39553.fb2 Sangre En El Volga - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Capítulo II

El motorista luchaba desesperadamente por mantenerse en equilibrio sobre su poderosa máquina. El suelo, en parte helado o cubierto de barro, ponía en constante peligro al hombre que debía apoyarse constantemente con un pie u otro mientras que la motocicleta daba bandazos como un navío en un mar tormentoso.

Nunca un hombre había odiado más profundamente el país donde la guerra le obligaba a vivir.

Como otros muchos soldados alemanes, el motociclista se sentía completamente desamparado ante la inmensidad de una geografía enorme.

Durante todo aquel tiempo, como agente de enlace, había recorrido aquella tierra en todas las estaciones del año, desde la primavera que anunciaba la sequedad del estío, que atraía inmensas nubes de polvo, un aire cálido que el fuego de las armas convertía en simún, los insectos de todas clases pegados a los muertos por millares… hasta el invierno vacío, inmenso como una muerte blanca, un ilimitado sudario que cubría los cadáveres o los inmovilizaba para siempre, en pie, como centinelas estatuarios.

– ¡País mil veces maldito! -gruñó entre dientes.

Sí, el día que se alejase de esta tierra, definitivamente, sería el más dichoso de los hombres. Y a veces, cuando escuchaba decir que después de la guerra millares de colonos alemanes vendrían aquí para explotar las riquezas de Rusia, utilizando a los indígenas como esclavos, torcía el gesto y sus ojos echaban llamas.

– ¡Jamás! -decía-. ¡Nunca! Aunque me diesen mi peso en oro. Aunque me nombrasen gobernador de Moscú. No, quiero vivir junto a los Alpes, en mi pequeño pueblo, donde las distancias pueden ser medidas por los ojos de un hombre… Vivir aquí… sería como habitar el océano sin límites.

Reconociendo los alrededores de la posición a la que se dirigía, aminoró la marcha de la motocicleta, deteniéndose luego para dejarla apoyada al tronco de un árbol que un proyectil había mutilado despiadadamente.

Avanzó hacia los hombres a los que el ruido del motor había hecho salir del refugio.

– ¡A sus órdenes! -dijo poniéndose firme ante el suboficial al que tendió el mensaje del que era portador.

Ulrich desgarró el sobre, recorriendo el escrito con una visible ansiedad. Luego, bruscamente, su rostro se iluminó y levantando la mirada del papel dirigió una sonrisa a sus hombres.

– ¡Buenas noticias, muchachos! -exclamó con sincero gozo.

Los ojos de Valker brillaron intensamente.

– ¿De qué se trata, sargento? -inquirió sin atreverse a formular el deseo que le quemaba los labios.

Ulrich le guiñó el ojo.

– ¡Justamente de lo que estás pensando, granuja! ¡Levamos el ancla!

– ¿Cuándo? -intervino precipitadamente Martin Trenke.

– Ahora mismo.

Ulrich se percató del cambio que se efectuaba en el rostro de sus hombres… de los que le quedaban, ya que los otros habían quedado muertos, tendidos en el suelo helado…

Después de aquella penosa retirada que había durado semanas enteras, los hombres no se atrevían ni a respirar, de miedo que lo que acababan de oír, aquella maravillosa noticia, se convirtiese en una sucia broma más de un destino que se había mostrado implacable con ellos.

– Podéis empezar a recogerlo todo -dijo el sargento-. No olvidad nada importante, pero no cargaros con cosas inútiles… Tardaremos, por lo menos, cinco o seis horas en llegar a la segunda línea, ¿no es verdad? -preguntó al enlace.

– En efecto, sargento -repuso el motociclista-. El camino es muy malo. He tenido que venir despacio, patinando a cada momento. Incluso con mi máquina, he tardado casi dos horas en llegar.

Dieter, que se había acercado, sonrió.

– De todas formas, amigo -dijo-, me daría con una piedra en los dientes si tuviese un cacharro como el tuyo… y si fuese capaz de guiarlo… Seguro que esta misma noche estaría, descansando, durmiendo a pierna suelta y recuperando todas las horas de sueño atrasado que llevo encima…

– Desde luego… -dijo el enlace con una sonrisa amistosa-. Comprendo que tengas ganas de dormir…

Hubiese dado cualquier cosa por no saber que, precisamente en la segunda línea, corrían ya rumores nada buenos. Se olía la catástrofe, aunque todo el mundo callaba.

«No -pensó con amargura-. No vais a descansar como pensáis. Seguro que no…»

Y en voz alta.

– Tengo que irme, sargento -anunció-. Me han dicho de volver en cuanto entregase el mensaje.

– Comprendo -dijo Ulrich-. Haga el favor de decir al jefe de nuestra compañía que, dentro de lo posible, estaremos allí en el curso de esta noche.

– Perfecto.

El motociclista se dirigió hacia su vehículo.

Y fue entonces, en aquel momento preciso, cuando la patrulla rusa que acababa de atravesar silenciosamente el río dio muestras indudables de su presencia.

La ráfaga destrozó bruscamente el silencio. Con un gesto unánime Swaser y sus hombres se tiraron al suelo, arrastrándose velozmente hacia el parapeto donde habían dejado sus armas.

Por su parte, el enlace, oyendo silbar las balas cerca de él, volvió un instante la cabeza; luego, reaccionando, echó a correr como un gamo hacia su moto, sobre la que saltó materialmente, empezando a dar brutales patadas a la palanca de arranque.

Mientras el sargento y sus hombres intentaban localizar a la patrulla enemiga, llegó hasta ellos el ruido del motor de la moto.

– He ahí la ventaja de tener un cacharro al alcance de la mano -sonrió el sargento-. Él llegará a tiempo al puesto de mando… mientras que estos puercos ruskis van a retrasarnos no sé cuánto tiempo… ahora que justamente había llegado el momento de largarnos de este infecto lugar…

– Scheisse! -gruñó Dieter disparando con su Schmeiser sobre los juncos que fueron decapitados por una guadaña invisible-. ¿Dónde demonios os habéis metido, rojos del infierno?

Un silbido potente nació en el aire, creciendo de intensidad a medida que pasaba por encima de los hombres del pelotón.

– ¡Morteros! -exclamó Ulrich.

El primer proyectil explotó detrás; todos volvieron la cabeza, justo a tiempo para ver la nube de humo que envolvía a la motocicleta que se alejaba ya.

-Teufel![3] -dijo el suboficial-. Tiran bien esos condenados.

– Van a matar a ese pobre enlace…

– No. Mira… ha dejado la moto y corre hacia aquí…

– Le han estropeado el viaje de vuelta. ¡Malditos!

– Lo importante es que salve la piel… Sakrement!

Un nuevo proyectil de mortero explotó, esta vez delante del motorista. Con los ojos tremendamente abiertos, Ulrich vio el cuerpo dislocado del hombre, como un extraño muñeco, ascender por los aires para desplomarse, segundos más tarde, contra el suelo.

– ¡Pobre chico! -dijo Dieter-. No ha tenido mucha suerte, que digamos…

Ulrich rechinó los dientes.

Sentía sinceramente la muerte del motorista, pero su cerebro trabajaba a toda velocidad, sospesando los pros y los contras que la nueva e inesperada situación imponía.

Los disparos de mortero le habían hecho llegar a la conclusión de que la patrulla soviética era mucho más importante de lo que en un principio pensó.

«Puede que se trate de toda una sección…», pensó amargamente.

Y en voz alta:

– Escuchadme bien, muchachos -dijo-. Vamos a iniciar el repliegue, pero haciendo lo posible por engañar a los rusos. Evidentemente, tendremos que correr como gamos cuando estemos fuera del alcance de sus armas. Lo importante es que no se den cuenta, demasiado pronto, de que estamos poniendo los pies en polvorosa.

Lanzó un suspiro, diciendo luego:

– Repliegue como de costumbre… Dos de vosotros saldrán zumbando mientras que nosotros seguimos tirando contra los ruskis. Una vez se hayan alejado los dos primeros, seguimos con el cuento… ¿entendido?

Los hombres asintieron con la cabeza.

– ¿Estáis dispuestos?

Nuevo gesto de asentimiento.

Momentos después, dos hombres abandonaron el parapeto, corriendo a toda velocidad, agachados al máximo para pasar desapercibidos. Atravesaron el terreno libre, pasando junto al cuerpo del motorista muerto, penetrando luego en la zona de juncos que pareció tragárselos.

Mientras, Ingo Lukwig y el suboficial disparaban contra el enemigo invisible. Otros dos morterazos explotaron junto a la orilla, lanzando sobre los alemanes montones de barro.

– No los han visto -dijo Ingo.

– No… hay que prepararse… Disparemos unas ráfagas y salgamos corriendo… ¡Fuego!

Las armas vomitaron fuego durante unos instantes.

– ¡En marcha!

Saltaron del parapeto e, imitando a los otros dos, corrieron como locos hacia la masa de cañaverales. Detrás de ellos, las armas rusas ladraban ásperamente.

* * *

Jamás les pareció tan largo el tiempo ni tan interminable el camino a través de la estepa. Pero consiguieron llegar a la posición principal al caer la noche. Y cuando Ulrich se presentó ante el jefe de su compañía, el Hauptmann Klaus, sonrió con la viva expresión de haberse salido con la suya.

Klaus Verlaz, que estaba cenando con sus oficiales, dejó la mesa para ir a estrechar la mano del sargento.

– No me cuente nada -dijo cuando Ulrich le hubo explicado en pocas palabras su odisea-. Vaya a comer y a descansar. Está usted cayéndose de fatiga.

– Gracias, señor.

– Mañana hablaremos. Le felicito Swaser.

– ¡A sus órdenes!

Klaus volvió junto a los oficiales.

Los dos tenientes, de los cuatro que la compañía tenía antes de aquella dolorosa retirada, comían con excelente apetito. Como todos los hombres de la división, habían atravesado momentos difíciles, sin poder calmar, muy a menudo, el hambre que corroía sus estómagos vacíos.

Pero ahora, cuando los servicios de Intendencia habían comenzado a funcionar con normalidad, ofreciéndoles de todo, los dos tenientes demostraban de manera patente un apetito sano y joven.

Bruno Olsen, uno de los oficiales, hizo pasar un trozo de carne con un vaso de excelente vino.

– ¿Quién era? -preguntó al capitán.

– El sargento Swaser -dijo Klaus sirviéndose un vaso.

– ¡El bueno de Ulrich! -sonrió el teniente-. Y, ¿qué cuenta de bueno?

– Ya puede imaginarlo, Olsen. Ha llevado a cabo una retirada normal. Los rusos, según me ha dicho siguen creyendo que estamos en las posiciones de la orilla… y no cesan de enviar patrullas para tantear nuestras fuerzas… De todos modos, no tardarán en darse cuenta de que no estamos allí… y entonces…

Olsen se encogió de hombros.

– La nueva división se encargará de darles su merecido, capitán. Esos puercos creen haber ganado la guerra porque nos han hecho retroceder algunos kilómetros… pero les daremos una buena sorpresa.

Al inclinar un poco la cabeza, Olsen dejó ver la cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda, un recuerdo de la batalla de Francia, cuando se lanzó contra una posición defendida por senegaleses.

Uno de los negros le había cortado la cara con la punta de su bayoneta, pero Olsen le voló la cabeza a quemarropa.

Bruno Olsen era el típico germano, con su cráneo braquicéfalo, su ancha frente y los cabellos cortados muy cortos. Ferviente nacionalsocialista, le hubiese complacido pertenecer a la SS, pero no pudo conseguirlo por carecer de apoyo político para entrar en las filas del «Orden de la Calavera».

De todos modos, respiraba fe en el Führer, pasando el tiempo insultando a los generales, a los que creía responsables de no seguir al pie de la letra las «maravillosas instrucciones» del amo del Tercer Reich.

Karl Ferdaivert, el otro oficial, era el contrapunto de Olsen. Nacido en Magdeburgo, estaba muy lejos de sentir las ideas del nacionalsocialismo como su compañero. Se consideraba como un militar cien por cien, afirmando que todos los fracasos que pudiesen ocurrirle a la Wehrmacht debían proceder de la absurda e intolerable intromisión que los hombres del Partido hacían en los asuntos militares.

Admiraba a los generales, sobre todo a los prusianos de los que decía «han dado a Alemania toda su gloria y su grandeza».

Justo en el punto medio de las posiciones ideológicas de sus dos colaboradores, el capitán Verlaz era, sencillamente, un militar nato, sencillo. Un cumplidor que deseaba mantenerse al margen de las consideraciones que no le concerniesen directamente.

Para él, sólo los héroes y los locos merecían encontrarse en primera línea, mientras que hombres de su temple debían permanecer en puestos de responsabilidad donde obtuviesen frutos de la demencia de aquellos.

Verlaz no lo era, ni de lejos ni de cerca, ni un tímido ni un cobarde. Lo había demostrado muchas veces pero pertenecía a esa clase de hombres que no se expone a menos que sea absolutamente necesario.

– Es posible que no sea demasiado difícil detener a los rusos -dijo posando el vaso sobre la mesa-. Las posiciones que vamos a dejar a la división que ocupará nuestro lugar son sólidas y fácilmente defendibles. Es distinto lo que creo que van a ordenarnos hacer. Y si se trata de una cuestión puramente política, no estoy tan conforme como si lo que se desea hacer tuviese como motivo recuperar el prestigio militar perdido en el curso de la retirada del Don…

– ¡Al diablo el prestigio militar! -exclamó Olsen con los ojos brillantes-. Lo que importa es demostrar al mundo entero que nuestro Führer no se ha equivocado… y que cuando ha dicho que íbamos a terminar este año con los bolcheviques… es que vamos a hacerlo.

Encendió un cigarrillo con mano nerviosa.

– El plan que nos ha expuesto el coronel, en nombre del Führer, no puede ser más concreto: terminar de una vez para siempre con el comunismo y convertir a este inmenso país en la mejor colonia alemana…

Se volvió hacia el otro oficial, hacia el que tendió un índice acusador:

– Tú, Karl, no entiendes ni una sola palabra de todo eso… Pero piensa en la maravillosa realidad de todo cuanto acabo de decirte. Desde Polonia hasta las lejanas fronteras del Pacífico, al otro lado de Siberia, se encuentran riquezas suficientes para hacer del Reich la potencia más grande del mundo.

»Es justamente por eso que debemos seguir fielmente las directivas del Führer, quien nos conduce hacia la victoria final. Y los que no lo entienden así, no son, para mí, más que una pandilla de traidores asquerosos a los que, si estuviese en mi mano, eliminaría sin piedad…

– ¡Es una suerte que no seas el auxiliar del Führer! -exclamó el otro teniente mirando de reojo al jefe de compañía-. Pero si lo que intentas decir es que he criticado a Hitler te equivocas por completo. Como buen alemán, lo que únicamente deseo es que los militares tengan las manos libres para llevar a buen puerto la misión que se les ha encomendado, para la que están perfectamente preparados. Se les ha ordenado ganar la guerra… ¡y bien! Que se les deje llevar adelante su plan…

Lanzó un suspiro.

– En cuanto a la política exterior o interna o del Partido, todo eso es harina de otro costal. Que cada uno cumpla su deber, eso es todo… ¿no es correcto lo que digo, capitán?

– No quiero mezclarme en discusiones bizantinas -dijo Verlaz con un cierto tono frío en la voz-. Creo sinceramente que todo buen alemán debe limitarse a cumplir con su deber, sobre todo ahora que nos encontramos a la víspera de acontecimientos históricos de primer orden. Si todos, políticos y militares, obran de este modo, la victoria no podrá escapársenos jamás.

– ¡Bien hablado! -exclamó Karl.

Bruno no dijo nada.

En el fondo, comprendía al capitán, al que estimaba, sabiéndole capaz de llevar a buen puerto la misión que se le había encomendado.

No le hubiese disgustado ver a Verlaz más entusiasta, pero sabía perfectamente que bajo la aparente frialdad de Klaus se ocultaba un excelente jefe.

Mucho menos le gustaba la actitud de Karl. Olía en él ese viejo orgullo prusiano que no sabe de otra cosa que no fuera el Ejército. Y como todos los prusianos, los viejos Junkers, Karl despreciaba en su fuero interior a los parvenus [4] del Partido, a los hombres que desean no solamente ganar la guerra, sino convertir a los demás pueblos en mansos servidores de la Raza de Señores…


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> ¡Diablos!

  2. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> En francés en el texto.