39553.fb2 Sangre En El Volga - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Capítulo V

La división, en contra de lo que todos temían, no tomó parte activa en la primera fase de la batalla de Stalingrado.

Formando parte de la reserva estratégica, la 16.ª esperó hasta que una parte de la ciudad cayese en manos de los atacantes.

Durante días los hombres, agrupados en los valles que rodeaban al campo de aviación de Pitomnik, en manos germanas casi desde el principio de la operación, vieron la ciudad convertirse en un enorme brasero, una hoguera cuyas chispas subían hasta el cielo.

Por millares, los aviones lanzaron millones de toneladas de bombas sobre Stalingrado, mientras que los panzers se abrían paso entre las ruinas, ayudados por los zapadores, conquistando casa tras casa en una lucha feroz como jamás se había dado hasta entonces en la guerra germano-rusa.

De repente, la división se puso en movimiento. Primero en camiones, luego a pie, los hombres, se fueron acercando al volcán en que Stalingrado se había convertido.

La última fase de la aproximación se hizo durante la noche. En largas filas, los soldados de la 16.ª penetraron por fin en la ciudad, moviéndose como fantasmas en medio de las ruinas, evitando por milagro pisar los cuerpos de los muertos que, por millares, despedían un hedor intolerable.

Al penetrar en la zona del cuerpo del Ejército, vieron los grupos blindados que no habían podido avanzar ni un metro más, esperando que los zapadores hicieran volar los montones de escombros que cortaban el paso; también asistieron al desfile de los motoristas que corrían por las calles como verdaderos acróbatas, llevando y trayendo mensajes.

Luego se adentraron en la zona del silencio y de la muerte.

– ¡Sargento Swaser!

Ulrich se apresuró a acudir cerca del teniente Ferdaivert, cuadrándose ante su superior.

– ¡A sus órdenes, señor!

– Usted y su pelotón van a avanzar hasta el final de esta calle. Allí encontrarán una trinchera, justo en el centro de la avenida. Esa será la posición que deberá defender en cuanto se haga de día, procure establecer contacto con ambos flancos. Espero que nada importante ocurra esta noche. ¿Alguna pregunta?

– Ninguna, mi teniente.

– Entonces, ¡adelante!

– ¡A sus órdenes!

Ulrich volvió junto con sus hombres, a los que explicó rápidamente las órdenes que acababa de recibir. A la cabeza de su pelotón avanzó por la calle, pegándose a las fachadas o trepando por los montones de escombros que se elevaban por todas partes.

Algunas balas, que silbaron peligrosamente cerca, les obligaron a bajar la cabeza, mostrándose más prudentes, pero ninguna bengala fue lanzada y pudieron recorrer el camino con una cierta facilidad.

Cuando llegaron al extremo de la calle, que desembocaba directamente en una amplia avenida, Ulrich tuvo que esperar a que la luz vivísima de la explosión de una bomba, de las que caían sin interrupción sobre el flanco derecho, le mostrase el sitio donde se encontraba la trinchera de la que el teniente le había hablado.

Cuando vio el lugar, lanzó un gruñido, pero avanzó, seguido por sus hombres, penetrando finalmente en una especie de agujero alargado que nada tenía de común con una trinchera.

– Pero -gruñó Dieter-, ¿dónde demonios nos han enviado, sargento?

Ulrich tenía otras cosas más importantes que contestar al soldado.

Recorrió a tientas el agujero, que le gustaba tan poco como a Dieter. Le parecía mentira que otros hombres hubiesen podido utilizar semejante lugar como posición defensiva; más bien parecía un simple embudo causado por un proyectil de obús de gran calibre.

– ¿Os dais cuenta, muchachos? -volvió a protestar Dieter-. ¡Es el colmo de la idiotez!

– Cierra el pico de una vez -gruñó el sargento-. Nos quedaremos aquí… y cuando se haga de día veremos lo que se puede hacer.

Mientras, Ingo había examinado el agujero; luego, pensativamente gruñó algo antes de acercarse al sargento.

– Creo, señor -dijo-, que uno de nosotros debería subir al borde del agujero. Es demasiado profundo para utilizarlo como trinchera… y si los ruskis se acercasen aquí, podrían tirarnos unas cuantas bombas de mano, matándonos antes de que nos diésemos cuenta de nada.

Ulrich se rascó la barbilla donde la barba comenzaba a espesarse.

– No es mala idea la tuya, chico -dijo-. ¿Quieres hacer el primer turno de guardia?

– Sí, sargento.

Lukwig trepó a lo alto de la fosa. No perdió el tiempo, confeccionándose con algunos cascotes una especie de parapeto tras el que se instaló.

Gracias a las explosiones de los proyectiles de mortero que los alemanes disparaban sin cesar, Ingo pudo distinguir netamente el edificio que se levantaba frente a él, al otro lado de la avenida, y donde se atrincheraban los soviéticos.

Sentados en el fondo del agujero, los miembros del pelotón escuchaban, como de costumbre, las amargas protestas de Martin Trenke.

– ¡Vaya organización! ¡Una verdadera mierda! Daría lo que me pidieran si alguien se atreviese a explicarme qué hacían los tipos que estaban antes aquí… y a los que no hemos visto el pelo, ni vivos ni muertos…

– Seguro que se han largado antes de que llegásemos -dijo Dieter-. Ya puedes imaginarte las ganas que tenían de irse de un sitio como éste. En cuanto les han dicho que unos idiotas iban a ocupar su sitio, han salido zumbando como rayos…

– Este sitio es como una fosa…

– No hables así, Martin -protestó Valker Künger-. Hay palabras que traen la negra… y fosa es una de ellas.

– ¡Lo que nos faltaba! -rió Dieter-. Lo que nos faltaba… que nos vengas con esas puñeterías, Valker… Si empezamos con supersticiones, ¡estamos fritos!

Martin, que se había callado unos minutos, rompió el silencio que se hizo tras la exclamación de Dieter:

– Digan lo que digan, no parece que las cosas vayan tan bien en este lugar. Mientras hemos estado esperando, todo el mundo decía que Stalingrado estaba virtualmente en nuestro poder… ¡nos toman por idiotas! Desde que hemos dejado el camión, he contado los metros que hemos recorrido… y no me imagino una ciudad tan pequeña…

– ¡Que se vaya al cuerno! Es un pobre chico al que han envenenado con mentiras cuando estuvo en las Hitlerjugend. Y el muy desdichado sigue creyendo todas esas idioteces que le contaron…

Dieter emitió un gruñido sordo.

– No me hables de esas cosas… -dijo mientras la expresión de su rostro se ensombrecía-. En la última carta que he recibido de casa, mi mujer me dice que Otto, el mayor de mis hijos, que ahora tiene catorce años, ha sido llamado a las Juventudes Hitlerianas.

Martin torció el gesto.

– No lo reconocerás cuando vuelvas a verlo, amigo mío. Te lo cambiarán tanto que creerás que estás hablando con un doble de Ingo Lukwig.

– No me hace mucha gracia…

– Tampoco me haría mucha gracia, si yo tuviera un hijo, verle convertido en una especie de gramófono que repite el disco de la propaganda, un disco rayado…

– No sabes la razón que tienes. Todavía recuerdo, durante mi último permiso, la opinión que la gente de la retaguardia, mi familia incluida, tenían de la guerra y especialmente del frente del Este. Cuando vi a mi padre, abrazarme con fuerza mientras me mostraba a sus amigos, no comprendí en lo que estaba pensando hasta que me preguntó, con cierto énfasis, cuántos ruskis había matado o hecho prisioneros.

Movió tristemente la cabeza.

– Estaban completamente convencidos que luchábamos aquí contra una pandilla de desarrapados, soldados sin armas, sin municiones y sin jefes…

Intervino el sargento:

– ¿Y qué queréis que piensen? De la mañana a la noche, este idiota de Goebbels, les está diciendo en la radio mil estupideces, llenándoles el cráneo de mentiras.

Se puso en pie, organizando los turnos de guardia. El resto de los hombres se echó en el fondo del húmedo agujero, buscando afanosamente un sueño reparador.

Ulrich fue el último en cerrar los ojos.

Esperaba ansiosamente la llegada del nuevo día para informar a sus superiores de la precaria situación de su pelotón y hacer que los zapadores llegasen para construir, por lo menos, un nido donde instalar la Spandau y hacer un refugio dónde pudiesen descansar como personas.

El combate, si podía llamarse así al intercambio de disparos de todas las armas, había cesado.

De vez en cuando, un disparo aislado o una ráfaga desgarraban el silencio de la noche. Poco a poco, la oscuridad fue cediendo ante una especie de bruma gris que venía del río.

Durante una larga media hora, la niebla cubrió enteramente la ciudad; luego fue evaporándose, a medida que el sol ascendía perezosamente por el horizonte; al irse, la bruma dejó huellas húmedas en los adoquines de las calles y en las fachadas de las casas destruidas por la lucha.

Cuando la claridad se hizo del todo, Swaser pudo ver el parapeto que Lukwig había construido. Subió hasta él, echando una ojeada al lugar donde se encontraban.

Ante él se extendía una plaza enorme, sembrada de grandes embudos producidos por proyectiles de todo tipo. Al fondo, se levantaba un enorme edificio de nueve plantas, cuya fachada aparecía salpicada por miles de agujeros, ofreciendo el aspecto de un gran rostro atacado por la viruela.

La mayor parte de las ventanas se habían convertido en agujeros deformes y se veía, en muchas de ellas, los sacos terreros tras los que se protegían los rusos.

Swaser paseó una mirada atónita por las casas convertidas en montones informes de ruinas o mostrando una sola fachada, como una curiosa pared que se mantuviese en pie por milagro.

Jamás había visto algo tan tremendo, y comprendió la ferocidad de la lucha que debía haberse desarrollado allí, una salvaje pelea cuyo objetivo no podía ser más que un portal, un piso, una esquina.

Los miembros del pelotón se habían despertado, pero hubieron de pasar dos largas horas sin que nadie apareciese, por el lado alemán.

Como los rusos empezaron a disparar, Swaser abandonó el pequeño parapeto, reuniéndose con sus hombres.

– ¿Has visto bastante? -preguntó Martin.

– Sí -repuso el suboficial-. No es nada agradable, en verdad. Estamos situados en medio de una plaza… y no sé cómo van a llegar hasta aquí para traernos la munición y el rancho. Es prácticamente imposible atravesar ese espacio abierto sin ser acribillado a balazos por los rusos de la casa de enfrente.

– ¡Pintas el panorama maravillosamente bien! -rió Trenke.

Y después de encender un cigarrillo con una mano que la cólera hacía temblar:

– ¡Estamos listos! -gruñó-. No sé que puñetas ocurre, pero siempre nos toca bailar con la más fea… Primero, nos dejan solos junto a aquel maldito río, donde murió el motorista… y ahora… -se echó a reír bruscamente aunque su risa sonaba a falsa-. ¿Qué os apostáis que no nos traen comida hoy?

Swaser torció el ceño.

– No hay que amargarse la vida por adelantado -dijo sin estar muy convencido de expresar la verdad-. El teniente sabe dónde estamos y que no tenemos víveres. Además, si el jaleo empieza, de veras, las municiones que hemos traído se acabarán en seguida… Veamos, Fonlass… ¿cuántos cargadores te quedan para el fusil ametrallador?

– Cinco, sargento…

– Es poco… -dijo el sargento como si hablase consigo mismo, luego, al final de una corta pausa, añadió-: he examinado los alrededores. A la derecha y a la izquierda de nuestra posición se extiende la avenida, lo que quiere decir que no tenemos contacto alguno por los flancos.

– ¡Estamos aislados!

– De acuerdo, Martin -gruñó Swaser-, pero cierra el pico. Ya hemos visto que los de la Intendencia no enviarán jamás a nadie para atravesar la zona de terreno abierto que tenemos detrás. Por otro lado, creo francamente que alguien se ha equivocado… este agujero no es una trinchera, ni lo ha sido nunca…

Dieter lanzó una exclamación, dándose una palmada en la frente.

– Scheisse! Tiene razón, sargento… ¡qué idiotas hemos sido al no darnos cuenta de que nos han metido en un foso antitanque!

Las palabras de Dieter cayeron como una ducha fría.

Todos los miembros del pelotón se dieron cuenta de que Fonlass tenía razón.

Aquello era, simplemente, un foso antitanque y no era de extrañar que careciese de todo lo necesario a la defensa, como hubiese sido el caso de ser una trinchera: ni parapeto, ni escalón para el tiro, ni protección de ninguna especie.

– ¡Pandilla de cretinos! -rugió Martin-. ¡Y así quieren ganar la guerra!

– No creo que sea bueno juzgar las cosas tan de prisa -intervino Ingo-. Si nos han traído aquí, es porque aquí había otros defendiendo esta parte del sector…

Trenke, con los ojos brillantes, se volvió hacia el joven.

– ¿Y tú qué sabes, estratega de pega? ¡Estoy hasta la coronilla de tus estúpidas opiniones! No sabes más que decir amén a todo. ¿Es que no te das cuenta de que nos han metido en un verdadero cepo? Hablas de la gente que estaba aquí, pero no vimos a nadie… Lo que ha ocurrido es que se han equivocado…

Swaser levantó la mano derecha para imponer un poco de silencio.

– Calma, chicos. Ya os he dicho que no vamos a quedarnos aquí indefinidamente. No hay más remedio que avisar al teniente. Tampoco él debe saber dónde nos hemos metido… Era de noche y él no había estado nunca aquí…

– ¿Y qué piensas hacer? -inquirió Martin.

– Uno de nosotros debe salir de aquí para ir a hablar con el teniente Ferdaivert. Eso es todo…

Hubo un corto silencio. Luego, de repente, Lukwig se incorporó, avanzando hacia el suboficial.

– Permítame ir, sargento.

Swaser reflexionó unos instantes.

– De acuerdo -dijo luego-. Puedes escoger el camino que te guste más. Examina un poco el terreno antes de aventurarte fuera… pero, muchacho, ya sabes que no podemos cubrirte con nuestro fuego. Nos es imposible disparar desde el agujero… ya que no hay manera de asomarse a él…

Lukwig sonrió.

– No se preocupe, señor. Ya me las arreglaré…

El joven examinó un poco el terreno que se extendía detrás del foso antitanque. Momentos más tarde, tras haber ajustado la correa de su casco, empuñó su fusil y salió del agujero, arrastrándose hacia el final de la calle por la que el pelotón había llegado la noche anterior.

A pesar de lo que había dicho, Swaser, con su subfusil en la mano, subió velozmente al parapeto que Lukwig había hecho, siguiendo ansiosamente con los ojos la progresión del muchacho.

Por desgracia, el terreno era liso como la palma de la mano y los adoquines, en aquella parte de la plaza y al comienzo de la calle apenas habían sufrido, no ofreciendo agujero alguno donde el soldado hubiera podido protegerse.

Las balas silbaban, pero Swaser se percató de que ninguna de ellas iba dirigida contra el soldado, lo que demostraba que los rusos no le habían visto.

Aún…

El jefe de pelotón sintió que una extraña amargura le invadía. No encontraba justificación alguna a aquella clase de errores, aunque, como siempre, había procurado tranquilizar a sus hombres, defendiendo a sus superiores…

Pero, ¿merecían verdaderamente ser defendidos? ¿Cómo era posible que un relevo de unidades se hiciese de aquella absurda manera, sin que el jefe de la saliente explicase detalladamente al entrante hasta el último detalle de las posiciones?

«Algo está pasando en la Wehrmacht -se dijo tristemente Swaser-. Es muy posible que los triunfos tan fácilmente conseguidos nos hayan emborrachado un poco. Pero no hay nada peor que despreciar al adversario. Sólo los locos pueden permitirse hacerlo…»

Y lanzó entre dientes:

– ¡Es un asco!

Volvió a concentrarse en la progresión lenta de Ingo, que continuaba arrastrándose por el suelo, atravesando valientemente el terreno descubierto que le separaba aún de la primera esquina de la calle.

– ¡Adelante, muchacho! -silbó el suboficial con el corazón lleno de ternura-. ¡Así me gusta! ¡Muestra a esos ruskis del demonio lo que eres capaz de hacer!

Era difícil, a pesar de la distancia que separaba ya a Lukwig del foso antitanque, no seguir viendo su rostro de niño, con un ligero bozo sobre el labio superior, aquellos ojos dulces y azules como los de una muchacha…

Diecinueve años.

Cuando se empieza a vivir, se dijo Swaser intentando recordar cómo era él a aquella edad. Un niño que ni siquiera conoce aún el maravilloso valor de la vida que le ha sido dada.

Quizá por eso la juventud la ofrece con tanta generosidad, pues es sencillo dar una cosa cuando no se sabe aún lo que vale. Pero cuando uno se da cuenta de que la vida no es más que una única posibilidad, la única que se nos ofrece, una oportunidad que no volverá a repetirse, entonces se percata uno de su valor exacto y nada ni nadie puede afirmar que merezca su entrega…

¡Ra-ta-ta… ta!

Swaser se estremeció.

Esta vez, la ráfaga había sido disparada sobre el muchacho. Las balas levantaron racimos de chispas en dos adoquines, no muy lejos del cuerpo de Ingo que pareció encogerse repentinamente.

– ¡Cuidado, hijo! -murmuró el sargento como si el joven pudiera oírle.

Lukwig prosiguió su avance, testarudo, arrastrándose, pegado al suelo como si quisiera confundirse con él.

La tercera ráfaga le alcanzó.

Ulrich lo vio perfectamente. Hasta le pareció sentir en su propia carne los impactos salvajes de las balas, y hasta se estremeció como lo estaba haciendo Ingo al recibir la bestial caricia de los proyectiles en su cuerpo.

El joven soldado se estremeció violentamente durante unos segundos, agitándose desordenadamente, como si no fuese dueño de su propio cuerpo.

Luego quedó inmóvil, con los brazos en cruz, su mano derecha apretando aún el fusil.