonreía a su manera infantil-. ¿Tienes tiempo para tomar algo?
– Lo siento, Eliot, pero no. Esta noche quiero llegar pronto a casa. Son sólo las ocho y media.
– Bueno, qué se le va a hacer. Nos veremos mañana. En la fiesta de bienvenida de Jack. Y gracias por tu mensaje. Me muero de ganas de trabajar con vosotros.
– Genial. Sí, será maravilloso tenerte a bordo. Estamos en plena lucha ahora mismo, como puedes imaginarte.
– Por supuesto, pero es emocionante. En fin, Janet, quería pedirte un favor.
– Adelante -dijo ella, sonriéndole con cierta frialdad.
– Tengo una electora, una chica muy simpática, que es abogada de derechos humanos. Le comenté que estabas en la comisión y me dijo que le gustaría mucho conocerte. ¿Querrías dedicarle media hora?
– Claro -dijo-. Que llame a mi secretaria mañana y quede con ella.
– Es maravilloso. Le diré que le daremos una gira por aquí. A los electores les encanta. Ahora mismo no podemos perder a ninguno, ¿verdad? Es una chica muy inteligente, no te hará perder el tiempo.
Seguro que también era muy guapa, Janet estaba convencida.
Jocasta se encontró en la parte trasera de la casa. Era una maravilla, de estilo georgiano clásico, con unos ventanales altos preciosos en los que se reflejaba la luz de la luna y un porche que la recorría en toda su longitud.
De repente se sintió casi avergonzada. Caminó despacio siguiendo el porche, mirando dentro de las habitaciones: una salita iluminada con luz tenue, lo que parecía una biblioteca en semipenumbra, después un par de habitaciones a oscuras y lo que evidentemente era un estudio. Estaba bien iluminado. Mientras miraba, Gideon Keeble entró en la habitación, hablando por el móvil. Se sentó a la mesa, y de repente apagó el móvil y se quedó mirándolo como si no lo hubiera visto nunca. Después lo dejó, lenta y suavemente en la mesa, apoyó los brazos en el escritorio y enterró la cabeza en ellos.
Jocasta le miró, paralizada, sintiéndose como el peor de los mirones. ¿Cómo podía haberlo hecho? ¿Cómo podía haberse entrometido en el mundo donde Gideon se sentía a salvo? Sería mejor volver a Londres sin reportaje, fracasada, que enfrentarse a él con su estúpida curiosidad, con su vulgar interrogatorio.
Estaba pensando en marcharse a hurtadillas cuando se abrió una puerta en el otro extremo del porche y un cachorro de setter irlandés de unos seis meses saltó hacia ella, se le echó encima y le lamió la cara. Le seguía un perro mayor, su madre, se imaginó Jocasta, que ladraba casi con severidad, y después escuchó una voz de mujer que gritaba a los animales:
– ¡Sheba! ¡Pebble! ¡Dejad de ladrar y volved aquí inmediatamente!
El ruido cesó momentáneamente, pero el cachorro siguió saludándola entusiasmado, y entonces se puso a ladrar otra vez. Mientras le acariciaba e intentaba hacer callar a los perros, vio que Gideon se levantaba, se acercaba a la puerta, llamaba a alguien y desaparecía. Se quedó petrificada, los dos perros ladraban a pleno pulmón. Él salió por una puerta lateral. Llevaba una linterna, que paseó por el césped y después por el porche, proyectando un amplio haz de luz. Jocasta se quedó quieta, asustada como un conejito frente a los faros de un coche, y se preparó para que le gritaran, para la furia, la indignación. Vio cómo se acercaba a ella, muy despacio. Sin embargo, cuando llegó a su lado, dijo, en un tono absolutamente cordial, como si Jocasta hubiera entrado en un restaurante o en la sala de espera de un aeropuerto o cualquier otro lugar público donde él estuviera:
– Vaya, Jocasta, qué agradable sorpresa. Has decidido venir después de todo.
– ¿Y dónde dices que la encontraste?
– En un restaurante.
– Por Dios, ¿cómo es posible que nadie la viera antes?
Era tarde y Marc Jones acababa de volver con las fotos de prueba de Kate.
– Lo sé. Fue cuestión de suerte -dijo Carla con modestia-. ¿Qué te parecen las fotos?
– Sensacionales.
Blandió una hoja de contactos que estaba encima de la mesa. Carla sacó una lupa de un cajón y se inclinó para mirar las fotos. Eran muy buenas. Una colegiala tensa y nerviosa había entrado en el estudio y ante ellos tenían una belleza desgarbada y con una larga melena, por completo inconsciente de su propia sexualidad y de cómo enfrentarse a la cámara.
– Encantadora, de verdad. ¿Tienes color?
– Sí. También son muy buenas. Es por los ojos oscuros y los cabellos claros. ¿Cuándo las vas a utilizar?
– La semana que viene, probablemente. Iré a hablar con Chris a ver qué opina.
– ¿Quién… quién va a sacar las fotos?
– Marc, parece mentira. ¿Quién pensabas? ¿David Bailey?
– Estupendo. -Sonrió-. Dame una fecha. ¿De qué va el artículo de moda?
– Hemos pensado que Kate podría elegirlo. La llevaré a Top Shop, a Miss Selfridge, a Kookai, a ver qué elige.
– Muy bien. ¿Cuándo quieres hacerlo?
– Lo antes posible. Pero primero tendré que hablar con sus padres. Aún no tiene dieciséis años. No deberían poner pegas, creo yo.
– ¿Tú dejarías que tu hija se metiera en el mundo de la moda?
– Yo no tenga ninguna hija -dijo Carla secamente.
Se fue a ver a Chris Pollock con las fotos.
Kate estaba en plena sesión en el estudio, Marc Jones coqueteaba con ella -se estaba encaprichando- y Carla Giannini la embaucaba -no había otra forma de decirlo-. Le había caído bien Carla, era tan acogedora, tan divertida, y valoraba tanto sus lamentables esfuerzos. Al menos, a Kate le parecían lamentables. Aunque de alguna manera había sabido hacer frente a la cámara, cómo moverse entre foto y foto, especialmente al ir avanzando la sesión, y se había mostrado más segura.
Ahora le parecía todo un sueño, en casa, en la cocina, sirviéndose una coca-cola, esperando que le dijeran que se fuera a la cama y le preguntaran si había hecho los deberes. ¡Si ellos supieran! Se quedarían sorprendidos, abrumados, le dirían que estaba metiéndose en un mundo peligroso. Sólo su abuela sabría valorar la emoción y la importancia de lo sucedido. De hecho, sería divertido contárselo.
Jim había reservado una semana en un hotel de tres estrellas cerca de Niza. Helen estaba dividida entre la emoción, la culpabilidad y la preocupación por dejar a Kate en un momento tan importante de su vida.
– Si no apruebas estos exámenes, no tendrás otra oportunidad. Necesitas buenas notas para ir a Richmond, y…
– Tranquila, mamá, estudiaré. Te lo juro. Aunque la abuela me dejara salir, Juliet me lo impediría, te llamaría al hotel para decirte que he dejado de estudiar cinco minutos.
– ¡No es verdad! -gritó Juliet indignada-. Además, yo tengo un cursillo, no te olvides. Puedes hacer el vago cuanto quieras.
Martha machacaba la cinta de correr, empapada de sudor; le dolían las piernas y sentía los pulmones a punto de explotar. Estaba agotada, le quedaban cinco minutos más, pero no podría. Aunque…, por supuesto, lo haría. Porque era lo que había decidido, era lo que se había impuesto. Así de sencillo.
Podía hacer lo que quería con esa fuerza de voluntad. Los demonios que la habían atacado en todo su horror cuando estaba arrodillada en aquel asqueroso servicio, vomitando en la repugnante taza, los demonios que colgaron amenazadores de forma obscena sobre su cama durante la larga noche que siguió, la habían abandonado, se habían desvanecido por completo. O casi.
Le había dicho a Ed que no podía salir con él. Esa noche no. Pero al día siguiente habían quedado. Era el aniversario de su cuarto mes. Cuatro meses desde que habían salido por primera vez. Cuatro meses de ser asombrosamente feliz.
La felicidad no era algo a lo que Martha estuviera muy acostumbrada. Conocía el éxito, sabía lo que era cumplir las propias metas, y lograr los objetivos que se proponía. Pero la felicidad, la felicidad era otra cosa. La felicidad era dulce y esquiva y la provocaba la cosa más simple, una llamada, una broma tonta, la valoración de algo insignificante, aunque importante. La felicidad era un juego de valores totalmente nuevo.
Ed le había enseñado todo eso cuando la guiaba hacia el amor. Le amaba, estaba segura. Se había resistido mucho tiempo a reconocerlo. Le asustaba el amor. La aterrorizaba. Todavía no le había dicho a Ed que le quería. Era muy arriesgado, era ponerse en una situación demasiado vulnerable.
El artículo que tanto había temido se había convertido en una intrascendente página de moda. El texto, que al final le habían permitido revisar, apenas era un largo pie de foto, muy generoso con su carrera política y muy halagador con el Partido Progresista de Centro. Chad estaría muy complacido. Las fotos también le habían gustado.
– Feliz aniversario. Te he traído un regalo.
– Oh, Ed. Dijimos que no nos regalaríamos nada.
– Sí, lo sé. Pero no te sientas mal por no haberme comprado nada. Es una tontería.
– La verdad es que sí tengo algo -dijo Martha-. Y también es una tontería.
– Adelante, entonces. Tú primera. Ábrelo.
Era un libro titulado Yoga tántrico para principiantes.
– Espero que no pretendas que intente estas cosas -dijo Martha, riendo.
– Por supuesto que sí. Hay un capítulo de sexo. Dice que puedes estar en marcha seis horas. ¿Qué te parece?
– Un poco cansado. ¿Qué tiene de malo lo que hacemos ahora?
– Nada. Es genial. Pero esta idea aún me ha gustado más: te haría llegar tarde a las reuniones.
– Sí, claro, lo leeré. Ahora abre tu regalo.
– Eh -dijo Ed sonriendo-, qué pasada. Me encanta. -Era una foto enmarcada de los dos, con la sábana subida hasta el cuello, sentados en la cama de Martha. La habían sacado con el disparador automático-. Me acuerdo de esa noche -añadió.
– Seguro que no te acuerdas.
– Claro que me acuerdo. ¿Sabes por qué? Fue un gran principio. No doblaste la ropa pulcramente antes de meterte en la cama. La tiraste al suelo.
– Te lo inventas -dijo Martha riendo.
– No es verdad. ¿Cómo voy a olvidarlo? Pensé que te apetecía más el sexo que colgar tu chaqueta de Armani. Pensé que debía de ser un buen semental.
– Eres un…
Después de cenar pasearon por Butler's Wharf cogidos de la mano. Ed había estado un poco callado la última media hora y Martha le preguntó qué le ocurría.
– Nada, en realidad. Me han ofrecido un empleo.
– Ed, qué bien. ¿Qué tiene de malo?
– No mucho. Más dinero, más de lo mismo, más responsabilidad.
– Pues cógelo.
– Es que… es en Edimburgo. Trabajaría para Beeb.
– ¡En Edimburgo!
– Sí, ahora hay mucha marcha en Edimburgo. ¿Qué te parece?
– Bien -dijo Martha esforzándose por mantener un tono animado-, creo que debes aceptarlo.
– ¿Sí?
– Por supuesto. ¿Por qué no? -No debía importarle, ya se las arreglarían. Le vería a menudo. No muy a menudo. Pero lo suficiente.
– Bueno, a mí se me ocurre una razón muy buena.
– ¿Cuál?
– Se llama Martha.
– Ed, no puedes dejar pasar una buena oportunidad por mí. Podemos seguir viéndonos. -Pero ¿cuándo? Por las noches no. Muchos fines de semana, tampoco. Con su trabajo en Binsmow, no. Cada vez tenía más. Las asesorías de los sábados. Así que sólo le vería muy de vez en cuando.
– Bueno, lo habría hecho. O eso pensaba. Dejarla pasar. Pero si tú crees que no debo. La verdad es que me encantaría.
– Entonces ya está decidido. Claro que tienes que aceptar. Podemos pasar fines de semana estupendos, de vez en cuando, y tú… tú… -Se le quebró la voz.
– ¿Yo qué?
– Te irá muy bien, Ed. Es muy bueno, trabajar en Beeb. Te va a encaminar en la vida.
– Sí, bien, gracias, Martha. Eres tan… madura. -Le sonrió, un poco forzadamente.
Martha se sentiría mejor más tarde, cuando se hiciera a la idea. Era la última persona que se apegaría a alguien; sabía mejor que nadie lo importante que era aprovechar las oportunidades.
– Ha sido genial -dijo Ed adormilado-. Buenas noches, Martha.
– Buenas noches, Ed.
Sin embargo, no lo había sido, no había sido genial. Había sido como si todo estuviera desenfocado. Como si nada estuviera lo suficientemente definido.
El placer la atontó… sólo un poco.
Se levantó y fue al salón, miró por la ventana, hacia las luces, pensando lo lejos que estaría él, lo sola que se sentiría.
Maldita sea, tenía ganas de llorar. Mierda. Ed no debía oírla, no debía saberlo. Estaba tan deseoso de ir, de aceptar el empleo…
Se levantó, fue al lavabo y se sentó, se secó los ojos y se sonó la nariz. Ya estaba mejor, podía hacerlo, por Dios.
Se abrió la puerta y entró Ed.
– Perdona -dijo-, quería hacer pipí.
– Adelante -dijo-, ya iba a salir.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí, por supuesto.
Encendió la luz y la miró.
– Martha, has llorado. ¿Qué te pasa?
– No quiero que te vayas -dijo, y su voz era vulnerable y triste. Se sintió fatal consigo misma, por mostrarse tan indefensa-. Lo siento, lo siento, Ed. Por la mañana me sentiré mejor.
– ¿No quieres que me vaya? -preguntó, y su voz era muy tranquila y cariñosa.
– No. Bien, evidentemente no, es que me he acostumbrado a que estemos juntos, pero ya me apañaré. Lo siento, Ed, lo siento…
– ¿De verdad has dicho que no quieres que me vaya?
– Sí, lo he dicho. Sé que está mal, pero…
– No está mal -comentó-. Está muy bien. Por Dios, Martha, llevo cuatro meses intentando convencerme de que te importo y ahora sé que sí. Claro que no me iré, tontorrona. Yo tampoco quiero dejarte. Quiero quedarme contigo. A pesar de tu gigantesca nariz. Y de tus lamentables pechos. Quería que me dijeras que no me fuera. Más que nada en el mundo.
– Oh, Ed. -Martha le miró y de repente fue como si le explotara la cabeza y tuvo que decirlo, tenía que decírselo-: Es que yo…
– Venga. Suéltalo. ¿Tú qué?
– Te quiero -dijo, y su voz era casi desesperada, tanto por la ansiedad como por el esfuerzo al decirlo.
– ¿De verdad? Dilo otra vez.
– Te quiero -dijo, y él se agachó para besarla y se echó a reír.
– Éste es un sitio estupendo para una escena de amor -dijo-. Yo también te quiero. Y ahora, si puedes apartar tu pequeño y bien formado culo, me gustaría hacer pis.
– Lo siento -dijo Jocasta-, lo siento mucho.
Estaba sentada en la sala de juegos de Gideon. Era una sala de juegos para maduritos, con dos sofás enormes, una televisión grande, un equipo de música con dos altavoces altos y tres estantes de cedes, una mesita llena de lo que los catálogos denominan juguetes para ejecutivos y las paredes forradas de libros.
En una pared había un cuadro enorme de una mujer rubia y hermosa con un vestido de noche negro corto: la segunda señora Keeble, la madre de Fionnuala.
– ¿Y qué sientes exactamente? -preguntó Gideon.
– Siento estar aquí. Me siento… fatal.
– Oh, no te preocupes -dijo él-. Estás haciendo tu trabajo y te admiro por tu iniciativa. Sin embargo, tienes que decirme por dónde has entrado. No sabía que fuera tan fácil.
– ¡No ha sido fácil! -exclamó Jocasta indignada-. He tenido que trepar a un árbol enorme y después saltar desde un muro muy alto…
– Bueno, no esperarás compasión -dijo él-. No sería muy razonable por tu parte.
– No, claro que no -dijo Jocasta-. Lo siento, Gideon. De verdad.
– Deja de decir «lo siento» -dijo.
Jocasta no lograba entender su expresión. No era su habitual sonrisa benévola, pero tampoco era hostil. Era sencillamente despegada.
– Sí, por supuesto. Bueno, siento mucho lo de tu hija, Gideon. Lo de Fionnuala. Debes de estar muy preocupado.
– No estoy preocupado en absoluto -dijo Gideon-. Se necesita algo más que una hija traviesa para hacer mella en mí.
De nuevo, eso le recordó a Jocasta a su propio padre. Se habría sacudido el asunto, como si hubiera sido sólo una travesura infantil, no una petición de ayuda desesperada, y no habría mostrado inquietud por el peligro de la situación. Empezó a gustarle menos.
– ¿No sabes nada de ella?
– ¿Crees que te lo diría si supiera algo? -Sonrió de nuevo, con la misma sonrisa educada y despegada-. Por cierto, sería buena idea que me dieras tu móvil -añadió-. Lo siento si te parezco descortés, pero preferiría que no mandaras ningún artículo ahora mismo.
Jocasta se ruborizó.
– Por supuesto -dijo. Sacó el móvil de la mochila y se lo dio.
– Gracias. Tendrás que disculparme, Jocasta, pero tengo trabajo. Si te apetece un café, pídeselo a la señora Mitchell. Ya sabes dónde está, al fondo del pasillo.
– Sí, claro -dijo Jocasta-, gracias.
Y entonces lo oyó: primero un zumbido lejano, después el batido de la hélice de un helicóptero, cortando el silencio.
Gideon se puso de pie, blanco de repente, con la cara demacrada. Miró por la ventana hacia el césped de detrás de la casa. Jocasta también se puso de pie, y a la luz brillante repentina que inundó la zona, vio aterrizar el helicóptero, vio bajar al piloto, y poco después una figura esbelta con pantalones y una especie de chaqueta le siguió y corrió por debajo de las hélices giratorias hacia la casa. Tenía que ser Fionnuala. Tenía que ser ella. Devuelta a su padre.
Gideon no se movió, se quedó mirando fijamente. Cuando la figura llegó al porche, ella también se quedó quieta, miró hacia la casa, y luego se dirigió con rapidez hacia la puerta lateral. No era Fionnuala, sino su madre, Aisling. La señora Mitchell apareció en el porche y llegó hasta ella. Se pararon un momento, y después caminaron juntas hacia la casa. Finalmente Jocasta no pudo soportarlo más.
– ¿No vas… no vas a salir a recibirla? -dijo.
Gideon suspiró, se estremeció y después salió en silencio y muy lentamente de la habitación.
A falta de algo mejor que hacer, Jocasta se quedó donde estaba, consciente y avergonzada de estar escribiendo mentalmente el artículo más importante de su vida.
«Vestida para triunfar -decía, justo en el centro-. ¿Es Martha Hartley la futura cara de la política?»
Y bajo el titular, varias fotografías muy buenas de la futura cara. Y del cuerpo.
Clio pensó que estaba absolutamente fantástica.
Miró quién había escrito el texto debajo de las fotografías. Se esperaba encontrar el nombre de Jocasta, pero era alguien llamado Carla Giannini, la editora de moda. Se preguntó qué habría pasado. Tal vez debería llamar a Jocasta. Estaría bien volver a hablar con ella, pero parecía tener apagado el teléfono.
Martha y Ed habían leído el artículo en la cama aquella mañana. A Martha le habían gustado las fotos, pero se enfadó mucho por la mención de su coche y su sueldo.
– ¿Qué derecho tenía esa bruja a incluirlo? Le dije que no quería nada personal. No estaba en la última versión que leí. Qué asco, estoy indignada. ¡Me dan ganas de llamar al editor y quejarme!
Ed se inclinó y le cogió la cara con las manos.
– Martha -dijo, entre besos-, estás genial, casi tan genial como desnuda. De haberte sacado así, sí que podrías quejarte. Tienes éxito, por el amor de Dios. ¿Qué mal hay en eso?
– Mucho -dijo Martha-. A la gente no le gustará, Ed, pensarán que no tengo ni idea de cómo vive la gente, desconfiarán de mí, dirán que…
– Oh, cállate -dijo él, arrancándole el periódico, empujándola contra las almohadas, y bajando para besarle el estómago, los muslos, deteniendo la lengua tentadoramente en su pelo púbico, indagando-. Además, yo sí tengo una queja. No has mencionado a tu asombroso novio semental. ¿Por qué no? ¿Por qué el Mercedes tiene más espacio que yo?
Kate había pasado el día mirando las fotos de Martha. Si sus fotos se parecían a ésas, serían alucinantes. Y Carla le había dicho cuando la había llamado que quería que saliera en esa sección en el periódico del sábado.
– El próximo sábado, a ser posible. ¿Podrías salir antes de la escuela algún día? Al mediodía por ejemplo.
– Cualquier día -dijo Kate-. Estoy de vacaciones.
– ¡Maravilloso! ¿Qué te parece el martes? El lunes podríamos salir a comprar la ropa que te guste para las fotos. Ah, Kate, trae a uno de tus padres a la sesión. No quiero que se preocupen.
– Están fuera -dijo Kate-, toda la semana.
– Ah, vaya -dijo Carla pensando que quizá Dios existiera-. ¿Y hay alguna otra persona, como una hermana mayor?
– Podría traer a la abuela -propuso Kate-. Tiene una tienda de moda y es muy enrollada. Le gustará.
– Bien. Dile que me llame si tiene alguna duda.
Kate aún no había hablado con Jilly. Había esperado el momento adecuado. Tal vez aquella noche sería un buen momento. Juliet tenía un estúpido concierto y ellas no tenían que ir, gracias a Dios. Sería el momento perfecto para contárselo todo a su abuela y enseñarle el periódico, para que viera lo importante que era. ¡Qué emocionante!
Janet Frean leyó el artículo sobre Martha Hartley. Normalmente no compraba el Sketch, pero Jake Kirkland, muy excitado, le había mandado el artículo por fax.
La llamó media hora después.
– ¿Lo ha hecho bien o no? Lo ha tocado todo. Me ha parecido muy profesional, teniendo en cuenta que es la primera ocasión que sale en la prensa.
– Por supuesto -dijo Janet-. Y está muy guapa. Lástima que haya hablado de su asesor de imagen, eso puede alejar a algunas personas. Pero ya aprenderá. Sólo es un detalle.
– Lo que tiene de bueno -dijo Jack- es que es joven y ya ha triunfado. En el mundo real. No hay muchos de ésos en política hoy día. Creo que es un hallazgo.
– Claro -dijo Janet-. Jack, tendrás que disculparme, tengo una cola de gente esperando para desayunar.
Bob Frean, que era el que estaba sirviendo el desayuno a la familia, se preguntó qué sería el estruendo procedente del estudio de su mujer y mandó a Lucy, la hija de catorce años, a enterarse de lo que pasaba. Lucy volvió sonriendo.
– Está bien -dijo-, sólo ha sido uno de sus arrebatos. Ha tirado un pisapapeles contra la pared. Dice que no va a desayunar.
– Mejor para mí -dijo Bob.
Nick leyó el artículo sobre Martha Hartley sin mucho interés. Le había caído bien personalmente y pensó que parecía menos atractiva sobre el papel. Seguía desconcertándole que a Jocasta le hubiera costado tanto sacarle un buen artículo: era evidente que había algo más entre ellas que Jocasta no le había contado. La explicación más plausible era que se hubieran peleado por un hombre, que Jocasta hubiera ganado y Martha no se lo hubiera perdonado. O algo por el estilo. En fin, pudiendo elegir, la mayoría de los hombres preferirían a Jocasta, pensó con tristeza. La echaba mucho de menos.
– ¡Querida, qué ilusión! -Jilly miró la cara encendida de Kate y volvió a mirar el periódico con las fotos de Martha-. Creo que puede ser bueno para ti, pero no sé qué dirían tus padres. Creo que deberías esperar a que volvieran.
– ¡Oh, no! -dijo Kate, que sabía de sobra lo que dirían sus padres-. Abuela, no puede esperar. Ella ha dicho que era muy importante que se hiciera este sábado, o no podríamos hacerlo hasta dentro de mucho tiempo, y además después tengo los exámenes y quién sabe cuándo podría hacerlo. Ya me habrán olvidado. ¡Oh, por favor, abuela, dime que sí, por favor! Es una gran oportunidad para mí. Te juro que es muy simpática y que quiere que me acompañes. Me dijo que la llamaras si tenías alguna duda.
– Ah, bueno, eso es diferente -dijo Jilly-. Es evidente que es una mujer responsable. Sí, la llamaré el lunes, Kate, y hablaré con ella.
Carla Giannini parecía realmente una mujer muy agradable, con sinceridad interesada en Kate y en su futuro.
– Creo que tiene madera de modelo -dijo-. Aparte de su tipo, que es estupendo, porque es raro ser alta y no ser muy ancha de caderas, tiene una cualidad única: que es vulnerable y segura de sí misma al mismo tiempo. Y tiene gusto para la ropa. Señora Bradford…
– Oh, llámame Jilly, por favor.
– Gracias. Es evidente que eres una abuela muy joven. Bueno, ya te conozco, he visto la fotografía en el periódico, con Kate.
– Salí fatal, la verdad -dijo Jilly.
– Tonterías. Estabas guapísima. En fin, el sábado que viene sería ideal. Tengo chicas contratadas para las próximas tres o cuatro semanas, así que si no ya estaríamos hablando de mucho tiempo. Y para entonces, tengo entendido que tiene exámenes, y por supuesto no querría interferir en sus estudios.
– Es muy considerado por tu parte. -A Jilly cada vez le caía mejor.
– ¿Podrías mandarle un correo a tu hija o hablar con ella por teléfono?
– Sí, podría hablar con ella.
– Estupendo. Pero… -Carla dudó-. Tendría que saberlo enseguida. La verdad es que Kate me hizo pensar que no habría ningún problema.
– Sí, me lo imagino, menuda es ella -comentó Jilly-. Pero…
– Lo sé. Por supuesto, lo comprendo. Para ella es emocionante, una gran oportunidad, no quiere arriesgarse a que sus padres le digan que no. Aunque no veo por qué deberían negarse. Ya le dije que quiero que asistas a la sesión, y si hay algo que no te gusta, sólo tienes que decirlo…
– Sí, se lo explicaré así a mi hija -dijo Jilly- y te llamaré enseguida. Por mi parte no tengo nada que objetar, conozco este mundo.
– Sí. Kate me dijo que tenías una tienda. ¿Qué diseñadores tenéis?
– Los habituales. Nicole Farhi, Gerard Darel, MaxMara, claro; estoy limitada por mi clientela, por supuesto. El ama de casa de Guildford no marca tendencia precisamente.
– Está claro que no y haces bien teniéndolo en cuenta. Seguro que es una gran tienda. Si puedo la mencionaré en el artículo.
– ¿Con el nombre? -preguntó Jilly. Pensó en lo mucho que la había inquietado la tienda en su ausencia y la diferencia que podía representar esa publicidad, aunque fuera en la página dieciséis de un periódico de Guildford.
– Claro. ¿Si no qué sentido tiene? Todo le añade interés al artículo. De hecho es un toque interesante, como si hubiera heredado su sentido de la moda de ti, como está claro que ha sido.
– Sí, es posible -dijo Jilly. No era el momento de explicar los orígenes de Kate-. Carla, te llamaré en cuanto sepa algo.
– Gracias, Jilly. Tiene que ser mañana como muy tarde. Lo siento. Para una editora de moda es maravilloso descubrir una modelo. Es muy emocionante. Tengo muchas esperanzas puestas en Kate.
Carla sonrió mirando el teléfono mientras colgaba. Todo iría bien. No había nada como meterle prisa a la gente para ponerlos nerviosos y hacer que aceptaran lo que querías. Tenía que cerrarlo todo antes de que volviera Jocasta. Era demasiado protectora con Kate…
Jilly llamó al hotel. Una voz malhumorada en francés le dijo que los señores Tarrant habían salido y que podía dejar un mensaje si quería.
Helen llamó por la noche: estaban pasándolo muy bien, el hotel era bonito, el tiempo era maravilloso y Jim iba a invitarla a cenar.
– He pasado toda la tarde tirada en la piscina, me he relajado como nunca. Y, mira, ya toso mucho menos.
– Me alegro mucho, cariño. ¿No te han dado mi mensaje?
– No -dijo Helen-, no son muy eficientes con estas cosas. ¿Ha pasado algo?
– No, no -dijo Jilly apresuradamente-. Nada. No, sólo quería…, bueno, que me alegro mucho, cariño. No debes preocuparte por nosotras, estamos bien y Kate está estudiando mucho.
– No me preocupo, mamá, ni lo más mínimo. Estoy de maravilla. Pero me alegro de que Kate estudie. ¿Se portan bien, las dos?
– Son un encanto. Helen, quería…
– Vaya, Jim está poniendo caras, dice que nos quedaremos sin reserva. Te llamaré dentro de un par de días.
– Sí, pero…
– Mamá, tengo que irme. Lo siento. Un beso para las chicas.
En fin, pensó Jilly, lo había intentado. No era culpa suya si Helen no tenía tiempo para hablar con ella.
Llamó a Carla Giannini y le dijo que no había podido hablar con su hija sobre Kate.
– Pero yo no veo ningún problema.
– Bien. Estoy encantada. ¿Te apetece venir de compras con nosotras mañana?
– No, mejor que no -dijo Jilly-. Me canso enseguida. Os divertiréis más sin mí.
– No estoy muy segura de eso. Hasta el martes, entonces.
Chris Pollock se había quedado a trabajar hasta tarde el domingo por la noche cuando le llegó la llamada.
– Hola, Chris. Soy yo, Jocasta.
– Jocasta, ¿dónde te habías metido? ¿A qué te crees que estás jugando? ¿Dónde está el maldito artículo?
– He estado aquí. En Irlanda. En la casa de Gideon.
– ¿En la casa de Gideon? Por Dios, Jocasta, eso es todo un artículo. ¿Has estado allí todo el tiempo?
– Sí. Lo siento mucho, Chris, pero no habrá artículo. Al menos yo no lo escribiré. Puedes decir que está sana y salva en casa, pero nada más. Y otra cosa, Chris, lo siento en el alma, pero presento mi dimisión.
Aquella primera noche había pasado mucho miedo, esperando y esperando a que transcurriera el tiempo: había sido más aterrador que ninguno de los trabajos que recordaba.
Había tomado una taza de té que le había traído la señora Mitchell y devorado unas galletas que lo acompañaban en la bandeja. Echó un vistazo a los libros que forraban las paredes, algunos de ellos maravillosos, primeras ediciones, y entre ellos, con total despreocupación por su valor, ediciones de bolsillo a centenares. A Gideon le gustaban todos los autores populares: Grisham, Patricia Cornwell, Stephen King, Maeve Binchy y Jilly Cooper. Pasó a los estantes de cedes. Su gusto musical era muy católico: desde la música religiosa coral, pasando por Mozart y Mahler, hasta el jazz, el swing y después hasta la actualidad, a Bruce Springsteen, Bob Dylan y «no puede ser, Leonard Cohen», exclamó en voz alta.
– ¿Y qué es tan sorprendente? -Jocasta oyó la voz de Gideon y se volvió y le sonrió.
– Me chifla. Es tan… deprimente. No le gusta a mucha gente. Somos una minoría muy pequeña tú y yo.
– ¿Sondheim? -preguntó él.
– Me encanta.
– ¿Ópera?
– No la pillo.
– ¿Bob Marley?
– Por supuesto.
– Bueno -dijo Gideon-, estamos hechos el uno para el otro. Musicalmente, al menos.
Jocasta le miró nerviosa. Gideon no sonreía.
– He venido a ver si querías pasar la noche aquí. Tenemos camas de sobra.
– Bueno, estoy cansada. Pero ¿cuál es la alternativa?
– No hay alternativa -dijo-. Todavía no pienso dejarte marchar.
– No te preocupes. Entiendo que no puedas.
Jocasta aceptó con total ecuanimidad la mala opinión que él tenía de ella. Se había metido en su casa a hurtadillas, para robarle algo de infinita importancia y delicadeza, su relación con su hija fugitiva, y no tenía derecho a sentirse indignada, ni remotamente.
– Muy bien, entonces. Y por la mañana, tal vez podamos ponernos de acuerdo en alguna estrategia. Pero ahora no. La situación es demasiado delicada. Le diré a la señora Mitchell que te acompañe a tu habitación. Buenas noches, Jocasta. Espero que duermas bien. Y espero que me perdones, he desconectado los teléfonos fijos. De modo que no vale la pena que intentes llamar.
– De acuerdo -dijo.
La habitación estaba en el segundo piso, tenía el techo alto, las cortinas echadas y estaba muy fría. Había una chimenea exquisita (sin fuego) y una cama sorprendentemente alta y dura. Jocasta se desnudó a toda prisa, se metió en la cama y se durmió enseguida.
Se despertó literalmente temblando. Eran las seis de la mañana. Saltó de la cama, apartó las cortinas y se dio cuenta de por qué hacía frío: las ventanas estaban abiertas de par en par. Las cerró, se vistió sin arriesgarse a entrar en el baño congelador y salió al pasillo, bajó la escalera y encontró el camino a la cocina. No había nadie, ni siquiera los perros.
La cocina era enorme, y estaba más caliente que el resto de la casa, gracias a una cocina enorme de varios hornos. Llenó el hervidor que estaba sobre la cocina, encontró una taza un poco desconchada, cogió leche de la nevera años cincuenta y fue a la sala de juegos. Allí también hacía frío. ¡Y estaban en mayo! No era de extrañar que Aisling Keeble se hubiera buscado un amante en climas más cálidos.
Un teléfono sonaba con bastante persistencia. ¿Quería eso decir que habían vuelto a conectar la línea? Valía la pena investigarlo. Al menos podría hacer una llamada rápida a Chris. Salió de la sala de juegos y siguió el sonido por el pasillo. Pasó por delante de tres puertas antes de localizarlo. Por supuesto: era su estudio. Entró y cerró la puerta. Qué raro, en su habitación tenía que tener un supletorio junto a la cama. ¿Era posible que no oyera el teléfono? Esperó cuatro timbres más y entonces descolgó y esperó. Silencio.
– Diga -dijo cautelosamente, y después-: Residencia del señor Keeble.
– ¿Quién es? -Era una voz joven, aguda y cauta-. ¿Mamá? Soy Fionnuala.
Fionnuala. Jocasta Forbes, ésta es la exclusiva de tu vida.
– No. ¿Quieres que la llame?
– ¿Quién es?
– Una amiga de… de tu padre. ¿Quieres que le llame?
– No gracias.
Una voz, la voz de Gideon, la interrumpió, diciendo:
– ¿Diga? ¿Diga?
Después se cortó la línea.
Jocasta se quedó quieta, con el receptor en la mano, sintiéndose extrañamente aterrada. Estaba colgando el teléfono cuando se abrió la puerta y entró Gideon, vistiendo sólo un albornoz blanco encima. Iba descalzo, tenía el pelo alborotado, la cara blanca, los ojos oscuros de furia.
– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -preguntó, y por un momento Jocasta creyó que iba a pegarle-. ¿Cómo te atreves? Sal de aquí ahora mismo. ¡Inmediatamente!
Así que aquél era el famoso mal genio. Jocasta se mantuvo firme.
– Quería irme. Ojalá pudiera irme. Por desgracia, estoy prisionera aquí.
– ¿Y qué esperabas? Te metes en mi casa, husmeas en mi vida personal. ¿Qué te crees que estás haciendo?
– Como dijiste anoche -dijo Jocasta, ya calmada, y sorprendida consigo misma-: hago mi trabajo. Que consiste, por desgracia, en husmear en la vida de los demás. Lo siento, Gideon, lo siento mucho, y la verdad es que no me divierto. No me divierto en absoluto.
– Tenía mejor opinión de ti -dijo, y su tono era de desprecio.
– No me digas. ¿Y cómo es eso? Me parece recordar que me felicitaste por algunos de los artículos cuando nos conocimos en la conferencia de los conservadores el otoño pasado. ¿Qué ha cambiado, Gideon? Me gustaría mucho saberlo.
– ¿Quién ha llamado?
– Era tu hija.
– ¿Y qué ha dicho?
– No mucho. Me ha preguntado quién era. Le he dicho que era una amiga tuya. Me he ofrecido a avisarte.
– ¿Y?
– Y ha dicho… -vaciló- «no gracias». Y ha colgado. Lo siento, Gideon.
Su cara cambió. Fue sólo un momento, pero lo había pillado desprevenido. Jocasta vio que le había hecho daño, vio cuánto le había dolido.
– Bien, muchas gracias, Jocasta. Por privarme de mi oportunidad de hablar con mi hija.
– Gideon, yo no te he privado de nada. Ella no quería hablar contigo. No mates al mensajero.
– ¿Y a ti quién coño te manda contestar mi teléfono?
– Estaba sonando -dijo Jocasta-. No había nadie más. He creído que tú y tu esposa os habíais marchado.
– Me estaba duchando. Mi esposa, mi ex esposa, sin duda estaba hablando por teléfono con su estúpido marido. De todos modos, la policía ha localizado a Fionnuala. En el aeropuerto de Belfast. El señor Zebedee está bajo custodia policial, aunque como Fionnuala jura que no la ha tocado, dudo que se quede allí mucho tiempo. Pronto podrás irte y escribir tu maravilloso artículo. Tendrá muchos detalles pintorescos. Ahora lárgate. Enseguida.
– Sí, claro.
Justo al llegar a la puerta, Jocasta se volvió a mirarlo. Estaba desmoronado, sentado tras su escritorio, mirando el teléfono. Vio que se frotaba los ojos con la mano.
– Gideon -dijo, en tono apaciguador-. De verdad que lo siento.
– ¿Qué? -preguntó él-. ¿Qué es lo que sientes? ¿Entrar en casa sin permiso? ¿Querer aprovecharte de mi buen carácter? Bien, como has podido comprobar, es bastante menos bueno de lo que creías. Me temo que me cuesta trabajo creer en tu remordimiento, Jocasta.
– Lo comprendo. Pero de todos modos lo siento mucho por ti.
– Pues tienes una forma muy rara de demostrarlo -dijo Gideon-. Creía que eras una amiga, como mínimo.
– Yo también lo creía. Ahora no lo seré nunca, ¿verdad?
– Está claro que no. Estoy seguro de que el señor Pollock te dijo: «Tú que le conoces, métete en su casa. Hazle hablar». O algo por el estilo. ¿Tengo razón?
– Sí, me temo que tienes razón.
– Y tú seguro que pensaste algo como: «Bueno, sí, por qué no. Yo le gusto. Puedo hacerle hablar». ¿O no?
– Sí, Gideon, supongo que sí. Y estoy muy avergonzada.
– Es una lástima -dijo Gideon-. Me gustabas mucho, Jocasta. Y es verdad que estaba ilusionado contigo. Incluso fui tan tonto que pensé que…, vaya, una auténtica tontería.
– No -dijo ella, suavemente, entendiendo a qué se refería-. No fue una tontería. No fue ninguna tontería.
Por un momento la expresión de Gideon se suavizó. Después dijo:
– No me parece que eso cambie nada respecto a tu comportamiento. De hecho, me parece peor. Duele de verdad. Pensar que querías aprovecharte de mi admiración sólo para avanzar en tu carrera, ahondar en una situación tan dolorosa para mí, tan íntima, sólo para tener unos recortes más en tu currículum.
Jocasta siguió callada.
– Oh, esto es ridículo -dijo él de repente-. No tengo ningún interés en explicarte por qué estoy tan enfadado. Si no eres capaz de verlo tú misma, ¿qué sentido tiene?
– Claro que puedo verlo -replicó Jocasta-. Claro que estoy avergonzada. Me siento… fatal.
– Bueno, algo es algo -dijo Gideon, y la miró con tanto desprecio que Jocasta se sintió enferma-. Ahora querría que me dejaras solo. Tengo mucho que hacer.
Le dio la espalda, y Jocasta vio que sacudía un poco la cabeza como si quisiera deshacerse de ella o de cualquier pensamiento sobre ella.
Jocasta le miró y recordó incontables incidentes parecidos, cuando su padre la había echado de su presencia, le había dejado claro que no quería saber nada de ella y sintió, de repente, un arrebato de valor, y supo qué debía decirle.
– Gideon, hay otras cosas que siento.
– ¿Y cuáles son?
– Fionnuala -dijo suavemente-. Lo siento mucho por ella.
– ¿Qué sabrás tú de ella? Creo que deberías callarte, Jocasta. No estoy de humor para comentarios impertinentes.
– No son tan ignorantes -dijo Jocasta-. Sé bastante bien cómo se siente Fionnuala. No exactamente, está claro. Pero sé lo que es ser como ella. Yo también tengo un padre rico y muy famoso. A quien apenas veía. Que parecía no tener el más mínimo interés por mí. Excepto cuando hacía algo malo, claro.
– No te pases, Jocasta -dijo Gideon-. No te pases.
– No puedo hacerlo, Gideon, si no pasarme significa no decirte lo que yo creo que puede ayudarte. Mi padre estaba construyendo un imperio, haciendo dinero, viajando por todo el mundo. No había sitio para mí. Las niñas no tienen nada que hacer en los viajes de negocios. ¡Cuántas veces tuve que oír eso!
– Lamento que tuvieras una infancia tan desgraciada, Jocasta. Algún día puedes escribir sobre ella.
– ¡Oh, venga ya! -dijo, y horrorizada se dio cuenta de que estaba a punto de llorar-. Tienes una hija que no te conoce. Que seguramente piensa que no le importas. Que no tiene recuerdos felices contigo, excepto quizás un fin de semana de vez en cuando, que cree que tus negocios son más importantes para ti que ella. ¿Tú sabes lo que duele eso? ¿No ves que la lleva a hacer cualquier cosa, cualquiera, para que te fijes en ella?
– Oh, por favor -dijo-. Ahórrame la psicología popular.
– La psicología popular tiene mucho de verdad. Y de sentido común.
– Yo al menos reconozco que tengo una hija -dijo Gideon-. Tu padre parece negar tu mera existencia.
Intentaba herirla y lo consiguió.
– Ahora me dirás que abusó de ti. Ése parece ser un requisito para las jóvenes triunfadoras de hoy. A lo mejor podrías convertirlo en un artículo, Jocasta. Lo haría aún más conmovedor y dramático.
– ¡Hijo de puta! -dijo Jocasta, y entonces llegaron las lágrimas, con fuerza, ahogándola, y con ellas los recuerdos se agolparon, recuerdos horribles y tristes.
Se volvió y salió corriendo de la habitación, encontró la sala de juegos, entró, cerró de un portazo, se sentó en el sofá, se apretó el estómago con las manos, se dobló como si le doliera físicamente y se echó a llorar de forma desconsolada.
Oyó que abrían la puerta, se volvió y le vio de pie, mirándola, con una expresión en la cara que se parecía mucho al miedo.
– Lo siento -dijo Gideon-. No debería haber dicho eso. Perdóname, por favor.
Ella no dijo nada y siguió sollozando. Él se sentó a su lado, le rodeó los hombros con el brazo, intentando calmarla. Ella lo apartó.
– ¿Lo hizo? ¿Eso es lo que hizo?
– No -dijo ella, meneando la cabeza-. Claro que no. Bueno, no en el sentido sexual, no. Mi padre era cruel, terriblemente cruel, y sé que tú no lo eres. No os estoy comparando, sólo comparo las situaciones, la de Fionnuala y la mía.
– En fin, creo que me merezco unos latigazos. Parece ser que soy lo que por aquí se denomina un cojón de perro como padre.
De mala gana, Jocasta se rió.
– Así está mejor. ¿Quieres hablar de tu padre? Podría ayudarte. Puede que me ayude a mí también. Nunca se sabe.
– No te interesa mi relación con mi padre.
– Ahora mismo no tengo nada mejor que hacer. Podría ser relevante, como has dicho tú.
– Me intimidaba -dijo Jocasta-. No físicamente, porque nunca me pegó, pero se burlaba de mí, me despreciaba, incluso cuando era pequeña, me hacía sentir inferior. Siempre me comparaba con Josh, aunque yo montara mejor y lo hiciera todo mejor. «¿Por qué no puedes parecerte más a tu hermano?», decía. Caramba, lo llevo grabado en el corazón. Y además lo pasaba en grande haciendo planes y anulándolos en el último momento, como las vacaciones, o no tener en cuenta mi cumpleaños, cosas así. Me esforzaba por complacerle pero no había manera. No recuerdo que me haya dicho nunca nada agradable, ni siquiera que me haya sonreído. Cuando tenía siete años, empecé a enfrentarme a él, a discutir con él, y eso lo empeoró, le puso terriblemente furioso. Josh no lo hacía nunca, se lo aguantaba todo.
– ¿Y no tienes ni idea de por qué le desagradabas tanto?
– Un tío nuestro, un día que estaba borracho, le dijo a Josh que nuestra madre le había obligado a casarse con él, que se quedó embarazada a propósito. Sin duda la odiaba.
Y probablemente por eso me odiaba a mí. A menudo he pensado que él había pensado en tener sólo el hijo, y después dejarla, y fui una niña y tuvo que quedarse esperando el hijo. Prácticamente en cuanto nació Josh, la dejó.
Suspiró y entonces, secándose la nariz con el revés de la mano, dijo:
– ¿Tienes un pañuelo?
– Claro -dijo Gideon, y sacó un pañuelo del albornoz-. Toma, y mira, tengo otro.
– Gracias.
Cogió uno, se sonó la nariz, le miró y sonrió débilmente.
– Lo siento -dijo-. Ni loca te compararía con mi padre.
– Es un alivio -dijo Gideon-, teniendo en cuenta lo mucho que le odias. Veamos, ¿te apetece una taza de té bien fuerte con mucho azúcar? Es el remedio de mi madre para todo.
– No. No, gracias. -Se calló un momento y después dijo-: Antes pensaba en lo que me dijiste un día de que te recordaba a tu madre. Y que ahora no me lo dirías.
– Al contrario. Ella también era muy valiente. Como una leona. Ella es la única persona además de ti que ha osado decirme esas cosas.
– ¿Qué cosas?
– Sobre cómo trataba a Fionnuala. Decía que la tenía descuidada, que quería ganarme su cariño con cosas materiales, y todo eso. Y yo no le hacía ni caso. Es verdad, dije que te parecías a ella. Recuerdo que te lo dije. Lo dije en serio. Es verdad.
– Oh -dijo Jocasta, y se preguntó qué más recordaba de aquella conversación, de las cualidades que le había atribuido-. Bueno -dijo con un suspiro-, de todos modos me he comportado fatal. No debería haber venido. Y por supuesto no debería haberte dicho esas cosas. No son asunto mío.
– Creo que me ha sido útil -dijo Gideon-. Una de las cosas de ser una persona importante… -le sonrió para que viera que eso al menos era broma- es que pocas personas son lo bastante valientes para cantarte las cuarenta. Seguramente me has hecho un favor, señorita Jocasta Forbes. Y a Fionnuala también. Si me disculpas, tengo que marcharme. Aisling va a ir a buscarla y la traerá, para que podamos hablar con ella juntos, y enterarnos de qué ha pasado. Y después supongo que Aisling se la llevará a esa horrible isla donde vive. El semestre está a punto de terminar, y ella iba a marcharse de la escuela dentro de unas semanas de todos modos.
– ¿A Fionnuala le parece horrible Barbados?
– La verdad es que no lo sé. Creo que se lo pasa bien. Está aprendiendo a jugar al polo. Aisling tiene amigos en los Kidds.
– Ya. Venga, vete. No puedes ir a la comisaría vestido así.
– No pensaba ir -dijo-, ella me ha dejado muy claro que no quiere verme. Me odia; me lo dijo anoche y sin duda esta mañana lo habría vuelto a hacer de no haberla interceptado tú. Es probable que me escupa en la cara si me presento.
– ¡Gideon! -exclamó Jocasta-. No te has enterado de nada de lo que te hemos dicho tu madre y yo. Haz el favor de ir. Si te escupe en la cara, al menos que lo haga sabiendo que estás lo bastante preocupado para ir. Ve. Corre a vestirte.
Gideon volvió diez minutos después. Llevaba un vestido de cheviot de corte perfecto, bajo un largo Barbour. Estaba muy elegante: una caricatura de un caballero rural.
– Me he afeitado -dijo-, para recibir bien el escupitajo.
– Bien hecho. Te prometo que valdrá la pena. ¿De verdad la traerás aquí?
– Oh, sí.
– Bien. Entonces la conoceré.
Ya era tarde cuando volvieron. Jocasta observaba desde la ventana de su dormitorio. Las nubes se estaban deshaciendo por fin y el sol se filtraba entre ellas. La hierba empapada se secó un poco al aterrizar el helicóptero. Gideon bajó primero, después Aisling, y después él se volvió y alargó una mano hacia la escalerilla. Bajó una chica: esbelta, morena, con vaqueros y chaqueta de piel. Fue todo lo que Jocasta pudo ver, excepto cómo rechazó la mano de su padre y después caminó a zancadas por delante de él hacia la casa, detrás de su madre. Estaba encogida dentro de la ropa, con las manos en los bolsillos.
Pasaron dos horas, se oyeron gritos, primero en la planta baja, luego en el porche. Eran palabras ininteligibles, ocasionalmente frases tópicas, lanzadas como proyectiles. «¿Qué esperabais?», «Con lo que habéis hecho», «¿Cómo podéis ser tan estúpidos?», «Habéis destrozado mi vida», «¡Os odio a los dos!».
Después portazos, pasos apresurados, escaleras arriba y por el pasillo. Y más portazos. Jocasta lo observó todo, dando vueltas a las frases en su cabeza. Era un artículo perfecto, con todos los elementos imaginables: no sólo amor, lujuria y delito, sino ricos, poder, belleza y juventud rebelde. Incluso, si quería mencionarlo, su propia encarcelación.
Y entonces les vio, caminando por el césped: Aisling y Fionnuala, y Gideon detrás de ellas. Las hélices del helicóptero empezaron a girar y las dos corrieron para evitar el viento y subieron. El aparato ascendió despacio, inclinándose peligrosamente, y luego cobró altura muy rápido. Lo único que podía verse era un círculo blanco en la ventana, una cara, la cara de Fionnuala, mirando hacia abajo. Gideon la saludó y Jocasta pensó, «por favor, por favor, devuelve el saludo», pero el círculo no se movió y no hubo ninguna señal de respuesta. Gideon se volvió y regresó caminando a la casa, y parecía la última persona viva en el mundo.
Jocasta también se volvió y, por primera vez desde aquella mañana, salió de su habitación.
Gideon estaba en el estudio, como Jocasta se imaginaba, mirando la pantalla del portátil, moviendo las manazas con singular destreza por el teclado. Jocasta llamó a la puerta.
– Ahora no, señora Mitchell -dijo.
– No soy la señora Mitchell. Soy yo.
Él se dio la vuelta. Tenía la cara gris de tensión.
– ¿No te habías ido? -preguntó en un tono de voz inexpresivo.
– ¿Puedo quedarme un poco más?
– Preferiría que no. Lo siento, Jocasta, pero estoy muy cansado y…
– ¿Cómo ha ido?
– ¿Qué?
– He dicho que cómo ha ido.
– No muy bien -contestó-, pero no me apetece hablar de eso. Ya tendrás suficiente para tu artículo. Sobre todo si has estado aquí todo el día, recogiendo material para tu maldita y sin duda sensacional historia. ¿Estás contenta ahora, Jocasta? Espero que sí.
– Oh, muy contenta -dijo-, y seguro que será sensacional.
– Bien. A lo mejor te dan un premio. Espero que no me preguntes si puedes mandarlo desde aquí. Hay límites, incluso para mi buen carácter.
– Claro -admitió-, soy consciente de ello. Y también hay límites para mi inmisericordia. Para que veas.
– Me alegro por ti -dijo, e hizo ademán de levantarse-. Iré a buscar a la señora Mitchell.
– Sí, gracias. Una cosa, Gideon.
– ¿Qué?
– No está a punto para mandarlo. De hecho no está escrito. Sólo en mi cabeza.
– Pues ponte manos a la obra -dijo- o llegarás tarde. Y tu exclusiva se echará a perder.
– No voy a escribirlo. No voy a mandarlo. No hay artículo, en lo que a mí respecta. ¿Entendido?
– ¿Qué? -exclamó Gideon.
– Gideon, no hay artículo. Mío no, al menos.
– No entiendo nada.
– Entonces es que te falla el cerebro. Y tus instintos animales, francamente. No puedo hacerte esto, Gideon, no puedo. Me gustas demasiado. Es así de sencillo. Contesta el teléfono… -señaló el aparato que sonaba-, podría ser importante. Te dejaré tranquilo. Estaré en la sala de juegos por si quieres verme.
Unos minutos después, entró, se sentó a su lado y la miró como si no la hubiera visto antes. Después le apartó los cabellos de la cara con la mano, se inclinó y la besó, con mucha suavidad, en la mejilla.
– Gracias -dijo.
– No es nada. En serio.
– Es mucho, Jocasta. Puedo imaginarme lo que te ha costado.
– No tanto como crees.
– ¿De verdad? Me sorprende.
– No me conoces muy bien -dijo Jocasta-. Todavía no. ¿Quién te ha llamado?
– Era… era Fionnuala.
– ¿De verdad? ¿Y qué te ha dicho?
– Me ha dicho… ¿Quieres saberlo, de verdad?
– Pues claro.
– No me ha dicho mucho. Sólo ha dicho… -la voz le tembló ligeramente-, sólo ha dicho: «Hola, papá, gracias por venir a recogerme».
– A mí me parece que es mucho -dijo Jocasta-. No le habrá sido fácil. Ahora, me apetece dar un paseo. He estado encerrada todo el día. Y…
– Diría que ha sido culpa tuya y sólo tuya -dijo él, y entonces la besó, muy suavemente, en los labios, se apartó y le sonrió-. ¿Te apetece que te acompañe? Creo que tenemos mucho de qué hablar.
– Yo también lo creo -dijo Jocasta.
Nick caminaba por la calle Birmania, como se solía llamar al pasillo de prensa de Westminster («Porque todos acaban aquí», había explicado a una encandilada Jocasta hacía una eternidad, o eso le parecía ahora), cuando le sonó el móvil. Miró el número: era ella. Por fin se dignaba a llamarle.
– ¿Sí? -dijo secamente.
– ¿Nick? ¿Te lo ha dicho Chris?
– Me lo ha dicho. Creía que me lo dirías a mí primero, Jocasta.
– Lo siento mucho, Nick, pero tenía que decirle a Chris lo del artículo. Además, tenía que pensar lo que iba a decirte a ti.
– ¿Y no se te ocurrió que podía estar loco de preocupación por ti? ¿Qué vas a decirme? ¿Qué planes tienes? A lo mejor te dignas explicármelos.
– Pues pensaba quedarme aquí unos días más.
– ¿Debo deducir que estás con Gideon Keeble? ¿Quiero decir con él? En su… -Se calló. No era capaz de pronunciar la palabra «cama», le dolía demasiado-. ¿En su casa?
– Pues… sí. En su casa. Es evidente.
– ¿Evidente? No entiendo por qué es tan evidente.
– Bueno, no he podido escribir el artículo por… por Gideon.
– Pero el artículo trataba de Gideon. Ya te darías cuenta, antes de marcharte.
– Sí. Lo sabía. Pero entonces no me importaba.
– ¿Y qué? Después de cuarenta y ocho horas de no importarte nada, ¿te empezó a importar tanto que tiraste tu carrera por la borda?
– Es un poco más complicado que eso -dijo Jocasta-. No fue sólo por Gideon. Me di cuenta de que podía hacerles mucho daño a todos si escribía el artículo.
– ¡Venga ya! -dijo Nick-. Se te ha despertado la conciencia social, ¿es eso lo que estás diciendo?
– Más o menos, sólo que sí tenía que ver con Gideon. Eso es lo que hizo que me diera cuenta, supongo.
– ¡Qué conmovedor!
Ella calló. Después dijo:
– Lo siento, Nick. Lo siento mucho.
– Jocasta, ¿cómo puedes olvidarte de nosotros? ¿Cómo puedes tirar por la borda una relación estupenda como la nuestra? Sin más ni más.
– No ha sido sin más ni más. No lo ha sido en absoluto. Si te paras a pensarlo, te darás cuenta de por qué ha sucedido.
– ¿Tengo que asumir que esto tiene que ver con mi rechazo a seguirte al altar?
– En realidad -contestó ella-, yo te seguiría al altar a ti. Es evidente que no has ido a muchas bodas, Nick. Pero sí, tiene que ver. En cierto modo.
– Menuda mierda -dijo él, y colgó.
Ni siquiera una jugosa filtración sobre la reacción de Clare Short a la crisis incipiente en Irak y el papel que había tenido Tony Blair en ella le alivió la tristeza.
Jocasta fue a buscar a Gideon. Hacía un día magnífico, azul, verde y dorado. Levantó la cabeza hacia el sol y sintió su calor y su acogida. Encontró a Gideon caminando hacia los establos.
– Hola -dijo Jocasta, y metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón de Gideon.
– Hola, querida. ¿Lo has hecho?
– Sí, lo he hecho.
– ¿Y? Has llorado.
– Sí, me siento mal y triste. Nick y yo hemos estado juntos mucho tiempo. Es difícil… ponerle fin. Aunque supiera que había acabado… mucho antes…, antes de ti. Pero estoy bien. Sé que he hecho lo correcto. Ha conseguido que me diera cuenta de cuánto te quiero.
– Me alegro mucho de saberlo. Yo también te quiero, horrores.
– No se puede querer horrores, Gideon.
– Yo sí. Como cuando quieres algo horrores.
– Ah, bueno. Pues yo también te quiero horrores. Y te deseo horrores.
– Es agradable oírlo.
¿Cómo habían llegado a aquello? ¿Tan rápido y con una facilidad tan asombrosa? Como en una película, habían avanzado en su historia en una serie de secuencias breves, alternadas, sin diálogo, sólo con una música maravillosamente emotiva. El paseo hasta el lago, los dos juntos, caminando, separados al principio y después cada vez más juntos, hasta que el brazo de él le rodeó los hombros, y el de ella la cintura. El beso, tierno, no apasionado, junto al lago. La cena, servida por la señora Mitchell en el enorme comedor. Él le había cogido la mano y la había guiado arriba, sólo para desearle buenas noches en el rellano del segundo piso, muy correcto. Ella había permanecido despierta con los ojos abiertos en la oscuridad (y lo imaginó a él también despierto en su cama) y había salido al pasillo buscándole, abriendo puertas, guiada por la luz de la luna que entraba por la claraboya enorme de lo alto de la escalera. Y después había oído a alguien detrás de ella en el rellano y se había vuelto, asustada, y le había visto sonriéndole. Y por supuesto la escena de sexo, apasionada (aquí la música subió a un crescendo), y finalmente, antes de que la película recuperara el tempo correcto y el sonido y todas esas cosas, los dos echados en la cama, juntos, sonriéndose, con el sol entrando por la ventana.
Era todo algo exagerado, un escenario magnífico, un héroe deslumbrante, accesorios maravillosos: caballos, criados, coches increíbles, incluso le había dejado conducir el Bugatti, pero era maravilloso de todos modos.
– No dejo de pensar que me despertaré -dijo Jocasta a Gideon-, y descubriré que ha sido un sueño.
– No estás soñando -replicó él-, esto es la vida. Aunque debería haber intentado seducirte mucho antes.
– Ya lo intentaste. Creo -dijo Jocasta-. Pero de una forma terriblemente caballerosa, siempre incluyendo a Nick en tus invitaciones. ¡Qué locura! No me extraña que progresáramos tan despacio.
– Bueno, soy un hombre paciente. Te vi bailando de aquella forma tan tonta en la conferencia, Jocasta, y te deseé. Y supe que tarde o temprano tenía que tenerte. Era así de sencillo. He estado esperando mi oportunidad. Mi único temor era que Nicholas hiciera de ti una mujer decente mientras tanto.
– No pensaba hacerlo -dijo Jocasta- y hasta ayer, me importaba. Ahora ya no me importa. Lo más mínimo.
Y era cierto.
Estaba enamorada de él. Del todo. Estaba enamorada de él con locura. No había ninguna duda. Era inmensamente feliz. Todo el tiempo. No podía creerlo. Y él estaba enamorado de ella. No dejaba de decírselo.
Era absurdamente romántico. Se despertaba por la mañana y él no estaba, y luego entraba, sonriendo, con un gran ramo de flores que acababa de recoger. Fletó una avioneta para un día y la paseó sobre las montañas de Mourne, sólo porque ella dijo que siempre había querido verlas. Cabalgaron a la luz de la luna, bebieron champán en una barca en el lago, y él bautizó a uno de sus potros purasangre con su nombre.
– Hasta que llegaste tú, ella fue la hembra más hermosa que había venido a esta casa en todo el año.
Jocasta sentía que había dejado su pasado completamente atrás, sólo tenía la ropa que llevaba en la mochila y su móvil: nada más. Era como si la hubiesen detenido y le hubiesen dicho que su vida empezaba de nuevo. Era demasiado bonito para ser verdad, justo lo que su alma romántica deseaba. Ellos dos solos, unos días, apartados del mundo, celebrando su placer. Mirando atrás, vio que era su luna de miel.
Y también estaba el sexo. El sexo era… era fantástico. Era fantástico. Por supuesto. Y ella lo disfrutaba.
– Bien, creo que es suficiente. -Carla sonrió a Kate.
Habían pasado una mañana estupenda, peinando Top Shop, y después, para que no pareciera que habían pagado la publicidad, habían ido a Oasis y a River Island también. Kate había elegido casi todo sola. Carla pensaba que el ojo para la ropa se veía no tanto en los trajes como en los accesorios. Cinturones, pañuelos, medias, gafas de sol: la elección había sido infalible.
– Yo también -dijo Kate-. Estoy emocionadísima. ¿A qué hora quieres que vengamos?
– Lo más temprano posible. He pedido un taxi y he reservado a un peluquero de Nicky Clarke para que te peine, y una chica muy simpática te maquillará, pero no mucho. Te acompañaré al metro. No quiero que tu abuela se preocupe. Es una mujer estupenda, Kate. Tienes suerte.
– Lo sé -dijo Kate-. Parece más joven que mi madre.
– Te pareces un poco a ella. En el color de piel.
– Pura coincidencia -dijo Kate.
– ¿Por qué?
– Soy adoptada -dijo Kate-. Oye, tengo que irme. Gracias, Carla. Ha sido estupendo. ¡Adiós!
Carla la miró marcharse pensativa mientras desaparecía escalera abajo, un torbellino de cabellos rubios y piernas largas. ¿Adoptada? Era interesante. Otra dimensión para el artículo, tal vez. Averiguaría más cosas al día siguiente.
«La chica con determinación inquebrantable», se subtitulaba el artículo. Y a continuación describía el empuje de la vida de Martha: «Ningún novio en serio en el instituto para no distraerse de los estudios, trabajaba doce horas al día, e incluso ahora, sólo tiene una semana de vacaciones seguidas…».
Jack Kirkland lo había organizado: la editora era una amiga, había dicho que había visto el artículo del Sketch y que buscaba a una mujer dedicada a la política para entrevistarla. Martha había dicho que por qué no Janet y él había dicho que a Janet ya la habían entrevistado mucho, querían a alguien nuevo, y joven.
– No se lo digas a Janet -dijo Martha.
– ¿Por qué? Además ya se lo he dicho.
– ¡Jack! Piensa cómo se habrá sentido.
– Demasiado tarde -dijo él-, pero creo que no le ha importado. Ha dicho, más o menos, que estaba harta de dar entrevistas.
Esa vez no había tenido tanto miedo. Se había sentido al mando todo el rato. Y quedó bien. Estaba aprendiendo, y deprisa.
Pensaba que nunca había sido tan feliz. Había asumido todos esos riesgos vitales, había salido de su zona de confort bien delimitada, había respirado el aire embriagador y había seguido sintiéndose segura. Debería haber confiado en sí misma antes, pensó. Se había perdido mucho. Incluso había hecho algo que la había asombrado, que era hacer una prueba para Question Time. Pronto iría de vacaciones con Ed, como él le pedía desde hacía tiempo.
– ¿Qué tiene de malo? -decía-. Lo pasaremos bien. ¿Te suena, Martha? Es lo que hace la gente. Deberías investigarlo. Sólo una semana. Te prometo no pedir más. Venga, vive peligrosamente.
Por el momento había dicho que no, pero aquella mañana, a caballo de la vida y el éxito, empezaba a imaginárselo, quizá más que imaginarse…
– Bueno, ya estamos -dijo Marc Jones-. Has estado muy bien, Kate.
– Es verdad -convino Carla-. Fantástica. Esas últimas fotos, cuando te has puesto a bailar, vaya, quiero ponerlas en primera página.
– ¡Por mí encantada! -exclamó Kate. Estaba encendida, volando, triunfal.
– No creo que nos dejen, pero seguro que sacaremos una a doble página, si fuera por mí en el centro del periódico. ¿Estás orgullosa de ella, Jilly?
– Estoy muy orgullosa -dijo Jilly-. Creo que lo ha hecho de maravilla. Parecía que llevara años haciéndolo.
Se sentía muy feliz, muy justificada por la decisión que había tomado. Había visto que a Kate le ocurría algo aquella mañana, y la propia Kate también se había dado cuenta. Se había deshecho de algunas de sus inseguridades, sus dudas sobre sí misma, y se había convertido en alguien nuevo. De una forma divertida, Kate se había encontrado a sí misma. Su propio yo. Había sido encantador presenciarlo.
Carla iba a invitarlas a tomar el té; para almorzar comieron bocadillos.
– He pensado que podíamos ir al Ritz -dijo-, he reservado mesa.
– ¡Al Ritz! -exclamó Jilly-. No voy al Ritz a tomar el té desde que era jovencita.
– No creo que haya cambiado -dijo Carla, sonriendo-. No creo que hayan cambiado ni los camareros.
– ¿Siguen sirviendo el té en el Palm Court?
– Siguen sirviéndolo en el Palm Court. Podemos tomar champán, si os apetece.
– No, creo que no debemos -dijo Jilly.
– ¡Abuela! Yo creo que sí. Tenemos que celebrar muchas cosas. ¿Tú qué crees, Marc? Vendrás, ¿no?
Coqueteaba con él, pensó Jilly; qué tierno.
– No puedo, lo siento -dijo Marc, con pesar-. Tengo que volver y mirarme todo esto. En otra ocasión, Kate. En otra sesión. Seguro que habrá más.
– ¿Tú crees?
– Estoy seguro. La otra Kate pronto estará durmiendo en sus laureles, créeme.
– ¡Uau! -dijo Kate.
Tomaron té con champán, sentadas entre los excesos del Palm Court, con sus lámparas de cristal y las enormes palmeras, murales pintados y un pianista deliciosamente anticuado. Champán, un montón de emparedados diminutos, galletas de crema, pastelitos, merengues y relámpagos de chocolate, y una tetera de Earl Grey aromático.
Jilly intentaba rechazar una segunda copa cuando Carla sacó su bloc de notas.
– Más vale que te la tomes, Jilly, tengo muchas preguntas aburridas que haceros, como la edad de Kate, dónde ha ido a la escuela, qué le interesa y qué quiere hacer. Cualquier cosa que añada color al artículo, como decimos nosotros.
– Mi nombre completo es Kate Bianca Tarrant -le dijo Kate-. No olvides poner el Bianca en medio. Kate es muy aburrido.
– No te preocupes. Podemos invertirlos si quieres. Bianca Kate suena mejor que al revés.
– De acuerdo, vale.
– ¿Por qué Bianca? Es bastante raro. ¿Significaba algo especial para tu madre?
– Oh, no, nada. Creo que le gustaba y ya está -dijo Kate. De repente se había puesto en guardia-: Mi cumpleaños es el 15 de agosto.
– ¿Y cumplirás dieciséis?
– Sí. ¡Entonces podré hacer lo que me dé la gana! -Sonrió feliz.
– ¿Y eso qué es?
– No tengo ninguna duda. Ser modelo. Ahora que sé lo mucho que me gusta.
– Bien. ¿Qué otros intereses tienes? ¿Aficiones?
– No tengo muchas. La ropa. Salir -dijo Kate vagamente-. Mi hermana tiene una beca de música, y ella toca el piano y el violín y está en dos orquestas.
– Esa niña vale mucho -dijo Jilly encantada-. Estamos muy contentos con ella.
– ¿También es adoptada? -preguntó Carla.
Jilly la miró con frialdad.
– No sabía que lo supieras.
– Ah, sí, Kate me lo dijo ayer, ¿verdad, Kate?
– Sí, sí. Se lo dije. Juliet no es adoptada, no.
– Bien. Veo que os lleváis bien.
– Bastante -dijo Kate-. Aunque a veces me hace sentir como si yo fuera un desastre.
– No es verdad, cariño -dijo Jilly-. Sólo sois diferentes.
– No es de extrañar -dijo Carla-, si no es tu hermana de verdad. Kate, ¿sabes quién es tu madre de verdad? ¿Estás en contacto con ella?
– No -dijo Kate concisamente.
– ¿Te gustaría?
– No, no me gustaría. Y es mi madre biológica, no mi madre de verdad -añadió, con bastante gravedad-. Mis padres de verdad son los que me han cuidado, ellos son los padres que me importan.
– Por supuesto -comentó Carla para calmarla-, seguro que ellos lo saben.
– Claro que lo saben -dijo Jilly-. Son una gran familia.
– No tengo ninguna duda. ¿Tienes novio, Kate?
– No. Nadie en serio al menos.
– ¿Qué chicos te gustan?
– Oh… -Una imagen de Nat pasó por la cabeza de Kate-. Los enrollados, claro. Altos, morenos, con ropa de moda.
– ¿Qué se ponen los chicos enrollados?
– Pantalones militares. Buenas botas, camisetas sin mangas. Chaquetas de piel. Y tienen coches enrollados.
– ¿Qué coches son enrollados para ti? ¿Los Porsches?
– ¡No! -La expresión de Kate era una mezcla de lástima y desdeño-. Eso es un coche de viejo. No, un Escort o un Citröen, trucado, con algún alerón, cosas así.
– Genial -dijo Carla-. Cuéntame a qué bares vas.
– Oh, a muchos -dijo Kate animada-. Al Ministry of Sound, al Shed de Brixton.
– Hoy los chicos se lo pasan en grande -dijo Jilly aliviada de que la conversación se hubiera apartado de la adopción de Kate-. Nosotros también, claro. A nuestra manera. Yo venía aquí a bailar, por cierto.
Kate suspiró y dijo que tenía que ir al servicio.
– Vuelvo enseguida. Tengo que quitarme el maquillaje.
– Kate parece un poco a la defensiva con lo de la adopción -dijo Carla como si nada, tras varios minutos de escuchar que Jilly y su marido habían sido dos de los primeros miembros del Annabel.
– Sí, no es de extrañar dadas las circunstancias.
– ¿Qué circunstancias?
– Oh, es que… -Jilly tomó un largo sorbo de champán-. Carla, ¿no vas a publicar esto, verdad?
– Por supuesto que no.
– No. Bueno, es que ella no tiene ni idea de quién es su madre. Nosotros tampoco lo sabemos.
– ¿De verdad? Creía que ahora todo se hacía de forma abierta, que los hijos adoptivos podían conocer la identidad de sus madres biológicas.
– Sí, es cierto. Normalmente pueden conocerla, pero como a ella la dejaron así… Oh, Kate, cielo, ya estás aquí. Debemos irnos ya. Estoy preocupada por Juliet.
– Tengo un coche esperando -dijo Carla-. Os acompañaré a casa. Bueno, mañana os mandaré algunas fotos y puedo ampliar un par para tus padres, Kate, si quieres. Como regalo de bienvenida.
– Sería una pasada -dijo Kate-. Gracias.
Jilly dijo que no sabía qué haría Kate si no existiera la palabra «pasada», acabó su copa de champán y siguió a Carla, un poco insegura, hasta la puerta del Ritz. Había sido un día maravilloso: estaba segura de que representaría un punto decisivo en la vida de Kate.
– Por Dios -dijo Chad-, ¿quién es esa que está con Eliot? Parece aquella antigua novia de Sven, Nancy del-no-sé-qué.
– Olio -dijo Janet-. Sí, es ella. ¿Tú crees que será su abogada de derechos humanos?
– No lo parece. Ha sonado muy sexista, ¿verdad?
– Mucho -dijo Janet en tono de reprimenda. Sonó su móvil. Empezó a hablar y a untar un bollo de mantequilla al mismo tiempo-. Sí -dijo-, sí. Me gustaría mucho oír tu poema. ¿Qué? No, léemelo ahora. Y después…, bueno, pues dile a papá que no. Dile que lo he dicho yo. Y… sí, te escucho. -Hubo un silencio y después dijo-: Precioso. Te lo juro, precioso. Me ha gustado sobre todo lo de apagar la luz del sol. Eres muy lista. Sí, llegaré a la hora del baño. Lo prometo. Te quiero. Adiós. Perdona -dijo apagando el móvil y levantando una mano-. Las servidumbres de la madre trabajadora. Bueno, servidumbres no. Usted debe de ser la señorita Harrington. Me alegro de conocerla. Eliot me ha hablado muy bien de usted. ¿Qué le apetece? ¿Un té?
Volvió a sonar su teléfono.
– Perdone -dijo, y después-: Hola, Bob, ¿qué hay? Sí, es esta noche. Aquí. Perdona, pero ahora no puedo hablar. Ya nos veremos. Adiós… Veamos, señorita Harrington, siento no tener mucho tiempo. Como habrá oído, tengo una cita incancelable en un cuarto de baño, pero me gustaría que habláramos. Eliot me ha dicho que trabaja mucho para Amnistía Internacional…
Era una profesional, pensó Chad, mirándola, aparentando ser encantadora y colaboradora, cuando en realidad estaba engatusando a Suzanne Harrington.
– Precisamente ahora estoy trabajando en una comisión mixta sobre ese tema. Si me da detalles concretos de la clase de problemas que se encuentra, me ayudaría mucho. Cuanto antes. Y…
– ¡Eliot! -Era Jack Kirkland, que le llamaba desde la puerta.
Eliot se levantó.
– Perdonad un momento. No tardaré.
– ¿Eliot ha trabajado mucho en su circunscripción, señorita Harrington? -preguntó Chad-. Eso está bien.
– Sí, todos le tienen en mucha estima. Al menos en mi profesión.
– Además es un hombre encantador -dijo Janet con voz melosa.
– Sí, conmigo se ha portado muy bien. Llegó a colgarme las persianas en mi nuevo piso, lo que está totalmente fuera de sus obligaciones, pero estoy sola y…
– Me alegro de saberlo -dijo Janet-. Le gusta ayudar al sexo débil, que me temo que es como nos ve. Ah, ya está aquí otra vez. Creo que es hora de que me vaya. Lo de la división de mañana, Chad, podríamos…
Se apartaron para que no les oyesen. Eliot sonrió a Suzanne.
– Siento que haya sido tan breve. Es una mujer muy ocupada.
– No, no, ha sido muy amable. ¿Vamos a hacer la gira que me prometiste? ¿Es verdad que hay una capilla en los sótanos de la Cámara? Me gustaría mucho verla.
– Se llama St. Mary's Undercroft, más conocida como la Cripta. Es muy hermosa, de oro y cristal tintado.
– ¿Podemos ir?
– Claro. Empezaremos por allí… Oh, hola, John, chico -dijo al pasar por una mesa de al lado-. ¿Cómo va?
Era el mismo conservador que había atacado a Chad en la sala de fumadores. Lanzó una mirada asesina a Eliot y no dijo nada.
– Te presento a Suzanne Harrington, una de mis electoras -dijo Eliot, tan ancho-. La llevo a dar una vuelta por la Cámara. Quiere ver la Cripta.
La respuesta fue un periódico levantado para ocultar la cara del político conservador.
Janet estaba saliendo de la Cámara cuando se dio cuenta de que había olvidado el teléfono. Mierda. Se lo habría dejado en la Sala Pugin. Corrió hacia allí, pero había desaparecido.
Miró por encima del periódico, pensando que Eliot podría estar detrás. Un par de ojos furiosos la desafiaron.
– Si estás buscando a Griers, no está aquí. Se ha llevado a una muñeca a la Cripta. Un comportamiento penoso.
Janet infirió correctamente que se refería a que Eliot hubiera dejado a los conservadores, más que al hecho de llevar a alguien a la Cripta, y ya se iba cuando apareció Chad con el móvil en la mano.
– ¿Estabas buscando esto?
– Oh, sí. Gracias, Chad. Hasta mañana.
Carla estaba en el despacho, mirando fascinada las fotos de Kate que Marc le había entregado. La chica parecía saltar fuera de la página, viva, segura de sí misma, y muy hermosa. ¿Qué podía escribir sobre Kate?
Alguien abrió la puerta de golpe. Era Johnny Hadley, el editor del periódico.
– Carla. Hola. Mira, tengo una buena historia sobre Sophie Wessex. Hace unos meses, Jocasta entrevistó a una mujer en el servicio del Dorchester Hotel cuando hubo todo aquel jaleo del falso jeque. ¿Te acuerdas? Dijo que Sophie era un encanto, que siempre tenía una palabra amable para todos. No se publicó, o sea que podrías hurgar en su mesa, a ver qué encuentras. Algo que sirva de antecedente. Oye, ¿quién es ésa? Bonitas tetas. Hablando de Jocasta, se le parece un poco, ¿no? ¿O son imaginaciones mías?
– No -dijo Carla, mirando las fotos de Kate-. Yo también lo dije. Vale, Johnny, si encuentro el artículo te lo traeré.
Fue a la mesa de Jocasta y abrió el cajón de arriba. Sólo había cintas antiguas. El siguiente parecía más prometedor: recortes de periódicos, correos impresos, borradores de artículos. El tercer cajón era un caos total: un montón de papeles, notas, periódicos. Qué desastre. Echaría un vistazo y diría que no lo había encontrado. Era…
– ¡Oh, Dios mío! -dijo Carla.
Se sentó a la mesa de Jocasta y empezó a leer unos papeles, de manera febril, no una vez, sino dos o tres veces. Después los recogió, se los llevó a su despacho y cerró la puerta para volver a leerlos. Era exactamente lo que estaba buscando. Aunque no era un artículo sobre la charla en los servicios del Dorchester. Era una página impresa de los archivos del Sketch, y otra del Mail, sobre un bebé abandonado en el aeropuerto de Heathrow. El 15 de agosto, hacía dieciséis años. Al que las enfermeras pusieron el nombre de Bianca. Y cuya madre no se había localizado nunca.