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E. Cinco.

– Cualquiera sabe, sí. A mí no me parece que hayas cerrado en falso la herida de tu madre; la intemperie, a fin de cuentas, es lo único sano para curar heridas, tú rechazaste los emplastos, saliste adelante por el camino más difícil. Ahora puedes contarme que me echaste de menos, decirme lo que entonces querrías haberme dicho, ahora que es un lujo porque has puesto distancia entre la herida y tú, a eso nunca te puede ayudar nadie, o aprendes solo o te hundes; y oírme a mí claro que es otro lujo, a ver si te crees que las cosas que te cuento esta noche con su dejillo de filosofía las sé porque las he leído en un libro, no hijo, ni hablar, antes de ser palabra han sido confusión y daño, y gracias a eso, a haber pasado tú tu infierno y yo el mío podemos entendernos esta noche; vivimos un lujo, el de poderlo contar, el de tenernos cosas que contar mientras entretenemos la espera de que la abuela pase al otro mundo; las lágrimas, los laberintos mentales y esa opresión en el pecho de tantas mañanas cuando abres los ojos se han convertido en tema de conversación, eran su precio, la conversación se paga de antemano, al entrar, no al salir. Mira, pasa como con los psiquíatras; si vas a un psiquíatra a contarle los males de tu alma y eres capaz de contárselos medio correctamente, de qué te sirve ya el psiquíatra, lo grave es cuando se te forman esos grumos de sombra y de maldad, daño puro, sinrazón que te paraliza el pensamiento y te entorpece cualquier posibilidad de discurso, porque discurrir es fluir, claro, y esos estados son como diques en la corriente de un río, ahí no cabe psiquíatra, cabrían en todo caso duendes, genios o espíritus que te pudieran adivinar el mal sólo con mirarte a la cara sin tenerles tú que decir palabra alguna, apariciones providenciales como esas que en forma de viejecito disfrazado o de animal que habla le salen al camino en los momentos de mayor peligro al héroe de algunos cuentos, formulan el consejo que precisa y se esfuman después, acuden en el momento preciso, por pura brujería. Pero lo malo del psiquíatra es que no se te aparece, no surge dibujado en las paredes de tu cuarto cuando las estás mirando con asco, con el deseo de que se te caigan ya de una vez encima y te sepulten para siempre, en esos momentos críticos el psiquíatra no sabe de tu existencia ni le importa un bledo, está en un congreso o pasando consulta o cenando con amigos, eres tú quien tendría que localizarle, llamar por teléfono, tomar hora para la visita, llevarla a cabo con un mínimo de convicción, y esa montaña de obstáculos no es pensable siquiera que la puedas saltar, necesitarías la capacidad de reacción ante estímulos mucho más elementales, contestar si te llaman por tu nombre, levantarte a comer, abrir la ventana, qué le vas a decir a nadie cuando te viene el ramalazo ése, ni moverte puedes, ni respirar cuanto más una serie tan trabajosa de determinaciones como pensar en un señor al que no has visto nunca, que vive en otro sitio, con la pereza que dan las caras nuevas cuando está uno así, y luego decidir ir a visitarle, coger un medio de locomoción, buscar el portal de la casa, subir, esperar en una salita tal vez incluso teniendo que aguantar la presencia de otras personas que te miran en silencio, un silencio denso que se corta con un cuchillo, porque sabes que están pensando, como tú de ellas, "ésa viene a lo que nosotros", pero qué disparate, a quién se le ocurre que vas a lograr hacer todo eso en los momentos que te digo, imposible. Yo creo que los psiquíatras tratan sólo a gente ya medio curada, la que está mal de verdad no los va a ver, de ésos no tienen ni un cliente como no sea la mujer propia o algún amigo íntimo, hijos no digo porque poco se entera un padre, en general, de los conflictos de los hijos. Vivir es disponer de la palabra, recuperarla, cuando se detiene su curso se interrumpe la vida y se instala la muerte; y claro que más de media vida se la pasa uno muerto por volverle la espalda a la palabra, pero por lo menos ya es bastante saberlo, no te creas que es poco. Yo en mis ratos de muerte, que son muchos, de obsesión, de ceguera, cuando soy una pescadilla mordiéndose la propia cola, recurro a ese último consuelo de pensar que lo sé, que desde el pozo de oscuridad en que he caído tengo un punto de referencia por haber conocido lo claro y saber cómo es, me acuerdo de que existe la palabra, me digo: "la solución está en ella, otras veces me ayudó a salir de trances que me parecían tan horribles como éste o peores", y aunque en ese momento llegue a repudiarla y me niegue a coger la mano que me tiende o hasta pueda parecerme la mano de un amigo pelmazo, lo que no dejo de saber es que me la tiende, cosa que algunas veces todavía da más rabia, te advierto, irrita su invitación silenciosa a hacer un esfuerzo, aquella presencia invisible, agobia tanta fidelidad perruna, le tirarías con algo: "¡que se largue!", porque cuando ya te regodeas en esos revolcaderos limítrofes con la locura lo que más te molesta son las soluciones; pero de todas maneras siempre es distinto el caso de quien conoce la existencia de un cajón que guarda medicinas infalibles y sabe dónde puede encontrar la llave, aunque no tenga ganas de levantarse a buscarla, que el de uno que no ha oído en toda su vida hablar de tal llave ni de tal cajón, menuda diferencia, ése sí que está muerto. Y con esto de convertir el sufrimiento en palabra no me estoy refiriendo a encontrar un interlocutor para esa palabra, aunque eso sea, por supuesto, lo que se persigue a la postre, sino a la etapa previa de razonar a solas, de decir: "¡ya está bien!", encender un candil y ponerse a ordenar tanta sinrazón, a reflexionar sobre ella, reflexión tiene la misma raíz que reflejar, o sea que consiste en lograr ver el propio sufrimiento como reflejado enfrente, fuera de uno, separarse a mirarlo y entonces es cuando se cae en la cuenta de que el sufrimiento y la persona no forman un todo indisoluble, de que se es víctima de algo exterior al propio ser y posiblemente modificable, capaz de elaboración o cuando menos de contemplación, y en ese punto de desdoblamiento empieza la alquimia, la fuente del discurrir, ahí tiene lugar la aurora de la palabra que apunta y clarea ya un poco aunque todavía no tengas a quien decírsela, y luego ya sí, cuando se ha logrado que madure y alumbre y caliente -que a veces pasan años hasta ese mediodía- entonces lo ideal es que aparezca en carne y hueso el receptor real de esa palabra, pero antes te has tenido que contar las cosas a ti mismo, contárselas a otro es un segundo estadio, el más agradable, ya lo sé, pero nunca se da sin mediar el primero, o bueno, puede darse, pero mal.

¿Por qué crees que te entiendo yo a ti ahora?; pues, por muy raro que te parezca, porque ya no me necesitas, eso no tiene vuelta de hoja. Y dirás lo que quieras, pero la sazón de hablar de tus angustias infantiles es ésta, esta habitación, esta noche, Juana ahí dentro dispuesta a salir a avisar de que se nos acabó la conversación, y los árboles fuera con la luna, los libros por el suelo, toda esta espera del amanecer, saber que está al llegar la muerte en su caballo, y nosotros así como estamos sentados, tú con tu edad de ahora y yo con mis errores y fracasos a cuestas, oyéndote desde ellos, confluyendo a tu hilo desde el mío, que por eso te entiendo y te escucho; no, Germán, no viene a destiempo el discurso, qué va a venir, discurre hoy porque hoy puede, porque su tiempo y su lugar de venir eran éstos, y la prueba la tienes en que se teje bien. Si hubiera acudido desde la India a los pies de tu cama, pobrecito, una de aquellas noches en que tanto sufrías y me invocabas tanto, no habrías hecho más que llorar abrazándote a mí, pero yo no habría abarcado ni entendido tu tristeza porque estaba en bruto, era algo que padecías, en lo que te ahogabas y que sólo al cabo de tu valentía para aguantarlo has sido capaz de elaborar, no cabe el análisis en carne viva; tal vez habría conseguido aplacar tu hambre de cariño, aunque tampoco creo, era demasiado egocéntrica por aquellos años, pero en fin, lo que sí te digo es que no hubiéramos hablado como hoy.

Yo era otra, Germán, compréndelo. Ahora, según te escucho y revivo el torbellino de mis experiencias, entusiasmos y viajes durante esos años en que tú me necesitabas tanto, pienso que cuántas horas habría podido dedicaros a la niña y a ti, me parecen absurdos mis proyectos cambiantes, mis inquietudes políticas, mis múltiples estudios comenzados y tantas amistades sin granar, pero lo pienso ahora, cuando he sido capaz de contratar una ambulancia y traerme a la abuela a morir a Louredo y mirarle a Juana a la cara, cuando llevo más de un año haciendo revisión de mis errores y aguantando a pie quieto la soledad; la tuya de esos años me duele como los hijos que me negué a tener y que ahora desearía, echo de menos todo lo que no he sido capaz de dar. Pero lo echo de menos esta noche, la del traje de pana que vino con el hombre retraído y que no le dejaba meter baza poco caso te podría haber hecho y poca compañía, le gustaba brillar, fascinar, dejar huella en los demás, y la compañía es otra cosa, creo que hiciste bien al no mandarme nunca aquella carta. Si me hubieras pillado en un momento de acorde generoso puede que le hubiera dicho a Andrés: "Nos traemos una temporada al hijo de mi hermano a que vea un poco de mundo, que parece que está triste", dinero teníamos entonces de sobra y él me habría secundado el arrebato porque solía aceptar mis caprichos, todavía se pliega desde lejos a ellos y nada me reprocha, le son bastante indiferentes las variaciones argumentales, él las llama quiebros, dice que de una situación cualquiera lo importante no son los quiebros que vaya dando sino el partido que se saque de ellos, o sea no propiamente lo que te pasa, ¿entiendes?, sino cómo lo enfrentas y te ejercitas a través de ello. Todavía este invierno me lo dijo, la última vez que nos vimos: "Haz lo que quieras, Eulalia, viaja, diviértete, por mí como si te vas a vivir con un grupo de bantús, pero que no te desaproveche; en la situación más disparatada tú pon siempre a salvo la neurona, esta franjita de aquí, ¿estamos?", y se hizo una raya horizontal en la frente así con el índice y el pulgar mientras me miraba con bastante sorna. Y me cortó. Yo llevaba un rato haciendo exhibición de lo bien que lo paso y de la gente nueva que conozco, le había empezado a dar nombres y detalles de vidas ajenas, me estaba embalando y a él eso de que le hablen de personas desconocidas, igual si se las ponen por las nubes que a los pies de los caballos, no le produce la menor curiosidad, le gusta hablar de cosas, pero de personas le aburre, dice que es como si le estuvieran leyendo la guía de teléfonos, y aparte de que, conociéndolo como lo conozco, no me explico cómo había yo caído en una torpeza tan grande, es que toda la entrevista estaba montada sobre una mentira, porque precisamente en aquella fiesta de fin de año donde me encontraste oí decir que a Andrés se le veía en todas partes con una alumna suya y desde entonces me habían entrado unos celos furiosos y estaba buscando un pretexto verosímil para verle, no encontré otro que el de que me firmara unos papeles, muy verosímil no era, desde luego, porque de todos los asuntos prácticos se ocupa un amigo abogado debido a nuestro desorden, y que yo me preocupe a estas alturas de llevar y traer papelitos, por importantes que sean, le puede extrañar a cualquiera que me conozca un poco, pero al final pensé: "Si nota que tengo ganas de verle, que lo note, ya me encargaré yo de que le guste y se divierta conmigo", y fui a la cita con una capa de terciopelo verde que me compré exprofeso, pero aunque me sentaba muy bien era un poco demasiado espectacular para media tarde y además es muy pobre tener que recurrir en casos así a comprarse ropa nueva, de vaqueros habría tenido que ir, lo pensé ya en el coche, no sé si porque la capa era incómoda para conducir o porque un fontanero me había dicho al salir de casa: "Adiós, Drácula", las dos cosas influirían para hacerme desconfiar de aquella prenda tan aparatosa, me acordé de lo que decía tu madre del barroco, sólo se viste uno con ropajes así cuando quiere cubrir un vacío y no está seguro de su propia capacidad de captar la atención ajena a base de palabras mondas y lirondas, es síntoma de tenerlas algo enfermas. Y las mías delante de Andrés lo estaban, lo vi en seguida, tenía que estar preocupándome de ellas como de un rebaño anquilosado y cobarde y a él se le notaban esfuerzos de atención; yo conozco de sobra la expresión de una cara cuando escucha bebiéndose mis palabras, tú esta noche, a ratos, me miras de esa manera y Andrés miles de veces, solía decir que sólo lo que yo le contaba le parecía verdad y cuando me callaba me alentaba con un gesto:… "¿Y?…". Bueno, pues esa tarde no, mientras me la quitaba, me miró la capa de reojo y pudo pensar que era elegante, ¿y qué?, pero yo no estaba logrando divertirle ni poco ni mucho; y entonces como reacción es cuando me salió esa veta agresiva y facilona de contar aventuras personales, rodeos para darle celos en vez de preguntarle por las buenas que quién era aquella chica con la que le veía todo el mundo, en fin lamentable, el expediente más barato que se puede dar entre personas que se han querido bien, porque además es que le estaba metiendo mentiras, yo qué le voy a sacar partido ahora a lo que hago si me aburro en todas partes como un tigre, y él se dio cuenta, claro, ese juego no lo admite, es por lo que me cortó. La frase de "tú pon siempre a salvo la neurona" con el signo que se hizo en la frente era como echarme la barrera, es una expresión que usábamos en tiempos para criticar a la gente rutinaria y cerril, quería decirme: "venga ya, mujer, no me cuentes tonterías", y cuando Andrés corta juego no hay manera de volver a coger la baraja, una conversación que le molesta oír no se la suelta nadie, así que, como lo conozco, ya me quedé sin saber qué tema atacar, reducida a disimular mi creciente incomodidad, a comentarios banales sobre política, a preguntarle por amigos comunes que maldito lo que me importan, por su trabajo en la Universidad, a pedir otra copa, al pitillito, y él encendiéndome uno tras otro totalmente impenetrable y tranquilo, o por lo menos eso parecía; yo me agarraba aún, en breves ráfagas de aliento, a la sospecha de que mis nuevas amistades pudieran despertarle celos y que por ese motivo prefería que no se las mencionara, pero eran ganas de agarrarse a un clavo ardiendo, Andrés nunca ha sido celoso y además la indiferencia con que se estaba comportando parecía cualquier cosa menos ficticia, me había dicho en seguida de vernos que a las seis se tenía que ir y el reloj ya lo había mirado con disimulo dos veces; yo me acordaba de que unas horas antes, mirándome al espejo después de un baño largo, me había dicho: "O poco soy y valgo o me estoy con Andrés hasta la madrugada, hasta que sea yo la que me aburra de él", esas jactancias solitarias son siempre un poco suicidas porque luego el terreno que vas perdiendo minuto a minuto te parece mucho más irrecuperable y ya no puedes dejar de pensar que el otro se va a ir, que está pendiente de la hora, o sea que el tiempo se convierte en una pesadilla, empieza a poder más que tú, cómo vas a pactar con él ni a estar mínimamente cómoda si es un enemigo, y ya nada, deseando largarte, todo lo que dices te parece relleno para demorar la despedida que te amenaza. Así que cuando me levanté del bar donde estábamos me había dado por vencida en el empeño de crear un clima grato y atractivo que nos hiciera olvidarnos del tiempo y de aquella cita suya, de sobra comprendía que era como retirarse de un examen, pero no podía resistir mi crescendo de sosera y de impotencia, me levanté de repente, de una forma brusca: "Vámonos", por lo menos ser yo misma la que pusiera fin a aquel suplicio, ni siquiera esperé a que él acabara de pagar, no podía, salió detrás de mí: "Pero bueno, espérame, ¿qué te pasa?". "Nada, que también a mí se me hace tarde", iba andando un poquito delante de él y el aire frío me hacía revolear los bajos de la capa, le he tomado una manía horrible, no me la he vuelto a poner. Llegamos a mi coche, le di un beso en la mejilla, de esos que luego al recordarlos no te han dejado sustancia ninguna, que ni siquiera has aprovechado la cercanía para reconocer un olor suyo: "Ciao, nos llamamos", él una frase así no la habría dicho nunca porque no soporta la cordialidad convencional y además porque está visto que no me pensaba volver a llamar, me miraba imperturbable parado allí en la acera mientras yo sacaba las llaves del coche procurando que las manos no me temblaran, estábamos en Rosales, qué puesta de sol más maravillosa había, el cielo malva y helado como si se hubiera vestido de fiesta no sé para quien, y a pesar del nudo que tenía en la garganta aún fui capaz de preguntarle si quería que le dejara en algún sitio, él nunca ha sabido conducir, dijo: "No, voy aquí cerca, gracias", no sé dónde iría, es lo último que me dijo, la última vez que lo he visto, el 7 de enero.

Pero fíjate, Germán, la fuerza que tienen las palabras, siempre volvemos a lo mismo, porque te aseguro que no era tenerme que marchar a casa sin aprovechar a pleno rendimiento aquella noche que se anunciaba con tiznones grises manchando el cielo malva lo que me hacía llorar por el paseo de Rosales adelante, ni siquiera el haber dejado sin aclarar la posible historia de Andrés con su alúmina, qué va, el clavo fijo era la palabra neurona, como un amigo muerto atravesándose en mi camino, no podía dejarme de acordar del tono con que él la había dicho, del gesto que había hecho con el pulgar y el índice rayándose la frente, era igual que pasar la lengua sobre una herida, y es que, ¿sabes?, esa palabra dicha de aquella manera especial pertenecía a nuestro tejido verbal, a un código particular e intransferible, medio jerga científica, medio broma, medio argot callejero, que habíamos ido urdiendo en común para defendernos de la gente y para aislarnos de ella, era nuestro terreno, lo más nuestro que teníamos; de cualquier amistad o de cualquier amor lo verdaderamente inherente y particular es el lenguaje que crea según va discurriendo, mejor dicho el lenguaje es la relación misma porque al inventarse se configura el amor sobre él, igual que no se puede separar el caudal de un río de su cauce; tú y yo ahora, ¿por qué nos sentimos cerca?, pues porque hablamos de una determinada manera, hemos creado lenguaje común, ¿sí o no?, pero también porque hay cosas que nos hacen estar cerca y al hablar las descubrimos, es la técnica del boomerang, con que si nos pasa a ti y a mí en este poco tiempo que llevamos hablando -…bueno, no tan poco, tú, ¡qué barbaridad! son las cuatro-, pues te digo, fíjate lo que sería con Andrés tantos años juntos, tela marinera, puro texto ha sido mi historia con él; y así me resultaba insoportable que esa palabra muerta se reencarnase de repente, era una aparición macabra, desvinculada de nuestra relación actual, me parecía que Andrés se la estaba diciendo a la Eulalia de antes para comentar con ella secretamente y en burla los manejos de esta otra señora de la capa que venía ahí presumiendo de viajes y aventuras para encelar al varón huidizo, es que era horrible, se me había visto demasiado el plumero, me habían puesto en ridículo aquellos dos idiotas, ya los conocía, cuando empezaban en plan de secretitos al oído no dejaban títere con cabeza y todo el mundo les resultaba intruso, había estado demasiado metido en aquel ajo, en aquella complicidad lingüística de Eulalia-la-de-antes y Andrés-el-mismo-de-siempre como para no reconocer ahora que me marginaban y me hacían víctima de lo que tantas veces había protagonizado. Y después, poco a poco, a medida que pasaban los días y él no llamaba por teléfono, esta sensación de haber sido marginada se me llegó a hacer asfixiante. Ya no podría volver a estar nunca con Andrés en plan de amigotes caústicos, burlándonos de las señoras celosas que les hacen escenas solapadas a sus amantes por los rincones de los cafés -"mira esos dos de esa mesa, vaya tarde que se les prepara", "¿tú crees que tienen tango?", "¡hombre que si tienen tango!"- ¿con qué cara me iba a burlar yo ya nunca de ninguna pareja neurótica del mundo si las únicas ganas que tenía de volver a ver a Andrés estaban presididas por el deseo de arañarle?, divertirme de espectadora con él ya nunca más podría, nunca más.

Se me quitaron las ganas de comer y de dormir y de leer, todo el día pegada como una lapa a la mesita del teléfono, horas y horas, mi única obsesión era llamarle, pero veía con susto que sólo se me venían a la imaginación insultos y reticencias que hubieran marcado más todavía el abismo entre mi terreno y el de aquella pareja feliz y descarada que me lapidaba con sus comentarios, qué invierno he pasado y qué primavera, yo misma veía que era imposible seguir así, pena y rabia me daba haber caído tan bajo, pero lo peor era que cuanto más ridícula me veía, más ganas me entraban de echarle a él la culpa en plan de novela pasional; todo el veneno de esos folletines de los que tanto he renegado en la vida se me desbordaba de sus diques y la marea vengativa venía a incrementarse con imágenes de películas y lecturas posteriores, una procesión de heroínas pálidas con los ojos llorosos y el corazón en ascuas escribiendo cartas que no han de recibir jamás contestación, esperando al amante que no viene, echándole en cara su perfidia, muchachas de los cancioneros galaico portugueses a las que el mar aísla en una roca -"en atendendo o meu amigo, en atendendo o meu amigo"-, esposas engañadas del teatro clásico, Ana Karenina después de su caída, los rostros de Joan Fontaine y de Ingrid Bergman en secuencias sentimentales borrosas, la monja sor Mariana Alcoforado, todas se me agolpaban en el recuerdo prestándome su idioma exaltado y divino, tentándome con él. No sabes la cantidad de veces que, al caer de la tarde, tumbada con mi vaso de whisky allí junto al teléfono, me acometían furores verbales contra Andrés, tenía que hacer esfuerzos inauditos para lidiarlos a solas y convertirlos en una retahíla mansa que acababa siempre en llanto, pero la tentación subsistía: aquella maldita combinación de guarismos de la que me había enterado en mala hora. Es un suplicio, sí, saberse de memoria los siete numeritos que alguien te ha desgranado con total inocencia, así en hilera: dos seis dos nueve seis seis tres, en todos mis cuadernos de este año, en cajetillas de tabaco, en solapas de libros, en paquetes, en todas partes los grabé con saña repasando el trazo por encima a rotulador, a tinta, a bolígrafo, tupiéndoles los huecos de negro, rodeándolos de círculos, de grecas, de la letra A de Andrés, de las t. q. de "te quiero", dibujos obstinados para paliar el trance de la tarde que no termina nunca de pasar, alivios gráficos exteriores de un ritmo pendular escondido de altas y bajas, pura taquicardia de indecisiones: "Le llamo… no, no, no le llamo…, pero qué disparate, ¿para qué?… y eso que ¿por qué no?…, pues nada, porque no, que me llame él si quiere… pero después de todo, qué más da, me lo estoy tomando demasiado por lo trascendente… sí, le voy a llamar, le llamo"…, y así; porque lo inaguantable es que marcando esas siete cifras, haciendo algo tan simple y placentero como meter el índice por esos agujeros sucesivos que los tienes a mano allí delante, hay un ochenta por ciento de probabilidades de que, al cabo de una breve espera, se deje oír la única voz de este mundo capaz de aplacarte la angustia como por ensalmo -"¿quién llama?"- como una mano fresca sobre la frente de quien tiene fiebre, inmediatamente reconocible; porque la voz de las personas no cambia nunca, es algo diabólico y totalmente disparatado que cuando las relaciones con otro ser dan un giro tan copernicano como el que han dado las de Andrés conmigo él siga teniendo, sin embargo, la misma voz que cuando me decía: "No te vayas nunca, no puedo vivir sin ti"; y esa voz la podía volver a oír, bastaba con marcar aquellos números, era un reclamo irresistible, como la luz para la mariposa, y alguna tarde llegué a marcarlos y esperé a que se pusiera, sólo para eso, ya ves qué tontería, para oírle decir "¿quién llama?" que es como pregunta siempre, y yo allí como un ladrón agazapado, como cuando pasaban buscándome en el juego del escondite junto al sofá debajo del que estaba y le veía al otro los pies, pues igual, sin atreverme ni a respirar, y él "diga… ¿quién llama?", lo repetía, al final con bastante impaciencia, colgaba y se acabó; lo hice varias veces, ya tenía miedo de coger vicio, hasta que la última, en abril, me contestó una voz de mujer y ya no me he atrevido a andar insistiendo. Si además no tengo para qué, ¿qué le voy a decir?, por el ramo de la lógica estamos absolutamente en paz, y lo tenemos todo archiaclarado, problemas nuevos no ha surgido ninguno, fue una separación de mutuo acuerdo, europea que se dice, se levantó acta del fallecimiento de nuestras relaciones, salimos juntos del entierro y punto final; la diferencia está en que él ha olvidado al muerto y yo cada día llevo peor su falta.

Si es que es empeñarse en lo imposible, ¡separación a la europea!; esta tarde, perdida ahí atrás en la maleza, antes de que se me apareciera el caballo ése tan terrorífico, lo estaba pensando a propósito del miedo que tenía: ¿cómo va a ser europea una persona que tiene sus raíces en el Tangaraño?, si no puede ser, comprendí que de esa contradicción han nacido todos los encontronazos que me he pegado con la vida, y también me estuve acordando de lo lista que ha sido siempre la abuela, esquinada pero más lista que una bruja, porque fíjate, es increíble, cuando conoció a Andrés, que quién iba a sospechar entonces estos finales, me lo advirtió ella, me dijo: "Ten cuidado con ése, de ése te vas a enamorar, y si no al tiempo". Estaba acostumbrada a verme salir siempre con unos y con otros, a que no me tomara en serio a nadie y ella me lo aplaudía porque del matrimonio ha sido siempre poco partidaria y menos del amor novelesco, ya te he dicho que cuando yo era pequeña le molestaba verme enfrascada en esos folletines, ella era feminista estilo antiguo, con el hombre mano dura, y al abuelo al pobre lo tuvo siempre en un puño; pero ya no venían a cuento aquellos consejos y me eché a reír: "Pues claro, abuela, si no le quisiera no me pensaría casar con él, ¿no?, es lógico, y encima después de tanto elegir", pero la miré y tenía los ojos entornados de sibila, como aquel día antiguo cuando me había hecho ruborizar aquí en esta misma habitación: "No digas bobadas, Eulalia, me estás entendiendo de sobra". Y a mí, aunque le dije "no, no te entiendo", me había dado un vuelco el corazón; no la entendía bien, pero sabía que se estaba dirigiendo a la zona oscura de mis contradicciones, a aquel campo de batalla oculto donde madame de Merteuil perseguía sin descanso la sombra evanescente de Adriana, ¿por dónde le habrían llegado a la abuela barruntos de aquel terreno mío resbaladizo?, me seguía mirando: "Pues eres tonta, hija, si no lo entiendes, amor del malo te digo, del que te hace sentir celos y cometer tonterías y estar todo el día pendiente de dar gusto, digo enamorarte como la pobre Teresa que en paz esté del chulo de tu padre". Yo lo primero que hice fue defender a papá antes de ponerme a defender a Andrés, era yo la única que sacaba la cara por él, ya hasta Germán le atacaba; a los dos años de morirse mamá había dicho que no nos aguantaba a ninguno y se largó a Venezuela con un dinero que parece que no le pertenecía porque era de gananciales o nuestro o no sé qué historias, la abuela se ha puesto siempre pesadísima hablando de ese dinero que nadie ha vuelto a ver, ni a papá, por supuesto, a la única que ha escrito alguna carta ha sido a mí hasta que se suicidó, ya sabes, le pegó un tiro a la chica con la que vivía y luego se mató él, y yo esas cartas suyas las guardo, y aunque no se justifica en ellas de nada, ni tampoco se mete con nadie, son delicadas y afectuosas y, no sé, me han servido para entenderle mejor, porque es que desde pequeños nos tenían obnubiladitos entre la abuela y su hermana Águeda poniéndonos a papá como un monstruo que hacía sufrir a mamá. Yo me había acostumbrado a oírlos reñir muchas veces y a ver que ella tenía los ojos rojos de haber llorado, sobre todo después de la separación de la guerra, y claro que me daba pena, pero que otra persona por muy abuela mía que fuera me tuviera que incitar a esa compasión, eso ya no lo podía soportar, creo que me entenderás porque a ti te pasaba igual con los parientes de Palencia, y además es demasiado cómodo dividir el mundo en buenos y malos, papá tendría sus atenuantes, todos los tenemos, como yo le dije ese día a la abuela: ser chulo o no serlo depende también de la actitud del que se deja chulear, mamá es que de puro buena era tonta, parecía que había nacido para que abusaran de ella, yo desde luego a ella no me iba a parecer nunca en la vida, no lo decía por faltar a su memoria, que de sobra sabía la abuela cuánto la había querido yo, pero en qué cabeza cabía compararnos en eso, si precisamente yo el amor lo veía como un sentimiento totalmente desmitificable, puro exceso y sinrazón, y si había preferido a Andrés entre todos los otros hombres con los que había tenido relaciones, que ya sabía la abuela que pretendientes no me habían faltado y con muchos había hecho la prueba, era precisamente porque éste veía las cosas igual que yo o más claro todavía, porque no tenía celos de mis amigos ni de mi vida pasada ni soportaba que le dijeran a todo que sí, ni el hecho de gustarle yo como mujer le impedía desearme que siempre y por encima de todo conservara la claridad mental, eso de poner a salvo la neurona que te he dicho antes, en serio que un hombre más respetuoso que él con la mujer como ser humano no se encuentra, vamos, el polo opuesto de un chulo. La abuela me dejó perorar todo lo que quise. Había sacado del aparador una botella de licor café que tenía reservada para las ocasiones solemnes y estaba liando pitillos encima del tapete rojo con un tabaco de picadura que le mandaban de Canarias, sin interrumpirse más que para llenar de vez en cuando con toda parsimonia los vasitos vacíos, y cuando yo me callé levantó los ojos como si los levantara de una bola de cristal donde hubiera estado viendo reflejado mi futuro y dijo sin alterarse: "Toma otra copita, mujer, qué sofocada te has puesto. Pues ya te digo, ese mirlo blanco acabará haciéndote sufrir". La miré con una mezcla de irritación y simpatía, ¡qué personaje tan curioso ha sido siempre la abuela! "Pero bueno, ¿por qué dices eso?, vamos a ver." "Porque de ningún hombre has hablado nunca como de éste, te fascina, hija, por lo que sea pero te fascina, a ver si te crees que he nacido ayer, y si no andas con ojo se acabará dando cuenta, y eso es fatal, porque además es frío, los hombres fríos pueden con una, Ramón el pobre, no, Ramón era un sentimental terrible; tú, ya te digo, no pierdas el control, no te dejes mandar." ¿Pero mandarme a mí Andrés?, si Andrés no mandaba en nadie, y en eso además sigue lo mismo, le horroriza mandar. "Bueno, bueno -dijo la abuela-, no vayas a ser tú luego la que eches de menos que te mande. Yo te lo digo por si acaso, porque muerta tu madre a ver quién sino yo te va a hacer estas advertencias, que además ella no te las hubiera hecho, quiá, ya sabes que se murió con la pena de que no te enamorabas nunca." Este invierno he pensado muchas veces en aquello de "no vayas a ser tú luego la que eches de menos que te mande", frase que entonces me pasó más o menos desapercibida y la oí como una chochez de viejo, pero nada de chochez, ya lo creo que me hubiera gustado este invierno que alguien me mandara levantarme de la cama y comer y lavarme y leer y los menesteres más rudos imaginables, aunque fuera en plan nazi, habría sido sencillamente maravilloso ver aparecer a Andrés por la puerta con una fusta "¡Venga ya, levántate, menos cuento!", eso querría decir que no se había desentendido de mí. Hay que reconocer que la abuela esa tarde estuvo en todo muy clarividente y además divertidísima, al final el licor café se le había subido bastante a la cabeza y eso aumentaba su locuacidad; me estuvo leyendo trozos de una comedia de Moreto que siempre le ha gustado a ella mucho, El desdén con el desdén, me parece que en el baúl la trae, un librito negro con pinta de breviario; ya en otras ocasiones, cuando era yo pequeña, me había señalado párrafos y la escogía para hacernos dictados, pero a la lectura de esa noche le dio una especial solemnidad, siempre le ha encantado leer en alto porque sabe que lo hace bien, yo me iba a casar a los pocos días y en su boca tomaban un tono especial de admonición las parrafadas de aquella Diana del texto a quien los desengaños de una pasión violenta llevan a refugiarse en el estudio de la historia y la filosofía antiguas para instruirse sobre los desastres que el amor ha acarreado a la humanidad; pero todo esto intercalado con unos comentarios graciosísimos. Ya era tarde, cenamos un poco y la acompañé a acostarse a esa misma cama grande de donde la he sacado para siempre antesdeayer; al despedirme estaba un poco emocionada, le pregunté: "Oye, abuela, ¿por qué has dicho que Andrés es frío si sólo lo has visto una vez?", no me contestó a derechas, ella hace eso muchas veces, tratar de aclararte algo y meter otra sentencia que desvía el asunto y lo oscurece, dijo con un ritmo de voz un poco incoherente: "Es frío pero tiene buen cuerpo, un hombre es su cuerpo, el placer que te dé y nada más, tú búscale el cuerpo y déjate de historias; eso es lo malo de los hombres fríos, que te intrigan, gozas de su cuerpo y no te basta, pero lo que te digo es que te baste, te tiene que bastar, acuérdate".

Y ya lo creo que me he acordado, miles de veces me he acordado -"te tiene que bastar"-, pero no me bastaba; casi en seguida me di cuenta de que conocer su alma repliegue por repliegue era prácticamente imposible. Yo me he pasado la vida hablándole de mí, explicándole mi conducta sin que me lo pidiera, no ha tenido nada que investigar, tan misteriosa y desconcertante como les he parecido a otros hombres, él en cambio me debe conocer como a la palma de su mano; y es un vicio que se queda para siempre ese de pretender aclararse para otro, porque sigue pareciéndome insoportable que le falten datos acerca de mí, se los hago llegar como puedo, por los caminos más estrafalarios, confiando en los amigos comunes, en la fuerza expansiva de los chismes y él como si nada, ya has visto su actitud la tarde de la capa, y eso que tenía que saber de mí montones de cosas, pues no suelta prenda, pero tampoco creo que sea por táctica, no sé por qué es, no sé nada, hemos vivido juntos diez años y de su alma no tengo ni idea, quiero decir de esas últimas motivaciones que llevan a la gente a escoger una cosa en vez de otra o a cambiar de humor, nada, ni siquiera conozco bien sus gustos, bueno sé que le gusta estudiar y hablar bien y que la guerra no le gusta, ni las mujeres gordas… pero poco más, no te creas. Por ejemplo, viajar; ¿tú crees que te puedo yo decir si le gusta a Andrés viajar o no le gusta, a pesar de la cantidad de trenes, aviones y barcos que hemos cogido juntos?, pues no te lo puedo decir. Y la cuestión es que nunca se oponía, trato de acordarme de cómo se decidían nuestros viajes de placer y no logro reconstruir su actitud, pero no creo que se opusiera abiertamente a nada, bien es verdad que en esos primeros años era yo también muy egocéntrica, no me acuerdo más que de la fuerza de mi capricho, cuando Andrés decía que bueno no me paraba a investigar más, daba por hecho que su mayor placer era el de darme gusto, ahora es cuando me despierta una curiosidad de pesquisa policíaca que me muero, ¿qué cara ponía?, ¿qué palabras dijo exactamente? y se me borra, pero propiamente indiferencia nunca le noté tampoco en esas decisiones, creo más bien, a la luz de interpretaciones posteriores, que aceptaba en la seguridad, que la he tenido siempre, de que cualquier lugar él puede hacerlo suyo al poco tiempo. De hecho nos íbamos de los sitios cuando él empezaba a encontrarse a gusto, de eso sí me acuerdo bien, de la mirada extrañada con que solía preguntar: "¿Pero cómo, que nos vamos ya?", como si no lo comprendiera, "¿y por qué nos vamos?". "Porque no nos vamos a quedar siempre, porque ya lo hemos visto", yo quemaba los lugares mucho antes que él, y es curioso, parecía además que me había enterado mejor porque contaba más cosas. La situación de aquel día en el comedor de tu casa era muy frecuente: a él le gustaba oírme hablar de nuestros viajes como si no los hubiera hecho conmigo, ¿cómo no me extrañaría?, se fundía con los demás oyentes, y si yo intercalaba un "¿te acuerdas?" a mí misma me sonaba raro, me acostumbré a viajar para contárselo, a él sobre todo, era uno de los mayores alicientes, entonces me bastaba, pero ahora echo de menos las versiones suyas que eran mucho más sobrias y yo apenas las atendía; es como haber conservado solamente las propias cartas de una correspondencia larga con otro.

Y ya te digo, si te hubiéramos llevado con nosotros en algunos de esos viajes, no sé qué tipo de relación habrías tenido con él, conmigo desde luego buena, pero superficial. Por miedo a comprometerme con nada ni con nadie, que era ya una obsesión la que tenía por esos años de no quererme parecer a mi madre, pobre mujer, como si en ella la tendencia a la dulzura y a la sumisión no hubiera sido también una reacción contra la tiranía con que su propia madre trató al abuelo Ramón toda la vida, todas las exageraciones son malas y por no querernos parecer a los padres damos el salto atrás y monstruos por la otra punta, qué más da, todo queda en la familia, luego dirán que la familia está superada, ya ya, eso se dice en los libros. Y yo a ti te quería, siempre te he querido, no sabes cuántas veces he pensado en ti, pero me parecía una debilidad enternecerme por tu suerte, y ese día de mi regreso de sobra capté el fluido que había entre tus miradas y las mías allí en el comedor, ya lo creo, me di cuenta casi tanto como esta noche de lo mal que tenías que haberlo pasado sin tu madre y tuve mala conciencia, por eso evitaba mirarte. Porque reconocía mi incapacidad, sabía que de madre no te habría podido servir, me daba miedo penetrar tu tristeza por eso que te digo, porque echaba el cierre a todo lo incómodo; me habría podido ocupar de ti en el plano material, tratarte a cuerpo de rey, hacerte regalos, pero eso tampoco es lo que te faltaba sustancialmente con Colette, te faltaba la palabra, las historias que habrías querido oír, ese tiempo reposado para hablar, para echar raíces en otro, y eso yo no te lo hubiera dado entonces tampoco, historias de las que aturden y divierten son las que te habría contado, de las que te hacen perder el hilo de la propia identidad y nunca recobrarlo, no quería recobrar nada. Y tú, bien lo noté, me pedías cuentas. Sí, Germán, la ausencia hay que dejarla doler lo que ella pida y transformarla en bien, ahora lo sé, no se trata de sustituirla atolondradamente por otras presencias sino de vivirla y dejar que destile conocimiento y bien, a palo seco, lo que tú hiciste, rechazar los sucedáneos. No es que yo a tu madre, por ejemplo, la hubiera sustituido por nadie, eso que has dicho tú de que sustituí a una cuñada por otra no es cierto, me costaba trabajo olvidarla, aceptar a Colette sentada en su sitio, y si evitaba tu mirada era también por lo mucho que me ha recordado siempre la de ella, el pelo y los ojos los tienes idénticos, pero pensaba que los muertos y los ausentes no existen, que no tienen sentido. Olvidarlos y prescindir de cualquier afecto perturbador, no dejarme encadenar por conflictos ajenos, largarme, no cogerle cariño a nada, partir de cero a cada instante, no rechazar ningún placer, tal era mi retórica de entonces.

La palabra retórica, por cierto, me recuerda siempre una discusión que tuve con Andrés precisamente la víspera de salir para la India, se me quedó grabada, casi no se le puede llamar ni discusión, pero aquella noche algo se quebró, una luz diferente vi en sus ojos cuando pronunció la palabra "retórica"; luego, si me pongo a revisar toda la cadena de tambaleos que vinieron a desembocar en la separación del año pasado, tengo que reconocer que allí está la primera fisura, en aquella luz fría y rara de sus ojos al tiempo de aplicarme ese adjetivo: "has estado muy retórica" que fue lo que me dijo, lo detecté inmediatamente: "ojo, esto es nuevo", y fue como si se me helara el corazón ante aquel extraño aviso; nunca me había gustado la palabra retórica tampoco como sustantivo, la asociaba desde que la leí por primera vez, que seguramente sería también, cómo no, en uno de esos libros, con ministros del siglo diecinueve soltando discursos en el Congreso de levita negra, pero ahora le tengo un particular rencor vinculado con una sensación de peligro y desconfianza, de perder pie frente a un juicio que te planta cara con acritud. Estábamos en nuestra buhardilla parisina que dejábamos definitivamente, desvelados, con pereza de acostarnos, los dos somos desordenados y había mucho barullo, parte del equipaje recogido y copas sucias por el suelo porque acababan de irse unos amigos que habían estado despidiéndose de nosotros, gente a la que sentíamos dejar, hoy pienso que sobre todo Andrés, aunque mientras yo había estado hablando sin parar y mostrándome muy expansiva con todos, él, sentado en un rincón, había mantenido una actitud ajena y taciturna; se lo dije, le pregunté que por qué no había despegado apenas los labios, esperé su respuesta con toda tranquilidad, mirándole, él me miraba también, estábamos sentados en el suelo, se encogió de hombros: "Tú en cambio has estado muy retórica", dijo. Al disparo de su frase repasé atolondradamente mi conversación que desde luego sí había tenido algo de discurso; había sido como un canto al desarraigo, Andrés perdía un puesto de profesor en la Sorbona por hacer aquel viaje, no queríamos compromisos ni proyectos ni porvenir estable, no queríamos hijos, por supuesto, ensalcé la significación de rechazo a las estructuras que tenía la India para nosotros, ahora se ha puesto de moda ir a la India, ya ves, pero entonces resultaba original, siempre nos había atraído emprender un viaje así, y era quemar todos los cartuchos, partir a la aventura; pero de pronto noté que mi plural había sido forzado, Andrés no se montaba conmigo en aquella rueda de palabras, se quedaba fuera. "¿Es que ahora te has desanimado del viaje?", le pregunté con desconcierto y aprensión, pisando un terreno incómodo. Y como no me contestó en seguida, sufrí un ataque de amor propio y pasé a un tono de reto que a la abuela le habría encantado: "¿Para qué vienes, di?, nadie te obliga, somos libres, eres Ubre de quedarte, ¿qué es un billete de avión?, se rompe, podemos hacer cada cual lo que quiera, ése ha sido nuestro pacto, ¿no?, lo hemos dicho mil veces". "Lo has dicho tú sobre todo -corrigió él-; forma parte de tu retórica. Pero además, no saques las cosas de quicio, yo no he dicho que me quiera quedar, todo lo dices tú." La segunda alusión a mi retórica fue una carga que me pilló desprevenida; bajé los ojos incapaz de reaccionar, ya sólo podía desear que siguiera hablando. "En el fondo, vamos a la India porque nos apetece, como es natural -dijo él-, porque yo ahora he heredado dinero de mi padre, nos da la gana de fundírnoslo en ese viaje y en paz, a quién no le gustaría, pero es que oyéndote a ti, en vez de un privilegio, parece un mérito nuestro, una misión ejemplar, y tampoco es eso, Eulalia; despreciamos el dinero porque no nos falta." Ya no me acuerdo de cómo me defendí, creo que mal y sin convicción, me había puesto triste. Andrés habla sin pasión ni censura, en un tono que impide la réplica desordenada, hay que tener mucha moral para ponerse a su nivel lógico y yo de repente la había perdido, me vino a decir que necesitaba demasiado justificarme y vestir mis actos de excepcionalidad, hacerme admirar; seguimos bebiendo, totalmente espabilados ya, recuerdo que vimos amanecer y que al final la discusión se había disipado completamente y nos queríamos mucho poseídos de esa exaltación que se prueba al punto de abandonar para siempre una habitación querida en la cual se han pasado momentos felices, y al compás de esa exaltación Andrés me parecía guapo, comprensivo y alma gemela, largarse con él de los sitios a la busca de otros siempre sería una cosa alegre; pero luego, por la mañana, mientras cerraba las maletas, me sentí repentinamente muy cansada, sin ilusión por ir a la India ni a ningún sitio, y el malestar inyectado por la palabra "retórica" borró las recientes sensaciones placenteras de aquella reconciliación y me hizo desconfiar de ella como cosa del cuerpo que había sido, en eso no estoy de acuerdo con la abuela, yo el cuerpo y el alma nunca los he podido separar. Y más tarde, en el avión, mirando el perfil de Andrés que dormía a mi lado, me era muy difícil vencer un deseo irracional de despertarle para que reanudásemos la discusión pendiente, pero me di cuenta de que no tenía argumentos ni quería, en realidad, decirle nada, que lo único que necesitaba era que en cuanto abriese los ojos y me viera a su lado me mirase con incondicional admiración, no me bastaba con sentir que juzgaba con cariño alguna parcial manifestación de mi ser en ese momento, no, se trataba de un requerimiento global: lo que necesitaba vorazmente era notar en sus ojos que me iba a admirar siempre, dijera lo que dijera y me comportara como me comportara y que jamás podría comparar a nadie conmigo, me extrañé yo misma de puro claro que lo vi, era horrible, eso significaba renegar de mi capacidad de evolución y de pensamiento, pasar a la calidad de las piedras preciosas, el brillo de una joya no se discute, ni se altera, claro, pero es inerte, por ese camino si un día Andrés me llamaba "turquesita mía" me tendría que callar, además yo a los hombres que me miraban con incondicional admiración acababa tomándoles una manía espantosa; las nubes se estrellaban deshilachándose contra los flancos del avión al tiempo que yo pensaba obstinadamente estas cosas en medio del malestar que se derivaba de no haber dormido, de no poder dormir y de comprobar que Andrés, sujeto principal de mi discurso solitario, dormía como un bendito a pesar de los baches bruscos y un poco alarmantes que el avión tenía a trechos; a mí cuando me coge una idea fija soy de temer, no sé las horas que debí pasar allí sola dándole vueltas a eso de la admiración amorosa, me agarraba a un recuerdo al que suelo acudir en trances parecidos para desprestigiar un sentimiento con el que no estoy conforme, echar mano de fragmentos literarios inaceptables de puro empalagosos, qué horrible, por ejemplo, escuchar a un enamorado que te dijera:

… pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido, desengáñate, así no te querrán!,

y sin embargo Andrés incluso una parrafada tan romántica como ésa, si la decía, sería porque viniera bien traído, por ejemplo en el caso de que algún día yo le dejase y luego nos volviéramos a encontrar inesperadamente; y ya pasé a novelerías sobre ese presunto reencuentro, imaginando escenarios, actitudes y circunstancias que lo embellecían, hasta que ya me aburrí de llevar tanto rato pensando tontadas a solas para aplacar los nervios y desperté a Andrés con la intención de pedirle que me ayudara a salir de aquellos inconcretos atolladeros, a ver si entre los dos entendíamos los motivos de mi angustia a base de una dialéctica un poco más rigurosa, que eso con él siempre salía bien, pero estaba demasiado soñoliento, así que le dije que le había despertado porque tenía miedo. Se quedó muy sorprendido: "¿Miedo de qué?, ¿qué hora es?"; desde pequeña me ha asaltado la tentación de despertar a la gente que quiero, tu madre me decía: "tú como tengas niños no los vas a dejar vivir", no lo puedo remediar: esa expresión ausente y extraviada de los ojos que aún no han entendido los límites entre aquello que ven y lo que en el sueño veían es algo que adoro de una forma maligna; Andrés ese día me miraba así y le quería horriblemente, necesitaba su atención al ciento por ciento, pero me era muy difícil meterle de buenas a primeras en mi laberinto de soliloquios, y por otra parte al mirarle se me diluía casi completamente el malestar y ya estaba a gusto, le dije que me había entrado terror de imaginar que se pudiera caer el avión y dar al traste con nuestra felicidad, que había comprendido, tal vez por estar en el aire, lo inestables y frágiles que son todas las cosas, yo misma me oía perorar y me extrañaba de la poca relación que tenían aquellos argumentos con lo que había en realidad pensado, pero el tono de mi voz era desvalido y convincente, a veces pasa eso de que inventas cosas sobre la marcha y te las crees, Andrés me hizo una caricia distraída en el pelo: "A ti siempre te ha gustado estar un poco en las nubes, ¿no?, es tu elemento, mujer, no te dé miedo", cerró los ojos y se volvió a dormir; me pareció muy joven, un niño, yo le llevo cinco años pero sólo esporádicamente me acordaba entonces de eso y cuando lo consideraba no me hacía mella como ahora, pensé vagamente: "Le tendría que proteger, debe ser muy agradable proteger a alguien", y volví a mis ensueños confusos; al otro lado del pasillo iba una pareja, ella rubia, con pinta de crío y muy embarazada, él parecía mayor y no dejaba de atenderla y de hacerle caso, siempre me acordaré de esa imagen, los estuve mirando mucho rato sin apearme de aquella desazón que volvía a molestarme y de pronto se me hicieron evidentes dos cosas: una, que Andrés, como había predicho la abuela, era más independiente de mí que yo lo sería nunca de él, y otra, que no estaba tan segura de no querer tener un hijo suyo.

Y como me meta a contarte mis altibajos en el dilema éste de tener hijos o dejarlos de tener, te digo de verdad que no acabamos nunca; si empiezas a darle vueltas a eso, te metes en el castillo de irás y no volverás, y encima con lo obsesiva que soy yo, no te digo nada. Porque tener un hijo es un problema, qué duda cabe, pero cuanto más se considera más se convierte en un círculo vicioso, venga a manosear datos de segunda mano y siempre los mismos, las madres de carne y hueso por lo menos podrán opinar y variar sus puntos de vista de acuerdo con algo que está ahí, que lo tocan y cambia delante de sus ojos, ya sé que no opinan nada del otro mundo porque funcionan a base de inercia, pero si quieren pueden poner en marcha la neurona y llegar a conclusiones más reales que las mías, a mí tener un niño chico en brazos siempre me ha espantado, hablo como conferenciante de secano; pero además lo peor no es empantanarse en un punto muerto, lo peor es que vaya pasando el tiempo, ahí está lo grave, porque los inconvenientes de ser madre para una mujer que no se ha casado muy joven se van haciendo cada año mayores, eso ya se sabe; yo ahora ya no me planteo semejante proyecto, después de cumplidos los cuarenta hay mucho más riesgo de abortos y hasta de parir un hijo mongólico, cualquiera se aventura, encima de tener un niño que te salga mongólico, qué horror, a mí me pasa y me muero, pero por otra parte, a medida que se va el tiempo piensas si no habrás perdido irremisiblemente algo fundamental. A mí cuando conocí a Andrés las madres lo que me daban era sobre todo pena y un poco de grima y había elaborado una serie de teorías para justificar esa sensación, tenía razón tu madre, las teorías tan articuladas luego te resultar! duras de desmontar, no te atreves a decirle a nadie: "Ayúdame a salir de este laberinto de teorías, oye, que no respiro", y a Andrés era al último que me atrevía a pedirle auxilio, sobre todo porque, como en tantas otras cosas, no sé bien cuáles eran sus deseos ni siquiera si los tenía, siempre igual: que lo que yo quisiera, pero me habría hecho falta que él me ayudara a decidir, tampoco se pronunciaba abiertamente en contra de la paternidad, lo único que dijo en varias ocasiones es que a él las madres no le daban pena ni se la dejaban de dar, que dependía de las ganas con que se metieran a serlo. Yo ahí era donde me exaltaba y me salía una retórica castelariana: las ganas de ser madre me parecían un argumento inaceptable, no se pensaba nunca en el hijo como futura persona independiente sino en la vinculación, en la realización personal, en si podía significar un remedio a conflictos conyugales y cosas así, pero el niño nada, un pretexto, lo cual es verdad y por desgracia luego lo he padecido yo en mi propia carne porque este invierno es cuando he pensado más veces en que seguramente un hijo habría solucionado nuestro matrimonio; para ponerse a engendrar un hijo habría que tener una disposición absolutamente generosa, no pensar que ese niño va a resolverte nada ni a compensarte de nada, lo que importa es él, pero esto resulta casi imposible, ya es difícil querer el bien de un amigo así a palo seco, cuanto más el de un ser que todavía no existe y que verle o no verle la cara depende nada más que de ti. Éste era mi argumento más brillante, lo encontraba irrebatible, y Andrés me decía: "Que sí, que sí, mujer, si estamos de acuerdo, pero lo que me parece absurdo es que vuelvas tantas veces sobre lo mismo, ya hemos decidido no tener hijos, ¿no?, pues entonces qué más da, no te calientes la cabeza". Pero sí, me la calentaba, renacía el fuego una y otra vez debajo de las cenizas de mi retórica, las cosas que te afanas por explicar a otro con tanta seguridad, malo, son las que te atormentan de modo más oscuro. Y ya cuando volvimos de nuestras correrías por el mundo, aquel empeño mío por seguir siendo joven contra viento y marea y de no poner casa y de matricularme en periodismo y de tener amigos jovencitos eran como aspavientos compulsivos para disimular dudas y grietas en las paredes de un baluarte que empezaba a dejarme de servir, y no era tan segura ni mucho menos como aparentaba, recuerdo que pensé al mirarte: "Yo hubiera podido tener un hijo de su edad si hubiera sido tan valiente como Lucía", y siempre has sido una especie de piedra de toque para mí, me has despertado envidia, mala conciencia, amor, muchas cosas mezcladas, por eso te he evitado; la noche de fin de año estaba yo fatal y no resistí verte, me ponías al rojo vivo todas mis contradicciones, tuve miedo de ponerme a hablar contigo como lo estamos haciendo esta noche, a raudales, ¡allá va!, cuánto cuesta quitarse la careta, salir del escondite sempiterno por resquebrajado que esté, sin comprender que el otro a quien tienes miedo no es tonto, también tiene sus ojos y te ve esconderte, mirarle por entre los dedos. Pero además, Germán, ya ves, qué error tan grande tenerte miedo a ti, no atreverme a decirte que me siento vacía, un eslabón perdido, con lo que consuela decírtelo, consuela tanto que deja de ser verdad. Ahora, mientras te lo estoy diciendo, se fija ese eslabón, se engancha a ti por la palabra, me quitas el miedo a estar girando sola en el vacío, me haces olvidarme de que mañana tendré que tomar decisiones, de que se hará de día sobre mi vida sin proyectos y sobre esta casa en ruinas; mientras hablamos, no está en ruinas, ¿verdad que no?, vive, nos acompaña, gracias a ti se convierte esta noche en tiempo rescatado de la muerte. Gracias a tu viaje, a que has venido; gracias, Germán, qué bien se está contigo, ¿ves?, ya no me tapo la cara con las manos como aquella noche, estaba loca, con lo que gusta mirarte, tienes los ojos igual que tu madre, la cosa más de verdad que he visto en la vida, mientras me miren no hay tiempo ni amenazas, ¡cómo acogen!, sólo existen tus ojos.