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Capítulo III

Atravesaron el pueblo en plena noche. Un sargento con un flamante uniforme nuevo y un casco brillante les precedía. Detrás de aquel suboficial de opereta, Swaser y sus hombres ofrecían el lastimoso aspecto de un grupo de mendigos siguiendo al criado de una casa importante para recibir las sobras de algún opíparo festín.

Poco les importaba el nombre del pueblo ni el aspecto de las casas que la oscuridad escondía a sus miradas.

Andaban arrastrando los pies en sus botas sin suela, doblados por el peso de las armas y de las municiones que llevaban al hombro.

Cuando pasaron ante grupos de soldados, viendo también numerosos tanques, llegaron a la conclusión de que la división había sido positivamente reforzada. La vieja 16.ª División Panzer que había quedado malparada a lo largo de los últimos meses, tras una retirada verdaderamente catastrófica.

– Algo importante se está tramando… -dijo Dieter que iba junto al sargento.

– Desde luego. Nunca había visto tantos tanques.

– ¿Y los soldados? ¿Los ha mirado bien, sargento? Son novatos… gente que no ha oído un tiro más que en las pruebas del cuartel…

– Está lleno de tropa.

– Sí. Y debe haber una fuerte protección de la Flak [5]. De otra manera, no dejarían a los tanques en plena calle. Ahora es de noche, pero cuando se haga de día y los cacharros rusos empiecen a pasar por encima de este pueblo…

El hombre que les precedía se detuvo finalmente ante un caserón viejo y medio derruido.

– Es aquí -dijo volviéndose hacia Swaser-. Entrad e instalaros. Voy a ordenar que os traigan algo de comer.

– Gracias.

Swaser empujó la puerta que gimió lastimosamente. Dentro reinaba una oscuridad absoluta. Detrás del suboficial, Dieter, hombre prevenido, sacó de su macuto una vela que encendió, avanzando para permitir que los otros lo hiciesen.

-…Eine Sauerie![6] -exclamó avanzando con cuidado con sus botas nuevas-. ¡Fijaos, chicos! ¡Qué marranada! Nos han metido en un establo…

Así era, en efecto. Los boxes, ocupados en otro tiempo por los caballos, estaban vacíos, pero una suciedad indescriptible reinaba en aquel local que debía haber sido abandonado a toda prisa.

Una gruesa capa de estiércol cubría el suelo y, aquí y allá, se veían charcas de orín que desprendían un fuerte olor a amoníaco.

– ¡El premio encantador a una caminata como la que acabamos de darnos! -rió sardónicamente Dieter.

– Vamos a buscar un lugar seco -dijo el sargento.

Se instalaron al fondo. Estaban cansados para seguir protestando. Tras haberse desembarazado de la pesada carga que llevaban, extendieron las viejas mantas buscando un lugar dónde poder reposar de la mejor manera posible.

Habiendo colocado la vela encima de una especie de taburete, Dieter había sacado del macuto la última carta de su mujer y la estaba leyendo una vez más, moviendo los labios al ritmo de cada palabra.

Los otros, echados, respiraban profundamente. Sólo el hambre les tenía despiertos, y se pasaban la lengua por los labios, deglutiendo penosamente una saliva espesa.

Tres hombres llegaron, dos de ellos portadores de un perol. Lo pusieron en el suelo y el tercero, un cabo furriel, hundió un cazo en el líquido, llenando los platos de aluminio que los hombres le tendían.

Luego, sin una palabra, se fueron.

Martin Trenke fue el primero en hundir la cuchara en el líquido de su plato. Los ojos le brillaban de hambre, pero los entornó, como si desease experimentar el mayor placer posible al probar el rancho.

Se llevó la cuchara a la boca… y escupió todo, lanzando un gruñido de rabia.

– ¡Pero si nos han dado una bazofia! -protestó-. ¡Deben haber hecho esta sopa con moñigas cogidas en este establo!

Swaser miró el líquido; luego, con un esfuerzo, hundió la cuchara y se la llevó a los labios, tomando un sorbo. Martin, tenía razón; aquello era una completa porquería… pero el suboficial las había visto, a lo largo de la guerra, de todos los colores. Y haciendo de tripas corazón, cerró los ojos hundiendo de nuevo la cuchara en el rancho.

Mirando al jefe del pelotón, Trenke se percató en seguida de lo que pasaba. No era la primera vez que Swaser se sacrificaba para evitar conflictos a sus hombres.

Pero Martin no estaba dispuesto a ceder esta vez. Consideraba como un insulto que se diese aquella porquería a unos hombres que acababan de llegar, extenuados, tras una caminata interminable, siendo los únicos que habían quedado en primera línea… mientras todos aquellos enchufados se hinchaban la barriga bien tranquilamente y lejos de los tiros de los rusos.

Se puso en pie, con el plato en la mano.

– Voy a demostrar a esos bastardos de la Intendencia que no somos unos puercos… aunque nos hayan metido en este establo.

Sus ojos brillaban peligrosamente.

Valker Künger, que había dejado su plato sin tocar su contenido, le bastó olerlo para darse cuenta de lo que había dentro, se puso igualmente en pie.

– Te acompaño, amigo.

La mirada de Martin se posó entonces en el rostro pálido de Ingo Lukwig. El joven no había pronunciado una sola palabra y seguía comiendo, pero se veía en su cara los esfuerzos que hacía para dominar su repugnancia.

Una sonrisa cruel se dibujó en los labios de Trenke.

– ¿No dices nada, Ingo? ¿Te gusta la caca que el Reich da a sus soldados?

Y viendo que Ingo continuaba comiendo:

– No te comprenderé nunca -gruñó-. A menos que no estés pensando que hago mal en pensar ir a protestar a la Intendencia… y que si fuese un buen soldado debería comer esa porquería y callarme la boca. Y todo eso, seguramente, para ayudar a construir una Alemania poderosa, grande y fuerte… -se pasó la mano por el trasero-. ¡Mira lo que hago con esa Alemania, si para conseguirla hay que comer esa bazofia!

– No mereces ser alemán -dijo el joven entre dientes.

– No te preocupes, amiguito -sonrió Martin-. Al paso que vamos, pronto no habrá ni Alemania ni alemanes… sobre todo si esta comida sigue repartiéndose. No quedarán más que los jefazos… los hermosos niños mimados del Partido.

Ingo le lanzó una mirada terrible.

– No sabes lo que dices… Puede ser que pensaras que porque ibas a hacer la guerra te darían un banquete a cada comida. ¡Especie de idiota! La guerra es esto, mala comida, miseria, porquería, sufrimiento…

– ¡Alto! -le gritó Martin que se había puesto intensamente pálido-. No voy a consentir que un niñato como tú venga a decirme lo que es o no la guerra… Ya sé que hay que aguantar y cerrar el cinturón… pero cuando lo cierren todos. Que te hagan ir a visitar cualquier puesto de mando, de batallón para arriba… y verás si esos puercos comen como nosotros. Y si vas más arriba, al dominio de los «pantalones rojos», entonces te morirás, idiota… Porque a ellos no les falta de nada… y encima son los que reciben los parabienes y las medallas…

Mirando a Martin, el sargento, que prefería por el momento guardar silencio, pensó en este muchacho, antiguo estudiante de la Universidad de Colonia, hijo de gente adinerada a la que jamás debió faltar gran cosa.

Ahora discutía por un plato de comida. Y estaba dispuesto a pelear por ello.

«He aquí lo que esta puerca guerra hace con los hombres -pensó Swaser tristemente-. Coge a cualquier hombre normal, un excelente albañil y padre de familia como Dieter, un probo empleado como Künger o un estudiante como Trenke… ¿y qué hace con ellos? Los transforma, les da la vuelta como un guante, haciendo de ellos hombres agriados, rezumando odio por los poros de la piel… E incluso si permite que escapen vivos de la gran matanza, ya no son, al volver a sus casas, ni la sombra de lo que eran. Y arrastran hasta la muerte esa mácula que no olvidarán en las tabernas, ni con las prostitutas…

– Voy a Intendencia -dijo Martin echando a andar hacia la puerta.

En contra de lo que esperaba, nadie le siguió. Quizá fuese el cansancio o puede ser que estuviesen hartos de discutir, de luchar, de alzarse contra algo mucho más fuerte que ellos…

Martin cogió la primera calle, avanzando por una semioscuridad que sólo paliaba la lejana y temblorosa luz de las estrellas.

No tenía prisa alguna ni se preocupaba por el tiempo que tardase en encontrar las cocinas de la división. Le bastaba, por el momento sentir en su interior el fuego devorador de la rabia y la seguridad de que cuanto había dicho a Ingo era, simplemente la verdad.

– ¡Pedazo de imbécil! -gruñó en voz alta-. Es con borregos de su clase que los lobos engordan siempre… ¿Cómo puede ser tan idiota como para creer que nuestros queridos superiores se sacrifican como nosotros? Naturalmente, ellos «tienen que pensar»… y por eso los alimentan como cerdos… mientras que el pobre soldado, al que más tarde o más temprano espera una bala… ¿para qué gastar el dinero en una buena comida?

Trenke pasó ante la puerta de la mansión de dos pisos donde estaba instalado el Estado Mayor Divisionario. Cruzó al otro lado de la calle, mirando de reojo a los dos centinelas que, tiesos como palos, permanecían ante la entrada, el subfusil negligentemente apoyado en la sangría del brazo izquierdo.

«Hasta aquí llega el olor de comida que devoran los peces gordos», pensó Martin apretando el paso.

La cólera hacía hervir su sangre. Hubiese llegado a admitir sin protesta cualquier clase de sacrificio; más aún, le habría gustado demostrar que estaba dispuesto para lo peor… Pero aquella humana indiscriminación le quemaba como un hierro ardiente.

Torció a la derecha, después de leer un letrero que indicaba la ubicación de los servicios de Intendencia y cocina; de todas formas, el olor a comida le hubiese guiado sin necesidad de cartel alguno.

Un portalón enorme daba acceso a las cocinas; algunos vehículos, estacionados en un gran patio, estaban cargados con gigantescos depósitos que debían servir para llevar el rancho a las unidades del frente, cuando las pequeñas cocinas no podían, en pleno combate, trabajar en paz.

«O -pensó Trenke- cuando se está en plena retirada… y los cocineros de campaña, de batallón y hasta de regimiento corren como los demás…»

Penetró en un largo y ancho pasillo donde flotaba un olor agradable a pollo asado. Un olor que despertó en el estómago del soldado ecos dolorosos.

Vio entonces las cocinas y las mesas donde unos hombres desplumaban las aves. No notó Trenke la presencia de un hombre que, con el ceño fruncido, se acercó a él hablándole con sequedad:

– ¿Qué diablos haces aquí? -le preguntó mirándole de pies a cabeza como si se tratase de un ruski que hubiese llegado hasta allí.

Separando la mirada de la larga mesa donde se desplumaban los pollos, Martin miró al hombre, pero su mente estaba aún concentrada en lo que acababa de ver, y el otro, ante el silencio de Trenke, preguntó con voz aún más áspera:

– ¿Qué haces aquí? Ya te lo he preguntado una vez… ¿Qué buscas?

Martin sonrió beatíficamente.

Se percató entonces de la presencia del cabo, al que recordaba perfectamente, conociendo incluso su nombre. Se llamaba Erich Zimmer y era de Kiel.

Martin le había visto algunas veces, a la cabeza de algún importante convoy de intendencia, en los buenos tiempos de los avances constantes, cuando la comida, sin tener nada extraordinario, era abundante y nutritiva.

– ¿Qué buscas? -insistió Zimmer cuyo humor se agriaba por instantes.

– Comida.

El cabo furriel sonrió.

Se fijó entonces en el recipiente que Martin llevaba en la mano, y la luz se hizo en su cerebro, comprendiendo cuáles eran los deseos del soldado.

Estaba acostumbrado a aquellas «apariciones» que, en el fondo, le sacaban de quicio, ya que ningún miembro de la Intendencia desea que la tropa se acerque demasiado a sus «dominios».

Se volvió a medias, gritando:

– ¡Ven aquí, Kas!

Como por ensalmo, un hombre apareció junto al furrier. Era un verdadero gigante y debía medir, muy cerca de los dos metros. Su rostro brutal y primitivo aumentaba su parecido con un gorila.

– ¿Qué quieres, Erich? -preguntó el coloso con una voz de bajo profundo.

– Di a este tipejo que se largue a toda prisa -ordenó Zimmer señalando al intruso.

Martin actuó mucho antes de que el gigante pusiese en marcha su poderoso cuerpo.

Con un rápido gesto, Trenke lanzó al rostro del gorila el contenido de su plato. El inmundo puré verdoso cegó al gigante que se llamaba realmente Kaslheinz Vertasen, pero al que todos llamaban «Kas».

Martin sabía perfectamente que aquel gesto, aunque sorprendiese al coloso, no iba a servirle de mucho. Por eso, mientras que Kas, con un rugido, se limpiaba los ojos, el soldado atrapó al cabo furriel, interponiéndose entre Kas y él, pasando el brazo alrededor del cuello de Erich.

– ¡Cuidado, gorila! -rugió sirviéndose de Erich como de un escudo-. Si das un solo paso, ahogo al cerdo de tu cabo… y tú -agregó silbando las palabras junto al oído de Zimmer-: ordena a esa mula que me prepare comida para el pelotón… si no quieres que te meta la nuez en la nuca…

Zimmer respiraba con dificultad. Su rostro se congestionaba por momentos.

Frente a él, con las enormes manos abiertas, el gigante esperaba un gesto, una orden para lanzarse sobre el soldado y despedazarle.

– Kas… -musitó el cabo con voz ronca.

– ¿Sí?

– Haz lo que te dice… ¿cuántos sois?

– Ocho -mintió Trenke.

– Suéltame… me estás ahogando…

– ¡Y un cuerno! Claro que no voy a soltarte hasta que no hagas lo que te he dicho. Di a ese mamut que traiga la comida aquí… y quiero raciones abundantes… y una botella de buen vino para hacer pasar la comida…

Zimmer gruñó las órdenes pertinentes y el gigante fue en busca de lo que Martin había pedido.

Momentos después regresaba con un botellón herméticamente cerrado. Llevaba también una botella envuelta en un pedazo de periódico.

– Voy a soltarte -dijo Martin cuyos ojos brillaban intensamente al imaginar la comida que contenía el botellón-, pero te advierto que tres camaradas más están ahí fuera… y si envías a tu gorila detrás de mí vamos a pisarle la cabeza hasta que eche por la boca el poco de seso que tiene… ¿entendido?

– ¡Sí!… ¡Lárgate! -gruñó Zimmer-. Y no olvides devolverme el botellón.

Martin le soltó, no demasiado seguro de lo que iba a pasar, pero Zimmer, era evidente, no deseaba más complicaciones. Se frotó el dolorido cuello, alejándose, seguido de cerca por Kas que había adoptado una actitud de perro sumiso.

* * *

Martin no era de los que se fiaban demasiado. Al salir de la casa de la Intendencia, echó a correr, soportando el hombro el pesado botellón, con la botella en la otra mano, maldiciendo el no haberse hecho acompañar por algún otro.

Cuando llegó cerca de la cuadra, aminoró la marcha y después de mirar hacia atrás, convenciéndose de que nadie le seguía, se sintió intensamente feliz, gozando por anticipado de la sorpresa que iba a proporcionar a sus camaradas de pelotón.

Empujó la puerta.

El cuadro no había cambiado desde su marcha. Los hombres estaban en su sitio, los platos llenos no habían cambiado de lugar. Incluso el joven Ingo, el disciplinado, no había podido terminar su rancho…

Dieter, inclinado hacia la vela, que se había consumido casi por entero, leía por enésima vez la carta de su mujer.

Levantó los ojos, mirando al recién llegado.

– ¿Qué traes, Trenke? -preguntó incorporándose a medias.

– Comida para todos.

Se levantó el sargento, acercándose al pesado botellón que Martin había puesto en el suelo. Sin una palabra, el suboficial destapó el recipiente. Un olor agradable se extendió por la cuadra.

– Sakrement! -exclamó Dieter-. A eso sí que lo llamo yo comida para soldados…

Se asomó al botellón y volvió a lanzar una exclamación de sorpresa:

– Mein Gott! Fijaos en la carne que flota y en este caldo espeso… ¡Muchachos! Limpiad los platos… esta noche vamos a cenar como príncipes…

Tiraron el rancho anterior en el estiércol que formaba un montón al fondo de la cuadra, luego limpiaron los platos con paja limpia. Sirviéndose del suyo propio y de un cazo, Swaser inició la distribución; luego, viendo que Ingo no se había movido, le lanzó una mirada imperativa.

– ¿A qué esperas, Lukwig? Un verdadero soldado no desprecia nunca lo que se pone al alcance de su mano o de su boca… Sabe muy bien que sólo Dios sabe cuándo vas a volver a comer caliente… Si desprecias lo que Martin ha traído, exponiéndose como seguramente lo ha hecho, demostrarás ser un mal camarada…

Ingo enrojeció, limpió secamente su plato y recibió su ración.

La botella de vino puso una nota cálida en aquella opípara cena.

Los ojos adquirieron muy pronto un brillo intenso y las primeras risas brotaron espontáneamente de los labios en los que la comida había dejado una mancha grasosa.

– ¡Así da gusto! -exclamó Dieter-. Si queréis que os diga la verdad, ni siquiera recuerdo cuánto tiempo hace que no comía así…

Martin con la boca llena, sonrió.

– Hubiese podido traeros pollo asado -dijo-, pero las cosas no se presentaban muy bien, que digamos… ¿recordáis a ese cerdo de cabo furriel? Un tipo llamado Zimmer…

– Claro que sí -dijo Dieter-. Un lameculos de primera… Lo he visto, más de una vez, rondando alrededor del puesto de mando del regimiento, con un misterioso paquete bajo el brazo… y que me aspen si no llevaba botellas a los jefazos…

– Ha ido de permiso el doble de veces que nosotros -gruñó sordamente Trenke-. ¡El muy hijo de perra! ¿No es para morirse de asco? ¿Por qué demonios sucede siempre igual?

– Los hombres somos así, Martin. Poco importan las circunstancias… que sea en tiempo de paz o en tiempo de guerra, hay quien quiere siempre sacar tajada de las circunstancias. Y mientras la mayoría de cretinos se juega el pellejo, hay tipos que hacen su agosto…

– Daría cualquier cosa por tener a ese perro de Zimmer en el pelotón -dijo Dieter-. Lo que iba a gozar viéndole sudar de miedo en primera línea…

– No te hagas ilusiones -repuso tristemente Martin-. Esa clase de enchufados se las arreglan siempre para salirse con la suya. Y cuando acabe la guerra, serán ellos los que, con el pecho cubierto de medallas, contarán en los pueblos y las ciudades que fueron verdaderos héroes… así es la vida… ¡pásame la botella!

Hubo una nueva distribución de comida, hasta que el fondo del botellón quedó tan brillante como los platos.

Siguieron hablando, pero la charla declinó rápidamente. La comida y el alcohol surtieron efecto y los párpados empezaron a pesar como si fueran de plomo.

Aprovechando lo poco que quedaba de la vela, Dieter empezó a escribir a su esposa, sabiendo que su estado de ánimo era el mejor para no verter en el papel nada que pudiese angustiar a la mujer que amaba.

«…me encuentro perfectamente. Acabamos de comer y la verdad, querida, es que no puedo más… sólo el deseo de volver a veros me inquieta… pero estoy seguro de que muy pronto podré abrazaros…»


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Defensa antiaérea.

  2. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> ¡Una porquería!