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Capítulo I

El ruso cometió un error fatal.

Desde donde se encontraba, Dieter pudo ver cómo el soldado soviético corría hacia el escondite que iba a proporcionarle un denso cañaveral, junto al río.

Pero el ruso ignoraba que el cañaveral se encontraba precisamente sobre un montículo rocoso que los alemanes habían reconocido decenas de veces cuando sus posiciones se encontraban más próximas de la orilla que ahora.

Dieter Fonlass tenía la seguridad absoluta que el hombre iba a morir en los próximos quince segundos.

Le fastidiaba disparar una ráfaga, sabiendo que el ruso estaba cumpliendo una simple misión de observación. El sargento Swaser y los otros hombres debían estar durmiendo, y no valía la pena despertarles por el hecho de enviar al infierno a un soviético.

Sin embargo, Dieter Fonlass tenía que matarlo; era la única manera de que el adversario no sospechase que aquella posición no estaba defendida más que por cinco hombres.

Algunos segundos más que los que el germano había concedido al ruso pasaron. El alemán pensaba en otras cosas, especialmente en la retirada, desde que se habían obligado a abandonar la cabeza de puente, en la orilla opuesta del Don.

Los recuerdos de la retirada le quemaban el pecho. Los rusos habían desencadenado una ofensiva formidable, y excepto las fuerzas germanas que seguían resistiendo heroicamente en los alrededores de Koslov, el resto del frente del Don había saltado hecho pedazos ante el impulso de los rusos.

En realidad, Dieter hacía la guerra, como tantos otros, porque aquel era su deber, y no había forma humana de escapar de él.

Su único deseo era que aquella nefasta locura terminase cuanto antes, volver a Munich junto a su esposa y sus dos hijos, y empezar de nuevo a trabajar, con la paleta y el nivel en la mano, construyendo edificios en vez de verlos saltar en pedazos por el aire.

De todos modos, Dieter hacía lo que podía para no pensar en los suyos durante el combate. Era como si no desease asociar las barbaridades que como soldado estaba obligado a cometer con la idea pura de los suyos.

«No quiero que mis hijos sospechen nunca las enormidades que su padre ha hecho», pensaba a menudo. Apoyando la mejilla en la culata del fusil ametrallador, guiñó un ojo, mirando con el otro, a través del punto de mira, la silueta del ruso.

Entonces apretó el gatillo.

Apuntó al pecho, enviando hacia el aire un número suficiente de balas como para evitar que el soviético padeciese una larga y penosa agonía.

Puesto que debía morir, lo mejor es que lo hiciera rápida y limpiamente.

El ruso dio un salto, cayendo de rodillas. Abrió los brazos, recordando a Dieter las actitudes de los mahometanos cuando oran a su dios, cara a oriente. Las balas le empujaron hacia atrás y cayó, de espaldas, quedándose completamente inmóvil.

Un ruido de pasos informó a Dieter de la presencia de sus camaradas, a los que los disparos habían arrancado de un sueño pesado y reparador.

Volviéndose a medias, apercibió el rostro serio y arrugado de Ulrich Swaser, que llevaba en su cara las huellas de su trabajo, en Hamburgo, donde se pasaba la vida descargando barcos procedentes de todas partes del mundo.

Era un hombre duro, sobre todo consigo mismo, pero sabía hacerse apreciar por sus hombres que le estimaban sincera y profundamente.

– ¿Qué demonios pasa? -preguntó dejándose caer en la trinchera donde se encontraba el soldado.

– Ese pobre tipo -repuso Dieter-. Creía sin duda que nos habíamos largado ya… Tenía la estúpida pretensión de llegar hasta aquí…

Ulrich miró hacia el cuerpo del ruso que formaba una mancha negra sobre el suelo amarillento.

– No creo que podamos permanecer mucho tiempo aquí -dijo mirando a lo lejos.

– Tampoco lo creo yo, sargento -suspiró Dieter-. Espero que nos ordenen pronto una nueva retirada… y espero también que no sea para colocarnos en una nueva línea. Creo que tenemos derecho, después de lo que hemos pasado, a unos días de reposo.

– Y que lo digas -gruñó el suboficial-. No hay más que mirarnos, botas hechas trizas, uniformes en harapos… ¡da asco vernos!

Una luz se encendió en las pupilas del soldado.

– El día que coja una hoja de afeitar, un poco de jabón y agua suficiente… voy a parecer otro…

Ulrich miró a Dieter cuyos cabellos largos caían sobre el cuello sucio de su guerrera; se fijó también en los pantalones, cuyas rodilleras habían desaparecido de tanto arrastrarse, dejando sendos agujeros que permitirían ver la piel negra, recubierta por una desagradable costra de suciedad.

– Hemos cambiado mucho -murmuró.

– Todo ha cambiado -dijo Dieter-. Estábamos acostumbrados a ser un ejército limpio, victorioso. No existía en el mundo una Intendencia tan puntual como la nuestra… la verdad es que no nos faltaba de nada…

– Es cierto. Pero todo eso no es ya más que un recuerdo. Desde que esos cochinos de rusos han aprendido la lección, se han convertido en una fuerza con la que tendremos que contar.

Dieter no dijo nada.

Sus pensamientos volaban lejos, hacia Munich. Entornando los ojos, le pareció hallarse en su dormitorio cuando, cada mañana, su mujer acudía, habiéndose levantado antes que él, a traerle la muda limpia, aquella ropa que olía tan bien…

Se movió, notando una vez más el dolor que la bota rota le causaba en el empeine. Fue entonces, por una simple asociación de ideas, cuando abrió los ojos, mirando más allá del parapeto.

– ¡Las botas! -exclamó.

– ¿Qué demonios te pasa ahora? -se extrañó Ulrich.

– ¡Las botas! Ese maldito ruski debe llevar un par casi nuevo.

– Es cierto. Cúbreme… voy a por ellas…

Saltó Ulrich de la posición corriendo, agachado, hacia el lugar donde yacía el cuerpo del soviético.

Una oleada de vergüenza le invadió, sintiéndose profundamente herido en su orgullo. ¡Un soldado de la poderosa Wehrmacht jugándose la piel para quitarle las botas a un mujik!

– Sakrement! -gruñó entre dientes-. Cómo han cambiado las tornas…

Un poco de bruma, procedente del río, flotaba sobre el suelo como un manto de gasa que el viento desplazaba suavemente.

Swaser no se paró a mirar el rostro del ruso. Hacía mucho tiempo que la muerte había perdido para él ese lado personal que se asocia, al principio, con una especie de curiosidad morbosa.

Estaba acostumbrado a ella, y había olvidado por completo los cientos de cadáveres, enemigos o amigos, destrozados o enteros, que había visto a lo largo de la guerra.

Después de haberse percatado de que el calzado del ruski era de primera calidad, se arrodilló junto al muerto, descalzándole en un abrir y cerrar de ojos. Luego volvió corriendo a la trinchera, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

Dieter levantó ansiosamente la cabeza, al tiempo que preguntaba con una cierta impaciencia en la voz:

– ¿Son grandes o pequeñas?

– ¿Qué número calzas?

– El 42.

El sargento mostró las botas, casi nuevas, ligeramente arañadas en la punta, dotadas de gruesas suelas dobles claveteadas. Notó el ansia que se pintaba en el rostro del soldado.

Cualquier hombre del pelotón hubiese necesitado aquel maravilloso regalo, empezando por el sargento que, como los demás, iba casi descalzo.

– Toma, son tuyas…

Dieter abrió los ojos, cogiendo las botas casi con miedo. Las levantó a la altura del rostro, dilatando los agujeros de la nariz para oler mejor el cuero nuevo. Hacía meses que no había recibido calzado alguno y el que llevaba lo había cogido de un cadáver de otro alemán que ya las había usado durante una eternidad.

– Dank! ¡Muchas gracias, sargento!

Ulrich esbozó una sonrisa.

Nadie podía saber lo que aquel gesto significaba para él. No porque necesitase las botas tanto o más que el soldado.

Recordó entonces, mientras Dieter cambiaba de calzado, la primera vez, cuando tenía 16 años, en que pudo permitirse el lujo de entrar en una zapatería, donde un viejo judío vendía calzado usado, y pudo quitarse las sandalias que había llevado durante cuatro años, sin haber conocido el uso de los calcetines.

Contemplando el rostro de Dieter, experimentó el mismo gozo que debía sentir el soldado.

– Las mías están muy mal -dijo entonces el soldado-, pero ¿no cree usted que podrían servir a Trenke?

– Creo que sí. Voy a llevárselas. De todos nosotros, es él quien está peor calzado.

Con las viejas botas en la mano, Ulrich saltó al camino de ronda, dirigiéndose hacia la parte posterior del montículo donde habían excavado un refugio que les servía de dormitorio y comedor.

Allí estaban los demás:

Valker Künger, antiguo empleado de la Banca, en Berlín, intensamente pálido, delgado, con los ojos profundamente hundidos en grandes cuencas oscuras.

Martin Trenke era un estudiante de Derecho. Había nacido en Colonia y era el intelectual del pelotón. No era muy hablador, y cuando abría la boca era para protestar de la miseria en que vivían.

Ingo Lukwig era el más joven de todos. Acababa de cumplir los 19, y había llegado al ejército directamente de las Hitlerjugend [1] en las que se había presentado voluntario para el frente.

El sargento se acercó a ellos, deteniéndose ante Martin Trenke, al que tendió las botas.

– Te traigo un regalo de tu amigo Dieter -dijo con una sonrisa.

Martin se apoderó del calzado que examinó durante unos segundos. Las suyas se habían deformado por la acción del frío y del agua y le hacían sufrir tremendamente, habiéndose visto obligado a cortarlas en muchos sitios donde el dolor era insufrible.

– ¿Es que Dieter ha encontrado algo mejor?

– Fonlass acaba de cargarse a un ruso… ya habéis oído los disparos… llevaba un par de botas que para ellos querrían muchos de nuestros generales.

– No exagere, sargento -intervino Valker-. A nuestros queridos generales no les falta de nada… absolutamente de nada. Si desean alguna, cosa, no tienen más que decirlo… en el mismo momento en que abren la boca, una docena de enchufados corren como locos para servirles… «¡Un pollo bien asado, esclavo!» -gritó adoptando la postura del personaje al que quería representar-. «Y si el pollo no está a punto, di a los de la Inteligencia que se preparen para ir al frente…»

Todos se echaron a reír, excepto Ingo.

Valker se dio cuenta de ello. Se volvió hacia el joven y con una voz colérica:

– ¿Sigues creyendo todavía que los generales debían estar en el frente, Ingo? Es lo que te decían en las Hitlerjugend, ¿verdad? ¡Todos héroes! Incluso los «pantalones rojos» [2]

– Nunca he dicho que los generales fueran perfectos -repuso el muchacho-, pero sigo creyendo que no se gana nada criticando a los que nos mandan…

Sabiendo el rumbo peligroso que la conversación tomaría, el sargento intervino con voz seca:

– ¡Déjale en paz, Valker!

Justo en aquel momento, el ruido de un motor de motocicleta les llamó la atención. Y, siguiendo al suboficial, abandonaron el refugio.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Juventudes Hitlerianas.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Llamados así los generales por el color de los pantalones, que llevaban un galón dorado en ambos lados.