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Sin disimular su angustia, Vespasiano observó a las reservas británicas avanzar como una enorme ola que amenazaba con hacer trizas la delgada línea de la novena. La decimocuarta legión no estaría en condiciones de prestar ningún tipo de apoyo hasta que la lucha en el terraplén hubiera terminado y entonces les llegaría a ellos el turno de lanzarse a aquella carnicería, sin posibilidad de retirada.
En su puesto al lado del legado, Cato se dio cuenta de que el destino del ejército entero dependía en gran medida de lo que ocurriera en los siguientes instantes. Los britanos estaban a punto de lograr una victoria decisiva sobre los invasores romanos y la mera idea de una calamidad parecida lo llenaba de sombría desesperanza, como si el mundo propiamente dicho estuviera al borde de la extinción. Ahora sólo la segunda legión podía evitar el desastre.
En medio del sordo fragor de la batalla Cato creyó oír el débil toque decadente de una trompeta y aguzó el oído para tratar de captar de nuevo su sonido. Pero, fuera cual fuera la naturaleza de aquel sonido, entonces ya había desaparecido. ¿Podría haber sido un engaño de la acústica?, se preguntó. ¿o una nota perdida de un cuerno de guerra britano? Entonces se oyó de nuevo, esta vez con más claridad. Cato se volvió rápidamente hacia su legado.
– ¡Señor! ¿Lo ha oído? Vespasiano se levantó y escuchó atentamente antes de mover la cabeza en señal de negación.
– No las oigo. ¿Estás seguro? Será mejor que estés seguro. -En un instante de locura, Cato se dio cuenta que todo estaba en sus manos. Sólo de él dependía el destino del ejército.
– ¡Son trompetas, señor! Nos ordenan que avancemos.
Vespasiano cruzó una larga mirada con el optio y luego asintió.
– Tienes razón. Las oigo. ¡Tocad a avance! -bramó Vespasiano por encima de su hombro y, antes de que se apagaran las primeras notas de la señal que siguió, la segunda legión avanzaba cuesta arriba. Vespasiano se volvió hacia sus mensajeros-. Transmitid la orden. Quiero que lleguemos en formación. Si alguien se siente inclinado a acaparar toda la gloria y rompe filas, me encargaré personalmente de que lo crucifiquen. ¡Centurión Macro!
– Sí, señor. -Macro se puso en posición de firmes ahora que ya no había necesidad de esconderse. _Forma a tu centuria y unios a vuestra cohorte.
– Sí, señor. -Buena suerte, Macro. -El legado movió la cabeza con gravedad. Necesitaremos toda la suerte que podamos obtener.
Entonces se dio la vuelta y acomodó su paso al de los abanderados que subían a la cima de la colina, donde ante ellos se reveló en toda su magnitud la tarea que tenían que acometer. Hasta los veteranos tomaron aire e intercambiaron miradas de sorpresa. Ya era demasiado tarde para retractarse de su decisión, reflexionó Vespasiano. Dentro de muy poco tiempo la segunda legión se ganaría una nota al pie de las páginas de la historia y, si aquel día los dioses eran benévolos, la referencia no iba a ser póstuma.
Los centuriones marcaban el paso en voz alta en un constante tono de desfile y la legión marchó cuesta abajo en líneas de cinco cohortes. Al frente de la sexta centuria, Cato hizo lo que pudo para seguir el paso de su centurión. Delante, vio que las reservas britanas habían llegado al terraplén y que subían en tropel por la pendiente contraria, frente a la delgada pared de escudos que formaban los hombres de la novena. Río abajo, las cohortes de la decimocuarta se apresuraban a volver a la formación a medida que iban llegando a la orilla. Pero la marea, cada vez más alta, hacía que su avance a través del vado fuera terriblemente lento, e incluso en aquellos momentos muchos de ellos llegarían demasiado tarde para poder ser de alguna utilidad.
La repentina amenaza por parte de la segunda legión por su flanco derecho dejó atemorizados a los guerreros britanos; muchos de ellos se limitaron a pararse en seco y quedarse observando el nuevo peligro. La distancia iba disminuyendo paulatinamente y Cato empezó a distinguir los rasgos individuales de los hombres con los que pronto estaría luchando cuerpo a cuerpo. Vio el pelo encalado, los tatuajes que se arremolinaban con elegancia sobre sus torsos manchados con tintura azul, los pantalones de lana teñidos de vivos colores y las malignas hojas largas de sus espadas y lanzas de guerra.
– ¡Cuidado ahí! bramó Macro cuando la irregular pendiente obligó a su centuria a romper la alineación con el resto de la cohorte-. ¡Mantened el paso!
Las filas se alinearon a toda prisa y la sexta centuria siguió avanzando, en ese momento a menos de ochocientos metros de las fortificaciones. Un pequeño grupo de honderos salieron corriendo de la puerta más cercana y se colocaron a distancia de tiro. Entonces, una ligera pero mortífera descarga de proyectiles cayó estrepitosamente sobre los grandes escudos rectangulares de los legionarios. Algo pasó zumbando por encima de la cabeza de Cato y un soldado de la retaguardia de la centuria soltó un grito cuando el proyectil le destrozó la clavícula. Cayó y se desplomó sobre la alta hierba, soltando su jabalina. Pero no había tiempo para dedicarle a aquel hombre tiempo, cuando una nueva descarga les golpeaba ruidosamente.
Quedaban unos cuatrocientos metros y la pendiente se nivelaba. La segunda legión ya no podía ver la desesperada lucha que tenía lugar a lo largo de la empalizada. Frente a la cohorte de Cato había una enorme puerta y el centurión la señaló con su bastón de vid al tiempo que daba la orden para que la cohorte se dirigiera hacia ella. Con una falta de cuidado típica del temperamento celta, las puertas estaban abiertas de par en par; la decimocuarta cohorte había apartado a los honderos y se encontraba a escasos pasos de las fortificaciones antes de que apareciera el primer contingente de la infantería pesada britana. Con un rugido desafiante, los britanos, con cascos ornamentados, escudos con forma de cometa y espadas largas, cargaron contra la línea romana.
– Jabalinas! ¡Lanzad a discreción! -Macro apenas tuvo tiempo de gritar la orden cuando las centurias de vanguardia de la cohorte ya habían arrojado una descarga irregular que describió una baja trayectoria en forma de arco y que iba directa a las espadas britanas. Como siempre, hubo un instante de silencio mientras las jabalinas descendían rápidamente y sus objetivos se preparaban para el impacto. Entonces se oyó un brusco chasquido y traqueteo seguido de unos gritos. Muchas de las jabalinas se habían alojado firmemente en los escudos britanos. Sus dúctiles astiles de hierro se doblaron al hacer impacto, por lo que a los receptores les fue imposible volver a lanzarlas o extraerlas de sus escudos, que entonces tenían que desecharse. Tras la descarga de jabalinas, los legionarios desenvainaron rápidamente las espadas y se enfrentaron a los britanos, que todavía no se habían recuperado del impacto de aquéllas. No había coraje que pudiera resistir la implacable eficiencia de Un entrenamiento enérgico y de un equipo diseñado específicamente para semejantes condiciones de batalla cerrada, y las cohortes romanas se abrieron camino con firmeza hacia el interior de las fortificaciones. La superioridad numérica del enemigo, que podía ser decisiva en un campo de batalla abierto, allí era una desventaja. Arrearon a los britanos para que se agolparan todos en un montón y los atravesaron con las espadas cortas cuyas acometidas surgían de entre una pared de grandes escudos rectangulares. La sexta centuria se retiró hacia una posición de flanqueo en cuanto la cohorte se hubo abierto paso a la fuerza a través de la puerta para entrar en una vasta zona llena de rudimentarias tiendas y otros refugios levantados por el ejército de Carataco. Entre la segunda legión y las otras dos que en esos momentos luchaban a todo lo largo de los terraplenes, quedaron atrapados miles de britanos. Hubo una tregua momentánea cuando de pronto el enemigo se dio cuenta de la cruda realidad del aprieto en el que se encontraban, casi rodeados por dos fuerzas romanas sin una sencilla ruta de escape. Sus jefes comprendieron lo peligroso de su situación y se esforzaron por imponer cierta apariencia de orden en sus hombres antes de que el combate se convirtiera en una masacre.
En medio de la línea de batalla de la segunda legión se encontraba Cato, hombro con hombro con su centurión en las densas filas de hombres que esperaban la orden para terminar el combate. Desde el extremo derecho de la línea romana, Vespasiano dio la orden de avanzar; el mandato fue rápidamente transmitido entre las cohortes y momentos después, tras una barrera de escudos, la legión empezó a caminar al ritmo lento y regular con el que se desplazaba una unidad. Los honderos y arqueros a los que todavía les quedaba munición seguían disparando contra las filas romanas, pero la pared de escudos resultó ser prácticamente impenetrable. Desesperados, los guerreros britanos empezaron a lanzarse hacia adelante, directamente contra los escudos, para intentar romper la línea.
– ¡Cuidado! -gritó Macro cuando un enorme individuo avanzó pesadamente hacia Cato en ángulo oblicuo. El optio echó su escudo hacia la izquierda y con el tachón le golpeó en la cara. Notó que había topado con algo y, automáticamente, clavó su espada corta en las tripas de aquel hombre, giró y retiró la hoja. El britano soltó un quejido y se desplomó a un lado.
– ¡Bien hecho! -Macro, como pez en el agua, sonrió al tiempo que atravesaba el pecho de otro britano y luego le daba una patada para extraer su arma. Dos o tres soldados de la sexta centuria, dominados por el deseo de lanzarse contra el enemigo, se adelantaron y salieron de la línea romana.
– ¡Volved a la alineación! -bramó Macro-. ¡Tengo vuestros nombres!
Los soldados, a los que aquella voz apaciguó al instante, retrocedieron avergonzados y volvieron a unirse a la formación sin osar cruzarse con la mirada fulminante del centurión, mas preocupados de momento por el inevitable castigo disciplinario que por el combate que se estaba produciendo en aquellos momentos.-
La batalla en la empalizada había terminado y los hombres de la decimocuarta legión hacían retroceder a los britanos por la pendiente opuesta hacia su campamento. Atrapados entre las dos fuerzas, los britanos lucharon por sus vidas con una desesperación bárbara que a Cato le pareció francamente espeluznante. Aquellos rostros salvajes, salpicados con la saliva de sus gritos roncos, le hacían frente como espíritus diabólicos. El entrenamiento del ejército romano se impuso y la secuencia de avance-embestida-retroceso-avance se llevó a cabo de forma automática, casi como si su cuerpo perteneciera del todo a otra entidad.
Mientras los muertos y moribundos caían bajo el acero de los romanos, la línea fue avanzando lentamente sobre una extensión de cuerpos, tiendas derribadas y equipo desperdigado. De pronto la sexta centuria llegó a un área que los britanos habían reservado para cocinar; los hornos de turba y las chimeneas aún ardían y crepitaban con un fulgor anaranjado a la luz del atardecer, y bañaban con un refulgente resplandor rojizo a aquellos que se encontraban cerca, lo cual no hacía sino acentuar el horror de la batalla.
Antes de que Cato pudiera verlo venir, un fortísimo golpe en el escudo lo pilló desprevenido y se cayó sobre una gran olla humeante que estaba suspendida sobre el fuego. Las llamas le quemaron las piernas y antes de que el agua se derramara y apagara el fuego, le escaldó todo un lado del cuerpo. No pudo evitar soltar un grito ante el dolor agudo y punzante de sus quemaduras y estuvo a punto de soltar el escudo y la espada. Otro golpe cayó sobre su escudo; al levantar la vista, Cato vio a un guerrero delgado con unas largas trenzas que pendían sobre él y con un odio salvaje que le crispaba las facciones. Cuando el britano alzó su hacha para asestarle un mandoble, Cato alzó la espada de Bestia para hacer frente al golpe.
Pero éste no llegó a descargarse. Macro había hincado su hoja casi hasta la empuñadura bajo la axila del britano y el hombre murió al instante. Mientras intentaba resistir el dolor de sus quemaduras, Cato no pudo hacer más que darle las gracias al centurión con un movimiento de la cabeza.
Macro le dedicó una rápida sonrisa.
– ¡Levántate! La primera fila de la centuria había pasado junto a ellos y por un momento Cato estuvo a salvo del enemigo.
– ¿Cómo te encuentras, muchacho? -Sobreviviré, señor -dijo Cato con los dientes apretados mientras un embravecido río de dolor le inundaba el costado. Apenas podía concentrarse debido al sufrimiento. Macro no se dejó engañar por aquella bravuconada, ya había visto esta reacción muchas veces durante los catorce años que hacía que servía en el ejército. Pero también había llegado a respetar el derecho de un individuo a lidiar con su dolor como quisiera. Ayudó al optio a ponerse en pie y, sin pensarlo, le dio a Cato una palmada de ánimo en la espalda. El joven tensó todo el cuerpo, pero tras un temblor que le duró sólo un momento se recuperó lo suficiente para asir con firmeza la espada y el escudo y abrirse camino hacia la fila delantera. Macro empuñó también con más fuerza su espada y volvió a incorporarse a la lucha.
Del resto de la batalla para tomar el campamento britano a Cato sólo le quedó un recuerdo borroso, tal fue el esfuerzo requerido para contener el terrible padecimiento causado por sus quemaduras. Quizás hubiera matado a varios hombres, pero después no logró recordar ni un solo incidente; acuchilló con su espada y paró golpes con su escudo ajeno a cualquier sentido del peligro, sólo consciente de la necesidad de controlar el dolor.
La batalla siguió su implacable curso en contra de los britanos, apretujados entre la inexorable fuerza de las dos legiones. Buscaron desesperados el punto de menos resistencia y empezaron a salir corriendo hacia los espacios entre las líneas de legionarios que se cerraban. Primero fueron docenas y luego veintenas de britanos los que se separaron de sus compañeros y corrieron para salvar sus vidas, subiendo a gatas por las pendientes de los terraplenes y adentrándose a toda velocidad en el inminente anochecer. Miles de ellos escaparon antes de que las dos -líneas de legionarios confluyeran y rodearan a un sentenciado grupo de guerreros decididos a luchar hasta el final.
Aquéllas no eran unas tropas corrientes, Macro se dio cuenta de ello mientras intercambiaba golpes con un anciano guerrero al que el sudor le brillaba sobre la piel de su musculoso cuerpo. Del cuello del britano colgaba un pesado torques de oro similar al trofeo tomado del cadáver de Togodumno y que Macro llevaba en esos instantes. El britano lo vio, en su expresión se hizo patente que lo había reconocido y arremetió con el hacha contra Macro con renovada furia alimentada por su deseo de venganza. Al final, su propia ira acabó con él: el romano, más sereno, dejó que la menguante energía de aquel hombre se agotara contra su escudo antes de zanjar el asunto con un golpe rápido. Un legionario, uno de los reclutas del otoño anterior, se arrodilló y tendió una mano hacia el torques del britano muerto.
– Coge eso y estás muerto -le advirtió Macro-. Ya conoces las reglas sobre el botín de guerra.
El legionario asintió con un rápido movimiento de la cabeza y se lanzó hacia el cada vez más reducido grupo de britanos, con lo cual consiguió únicamente empalarse a sí mismo en una -lanza de guerra de hoja ancha.
Macro soltó una maldición. Entonces siguió adelante y se encontró con que, una vez más, Cato estaba a su lado y gruñía con los dientes apretados mientras seguía luchando con una eficiencia feroz. Cuando el arrebol anaranjado y rojo del sol poniente-teñía el cielo, una trompeta romana tocó retirada a todo volumen y se abrió un pequeño espacio alrededor de los britanos -que seguían con vida. Cato fue el último en ceder, tuvo que ser físicamente apartado de la lucha por su centurión y zarandeado para hacerlo volver a un estado de ánimo más equilibrado.
En la penumbra, reunidos en un pequeño círculo de no más de cincuenta hombres, los britanos miraban en silencio a los legionarios. Sangrando por numerosas heridas, con los cuerpos manchados de sangre que se agitaban al haberse quedado sin aliento, se apoyaron en sus armas y aguardaron el final. Desde las filas de las legiones una voz les gritó algo en una lengua celta. Una llamada a la rendición, se imaginó Macro. El llamamiento se volvió a repetir y esta vez los britanos dieron rienda suelta a un coro de gritos y gestos desafiantes. Macro sacudió la cabeza, de pronto estaba muy harto de luchar. ¿Qué más tenían que demostrar aquellos hombres con su muerte? ¿Quién iba a enterarse nunca de su última resistencia? Era axiomático que la historia-la escribían los vencedores en la guerra. Eso era lo que había aprendido de los libros de historia que Cato había utilizado para enseñarle a leer. Aquellos valientes se condenaban a sí mismos a morir para nada.
Poco a poco las palabras provocadoras y los gestos fueron decayendo y los britanos hicieron frente a sus enemigos con una calma fatalista. Hubo un momento de silencio y entonces, sin necesidad de mandato alguno, los legionarios se abalanzaron sobre ellos y los eliminaron.
Los romanos hicieron balance de su victoria a la luz de las antorchas. Las puertas estaban vigiladas en previsión de un contraataque, y la tarea de buscar a los romanos heridos entre los cuerpos desparramados por todo el campamento britano empezó de forma concienzuda. Con las antorchas en alto, las- patrullas de legionarios localizaban a sus maltrechos compañeros y los llevaban al campo de heridos de vanguardia que se había levantado a toda prisa junto a la orilla del río. Los britanos heridos fueron despachados con clemencia mediante rápidas estocadas de espada y lanza y amontonados en pilas para su posterior enterramiento.
Macro mandó a un destacamento a buscar provisiones para la sexta centuria y relevó a Cato de servicio. En la mente del optio sólo había una sola cosa. La necesidad desesperada de algún tipo de alivio del dolor que le causaban sus quemaduras. Dejó al centurión junto al terraplén, trepó por los restos de la empalizada y bajó con dificultad por el otro lado. Se abrió camino a través de la zanja y subió por la orilla del río que las antorchas y braseros del campo de heridos iluminaban con luz vacilante. Se habían dispuesto hileras de heridos, moribundos y muertos por toda la orilla y Cato tuvo que pasar cuidadosamente entre ellos para llegar al río. En la orilla del agua dejó a un lado su escudo y se desabrochó las correas del casco, de la cota de malla y del cinturón de las armas con mucho cuidado. Mientras se despojaba del equipo y se palpaba buscando heridas, notó que una palmarla sensación de ligereza le inundaba el cuerpo exhausto. Tenía algunos cortes en los que la sangre seca ya había formado costra y las quemaduras estaban empezando a ampollarse. Eran un martirio al más mínimo roce. Desnudo, temblando más a causa del cansancio que por el aire fresco de la noche, Cato se adentró en la suave corriente. En cuanto estuvo a suficiente profundidad, se sumergió de pronto y su respiración se volvió fatigosa cuando el agua fría envolvió su cuerpo. Un momento después sonreía de pura dicha por el abrumador alivio que aquello proporcionó a sus quemaduras.