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De todas las enfermeras, sólo Adelheid, la que trabajaba con el joven doctor Suverlund, se había quedado en el Lazarett.
Sus amigas, Frida, Rita, Angelika y las otras habían insistido para que las acompañase, pero ella se excusó aduciendo que estaba muy cansada.
En realidad, los sótanos en los que había sido instalado el Puesto de Socorro divisionario estaban rebosantes de heridos, muchos de ellos en los pasillos, sobre camillas los pocos privilegiados, ya que la mayoría yacían encima de montones de paja húmeda, medio podrida y despidiendo un infecto olor a orina, excrementos y al pus que brotaba de las heridas infectadas.
Hasta bien entrada la noche, Suverlund operó los últimos casos pendientes. Después, Adelheid le ayudó a quitarse la bata empapada en sangre y el delantal de cuero que le protegía debajo.
– Debería haber ido con ellas -dijo el doctor con gesto cansado.
– No hubiese podido hacerlo, doctor -repuso ella mirándole con franqueza-. Usted sabe muy bien que no me gustan esa clase de reuniones. Es posible que me considere como un poco simple… pero tengo un hermano en el frente y hace una eternidad que no he recibido noticias suyas.
– ¿En qué frente está su hermano?
– En Leningrado. Hace dos meses, recibí su última carta. Después, nada…
El médico sacó un paquete de cigarrillos, ofreciendo uno a la joven, a la que seguidamente dio fuego. Permanecieron unos instantes en silencio, el médico mirando a la muchacha de reojo.
– ¿En qué piensa usted? -le preguntó de repente.
– A lo que nos espera, doctor… si, como todo el mundo dice, tenemos que rendirnos…
Reiner Suverlund cerró los puños.
– No debe pensar en eso, Adel… un proyectil de obús o una bomba puede llegar y librarnos… o liberarnos. Todo antes que caer en manos del enemigo… pero -añadió forzándose a sonreír-, voy a decirle algo… tengo la esperanza, casi la seguridad, de que vendrán en nuestra ayuda. El Reich no puede dejar a todo un ejército abandonado.
– No vendrán -dijo ella con firmeza.
– ¿Cómo puede decir eso? Alemania no puede permitir una derrota como ésa… sería confesar abiertamente que estamos al principio del fin…
– ¿Y no es eso cierto, doctor? -preguntó ella mirándole fijamente.
Reiner lanzó un suspiro.
– Tiene usted razón, Adel. Es terrible pensar en la inutilidad de tantos sacrificios, de tanto dolor… y sufrimiento. Piense en esos hombres que se amontonan en éstos sótanos. Han obedecido y han luchado como valientes. Lo menos que merecerían ahora, como premio a su bravura, sería permitirles regresar junto a los suyos, ya que muchos de ellos han sido mutilados y no podrán volver a empuñar las armas…
Tiró el cigarrillo al suelo, aplastándolo con rabia.
– Y en vez de eso, ¿qué les espera? La cautividad. La marcha hacia algún infecto campo de prisioneros donde la muerte trabaja a destajo. ¿Ha visto alguna vez algún campo?
– No.
– Yo tuve la ocasión de visitar uno. Un médico mío, de la SS, me invitó… pero nunca debí escucharle. Lo que vi allí fue horrible, espantoso. Hombres y mujeres a los que se les trataba peor que a bestias… criaturas humanas convertidas en cobayas, sirviendo para indescriptibles experiencias, muriendo en medio de dolores atroces, de terribles sufrimientos…
– Calle, por favor, doctor…
– Perdone… pero, ¿por qué no me llama Reiner?
– Usted será para mí, siempre, el doctor Suverlund. Yo no soy más que una pobre enfermera…
– Somos iguales, Adel. Iguales en nuestro destino… ¿es que no lo comprendes? -preguntó tuteándola por vez primera.
Una fuerza incontrolable les lanzó el uno hacia el otro. Se abrazaron, púdicamente, en silencio, mejilla contra mejilla, en medio de un silencio que parecía el mejor cómplice de sus pensamientos bruscamente salidos a la luz.
– Era lo que estaba esperando, Reiner… -suspiró ella.
– He sido un estúpido al no darme cuenta antes -dijo él-. Perdona mi ceguera, querida; pero, ¿quién iba a pensar que algo tan maravilloso naciese aquí, precisamente aquí, en este infierno de dolor y de muerte?
Estaban decididos y hablaron muy poco más, dirigiéndose a un puesto de mando vecino donde, ante un comandante que apestaba a alcohol, manifestaron su deseo de contraer matrimonio.
El mayor se echó a reír, pero la mirada que le dirigió el médico calmó su ansia de divertirse y, bruscamente sereno, llevó a cabo la sencilla y rápida ceremonia.
Mientras, en un rincón del sótano del Lazarett, un hombre agonizaba lenta y dolorosamente.
La gangrena, a pesar de todo lo que el doctor Suverlund había hecho, se había apoderado de la pierna del teniente Ferdaivert y ahora amenazaba por estallar en su abdomen.
Karl se había negado rotundamente a ser operado. Sabía que iba a ser amputado y amenazó al doctor con su pistola cuando éste vino a verle.
– No dejaré que me corte la pata, doctor -le dijo con rabia-. Usted no conoce a mi familia… ni a mi prometida. Es una mujer que jamás se acercaría a un hombre que no lo fuese por completo. Es una nacionalsocialista cien por cien, doctor… de las que se enamoran del cuerpo antes que de otra cosa. Un cuerpo bello, atlético… -se echó a reír-. ¡Y usted quiere que me presente cojeando ante Elsa…! No, prefiero morir porque, a pesar de todo, quiero locamente a esa mujer…
El aparato, un Heinkel-111, se posó en el aeródromo de Pitomnik, un poco antes del alba. Su estado demostraba que había conseguido llegar de verdadero milagro. Los agujeros de bala que se veían en sus alas y en su fuselaje eran la prueba de que había tropezado, en su camino, con los cazas soviéticos.
El hombre que descendió del avión llevaba un uniforme negro, sin insignias de ninguna clase. Sólo un brazal con la cruz gamada en su brazo izquierdo mostraba su pertenencia a alguna importante organización del partido.
En realidad, aquel hombre era un enviado personal del temible Reichführer, dueño de la SS y de la Gestapo, Heinrich Himmler.
Un coche puesto a su disposición le llevó hasta el puesto de mando divisionario; luego, misteriosamente, el hombre de Himmler se hizo conducir hasta los servicios de Intendencia. Bajando del coche, miró con fijeza al chófer que le había abierto la portezuela.
– Ven a buscarme mañana por la mañana.
– ¡A sus órdenes!
El hombre penetró en la pequeña construcción donde Zimmer había instalado su despacho. El furriel se levantó de un salto cuando el hombre entró y levantó el brazo.
– Heil Hitler!
Luego, bruscamente, reconociendo al recién llegado, lanzó una sonora carcajada.
– Pero… ¡si eres Seimard!
– Pues claro. ¿Cómo me encuentras con este uniforme?
– Estupendo… pero, ¿qué significa todo esto?
El otro tomó asiento, sacó un pequeño estuche del bolsillo y lo tendió a Zimmer.
-Geheime Statspolizei[9] -leyó asombrado el furriel-. Himmelgott! ¿Cómo has conseguido esto?
– Ya lo ves. Tú no sabes que pertenecí a la Gestapo antes de la guerra. Pero mi amor a las mujeres y al dinero que no era mío terminaron por perderme… ahora, gracias al permiso que me proporcionaste, volví a entrar en contacto con mis amigos de Berlín… y el Reichführer me convocó, encargándome de una misión de toda confianza.
– ¿De qué se trata?
– No puedo contártelo, al menos por ahora -sonrió el otro-. De todas maneras, has de saber que acontecimientos muy graves han pasado en Alemania. El Führer se ha dado cuenta de la traición de muchos generales de la Wehrmacht y se ha iniciado una limpieza que ríete de las purgas de Stalin… y lo más importante es que tú, a mis órdenes, vas a jugar un papel muy importante.
– No te entiendo.
– Es muy sencillo. A partir de este momento, vas a controlar la Intendencia no sólo de tu división, sino de todas las unidades del Sexto Ejército. Y no distribuirás víveres más que a aquellos que sigan las instrucciones del Führer. ¿Lo entiendes ahora?
– ¡Formidable! Veo que pensaste en mí… y te lo agradezco.
– Natürlich! Piensa que el Führer sabe, como si estuviese aquí, que un viento de traición sopla sobre Stalingrado. Hay demasiada gentuza aquí que cree que porque estamos cercados vamos a rendirnos. Pero no será así, ya que los cobardes morirán de hambre… Muy pronto, una fuerte columna blindada, mandada por Hoth, llegará hasta aquí, rompiendo el cerco… y nosotros seremos los personajes más importantes de la zona… no lo olvides…
– Es estupendo.
– Himmler me ha prometido, para cuando termine triunfalmente la batalla de Stalingrado, nombrarme jefe de los servicios de control policíaco de todo el Grupo Sur… tú, amigo mío, si colaboras eficazmente conmigo, te convertirás en el amo de la Intendencia de un grupo de ejércitos… ¿te das cuenta?
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Gestapo.