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Joven y solo por un largo sendero
perdí una vez mi camino:
Rico me sentí al encontrarme con otro;
El hombre se regocija en el hombre
(Edda Poética)
Nunca el rey Thumber, mi padre, depositara tanta confianza en hombre alguno como en Mintaka, el bardo de la palabra mágica, al que llamaba hermano y tenía por su igual.
Cuando al sentir la llamada de la otra orilla, aprontó la dragonera para lanzarse a la búsqueda del botín que le correspondía, Mintaka ya se encontraba de vuelta: había cerrado su periplo que abarcaba todos los senderos sobre la tierra y los mares. Desde el otro lado de los Jutes hasta Bizancio, por el Mar de Levante, desde Alejandría al País del Hielo y el de las Verdes Praderas, las Islas Anglias, el Ducado de Normandía, con los esvears trillando los caminos de los Países Lejanos, cruzó y navegó por los vericuetos, las rompientes, las cárcavas y barrancas, hasta desembocar por el Volga y el Dniéper en el Mar Negro y en el Caspio; comerció con árabes y frisones, aprendió en la corte del gran Carlomagno, a la que reconocía como segunda academia del mundo, después de Córdoba, en el Andalus. En recorrerlo había consumido veinte años.
La aportación a la primera empresa de su rey fue una suma de experiencia como ningún otro hombre había acumulado: la paciencia atesorada ante la adversidad, la sabiduría de su espíritu curioso, sedimentada con el polvo de todos los caminos y la húmeda brisa de todas las rutas marinas. Que al referirlo con la magia de su palabra enardecía a los guerreros, encantaba a los comerciantes, ayudándoles a soportar sus largos y duros peregrinajes, como había cautivado a los cortesanos de Oriente y Occidente, por todo el mundo adelante.
Cuando yo era pequeño me enajenaba el ánimo con las consejas que aprendiera conversando con exóticos pájaros de umbrosos bosques, las golondrinas del sol que todos los otoños marchaban de aventura cuando los vikingos regresaban de las suyas, los graciosos paiños que caminan sobre el agua, la caza del oso, del león marino, de la foca, la epopeya de las ballenas, y de los hombres boreales embutidos siempre en pieles, que vivían en casas de hielo.
Mintaka no sintió tristeza aquella primavera cuando no pudo acompañar al rey, reducido a la inmovilidad por agudos dolores que le inflamaron las rodillas y muñecas, también los codos y, en general, las puntas de los huesos. Vivía con un fuego interior que le iluminaba. Podía ser la razón por la que todos le adoraban, le acogían, le llevaban a sus hogares, le alimentaban y cuidaban. No existía una sola casa donde, al pasar por la puerta, no fuera invitado a penetrar y quedarse. Pues los ancianos recordaban con él sus sueños de aventura. Las mujeres le referían sus escondidos sentimientos. Los jóvenes trataban de averiguar cuál sería la gloria que les esperaba. Los niños gustaban escucharle historias de gnomos y espíritus que poblaban los bosques y fuentes, escondían los juguetes y enredaban las buenas acciones para que algunas veces merecieran reprimendas y castigos.
De todos los problemas era consejero, de todas las disputas juez, y en la Asamblea su voz era la más apreciada. Cuando Mintaka sentenciaba un pleito la discusión había concluido. Todos aguardaban pacientemente a que se pronunciase, pues era lento y se tomaba el tiempo necesario para llegar a una conclusión, mientras recomendaba calma, pues la prisa es asesina de la vida, decía. Y unas veces lo explicaba y otras lo dejaba por entendido, con lo que a los ojos de quienes no comprendían aumentaba su fama de sabio. Aunque jamás tuviera cuidado de parecerlo, como no se preocupa el arroyuelo de cantar la primavera con su agua clara.
Tan corpulento como mi padre, el bardo jamás se jactara de su poderoso brazo. Estimaba más la inteligencia que la espada, y en ello se resumía la diferencia con él. Pero el rey Thumber amaba a Mintaka, quien nunca aceptó parte alguna de la presa, y hasta rechazaba las esclavas que quería entregarle para su regalo, pues alegaba que su deseo era sentirse libre. Tampoco aceptó nunca una casa. En cambio, como era un espíritu entregado, le acogían en cualquier hogar sin reservas y con amor, como si todos los hombres fueran sus hermanos y las mujeres sus esposas. De todos recibía estima y respeto, y a todos respetaba y amaba. Nunca ambicionara riquezas ni las tuvo. Decía ser el más libre entre todos los hombres. Y como unas veces lo explicaba y otras no, aumentaba su sabiduría ante los ojos de la gente.
Durante muchos años fuera compañero del rey, al que sus consejos sirvieron de guía. Decía mi madre, la reina, que había creado una leyenda de lo que sólo era un pirata, inventándole una conducta y hasta una filosofía; había extendido su fama con la magia de su palabra, repetida por los poetas en las cortes de todos los países, hasta los más lejanos.
Aseguraba que las gentes no conocían al verdadero Thumber, sino al que cantaba Mintaka, capaz de glorificar hasta sus vulgaridades. Cierto que las opiniones de mi madre eran siempre poco favorables. Pues el rey Thumber, según ella, sólo era una creación del bardo, en lo que no estábamos de acuerdo. Permanecía silencioso, pero me obligaba a desconfiar de su juicio. Me hacía crecer receloso y desconfiado, lo que me acostumbraba a decidir entre lo que debía aceptar y creer o rechazar.
Observaba a los hombres, con su torrente de palabras acompañando sus acciones o justificando sus actos. Me daba cuenta que casi nunca marchaban de acuerdo ambas manifestaciones. Esto contrastaba con la parvedad de Mintaka, quien prefería el silencio, palco de palabra, de hechos, de consejos, sobrio de ordinario en el comer y más en el beber. Aunque tuviera sus excepciones. Mas nunca venían a sus labios frases que describieran nada personal. Su verbo caliente servía, cuando se excitaba, para cantar las glorias de otros hombres, especialmente de mi padre, las aventuras, los países ignotos, las tierras y los mares. Contaba que siempre existía una maravilla agazapada en el futuro, esperándonos, y que lo importante era descubrir y gozar la que correspondía a cada uno de los días de nuestra existencia. Cuando los demás hombres glorificaban el morir por el hierro, aseguraba él que no le importaba morir sobre la paja si lo que dejaba atrás valía lo suficiente.
Y como nada en él era del modo que otros lo hacían, alguna vez se encerraba por días en la casa comunal, sumergido en un baño de hidromiel y de vino, rodeado por las mujeres que allí servían a todos, y muchos acudíamos para contemplarle en su embriaguez, que era como una llama espiritual, cantando gestas lejanas y próximas, enigmas que nadie entendía, profecías y sermones. Todo el pueblo andaba de fiesta escuchándole, bebiendo la sabiduría de sus palabras con amor, y su ebriedad, a juicio del pueblo, le convertía en oráculo y profeta de los dioses. Por lo que en tales ocasiones se le consideraba un sacerdote. Y como unas veces explicaba sus palabras y otras no, aumentaba su sabiduría en opinión de las gentes.
Incluso mi padre mostraba su satisfacción, al saberse su mejor amigo, su amado compañero. E iba al salón para escucharle y contemplarle. Sólo mi madre le criticaba, calificándolo de simple borracho escandaloso. Y no es que mi madre demostrase odio; no era así: sus palabras resultaban serenas; diríase que ninguna idea que tomaba forma en sus labios alteraba la placidez espiritual que parecía acompañarla siempre. Lo hiriente era la mordacidad de su acento, la reprobación contenida en sus frases, aunque estuvieran revestidas de amabilidad. Una sutileza que mi padre no podía, o no quería contrarrestar. Pues era mi madre mujer refinada y culta, y mi padre inteligente y bravo, tenaz, decidido, pragmático; blasonaba de no causar más daños que los necesarios, pues lo que importaba era conseguir un rico botín. Y dejaba a los demás el derecho a opinar como les gustase.
Pienso que mi madre no encontraba repugnante a Mintaka, como decía. Sólo que le conociera en ocasión poco favorable y ya no pudo perdonarle. Quizás porque nunca llegó a entenderle.
Sucedió en el momento en que la boda entre mi madre y aquel caballero Avengeray fuera interrumpida, y subiera a darle a mi padre la poderosa razón que demandara para perdonarle la vida, impresionándolo con su porte de reina y la belleza luminosa que poseía.
He escuchado repetidas veces la narración a mi padre y a Mintaka:
«Si os place, ofrezco ser vuestra esposa a cambio de la vida de Avengeray, vuestro enemigo.»
Sorprendido en principio, mi padre se sintió halagado por la belleza que se le ofrecía, joven pero fuerte ante el sacrificio, serena y decidida, como una paloma inmolándose ante el altar, y pensó que los dioses le brindaban una esposa digna de un rey.
Sonriendo dijo:
«¿No pediréis también la vida de vuestra madre, mi señora Ethelvina?»
Mi madre no se inmutó un ápice:
«Si deseáis o no matar a vuestros aliados, es cosa vuestra», y no temblaba su voz, bañada por un tinte de ironía y dolor.
Dirigió mi padre su mirada al bardo, a su lado como siempre:
«¿Qué pensáis, Mintaka?»
Movió éste la cabeza. Al cabo manifestó:
«Es una decisión importante. Volveré a daros la respuesta.»
Salió del templo y anduvo deambulando por las murallas, mientras observaba que toda la guardia había abandonado; los únicos soldados visibles eran vikingos. Se entretuvo contemplando el cielo, cruzado por algunas nubes impulsadas por una ligera brisa que apenas resultaba perceptible allí abajo.
Cuando regresó a la iglesia, la ceremonia del matrimonio entre mis padres había concluido. Ninguna sorpresa exteriorizó, pues sin duda pensaba que mi padre estaba en su derecho. Producto de sus impulsos, improvisador, arriesgado, aventurero. El espíritu que apenas lograba sujetar gracias a los consejos de Mintaka, que ahora no tuviera en cuenta.
Pensó silenciar la respuesta. Mas mi padre, que cogía del brazo a mi madre, se la requirió. Cualquiera otro habría cuidado de halagarle, más aún en presencia de su reciente esposa, dentro del templo todavía. Pero no era hombre que pudiera ser frenado por consideraciones ajenas a su criterio. Existía algo superior que le impulsaba. Y para manifestarse como era su deseo perseguía siempre la libertad. Que la sentía en lo más profundo de su espíritu, que es donde anida, y no en las simples palabras o en las definiciones.
«Aguardo vuestra respuesta», insistió, amplia la sonrisa, mientras contemplaba a su esposa con no disimulado orgullo y satisfacción.
«Oídla: mi señora reina, vuestra esposa -y aquí hizo una graciosa reverencia con ademanes andalusíes-, es mujer de tan caliente corazón como cerebro. Debe de amar muy profundamente a vuestro enemigo para comprar su vida a tan alto precio. Pienso que es mucho riesgo convivir con ella cuando sienta el corazón frío.»
Mi madre lo escuchó sin mostrarse ofendida, pero estoy seguro de que nunca lo ha perdonado. Tampoco podía rebajarse, siendo ella la reina y el bardo su súbdito.
Jamás se disgustó mi padre por cuanto hiciese o dijese, aunque fueran contrarias sus ideas. Le toleraba con una sonrisa lo que a otros hubiera ocasionado la muerte. Se limitaba a obedecerle cuando lo consideraba conveniente, y a dejarse conducir por sus impulsos cuando éstos resultaban más fuertes que su raciocinio. Sucedía, pues, que al debatirse entre la sabiduría del bardo y sus arrebatos, el estro poético de Mintaka le había forjado una personalidad legendaria, que si no respondía a una rigurosa realidad, sí le estaba cercana. Dijérase una realidad realzada por la fantasía.
Y era aquella fantasía, que no la realidad, la que amaba nuestro pueblo. Mientras la flota se encontraba fuera, «de vikingos», la imaginación de nuestras gentes la acompañaba en sus expediciones y participaba en sus aventuras. Cuando las hojas de los árboles se teñían de oro y cobre, pregoneras del otoño, los oídos se agudizaban para adivinar el largo sonido, ronco y cavernoso, de las trompas, repetido por el eco de las montañas que flanqueaban el fiordo, y se prolongaban por el cañón como una cinta sonora avanzando sobre el espejo de la encalmada superficie, que descansaba como si fuera un lago, donde se reflejaban las nubes y las laderas boscosas que la estrechaban amorosamente. Eran de ver el temor y la ilusión contenidos de aquellas gentes que aparecían expresados en la mirada: la esperanza del botín en unos, el miedo de haber perdido a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, en otros; siendo la ansiedad la que a todos gobernaba, aunque el dolor les quedase mitigado al conocer que tuvieran una muerte gloriosa y sus almas reposaban con honor.
Siempre el primer sonido de las cuernas y trompas despertaba ansiedad por distinguir si resultaba largo y prolongado, que anunciaba el regreso, o corto y repetido, que significaba emergencia, un ataque de otros enemigos. Llegaba la flota. Corrían los niños, detrás seguían las mujeres, y pasaban los hombres en sus caballos para tomar el camino que recorría la orilla por entre el bosque, en busca de los barcos.
Tomé mi caballo para incorporarme a aquella riada cuando me llamó el bardo, que expresaba su júbilo como los demás, pues se desbordaba entonces la ansiedad de una angustiosa espera de muchos meses, aunque disimularan el miedo cantando la gloria de sus hazañas guerreras, el destino de los valientes, que serían conducidos al Walhalla para reposar junto a los héroes, donde beberían el hidromiel de los dioses.
Espoleamos furiosamente nuestras cabalgaduras, compitiendo en la carrera. Nuestros animales se distinguían por su vigor, no existían otros más ricos ni de mayor prestigio en todo el reino, excepto el de mi padre; había cuidado de regalarnos los mejores ejemplares.
Alcanzamos la punta cuando las primeras dragoneras enfilaron el cabo del fiordo, para adentrarse en las aguas serenas y protegidas de aquella lengua de mar donde se contemplaban las flores y los abedules, difuminándose la luz con blanda luminosidad. Prorrumpimos en jubilosa exclamación por ser la primera Dragón Flamígero, la capitana que gobernaba el rey, con el alto porte de su codaste sobresaliendo por encima de todos los demás, rematado por un monstruoso dragón con las fauces abiertas, de las que exhalaba una pavorosa lengua de fuego. Tal era su expresión de furia y vigor, flanqueadas las descomunales mandíbulas de afilados dientes, que su contemplación infundía pánico en todos sus enemigos. Quienes al observar desde lejos el dragón que también aparecía pintado sobre la vela, proclamaban la llegada del rey Thumber. Lo mismo si se cruzaban en alta mar que cuando los guerreros esperaban en tierra el desembarco, no existía persona que no sintiera terror ante su imagen, que se anunciaba como preludio de desolación y muerte. Por ello, al llegar al fiordo arriaba la vela, retiraban los escudos que traían colgados de las regalas y empuñaban los remos, que jamás se movían tan acompasados y enérgicos como cuando remontaban en busca de la cálida ensenada que culminaba el fiordo en su fondo. Entonces colocaban un capuchón negro a la cabeza de dragón en lo alto del codaste para que no se asustasen los gnomos y los genios benéficos familiares, los cuales debían aguardarles amorosamente para regalarles con sus favores durante el invierno, hasta la llegada de la primavera, en que de nuevo se harían a la mar.
Detrás del Dragón Flamígero fueron apareciendo, conforme doblaban el cabo y quedaban visibles, hasta treinta y siete dragoneras. Era de ver la ansiedad de nuestras gentes, desde la orilla, vitoreando cada embarcación que asomaba, pues les traía a sus familiares, a la vez que se ensombrecían los rostros, inundándose los ojos de las mujeres, cuando apareció la que marcaba el final de la flota, pues fueron cincuenta y dos las que marcharon en la primavera. Quince barcos perdidos. Setecientos cincuenta tripulantes.
¿Cuántos de ellos se habrían salvado, recogidos en las otras naves? ¿Habrían muerto gloriosamente en combate, o perecido en la lucha contra el mar, oscura, sórdida muerte? ¡No importaba!, cantaba el bardo poseído por la furia de su mágica palabra. Lo importante era morir con honor, exhibir ante el enemigo la fuerza, y ante los dioses el coraje de soltar la vida con desprecio, sin titubeo, sin una duda, mirando frente a frente al opuesto luchador, fuera hombre o dios; lo que importaba era superarle entregándole nuestra vida como un regalo, pues el que moría ya la había usado gloriosamente.
El canto exaltado del bardo se constituía en protagonista del regreso, al compás de los remeros que impulsaban las naves sobre la expectante calma del fiordo, en progresión hacia la profunda ensenada donde se hallaba enclavado el poblado, extendido amorosamente sobre el regazo del agua de cristal. Muchas de las viviendas estaban levantadas sobre palafitos que constituían un refugio para la embarcación, resguardadas al otro lado por la mole de basalto negro que emergía del conjunto terroso, las paredes en vertical, y la cumbre circular que simulaba una corona real rematada por altas torres como agujas que peinaran las nubes. Por ello tenía el lugar el nombre de Corona, al igual que la montaña, morada de nuestros dioses familiares, llegados los favorables desde el cielo, los contrarios emergidos con la misma montaña cuando brotó de las profundidades entre rugidos del cielo y temblores de la tierra, que jamás tuviera un parto más doloroso, y allá en la cumbre, que rasgaba el mismo cielo, entablaban sus luchas los dioses de las familias de los Vanes y los Ases, que proporcionaban a nuestro pueblo, con sus contiendas, etapas de felicidad y de desdicha.
Por ello elevamos nuestros ruegos a los todopoderosos cuando se irritan haciendo temblar la tierra y estremecerse al cielo con sus combates, cuando parten de la cima del Corona rayos y truenos que anuncian el furibundo duelo que libran las divinidades por la supremacía en regir nuestros destinos.
Preguntan las mujeres por entre los guerreros que desembarcan, investigan, buscan a los que faltan, y cuando les saben muertos o desaparecidos, lloran. Desborda el júbilo entre los que reciben a sus padres, hermanos, jóvenes hijos -muchos fueron en la primera aventura de su vida-, que luego narrarán sus fantásticos hechos de armas al abrigo del fuego encendido en la gran sala, durante las noches invernales.
Apenas si el rey nos concedió un ruidoso abrazo a ambos en llegando a su lado, mientras se ocupaba del Dragón Flamígero, al que cuidaba con más esmero que a mi madre y a mí, para que quedase bien seguro y se procediese a la descarga del botín y de los esclavos, repartidos en buen número de barcos. Era muy cuantioso esta vez, según nos pregonaba rebosante de satisfacción, y lo proclamaba a gritos para que alcanzasen a oírlo todos los familiares que aguardaban, congregado el pueblo entero en la orilla donde habían rendido viaje, varados unos barcos, otros arrimados a los muelles, con un hervidero de hombres en la des carga, ayudados por sus parientes. Que todos cooperaban, deseosos de contemplarlo pronto amontonado para que se procediese a la distribución en una solemne junta que habría de celebrarse después, cuando se reuniese el Thing del otoño, asamblea en que también se promulgaban las leyes y sentencias de todos los litigios y disputas acumulados desde el de primavera, último celebrado antes de la partida.
No era obstáculo para que el rey transportase a la larga casa donde moraba mi madre, acompañada de las doncellas que fueron traídas de la propia corte cuando se casó con mi padre, el tesoro que para sí había reservado, que extendía con orgullo sobre el pavimento: las sedas y brocados, los tejidos de rico color, con hiladuras de oro, collares de plata y de oro, anillos, cadenas, vasos, alfileres y broches, perlas, arquitas labradas con pedrería y, sobre todo, montones de libras de plata. Todo lo cual ofrecía a mi madre, rebosante la sonrisa y escandaloso el orgullo que proclamaba sus triunfos, mientras la reina se mostraba encalmada y fría, pero deferente, rodeada de sus doncellas.
No veía en mis padres la explosión de amorosa satisfacción que se manifestaba en las otras parejas al reencontrarse, abrazados fuertemente, vertiendo lágrimas de alegría y de temor por tantos meses de congoja, que les hacía reír y llorar al propio tiempo. Mis padres desarrollaban una ceremonia, sujeta siempre a los mismos puntos, que me era bien conocida. Mi madre, después de asistir a la exposición de cuanto el rey le ofrecía, acababa dirigiéndose a él: «Os devuelvo, señor y rey, el reino que me entregasteis al marcharos: salvo y bien administrado».
Mi padre lo conocía. Y en todas las ocasiones lo manifestaba: era consolador saber que quedaba en casa una reina que sabía gobernar un pueblo. Aunque jamás lo reconociera delante de ella: como era su obligación traerle abundante botín, la reina debía gobernar durante su ausencia, y bien. Y a fe que ambos se esforzaban en cumplirlo espléndidamente, que en ello parecía irles la propia estimación. Como si nada desearan agradecerse.
Mi madre hablaba siempre en tono bajo, la voz moderada. El rey era ruidoso y explosivo en su alegría, y todavía más temido en su enojo, ante el que todos temblaban, excepto la reina.
«Más contento me encontraríais si hubieseis cuidado de la educación de mi hijo, que lo encuentro afeminado, de vivir entre mujeres.»
Ninguna alteración manifestaba ella. Antes bien elevaba sus ojos hasta los de su esposo, y le contemplaba unos instantes. Después replicaba:
«Quedaos vos en casa alguna vez y educadle, en vez de marcharos de vikingos todas las primaveras.»
Había escuchado él este reproche muchas veces, pues idéntica escena se repetía cada año. Pero siempre expresaba la misma rabia:
«¿Cómo os preciaríais de ser la más rica entre todas las reinas del norte, si me quedase en Corona cuando se marchan mis hombres? ¿Cómo alimentaríamos nuestro reino, que es pobre, sin hierba para el ganado, sin tierras para cultivar grano? Razones de mujeres que no deberíais exponer vos, que sois reina. ¡Pero no gastaré más palabras! Me encargaré, puesto que ya ha crecido, de convertirle en un guerrero.»
Tras estas batallas verbales acostumbraba el rey salir de la larga casa, con manifiesto disgusto en su continente. Mi madre quedaba con sus doncellas clasificando el tesoro para distribuirlo en sus arcas, destinando una parte a sus labores, pues que con las doncellas consumía las horas en el taller de bordado, famoso por sus primores y la riqueza de sus trabajos, y cumplía con ello también una ceremonia que todos los años repetía.
Aunque en esta ocasión guardase en su pecho el temor, que yo adivinaba en sus caricias, pues se me había acercado y merodeaba con sus brazos, como protegiéndome. Temía, sin duda, que el tiempo le estaba robando mi corazón.
«¿Viste la alegría reflejada en los rostros de los que regresan y en los de quienes aguardan? Si eres amigo mío, dime por qué, en cambio, discuten siempre mis padres.»
Mintaka reflexionaba. La solicitud implicaba algo que no podía resultarle agradable: confesarme sus íntimas deducciones sobre el hombre al que se consideraba unido por amistad y por sangre.
«Nunca más estuvieron juntos después de aquella noche de su matrimonio. El rey está convencido de que nunca lo ha amado; teme al veneno o al puñal.»
«¿Lo crees tú?»
No le daba facilidades. Reconocía que no me hubiera gustado encontrarme en su lugar. Pero deseaba, precisaba aclarar estas dudas e inquietudes que me embargaban tanto tiempo.
«Conoces que era yo opuesto al matrimonio: carecía de lógica. Por esa razón lo aceptó el rey. Creo que el impulso de la reina fue sincero. Nunca se sabe. Mas, cuando se le enfrió el corazón y se le aposentó el odio, ya todo era irremediable. Una pareja que no encuentra su armonía en el lecho tampoco se entiende en todo lo demás. Pienso que aquella noche resultó excesiva para ella.»
No conocía a mi madre fuera de su casa larga, rodeada de las doncellas, ocupada en regir el reino durante las larguísimas ausencias de mi padre, y en el taller de bordados y artesanías. Famosos eran sus primores en todo el reino. Y siempre presencié las mismas escenas al regresar el rey. Después marchaba éste a la casa donde se albergaban las esclavas que en largos años había ido reuniendo, concubinas jóvenes y de espléndida belleza. Mi madre le reprochaba entretenerse con todas las mujeres, con altivez y desprecio. Pero yo había adivinado que era un pretexto para justificar su retiro y separación. Y hasta creo que también lo sabía mi padre y por ello sus respuestas nunca obedecían a la realidad de sus sentimientos, sino a lo que cumplía manifestar para justificar ante los demás lo inevitable.
«Para un hombre del norte, sujetarse a una sola mujer y rechazar a las otras es como volver la espalda al enemigo», y todos le reían la mofa, pues cada cual poseía tantas como su riqueza le permitía. Y era natural que el rey sobrepasase a todos en número y belleza.
«Ningún paisano tiene padre reconocido -añadía-, a menos que deba heredar algo: entonces todos cuidan su genealogía.»
Pensaba que el enfrentamiento entre ambos era natural, pues que mi padre se comportaba como era costumbre y ley de su pueblo, mientras mi madre profesaba una religión diferente, muy estricta en ciertos aspectos, y aun contraria a algunas leyes naturales que seguían los hombres del norte.
Curioso resultaba contemplar al rey cuando visitaba a su esposa, siempre presentes las doncellas. Como era brusco y poco refinado, al igual que sus vasallos, frente a la reina trataba de guardar compostura, adoptando un aire forzado. Sin duda le afectaba el aspecto fino de la princesa rubia y transparente, cultivada de espíritu, que tañía laúd y pulsaba delicadamente todos los instrumentos, fuera arpa o sistro, como la balalaika que comprara a unos mercaderes que vinieron de Oriente. Realmente parecía un oso entre las damas que tejían primores o bordaban, o hacían música mientras otras bailaban, ocupadas siempre en algún menester de arte. Mundo tan diferente que mi padre debía de sentirse desplazado e incómodo, pues el contraste resaltaba más su tosquedad. Quizás fuera propósito de mi madre humillarle. Aunque nadie sería capaz de adivinar los verdaderos móviles que la guiaban, enigmática y difícil de comprender. Encerrada siempre sobre sí misma. De tal modo, el rey respiraba satisfecho cuando se marchaba, y procuraba que sus visitas, de simple protocolo, resultaran cortas. Luego bromeaba con Mintaka.
«No es la más humilde de las esposas, pero es la mejor de las reinas. ¿Conoces otro pueblo más rico en su pobreza y respetado que el nuestro? Se lo debemos a su sabia administración, que algo había de heredar de su madre. ¿Y os figuráis que no sólo administra el reino, sino que ha reunido un tesoro incalculable?»
«¿No teméis que pueda emplearlo en algún propósito que no os resulte conveniente?»
«Jamás podré conocer las ideas que encierra en el fondo de su mente. Pienso que sueña convertir a nuestro hijo en un poderoso rey, puesto que su madre falleció sin dejar un heredero a Avengeray.»
«¿No odiará también a Avengeray, que le fue infiel?»
¿Cómo podía adivinar recónditos pensamientos que jamás fueron expresados, antes bien disimulados? Hasta le era difícil entenderle los más inmediatos.
«¿Puedes tú imaginar los sentimientos de la reina, que es a la vez madre? Tampoco la reina Ethelvina resultaba fácil de comprender.»
Les escuchaba. Me daba cuenta de que todo se desarrollaba en torno a mí, aunque nadie lo expresase. Lo presentía al principio, y llegué a adquirir absoluta seguridad. Pero hasta entonces fuera solamente receptivo: en adelante me preocupaban los orígenes de todo.
Últimamente me asaltaba el desconcierto, pero vivía a gusto entre mi madre y sus doncellas, y apenas salía. Por ello al regresar mi padre cada otoño mostraba disgusto y llegaba a gritar; manifestaba que me convertirían en flojón y marica, como lo peor que pudiera ocurrirle a un hombre del norte. Pues el vikingo debe sobrevivir a causa de su furor, o al menos del espanto que infunde a sus enemigos.
«No me deis un batuecas para gobernar el reino. Un alfeñique no puede manejar los destinos de nuestro pueblo. Dadme un hombre recio, entero, luchador y valiente, que no retroceda ante peligros y contrariedades. Que aprenda a sufrir en su alma y en su carne los rigores de la desdicha, templado en el yunque de la adversidad. Es por esto por lo que admiro al que fuera vuestro caballero. Como la espada se fragua batiéndola con el martillo, así el alma golpeada adquiere el temple de los héroes.»
Mi madre aparentaba indiferencia ante las razones del rey, siempre ruidoso y violento, a pesar del esfuerzo por dominarse. Y cuando concluía expresaba sus pensamientos con voz atemperada, un susurro junto al trueno de mi padre.
«Concededme autorización para enviar a nuestro hijo al País de los Cinco Reinos, donde será educado en su corte. Os lo he solicitado muchas veces.»
«Eres tan ambiciosa como tu madre -replicaba enfurecido-, y no lo siento por mi hijo. Mejor que un gran rey prefiero convertirle en un gran hombre. Después alcanzará hasta donde sus méritos le conduzcan.»
«No llegará por sí solo: nadie llega solo. Debe ser educado en una corte civilizada y conducirse como un caballero cristiano.»
La furia de mi padre iba en aumento:
«Mencionáis a los cristianos exclusivamente para ofenderme. ¿Pensáis que existe alguna diferencia entre vos y yo? ¿O entre Avengeray y yo mismo? ¿Creéis que no sé por qué me tomasteis por esposo? Si acepté no lo imputéis a ignorancia: quise jugar con el destino. No podía rechazar la mejor oportunidad de mi vida para burlarme de aquel caballero.»
«Pensáis que el fin justifica los medios, cuando son ellos los que deben permanecer al servicio del hombre. Ya es tiempo de abandonar una lucha tan tenaz como inútil y proceder en conciencia.»
La risotada del rey debió de estremecer los muros de madera.
«La conciencia es la excusa de los débiles y cobardes: siempre pierden los honrados.»
La reina debió de pensar que nada le quedaba por añadir. Mas el rey, colmado, pensaría diferente, como era habitual entre ellos.
«Erráis, como siempre, señora. Porque vuestra vida arranca de la más grave equivocación que jamás hayáis podido cometer y, en vez de reconocerlo, queréis hacernos pagar a los demás vuestra culpa. Sabedlo de una vez: no siento enemiga contra vuestro caballero por su tenaz persecución; al contrario, le admiro por su valor. No guardo contra él resentimiento alguno, pues el odio es una pasión propia y exclusiva de los civilizados.»
«Lo enfrentáis porque os gustaría matarle.»
«Jamás lo he deseado. Uso de mi fuerza para ganarme la vida y mantener el reino. Y admiro a Avengeray, aunque lo haya burlado, por ser capaz de vivir iluminado por un ideal. A la vez que le respeto porque conozco su fuerza: es tan digno adversario que incluso podría vencerme y matarme en una lucha breve. Me enorgullece luchar contra enemigo tan noble. Ni él acepta los combates largos ni yo los cortos. ¡Bravo y astuto Avengeray! Acabó por comprender que no siento odio: para mí la guerra es cuestión de morir o matar. Y como nada deseo menos que matarle, he procurado vencerle con astucias: con ello, los años me han ido despertando el cariño.» La reina pretendía ser sarcástica: «Famoso cariño el vuestro, causante de su desgracia.»
«Y de la vuestra, os dejáis sin decir. Jamás comprenderéis que hubiera deseado que Avengeray fuera mi hijo: nada me enorgullecería más que el príncipe Haziel se le pareciese, caballero sin tacha, bien nacido y mejor honrado.»
«Le demostráis vuestro cariño haciéndome el mal.»
«¿Y quién os dijo que el mal no engendra nada bueno? ¿Cómo podría Avengeray asumir su destino sin acrisolarse en la adversidad y en la desgracia? ¿Creéis que habría llegado a ser el mejor guerrero entre todos los cristianos de no tenerme por enemigo?»
Era mi padre, en estas discusiones, quien abandonaba el campo de batalla. Sin que le causara desdoro alguno, por cuanto estaba en su carácter, según Mintaka, replegarse si le convenía, comportarse en cada momento como estimaba oportuno. Si había dicho cuanto deseaba, ¿a qué conducía prolongar el duelo? Contrariamente había concebido la sospecha de ser mi madre mala estratega, pues que nunca alteraba el esquema rígido de su preocupación. Estaba obsesionada.
Mi padre no salió solo, sino que reclamó mi compañía.
«Retenedlo bien en la memoria, príncipe -nunca antes me llamó príncipe, sino hijo, y esto hizo que le escuchase con solemnidad-. Habéis dejado de ser un chiquillo. Como tenéis que entrar en el reino de los hombres, necesario resulta que os preparéis para las obligaciones que os aguardan. Vayamos en busca de Mintaka: a él encargaré vuestra educación. Mejor preceptor no puedo destinaros. Lo hará, además, con gusto. Obedecedle. Se encargará de convertiros en un hombre. No voy a prohibiros, por ahora, que visitéis a vuestra madre, la reina. Pero hacedlo sólo en los ratos que os dispense vuestro tutor, y no por más tiempo.»
Imagino lo tendría convenido con el bardo, pues sus instrucciones fueron breves, y en su compañía quedé. Ni siquiera había solicitado mi parecer. Convertía en realidad lo que venía amenazando desde tiempo. No me quedaba otra opción que acatarle, pues fuera inútil oponerse: sospecho me hubiera matado. ¿Cómo iban a obedecerle sus hombres y temerle sus enemigos si no? Me consolaba pensar que siempre me fuera grata la compañía y la palabra del bardo, y tenerle por maestro era un privilegio que me envidiarían los demás; tan bravo y diestro era considerado que hasta rivalizó con mi padre, reputados ambos como los mejores guerreros entre todos los hombres del norte.
Caminaba a su lado con semblante satisfecho. Me llevó al salón comunal, que poseía larguísimas bancadas en los laterales, mesas para las jarras y los vasos que servían las mujeres, con gran chimenea en el centro, cuyas llamas combatían el frío y hacían grata la estancia.
Gran número de viejos guerreros retirados se hallaban presentes, gustosos de escuchar los relatos de los jóvenes que regresaban de su primera expedición, tolerantes y pacientes, aunque les causara divertimento. A la par que los jóvenes que no habían completado su preparación guerrera manifestaban su asombro y envidia por lo que escuchaban, y también por encontrarse junto a los veteranos, a los que admiraban, como era costumbre en nuestro pueblo. Adoraban a Mintaka, por la fama de su brazo y la sabiduría que encerraba, y me consideraban afortunado al tenerlo por maestro.
El mayor espectáculo eran aquellos que, concluida su preparación guerrera, habían de afrontar la gran prueba que los introduciría en el mundo de los hombres. Era costumbre dirigirse al bosque en solitario, para dar muerte a un oso sin ayuda alguna. Podían usar la espada, la lanza, el hacha, incluso la flecha. Mas el prestigio y la fama de valiente se conquistaba dándole muerte con el cuchillo, lo que equivalía llegar al cuerpo a cuerpo, ufanándose en presentar la piel con un solo agujero en el lugar del corazón. Neófitos hubo que en los brazos de un oso dejaron la vida. Lo que a nadie importaba, pues eran honrados como valientes y tenían asegurado un lugar en el Walhalla, aunque sólo como coperos y ayudantes de los héroes.
Eran de ver cuando regresaban al salón comunal exhibiendo la piel, y mostraban con orgullo el único orificio en su superficie, así como las heridas que en su carne recibieran durante la lucha. Si la piel correspondía a un animal adulto, al que se suponía extremada fuerza y fiereza, la fama de su matador era exaltada con gran júbilo: le bañaban con hidromiel, bebida inventada por nuestro gran dios Odín, el tuerto. Era éste el bautismo que le abría todas las puertas para participar en el siguiente viaje de vikingos al otro lado del mar, y tomar la palabra en la Asamblea que todo el pueblo celebraba dos veces al año, en primavera y otoño, antes y después de la expedición, que en definitiva era la gran empresa del reino, pues que de ella dependía la generosidad de la propia subsistencia, como manifestaba el rey.
La fiesta y el alborozo debían dejar perenne memoria en los protagonistas, que desde aquel instante cambiaban su personalidad; abandonaban la compañía de sus camaradas neófitos y concurrían ya en adelante con los mayores. Lo que causaba envidia en los jóvenes, para los que representaba un estímulo, pues soñaban con emularles y aun superarles.
Si durante la noche me permitía Mintaka participar en las reuniones, durante el día me robaba el tiempo como un avaro, con destino al ejercicio de las armas. Tan duro me parecía entonces que desmayaba conseguir el propósito de mi padre y el empeño del bardo, quien por otro lado me tenía mayores atenciones y delicadezas que pudiera esperar del rey, exigente sin compasión. Siempre disconforme cuando acudía a comprobar mis progresos, esgrimía la espada en ocasiones y me propinaba tales golpes sobre el escudo que apenas si podía detenerlos, y me derribaba con el segundo o tercero, destrozado el broquel. Mintaka explicaba que una serie de ejercicios los dedicaba a reforzar mi naturaleza, y los otros a adiestrarme en el manejo de las armas y el conocimiento de las argucias del combate. Aseguraba que cada vez que te enfrentas a un enemigo se corre el peligro de perder la propia vida, y por consiguiente tanto importaba la fuerza del golpe como la intención.
«Eso es lo que distingue al rey sobre los demás guerreros, aunque no os lo parezca: conserva la mente fría, sin contagiarse de la pasión que despierta el combate. Se lucha para conservar la vida y lograr el propósito que se persigue.»
Conforme mejoraba me anunció que cuando tuviera fuerza y conocimientos capaces de infligirle a él algún daño en el combate, sería el momento de llamar a otros neófitos para luchar contra ellos y contrastar diversos estilos y modos. Los que mucho se regocijaron cuando les hice este anuncio en el salón comunal. Todos desearon ser llamados, pues la enseñanza de Mintaka suponía un honor. Y lo demostraron cuando les llegó el momento, pues tanto le reverenciaban por ser veterano y mayor como por ser famoso guerrero y sabio, orgullo de nuestro pueblo. Lo que es llevaba a no conformarse con el aprendizaje de las armas; le suplicaban enseñanzas de aquellos viajes legendarios. Cuando le preguntaron si era cierto que los habitantes de allende el mar sentían espanto ante el anuncio de los vikingos, el bardo sonrió y no fue muy amplio en la respuesta:
«Es propio del hombre crear mitos: nos imaginan con cuernos en la cabeza. ¿Conocéis a algún vikingo que sobre su casco cónico de acero o cuero lleve cuernos? Pensad que la forma de nuestro casco es la apropiada para que resbale el filo de la espada. Pero las gentes no nos conceden inteligencia alguna. Nos llaman asesinos, piratas, bandidos, demonios, profanadores de templos, ladrones, fieras, incendiarios. Nos odian, nos desprecian, y nos temen. Sin embargo, no somos distintos de ellos. La realidad es que no existe más diferencia que el estilo: lo que hacemos nosotros con bárbara rudeza en ellos se lleva a cabo con fineza de modales civilizados. Son una cultura que declina: nosotros una incultura que comienza.»
Me preocupaba que, pese al interés creciente que me animaba, el entusiasmo de mis compañeros fuera siempre superior al mío. Por lo que le pregunté:
«¿Por qué no siento la misma intensa ilusión que mis amigos?»
La respuesta constituía un enigma:
«Porque te sientes invadido por las dudas.»
Cuando me reunía con el rey inquiría sobre mis adelantos, pero más que de las palabras fiaba de tentarme los músculos. Alguna vez que su humor debía de encontrarse a nivel satisfactorio llegaba a sonreír asegurando que mis fuerzas crecían, y el bardo corroboraba ser cierto. Hasta yo mismo percibía la evidencia por mi cinturón, que ya lo usaba de mayor circunferencia, y no sólo la cintura, sino también el tronco y los miembros aparecían más vigorosos y resistentes. El cansancio se me hacía por veces menos notorio.
El rey parecía satisfecho y se ufanaba:
«Algún día serás más famoso que Thumber», aseguraba sonriendo.
Entre tanto se ocupaba de la flota. Se carenaban los barcos, se les renovaban los mástiles cuando aparecían rotos o astillados, se cortaban árboles altos y enhiestos a tal fin. También se renovaban timones y se construían remos nuevos para sustituir los partidos o deteriorados, y las mujeres tejían nuevas velas del color que distinguía a nuestro reino, junto con el gran dragón que ostentaba la capitana, e majestuoso Dragón Flamígero, terror de nuestros enemigos.
En las herrerías se forjaban nuevas armas. Mientras, los guerreros cicatrizaban sus heridas, al abrigo del hogar, junto al fuego, con el bálsamo de las amorosas manos de las esposas y las hijas.
El invierno era para nuestros hombres la época de reforzar sus cuerpos y reparar sus naves, que debían encontrarse dispuestas para la primavera, cuando se iniciaría otra nueva aventura.
Antes de que llegase el hielo se celebraba la gran Asamblea en la que participaba todo el pueblo. Acudían a la Corona los terratenientes más importantes, y cuantos deseaban asistir. Era el lugar, en la colina, donde se proclamaban todas las leyes, se ventilaban las disputas y conflictos, y donde los oficios de Mintaka resultaban de mayor importancia, pues que en última instancia igual el rey que los jueces acataban la definitiva palabra del bardo, que superaba a todos en sabiduría. Aceptaban sin discusión sus sentencias, que en ocasiones tardaba horas en pronunciar cuando se ventilaban conflictos de sangre.
Los jóvenes que ya participaran en su primera aventura no desaprovechaban el uso de su recién adquirido derecho, para proclamar sus opiniones ante la Asamblea. Los mayores solían acogerlos con sonrisas de comprensión y tolerancia, y los distinguían con muy respetuosas respuestas, aunque no parecían tomarlos muy en consideración. Cierto que los jóvenes podían en ocasiones mostrarse impertinentes, aun no siendo tal su intención, pues nunca olvidaban el deber sagrado de respetar a sus mayores.
A mis preguntas, Mintaka acabó dándome esta respuesta:
«La inexperiencia de los jóvenes les hace ser imprecisos en sus juicios y críticos en exceso. Quizás impida esto que desde el fondo de sus ideas se trasluzca el latido de la renovación que contienen. Seríamos más sabios si perfumáramos con su espíritu nuestros actos y nuestra coexistencia, al darnos cuenta que el presente no es otra cosa que un tránsito desde el pasado hacia el futuro.»
Como todavía no llegaba a comprender el total significado de sus palabras, su sabiduría crecía ante mis ojos.
Sorprendente me resultó que mi madre no protestara con viveza, como solía, cuando el rey dispuso que al siguiente verano, acompañado de Mintaka, emprendiera una expedición hacia el norte, a lo largo del sendero de las ballenas. Era necesario, después del entrenamiento, que me curtiese en el mar, aprendiera a convivir en las naves, a conducir a los hombres. Quizás consideró muy firme su decisión y ya no juzgó conveniente oponerse. También era posible que la compañía del bardo la tranquilizase.
Desde aquel momento me complacía visitar el astillero donde se preparaban dos ventrudas konoras, con dos filas de bancos cada una, lo que sumaba un total de ochenta remeros.
Mintaka me preguntó un día cuáles hombres prefería en la expedición. Después de meditarlo le confesé que mi preferencia estaba por los viejos guerreros que siempre acompañaron a mi padre, que rememoraban ahora en tierra sus añoranzas y aventuras en la sala comunal, bañados en vino y cerveza. Pues aquellos hombres que adoraban a mi padre me mostraban su cariño y se gozaban al pensar que un día podría emular las famosas hazañas del rey, en las que ellos tomaran parte.
Aceptaron, encantados de que les hubiera tenido en cuenta, y prometieron hacer la expedición tan famosa que fuera envidiada por los jóvenes, aunque se tratase de una partida de paz, comercial. Mas todo viaje entraña una aventura, y ese riesgo representaba para ellos un licor más embriagador que el hidromiel elaborado con vino. Borrachos concluyeron todos aquella noche.
Como era costumbre, antes de la partida se celebró la Asamblea de Primavera. Los terratenientes entregaban en tal ocasión los barcos, según cuotas fijadas en la Asamblea de Otoño, donde se delimitaban los porcentajes del botín que correspondería a cada uno. También se ventilaba la cosa pública, agravios, rivalidades, competencias e injurias, derechos y deberes, compromisos, incumplimientos y pactos, la amplia legislación que regula un reino. Que siempre obliga menos a los potentados que a los menesterosos, según me hacía distinguir Mintaka, aunque en definitiva clamaran más ruidosamente aquéllos por su dinero que éstos por su pan.
Reconozco haber tardado bastantes años en asimilar las palabras del bardo, que en su momento me resultaban indescifrables y esto motivaba que le considerase más sabio cada día.
Llegó el momento en que se alinearon las dragoneras dispuestas para la partida, y se cargaron los víveres y pertrechos. Finalmente subieron los hombres, ocuparon sus asientos e impulsaron los barcos con sus remos, al sonar de las trompas y las cuernas, sonidos profundos, roncos, envolventes. No les seguí, como otros años por los caminos que flanqueaban el fiordo, pero conocía que continuarían remando hasta llegar al mar, donde se descubrirían los dragones del codaste, para causar pánico a los enemigos que pudieran encontrarse, levantarían las velas y colgarían los escudos en el costado. Orgullosamente izaría también el Dragón Flamígero su gran vela, cuya horrible efigie habría de causar pánico a los mismos dioses extranjeros. Aun desde lejos, al descubrirle exclamarían los otros marinos: «¡Ahí va la escuadra de Thumber!», mientras cambiaban el rumbo para escapar. Una vez idos y de regreso las gentes que se llegaron hasta la bocana para despedirles, quedábamos los que habíamos de partir en las dos konoras, y apenas si los familiares acudieron para decirnos adiós. Mintaka había cuidado de que las bodegas quedaran repletas de cuanto era necesario para el comercio y la caza, además de agua y víveres. Mi madre no apareció en la playa, aunque la esperaba. Finalmente subí al bote y llegué a la konora.
Todavía me entretuve contemplando Corona. Era la primera vez que emprendía un viaje, lo que hacía forzoso cortar muchos lazos que me sujetaban. Después observé los rostros de aquellos queridos guerreros de mi padre, ahora postergados por la edad, todavía bravos y animosos, que gustosamente se sometieran a un duro entrenamiento para responder a la confianza que en ellos había depositado. Mintaka me dijo que todos ellos sacrificarían su vida por defenderme, llegado el caso, con la misma devoción que antes lo hicieran por mi padre. Que en vez de como pescadores pensaban como guerreros. Esperaban que no les defraudase, pues nada habría de resultarles más humillante que regresar a la Corona del que prometía ser su último viaje, con el sentimiento de no haber sido correspondidos en su entrega.
Pensé después que Mintaka utilizó todas aquellas palabras para significarme que debía comportarme como un valiente, según se esperaba del hijo del rey, que hasta aquel instante era una incógnita del que sólo se sabía que acometiera su preparación con mucho retraso, cuando los mozos vikingos acostumbraban iniciarla desde la niñez, y muy pronto alternaban como hombres para la paz, en la Asamblea, y para la guerra en las dragoneras. Mientras yo sobrepasaba a todos ellos en algunos años. Se encontraban dispuestos a morir por mí si me comportaba como un valiente, o a matarse antes que soportar la vergüenza de haber servido a un cobarde. Jamás podría entenderlo mi madre, pues que sus lecciones fueron siempre contrarias, pero era aquélla una realidad que tenía ante mí.
Antes de doblar el recodo, ajeno a la gente que nos despedía desde la playa, y al sonido de las trompas y caracolas que anunciaban nuestra partida, dirigí una nueva mirada a Corona, asentada en el fondo de la ensenada, donde se reflejaba la mole gigantesca de negro basalto que presidía el poblado y le daba su nombre, morada de nuestros dioses. En derredor había multitud de montículos terrosos tapizados de hierba, con una suave y olorosa exuberancia, redondos y macizos, que mi padre gustaba comparar con los pechos de nuestras aguerridas aldeanas. Y sobre la pendiente que concluía al acabar la marina, el poblado, que desde la distancia parecía apacible, espejeaba en el agua orlado por los pinos y abedules de la orilla, y las nubes que pasaban como mariposas.
El fiordo se iniciaba en el mar horadando una garganta cortada a pico, por la que apenas cabían dos barcos al remo, si bogaban a la par. Como si el mismo dios Thor guardara la entrada. Después se suavizaban las pendientes en algunos tramos y los árboles descendían por las laderas hasta el mismo borde del agua.
En otros lugares aparecían remansos donde la tierra era tan baja que se formaban praderas casi al nivel del agua, muy frecuentadas por nuestras gentes. En aquel momento un numeroso grupo de jovenzuelos se mostraban empeñados en competir en el salto, la carrera, la honda, la lanza, el galope de los caballos, con la espada y el escudo de madera, poseídos, desde su nacimiento, por el deseo de mostrar su fuerza, el desprecio de la vida, imbuidos del imperioso deseo de matar, lo que tanto odiaba mi madre.
Nunca me permitiera la compañía de los otros chicos de mi edad. Aunque soportara las protestas de mi padre, me retenía a su lado, acompañada de sus fieles doncellas, que nunca fueron esclavas sino libres. Quienes parecían compartir sus mismas ideas respecto del pueblo vikingo. Con lo que todas se esforzaban en preservarme con mimos y cuidados de la contaminación de semejantes bárbaros, que inculcaban a sus hijos, desde la cuna, la necesidad de matar, el desprecio por la muerte y el culto reverencial de la estirpe y mantener su honor, el deber más sagrado de nuestros hombres. Renegaba del rey, y me destacaba que, a pesar de todo, pertenecía a su familia.
Sin que aquellas discrepancias y querellas fueran inconveniente para que, durante las ausencias de su esposo, cumpliese la reina escrupulosamente sus obligaciones de gobierno. Aunque los consideraba bárbaros y groseros, gobernaba con prudencia y conseguía que el reino funcionara en paz; luchaba por mantener la armonía entre aquellos vengativos, crueles, rapaces vasallos, que se estimaban tan libres y poderosos como el mismo rey. Y, sin embargo, se doblegaban a la dulzura y tacto de mi madre, que sabía cómo dirimir sus disputas y suavizar sus rencillas, a veces originadas como consecuencia de la política partidista de la Asamblea, situaciones que ella trataba de corregir con paciencia y justicia. Hasta conseguir el cariño y respeto de los súbditos, que la alababan por su prudencia, ajenos totalmente a las cuestiones que la enfrentaban con el rey, todo lo cual quedaba en querellas domésticas, pues a ninguno interesaba. Apenas si Mintaka y yo conocíamos la verdadera situación, aparte de mi padre, la reina y sus doncellas, que eran su espejo y su eco.
Incluso cuidaba de las concubinas del rey. De acuerdo con el credo de todo buen vikingo, al ser esclavas carecían de alma, y por ende sólo eran un cuerpo, una apariencia humana. Los hijos adquirían esta misma condición, por lo que nunca serían considerados hijos de Thumber, sino esclavos. Ni siquiera poseían el derecho, no ya de ir al Walhalla a su muerte, sino a descender a los infiernos. Todo acababa para ellos con la muerte; su infierno era la vida que soportaban en la tierra. Mi padre no consideraba que le nacieran tales hijos, los cuales juntamente con sus madres vivían en una casa larga al otro lado del poblado, donde aquél pasaba gran parte de su tiempo. Pues sólo acudía a casa lo necesario para salvar las apariencias.
Dictaba a mi madre su religión considerar a todos los humanos iguales, obligándole a derramar sobre ellos sin distinción el amor que a todos iguala ante su Dios. Pero la reina no podía ocultar su desprecio por aquellas barraganas del rey, como las designaba, sin que al parecer tuviera más significación el sentimiento que preservar su dignidad de esposa oficial y de mujer, aunque entre vikingos no fuera necesario. Mas, secretamente, se complacía en que el rey mantuviera sus entretenimientos, que estimulaba por conveniencia propia, y hasta cuidaba de que nada les faltase, y proveía a todas sus necesidades a costa de la hacienda del rey, como cumplía. Además de justificar su propio comportamiento se incrementaba con ello nuestro patrimonio, puesto que cada hijo que les nacía engrosaba nuestra cuenta de esclavos. Al menos era la explicación que recogí de Mintaka la primera vez que le expuse mi sospecha, corroborada por mi entendimiento conforme pasaron los años.
El amor que todo el pueblo sentía por la reina tuvo su culminación aquel día en que las trompas y cuernas emitieron breves pero constantes sonidos profundos, lastimeros, quejumbrosos, pues anunciaban una invasión. El peligro más temido por el pueblo. Se suponía que alguna flota pretendía invadir Corona, atraída por la codicia, pues eran fama los ricos botines que el rey Thumber traía cada otoño. Se demostró el cuidado y previsión puestos por ella en el gobierno. Se alertó a los viejos guerreros y a los jóvenes que quedaban en el poblado, quienes se dirigieron al lugar señalado, y colocaron todos los barcos en línea sujetos con cuerdas a proa y popa. Formaban así una barrera que impediría el paso de los enemigos si penetraban por allí, donde se entablaría la batalla.
No fue necesario. Pues sobre las dos cimas del promontorio que cerraba la entrada del fiordo había dispuesta gran cantidad de troncos sujetos con estacas, contenidos por cuerdas, que al penetrar la escuadra enemiga fueron cortadas, y cayó sobre los navíos una avalancha de maderos. Como la altura era colosal perforaron los barcos y machacaron a los hombres.
El pueblo celebró una gran fiesta en honor de la reina, y cuando regresaron los guerreros en el otoño lo festejaron también. El mismo rey se mostró orgulloso de la hazaña y previsión de su esposa.
Al salir al mar navegamos con las velas, y por las noches dormían los hombres encerrados en sus bolsas de cuero que les preservaban de la humedad. La camaradería se acentuaba conforme progresaba el viaje, pues desde el principio compartí con ellos el esfuerzo y la comida, también el entusiasmo que sentían por el mar y por el barco, como si fuera éste un hijo de carne y hueso o una amante, tal amor le profesaban. Era de maravilla comprobar cómo se guiaban por los montes, ensenadas, árboles de la ribera, cualquier accidente que fuera una variante en la costa, a cuya vista navegábamos hacia el norte, mientras consumíamos los días. Nos deteníamos por la noche y bajábamos a tierra, donde se montaba el caldero sobre el trípode, se encendía fuego y se cocinaban gachas, el puré, y se cocía la carne. Durante el día las comidas tenían lugar a bordo, sin interrumpir la navegación, con el pan que ya se nos iba haciendo duro, mantequilla, jamón y carne salada, y bacalao.
Comenzaba a tomar cariño a aquellos viejos y antiguos guerreros, a los que mi madre llamaba bandidos, hez del pueblo. Sin duda porque todos ellos acompañaban a mi padre cuando el asalto al castillo de Ivristone, testigos y protagonistas de lo que consideraba primeros antecedentes de mi vida. Eran de escuchar las carcajadas que les despertaba la evocación de aquella noche salvaje que siguió a la ceremonia de la boda, sus bromas acerca de las mujeres anglias, que decían ser tan escasas de carne que, al abrazarlas, les producían daño con los huesos. Tantos fueron los días de navegación que para combatir el tedio fueron hilvanando recuerdos e historias, y así me refirieron la jornada que yo había escuchado en otras bocas, la batalla del Estuario del Disey, mitificada por Mintaka como una astucia más de mi padre.
Estos amigos referían que Thumber era consciente de que una batalla frontal con Avengeray significaría el final de ambos y sus tropas, ya que las fuerzas eran tan iguales, tan diestros los guerreros, niveladas en poder y en astucia. Pensaba mi padre acertadamente que al ser tan hondo el encono del caballero, ninguno podría retroceder una vez enfrentados. Fue la razón de supervivencia quien le aconsejó el cambio de posición inesperadamente, eludiendo el enfrentarse con Avengeray, y atacar a mi abuelo, el rey Ethelhave. Y si no hicieron burla de éste fuera en respeto del parentesco. No así mi padre, que le motejaba de débil y senil, que más merecía morir sobre la paja que embrazando el escudo y empuñando la espada. Juicios que provocaban los reproches sin fin de mi madre.
La fama de audaz e inteligente de mi padre obraba como un imán que atraía sobre sí la atención de todos. Además, la rivalidad con Avengeray servía de catalizador para los ambiciosos y los traidores. Se convertían en virtudes legendarias, gracias a la inspiración del bardo, cuanto se le adjudicaba, fuere real o imaginario. La aventura que le propusieran los bastardos para asaltar Ivristone durante la boda, aunque le repugnase cualquier traición, tampoco cabía rechazarla, pues representaba la impensable ocasión de infligir a su enemigo la más extremada de las burlas, que era la clase de lucha que prefería contra aquel hombre, por el que, pese a todo, sentía gran respeto y admiración, lo que no vacilaba en proclamar. Aunque, al fin, cada hombre sea prisionero de su destino. La escaramuza, la burla, la sorpresa, el golpe repentino, audaz, imprevisible, le cautivaba. ¿Y cuándo se le presentaría otra ocasión semejante?
De su propia naturaleza le nacía la admiración por los héroes y un profundo odio por los traidores. Sentimientos que tenían ocasión de manifestarse esplendorosamente en aquella propuesta para eliminar a Avengeray y Ethelvina, pues el odio de aquellos felones alcanzaba a ambos, hasta ofrecerle todo el botín que pudiera reunir, que le aseguraban sería considerable pues era fama la riqueza atesorada en palacio.
Pensó en una doble partida: matar a los desleales caballeros, lo que consideraba de justicia pues sólo le inspiraban desprecio, y burlarse del caballero del modo que jamás pudiera imaginar, y conseguir a la vez un magnífico botín. Nunca tuvieron propósito de matar a Ethelvina ni a Avengeray.
Manifestaron que el ofrecimiento de matrimonio por parte de mi madre constituyó una sorpresa inimaginable, que aceptó por el simple hecho de que la burla resultaba todavía superior a como la había planeado. Representaba una tentación demasiado fuerte. El único fallo consistió en la diligencia de los hombres de Avengeray en regresar, tras movilizar enorme cantidad de tropa, lo que les obligó a abandonar el castillo sin descubrir el tesoro que sabían oculto en algún lugar.
Refería Mintaka que la gran condición de reina de mi madre le venía heredada de mi abuela Ethelvina, quien, juntamente con Avengeray, compusieron la más notable pareja, capaz de lo imposible, y bien demostrado quedara con las hazañas que acometieron, el inolvidable asalto al refugio secreto en el Reino del Norte, donde culminaron la más sangrienta y cruel de las venganzas. Sin que nadie discutiese la justicia de ambos, pues que tan grande provocación como sufrieran no merecía otra respuesta ni podía esperarse menos de tan genial caballero. Aunque llorásemos a nuestros muertos. Aquí aprovechaba el bardo para asegurarme que mantenía en la mejor opinión a la reina Elvira, una gran reina, y si nunca se entendiera con el rey Thumber, tuviera yo en cuenta para juzgarles la gran tragedia que les había tocado vivir. Pues por mucho que nos resistamos, el azar condiciona a los hombres.
Cuando Thumber regresó a la siguiente primavera, y descubrió la horrible soledad de todos los compañeros muertos, destruido el poblado, incendiados los barcos, lloró por sus camaradas, aunque sentía la felicidad de que se hubieran ganado el Walhalla, donde se refugian los héroes, atendidos por las walkirias, junto a los dioses, destino feliz de los que han muerto gloriosamente.
No podía sentir odio por Avengeray. Nada más lógico, según el entendimiento de un vikingo. De un león como aquél sólo cabía un furioso zarpazo de venganza como el sufrido. Lo que jamás pudiera comprender fuera la indiferencia o la cobardía, pues le habría despreciado. El mismo Thumber hubiera respondido de igual modo. Lo que nunca pudo prever fue que Avengeray conociera la situación del refugio, utilizado tantos años impunemente para desaparecer cuando sus enemigos le perseguían.
Parecía que el destino de Avengeray sufría una aceleración, pues nada más comparecer en la campaña ya era coronado Rey del Norte, recuperado lo que le arrebataran en su mocedad. Había contraído nupcias con Ethelvina y aquella unión prometía ser eficaz en trascendencia política. Boda que tampoco le sorprendió, pues nada más aconsejable que amoldarse a las circunstancias, y, perdida la novia, nada cumplía mejor a su destino que unirse a Ethelvina, con lo que se aseguraba el doble reino, que prometía ser poderoso, según la reconocida capacidad de ambos. Todo lo cual venía a demostrarle que Avengeray, al madurar se convertía en hombre práctico, orientado claramente a la consecución de sus metas. Thumber estaba seguro, y los hechos vinieron a confirmarlo, que aquel matrimonio habría de ser principio de una gran expansión, que culminaría con la conquista de los otros territorios, hasta unir bajo una bandera el País de los Cinco Reinos, el más potente de toda la cristiandad, ante el cual no solamente los vikingos habían de adoptar precauciones, sino hasta los mismos musulmanes del poderoso califato de Córdoba, cuya fuerza se medía en ejércitos de centenares de miles de guerreros.
Como el caballero había reclutado una poderosa tropa, bien organizada y ejercitada, y construyera sin descanso baluartes y fortalezas para asegurarse la defensa de las costas y las fronteras del sur, cada vez representaba mayor dificultad lograr botín en sus territorios, perdido el efecto de la sorpresa: en todos los lugares se hallaban dispuestos para repeler los ataques de los vikingos. Con lo que Thumber pasó el verano llevando a cabo rápidas incursiones en los reinos del sur, donde con habilidad y audacia manejaba la reducida tropa que había traído, y logró un beneficio considerable, pues que aquellos reinos no contaban por entonces con una defensa eficaz. En los siguientes años sólo subieron a los territorios de Avengeray muy esporádicamente, si se presentaban muy favorables perspectivas de sorpresa y botín, pues resultaba tan arriesgado que toda prudencia era poca. Entonces Thumber procedía impulsado por su prestigio, no fuera a creerse Avengeray vencedor en la rivalidad que les enfrentaba por tanto tiempo. Ni pensaran los reyes del sur que carecía de fuerza para combatir al caballero, lo que hubiera reportado todavía peores consecuencias.
Hasta que Avengeray y Ethelvina se apoderaron también de los reinos del sur y quedó constituido en unidad el País de los Cinco Reinos. Lo que obligó a Thumber a precisar con agudeza toda su astucia para lanzar un ataque por sorpresa y retirarse con el botín antes de que le llegase la respuesta, que solían ser muy peligrosas y rápidas.
Mintaka ponía su mayor celo en instruirme en el arte de navegar. Me transmitía los valiosos conocimientos que había acumulado en su larga vida y numerosos viajes. Especial empeño tenía en que aprendiera el gobierno de la nave, manejara el timón, marcara el rumbo que conduciría a todos aquellos hombres a nuestro destino, para que no existieran dudas sobre quién mandaba la expedición. Y aun cuando todos conocían que mis órdenes me venían dictadas por el gran Mintaka, pensaban era virtud de un príncipe prudente aceptar las enseñanzas de tan destacado maestro. El cual siempre disimulaba su intervención para que brillase solamente mi gloria. Me sentía grande, por vez primera lejos de la patria, al mando de una flota, aun cuando sólo constase de dos barcos y ochenta hombres. Mucho más de lo que cualquier otro neófito pudiera soñar. Y como todos los hombres me amaban, cuidaban de transmitirme sus experiencias, discretamente, pues deseaban sin excepción que llegase a convertirme en un gran rey, confirmado en su día por la Asamblea, cuando fuera el momento de suceder a mi padre. Para lo que no se me ofrecían más que dos caminos: o ejercer un acto de fuerza contra la voluntad de todos, empeño difícil de lograr, o conseguir la aprobación de la Asamblea, es decir, que el pueblo me proclamase rey. En cualquier caso, mis méritos deberían ser suficientes para inclinarles a mi favor. Pues de otro modo también me faltaría el apoyo de la estirpe, que, al decir de mi padre, renegaba, aunque todavía no abiertamente, de mi poca virilidad demostrada. Y si ninguna determinación tomaran hasta entonces se debería, sin duda, a considerar que todavía constituía una promesa, aunque a mi edad los otros jóvenes ya tuvieran bien probada su valentía y arrojo en la batalla.
Eran duros mis viejos guerreros, incapaces de soportar la fatiga de una campaña guerrera, pero conservando el vigor físico y espiritual para considerarles todavía luchadores. Viajaban contentos, pues se sentían útiles, y aunque probablemente fuera su último viaje, les resultaba un regalo de la providencia, que había dispuesto acumular sus glorias para culminar una vida repleta de hazañas. Querían contar a sus nietos, al abrigo del hogar, que remataron con aquella última expedición para acompañar al príncipe Haziel, glorioso rey de los vikingos para entonces. Que habían sido autores del porvenir, lo que sus nietos considerarían el presente. Por ello necesitaban que fuera valiente y arrojado, y poseyera todas las virtudes que deben adornar a un rey vikingo. Y todavía más, cuando no lo era yo ordinario, por mi sangre y estirpe, sino obligado a superar a todos cuantos me precedieron. Y nadie esperaba menos.
Al principio todos intervinieron en la maniobra de perseguir las ballenas para conducirlas hasta una bahía previamente escogida, donde eran rematadas. Cuando me percaté del arte utilizado para acabar con los monstruos marinos, tan abundantes en la zona, poblada por pescadores de todas las naciones, discretamente me cedieron el lugar de jefe para acometer la importante tarea de matar mi primera pieza. Lo conseguí tras muchas fatigas, no pocos temores que hube de disimular, mientras con su experiencia suplían mis hombres las torpezas de mi aprendizaje. Mas recuerdo con amor que una vez rematada, al disponernos a sacarla a la orilla, Mintaka clavó en el lomo del animal una lanza con un gallardete en que aparecía bordada un águila real, extendidas las alas en vuelo, y sujeta una gran serpiente entre sus garras. Sentí gran emoción al darme cuenta de que era el emblema que mi madre destinara para mí, que, como cabía suponer, no se trataba de una alegoría vikinga. Me hizo pensar si lo sería del País de los Cinco Reinos.
Al superar aquellos primeros sentimientos me percaté de que, tanto el bardo como todos los hombres, habían estado pendientes de mi reacción, que les complació. Mintaka confesó que ignoraba la intención de la reina Elvira al escoger el símbolo, mas que tuviera en cuenta que no era una mujer vikinga.
Me pregunté si habría querido representar a Avengeray en el águila, y a mi padre en la serpiente, que para ella significaban los emblemas del bien y del mal, tan presentes en su alma. Pues recordaba las furiosas protestas de mi padre cuando alegaba que ella pretendía cultivar en mí el espíritu anglio de la estirpe, mientras que mi madre le increpaba por todo lo contrario: que perseguía desarrollar únicamente el ánima vikinga.
Para ella vikingo era sinónimo de salvaje y bárbaro, como para mi padre anglio significaba flojón, ruin y despreciable, marica y civilizado. Y era curioso comprobar cómo la expresión «civilizado» tenía opuesta significación entre ellos. Aun cuando mi padre siempre hiciera excepción de Avengeray, quizás por su fidelidad al propósito de venganza, virtud que más podía semejarle a un vikingo.
Lo que nunca llegaron a pensar fue que aquella competencia me desgarraba en lo íntimo, pues que a ninguno me era dable renunciar: mi tragedia consistía en comprobar que una parte de mi ser se situaba en oposición a la otra mitad. ¡Y no podía despreciar ninguna de ellas! Aunque les pesase, habrían de aceptarle como era ya que me resultaba inevitable. Aun cuando nunca me atreviera, hasta entonces, a manifestarme tal cual era, sin duda por ser ésta la primera vez que tales ideas se perfilaban en mi mente con absoluta claridad. Mintaka comentó, cuando se lo expuse, que había emprendido el sendero doloroso de la maduración. Me produjo desconcierto descubrirlo, por el sufrimiento íntimo que entrañaba, ya que mi soledad era profunda, iluminada débilmente por la confianza y amistad con el bardo. Al preguntarle si la vida resultaba siempre tan dolorosa, replicó que lo era mucho más cuando el hombre gobierna el timón de su propia nave; al remero siempre resulta más suave.
Cuando sacamos a la orilla cuantas ballenas precisábamos para acopiar aceite, salar carne y aprovechar todo el material que convenía, visitamos otras regiones donde abundaban las focas y las morsas, de las que cazamos también buenas cantidades para aprovechar su piel y marfil, que tan apreciados nos eran. Lo que nos proporcionaba abundante trabajo; dura y monótona tarea diaria la de preparar todo el material para alojarlo en las bodegas de nuestros barcos. Pero la caza resultaba excitante. Confieso que nunca antes me encontrara tan arrojado y compenetrado con aquellos hombres, que ya había logrado fueran compañeros y amigos. Lo que me producía satisfacción al verles rebosantes de orgullo, pues hasta Mintaka blasonaba de no haber contemplado nunca antes tan abundante y rico cargamento. Al ser tan parco en reconocer virtudes como en criticar defectos, sus palabras siempre tenían doble valor. Sobre el placer que todos experimentaban, se encontraba el sentimiento de que el esfuerzo que habían realizado diera el resultado apetecido de preparar un príncipe, y estoy seguro les complacía más que la esperanza de una rica ganancia, ya que les había prometido participar en partes iguales, sin distinción alguna. Si bien al final me demostraron que su cariño era superior a lo que había imaginado, pues voluntariamente incrementaron mi parte con lo que estimaron más valioso. Ante su orgulloso desprendimiento todos cobraron más valor ante mis ojos y mi corazón. No en vano mi padre me anticipara que serían los mejores compañeros que jamás tuviera, y también Mintaka los alabó cuando decidimos escogerlos.
Al finalizar la campaña de pesca, que más bien fuera de caza, estibada la mercancía en las bodegas, navegamos otros cinco días a lo largo de la costa, que se inclinaba al noroeste, por donde el sol quedaba colgado en el horizonte impartiendo una borrosa claridad, en busca del país de los bosques donde los hombres cazaban animales que poseían las más bellas pieles del mundo.
Mintaka me explicó la peculiaridad de aquellos salvajes, a los que nunca hombre alguno había conseguido ver. Desembarcamos, y nos acercamos hasta una cabaña situada cerca de sus poblados, donde depositamos, bien extendida y visible, la mercancía que pretendíamos venderles, y nos alejamos. Al siguiente día vimos, junto a nuestros artículos, el montón de pieles que estaban dispuestos a entregar a cambio. De no considerar suficiente el ofrecimiento debíamos dejar todo y marchar; podía ocurrir que las pieles hubieran sido incrementadas un día después, con lo que las llevábamos con nosotros. Si el pago se estimaba suficiente desde el principio, todo resultaba más sencillo y rápido. Pero nunca alcanzamos a vernos, ni se discutía palabra, ni se retiraba un solo objeto hasta aceptar cada parte, mediante este rito, el ofrecimiento de la otra.
Regresamos a Corona con tan abundante cargamento que resultara imposible aumentarlo sin poner en peligro nuestra supervivencia, pues no admitían las naves un solo fardo más sin grave riesgo. Fue lento el camino; hundidos en el agua los barcos caminaban como apesadumbrados, aunque nuestros espíritus rebosaran de contento por el éxito de la expedición. Y era yo quien sentía mayor complacencia, orgulloso del esfuerzo y del botín, aunque no pudiera compararse con el que consiguieran los que participaron en la aventura guerrera.
Pero aquel primer paso nuestro lo celebraron los compañeros de manera tan brillante que cantaban conjuntamente, al ensalzar mi valor, su propia gloria, al demostrar que, aun retirados para la guerra, poseían la fuerza de la raza. Cantaban en el salón comunal, entre regueros de hidromiel. Llegaron a embriagarse tan profundamente que algunos permanecieron dos días caminando por las nubes, en compañía de los dioses.
Mi mayor gloria consistió en aparecer por casa de la reina, justamente cuando su marido extendía ante ella y sus doncellas el trofeo conquistado en la guerra, espléndido y copioso, con la misma ceremonia que presenciara tantas veces. Del mismo modo comencé a amontonar a su lado gran cantidad de valiosísimas pieles cebellinas, armiños, zorros, martas, reno, oso, nutria, amén de marfil y abundantes pieles de foca y morsas, presente tan grandioso y digno que persona alguna de Corona contemplara antes reunido, lo que incluía a mi madre, aunque era fama que recibía fastuosos regalos y poseía un gran tesoro. Si bien nunca supe discernir si el pueblo aludía a objetos de plata y mercancías valiosas, o se referían a las grandes virtudes que le reconocían como reina.
Apenas si mi madre acertó, en aquellos momentos, a manifestarme su contento, mientras Mintaka se mantenía alejado en último término, sin intervenir. Pues su gloría había sido siempre la de pasar desapercibido y lograr fueran ensalzadas las hazañas de su pupilo.
Pero mi padre me arrastró al salón comunal, donde mis compañeros se ahogaban en cerveza e hidromiel, y allí estuvo abriendo barriles de aquella bebida de los dioses hasta que entre los presentes no quedó uno solo en pie.
Fue la primera borrachera de mi vida. Mi padre acababa de darme entrada en su mundo de héroes, y su orgullo no reconocía límites.
Mintaka continuaba a nuestro lado, sonriendo, sin intervenir.
Sabía que jamás modificaba el rey una decisión impulsiva, aun cuando íntimamente lamentara después haberla adoptado. Pero, amigo y consejero, el bardo se obligaba a expresarle su parecer, dándose con ello por satisfecho aunque no fuera escuchado.
Así lo hizo al conocer que el rey se proponía llevarme consigo en la próxima expedición de primavera.
«No permitas que el orgullo de la familia te empuje a una decisión prematura. Tu hijo sólo es mitad vikingo, y su desarrollo más lento. En cambio está llamado a ser un gran príncipe, pues es inteligente. Estoy seguro. Ahora podrías destruirle: todavía no ha matado su primer oso.»
«Ha matado, en cambio, ballenas. Ahora le corresponde matar hombres. Mis barcos están repletos de jóvenes guerreros, de menos edad, que ya han conquistado su gloria.»
«Y la de Haziel será superior a cualquiera de ellos, pero diferente. Nadie es capaz de adivinar lo que le tiene reservado el destino, pero está llamado a cumplir una gran misión: lo presiento.»
«La principal es integrarse en la familia, el grupo que le corresponde. Y eso hará desde ahora.»
«Piensa, rey: no es igual hacerle matar ballenas, incluso hombres, con el impulso de tu brazo, que tomar él la decisión de abrazarse a su primer oso y matarlo. Esto sólo lo hará cuando le haya llegado el momento de sentirse hombre, y no antes.»
Mi madre, como solía, le abordó más apasionadamente en el reproche.
«¡Deseas llevarle a la muerte!»
«¡Reclamo al hijo que me pertenece! Observa a los otros jóvenes: todos se esfuerzan por conseguir lo que ya tienen o han de poseer, conscientes de que nadie merece disfrutar lo que no ha ganado. Mientras que tu hijo dispone de un trotón, un corcel, esclavas para servirle, esclavos para cambiarle los trapos sucios del trasero, y hasta algún loco que mejor prefiere enseñarle música y ciencias que degollar a un valiente guerrero enemigo. ¿Qué puede esperarse del ánimo de un joven al que jamás ha faltado nada?»
«¿Ha de escatimarle algo su madre si dispone de ello?»
«Le has privado del estímulo de conquistar lo que cree merecer. De un palenque donde templar el ánimo, donde convertir su energía en provecho de la comunidad. Al disfrutar de todo sin esfuerzo sólo es una carga para los demás.»
«¿No te horroriza llevarle hacia la muerte?»
«¿Y qué es la muerte? Morir es tan sólo crear un círculo. Lo importante es que resulte útil y glorioso lo que quedó dentro. Reunirse en el paraíso con Odín es la mayor gloria que puede conseguirse si se muere con honor, como corresponde a un vikingo. Pues el que muere sin luchar solo servirá para criado del héroe. La gloria y la recompensa de los dioses está reservada a los esforzados. Un vikingo no tiene derecho a disfrutar más que aquello que consigue con su espada y su sangre.»
«No te justifiques con tus dioses paganos, Thumber, y atiende a las quejas de una madre: pues sé muy bien que persigues enfrentar a mi hijo con Avengeray para satisfacer tu odio. Y aquel gran rey no tendrá más remedio que matarlo.»
«Te engañas, como siempre. Nunca le odié ni deseé su muerte. Fue cruel matar a su padre, mas al ser mi primera empresa importante no podía desaprovechar la oportunidad de vencer al más famoso guerrero entre todos los cristianos. ¡Por el dios Thor que pasados los primeros momentos, nunca sentí orgullo de aquella hazaña! Aunque mi fama se extendiera entre los vikingos y los cristianos, y todos me temieran desde entonces.» Se levantó y dio unos pasos hacia la puerta, pero regresó, como acostumbraba: «Me has considerado siempre un salvaje, y cierto que lo soy. Compara tus modales con los míos. Pero eso no acrecienta tu razón: soy una fuerza natural que actúa según lo dispuesto por Odín. Aunque pudiera libremente rebelarme. Mas con cada acto estoy labrando el futuro que nos aguarda. Y esto es lo que te resistes a entender: que hasta el mal cumple una función en el pensamiento de los vastos dioses».
Aseguraba el bardo que estaba poblado de dudas y tenía razón. Algo incomprensible me resultaba la aureola de legendario que rodeaba a mi padre, pues que le conocía como esposo más bien encogido, siempre a la defensiva contra los constantes ataques de mi madre. Actitud doméstica que, a excepción del mismo bardo, nadie más conocía.
Me hacía pensar en la falsedad que supone crear imagen tan alejada de la realidad, que a mi juicio desacreditaba tanto al rey como a mi tutor, pues se dejaba arrastrar éste por el estro poético, quién sabe si por lisonja, con desprecio de la verdad. Con lo que se agigantaba el cúmulo de mis dudas, pues si desconfiaba de los que más próximos residían en mi corazón, ¿cómo iba a asentar mi firmeza interior? Nunca olvidaba el sarcasmo de la reina al asegurar que el bardo le inventara una genealogía de veinticinco reyes, que de haber existido no alcanzaría en realidad más allá de pastores y boyeros, y hasta quién sabe si alguno de ellos llegaría a herrero, pues memoria no había de tantos reyes. Y aunque desde niño aprendiera a no aceptarlo como oráculo, las palabras de mi madre siempre me proporcionaban amplia materia de reflexión, puesto que me descubrían dos mundos. Con lo que mis dudas se aumentaban, pues se acrecentaban con el caudal de las nuevas. ¿Por qué aquel divorcio entre palabras y hechos?
Parece que nunca se percataron mis padres del desconcierto que presidía mis sentimientos e ideas. Únicamente Mintaka, y sin duda que le preocupaba. Para aquella ocasión no me atreví a pedirle me acompañara, pues suponía una debilidad que debía ocultar. Pero sin duda que lo leyera en mis ojos y supe con oculta satisfacción que vendría. Mi padre debió de adivinar los motivos, aunque lo disimulara; sin duda le agradaría disfrutar una vez más de la compañía de su viejo camarada de armas, amigo y consejero.
Tan pronto como salimos al mar abierto, el rey pareció transformarse. Mandó desplegar las velas, y apareció el famoso y espantable dragón. También se despojó de la caperuza al que ostentaba en lo alto del codaste, que miraba al mar con una ferocidad y saña que encogía el espíritu. En aquel momento sentí que el rey adquiría la proporción de un gigante, y todos los guerreros, al recoger los remos y colocar sus escudos en las amuras de la embarcación, se disponían a secundarle, conscientes de emprender una gesta gloriosa. Cierto que se había producido una metamorfosis y que se me aparecía como el mismo dios Thor, cabellera y barba rojas, musculoso, atlético. Era fama que también se excitaba con facilidad, y desplegaba entonces un torrente de energía en el combate, aunque conservase la mente serena. Tan temible resultaba en sus estallidos de cólera como bondadoso y compasivo con los hombres, como bien se reflejaba en sus discusiones con la reina, donde bajo su apariencia ruda y grosera se adivinaba un fondo de bondad y tolerancia. Quizás representase un modelo donde los vikingos se reconocían a sí mismos, ayudado por el arte de Mintaka al convertirle en arquetipo. Una bondad que cualquier vikingo se avergonzaría de confesar; al contrario, lo ocultaría como una afrenta, y se disfrazaría con el rostro vigoroso, cruel, espantador, de la ira salvaje.
Unido a la vibrante y espléndida impresión que me inundaba, iba acrecentándose el placer de sentir el leve deslizar del Dragón Flamígero sobre las ondas, que parecían encogerse para permitirle el paso. Tan velozmente se impelía sobre la tersa superficie del mar que olvidé las sensaciones que me produjera el estar embarcado en la lenta y pesada konora, como si mi memoria permaneciera virgen de esta experiencia: tan nueva y sensacional la encontraba. Se me aparecía nerviosa y sensible como una gacela; tan ágil como los delfines y gaviotas, rozaba el mar sin hundirse. Recordaba cómo mi padre cantaba sus excelencias, orgulloso de no llevar un solo clavo de metal, sino que lo eran de encina, de igual madera que estaba construida, sujetas las planchas a las cuadernas con varas de mimbre para que no perdiese aquella elasticidad que le permitía acoplarse a la forma de las olas y absorbía sus movimientos sin estremecerse ni oponer gran resistencia.
Mi padre parecía entretenerse en conversar con los setenta guerreros que nos acompañaban, luego de comprobar que los otros veinticinco barcos seguían el rumbo con facilidad. Aparentemente al menos se desentendía de mi persona. Permanecía yo junto a Mintaka, que gobernaba el timón. Me pidió lo empuñase y destacó que desde entonces marcaría el rumbo de toda la escuadra, pues que todos seguían a la dragonera real. Recordaba las enseñanzas recibidas de mi tutor cuando el sendero de las ballenas, más las nuevas orientaciones que ahora me procuraba, y así pasaban las horas.
Después de la comida, regada con vino, comenzaron a embromarse los guerreros, animados por la excitación de la aventura y la monotonía del prolongado viaje. Los jóvenes pronto rompieron con sus bravuconerías destinadas a impresionar a los demás, y sin duda para sugestionarse ellos también. El mismo rey los excitaba. Entonces surgió el gran desafío. Los veteranos empuñaron los remos y los sacaron por las chumaceras, y así los mantenían horizontales sobre el agua, lo que formaba una larga hilera de troncos de pino que alcanzaba los tres cuerpos de largo. Uno tras otro los nuevos saltaron de remo en remo, descalzos, entre gritos de ánimo y exclamaciones de alegría. Alegría que se había contagiado a todos los barcos, próximos en la navegación, pues que la voz llegaba de unos a otros, y ningún joven guerrero rehusaba participar en el desafío. Se llegaba al paroxismo cada vez que uno completaba el pase sin fallos, lo que le suponía categoría de bravo. Era de ver cómo el que fallaba y caía al agua se aferraba al remo para ser izado. De no conseguir asirse nadie se preocuparía de recogerle; la mar se le convertía en sudario. Esta idea me espantaba. Y no por miedo a la muerte, que la porción vikinga de mi ser despreciaba, sino por la crueldad de un tal destino, afrontado por todos sin atisbo de preocupación.
Cuando un guerrero perdió el pie y cayó al agua, y sus esfuerzos resultaron inútiles para alcanzar el remo, quedé sobrecogido al contemplar cómo se alejaba, sin pedir auxilio, sin un grito ni una palabra. También los remeros permanecieron indiferentes, o al menos lo aparentaban, y la fiesta prosiguió.
A poco me habló Mintaka:
«Comprende que el rey espera, exige más bien, que su hijo sea más valiente y sacrificado que los demás. Y que los jóvenes guerreros no te darán ninguna facilidad: antes al contrario, se esforzarán al máximo y mantendrán un reto permanente. Porque su orgullo es, cuando menos, igualar al príncipe, pues se supone que has de ser tú el más valiente entre ellos, al igual que tu padre entre los experimentados veteranos.»
Era cierto. Notaba que la actitud de los saltadores constituía un desafío, mientras los demás me contemplaban expectantes. No menos interés debía de existir en el rey, que ni una sola palabra había pronunciado, absorto en gozarse del valor de los guerreros. Imaginaba los pensamientos de mi padre y me entristecía, pues me sentía inseguro y de nadie desconfiaba tanto como de mí mismo. Por lo que me resultaba imposible aceptar la competencia que para mi porción de cristiano carecía de sentido. Pensaba que poco me importaría perder la vida cuando la acción lo justificase, pero de este modo inútil no representaba la culminación gloriosa de una existencia, sino el fracaso de la vida misma.
El centeno con que hacíamos nuestro pan era producto de la muerte de la planta, una vez llegada a su cénit. Del abismo de mi soledad me sacó Mintaka, como solía, pues parecía leer mis pensamientos.
«Esos jóvenes guerreros tienen sobre ti una ventaja: sólo conocen un camino, que recorren sin vacilar, convencidos de encontrarse en lo cierto. No soportan complicaciones espirituales de ninguna índole: se sienten felices matando y muriendo, según el orden de los valores que han aprendido. Mientras que Haziel se debate entre dos campos irreconciliables: yo también estuve plagado de dudas.»
«¿Y las resolviste?»
«Medité cuál era mi sendero, me así con toda la fuerza a mis convicciones y marché adelante sin permitir que nada desviara mi ruta. Puedes descubrir al final que te has equivocado, cuando ya no queda tiempo para rectificar. Es el riesgo que se corre, además de amarguras que deben soportarse. Pero aun así, sólo tiene posibilidad de ser feliz quien se siente fiel a sí mismo.»
Aquel verano descartó el rey cualquier ataque al País de los Cinco Reinos -quién sabe si por los temores de mi madre-, y nos dirigimos a la tierra de los francos, donde nos adentramos por un hermoso río hacia el interior. La primera acción en que participamos se desarrolló de un modo fulminante, y nunca podré olvidarlo. Se escogió como blanco un famoso monasterio hasta entonces inviolado. Tan rápido se llevó a efecto el ataque que gran cantidad de monjes encontraron la muerte en sus propias celdas, atravesados por las espadas de los jóvenes guerreros, cuyo empeño principal era matar, mientras los veteranos se ocupaban con preferencia de recoger botín, saqueando el templo y cuanto tuviera valor.
Observaba que los mayores sólo mataban al encontrarse frente a un enemigo, mientras que los jóvenes no establecían diferencia y degollaban a todo ser viviente; una orgía de furor y de sangre. Como si precisaran demostrarse a sí mismos que en su rabiosa locura no aceptaban freno alguno, ni existía fuerza capaz de contenerles, ni a hierro ni a fuego. Es probable que algunos frailes no acabaran de enterarse de cuanto sucedía, cuando ya nos encontrábamos en los barcos, río arriba.
Imposible describir la repugnancia que sentía. Mintaka lo adivinaba; pendiente de mis actos, advertía mi pasmo ante lo que contemplaba. Se hallaba presente cuando pregunté a mi padre si consideraba necesario degollar a los indefensos religiosos, y me replicó:
«Si no llegas a infundir un miedo espantoso a tus enemigos, todo nos costará más esfuerzo y disgustos.»
No me resultaba comprensible que existiera justificación para un tal comportamiento. Pensaba que era justo pelear para conquistar el botín, y que matar solamente correspondía cuando nos enfrentásemos con un enemigo armado que a su vez nos atacara. Y así era como actuaba, por lo que en el asalto al monasterio ni siquiera se manchó de sangre la hoja de mi espada.
Durante el transcurso del verano fuimos arrasando las márgenes del río, y nos adentrábamos en los territorios circundantes cuando se presentaba ocasión favorable. Incendiamos y matamos a cuanta gente tuvo la desgracia de encontrarse a nuestro paso. Tampoco asesiné a ninguno de aquellos campesinos, mujeres, niños, animales. Después de llevarnos los víveres -especialmente buscábamos carne-, todo cuanto había sobre el terreno era destruido.
Al no vislumbrar, conforme pasaba el tiempo, posibilidad de reunir un rico botín por aquellas tierras, expuse a Mintaka mis dudas sobre la efectividad de nuestras acciones. Con una sonrisa comentó que en breve tendríamos dos ejércitos enemigos a la vista, uno a cada margen del río, con pretensiones de cerrarnos el paso. Nosotros montaríamos nuestro campamento en una isla cercana más arriba, cuya posición resultaría infranqueable para el adversario. Y como arguyera contra el plan, pues tampoco comprendía cuál pudiera ser nuestro beneficio, añadió que el rey pretendía fuéramos tan gravosos que se vieran obligados a ofrecernos tributo. Como sucedió finalmente. Después de mucha discusión aceptaron pagarnos 14.000 libras de plata por abandonar el territorio.
Entre tanto nadie pudo salvar a los trescientos soldados que habíamos hecho prisioneros, a los que degollaron cuando se encontraban maniatados, hazaña que resultó decisiva para que nos fueran entregadas.
Con todo, la presa resultó más cuantiosa de lo que cabía esperar, y regresamos a Corona cuando el mar comenzaba sus barruntos de invierno, pues el enemigo demoró el pago con la esperanza de que abandonáramos voluntariamente. Ilusión que frustró el rey al realizar aparentes preparativos para invernar la isla, pues su astucia no tenía parangón.
La única sombra en aquella expedición, calificada por todos de gloriosa, se encontraba en el príncipe Haziel, al que todos contemplaban con el enojo que produce la presencia de un cobarde. Pues ni a los ojos de los guerreros ni a los de mi padre había demostrado interés en secundar las acciones de guerra, donde demostré tan escaso arrojo que, si no con las palabras, sí me escupían por los ojos su desdén. Pues es el mayor baldón que puede caer sobre un vikingo. Todavía más grave en mi caso, obligado a dar ejemplo, en especial a aquellos jóvenes que habían derrochado desprecio hacia su propia vida, cuyo orgullo hubiera sido verse aventajados por su príncipe.
El enojo debió de sellar los labios de mi padre. Ni una palabra me dirigió, de tal modo se sentía humillado y herido. Sólo permanecía a mi lado Mintaka, que procuraba consolarme con su presencia, mitigar mi sufrimiento. Pasaban largos ratos juntos el bardo y el rey, apartados de los demás guerreros, en una conversación que nadie escuchaba. Yo me refugié en la cofa; apenas bajaba a comer. Allá arriba, aislado del Dragón Flamígero y rodeado de toda la flota, que navegaba próxima a la nave real, me sentía fuerte. Mas cuando pisaba la cubierta, al nivel de los remeros, me encontraba confuso.
En Corona se extendió la noticia con rapidez. Hasta los esclavos comentaban la incalificable conducta del príncipe. Los mismos que al regresar del viaje de las ballenas me rodearon con preguntas y curiosidad por conocer detalles de mi experiencia, alabada y agigantada por los viejos guerreros que me acompañaron entonces, corrían ahora en otra dirección. Los mayores ni me saludaban. En el salón comunal blasonaban los jóvenes de su gloria, bañados en hidromiel, y escupían todo su desprecio hacia el príncipe, al que algún día habrían de confirmar o rechazar como rey en la Asamblea. Se sentían avergonzados. ¿Cómo iban, pues, a confirmarme? Ante tal deshonor se rumoreaba que la estirpe pudiera rechazarme de su seno, lo que me convertiría en un hombre prófugo, despreciable, al nivel de un esclavo, al que cualquiera podría matar sin que nadie le exigiese el tributo de sangre, antes bien sería proclamado como un vengador de la vergüenza caída sobre el pueblo.
Ante el desconsuelo que me embargaba, acabé visitando a mi madre:
«Si estos salvajes llegaran a realizarlo, todavía perteneces a otra estirpe real más gloriosa, que te acogerá con júbilo.»
«No puedo vivir de vuestra nostalgia, madre, y la estirpe que me recordáis es como si no existiera. Pensar ahora en ella representaría volver atrás en el tiempo. Entended que me importa el presente, pues que influye directamente sobre mi vida, aquí y ahora. Y, además, sobre el futuro.»
Después comenté a Mintaka que consideraba cruel la respuesta dada a mi madre:
«No os avergoncéis de ese sentimiento, aun cuando entre vikingos no pueda proclamarse con orgullo, sino más bien bochornoso. Pero no desesperéis: analizaos, fortaleceos en vuestros convencimientos y caminad por ellos con decisión. Sabed que el rey y yo nos hemos reunido con los jefes de la estirpe, a los que hemos convencido de que resulta todavía prematuro adoptar medidas graves. Se os concede, pues, un año más. Ningún hombre sensato cree que el hijo de Thumber pueda resultar un cobarde.»
Me causó gran alegría la noticia y me confortó. Las palabras de Mintaka siempre obraban como bálsamo. Ningún otro hombre, de cuantos me eran conocidos, podía igualársele en sabiduría.
También me comunicó que el rey había marchado a diversos puntos del reino para entrevistarse con los personajes influyentes, antes de la Asamblea, a propósito de ciertos difíciles asuntos de Estado que ya dieran origen a disensiones y peleas durante nuestra ausencia. Aunque la reina interviniera con prudencia y acierto, como le era propio, para evitar que el daño fuera mayor. Y mientras Mintaka ensalzaba las habilidades de Thumber para componer amistades destruidas y reconstruir el concierto entre los contendientes, le imaginaba cabalgando sobre su gigantesco corcel zaino, que precisaba ser muy resistente para soportarle con su descomunal estatura, ostentosa con aquel su atuendo del que mi madre se reía, y que él gustaba llevar pues que le destacaba entre todos, armado de escudo, espada ricamente taraceada en la ancha hoja franca de dos filos y rematada con empuñadura vikinga, la larguísima lanza cuya hoja mostraba igualmente taracea de filigrana de plata y cobre, y la doble hacha, en cuyo manejo era tan diestro que la fama proclamaba usarla con la misma sabiduría que el dios Thor su martillo, pues cuando la lanzaba, después de degollar al enemigo, regresaba a su mano. Nunca pregunté a Mintaka si era invención suya o de las gentes, que suelen añadir detalles a las leyendas para identificarlas con su sentir. No de menor mérito eran el arco y hasta las flechas, de tal modo que todas sus armas se distinguían de las de cualquier otro. Por ello no tenía dificultades en recuperarlas después de la batalla, pues siempre le eran devueltas. Y ocasión hubo en que, encaprichado el enemigo por su magnificencia, las recibía de mi padre como regalo, pues también le gustaba ostentar su riqueza, y mandaba forjar otras nuevas.
Al regreso encontré su rostro iluminado con una mueca burlona y divertida. Me sorprendió gratamente, después de haber soportado el fruncido ceño anterior.
«He decidido que dejes de vivir bajo el techo de tu madre. Mira aquella casa: desde hoy es tuya. Te pertenece, con todo lo que hallarás dentro.»
Una espaciosa vivienda de troncos de abedul, con hogar de piedra en el centro, largo salón y numerosas habitaciones.
En cuyo interior, al encuentro de mis pisadas, apareció una hermosa muchacha de quedos pasos, los ojos glaucos sorprendidos, larguísima y abundante cabellera como nunca antes contemplara en ninguna mujer, corta la camisa, desnudo el hombro, altas botas de cuero, adornada la cabeza con una cinta por la frente, radiante en su belleza, gacela en la timidez.
«¿Cómo te llamas?»
«Aludra, Cabellera de Fuego.»
Observé que había bajado los ojos y los mantenía fijos en el suelo, quieta, esperando.
«¿Quién te ha traído aquí?»
«Vuestro padre pagó por mí cuatro onzas de oro. Me trajo para ser vuestra concubina. Ahora estaba disponiendo la alcoba. Soy vuestra esclava: podéis tomarme cuando gustéis.»
Sonaba vacilante su voz. Le notaba un gran esfuerzo en pronunciar aquellas palabras. Sin duda sentiría gran temor, aunque trataba de disimularlo. Debía de ser natural en una doncella criada con mimo por su madre, al resguardo del hogar, enfrentada inesperadamente con una entrega material, sin amor. Aunque apareciese resignada por lo inevitable de su destino.
A los ojos de mi padre, Aludra era carne de placer, una esclava sin alma. Para las creencias de mi madre, un ser semejante a nosotros, con alma y espíritu. ¿Qué era, pues, realmente Aludra? ¿Qué era, en definitiva, yo mismo?
Tan delicada, su espléndida belleza me resultaba excitante, de seguir mis impulsos, pues la sangre se me había concentrado en el corazón, la hubiera arrastrado al lecho, despojado de su liviana ropa y poseído. Su condición de esclava le impedía oponerse y, de ser cierta la creencia de mi padre, hasta se hubiera sentido satisfecha. Pero si era mi madre quien tenía razón, y contaba con nuestros mismos privilegios, debía ser tan dueña de su destino como nosotros mismos. Con derecho a entregarse por amor cuando lo deseara. Tampoco, dominado mi primer impulso, podía aspirar a nada que no fuera su voluntad y cariño. De otro modo ella hubiera acabado odiándome. Aunque mayor todavía, mi propio desprecio.
«¿Qué edad tienes?»
«Diecisiete años, príncipe. Mi madre me ha vendido virgen.»
La aceleración de mi sangre, y la avalancha de confusas ideas que me embargaba, se confundía en mi mente con el eco de la risa sardónica de mi padre, que se estaría imaginando el desenfreno de mi pasión, la debilidad de mi voluntad para resistirme a los encantos que había colocado en mi mano.
«¿No os satisface encontraros aquí?»
La muchacha era sincera; podía leerse en sus palabras tan claro como en su mirada.
«Me invade una gran vergüenza. Pero el hado manda en todos nosotros. No hagáis caso: tomadme cuando os parezca bien.»
Me sentí incapaz de aumentar su aflicción. Mi padre hubiera gritado insultos de conocer mi debilidad.
«No temas, Aludra -dije mientras acariciaba su larguísimo cabello de fuego, que al moverse despedía los destellos de una llamarada-: Te prometo no violentarte: te tomaré cuando tú lo desees.»
Me sentía generoso y cortés en su presencia delicada y bella. Mi padre lo hubiera llamado cobardía. Mas no lo sentía yo así: era ternura, que debía esconder por impropia de un vikingo. Quizás la única persona que pudiera comprenderme fuera mi madre, pero no cabía desobedecer a mi padre visitándola. Me encontraba realmente solo. Pues sentía un indescifrable sentimiento de pudor ante la idea de expresar a nadie mis íntimas sensaciones por primera vez atisbadas, que ni yo mismo llegaba a comprender.
Esperé muchos días. Y noches, en que se aceleraba mi pulso, enfebrecido por la esperanza de ser llamado, lo que llegaba a angustiarme, hasta sentir el impulso de quebrantar mi promesa y penetrar en la alcoba, a cuya puerta llegaba vacilante, y de donde me hacía volver la vergüenza. Lo que más me importaba entonces era mi propio respeto.
Aludra parecía haber renunciado a sí misma, transformada en una perfecta esclava. Me servía como la más dulce de las doncellas, cuidadosa del menor detalle, y me rodeaba de toda la atención que pudiera exigirse, y aún más allá. Sus ojos glaucos penetraban en lo más recóndito de mi pensamiento. Pero yo desconocía su decisión. Y aunque llevaba semanas en la casa, sin pisar el exterior, mi situación era la del primer día. Hasta que con una sonrisa triste habló y parecía lamentar sus palabras:
«Si os pesa vuestra promesa, príncipe, rompedla. Pero no me pidáis satisfacción. Me siento humillada ante las demás mujeres, cuando en la fuente recojo agua, dondequiera las encuentre. No se recatan en su desprecio. Os llaman cobarde. Indigno de permanecer en vuestra estirpe. Y se mofan de mí.»
Lo imaginaba. No constituía sorpresa alguna: sólo la confirmación de lo que sospechaba. El desprecio de mi padre, la burla de los que fueron amigos y compañeros, todos los cuales habían matado su oso y exhibido la piel y sus heridas en la sala comunal, ante todos los guerreros, bañadas sus heridas con el rocío del hidromiel generoso, néctar de los dioses. Los razonamientos y consuelos de mi madre, a pesar de todo, me dejaban inerme y desconsolado.
A pesar de haber sido vendida, mantenía Aludra el espíritu de mujer libre. Era este convencimiento el que me atenazaba y angustiaba, más que mi propia condición. Porque en ella contemplaba el reflejo de un alma gemela. De otro modo, ¿cómo hubiera sido sensible al amor reflejado en la serenidad de sus ojos, en el espejo de sus dulces palabras, de sus ademanes, en sus pupilas rebosantes de cariño? Aludra era semejante a mí. Como debían de serlo todos los esclavos. Si mi padre era realmente un bárbaro, resultaba comprensible, pero, ¿y mi madre, que se servía de los esclavos para aumentar su patrimonio, y todavía los despreciaba?
Trataba de razonar. Nada me importaba tanto, en aquellos momentos, como Aludra, atormentada en su intimidad. Humillada y ofendida por las demás esclavas de Corona, por ninguna de las cuales habrían pagado más de dos monedas de plata, pero orgullosas de las hazañas de sus señores. Al pagarse por ella cuatro onzas de oro, sólo faltaba a Aludra superarlas también con el mejor de los señores. Porque su orgullo, como el de las demás esclavas, se medía en forma semejante al de las mujeres libres, que reflejaban la fortuna de sus maridos con el número de collares.
No recuerdo cuánto tiempo más transcurrió. No había bebido, mas mis pasos eran vacilantes cuando finalmente me marché, revueltas las ideas, sin pronunciar palabra, mudo ante aquella muchacha que se había postrado ante mí, de rodillas, sollozante, inundados de lágrimas los ojos. Actitud tan natural en una esclava como humillante para una mujer con alma como lo era Aludra, que sin duda hubiera preferido morir para no soportarlo, si no entrañara perderme. Muy grande debía de ser su amor para continuar viviendo.
Era la vergüenza de mi padre y de mi estirpe, el dolor de mi madre, la preocupación de Mintaka, el desprecio de todos los habitantes del reino. Y sin embargo comenzaba a sentir mi propio respeto. Solamente me turbaba el dolorido amor de aquella muchacha que deseaba entregarse con honor, pues también ella debía de sentir su propio respeto.
Pienso que, de no ser mi padre tan ostentoso, o la fantasía del bardo menos exuberante en inventarle tan larga genealogía, según era opinión de mi madre, me hubiera resultado más sencilla la tarea. Pues la rabia que me poseyó se habría satisfecho con menos esfuerzo y tiempo.
Mientras los guerreros de Corona se consideraban obligados a matar un oso para lograr el bautismo de bravura, un segundo antecesor de mi padre quiso superar a su precedente y mató dos. Derivó en el establecimiento de la rivalidad en cada uno, por lo que el siguiente acabó con tres, y fue en aumento la tasa hasta que mi padre, según era fama proclamada por Mintaka, hubo de rematar diez. Tan soberano esfuerzo vino a ser, con certeza, el basamento de su leyenda, uniéndole en principio a la figuración del dios Thor, con el que le emparentaban.
El furor por todas las humillaciones sufridas se incrementaba con las últimas de la dulce y dolorida Aludra, que me empujaban con tal ímpetu que ya no aspiraba a igualar a mi padre, ni siquiera a superarle según la tradición con un oso, sino que era preciso establecer una diferencia que me colocara fuera de toda posible duda: estaba dispuesto a matar doce osos. Me lo juré a mí mismo. No me conformaría con menos, aunque en el intento me fuera la vida. Porque era llegado el momento de caminar con la frente erguida y los ojos retadores, o humillarse, si seguía viviendo. Y la vida se me estaba tornando tan cruel que me resultaba insoportable.
Un geniecillo prudente, que todavía sembraba dudas en mi interior, me proporcionó vacilaciones algún instante, y me obligó a reflexionar que la tarea parecía superior a mis fuerzas. Mas esta consideración acabó por servirme de acicate, pues si en fortaleza física había de reconocer la superioridad de otros guerreros, no admitía que nadie poseyera un espíritu superior. Me empeñaría en una proeza tan digna que todos sin excepción, incluso Aludra, sintieran admiración sin necesidad de recurrir a las palabras, y a la vez me llenase de orgullo.
Bien meditado el propósito en el transcurso de los días y las noches, busqué a Mintaka:
«Me guardas el secreto: nadie más lo sabe. Si no he vuelto en un año ejecuta este documento que te entrego. Pero ningún otro debe saber adónde he ido. Solo tú: voy a matar mi oso.»
Sonrió el bardo mientras trataba de contener un primer impulso, y al fin se decidió, estrechándome fuerte contra su poderoso pecho:
«Los dioses te protegerán, príncipe.»
Mucho tiempo es un año para matar un oso, debía de pensar, mas no exteriorizó su sospecha, si la tenía.
Tomé las riendas de mi corcel y las del caballo de carga, este último con una trailla de catorce perros atados al borrén de la silla, y emprendimos la marcha hacia el fabuloso Congosto del Príncipe, lugar de caza secreto y reservado, donde la estirpe real penetraba para matar su oso, desconocido el lugar por cualquier otra persona del reino, según cantaba la fama hecha verso por la inspiración de Mintaka, el de la Palabra Mágica.
Cuantos me vieron partir comprendieron que me impulsaba una determinación, aunque la desconocieran. Resultaba evidente por las armas, colocadas por mis esclavos sobre el corcel, el hacha, el arco, la lanza, el escudo, y el cargamento sobre el lomo del caballo auxiliar, más los perros ladradores cuya excitación pregonaba mi paso, pues avezados a la caza venteaban la aventura.
No me importaba abandonar Corona ante la expectación de los curiosos, intrigados por adivinar qué nuevas ideas habría concebido mi cerebro. Dudarían del resultado de lo que pudiera emprender, pues precisamente motivo de burla para el pueblo era suponer que mi debilidad provenía de pensar mucho, del estudio, la música, las ciencias, y escribir runas. «Cuando se leen libros tan gruesos, se acaba por no creer en los dioses», habían sentenciado. Durante los tres días de camino, en que debía abrir senderos por las laderas, cruzaba valles y escalaba montañas por los vados y puertos, me apoyaba en el esfuerzo de los caballos y los perros que, sueltos, nos seguían. Me acudían los recuerdos de palabras y actitudes, y ninguno me resultaba grato. El rey, espoleándome con su desprecio; mi madre humillándome con sus miedos, cuyas raíces parecían brotarle del inconsciente, como si llevase dentro de sí un mundo que a los demás nos era ignorado: misterio de un alma ausente, que solía referir Mintaka. El mismo bardo era
la única persona que intentaba comprenderme, mientras yo mismo me sorprendía al desconocer lo que era o deseaba, con sus palabras impregnadas de sabiduría, y sobre todo sus silencios acogedores y elocuentes. Más le amaba que a mis padres. Y no me sorprendió aquel sentimiento al encontrarlo escrito con claridad en mi corazón.
Mas, ante todo, era Aludra quien llenaba ahora el fondo de mi ser. Desconocida antes, brotaba su imagen ante mis pupilas, y hube de reconocer, tras sincero y profundo examen, que era el motor de mi decisión. Me percataba de que no por mí, sino por lavar su dolorida humillación, darle sentido a su noble y amorosa confianza, emprendía aquella hazaña temeraria que habría de situarme ante la gloria, en vida o en muerte, pues que la fama la pregonaría. Imposible me era continuar viviendo como cobarde pues representaba la anulación de mi bella Aludra, quien ahora guiaba mis pasos en forma de una nube blanca en el horizonte, que tomaba formas distintas: un copo de lana, un pájaro, un ave fénix, una sirena, un águila.
Y cuando se enseñoreó de mi alma la idea de que mi muerte significaría la vida de Aludra, me pareció incorporarme al seno de la naturaleza. Como un halcón que recorriera los campos lejanos para descubrir si existía algo distinto y regresara de nuevo al posadero, en aquel bosque donde un manto húmedo y lechoso envolvía las formas de la tierra, tan ceñido que las copas de los árboles emergían como hongos sobre la niebla. Allí donde en el ocaso, al ocultarse tras la catedral de las nubes sueltas, producía el sol una roja llamarada que incendiaba el poniente.
Conforme identificaba las señales que me llevaban al santuario crecía mi incredulidad acerca del mito, quizás imaginado por el bardo, o cuando menos modificado de tal forma que sería irreconocible en la realidad. Especialmente la leyenda del gigantesco oso, que ninguno de los que me precedieron fuera capaz de matar a pesar de perseguirle con ahínco, pues tantas eran las cicatrices que ostentaba que no le quedaba espacio en la piel para otras nuevas, destinado por los dioses a probar a los príncipes que su bravura y poder tendría el límite que la divinidad le impusiera. Pero no otro límite humano, como subrayaba Mintaka al cantar la hazaña en el salón comunal, transformado en semidivino por la fuerza del hidromiel. ¿Se hallaría él más cerca de los dioses, escondidos en su morada de la cumbre de la negra peña de Corona, que los demás hombres? ¿Dónde se encontrarían aquellos reinos que decía haber recorrido? En los que había un bostezador para infundir sueño cuando las preocupaciones desvelaban al rey. Y un hombre risueño para inspirarle felicidad cuando se encontraba triste. Y otro plañidero con abundante llanto para acongojarle cuando sucedían las desgracias ajenas. Más otro hombre gran comedor para estimularle el apetito a los desganados, junto al que apenas comía, con gran repugnancia, para que dominasen la gula aquellos que, bien alimentados, convertían la comida en una fiesta.
Me detuve ante el estrecho que dos montañas guardaban como puerta del secreto santuario, un extenso valle salpicado por redondas montañas, tupido bosque cubierto el suelo de matorral, rocas diseminadas; barrancas y murallas cortadas a pico lo convertían en un circo gigantesco y atormentado, sin más comunicación con el exterior que aquella puerta que al fin me atreví a cruzar para adentrarme en el arcano misterioso. Donde moraba el gran desafío. Y como la orientación me resultaba exacta, pronto encontré la cueva que sirviera de refugio a mis antepasados, amplia y extensa: comprendía varias cámaras en el interior de la montaña, en las que se apreciaban los restos de las anteriores permanencias, utensilios, armas, lugar para el fuego, para dormir, y restos podridos.
Si la leyenda era cierta, todos aquellos residuos debieron de ser abandonados por mi padre. Le reproché que fuera tan desconsiderado al no prever que sería su hijo quien le sucediera en el empeño, pues que me llevó trabajo y tiempo acondicionarlo todo, pues pensaba que mi estancia no resultaría corta, según la empresa que me proponía.
Me sobrecogió un cierto presentimiento de no encontrarme solo, aparte los caballos y los perros que alojé en el interior de la cueva, ya que el recinto, al ser sagrado, debía de albergar los espíritus divinos que sin duda se aposentarían con cada huésped para ayudar al héroe si lo merecía, o precipitarle en el fracaso si flaqueaba su ánimo.
Tal lo encontraba como me fuera descrito, el riachuelo, las sendas, el cielo, el bosque, las cárcavas y los riscos, salvaje e impresionante el lugar. Vinieron a mi memoria los esclavos, pues hora realizaba la tarea que a ellos correspondía. Mas todos los príncipes lo afrontaron igual, sin ayuda humana, solos ante la naturaleza, las fieras y los dioses. Para que fuera medida la capacidad del héroe sometido a prueba. Recogí leña que apilé en la cueva, heno para los caballos, y salí con el propósito de conocer el entorno y procurar carne para mí y los perros. Era necesario acopiar alimento si quería disponer de tiempo para dedicar a la caza de osos, que era tarea lenta y arriesgada que precisaba calma y paciencia, si debía conseguir tal número como pretendía. No menos importante resultaba reunir hierbas medicinales, cortezas de árboles y grasa de los animales muertos, fabricar emplasto con que sanar las heridas que me infligirían mis enemigos antes de rendir la vida. Que no esperaba vencerles sin graves daños, si es que no alcanzaba a dejar la vida entre las zarpas de alguno. Y si me encontraba herido mal podría entonces preparar ningún remedio.
Concluidos los preparativos, tras varios días de intensa labor, pude disponerme para la tarea que me había traído. Acompañado de la jauría, que siempre me seguía en la caza para conseguir carne, armado de arco y flechas, la lanza y el cuchillo, comencé a explorar el territorio para conocer los senderos y guaridas de mis enemigos. Empleé en ello muchas jornadas hasta familiarizarme con el entorno, aprender los lugares que frecuentaban, el remanso del río que les era preferido, las cañadas por donde bajaban de la montaña, hasta descubrir que usaban unas costumbres fijas, como cualquier humano. Bien me lo advirtiera mi padre tiempo atrás cuando me habló de este santuario que algún día habría de visitar, aunque también Mintaka cuidara de ponerme en antecedentes, cuyo conocimiento resultaba ahora precioso.
Más de una semana llevaba ocupado en estos menesteres cuando me sentí dispuesto a acometer la lucha. Tenía el propósito de que cada oso recibiera una sola herida en el corazón. Preciso era por consiguiente proceder con sumo cuidado, con templado ánimo y paciencia. Con tal decisión escogí el primero y me puse al acecho. Tras algunos días supe de sus hábitos cuanto era posible, mientras contenía mi impaciencia por enfrentarme a su poderosa musculatura. Fue un momento glorioso aquel en que, encarándole súbitamente, le arrojé la lanza desde dos cuerpos de distancia en busca de su corazón. Vaciló, bramó, todavía tuvo fuerzas para sacudir el aire con sus zarpas en busca de enemigo a quien clavarlas, en un intento de defender aquella vida que se le escapaba, y cayó fulminado. Hube de despellejarle cuidadosamente, separando los trozos de carne más provechosos para los perros, transportar todo a la cueva. Pasé la tarde rascando la piel para eliminar la grasa, y sujetarla a un bastidor donde se mantuviese estirada; después la embadurné con la corteza de árboles que había molido para la curtición. Una vez secas grabaría el cuero con runas que relataran los incidentes del trofeo. Pensaba hacerlo con todas, para que cada una pregonase su propia historia.
Tuve que moderar mi optimismo, pues no debía descartar que otros enemigos podían quitarme la vida, o cuando menos desgarrarme las carnes en el combate, pues eran fieros, pesados, con fabulosa fuerza, capaces de troncharme el tronco si llegaban a alcanzarme. Y no era posible atacarles con flechas desde lejos; ningún mérito encerraba el procedimiento. Aun la lanza debía arrojársela desde muy cerca, de tal modo que en algún caso recibí un zarpazo en el hombro, o en un brazo, lo que me causaba gran complicación, pues existía la necesidad de acopiar alimento para caballos y perros, y para mí, mientras las heridas llegaban a inmovilizarme bastantes días.
Más de dos meses iban transcurridos y la primavera se presentaba radiante y cálida. En la cueva se contaban ocho pieles, las últimas sujetas en el bastidor, y en mis carnes once cicatrices, alguna todavía dolorosa, cubierta con el remedio que preparé oportunamente. Y aunque no podía examinarme en conjunto, mi aspecto había variado, pues a pesar de los baños aparecía sucio, los cabellos revueltos, destrozadas las ropas por virtud de las zarpas de los osos y los agudos riscos y pedregales por los que había trepado y caído. Mis esfuerzos resultaban así superiores a los de cuantos guerreros se ufanaban en el salón comunal; sin duda que Mintaka hubiera sonreído orgulloso y complacido. Aunque mis humillaciones habían sido tan profundas y continuadas que no me sentiría satisfecho más que llevando la tarea a término. Estaba dispuesto a proseguir, para lo que me vi en necesidad de recobrar fuerzas mediante la recuperación de las heridas y fatigas, por lo que cuidaba especialmente de alimentarme y descansar. Aun así no me era posible guardar tanto reposo como fuera necesario, obligado a cazar para los perros, llevar los caballos a que pastaran, amén de amontonar heno en la cueva, pues no siempre me era posible sacarlos.
Cuando el vigor retomó a los músculos reemprendí las salidas, en compañía de la jauría, cuya ayuda me resultaba valiosa. Sabían lo que perseguíamos y cada vez se conducían con mayor sabiduría, lo que nos facilitaba la localización de las presas. Ellos y yo habíamos aprendido tanto de los osos como, seguramente, los osos de nosotros.
Hasta que inesperadamente, llegó el gran día. Apenas nos habíamos alejado seiscientos pies de la cueva cuando escuché los ladridos anunciadores de la proximidad del enemigo, y a poco regresaron algunos canes moribundos, destrozados. Los ladridos y los gruñidos de la fiera formaban un concierto espantoso, sobrecogedor. Cuando a la carrera llegué al calvero me sorprendió la figura de un oso como jamás había soñado: dos cuerpos de alto, que bien pudiera pesar mil o mil doscientas libras, erguido sobre sus patas posteriores, abiertas las fauces por donde asomaban los colosales colmillos, emitía gruñidos poderosos mientras se defendía contra la acometida de los perros. Cada vez que alcanzaba a uno salía el animal despedido por los aires, algunos para no levantarse jamás.
Al verme se desentendió de ellos y quedamos frente a frente, apenas separados por una veintena de pasos. Los perros suspendieron el ataque y se replegaron quejumbrosos. Algunos agonizaban. La tarea de mis fieles y bravos compañeros quedaba cumplida al entregarme a su verdugo. Aquel animal, aquel gigante, no podía ser otro que Oso Gran Espíritu, desafío de mis antecesores, cubierto su cuero con las cicatrices de todas sus lanzas, demostrativas de su invencible poderío.
Me sentí emocionado. Curiosamente, no experimenté temor. Sin duda porque esperaba aquel momento. Se me planteaba el reto que había aguardado y deseado, y me encontraba dispuesto. Pensé que todo el pueblo de Corona, el rey, Mintaka y Aludra, rodeaban el calvero entre una multitud curiosa y expectante. Deseaba demostrarles que era aquél el instante supremo en que todos los caminos se encuentran y se separan. Llegado este momento, una fuerza desconocida me arrastraba, y yo mismo me sentía un extraño.
Cuando el monstruo me hubo estudiado, comenzó a balancearse y a avanzar erguido, abiertas las poderosas mandíbulas flanqueadas de horribles colmillos, las manos extendidas como buscando abrazarme, tan afiladas las uñas de sus garras que espantaban. Me pregunté si sobreviviría en el caso de que unos y otras llegaran a tocar mi carne. Pero Oso Gran Espíritu no parecía dispuesto a retroceder, y lo mismo me ocurría. Se trataba de una cita concertada desde los tiempos ignotos, y allí nos encontrábamos frente por frente. No me era perceptible el murmullo ni la respiración de aquella multitud que nos rodeaba, fantasmas que contenían el aliento.
Permití que siguiese avanzando, lenta, muy lentamente, mientras yo permanecía inmóvil, de modo que pude sufrir veinte agonías en aquel tiempo. Lo estudiaba y me sorprendía descubrir que la bestia parecía guiada por una inteligencia reflejada en todos sus movimientos. Lo que no era extraño si la leyenda resultaba cierta. Temí fuera capaz de leer mis pensamientos, pues elaboraba entretanto la táctica para atacarle, si antes no me destrozaba. Así que en el momento favorable esgrimí la lanza en un amago de arrojársela, y observé cómo mediante un rápido movimiento se apartaba de la trayectoria. Después pareció chasqueado al comprobar que el arma no había salido de mi mano, y ello le hizo pensar.
Nos manteníamos moviéndonos en círculo, cada vez más corta la separación, mientras nos amenazábamos con argucias de tanteo. Gruñía siniestramente después de cada una de mis añagazas, y aquellos engaños parecían aumentar su prudencia, al darse cuenta de que no me estaba conduciendo en la forma que él podía esperar. Dudé hasta entonces que los dioses asistieran a este monstruo, mas ahora estaba convencido. No era un simple animal, sino un ser inteligente.
Me percaté de que nunca le alcanzaría con la lanza, aunque estuviéramos muy próximos, pues lograría desviarla con su poderosa mano. Entre tanto procuraba acortar la distancia, que ya era de unos quince pies, abiertas las zarpas; le descubría la intención de abalanzarse para partirme en dos con un abrazo. Dejé entonces que el miedo se reflejase en mi rostro y mis movimientos demostraran el pavor que me estaba invadiendo, mientras retrocedía algunos pasos horrorizado ante la muerte inevitable. Y cuando aquel ser pensó que huía, lo que le llevó a bajar la guardia de sus poderosas garras, arremetí como centella, extendido el brazo que remataba en punta con el cuchillo, que guié contra su corazón, al tiempo que profería un grito que resonó por el valle, como himno de mi furia.
Mi pensamiento supremo en aquel instante era que no merecía vivir si no me acompañaba la gloria de los héroes, y que en aquella batalla habíamos de sucumbir uno de los dos, pues que estaban empeñadas las excelsas divinidades. De nada me serviría rehuir el encuentro ni extremar precauciones cobardes, pues no luchaba contra un animal. Y lo que estuviese en la mente de los dioses se cumpliría. Por eso asesté el golpe con una saña que brotó de no sé qué desconocidas reservas interiores, y estreché mi cuerpo contra el suyo; giré el cuchillo para que la herida, de la que brotaba un chorro caliente y viscoso como un manantial de la roca, se agrandase, hasta bañarme con su sangre. Resonó un bramido indescriptible, como sendero violento por donde se le escapaba la vida, y todavía tuvo tiempo de levantar las garras y clavarlas en mis costados. Sentí cómo se laceraba mi carne, y un dolor tan intenso y profundo que me privó de lucidez.
Esperaba despertar en el Walhalla y que una walkiria humedeciera mis resecos labios para calmar el ascua que me incendiaba la garganta y abrasaba la boca. Mas no era una grácil muchacha aquella figura que resplandecía en un nimbo de luz que le era propia, sino un anciano delgado y alto, con una larguísima cabellera y barba que le alcanzaría las rodillas cuando menos, color blanco de nieve. Vino a postrarse junto a mí con un cuenco en la mano. No distinguía qué bebida era, pero me reconfortaba sentirla pasar por los labios, humedecer la garganta dolorida, correr hasta mi estómago acongojado de un enorme vacío.
«¿Quién sois, y cómo os encontráis aquí?», acerté a preguntar ante el desconcierto de que una persona había violado las reglas del santuario, reservado a la estirpe real.
«No os inquietéis: soy un pobre peregrino que recorre el mundo para purgar sus muchos pecados.»
Sus palabras eran suaves, la sonrisa dulce, los ojos vivos. Pero lo más sorprendente era el resplandor que evadía de su figura, pues le proporcionaba un nimbo irreal, divino. Me pareció un enviado de los dioses, quizás para castigarme por la muerte de Oso Gran Espíritu o revelarme algo desconocido que debía acontecer ahora, de acuerdo con los planes que tuvieran dispuestos. En cualquier caso, pensaba, me traía una predestinación y no podía contemplarlo severamente, como enemigo, aunque un pensamiento me seguía inquietando:
«¿De dónde venís?»
«Soy cristiano.»
«¿Cómo os llamáis?»
«No tengo nombre: me llaman el obispo innominado.»
«¿Sois obispo? Conozco lo que representa vuestro rango entre los cristianos. Pero nunca soñé que se pudiera ser tan pobre. Os llamaré Longabarba. ¿Y cómo habéis llegado hasta este lugar secreto, reservado para los reyes? ¿No sabéis que es un santuario?»
«Nada conozco. Vengo de muchos países y he cruzado valles, montes y ríos, y es la primera vez que piso este territorio. He llegado hasta aquí guiado por la mano de Dios, pues Él condujo mis pasos para vuestra salvación.»
Aquel viejo peregrino utilizaba el lenguaje de mi madre, por lo que me evocaba un mundo perdido que jamás conociera, del que guardaba un tesoro de recuerdos infantiles escuchados de sus labios. Pero que a la vez me sonaba extraño y tan lejano que pertenecía a la irrealidad, a la leyenda. No representaba para mí lo cotidiano, lo inmediato, lo presente. Bullía en mi cerebro con la imprecisión de los sueños.
Como me viera examinar mis vendajes y tratara además de averiguar el estado de mis caballos y de los perros supervivientes, en un esfuerzo por reconocer mentalmente el camino transcurrido desde el supremo instante en que me abandonó el espíritu abrazado al oso, Longabarba habló:
«Dios me trajo cerca de vos en el preciso instante en que os arrojasteis contra el oso y le clavasteis el cuchillo en el corazón. Nunca pude pensar que hombre alguno fuera capaz de acto tan temerario y loco. Y no lo digo por censuraros: os reconozco como un joven de extraordinario valor. Habréis sufrido mucho para llegar a este extremo, pues que se leía en vuestro rostro la determinación de un desesperado. Aunque conozco que un vikingo debe despreciar la vida. A punto estuvisteis de perderla bajo la mole del oso, que os cayó encima. Hube de sacaros y traeros hasta la cueva, para curar vuestras heridas. Tuvisteis fiebre durante muchos días. Pero finalmente habéis superado, con vuestra juventud, tan graves lesiones. Os desgarró los costados dejando al aire los costillares. Dios ha escuchado mis oraciones y os ha salvado. Entre tanto he alimentado vuestros caballos y vuestros perros, y he enterrado a los que murieron. Despellejé al oso y confeccioné un nuevo bastidor para su piel, pues resultaban pequeños los que disponíais. Se encuentra rascada y cubierta por el curtidor, y luce un hermoso agujero en el lugar que escondía el corazón. Podéis sentiros orgulloso de la hazaña, a fe mía. Os felicito.»
No podía sentir enojo contra aquel santo hombre que se había sacrificado por mí, a tenor de los mandamientos de su religión, pero me hallaba inquieto y disgustado.
«Os agradezco a vos y a vuestro Dios lo que habéis hecho por mí. Pero ignorabais que todo cuanto he realizado carece de valor si recibo ayuda de cualquier persona. Este lugar está vedado a todos cuantos no procedan de estirpe real.»
«De no haberos ayudado estaríais muerto.»
«Es preferible morir con honor.»
«La vida es un don divino y debe utilizarse no tanto en provecho propio como en servicio de los demás. De otro modo, ¿para qué sirve? Si tenéis una misión que cumplir, como a todos acontece, debéis administrarla de modo que sea posible llevar a cabo la tarea que a cada uno nos corresponde. No podéis tentar a la Providencia con actos temerarios. No debéis, tampoco, vivir solo, sino con los demás.»
«Vuestras palabras son hermosas, mas no debíais haberme ayudado.»
«Si os place, nadie se enterará por mi boca.»
«Lo sé yo, y basta.»
No, no era suficiente, según las dudas que me asaltaban, a las que tanta significación concedía el bardo.
Todavía transcurrieron varios días antes de que pudiera ocuparme de los caballos y los perros, y otros menesteres, a costa de grandes dolores en cada movimiento. Y aunque lo disimulaba, no escaparía a Longabarba el sufrimiento que me proporcionaba. Pero no aceptaba que siguiera ocupándose de lo que me correspondía. Y en cierto modo debía de comprenderlo, pues el anciano daba muestras de un profundo respeto, cortés.
En las largas veladas junto al fuego me preguntó por la leyenda de Oso Gran Espíritu, a la que había aludido alguna vez mientras contemplábamos la piel, estirada en el bastidor, embadurnada con el curtiente. A la vez que repasaba las otras pieles, unas terminadas, otras en proceso, que narraban mi historia. Y aunque no se me escapaba que su religión era opuesta a lo que representaban nuestras leyendas y tradiciones, no concedía mayor importancia ni discutía por ello. Pero en sus palabras se reflejaba la sabiduría, que era distinta a la de Mintaka en las fórmulas, pero idéntica en el significado profundo de sus razones. Me parecía que ambos, allá en los principios de su genealogía, pudieron ser hermanos.
«¿No os parece difícil que un oso viva tantos años? Fijad la atención en que ha burlado a no menos de diez reyes. La vida de los osos no suele ser tan larga.»
«Oso Gran Espíritu no es como los demás: os lo referirá Mintaka si llegáis a conocerle. Es el aliento de los dioses. Sobre el que ha ido acumulándose la valentía y astucia aprendida de todos los reyes que le han combatido, pues el ánimo actúa sobre los animales del mismo modo que sobre los hombres. Oso Gran Espíritu es la suma de todo el vigor que puebla el bosque, al igual que sobre mí se concentra la esencia que anida en esta caverna desde el principio de mis antepasados. Los dioses tenían dispuesto que un día se enfrentasen las dos partes y triunfase el más astuto.»
Un día comentó:
«Sin duda que sois muy principal: no sólo porque procedéis de estirpe regia sino porque lo pregona vuestra apostura, las ricas armas, los arneses de vuestros caballos, vuestra cultura, pues además conocéis hasta mi propia lengua.»
Pues que había matado a Oso Gran Espíritu, sumaban nueve las pieles, y aun cuando todavía no igualaba en número a mi padre, superaba a diez reyes matando al enemigo que para ellos resultase invencible, podía permitirme cierto orgullo, que tan fundido se encuentra en la naturaleza de un vikingo.
«Yo soy Haziel, príncipe, hijo del rey Thumber de Corona y de la reina Elvira, venida del País de los Cinco Reinos.»
Longabarba pareció meditar, y sin perder la sonrisa, con la infinita paciencia y bondad que le caracterizaban, el tono humilde, el ademán afable, dijo:
«¿Os han referido, príncipe, que a vuestros padres los casó un obispo en el castillo de Ivristone?»
«Lo he escuchado muchas veces.»
«Quizás deba deciros que yo soy aquel obispo. Y me agradaría escuchar de vuestros labios lo que ha sucedido a vuestra madre desde entonces.»
Sentí emoción ante aquellas palabras que revivían un mundo perdido, en cuyos orígenes se encontraban parte de mis raíces.
«Contad con ello, Longabarba. Todavía he de matar tres osos, y tendremos tiempo. Si es que queréis quedaros hasta entonces.»
«No pienso marchar a Corona antes que vos. A pesar de que mucho deseo ver a mí señora la reina Elvira, a quien busco desde hace más de veinte años.»
«Podéis quedaros, bajo una condición: en respeto a lo dispuesto por los dioses no me prestaréis ayuda de ninguna clase. He de bastarme a mí mismo. Puedo también cuidar de vos, o gobernaros vos mismo, como prefiráis, pues sobre este punto nada hay prescrito.»
Correspondió a mi broma con una sonrisa:
«Así será. Por mi parte, no quiero ser una carga más para vos, aunque tampoco rechazaré cualquier ayuda que deseéis prestarme.»
Durante la noche parecía expandirse el halo luminoso que acompañaba su figura. Pensaba si aquella luz sería la imagen visible de su espíritu. ¿Cuál podía ser la tarea que me correspondería en adelante, puesto que sin duda aquella aparición significaba un anuncio, una predestinación?
Con la muerte de Oso Gran Espíritu debió de quebrantarse alguna energía oculta y misteriosa, por cuanto los tres que faltaban para la cuenta se rindieron sin causarme daño. Quizás contribuyese la experiencia, pues aprendiera a plantar cara a aquellos fieras, excitarles de cerca, esperar con ánimo decidido a que se levantasen sobre las patas posteriores y avanzaran hasta la distancia justa, donde la lanza no podía fallar en penetrarles en el corazón. Un salto atrás me libraba de sus poderosas garras. Ya sólo bastaba contemplar cómo la inercia de la marcha les impulsaba algunos pasos más, con la inútil pretensión de alcanzarme, pues me mantenía a una distancia que les engañaba, hasta que al ahogarles la sangre se derrumbaban. Emitían algunos un enorme gruñido que rebotaba en las cavernas y picos altos que circundaban el valle cerrado y sacro, pregonando su agonía.
Curioso pensarlo, pero la muerte de Oso Gran Espíritu significó para mí que el espíritu de los dioses se ausentara del valle, y en vez de sentirme conducido por ellos había recobrado la libre decisión, amparada por mis músculos y mis ideas. Advertía la plenitud de mi ser reconquistada. Como una liberación suprema, aunque sólo fuera todavía un sentimiento apenas intuido.
No me animaba, sin embargo, la ilusión del regreso. Hubiera sido normal que la revancha me impeliera a presentarme en Corona para gritar a todos su equivocación, que Haziel era grande y valiente, hijo de Thumber; a mi padre, para borrar de su rostro la sonrisa sardónica que me venía destinando. A Mintaka ofrecerle la satisfacción de ver cumplidas sus esperanzas, el premio de su fe. Y a la dulce Aludra el desquite de todas sus humillaciones, que eran las mías.
Pero no sucedía así. Es posible que mi espíritu se hubiese identificado con el valle, pues ahora cada árbol cobraba una distinta significación, cada pico de las montañas, los alcores, las águilas, los corzos, los lobos, los osos mismos. La cadencia afiligranada del vuelo de las mariposas pregonaba el júbilo de la primavera, que se había aposentado en mi alma como un renacimiento, y me maravillaba tanto como los rayos del sol penetrando a través del techo entramado del bosque, el reflejo de la luz en el arroyo, en el musgo, los peces plateados, las ardillas, todo proclamaba un sentido nuevo en la naturaleza, que nunca percibiera antes. Era un entusiasmo que me poseía, y al elevarme sobre mí mismo me estaba transformando. Me sentía integrado en cuanto me rodeaba. Había dejado de sentirme extraño e impotente; ahora era soberano y firme. Y cuando pretendía que Longabarba entendiera lo que descubría en mí, sonreía.
Apenas si el viejo hiciera alguna pregunta; siempre parecía más dispuesto a escuchar que a referirme sus pensamientos y aventuras. Había caminado por veinte años y al llegar al país de los esvears fue vendido como esclavo, aunque lo citaba de paso y sin detalles, para concluir que Dios le había rescatado para la libertad y el cumplimiento de la misión encomendada. Que alguna debía de ser, aunque decía ignorarlo.
«Tengo poco que enseñar y mucho que aprender -observó al preguntarle-. He malgastado mis palabras y mi tiempo; ahora me falta para acercarme a los demás. Y sois vos, príncipe, lo que más deseo conocer, pues que os he buscado.»
Le referí mis problemas, sufrimientos y humillaciones, Mintaka, Aludra, cuanto tenía un significado y determinase mi venida y desafío al valle sagrado, así como mi orgullo de haber vencido a los mismos dioses. Lo que me colocaba por encima de todos los reyes, mis bravos antecesores, quienes ganaron fama de valientes guerreros y astutos capitanes, pues no sólo había matado mayor número de osos que cualquiera de ellos, sino que además ostentaba el máximo trofeo, que ellos no pudieron lograr. Sólo a mi destreza y arrojo se había humillado. Con lo que quedaba superado incluso mi padre.
Ahora podían tronar todos los dioses juntos en la cumbre del Corona, la mole negra que presidía el poblado, en cuya base se abría una profunda gruta donde los sacerdotes penetraban para ponerse en contacto con las divinidades y leer el libro sagrado de las runas grabadas por el mismo Odín para gobierno de los hombres.
No me causó recelo alguno confiar a aquel hombre mis más recónditos pensamientos, pues que en aquel tiempo creció la amistad y el afecto por el compañero, tal era su bondad y respeto. Me recordaba a Mintaka, aunque en todo parecían diferentes. Pero algo quedaba en el fondo de mi sentimiento que los hermanaba, aunque no acertase a definirlo, pues eran muchas las ideas que inundaban mi imaginación. Sin duda que la devota atención de Longabarba por cuanto quisiera explicarle, y su demostración de que entendía mis palabras, contribuía a que me sintiera feliz, pletórico de alegría, como un retoño brillante de savia que desafía a la vida. Porque el mundo cobraba una significación que hasta ahora no tenía, y los hombres se me presentaban bajo aspectos que jamás antes descubriera.
Llegó el momento de regresar. Recogido y colocado sobre los caballos cuanto debíamos llevarnos, giré la vista por la caverna, para enterrar los desperdicios y cosas inútiles que quedaban desparramadas.
«Cuando venga mi hijo no deseo que encuentre la suciedad que dejó mi padre», comenté.
«Creo que con Oso Gran Espíritu ha muerto un mundo. Vuestro hijo, príncipe, ya no recorrerá estos senderos. Hay una voz que me lo está diciendo.»
Tan frecuentes eran los enigmas en boca de aquel varón luminoso que ya no me sorprendían. Al principio me preocupaba desentrañarlos, después los aceptaba como sentires ocultos que no me era dado comprender todavía. Aunque confiaba que llegaría su día y momento. Sentía cada vez mayor admiración y respeto por Longabarba, seguro de que encerraba una predestinación en la cual me encontraba inmerso. Sin que supiera adivinar el sentido. Como tampoco lo conocía él, según decía. Y vano hubiera sido preocuparse excesivamente, o temer lo que resulta inevitable. Tampoco pensaba que de un ser afable y bondadoso pudiera derivarse violencia alguna, ni por sus actos ni por sus ideas. Lo aceptaba, pues, como un espíritu nuevo que no llegaba a penetrar, pero que sin embargo me atraía como una incógnita que se proyecta en el futuro, hacia el que nos dirigimos.
Cada paso que dábamos durante los tres días del regreso, a la vez que nos acercaban, significaba una frontera: algo concluía allí; algo se iniciaba. Eran tantas mis expectativas, tan jubilosas y ciertas, que precisaba realizar esfuerzos para dominarme y no agobiar al muy paciente Longabarba, cansado probablemente de escuchármelas repetir cada vez como si fuera nueva la idea. Sólo a su benignidad debía que no le descubriese un solo signo de cansancio ni decayese su atención e interés en oírme.
Para no atosigarle comencé a mantener largos silencios. Me ayudaba la idea de que, siendo príncipe, debía conducirme como correspondía, reposado, sereno, con dominio de mis sentimientos. Para que me juzgase capaz de llegar un día a ser rey. Pues ahora nadie podría negarme el derecho, ganado con mi sangre.
Se había excusado cuando le ofrecí mi caballo, pues su penitencia consistía en recorrer el mundo sin cabalgar en ser viviente alguno. Y por guardarle la deferencia tampoco lo hacía yo. De tal modo el camino lo recorríamos a pie. Y bien que lo agradecerían los caballos, pues que ya soportaban carga suficiente; las doce pieles representaban un fardo voluminoso. Los perros, sueltos, recorrían varias veces el terreno, y con su algazara asustaban a las aves que pretendían esconderse en los matorrales.
El último día caminábamos en silencio, sin duda porque las ideas se nos agolpaban conforme disminuía la distancia. Al remontar la pendiente, allá abajo en el horizonte se recortó la mole del oscuro y extraño exabrupto que era la montaña señora de nuestro poblado. Nos detuvimos a descansar.
«Proseguid solo, príncipe. Pienso que vuestra felicidad es demasiado grande, y la gloria que os espera tan importante, que no merecen ser coartadas con mi presencia. Id vos ahora: yo os seguiré mañana.»
Insistí en que me acompañase pues era mi huésped y amigo, mas persistió razonablemente en pasar la noche al abrigo de aquellas rocas que le ofrecían buen refugio. Dijo que le sentaría bien meditar sobre las jornadas que le aguardaban en Corona. Aun cuando adivinaba se refería a mi madre, no la mencionó, ni quise ser indiscreto.
Tras dejarle provisiones suficientes y la compañía de dos perros a los que hube de atar para que no me siguiesen, reanudé el camino, ansioso de llegar, pues aunque lo disimulase ante el anciano peregrino, el corazón me golpeaba las venas como un martillo. Pensaba cuán grande era la sabiduría de aquel hombre, que no quería interferir con su presencia lo que para mí debía ser un momento de excepción en mi vida. Creo que sabía tanto de mí que alcanzaba más allá de donde yo podía comprender, y que encontraba en mis actos y palabras significados que yo mismo ignoraba. Lo único que había conseguido era la promesa de que esperaría al día siguiente en el mismo lugar, pues acudiría a acompañarle.
A poco de separarnos, y cuando las irregularidades del terreno ya me ocultaban, cabalgué para apresurar la marcha, tal se acrecía mi impaciencia por llegar. Los caballos y perros olfateaban la proximidad del hogar, y mostraban su satisfacción con relinchos y ladridos, que representaban una entrada triunfal a cuyos ecos se incrementaba mi excitación. Eran muchos años de humillación y de vergüenza los que contenía mi alma para no sentir impaciencia.
La faz complacida y la alegría en el corazón, llamé a la puerta de Mintaka, ruidosa, perentoriamente, acompañado de la zalagarda de los perros que festejaban su arribada a los lugares conocidos, a los olores que les identificaban con su origen, sus querencias.
Quedó parado en el umbral, sorprendido el bardo de la inesperada aparición, aunque tengo para mí hacía tiempo que me aguardaba con la incertidumbre y la ansiedad de los corazones amantes. Se repuso, con una exclamación de alegría. Me estrechó entre sus fuertes brazos y me levantaba del suelo y daba vueltas y vueltas, mientras reía mostrando su júbilo, que se unía al mío, pues la felicidad era de ambos, y nos regocijábamos en nuestro encuentro.
Cuando conseguí librarme de sus brazos fui al caballo, desaté el pesado fardo, lo introduje en la casa y extendí sobre el suelo las doce pieles, cada una con la historia en runas, que él me había enseñado a escribir.
Tan sorprendente resultaba el trofeo, incluso para un hombre que como el bardo siempre confiaba en mí, que era lógica su sorpresa e incredulidad. Mientras yo me gozaba. Y cuando hubo leído las doce historias, percatado de la importancia y trascendencia de mi triunfo, agarró con sus poderosas manos la piel de Oso Gran Espíritu y echándosela sobre los hombros permaneció dando vueltas jubilosas, como un extraño rito, hasta venir de nuevo a abrazarme. Tanta era su emoción que hasta le enmudecieron los labios. Dijo después había sido la única ocasión en su vida que no encontró palabras para expresar lo que sentía. Un momento en que rebosa el corazón y solamente queda para expresarse la risa, las exclamaciones, los saltos, la mímica, que no precisan reflexión. Era el instante de los sentimientos, en que las palabras carecen de significación.
Cuando se hubo calmado, y luego de referirle brevemente toda la hazaña desde mi marcha, con premura amontonó las doce pieles y las ató de nuevo en un fardo. «¡Thumber habría reventado de orgullo si no estuviera por ahí de vikingos!», exclamó recordando a su amigo.
Levantó el pesado bulto sobre los hombros y me pidió le siguiera. Mas antes le solicité me devolviera aquel documento que le confiara, lo que hizo, y lo guardé entre mis ropas. Entonces le seguí. Llevaba el trofeo como si se tratase de una carga liviana, cuando para mí representaba un considerable esfuerzo levantarlo.
Llegamos al salón comunal sin que nadie lo advirtiese, pues ya era noche cerrada. Abrió la puerta de un puntapié y al estruendo suspendieron el ademán los guerreros que dentro holgaban. Se apagó el grito y el bullicio; también las mujeres quedaron suspendidas por la rudeza, en el aire el ademán con los jarros de hidromiel que llevaban. Aquella pareja quedó abrazada, suspendida la caricia, aquel otro mantuvo en el aire la palmada que destinaba a las generosas posaderas de la moza, y el eco de las risas quedó resonando por las paredes. Todos contemplaban la puerta, que acababa de traspasar Mintaka, mientras mi propia figura quedaba enmarcada entre las jambas con el fondo de la oscura noche a mis espaldas. Debí de resultarles extraño, cubierto de pieles, sucio, enmarañados los cabellos, con la apariencia de un loco o un lobo.
Sin decir palabra, desafiante, Mintaka arrojó el fardo en el centro de la multitud, y se agachó para soltarlo. Extendió las doce pieles en el suelo, las runas hacia arriba. Cada piel mostraba un único agujero en el lugar del corazón.
Y resonaron sus palabras:
«¡Leed, guerreros, la gloria del príncipe Haziel, que ha matado doce osos!»
En medio del asombro, provocado por el solo anuncio de la hazaña increíble, pues guardaban en la memoria la idea de un cobarde, de un salto me coloqué encima de las pieles, pisando la de Oso Gran Espíritu que sobresalía tanto por su tamaño como por la extensión de la leyenda que contaba la proeza de su cacería e historia. Me despojé de mi rústica vestimenta, y me exhibí desnudo para que contemplaran sobre mi carne tan gran número de cicatrices que no quedaba el espacio de un pellizco descubierto. En aquel momento evidenciaba, con la postura y el gesto, soberbio orgullo que me poseía.
Sin pronunciar una palabra bastó mi gesto mudo para recuperar mi honor. Las palabras eran de Mintaka: cantaba que ningún vikingo llevase antes a cabo proeza como la mía, que superaba incluso al mismo rey Thumber, mi padre, orgullo de todos los guerreros norses, danés y esvears, que constituían la gran nación vikinga. Proseguía el bardo refiriendo la historia de Oso Gran Espíritu, que sostuvo combates con diez reyes, y mostraba su cuero con las cicatrices de las batallas que mantuviera con mis antecesores; sólo Haziel había desafiado a los mismos dioses y acertado con el cuchillo en su corazón, en un abrazo de muerte.
El bardo de las palabras de oro semejaba un iluminado al cantar la gesta inconcebible de mi nombre, que proclamaba era orgullo de la raza vikinga, ante cuya noticia temblarían los enemigos, que gemirían como mujeres al solo conjuro de mi presencia, y bastaría para rendirles anunciar que ante ellos se encontraba el príncipe Haziel, el de los Doce Osos. Y comunicó a los reunidos que como mandaba la tradición emprendería un viaje de aventura para probar mi arrojo ante el enemigo, para traer a casa un grandioso botín, el más rico que pudieran concebir los hombres. Con Haziel se encontraba la ocasión de los valientes.
La vida, que se les quedara suspendida a todos con mi presencia y el canto del bardo, reventó de súbito al concluir el poeta. En una cascada de entusiasmo, gritos y júbilos, me rodearon los hombres y las mujeres, y me presentaban sus jarros de hidromiel. Con ellos se ofrecían para acompañarme, y el entusiasmo se reflejaba en sus rostros, especialmente de los veteranos guerreros curtidos en mil batallas, que ya me acompañaron cuando recorrimos el sendero de las ballenas, los más entusiastas seguidores que ahora me rodeaban orgullosos de mi gloria, que era la suya.
Bebí de muchos, con avidez, para ahogar una sed insaciable, pues era mi orgullo malherido por el desprecio de tantos años el que reclamaba ahora, en un instante, lavar sus cicatrices, colmar su ansia de reconocimiento, la valentía y el honor reconstruidos, que fuera proclamado mi furor, ser reconocido no una vez, sino millones de veces, que no había existido guerrero como el príncipe Haziel entre toda la gran nación vikinga.
Y si el bardo Mintaka, mi viejo, querido compañero, mi casi padre, se sentía arrastrado por tan excelsa inspiración que seguía pregonando un canto panegírico sobre mi combate singular, era aquélla una voz que sonaba fuera de mí, mientras en mi interior crecía tan deprisa y desmesurada mi propia estimación que mi talla debía desarrollarse como la de un gigante, hijo de Odín. Ése era mi sentimiento: no me consideraba como un hombre, sino grande y poderoso como un dios. Creo que hasta el más miserable, a fuerza de alabanzas, puede convertirse en un gigante. Aunque debo reconocer era más fuerte mi pasión que las alabanzas ajenas, la pleitesía de sus gestos, el ofrecimiento de sus jarros llenos del licor divino, que rebosaba en mi boca y se derramaba mi gloria. Contagiado por la orgía, en que las parejas se excitaban hasta el frenesí y el arrebato, quise retener a una mujer que me ofreciera su jarra, de la que estuve bebiendo a tragantadas, sujeta por la camisa que acabó escurriéndose de su cuerpo. Pero no huyó, sino que se acercó con una sonrisa y juntó su carne caliente a la mía. La rodeé con mi brazo y derramé el hidromiel sobre sus senos, mientras ella reía ruidosamente y contorsionaba su piel contra mi piel. Y en derredor, sobre los cueros, yacían parejas empeñadas en combate, que ningún vikingo rehúsa mostrar su virilidad en público, de la que se siente orgulloso, como exhibición de la naturaleza, sin que tenga necesidad de ocultarse, como los cristianos. Incluso mi madre se negaba siempre a hablar sobre el tema, poseída de recato y discreción.
Al despertar me encontré sobre las pieles, que ahora se extendían por el suelo de mi propia casa, desnudo como antes. Y a mi lado, sentada, aparecía Aludra con iluminada sonrisa, como esperando que al abrirse mis ojos se produjera el primer rayo de la amanecida.
Su felicidad parecía inmensa. Pensé en aquel momento que Mintaka, y quizás también otros guerreros del salón, me trajeran a casa junto con las pieles, crónica de mi proeza, que ahora la proclamaban a los ojos de mi amada, quien regaba mis cicatrices con hidromiel y las secaba con sus propios labios, las acariciaba con sus rosados dedos flotantes como alas de mariposa.
Era arrobamiento lo que se reflejaba en su rostro. Vislumbré se encontraba velada sólo por el fuego de su cabellera, pues al entreabrirse las guedejas en sus movimientos, aparecía la sorpresa de sus remontados pechos, sus blanquísimos brazos, sus muslos de rosa. Y por encima de los latidos de mis pulsos, la velocidad de mi sangre y los golpes de mi enfebrecido corazón, que pugnaba por reventar, me sentí poseído por el deseo. Un deseo tan inmenso como mi orgullo. Pero que nacía en otras fuentes.
Aunque todavía hube de contener mi impulso, rebuscando entre mi vestimenta el rollo que había recogido a Mintaka, para extraerlo ante los ojos de la doncella y decirle:
«No tienes obligaciones de esclava, Aludra. Desde que marché eres una mujer libre, como antes.»
Se detuvo un instante, un breve instante, en que la sonrisa pareció reflejarse más profunda, y de repente buscó mis labios.
La estreché con mis poderosos brazos, con la misma fuerza que acabara con los doce osos cuyas pieles nos servían de lecho, y reventaron en mis oídos sus exclamaciones, sus gozos, sus alegrías, sus jubilosos gritos, y en aquel momento, sólo en aquel segundo, mi cuerpo y mi mente fueron conscientes de haberse colmado la plenitud de mi ser.
Antes que los cascos de mi corcel, alertaron a Longabarba los ladridos de los perros, que mantenía sueltos, pues corrieron a mi encuentro para acompañarme en el corto trecho que nos separaba.
De nuevo me inundó aquella emocionada inquietud al contemplar la figura del anciano, aureolada con el nimbo de luz que despertaba en mi conciencia la incógnita del futuro, al estar seguro de que se trataba de una predestinación que inevitablemente habría de afectarme, aunque ignorase el modo. De tal suerte me embargaba aquel pensamiento que nada más saludarle y descabalgar así se lo manifesté.
«¿No os lo he dicho? Sois el primero entre los paganos que distingue este halo luminoso que me envuelve, según decís. Nadie más es capaz de verlo, ni siquiera yo mismo. Y existe otra persona entre los cristianos, a quien conocí hace más de veinte años. ¿No sentís curiosidad por saber de quién se trata? Os lo diré: Avengeray, quien debe de seros conocido. Le encontré antes de que fuera rey, cuando andaba empeñado en la venganza que le absorbió toda la vida.»
«He oído mucho de esa vieja historia, santo peregrino: de labios de mi padre y de Mintaka, mi tutor. También de mi madre, aunque ella más bien prefiere no mencionar aquellos tiempos e ignorar los sucesos.»
Longabarba pareció meditar. Me sugirió que descansase antes de emprender la vuelta, y lo aprecié, pues al no cabalgar él debía yo caminar a su lado.
«No os he preguntado cómo os fue. Perdonadme. ¿Resultó triunfal, como os merecíais?»
Le referí cuanto había ocurrido desde mi llegada a Corona, sin detenerme en detalles que juzgaba impropios para los oídos de tan santo varón, como lo referente a mi bella y dulce Aludra.
«Debéis de sentiros satisfecho con vuestros dioses, príncipe.»
«Mis compañeros lo están: su entusiasmo es grande. Mas, ¿cómo puedo sentirme yo, que los he desafiado y vencido? Mintaka posee unas ideas firmes, e incluso me parece, cuando le oigo hablar de los dioses, que no cree en ellos. Pero siempre he vivido confuso: tengo el cerebro poblado de dudas.»
«Sabio hombre parece vuestro tutor, por lo que os he escuchado.»
«Lo es, pero mi madre le odia, como parece odiar a cuanto le rodea, hasta la vida misma.»
«¿Odia vuestra madre, mi señora, príncipe? No podéis imaginar cuánto me acongojan vuestras palabras. A los cristianos no nos está permitido: vuestra madre así os lo habrá enseñado.»
«Mirad, buen peregrino: mis años no son muchos, cierto, y tenemos por costumbre reverenciar a nuestros padres. También las creencias de nuestros mayores. Pero he escuchado muchas palabras, he conocido muchos hechos, que me causaron gran confusión. Esta mañana he visitado a mi madre.»
Longabarba guardaba silencio, mientras sorteaba piedras y matorrales que estorbaban el paso. Sin duda se percataba de mi disposición para hacerle objeto de mis confidencias; referirle ideas que bullían hacía tiempo por mi cerebro, y que ahora podían tomar forma definitiva al concentrarse en interrogantes cuando menos. Porque hay intuiciones que únicamente adquieren entidad cuando intentamos explicarlas a otras personas.
Le referí cómo, por la mañana, visitara a mi madre para que conociera mi regreso y estado, si es que todavía no tuviera noticias. Aunque entonces supe que Mintaka se había apresurado, en cuanto llegué, a informarle por medio de un esclavo.
Después de obligarme a descubrir el torso para conocer y dolerse de mis cicatrices, símbolos trágicos de la barbarie, de todo lo cual se lamentó mucho, tanto como mis compañeros las ensalzaron por juzgarlas timbre de gloria, comenzó a reprocharme desoír sus palabras y seguir las de mi padre, el rey, y añoraba los años de mi niñez en que podía mantenerme recluido en casa, rodeado por sus brazos y por los de las doncellas, a salvo de todos los peligros de este mundo despreciable y odioso de bárbaros paganos, incivilizados y asesinos. Y mucho se dolía de perder un hijo, en quien había cifrado la esperanza e ilusión de su vida, para el que deseaba la mayor gloria del mundo hasta llegar a ser un poderoso rey, bondadoso y lleno de sabiduría, a cuyo fin me había proporcionado la mejor enseñanza que le fuera posible encontrar en aquel mundo inculto. Debía confesar que nunca acabé de entender cabalmente las razones de mi madre, pues las exponía de modo confuso, en tal forma que nunca estaba seguro de que existiera una correlación lógica en sus ideas, especialmente cuando se trataba de enlazar el pasado con el presente y el futuro. Se conducía, al hablar de este tema, como si razonase por compartimentos estancos, sin exponer jamás el lazo de unión que pudiera relacionarlos.
Ésta fue la primera vez en mi vida que expresara a mi madre discrepancia con lo que me mandaba, cuando desde la ventana señaló los barcos que estaban en preparación en la bahía encalmada, pues sin duda conocía también su destino. Le hablé de la tradición que debía seguir, como hijo de un rey, esto era, salir en expedición al mando de las naves, para lo cual mi padre tenía dadas órdenes que me facilitasen todos los medios cuando llegase el momento. Y Mintaka, en cumplimiento de los deseos de su señor, aprontaba lo necesario. Supliqué a mi madre autorización para el suministro de víveres por los almacenes reales, armas, implementos, cuanto fuere preciso para la expedición. Y como insistiera una y otra vez en que no debía arrostrar tales peligros, ni empeñarme en acciones de bárbaros, ni rodearme de asesinos, pues no otra cosa eran aquellos celebérrimos guerreros que cantaban borrachos en el salón, contagiando a los inexpertos jóvenes ansiosos de gloria, le aseguré seriamente que marcharía aunque ella se opusiese, puesto que estaba permitido y autorizado por mi padre. Finalmente pareció doblegarse ante lo inevitable, pero me exigió no atacase nunca el País de los Cinco Reinos, a lo que hube de mostrarme conforme, de tan lastimera forma me insistía, pues le rebosaban los ojos de lágrimas que se le desbordaban por las mejillas.
Cuando creí que se habría tranquilizado, luego de hablarle de cosas nimias, abordé el tema de Aludra: le manifesté mi propósito de casarme. Se le renovaron los bríos y mostró su rechazo más vivo, que jamás consintiera el matrimonio con una esclava, a mí, que estaba destinado a ser un gran rey. Tanta era su exaltación y oposición que le recordé no se trataba de esclava sino libre, y que al fin era el rey, mi padre, quien debía autorizar o negar la boda. Y tuviera bien presente que de no obtener el permiso regio abandonaría Corona con Aludra para asentarnos en otras tierras.
Concluí asegurándole que saldría de expedición, con el propósito de localizar el paradero del rey, que calculaba se encontraría por el territorio de los galos, según había manifestado a Mintaka antes de zarpar, para luchar a su lado y regresar cargado de botín. Pues ya eran muchos sinsabores los proporcionados a mi padre, y le estaba obligado a compensarle de algún modo para que sintiera orgullo de su hijo. A cuyas razones mostró ella su acostumbrada oposición y rechazo.
Caminamos otro trecho en silencio sorteando los obstáculos que se oponían a nuestro paso, seguidos del corcel, que llevaba sujeto por la rienda, y distraídos por los perros, que adelante y atrás recorrían cinco veces el camino, persiguiendo a cuantos animalillos se movían y espantando a los pájaros.
Longabarba no me interrumpía una sola vez, y me escuchaba ahora el ruego de que intercediera con la reina, pues que por su antigua amistad y condición de obispo alguna ascendencia habría de conservar y, además, la ocasión se le presentaba favorable, ya que era la primera vez, desde el día de su boda, en que volvía a tener contacto con el mundo que abandonó, y con su religión.
«Me aflige mucho escuchar vuestras palabras. Y os prometo estar en vuestra defensa, siempre que sea justo. Pero contadme: pensad que muy pronto me encontraré en presencia de mi señora, la reina Elvira, de quien sólo conozco lo que podáis referirme. Decid: ¿por qué no habéis mencionado nunca a vuestros hermanos?»
El deseo más ferviente era, en aquel momento, instruir al venerable anciano para que su acción acerca de mi madre pudiera serle tan beneficiosa que le devolviera la felicidad. Pues intuía que su sufrimiento era profundo, insondable, y que la única forma de ayudarla era llevar ante ella al santo obispo, quien sin duda la devolvería al mundo que había perdido y que tanto añoraba.
Expliqué a Longabarba que nada había mencionado a mi madre sobre la próxima visita del obispo, que quería constituyera una sorpresa, pues era el mejor regalo que podía proporcionarle mi filial devoción, y que mucho me importaba la acción benéfica que pudiera ejercitar. Igual de trascendente consideraba que conociera al rey, el célebre guerrero cantado por Mintaka, convertido en héroe por su pueblo, maldecido y despreciado por mi madre, un mito del que nadie conocía realmente su condición humana.
Fue entonces cuando, en respuesta a su último interrogante, salió de mis labios, por vez primera, una vieja escena grabada a fuego en mi corazón, pues existen momentos y palabras en la vida de un muchacho que jamás se borran.
Después de una agria discusión, el rey me llevó consigo cogido de la mano, y sin que mediara palabra alguna me condujo hasta la casa donde habitaban las concubinas con sus hijos. Los niños, que alborotaban por el salón, fueron apartados y hurtados a la vista, y tras un revuelo de mujeres, que también desaparecieron rápidamente, acudieron dos que nos sirvieron vino e hidromiel y se retiraron, pues sin duda adivinaban que el momento era especial y el rey no deseaba su presencia.
Quedamos solos en el gran salón sin que mi padre pareciese ocuparse de mí. Vaciaba el vino en la copa cónica, que al carecer de base impone consumirla de un trago para abandonarla sobre la mesa, como si sintiese la necesidad de ahogar sus pensamientos. Permanecimos así largo rato, sin una palabra, hasta que la bebida comenzó a surtir sus efectos. Debo confesar que nunca había conocido al rey completamente ebrio, pues tenía fama de ser extremado aguantador, sin que los vapores le nublasen nunca la cabeza.
Cuando el peso del vino pareció tranquilizarle, inició sus confidencias. Y esto me hizo pensar si realmente había tenido el propósito de referírmelas o si le fuera necesario emborracharse para llevarlo a efecto. Fuere cual fuese su motivación, me estaba confesando su intimidad. No pretendía justificar nada, sino verter lo que le quemaba en el pecho, ¿y quién podía resultarle más conveniente que su propio hijo? Aquella conclusión me acercó más a mi padre de lo que jamás pensara, y le consideré más humano. Pues por vez primera lo veía despojado del carácter de mito.
«Ya eres mayor para comprenderlo. Y para juzgar estas discusiones que tu madre y yo sostenemos en tu presencia. Debes saber que me he arrepentido mil veces de haber ignorado los consejos de mi amigo Mintaka, aunque nunca se lo he confesado. Pues aunque me esforcé en hacerla feliz, he fracasado. Es un verdadero demonio: eso lo sabemos únicamente tú y yo. Los demás solo la conocen como una reina capaz. Pero ninguno compartió con ella el lecho de nuestra noche de bodas, e ignoran lo que representa yacer con una estatua, fría, muerta, que llega a paralizarte la sangre en las venas hasta helarte el corazón. Nada más horrible, te lo confieso. Por eso no he vuelto a buscar su intimidad ni una sola vez. ¡No deseo se repita aquella noche sin amor! Mujeres rubias, de figuras esbeltas con estrechas caderas, hembras sin fuego que no pueden rivalizar con las ardientes de nuestra raza, como volcanes, hembras poderosas de anchas caderas y vientres que arrojan al mundo fuertes y vigorosos guerreros. Y he usado de gran paciencia con ella. Me he esforzado en hacerle comprender que no soy tan bárbaro ni malvado como piensa. Ni los demás tan perfectos como imagina. Y ya ves, hijo mío, lo que he conseguido: emborracharme para tener el valor de confesarte mi amargura que, sereno, he guardado siempre para mí.»
Su largo parlamento estuvo salpicado de vacilaciones y torpezas, como es natural en un beodo, y a muchos había escuchado en el salón comunal. Pero ninguno era mi padre; por ello me afectara más. Aunque fuera, borracho, cuando más cerca se encontraba de los dioses, como había oído a Mintaka tantas veces.
Cuando se durmió aparecieron las mujeres y lo acomodamos, dejándole resbalar del asiento hasta el suelo, donde se habían colocado pieles. Nada me dijeron; me contemplaban respetuosas en espera de mi decisión. Nunca antes había permanecido tan cerca de ellas. Acabé levantándome y salí fuera. Me alejé mientras meditaba en lo que había presenciado y escuchado. Pensaba, por el daño que me produjeron aquellas palabras, que nunca debieran confesarse ciertas cosas cuando el que las escucha es doliente por ambas partes.
Nos acercábamos al final de la caminata y tenía la idea de que debía concluir antes de acabar el viaje, pues ya no tendría otra ocasión mejor, e importaba mucho que Longabarba tuviera idea cabal antes de reunirse con la reina.
«Muchas veces he comentado este asunto con mi tutor: el rey ha informado a mi madre de cuanto ocurría en el País de los Cinco Reinos; la boda de la abuela Ethelvina con Avengeray, las sucesivas conquistas hasta unir todo el territorio, la felicidad y poder que consiguieron. Y no era su propósito martirizarla, sino que aceptase los hechos reales, que estamos los hombres sujetos a nuestras pasiones y defectos, y que los acontecimientos llegan a hipotecar nuestras vidas. Con todo lo cual ha luchado mi padre para reconquistar el derecho de ambos a la felicidad. Pero ella jamás aceptó sus palabras como verdaderas. Pensaba que sólo pretendía engañarla, y le juzgaba un salvaje incapaz de cualquier sentimiento noble -hice una pausa para tomar aliento y reordenar mis recuerdos-. Debo insistir en que jamás nadie se esforzó tanto por entender a mi madre, exceptuando al mismo rey, como mi buen Mintaka, pues aun siendo odiado por ella, le profesa un gran respeto y siente honda conmiseración por su desgracia -tras unos pasos concluí-: Ya conocéis cuánto importa, mi buen Longabarba. Os ruego hagáis uso de vuestra sabiduría, experiencia y santidad, para aliviar a la reina y suavizar, con vuestro consuelo, su enorme dolor, pues nadie es más digna de compasión.»
«Tened fe y dejad las cosas en manos de la Providencia, que sin duda encontrará el camino más seguro.»
Sus palabras contenían pesadumbre y esperanza; diríase que reflejaban confusión y firmeza, que debía de ser lo que él llamaba fe.
Se me alcanzaba que el destino, como siempre, se gozaba en complicar nuestra existencia, y que nada más me quedaba por intentar, luego que puse en juego los recursos de que disponía, sino una espera paciente.
El fin de la jornada se alzaba ya frente a nosotros, al alcance de nuestra mano. Las aves y las casas se miraban en el azulado tapiz de las aguas, sobre las cuales trenzaba arabescos el reflejo de los abedules que poblaban la ribera. Y presidiendo el entorno, la elevada mole del oscuro Corona, tallado a pico, cuya cumbre sólo alcanzaban las divinidades, los pájaros y las nubes.
No puedo imaginar el derrotero de los pensamientos del santo varón. Yo pensé en Mintaka, escéptico cuando no incrédulo, según intuía. En el rey Thumber, que se proclamaba semejante a Thor, el dios del martillo. En todos mis compañeros, que ensalzaban con orgullo mi hazaña, a pesar del desafío que entrañaba sobre los dioses que moraban entre los agrestes riscos de la cima de aquella montaña negra que peinaba las nubes. A los cuales había derrotado. Que eran sus dioses, como también los míos.
Y pensaba en mi madre, saturada de un odio ciego, irrazonable, y en la abuela Ethelvina, en Avengeray, el caballero sin tacha cantado por la leyenda. Y en el buen obispo Longabarba, lleno de fe. Y en el Dios en que ellos creían, que moraba todavía más alto que la cima del Corona. Un Dios que también lo era mío.
¿Y dónde quedaba yo?
Mucho he reflexionado sobre los recuerdos de mi juventud en cuanto a mi padre, el rey, y mi madre, la reina.
Me he dado cuenta de que nunca le tuve amor, o al menos el afecto que pude sentir por ella siempre fue débil, más bien producto de una dependencia, en que el sentimiento era ajeno. Con respecto a mi padre, nunca tuve una idea precisa sobre sus sentimientos. ¿Amaba a mi madre realmente? Creo que sí, e intentó de buena fe destruir la barrera que les separaba.
Y no pienso que mi madre fuera esencialmente como se nos aparecía a mi padre y a mí. Pues en sus actuaciones de gobierno, obligada por las prolongadas ausencias del esposo, había conquistado el respeto y cariño del pueblo, lo que se debía a revelarse entonces conforme a su naturaleza, sin influencia de los conflictos internos que condicionaban su comportamiento familiar. Aquella sabiduría en el gobierno era motivo de orgullo para el rey, alabada también por Mintaka, quien, entre todos, era el que mayores virtudes le atribuía, que nosotros no llegábamos a adivinar.
Fue una sorpresa comprobar el cambio que se operó en ella, inesperadamente, el día en que llevé a su presencia a Longabarba, a quien no reconoció; alto, enjuto, larguísimo el cabello de la cabeza y la barba; de su semblante sólo destacaba el fulgor de sus ojos, que para mí representaban dos puntos más intensos en la luminosidad que emanaba de su cuerpo.
Le hablé en circunloquio, pues deseaba que ella misma descubriese de quién se trataba.
«Señora, os traigo a este peregrino cristiano que he encontrado por las montañas. Supuse os agradaría recibirle.»
La sola mención de un peregrino de su religión ya le impresionó gratamente para acogerle con benevolencia, diría que con afecto, y nos introdujo en el salón. Llamó a sus doncellas para que sirvieran alimentos y bebidas, mientras averiguaba si había comido. Al responderle afirmativamente, pasó a interesarse:
«¿Sois fraile misionero de la Hibernia?»
Longabarba tenía una voz plácida, y el tono reflejaba bondad y paciencia, con la que conquistaba a sus interlocutores.
«Han pasado muchos años, mi señora doña Elvira, para que podáis reconocerme, cuando además me contempláis transformado. Recordad: me conocisteis en el castillo de Ivristone; llegué con mi señor Avengeray; conducíamos los restos de vuestro padre después de la batalla del Estuario. Vuestra madre, mi señora Ethelvina, me nombró obispo.»
Observaba que Longabarba no había citado más que hechos antiguos, no relacionados directamente con la situación presente de la reina, cuyo rostro, súbitamente, se había iluminado, asaltada por los viejos, queridos recuerdos, lejanos pero siempre revividos a través del tiempo.
Sus palabras habían impulsado una transformación. La reina mostraba ahora una luz interna que jamás sospechara, y en su rostro se apresuraban los reflejos de mil encontradas emociones que no hallaban vocablos para ser expresadas. Por lo que acabaron asomándose a las pupilas; se derramaron de sus ojos solitarias lágrimas, que resbalaron por sus mejillas, y estrechó sus manos, que besaba, hasta reclinar la cabeza. El obispo le pasó blandamente su mano sobre los cabellos.
Me preguntaba si en aquellos instantes, que en modo alguno osaría turbar con mis palabras, desfilarían por la mente de mi madre los tiempos que debieron de serle felices, evocados por este varón cuya aureola parecía invisible para todos, excepto para mí, pues que ni siquiera mi madre había reparado en tan maravilloso fenómeno. Sin duda eran los tiempos de su desventura los que con más fuerza evocaba; era evidente que cabalgaba sobre la frontera de dos mundos, cuyas vivencias debían de resultarle, más que penosas, fuentes de dolor.
Me sobrecogía una leve impresión de desconcierto al contemplarla, por vez primera, distinta a como la conocía. Esto me despertó un nuevo sentimiento; la sospecha de que en su alma debían de existir muchas experiencias que me eran desconocidas, puesto que jamás expresara sus pensamientos ni se sincerase, ni transmitiera confidencias a persona alguna, que supiéramos. Existía un enigma en mi madre. Este descubrimiento acrecentaba mi respeto, a la vez que me hacía valorar más la sabiduría de Mintaka, quien siempre la había justificado, aunque se sabía odiado.
Cuando la emoción del momento fue cediendo el paso a la serenidad, las palabras de mi madre no eran expresión de razonamientos, sino impresiones, pues era evidente que pugnaba por sobreponerse a la confusión mediante un gran esfuerzo. Sus frases resultaban más bien inconexas, como de quien despierta de un sueño y no acaba de comprender la realidad. Pero en ella se reflejaba un jubiloso amanecer. Después fue renaciendo la formulación de preguntas y charlaban como si descubrieran los viejos hechos ya conocidos, que al recordarlos adquirían una perspectiva nueva. Notaba que la reina se ceñía a los primeros tiempos, y no hacía alusión alguna a la boda ni a los conflictos que al parecer tuviera con su madre. Pues aunque conservaba yo una vaga impresión, por lo que la escuchara de niño, me parecía que consideraba a mi abuela tan enemiga como al mismo Thumber, a los que dispensaba un odio más allá de todo raciocinio. Un sentimiento enconado en la profundidad de su ser. Que siempre me preocupara y jamás comprendiera, pues hasta sentía miedo, como si me asomase a un abismo.
Llamó la reina a sus doncellas, quienes habían reconocido al viejo obispo, y la conversación se mantuvo en un tono general. Se descubría la emoción que a cada cual causaba este encuentro, y lamentaban a la vez que el anciano no pudiera transmitirles noticias recientes del País de los Cinco Reinos. De allí sólo conocían las referencias que les traía mi padre, lo que les suponía informarse por boca del enemigo, con lo que las consideraban tendenciosas, carentes de realidad, pues que había de complacerse en la mentira y el engaño. Si las rechazaba la reina, ¿cómo iban a aceptarlas sus doncellas, cautivas todas y aisladas por vida en el destierro?
Tuve que marchar, finalmente, pues el tiempo transcurría entre ociosa conversación, según me parecía. Entendía perfectamente que otra era la situación de aquellas mujeres; que para ellas tenía pleno valor renovar los recuerdos, no por lejanos menos queridos, que las ligaban a la vida. En realidad eran como prisioneras mantenidas por muchos años en mazmorras, por expresar de este modo su soledad. En parte por su misma decisión de no integrarse en el mundo nuevo donde habían sido obligadas a residir. Todo lo tenía en cuenta y comprendía, pero el clima de aquella casa me resultaba ajeno, o cuando menos no deseaba que condicionara mi vida.
Nos refirió el obispo, cuando regresó con nosotros, presentes Mintaka y Aludra -quien procuró atendernos con el encanto y gentileza que le proporcionaba su aspecto de mariposa-, que todas las mujeres le pidieran confesión. Concertaron para el siguiente día los actos y ritos de su religión, que culminarían con un banquete eucarístico donde el pan sería consagrado.
Mintaka sugirió recordase a la reina que había repartidos cierto número de cristianos, esclavos, entre distintas familias, a los que también consolaría mucho participar. Longabarba, que departía con él sobre temas generales y parecía coincidir en bastantes puntos, le agradeció el espíritu magnánimo de que hacía gala, su respeto por todos los seres humanos, anormal e infrecuente entre paganos. A lo que Mintaka respondió que los dioses tenían muchas caras y se presentaban de modo diferente a los hombres, aunque la esencia de la divinidad era igual para todos. Longabarba sonrió y con su voz humilde dijo eran aquellas palabras las de un hombre en quien se refugiaba la sabiduría.
Me complacía comprobar que entre los dos varones que consideraba sabios, sellado uno por el nimbo luminoso de la predestinación, lo que sin duda le convertía en enviado de los dioses, o del Dios cristiano, que no podía estar seguro, existía una identificación sobre todas las diferencias, aunque se hubieran visto obligados a luchar con la espada frente a frente. Pues todo ello revelaba, como había puntualizado el bardo, que la esencia de la divinidad sobrevolaba por encima de las pasiones y nos hacía caminar hacia el sendero que nos conduce al futuro, y lo que más importaba -me lo había dicho muchas veces- era que cada acto presente estuviera encaminado a esa identificación con nuestro porvenir. Porque el futuro es un blanco donde han de encontrarse los dardos de nuestro presente. E importa mucho que todos alcancemos aquel punto central que nos tiene señalado el destino, afinando la inteligencia y el sentimiento para no errar el camino.
Al siguiente día, al regresar Longabarba de la reunión mantenida con los cristianos en casa de la reina, nos refirió cuan emocionante resultara la confesión pública por grupos, que de otro modo no hubiera tenido tiempo para todos; sólo aplicó la confesión reservada para la reina, por simple delicadeza, ya que sus problemas no convenía ventilarlos ante los otros fieles, por su complejidad, como soberana y mujer. Ni Mintaka ni yo preguntamos, pues nos era sabido existía una condición de secreto que guardar, y hubiera perdido su vida el obispo antes que violarlo con una sola palabra.
Fuera el momento culminante aquel en que, sentados a la mesa, se consagrara el pan y se repartiese entre todos los comensales. Tratábamos de imaginar lo que representaría, para estas personas arrancadas de sus hogares y costumbres, reencontrarse con sus creencias, con su Dios, del que nunca renegaran, aunque tantas veces se ignorase, y de ello había escuchado lamentos a mi madre, a través de los años, al verse privada del consuelo de la confesión y la eucaristía, trágicamente perdidas en este mundo que ella reputaba salvaje por ser pagano. ¿Habría pensado alguna vez que era ella el elemento extraño en aquella sociedad? ¡Cuán difícil me resultaba juzgarla! Comprendía la necesidad de acumular mucha sabiduría y paciencia, como el bardo, o el obispo, que amaban a los hombres, para descubrir en ellos lo que los demás parecíamos ignorar. Al propio tiempo que se extasiaban ante una flor, un insecto, una estrella, pues la divinidad lo comprende todo, y es el hombre sólo una parte de ese conjunto, aunque la más principal.
Cuando la ceremonia hubo concluido, y quedaron solos la reina y Longabarba, fue el santo varón quien condujo la conversación hacia los derroteros que le preocupaban, hábilmente eludidos hasta entonces por la reina. De modo que aquél tuvo que afrontarlos directamente, sin olvidar que no le cumplía la condición de cortesano, sino la de mensajero de su Dios:
«Comprendo vuestros sentimientos de madre, mi señora, pero nada os favorece oponeros rotundamente a que vuestro hijo siga el camino que le tiene marcado la Providencia. Me ha pedido interceda también, cerca de vos, para que consintáis en su matrimonio.»
Pareció despertar de un sueño, encararse con una realidad que había olvidado circunstancialmente y que, de nuevo, se le presentaba con toda su inevitable crudeza.
«No imagináis que pretenden arrebatármelo, llevarle por el bárbaro sendero que ellos recorren. No quiero que mi hijo se convierta en un asesino.»
«Cada hombre está ligado a la sociedad en que madura: se le puede influir con las ideas, pero si se le obliga por la fuerza a renegar de las normas que han marcado su vida, sólo se consigue destruirle.»
La reina se aferraba a su obstinación: no le era posible renunciar, en un instante, al fundamento de su existencia.
«Parece que con sus palabras os han convencido, obispo, y convertido en su aliado más rápidamente de lo que fuera deseable. No comprendéis que a través de vos pretenden convencerme contra lo que siempre he rechazado, pues se trata de patrañas e infundíos, en los que el rey Thumber siempre ha sido experto. Recordad su hazaña de Ivristone, su perfidia y maldad.»
Eran claros sus indicios de desasosiego y excitación, incomodada al verse impelida a afrontar el tema, posiblemente porque la presencia de Longabarba había representado un relajamiento en el atroz combate que venía sosteniendo tantos, tantos años, y esperaba su apoyo, que hubiera representado la confirmación de encontrarse en lo cierto.
Con el tiempo había adquirido una actitud, que ya le era consustancial, de desafío y desprecio hacia los demás, sus palabras y sus actos. Renunciar a aquel convencimiento le parecía una monstruosidad. Tampoco podía considerar a su obispo como aliado del diablo, ya que Dios se manifiesta en sus palabras, y esta certeza era en realidad para ella motivo de terror, de crueles dudas.
«¿No habéis pensado nunca, mi señora, en que las palabras del rey pudieran ser ciertas?»
La primera reacción fue la incredulidad y sorpresa reflejadas en su rostro. ¿Tan extendida se hallaba la locura?, se preguntaba. Después pareció reflexionar, pues al proceder tales palabras del obispo debía darles consideración antes de rechazarlas. Quizás había señalado Dios en su mente el momento de dar cabida a nuevas ideas mediante la argumentación de su humilde siervo.
La reina tardó unos minutos en replicar. Cuando lo hizo su voz sonaba ronca y profunda, como nacida en una bruma espesa y oscura.
«¿Sugerís, obispo, que un tierno y fino amante como Avengeray pudiera ser perverso y falsario, y que un demonio como Thumber puede proceder como un hombre honrado?»
El sentimiento reflejado en su pregunta parecía tan profundo como un abismo. Casi tuvo miedo el anciano al contestar.
«La lucha entre el bien y el mal hace posible que las almas no aparezcan blancas o negras: ni siquiera los santos llegan a una vida de absoluta perfección.»
La sima se ahondaba, más profunda y tenebrosa por momentos.
«Vos no podéis mentir, obispo. Pero abandonasteis el País de los Cinco Reinos casi al mismo tiempo que yo. Me habláis, pues, por conjeturas y noticias recogidas de los viajeros. Mientras la realidad, lejana y distante, pudiera ser diferente. Yo tengo fe. ¿En qué os apoyáis vos para hablarme así?»
Se arrepentía de haber provocado la conversación, tal era la impresión que lo invadía progresivamente, al contemplar el rostro demudado de la reina, cuyo combate interior debía de ser atroz. Sentía el obispo que los pies se le hundían, mientras la seguridad de su espíritu se diluía en una niebla que le estaba rodeando. ¡Dios, y cómo dudaba de faltar a la caridad, de estar destrozando a aquella mujer! Mas, ¿era aconsejable retroceder? Mayor daño le causarían ahora las ambigüedades que la propia verdad que ya intuía.
«Los casé a ellos, como os casé a vos.»
Permaneció unos instantes en suspenso. Como si en aquel momento no le fuera posible razonar, cuando se trataba de una revelación que no encerraba ninguna novedad, sino que confirmaba una realidad que había estado rechazando durante todos aquellos años. Lo que consideraba burda mentira en labios de Thumber, le llegaba ahora por boca del santo obispo, testigo del enlace.
No debía de sentirse reina, sino mujer que acababa de derrumbarse. Contemplaría con estupor e incredulidad sus propias ruinas, si resultaba posible a su espíritu examinarse desde fuera.
Giró sobre sí misma y desapareció tras la puerta de sus habitaciones. Sus doncellas, que no se encontraban presentes pero vigilaban, la siguieron hasta la puerta, sin atreverse a penetrar, y se volvieron hacia el obispo desoladas, retrato vivo del dolor de su señora, pues era el verdadero sentimiento lo que hasta entonces las mantenía unidas.
El obispo se encontraba afligido. Se percataba de que para la reina podían cerrarse, en aquel momento, todos los caminos que había pugnado por mantener abiertos, y le aterraba el presagio del horrendo sendero que puede recorrer la desesperación.
Concluyó su relato manifestando que Dios se valía hasta de nuestros errores para el cumplimiento de sus fines. La reina se había mostrado dispuesta a la evangelización de su pueblo, para sacarles de la oscuridad del paganismo.
Aguardaba algún comentario nuestro, sin duda. Mas nos hallábamos demasiado preocupados con cuanto habíamos oído. Ante nuestro silencio añadió:
«La reina se ha mostrado muy gentil en sus opiniones al referirse a vos, señor -se dirigía a Mintaka-; diríase que sus reservas se reducen a la influencia que podáis haber alcanzado con mi señor, el rey Thumber, y a vuestra religión.»
«Siendo así -sonrió Mintaka-, debo meditar si me conviene abrazar la vuestra para merecer la total confianza de la reina.»
Aunque sólo fueran palabras corteses las que se cruzaban, el obispo hizo un gesto, ponderando el placer que una decisión tal le produciría, y se dirigió a mí:
«Ya que vuestra madre os instruyó cuando niño en la fe cristiana, ¿pensáis celebrar vuestro matrimonio, cuando llegue el día, conforme a nuestras creencias? Pues la queja de vuestra madre es que parecéis haber renegado de nuestra doctrina: os considera en la actualidad más inclinado por los dioses paganos.»
Nunca hasta entonces se había planteado el dilema religioso, al menos con el rigor necesario para clarificar mis ideas y llegar a una puntualización. Pues era cierto que en mí se daban la mano ambas creencias, y tal dicotomía me llenaba de confusión, como en tantas otras cosas en que me hallaba dividido. Poseía dos culturas, dos religiones, dos órdenes de ideas y de valores, ¿o sólo me encontraba en la frontera entre dos mundos?
Mintaka debía de saberlo mejor que yo mismo, pues le había expuesto mis dudas aquella mañana, cuando le rogué me acompañase al santuario secreto de nuestras divinidades, excavado en la base del gran peñón negro de basalto, en cuya cima moraban, según era fe. Compañeros de los rayos y las nubes, de las águilas y las estrellas, del trueno y la lluvia.
Más por la presencia de Mintaka que por la mía concedió el gran sacerdote la autorización, y nos entregó la llave. Permitió que penetrásemos solos en aquella larga y profunda caverna, en cuyo más oculto seno se encontraba el santo, adonde sólo tenían acceso el sumo sacerdote y el rey. Ignoro de qué medios pudo valerse Mintaka para que nos fuera permitida la entrada: nunca me he explicado qué misterio lo hizo posible.
Comprobaba que Mintaka no hacía otra cosa que fomentar mi curiosidad, favorecer mi impulso, facilitarme lo que deseaba. Pero ni lo apoyaba ni se oponía.
Cuando llegamos al santo colocamos las antorchas en los soportes de la pared. Me llegué al lugar, situado en el centro de la amplia estancia, donde reposaba el libro sagrado que contenía todos los secretos del espíritu de los dioses, credo de nuestro pueblo, en que los sacerdotes y el rey bebían la sabiduría y aprendían el dictado divino para guía y gobierno del pueblo.
Ni siquiera se encontraba cerca de mí el bardo, como si careciera de interés en conocer los secretos que me habían arrastrado hasta aquel lugar, cuyo acceso era un privilegio. ¿Hizo valer mi condición de príncipe para lograr la autorización? ¿Se valió de su preponderancia, pues era tan respetado como el rey, y hasta más querido que él? Nunca se lo he preguntado. Lo cierto es que me acerqué al libro con la resolución de un ánimo desesperado, pues necesitaba saber, confirmar cuanto dudaba. Mintaka permanecía apartado; permitía que afrontara solo mi destino. ¿Llegaba por mi propio impulso o como consecuencia de cuanto había escuchado a este hombre?
La mano me temblaba cuando me atreví, finalmente, a abrir el libro y pasar sus pergaminos. Al principio me pareció increíble, mas continué examinando las hojas. Hasta que, convencido, hube de buscar los ojos de Mintaka, que aguardaba.
«Habéis llegado a un momento, príncipe, en que me demostráis que vuestras ideas crecen en amplitud y madurez, con vuestros años. Acabáis de comprender por qué las ideas expuestas al pueblo convienen al interés del rey y de los sacerdotes: las interpretan sobre unas páginas en blanco.»
No podía ocultar mi confusión, mi sorpresa e incredulidad.
«Ocurrió hace muchos años. Un antepasado vuestro destruyó el libro sagrado, pues su contenido se oponía a sus designios, y lo sustituyó por éste, vacío. Desde entonces la ley es pura interpretación del rey y del sacerdote, que siempre se hallan de acuerdo. Aunque ignoran que por encima de los razonamientos y las creencias existe una fuerza oculta que todo lo modifica, que promueve un secreto impulso que finalmente marca el rumbo. Me he preguntado muchas veces si es ése el verdadero espíritu de los dioses, o de un solo dios, o si es otra clase de fuerza la que gobierna la naturaleza y alcanza hasta a transformar la mente de los pueblos.» Aquí terció Longabarba, que escuchara mi relato con interés, para reconocer que en su mundo sucedían las mismas cosas, pues aunque permanecía escrito el código que les regía, también los reyes y los sacerdotes habían llegado, en muchos casos, a interpretaciones de acuerdo con las circunstancias, a través de los siglos, y siendo servidores se servían del pueblo.
«Hasta yo mismo, me confieso, he pasado muchos años obrando de acuerdo con la letra y he olvidado el espíritu. ¿Y a qué estado nos ha conducido esta situación?»
Mintaka argumentó:
«Cuando una cultura pierde el soporte moral que la sustenta, le sobreviene la destrucción. ¿Qué función creéis que desempeñan nuestros pueblos, empeñados en una lucha sin fin? Y si no hubiera violencia externa se generaría internamente, pues cada sociedad ha de renovarse para seguir adelante. He repetido que somos una cultura que concluye, para dar paso a otro mundo que comienza. ¿Cómo será esa ave fénix que ha de resurgir de sus cenizas?»
Ambos parecían contagiados de inspiración. Los escuchaba extasiado:
«Cuando el hombre prescinde de las normas sociales y religiosas que le han servido de base para la convivencia, el futuro nos está reclamando un nuevo código. Que será destilación de cuantas ideas y actos hayamos colocado en el alambique del presente.»
Longabarba asintió, y se dirigió a mí:
«Sin duda que también tendréis alguna opinión, príncipe.»
Era llegado el momento:
«Mucho he pensado sobre ello, obispo. Y debo confesaros mi confusión. De una cosa estoy absolutamente seguro: que muchos son los que no convierten en obras sus palabras. Así el rey Thumber como mi madre. Y en consecuencia ni siento en cristiano ni obro en pagano. Y sin embargo necesito creer. Pienso que vivimos unos tiempos en que el hombre aparece como enemigo del hombre, destruyéndose. ¿No existirá un nuevo espíritu naciendo en algún lugar?»
Mi interrogante tuvo el efecto de que los ojos de Longabarba y Mintaka se cruzasen, y se iluminaran sus rostros con una leve sonrisa. Imagino que pudiera ser de comprensión, pues que eran más viejos y sabios.
«He recorrido el mundo y sólo he encontrado un impulso natural, del que espero renazcan nuevas creencias», confesó Mintaka.
Entonces habló Longabarba, la voz pausada, el gesto bondadoso y paciente, como le era característico:
«Lo hay. Es más, debe haberlo, precisamos que exista. Se llama la Ciudad donde nace el Arco Iris. Acuden hombres de todos los países en busca de una nueva fe. Nunca estuve allí, pero tropecé por los caminos muchos peregrinos que caminaban en su dirección, penetrados de esperanza, y vi regresar a otros, iluminados. Siempre me acompañó el propósito de visitarla, cuando os hubiese encontrado.»
Mintaka pareció contagiado. Por vez primera le veía con entusiasmo:
«¿Será posible, príncipe, que durante el viaje que vamos a emprender al encuentro del rey Thumber, visitemos esa Ciudad donde nace el Arco Iris?»
Contemplé los rostros de ambos: se reflejaba la misma luz en sus pupilas, aunque vislumbraba una mayor ansiedad en Longabarba, cuyo nimbo luminoso, al envolverle la figura, se había crecido, con tal intensidad que me parecía imposible no lo mencionaran Mintaka ni Aludra, que asistía a nuestra reunión en silencio, pero con interés; ignoraba si llegaría a penetrar la significación de nuestras palabras.
El resplandor de Longabarba, superior al que mostraba de ordinario, me impulsaba como una inspiración divina:
«Partiremos mañana mismo», dije.
Aparejadas las cuatro dragoneras, a bordo la impedimenta y abundante avituallamiento, los hombres seleccionados para la expedición se mantenían a la espera de la orden de embarcar. Mintaka y Longabarba se encontraban reunidos con la ilusionada tripulación; una parte, veteranos que ya no contaban protagonizar más aventuras -algunos de los cuales me acompañaron por el sendero de las ballenas-, el resto, jóvenes que aguardaban su primera oportunidad de recorrer el camino de la gloria. Ambos, pues, mostraban su regocijo.
Me constaba no ser la mejor partida de guerreros a que podía aspirar, pues que aquéllos acompañaban al rey, pero todos habían sido escogidos meticulosamente por Mintaka, experto en conocer almas y hechos de cada hombre, y estaba seguro de que morirían luchando, llegado el caso. Aunque con el temor de que me resultaría penoso si persistía en su antigua actitud, acudí a despedirme de la reina, pues lo consideraba obligación. Aludra también había insistido mucho, y no podía negárselo ante el recuerdo de los apasionados besos de la muchacha de los Cabellos de Fuego, quien aguardaría mi retorno hasta el fin de los tiempos si fuera preciso, tan grandes eran su amor y su esperanza.
Mi madre continuaba recluida en sus habitaciones, según las servidoras. A través de ellas, que le llevaron mi recado, no conseguí más que conocer su deseo de que tuviera un viaje feliz, como pudiera serle transmitido a cualquier enviado de la corte en no importa qué misión, e incluso con menor cortesía.
Subimos a bordo, ocuparon sus puestos en los bancos, empuñaron los remos y partimos en busca del mar abierto.
Hay algo indefinido en el inicio de cada aventura, según he sabido con la experiencia. En aquélla flotaba la ilusión de algo nuevo. El día era azul luminoso, tibio; las dragoneras hendían la superficie tersa y suave del fiordo, y a popa quedaban ligeros surcos que rizaban las aguas. Apenas si se alteraba el espejo donde se reflejaban los abedules y las gaviotas que rozaban blandamente el aire diáfano y cálido.
Había olvidado a mi madre cuando, llegados al mar abierto y retiradas las cubiertas de los furibundos y espantosos dragones que coronaban los codastes, Mintaka mandó izar las velas. Pero acudió su memoria al contemplar el emblema de la embarcación, el águila soberana, poderosa y terrible, en el momento de asegurar su presa en pleno vuelo, las alas desplegadas, las garras adelantadas para sujetar el cuerpo conquistado. Semejante a las águilas en miniatura que bordó ella misma sobre los gallardetes que llevara a la caza de la ballena.
La consideración de estos hechos me resultaba confusa: de una parte tan enconada enemiga de que emprendiese cualquier aventura, de otra preocupada en proporcionarme una enseña valiente y poderosa, como es el águila en el instante de atrapar a su presa. En verdad que el símbolo, aunque no usual entre vikingos, que preferían los animales fantásticos, complacía mi parte de alma no pagana.
Mintaka y los guerreros sonreían al contemplar, alternativamente, al símbolo y a mí; de las cuatro dragoneras partió el clamor de un hurra por la idea de la reina, que me fue grato, pues su orgullo era mi orgullo y mi suerte habría de ser la suya también. Me complacía la aclamación pues me compensaba del desprecio de muchos de ellos cuando no veían en mí al capitán que aguardaban; ahora lo transformaban en admiración y respeto tras la hazaña de los doce osos. Haziel, el de los Doce Osos, como ya decía la leyenda que cantaba el bardo, eterno forjador de mitos.
Al ser el viaje de tres jornadas, aunque sin sobresaltos, pues andábamos por un mar que los vikingos habían dominado, hubo ocasión de prolongadas conversaciones. Obligado resultaba referirnos a la reina, cuyo enigma me preocupaba. Cuanto conocía, desde su matrimonio, no clarificaba la conducta, a mi juicio, y si Mintaka argüía a mis razonamientos que hay zonas ocultas e insondables en las almas donde jamás llegamos a penetrar, pues ni siquiera el mismo interesado consigue descifrarlo, opinaba yo que nuestra ignorancia se debería a desconocer acontecimientos anteriores que podrían justificar su odio, su huida de la realidad presente y pasada.
Conocedor de que el viejo peregrino nunca hubiese violado el secreto a que estaba obligado, hasta entonces no me atreviera a interrogarle. Pero ante mi preocupación debió de considerar llegado el momento de romper su silencio sobre el pasado, y nos refirió cuanto había conocido como testigo de la época, y no estaba obligado a callar. Así fue como tuvimos una versión fidedigna de la otra cara del espejo.
Sufrió mi madre dura y cruel rivalidad de la suya propia, la reina Ethelvina, tan ambiciosa, fría y prudente en el gobierno del reino como apasionada en el amor, que luchaba con todo su poder para lograr cuanto se proponía, como soberana y como mujer. Vivió mi madre en terrible angustia, temerosa de ser víctima de una pasión poderosa, al propio tiempo que se sentía incapaz de renunciar al amor que había concebido por Avengeray, a cuya vida ligaba la propia. De tal modo se hallaba poseída por aquella idea fatídica, convencida de que la reina Ethelvina procuraría asesinarla para remover el único obstáculo que se le oponía, que llegado el momento de la aparición del rey vikingo la inundó el terror de su propia muerte, acrecentado con el temor de que el odio de Thumber descargase igualmente sobre Avengeray. Fue un momento en que, en su cerebro, tomó forma de catástrofe el presentimiento que venía alimentando, al ver cumplirse sus temores. En un rasgo heroico, solamente posible en un alma profundamente enamorada, capaz de renunciar a sí misma con tal de salvar al hombre que ama, se ofreció a Thumber como ya era conocido, y aceptó el sacrificio con satisfacción sublime. Se justificaba entonces -y en ello insistía Longabarba con su voz profunda, el sentimiento dulce para juzgar, la voz afectuosa, el tono caritativo-, que la reina Elvira se resistiese a aceptar los hechos que le refería su esposo, puesto que reconocerlos podía representarle una opción hacia la locura.
Tan esclarecedor me resultó que, desde este momento, ya no tuve dudas sobre aquella serie de sucesos que hasta entonces conociera de forma inconexa. Creció en mí el respeto hacia aquella infortunada reina, víctima al fin, aunque no supiera de quién. Pues que tantos acontecimientos que le eran ajenos habían influido en su cruel destino. Como viene a ocurrimos a todos los mortales, extremo que resaltaban tanto Longabarba como Mintaka, pues todos somos pequeñas porciones del conjunto de la vida.
Entretenidos en aquellas filosofías, de las que nadie de la tripulación era capaz de entender una palabra, llegamos finalmente frente a la costa, nuestra meta. Aguardamos a que el sol se ocultase en el mar para penetrar por entre las islas, y ascendimos por una lengua de agua que se adentraba en la tierra, semejante a nuestros fiordos. Suponía una ventaja que bastantes de los veteranos guerreros hubieran visitado el territorio en otras correrías, hacía años, pues nos valía su experiencia para progresar tierra adentro hasta donde el curso del agua lo permitía; después se estrechaba y quedaba en un pequeño río. Llegados al final, desembarcamos en una orilla boscosa y se sacaron las dragoneras para dejarlas ocultas en el bosque, tapadas entre el boscaje, disimuladas.
Pusímonos en marcha cautelosamente, pues no deseábamos enzarzarnos en contiendas. Nuestro destino estaba definido y no pretendíamos llevar a cabo asaltos ni combates que pudiéramos evitar. Nos dábamos cuenta, conforme progresábamos por tierra, de que merodeaban en la noche bandas de guerreros haciendo saqueos, e intentamos averiguar su origen y así vinimos en conocer que eran musulmanes.
Tratamos entonces de procurarnos refugio seguro, y nos dirigimos a una luz que distinguíamos. Allá se fue por delante Longabarba para explorar, pues su indumentaria de peregrino le eximía de sospechas. Al regreso notificó que el pazo estaba habitado por un duque y su esposa, gentil y de reconocida belleza, si bien le pareció dada a fantasías. Aceptó de grado y con alborozo agasajarnos por aquella noche al enterarse de que su huésped sería un príncipe vikingo acompañado de su comitiva.
Los recelosos veteranos, que conocían el territorio de antiguo, me advirtieron pusiera cuidado en el pazo y la duquesa, pues se trataba de tierra mágica donde las cosas solían tener esencia diferente a como aparentaban, y bien pudiera ser castillo lo que semejaba pazo, y celada y traición lo que simulaba amable cortesanía y regalo.
Digno el celo de mis hombres, pero la desconfianza resultó vana; esforzóse la duquesa en hacernos grata la velada, en la que abundó el asado de jabalí y venado, los pescados y, de postre, confites, peladillas, vinos y frutas. Por demás insistieron en que pernoctáramos allí; la noche era peligrosa y poblada de enemigos. Accedimos finalmente, pues coincidía con nuestro deseo.
A nuestras cautas preguntas logramos averiguar que una semana antes pasaron nutridas bandas de vikingos por la ruta de la Ciudad donde nace el Arco Iris, y algún día después les siguió un poderoso ejército musulmán que causaba espanto, puesto que, como bandada de cuervos, asolaba toda la comarca.
Las gentes que venían huidas nos hablaron de una feroz batalla en la gloriosa ciudad, donde quedaron encerrados los nuestros sin advertirlo, cercadas las murallas con sigilo por los hijos de Alá, que penetraron después a combatirlos. Lloraban desconsolados aquellos paisanos de temerosa voz y asustadas pupilas; lamentaban que Dios descargase su ira contra aquella santa población que le adoraba por intercesión de su apóstol, a la que hasta entonces había parecido distinguir con su amor y preferencia. Relicario de la Fe, Joyel de Su Gracia, distinguía a cuantos peregrinos se llegaban hasta su tumba. Muchos pecados debieron de ser cometidos para que permitiera tan grande desgracia y destrucción, que venían sin volver la vista atrás, no les sucediera como a la mujer de Lot. Tras derramar abundantes lágrimas y recobrar el aliento, apresuraban el paso para alejarse, mientras imploraban la compasión de Dios.
Nos pusimos en camino excitados por el temor y el presentimiento, y nos lamentábamos de que pudiéramos llegar tarde para ayudar a los nuestros. Longabarba trató de confortarme; alegaba que ningún ser humano era capaz de torcer los designios del Señor, y añadía Mintaka que nadie podría achacarme culpa si sucedía así, pues que además ningún indicio existía de que el rey Thumber participase en la batalla, aunque no fuera improbable. Aligeraba nuestros pasos esta duda, deseosos de luchar junto a nuestros hermanos que parecían encontrarse en serio peligro de muerte y exterminio.
Llegados a un altozano desde el que se lograba una amplia vista sobre la ciudad, nos descubrieron las gentes que se ocultaban huyendo de la invasión, e iniciaron un movimiento de espanto y huida. Temieron sin duda haber sido sorprendidos y que aquélla fuera su última hora. Longabarba consiguió tranquilizarles, gracias a la confianza que inspiraba el hábito de peregrino y el báculo de que se servía, pues aquellas gentes profesaban profundo respeto a los religiosos, de los que estaba plagada siempre la ciudad, más un océano de peregrinos que de ordinario la inundaba como un venero constante.
Con sus palabras devolvió la tranquilidad a las amedrentadas gentes, aun cuando siguieran contemplándonos con manifiesto recelo.
Vinieron a confirmarnos lo que temimos desde la primera mirada, con aquella su faliña cantarina que algunos veteranos se conocían bien, y nos explicaron que los mayus fueron cogidos por sorpresa, que el poderoso Rayo de Mahoma era astuto y contaba con un inmenso ejército, como podía apreciarse a simple vista, pues ocupaban gran extensión sus mesnadas, dentro y fuera de la ciudad, donde a nadie era posible entrar ni salir sin su consentimiento.
Durante tres días lucharon los mayus desesperadamente, no ya para defender los tesoros de que se habían apropiado, sino para preservar sus vidas. Esfuerzo inútil: ninguno sobrevivió.
Quise averiguar sobre las bandas de vikingos, aunque fue preciso vencer primero el espanto de aquellas gentes. Pero ellos no distinguían grupos ni naciones entre los piratas, asesinos e incendiarios, sin recatarse en la expresión del odio hacia el flagelo que venían sufriendo desde antiguo. Para ellos todos eran uno, hombres del norte, fieros como osos hambrientos, crueles como hienas. La conclusión de sus palabras fue que Dios debía de reservar a nuestro grupo para otro destino peor, cuando no había permitido que llegásemos a tiempo para morir.
La ciudad, abajo, aparecía desolada; ni un solo edificio quedaba en pie, y se elevaban penachos de humo que formaban densas y oscuras nubes en el cielo, entre las cuales volaban buitres y carroñeros que tras varias evoluciones se abatían entre las ruinas, con espantoso acompañamiento de graznidos, para encontrar sus presas.
Los vencedores iban saliendo en largas columnas, que protegían gran número de carros y multitud de esclavos que transportaban el riquísimo botín conseguido, tesoros acumulados por el fervor de los fieles, reyes y caballeros. Riquezas que ahora servirían para holganza de los musulmanes que disfrutarían de la esplendidez de los cristianos para con su santo patrón. Se dirigían hacia el este, y por momentos las columnas se enlargaban, como sierpes que se ajustan a las ondulaciones del terreno. Dejaban atrás la que fuera magnífica y bella ciudad, convertida en ruinas. Tan completa era su destrucción que, de no quedar los escombros, hubiera desaparecido hasta el rastro de su asentamiento.
Mis camaradas permanecieron silenciosos, sobrecogidos por el dolor y la angustia de haber llegado tarde. Todos ellos hubieran dado su vida luchando junto a los nuestros. Quizás fuera todavía más agudo el silencio por respeto a mí, que temía por la suerte de mi padre, si es que acudió a aquella jornada. Un nudo me cerraba la garganta, aunque me esforzaba en no exteriorizar mi preocupación, que empujaba las lágrimas hasta mis ojos.
Mintaka, siempre atento, vino hasta mí, y me colocó su brazo sobre los hombros para consolarme. Adujo que de haber llegado antes sólo hubiéramos tenido tiempo de morir con los demás, pues los enemigos eran tan numerosos como las arenas del mar. En mi réplica le pregunté si no consideraba más digno morir por los camaradas que vivir sin ellos. Dijo que el capitán nunca lucha para morir, sino para vivir. Que está obligado a ganarse el respeto de los que le siguen. Que viera los ojos de todos los hombres posados en mí; escrutaban si era débil ante la adversidad y el dolor, o si merecía confianza. Así hube de ocultar mis sentimientos para demostrar la frialdad de los héroes, como ellos esperaban de su príncipe. Exigían que estuviese por encima de las flaquezas humanas.
No podía evitar el corazón ensombrecido por el presentimiento, mientras el graznido de los carroñeros, que se congregaban cada vez en mayor número, se tornaba hiriente conforme sobrevolaban las ruinas y se abatían sobre ellas, tristes compañeros de los muertos.
Era forzoso esperar que los vencedores desapareciesen tras las ondulaciones de las montañas en el horizonte. Y cuando las serpenteantes columnas fueron engullidas por el desnivel de los montes y la distancia absorbió las partidas de guerreros que formaban la retaguardia, de los montes circundantes comenzaron a brotar las gentes que permanecieron ocultas. Se abalanzaron todos en carrera por la pendiente, en dirección a los muros, que encerraban lo que ya sólo era un campo de ruinas y cementerio.
Sabía de los hermosos edificios labrados de fina cantería con que se adornaba aquella santa ciudad, por lo que me impresionaba hallar el recinto cubierto de informes restos humeantes, pues desde cerca era mayor la desolación.
Cantaron los poetas este apocalipsis; señalaron que tal fuera la destrucción que se dudaba del mismo emplazamiento de la ciudad, borrada sobre la tierra. Hubiera resultado cierto de no quedar los bloques tallados esparcidos sobre el terreno, las ornamentaciones que engalanaron las fachadas de viviendas, palacios y templos, piezas de ricos dinteles y ventanas, ménsulas y gárgolas, trágicos testigos de la furia que se abatiera sobre ellos.
Nos extendimos por las ruinas, la mirada ansiosa en su búsqueda por entre montones de cuerpos mutilados por espantosas heridas, retorcidos en la agonía de su dolor. A nuestro paso se espantaban las nubes de cuervos y grajas, y pesados buitres que se movían entre graznidos en señal de protesta por nuestra intrusión, y apenas si aleteaban o saltaban para separarse de nosotros, sin renunciar a sus presas.
No era difícil clasificar los cadáveres por sus vestiduras y armas sarracenas, cuya profusión testimoniaba el vigor de los brazos vikingos. Nos complacía que sólo de vez en vez apareciese un vikingo entre los cuerpos derribados, al que no conocíamos.
Finalmente percibimos la llamada de nuestros compañeros, que se habían separado para abarcar más terreno, quienes solicitaban acudiésemos, lo que hicimos presurosos.
Me doy cuenta de que mi experiencia guerrera, adquirida en la expedición a la Normandía, no había endurecido mi espíritu lo suficiente, pues el espectáculo me resultaba penoso. Una simple ojeada permitía adivinar que en aquel lugar sostuvieron la más enconada de las batallas, según se acumulaban las víctimas: llegaban a constituir montañas y barreras los mahometanos que sucumbieron al filo de nuestras espadas. Allí encontramos mayor cantidad de vikingos muertos, rodeados siempre de centenares de enemigos, lo que demostraba la ferocidad de la lucha y el vigor de las espadas, pues vendieron muy caras sus vidas los hombres del norte.
Aquel escenario nos reservaba un acerbo dolor al descubrir a nuestros propios guerreros muertos, conocidos y amados. Hasta que llegamos a un claro donde, apoyado contra unas piedras, erguido, aparecía el cuerpo del rey, mi padre, las armas fuertemente sujetas en sus poderosas manos, ahora sin vida, como si estuviera tomando un breve descanso, mientras contemplaba la multitud de sarracenos vencidos que yacían a sus pies. Parecía reposar, después de acabar con todos los enemigos.
Noté sellados los labios de mis compañeros, por el asombro y el dolor. En aquel instante habíase convertido en certidumbre lo que antes sólo fuera un presentimiento. Ahora los hallamos, gloriosamente muertos en el combate en la plenitud de su vigor, como desean los guerreros vikingos, pues detestan la enfermedad que puede aniquilarles en el lecho, sobre la paja.
Los rostros apretados por la angustia, era la inmovilidad la que presidía la contemplación del rey Thumber, guerrero divino que nos parecía inmortal en su fuerza y astucia. Yo mismo advertía en mi pecho la pugna de los sollozos, y un río de lágrimas acudía a mis ojos. Hasta que Longabarba y Mintaka vinieron a mi lado y en el contacto de sus brazos me transmitieron el ánimo y valor necesarios para afrontar la desgracia.
Sentí que no me encontraba solo. Sabía que un príncipe estaba obligado a ocultar sus sentimientos filiales, y exhibirse ante los guerreros como un capitán animoso, fuerte y decidido, en quien todos pueden confiar pues se encuentran protegidos en su presencia, en la paz y en la guerra, con su amor y su justicia, a los que prodiga regalos y bebe con ellos el hidromiel de los festines y la sangre de sus enemigos.
Nunca me sometiera la vida a tan cruel prueba. Me supuso el mayor esfuerzo recuperarme, pues aunque entre vikingos se hiciera gala y ostentación de impasibilidad ante la adversa fortuna, y aun ante la misma muerte, al poseer la mitad de mi alma cristiana resultaba más vulnerable a la flaqueza que mis compañeros y camaradas, que se encontraban pendientes de mis reacciones para conocer mi fortaleza.
Sobre la tumultuosa, aunque muda, expresión de nuestros íntimos sentimientos, voló la palabra mágica de Mintaka, el bardo que siempre glorificó al rey, su fiel y leal compañero. Pienso cuan fuerte debía de ser su dolor al contemplar al camarada, al mejor amigo, al hermano, que fuera Thumber para él durante toda la vida, las campañas, avatares, fiestas y batallas que compartieron, los momentos tristes y alegres que pueblan una existencia. Un amigo de esta clase no se muere sin llevarse parte de nuestra propia vida.
«¡Vedlo! ¡Campeón entre los valientes guerreros! ¡Si alguno está manchado de sangre por la espalda, se debe a la rosa que, al salir, abrió el dardo que orado su pecho! ¡Gloria a los que vendieron su vida en el combate! ¡Contemplad cómo sus labios escupen desprecio hacia sus enemigos! Sus pupilas, todavía brillantes, muestran la burla que les inspiraron.
«Cercados por la multitud de los creyentes de Alá, formando con los escudos una muralla tan fuerte como una montaña, apretados en fila como el caparazón de una tortuga, segando con las espadas el aire que gemía por las heridas de sus ágiles molinetes, mantuvieron su línea los valientes hijos de Thor, respondiendo con sus pesados aceros a los golpes, cubiertos con los redondos escudos, sin que los brazos tuvieran momento de reposo. Innumerables y feroces eran los enemigos que les acosaban, que cargaban a cada instante con renovado esfuerzo, de tal modo que los constantes golpes sobre los escudos, y el batir de las espadas entrechocando en la ofensiva y defensa, unido a los gritos que para amedrentar a su contrario prodigaban todos, resonaba entre los muros y era devuelto por el eco de la montaña un estruendo ensordecedor, enfebrecidos por el sabor de la sangre que les bañaba los labios desde sus propias heridas, o salpicada del contrario, el cual la expulsaba a borbotones desde la cabeza hendida, el hombro partido, el pecho convertido en volcán.
«Asistidos por Alá, que les amparaba con su fuerza, luchaban los sarracenos como poseídos, acosando sin tregua a nuestros bravos guerreros, que les respondían con ardor, derribando filas enteras de oponentes que eran pisados y rematados, mientras volaban sus almas al paraíso que les promete su dios.
«Durante dos días, bajo el rigor del sol ardiente y el hielo de la gélida luna, los hijos del desierto pagaron con sus vidas la osadía de retar a los fieros seguidores de Odín, cuyos gritos sonaban como rugidos de león. Hasta que en la tercera jornada de ininterrumpido combate, sin tiempo para comer ni descansar, ni reparar fuerzas, enfrentados a continuas oleadas de enemigos que de refresco acudían a vengar a sus muertos, fueron debilitándose sus brazos, aunque jamás el ánimo, hasta contemplar finalmente rotas sus filas y a los adversarios asediándoles por los flancos, atacados por todos lados. Entonces usaron sus espadas para arrojarlas contra los pechos de sus contendientes, muchos de los cuales exhalaron el alma por su atrevimiento, y se sumergieron en las tinieblas; esgrimieron luego el hacha gloriosa, que siega cabezas y hiende hombres y corceles bajo el impulso poderoso de los valientes brazos vikingos.
»Fue entonces, atronando las gargantas sus fieros juramentos, para compensar con la fuerza del espíritu la debilidad de los brazos, cuando Thumber, a cuyos pies sucumbieron los más aguerridos capitanes de la hueste enemiga, derribados sin vida por la fuerza de su golpe poderoso, recibió el apoyo de Thor, el dios del martillo, al que se mantuviera fiel durante su vida y consagrara todas sus victorias; así se acrecentó su vigor y pudo multiplicarse para acudir en ayuda de los más acosados y cerrar con ellos la brecha más peligrosa, mientras animaba a los desasistidos. Su valor contagió a todos los experimentados guerreros, que eran conscientes de ser éste el último de sus combates, después de mil victorias, pues se sentían llamados por Odín con gloria para disfrutar el Walhalla junto con los héroes y los dioses.
«Cada vikingo se presentó ante la divinidad con brillante cortejo de enemigos muertos, que proclamaban la gloria de sus mil triunfos; en los cielos sonaron los pífanos anunciando la entrada de cada héroe que sucumbía derribado por la masa incalculable de sus contrarios, cuyo número aumentaba sin cesar conforme ellos exhalaban el último suspiro. ¡Quedó solo Thumber, el dios, el poderoso guerrero, el bravo entre todos los valientes, aquel por el que Odín y Thor mandaron entonar el más glorioso himno para recibirle! Cien guerreros le rodearon. Ninguna herida manchaba de sangre sus propios vestidos; antes que alcanzarle, perecían bajo sus golpes. Los capitanes que quisieron probar su fuerza y avanzaron contra él, pagaron con su vida la osadía.
«Luchaba Thumber sobre montañas de oponentes derribados por sus golpes. Como pasaban las horas del tercer día sin que el poderoso rey mostrara fatiga, antes bien parecía cobrar fuerzas conforme las almas de sus enemigos escapaban de sus cuerpos, el famoso Rayo de Mahoma, que observaba el combate desde prudente distancia sin atreverse a medir su valor con el del rey, mandó que doscientos arqueros y otros muchos con sus lanzas se acercasen para disparar venablos contra él, después de retirarse los que combatían cuerpo a cuerpo. El mismo Rayo de Mahoma volvió grupas para no contemplar el triste fin de su rival, y no ocultó las lágrimas que le inspiraban la muerte de tan valiente guerrero.
«Aislado quedó el rey, que se destacaba con su gigantesca silueta, sobre la montaña de cadáveres de sus enemigos. Recibió la primera, cien, mil saetas que le dispararon desde la distancia, sin osar medir con él sus fuerzas, hasta que el pecho valiente no pudo recibir una flecha más.
»Inmóvil, erguido, desafiaba todavía a los sarracenos y les retaba con el molinete de su hacha invencible; aún tuvo ardor para amenazar al Rayo de Mahoma que se retiraba con aflicción. Y profirió un rugido que heló la sangre de sus enemigos.
«Pareció enviar su alma al Walhalla mientras retrocedía tambaleante, pugnando por mantenerse firme; hasta entonces jamás doblegara la rodilla en un combate. Estaba falto de vida.
»Vino a quedar en pie apoyado contra el muñón de un muro derruido, empuñada el hacha, embrazado el escudo, el pecho repleto de dardos como erizo, cual si estuviera recobrando el aliento para reanudar el combate.
«Contemplarlo todavía causaba espanto a sus enemigos, pues temían que se encontrase aún con vida y cargara sobre ellos aquel valiente que tanta mortandad les había causado.
«Fue a Odín con toda su fuerza, para medirse en adelante, en incruenta lid, con todos los héroes que le contemplaron admirados desde el cielo y se apresuraron a recibirle gloriosamente. ¡Porque Thumber, el rey, ha muerto sin doblegar la rodilla, sin ser vencido!»
Justo tributo al más valiente de los reyes era el canto del bardo, que perpetuaría la gesta y la memoria de tan excelso guerrero en los tiempos futuros, acto inicial de las honras que debíamos dispensarle para exaltar su fama
Si en vida causaba espanto a sus enemigos, contemplarle sólo afecto y amor inspiraba entre sus hombres. Pero todos vacilaban ahora en acercarse para ayudar con sus manos a descenderle hasta el suelo, en busca del reposo de una existencia consumida en el ardor y la furia del combate. Que si para los demás, la actitud de su cuerpo incitaba a reanudar la lucha, adivinábamos nosotros que nos estaba reclamando la paz, el reposo, la armonía del entendimiento, y nos invitaba a emprender un nuevo camino. Le contemplaba como el fin de una etapa rematada con orgullo y lealtad, mientras se gestaba en aquel instante el prólogo de otra vida, pues ¿de qué nos serviría su esfuerzo, y el de cuantos murieron en el combate, si con su sangre no germinaba un nuevo orden? Éramos nosotros, precisamente nosotros, quienes deberíamos encender la antorcha para iluminar los nuevos tiempos que ante nosotros se abrían.
Volví la espalda, siguiendo el gesto de mis compañeros. Aun cuando uno se encuentre absorto se percibe a veces, intuición o presentimiento, la emanación de otra energía que atrae nuestra atención. En aquel caso era un nobilísimo caballero que se acercaba, seguido por sus escuderos que portaban la armadura y las armas. Todos ellos cabalgaban magníficos corceles de guerra.
El altísimo linaje del caballero irradiaba de sí mismo y de cuantos le rodeaban. Si todo en él era regio -ostentaba una gran cruz en el peto de la armadura-, no lo eran menos los atuendos de sus servidores y la pequeña comitiva que le seguía, con ricas vestiduras y gualdrapas en las cabalgaduras, y en el estandarte lucía una cruz y cinco castillos, repetidos en el escudo que juntamente con las armas portaba un doncel. Su presencia, ante aquel marco de desolación, ruinas y muerte, concedía al entorno un influjo de majestad.
Tan fijas mantenía en él las pupilas que nada más distinguía. Descabalgó para acercarse unos pasos en dirección a Longabarba. De su rostro se irradiaba una sonrisa que más parecía reflejo de felicidad interior, y finalmente se arrodilló junto al anciano peregrino, que se mantenía erguido, la mano apoyada en el báculo. El contraste entre la pobreza del obispo y la magnificencia del otro personaje, y su contraria actitud, ensalzado el primero, humillado el segundo, presididos ambos por una dignidad que les era innata, sobre parecer un contrasentido requería una explicación. El desconocerla era lo que nos maravillaba. Todo sucedió de repente.
«Volvéis a dar sentido a mi existencia, santo obispo -exclamó el personaje, la voz velada por la emoción-: Hace años que desesperaba de encontraros. La luz que irradia vuestra santidad me ha conducido hasta vos nuevamente, y por ello doy gracias al cielo.»
Era la primera persona, aparte de mí, a la que escuchaba reconocer que del obispo peregrino se traslucía un nimbo de luz, que nadie más que nosotros distinguía. ¿Qué significado podría encerrarse en tal coincidencia? ¿Por qué sólo nosotros dos? ¿Qué nos unía, entonces?
El personaje besaba el borde del viejo sayal del obispo, manchado con polvo de todos los caminos del mundo. Le hizo levantarse con gesto cariñoso y se contemplaron ambos erguidos, para acabar fundidos en un abrazo. Entre tanto, murmuraban palabras de contento y salutación por el inesperado encuentro.
«Príncipe -me dijo Longabarba-, sin duda habréis reconocido al valeroso guerrero, al más poderoso rey de los cristianos: Avengeray, Señor del País de los Cinco Reinos. -Y dirigiéndose al rey-: Mi señor Avengeray: contemplad al príncipe Haziel, hijo de la reina Elvira, nieto de la reina Ethelvina, mi señora y vuestra reina, reunidos aquí para lamentar la muerte del rey Thumber, cuyos despojos mortales podéis contemplar.»
Como un rayo de luz atravesó por mi mente cuanto había escuchado sobre la rivalidad de Avengeray y mi padre, sus orígenes, su historia, el odio de mi madre, los avatares que condicionaron nuestras vidas y marcaron nuestro sendero, conducidos por aquel laberinto de los días y noches que componen nuestra existencia. ¿Cómo no le reconociera desde el primer instante, al contemplar el símbolo de su majestad en la cruz y los cinco castillos del estandarte?
Hubiera correspondido que el insigne y poderoso rey me saludase antes que nada, pero fue más fuerte la impresión que le causaron las últimas palabras del obispo, al señalarle el cuerpo erguido, que todavía imponía espanto, del que fuera su mortal enemigo, asido a sus armas, en actitud de lanzarse de nuevo al combate si la vida no hubiera huido de él.
Adelantó unos pasos para contemplarlo de cerca; le seguí con Longabarba y Mintaka, al que siempre tenía a mi lado para asistirme, igual que el escudero portador de las armas seguía a su señor.
Tardó unos minutos en pronunciar sus palabras, que me dirigió como un saludo. Imaginaba el cúmulo de ideas y sentimientos que habrían cruzado su mente en tan brevísimo espacio. Sin perder la serenidad ni la calma, con la majestad de su altísima autoridad, pero al propio tiempo sencillo de entonación, humano de gesto:
«La venganza me condujo hasta aquí, príncipe. Ella ha concertado todos mis pasos. Y ahora, que para mi pesar contemplo sus despojos, me doy cuenta de la inutilidad de mi esfuerzo; deseo proclamarle como el más valiente y leal de mis enemigos.»
Palabras de un gran rey, pensé, que me obligaban, como hijo y como príncipe, a corresponder con igual dignidad. Pues sin pensarlo percibía que aquel instante fraguaba el cambio más trascendental de mi existencia, la eclosión de una nueva forma que emergía desde el pasado, que agonizaba en aquel preciso segundo, frontera de dos mundos. Las palabras de Avengeray representaban el final y el principio. Llegado era el momento de levantar un nuevo edificio sobre cimientos vírgenes.
«Vuestras palabras honran vuestra grandeza, señor. Sabed, si ello os importa, que este rey que contempláis muerto, sin haber sido vencido jamás, os tuvo siempre en gran respeto, como el más perfecto caballero y valiente guerrero entre todos los cristianos. Nunca dejó perder lugar ni ocasión de proclamarlo con orgullo. Y aunque hubiera gustado poseerla, en nombre de mi padre os regalo su espada; nadie con más honor podrá empuñarla nunca.» Avengeray alargó sus manos para recibir el presente que le entregaba y llevó a sus labios la cruz formada por la empuñadura y la hoja, que besó con respeto. Me dolía desprenderme de tan querida joya, pues ninguna otra apreciaba más en la vida. Por ello la entregara a Avengeray, quien sonrió y, llegándose hasta mí, me la ciñó y abrochó el tahalí.
«La mayor nobleza la poseéis vos en los sentimientos -me dijo-. Doblad la rodilla en tierra, si no os importa.» Lo hice. Tomó él la espada que portaba su escudero, siempre a su lado, y golpeó blandamente mis hombros, al tiempo que decía: «Os he rogado arrodillaros como príncipe. Ahora, en nombre de mi Dios, os nombro caballero. E interpretando el deseo de vuestro padre, os mando que os incorporéis como rey».
Así lo hice. Confuso por la rapidez de los acontecimientos. Emocionado por el alud de sentimientos que se me despertaban.
La voz de Mintaka resonó junto a mi oído, unida a la de todos los guerreros, vitoreando a su nuevo rey; proclamaron su majestad, reconocieron su autoridad y se obligaron a su servicio, como ante Thumber, en la paz y en la guerra, en las fiestas y los combates, hasta entregar la vida cuando fuere necesario. El estallido de júbilo era tan unánime que el gesto de Avengeray había servido de catalizador de todas las voluntades y todos los deseos.
«Os prometo -les dije cuando finalmente me dejaron hablar- ser un digno señor de todos, para que lo proclaméis con orgullo. Ahora, aceptad mi primera orden: ocupémonos de nuestros camaradas muertos. Hagamos una pira y llevemos sus cenizas a la patria. En cuanto al rey Thumber, expresó el deseo de que la pira le consumiera en la veramar. Llevémosle, si os parece, en cumplimiento de su voluntad.»
Como el parecer era general y coincidente, que expresaban golpeando con las armas los escudos -lo que a su vez representaba un homenaje a mi nombramiento, según nuestra costumbre-, ordené a Mintaka disponer todo. Esto representaba confirmarle mi lugarteniente, como lo fuera de mi padre. Entonces mi viejo y querido bardo, al que amaba como padre, amigo, hermano y maestro, me saludó como rey.
Despachadas las órdenes, en breve fui a reunirme con nuestro egregio visitante, quien conversaba con Longabarba, y alcancé a escuchar sus palabras:
«Cansé mi vida con el propósito de conseguir lo que pensaba habría de producirme contentamiento, convertido en la justificación de mi existencia y la de mis leales amigos. Vi morir a mi buen Cenryc, el hombre fiel. Aedan, el genio de la guerra. Teobaldo, que en todo ponía orden. Alberto, concertador de ánimos. Y a Penda, que exhaló su alma revestido de pontifical, como le correspondía. Murió, finalmente, mi señora y reina, Ethelvina, de quien nunca llegaré a saber si encontré para mi bien o para mi desgracia. Es curioso comprobar cómo el tiempo nos descubre significaciones que no se percibieron en su momento. He contemplado el paso de los días y cómo todo se desintegra a mi alrededor. No he cumplido mi venganza, y ahora no me duele. Pero todo me parece vacío, como si pesara sobre mí la sombra de mi fracaso.» Se percató entonces de mi presencia, y remató: «Pienso que ha sido Thumber, vuestro padre, quien finalmente ha vencido».
«Permitidme -le dije- que os considere casi mi padre: pudisteis haberlo sido.»
Volvió el rey sus ojos hacia el obispo (¿era suspicacia o presunción mía suponerle alarmado, los ojos tristes, la mirada cansada?), y le inquirió con el gesto, más que con la palabra:
«¿Sabe?»
«Vuestra historia; de no haberos arrebatado Thumber a mi señora Elvira, vos habríais podido ser su padre.»
El rey parecía meditar, como si algún pensamiento le pesara en el alma.
«Habéis honrado a mi padre con vuestras palabras, y a mí con vuestras obras. Complacedme, gran rey, en lo primero que os pido: no nos honréis sólo con vuestra presencia: hacedlo con vuestra compañía, vuestro apoyo y vuestra experiencia. Encontraréis en mí a un humilde servidor de vuestra grandeza. Que el noble odio y rivalidad que sentisteis con mi padre se torne ahora en amor entre nosotros. Acabáis de ensalzar a vuestros nobles aldormanes y amigos, lo que os enaltece. Yo cuento con la fidelidad de mi hermano, el buen Mintaka, y la compañía de este santo obispo que para vos y para mí resplandece en la gloria de su santidad, y nos une a ambos en algo que nos es común. Ayudadme también, mi señor, a ser un rey prudente y sabio que renueve el mundo que todos esperamos habitar mañana.»
Longabarba acogió la idea con alborozo, e insistió entusiasmado:
«Venid con nosotros. Tendréis la maravillosa ocasión de retornar al momento de vuestra encrucijada y decidir sobre el camino que os conviene tomar. Quizás vuestra predestinación consista en la ocasión de enmendar vuestros yerros y los de Thumber. Nunca es el final. ¿Cómo soñáis que debiera ser el reino del mañana? Venid a construirlo ahora. En cada día se forja un mañana. Es a través del pasado, del presente y del futuro, como el espíritu inmortal de cada hombre se proyecta hacia el infinito.»
Cuando nos pusimos en marcha llevábamos una arqueta que contenía las cenizas de nuestros compañeros, y sobre unas andas el cuerpo de Thumber, camino del mar, donde quedaron ocultas las naves.
Aunque intentaba atender a nuestro huésped y amigo, parecía que el rey, con discreción, deseaba dejarme tiempo para que caminase junto a mis guerreros, mientras conversaba con el obispo. Comprendía que después de tantos años separados, sería larga la relación que debieran confesarse. Y me honraba que Avengeray caminase, al igual que sus escuderos y comitiva, en nuestro seguimiento.
Llegados a la playa y localizados los bien ocultos navíos, se comenzó a procurar leña para levantar la pira.
En esta ocupación nos encontrábamos cuando nos alcanzó un grupo de guerreros de nuestro pueblo, que dejáramos en Corona. Su repentina aparición nos causó gran sorpresa. El más caracterizado de todos vino a mi encuentro, y tras breves segundos para recobrar el aliento, agitado por la carrera, acabó anunciando, con voz sofocada por su propia pena:
«Sabed, príncipe, la triste noticia que os traemos: la reina Elvira, vuestra madre, ha abandonado el mundo de los vivos, tras un ataque de enajenación, algún día después de vuestra partida.»
Un nuevo golpe que colmaba mi sufrimiento. El dolor rebosaba en mi alma contristada. Pero yo era el rey de mi pueblo. Mis hombres esperaban estar regidos por un valiente capitán. Y ese sentimiento acabó abroquelándome para mantenerme impávido ante todos, aunque llorando con el alma.
Tuve la presencia de ánimo para dirigirme a Avengeray y comunicarle la infausta noticia. Después de mí, ¿quién podía sentir mayor dolor por aquella desgraciada mujer que se había quitado la vida, abrumada por sus propios errores?
Era cierto que Avengeray la amaba. Pues a nadie viera demudársele así el color, con un esfuerzo para conservar la dignidad cuando la angustia le atenazaba y las lágrimas inundaban sus ojos.
Impulsivamente extendió los brazos y me rodeó:
«Permitidme que por una sola vez os abrace con el dolor de un padre.»
Longabarba, con la mirada suplicante, se dirigió al rey:
«¿Hablaréis ahora, señor?»
Entendí que me concernía, y por ello:
«Decidme lo que debáis», animé a Avengeray.
El rey había templado el ánimo, sobrepuesto de la impresión, y replicó con firmeza, aunque con afecto:
«Ningún hombre debe sobrepasar sus límites, rey. No me corresponde hablar.»
Consideré prudente dejarle con Longabarba y reunirme con mis guerreros y Mintaka, llenos de dolor por la pérdida de la reina, a la que todos amaban, aunque ignorantes de su tragedia privada y personal. Les animaba con la idea de regresar a la patria para que reemprendieran la tarea de concluir la pira, donde fue colocado el cuerpo de Thumber y se finalizaron todos los preparativos para iniciar el ritual.
Entonces tomé de mi cuello el relicario que siempre llevaba, recibido de ella en la niñez, y lo coloqué sobre el cuerpo del difunto rey, para que simbólicamente quedaran unidos en la muerte.
Me despojé de todos mis vestidos.
Cogí una tea encendida en la pequeña hoguera: retrocedí de espaldas hasta la pira -la otra mano la conservaba sobre las nalgas, como era preceptivo- y prendí las llamas en la base, donde se había colocado material de rápida combustión, bajo los leños que formaban la torre. Cuando se levantó la llama llegaron mis hombres para arrojar sus teas encendidas sobre la pira.
Pronto se alzó una llama gigante que la envolvió y se cimbreó con lenguas rojas en el aire iluminando el contorno, la superficie quieta del agua, la playa, los árboles que circundaban el lugar. Una luminosidad cambiante y mágica horadaba la noche.
Me encontraba entre la antorcha y el mar cuando se me acercaron Mintaka primero, después Avengeray y Longabarba.
«He decidido abdicar en vuestro favor la corona del País de los Cinco Reinos, Haziel. Creo que una renovación exige el esfuerzo de un joven rey. Yo me retiraré a la montaña para acabar mis días como eremita.»
Longabarba casi le interrumpió:
«No penséis en morir: os lo prohíbo. Ayudemos también nosotros a construir ese mundo nuevo, puesto que nadie puede corregir bien una cosa mal hecha, según he leído.»
«Quedaos, gran rey -le insistí con profundo respeto y cariño-. No me siento con fuerza para acometer solo tan ingente tarea. Os preciso para escribir el nuevo espíritu sobre las hojas en blanco del libro sagrado que se esconde bajo la mole del negro Corona.»
Miré la pira, antorcha gigantesca, donde se consumía el cuerpo de Thumber. Quizás él contemplaba también los despojos de la reina Elvira.
«No puedo negarme -concluyó al fin-. Mucho me complacería seros de alguna utilidad.»
Nuestras sombras danzaron sobre el mar reflejadas por las llamas crepitantes, que lanzaban al aire profusión de estrellas.
Mientras nos abrazábamos los cuatro, satisfechos de hallarnos reunidos, recordé al poeta y exclamé, con acento brillante de esperanza:
«Joven y solo caminé por el largo sendero hasta perder mi camino. Feliz me sentí al encontraros, pues el hombre se regocija en el hombre.»
Por detrás del mar, más allá del resplandor de la hoguera, quedaba la interrogante brumosa del finisterre, que también estábamos dispuestos a iluminar. Pues la esperanza moraba ahora entre nosotros.
Campoamor, Riveira, Molina de Segura, julio de 1983.