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Dieter Fonlass se acercó lentamente al sargento. Un silencio extraño flotaba sobre aquel mundo en ruinas que era Stalingrado.
– Acaban de traernos el rancho, Ulrich -dijo el soldado-. Y, maravíllate, tenemos café… ¡de verdad!
– ¿Se han vuelto locos? -inquirió Trenke que estaba limpiando el subfusil.
– Han debido encontrar algún depósito como el que hallamos nosotros el otro día -dijo Dieter-. ¡Los muy cerdos! Ahora, que estamos perdidos, van a ofrecernos lo que no hicieron en Navidad… ¡pavo trufado!
– ¿Bromeas? -inquirió Ulrich.
– ¿Bromear? -rió Dieter-. ¡Mirad, pandilla de incrédulos! Y si sabéis leer, cosa que dudo mucho, mirad lo que dice aquí… Canard truffé… ¿no es cierto?
– ¡Mira que eres ignorante! -dijo Trenke-. No es pavo, sino pato…
– ¿Y qué diferencia hay? ¿Cuánto tiempo hace que no comíamos algo parecido? ¡Pavo o pato! Aunque, si el señor no desea comer esta porquería…
– ¡Trae aquí una de esas latas, pedazo de asno!
Comieron de excelente apetito, riendo como no lo habían hecho hacía tiempo.
Luego, viendo que los ojos de los hombres se cerraban, a pesar de los esfuerzos que hacían en mantenerlos abiertos, Swaser se decidió a montar un pequeño turno de guardia, dejando al resto de la tropa que descansase en el interior de los sótanos de los edificios vecinos.
– Es una verdadera suerte que los ruskis estén tranquilos -dijo el Feldwebel.
– No hables tan fuerte -rió Martin-. Esos hijos de perra, si supiesen el banquete que acabamos de darnos, serían capaz de jorobarnos y cortarnos la digestión…
Ulrich, una vez solo, siguió el camino de ronda que conducía al Lazarett pero no entró en los sótanos del gran edificio en ruinas.
Se quedó allí, como si fuera capaz de mirar a través de las espesas paredes, y recorrió, con los ojos del espíritu, los largos pasillos donde los heridos se amontonaban, habiendo perdido toda esperanza, sin poder dar crédito al buen doctor Suverlund que les había releído mil veces el párrafo del ultimátum ruso en el que se prometía «cuidado médico a heridos y enfermos».
– ¡Cochina guerra! -gruñó el sargento-. ¿Cómo puede haber ilusos que crean que los soviéticos van a preocuparse de esas miserias humanas? ¡Como si los jefes alemanes se hubieran interesado por ellos!
Recordó, con un estremecimiento retrospectivo, las indescriptibles escenas que se habían desarrollado en el aeródromo de Pitomnik, cuando los últimos aviones se aprestaban a volar hacia Alemania…
Hombres cubiertos de vendas sangrientas, cojos, mancos, ciegos, luchando entre ellos como bestias feroces para abrirse paso hacia los Junkers cuyas hélices giraban locamente…
Y allí habían quedado, abandonados en la inmensa llanura, sin que nadie les llevase el menor consuelo, ni un trozo de pan, ni una gota de agua.
Habían muerto, la mayoría de ellos, de frío, congelados, cubiertos progresivamente por una espesa capa de nieve que llegó a tomar la forma de un monte y que los germanos, temblando de espanto, evitaban, alejándose de ella a la que llamaban «la montaña de los muertos».
– ¿Piedad en esta guerra? -se preguntó Ulrich en voz alta-. ¿Piedad del enemigo cuando nosotros no la hemos tenido hacia los nuestros?
Tiró el cigarrillo y siguió andando hacia el otro lado del Lazarett, allí donde se encontraba el pelotón del cabo Weimar.
Otto le recibió con una sonrisa, mostrando a sus hombres que roncaban en lo hondo de un refugio que desembocaba directamente en la trinchera.
– Hemos comido como cerdos -rió Weimar.
– Nosotros también. Como cerdos… que esperan su San Martín.
Otto no dijo nada, pero la sonrisa se borró de sus labios. Callaron durante un largo rato. Luego, bruscamente, Ulrich miró hacia la llanura.
– ¿No oyes nada, Otto?
– No… es decir, se diría… pero, ¡no es posible! ¡Son tanques, sargento!
– Tanques rusos, Otto…
Weimar no contestó. Apoderándose de los gemelos que colgaban de su cuello, se los llevó ante el rostro; sus dedos nerviosos movieron el dispositivo del enfoque. Luego, con voz inflamada por el entusiasmo:
– ¡Son nuestros, sargento! ¡NUESTROS! Mein Gott! ¡Por fin! ¡Han llegado los nuestros! Nuestros liberadores… ¡La columna blindada de Hoth!
– Pero, cabo…
Otto no le escuchaba. Gritando como loco se dirigió primero al refugio, despertando a sus hombres, luego echó a correr a las posiciones vecinas donde muchos hombres gritaban ya movidos por el mismo entusiasmo que Weimar.
Con el ceño fruncido, Ulrich echó mano a sus gemelos. La imagen amplificada que la potente óptica le procuró le convenció, en principio, de que Otto había dicho la verdad.
Su corazón empezó a latir con fuerza y un calor agradable le subió a las mejillas.
– Dios mío… no es posible… sería demasiado hermoso.
Pero, bruscamente, sus ojos concentraron su atención en un vehículo blindado, con ruedas en vez de cadenas. Se trataba de un pesado Panzerpähwagen cuyo número, 222-A, recordaba Ulrich demasiado bien.
– Sakrement! ¡Es ese canalla de Seimard! Muerto de miedo, acosado por los rusos de la llanura, viene a refugiarse aquí… El muy cerdo… vendrá a pavonearse, intentando imponer su ley… la ley de Hitler en un mundo que Hitler ha abandonado…
Vio al cabo que, seguido por un denso grupo de soldados, corría hacia los tanques. Lanzó un suspiro, luego enfocó los gemelos y vio a los camiones que seguían a los blindados.
– Ese puerco quiere jugar el papel de Papá Noel… No hay derecho de que cosas así puedan ocu…
No pudo terminar la frase.
El staccatto violento de las ráfagas de ametralladoras le hizo concentrar su atención sobre lo que pasaba en la llanura.
– Himmelgott!
Reaccionó velozmente. Echó a correr, dando la vuelta al edificio del hospital de campaña. Gritaba mucho antes de llegar a la posición y cuando penetró en la trinchera, todos los hombres se hallaban dispuestos.
– Schnell! -ordenó-. Llevad los dos antitanques a la posición del cabo Weimar… ¡Rápido! Cinco tanques se acercan a la ciudad por aquel lado…
– Entonces… esos disparos…
– Hay algunos hombres que han caído… ¡Daos prisa, demonios!
Momentos después, los primeros proyectiles silbaban agriamente. Los primeros explotaron alrededor de los blindados, quizá porque los artilleros sentían escrúpulos ya que habían reconocido la silueta de los tanques, identificándolos como Mark-3.
Pero Ulrich no les dio tiempo para dudas.
– Feuer! -gritaba yendo de una a otra pieza-. ¡Son esos canallas que guardaron los depósitos de víveres en Pitomnik! ¡Y han matado al cabo Weimar y los hombres de su pelotón!
Llevándose los gemelos al rostro, siguió con satisfacción visible los resultados de la formidable puntería de los anticarros. Y cuando vio saltar por los aires el Panzerpähwagen de Seimard, bajó los gemelos, sintiendo un intenso placer que le inundaba hasta lo más íntimo de su ser.
– Espero… -dijo entre los dientes apretados- que vayas directamente al infierno, hijo de perra.
– Han herido a Dieter, sargento.
– ¿Quién?
– Uno de esos malditos rusos. Un francotirador. Fonlass asomó la cabeza y…
– Vamos a verle. Tendremos que llevarle al hospital.
Echó a andar, pero Martin se quedó quieto; luego, viendo que el sargento se alejaba, alzó la voz:
– ¡Swaser!
Ulrich se volvió, frunciendo el ceño.
– ¿Qué diablos te pasa? ¿Vienes o no? Al menos, dime dónde está Dieter.
– Ha muerto, Ulrich.
El suboficial bajó la cabeza, luego regresó junto a Trenke, pasó junto a él, yendo directamente al sótano que le servía de puesto de mando.
Se tumbó en el jergón de paja, encendiendo un cigarrillo, con la mirada clavada en el techo hacia el que ascendía perezosamente el humo.
Oyó llegar a Martin, pero no se movió. Hacía esfuerzos para no pensar en Fonlass al que seguramente había enterrado, junto a muchos otros, al lado de uno de aquellos edificios en ruinas.
– Ulrich…
– ¿Qué? -preguntó sin moverse.
– Nos rendimos, sargento. La orden acaba de llegar. Von Paulus nos ordena cesar el combate. Los rusos, según lo que están diciendo los altavoces, van a llegar dentro de una hora…
– Bien.
Swaser se sentó sobre el jergón.
– ¿Qué quieres que haga? ¿Que me eche a llorar? Hace mucho, muchísimo tiempo, amigo mío, que esperaba este momento, que sabía que tenía que llegar. Anda, reúne a los hombres, que amontonen las armas y que estén tranquilos. Dentro de poco, Martin, habremos emprendido el largo camino del cautiverio…
– Tengo miedo, Reiner…
– No temas. Nada malo puede ocurrimos… ¿Oyes? Ya están aquí.
Se habían situado a la entrada misma del Lazarett. Reiner cogió la mano de Adelheid.
Los pasos crecían de intensidad. De repente, un suboficial, seguido por cuatro soldados, penetraron en el vestíbulo en el que se encontraba Reiner y su mujer, justo donde empezaba la escalera que conducía a los sótanos.
El médico se percató de que los cuatro rusos no eran europeos; tenían los ojos oblicuos y los pómulos salientes.
«Siberianos… o mongoles», pensó mientras el suboficial se detenía ante él. Y como el ruso permanecía en silencio, Reiner se decidió a hablar.
– Soy el doctor Suverlund y ésta es mi esposa… Tenemos aún unos doscientos heridos en los sótanos, y les estaría muy agradecido si nos procurasen algunas cosas urgentes…
Hablaba despacio, pronunciando cuidadosamente cada palabra, para hacerse entender de la mejor manera posible.
Pero su sorpresa fue grande cuando el ruso, mirándole con fijeza, dijo:
– ¿Sabes cuántos heridos nuestros han muerto por falta de medicamentos, de vendas y de todo lo demás, perro fascista? Ya se encargaban vuestros cochinos stukas de hundir las lanchas con medicinas y material sanitario que intentaban atravesar el Volga…
Sin saber exactamente por qué, Reiner tuvo el claro presentimiento de que algo terrible iba a ocurrir, pero no obstante contestó en tono amistoso.
– Yo no tengo la culpa… ¡no soy de los que aman la guerra!
– ¡Todos los alemanes aman la guerra! -replicó el soviético-. Y has de saber, puerco nazi, que mi hermano estaba entre los heridos que murieron como perros… gritando como locos… maldiciendo todo lo existente…
Reiner se percató de que el destino le había jugado una mala pasada. De todos los rusos que hubieran podido llegar al Lazarett primero, tenía que ser precisamente éste, que rezumbaba odio por todas partes.
– Yo no soy culpable, soy médico -repitió.
Fue entonces cuando los acontecimientos se precipitaron.
El sargento le golpeó en el rostro con el Nagan que empuñaba; loca de furor, Adelheid se precipitó sobre el ruso, alcanzándole en la cara con las uñas.
El ruso la empujó con violencia, echándola hacia los soldados que habían montado sus armas.
– ¡Tomadla! ¡Es vuestra!
Medio atontado, sin saber lo que el sargento decía, pero comprendiendo lo que iba a pasar, Reiner se lanzó como un loco hacia los rusos.
El sargento disparó a bocajarro; una parte de la masa encefálica de Reiner fue a pegarse en la pared.
Los soldados arrastraban ya a Adelheid hacia un rincón.
– Davai! Davai!
– ¿Qué diablos está gritando? -preguntó Ulrich volviéndose hacia Trenke que andaba lentamente a su lado.
– Davai puede traducirse por «aprisa» o «adelante» -dijo Martin.
– Es formidable -suspiró el Feldwebel-, pero la guerra hace a los hombres iguales. No importa su lengua, ni su uniforme… ¿Recuerdas lo que gritaban los Feldgendarmes cuando empujaban a los prisioneros rusos? Schnell! o Los! Estos dicen Davai!… pero sus gestos, sus sentimientos, su indiferencia es como la de aquellos Feldgendarmes que empujaban a culatazos a los rusos, a lo largo de la carretera de Minsk… ¡Qué tiempos aquéllos! ¿Quién nos iba a decir, entonces, que un día seríamos como los desarrapados que, por millares, veíamos pasar?
– Así es la vida…
Swaser se volvió bruscamente, sin detenerse, ya que la masa ingente de prisioneros no podía detenerse ni un segundo.
– ¿Qué te ocurre, Martin? No me había dado cuenta hasta ahora… pero andas como si te pasase algo…
– No es nada. Cuando mataron a Dieter, una bala me rozó, aquí, en el estómago…
– ¡Maldito embustero! -dijo Ulrich palideciendo al comprobar que el rostro de su camarada estaba blanco como la tiza-. ¡Déjame ver!
– No podemos pararnos…
– ¡Salgamos de la fila! No puedes seguir, así…
Cogió del brazo a Trenke, obligándole a seguirle fuera de la interminable fila. Sentándose en el suelo, desabrochó la guerrera y vio la desgarrada camisa, manchada de sangre.
– ¡Puñetero idiota! No sé cómo has podido resistir tanto… hay que hacer algo…
Justo en aquel momento, un soldado ruso se acercó a ellos.
– Davai! -gritó golpeando a Ulrich con la culata de su fusil-. Davai!
Swaser apretó los dientes, sin ni siquiera mirar al ruso. Sus ojos se posaron en el rostro blanco de su camarada.
– Estás listo, Trenke. No vas a durar mucho…
– Déjame aquí y sigue.
– No. Escucha. No me divierte nada esta aventura. Tengo el cuchillo escondido bajo la camisa. La cosa va a ser muy rápida… ¿Te da miedo morir?
Trenke sonrió.
– ¡Idiota! Tengo ya un pie en el otro lado… preguntas…
– Davai! -gritó el ruso golpeando de nuevo a Ulrich.
Tres rusos más acudían en ayuda de su compañero.
– ¿De acuerdo? -inquirió Ulrich.
– Como tú quieras… Siempre te saliste con la tuya, maldito sargento…
– Adiós, amigo…
Había buscado el cuchillo con dedos ansiosos; ahora lo tenía en la mano y el ruso se inclinó para darle un nuevo culatazo, Ulrich le clavó el cuchillo en el vientre.
El soviético retrocedió, soltando el arma, hacia la que se precipitó el alemán.
No llegó a tocarla.
Los otros tres dispararon. La larga ráfaga hizo rebotar el cuerpo de Ulrich en el suelo. Los disparos alcanzaron también a Trenke, matándole en un acto.
Dos de los rusos se llevaron a su amigo que agonizaba. Luego, la fila, la inmensa fila de casi trescientos mil prisioneros, se puso en marcha, bajo el cielo gris, hacia la estepa infinita.
– Davai! Davai!