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Se habían instalado en los sótanos de un sólido edificio, parcialmente destruido, situado a unos doscientos metros de la primera línea.
Los ordenanzas, ayudados por algunos zapadores, limpiaron las amplias salas. Zimmer envió a algunos de sus soldados para instalar convenientemente las habitaciones destinadas a los oficiales.
El capitán Verlaz y los tenientes Ferdaivert y Olsen pasaron casi toda la noche en el puesto de mando del comandante Tunser. Juntos, estudiaron el sector donde el batallón se había instalado, recogiendo informaciones sobre las posiciones ocupadas frente a ellos por los rusos.
Cuando, al rayar el alba, el capitán y los dos tenientes regresaron al lugar donde estaba ubicado el puesto de mando de la Compañía, se llevaron una agradable sorpresa al comprobar que los sótanos sucios y polvorientos se habían convertido en un lugar bastante agradable, con muebles encontrados en la casa y una enorme estufa que despedía un calor vivificante.
– Kolossal! -exclamó Klaus.
– Ese Zimmer vale su peso en oro -dijo Bruno-. Desde luego, sabe hacer las cosas como nadie.
Se sentaron alrededor de la mesa, en la sala destinada al estudio de las operaciones futuras. Un agradable olor a café llegó hasta ellos. Minutos más tarde, hombres de la Intendencia les servían un apetitoso desayuno.
Comieron con apetito, masticando con fruición los pequeños panecillos recién salidos del horno.
– La situación -dijo Bruno con la boca llena- me parece bastante buena, ¿no es así, mi capitán?
– Sí -repuso Klaus mojando el pan en el humeante café-. Por lo que el comandante nos ha explicado, nuestro Cuerpo de Ejército aprieta la ciudad de Stalingrado como los dos bordes de una tenaza. Alemanes, rumanos e italianos al sur, dominando y controlando el aeródromo, los depósitos de carburante, la refinería de petróleo, haciendo frente a los talleres metalúrgicos de la fábrica llamada «Octubre Rojo»…
Hizo una pausa, mientras introducía en la boca un pedazo de pan que chorreaba café.
– Por nuestro lado, en el sector norte -prosiguió luego-, estamos menos avanzados que los del sur, pero ocupamos los barrios obreros y las instalaciones de la fábrica de tractores Sparakowka, que se encuentra precisamente detrás nuestro. Delante de nosotros, se levanta la fábrica de cañones Barricada Roja, nuestro primer objetivo.
Karl lanzó un suspiro antes de decir:
– Es una pena que la artillería rusa se encuentre, con toda seguridad, en la otra orilla del Volga.
Bruno hizo una mueca.
– No tan segura… está lejos, es cierto, pero la Luftwaffe no deja de bombardearla un solo día.
– ¡Evidentemente! -dijo Bruno con entusiasmo-. Mientras que nosotros tenemos los terrenos de aviación aquí mismo, en Stalingrado, el enemigo debe venir de lejos con sus aviones. De ahí nuestra absoluta superioridad aérea.
– Un factor determinante en esta guerra -dijo el capitán-. La prueba es clara: cuando la aviación nos ha fallado, hemos fracasado en tierra, como nos ocurrió durante la última batalla del Don.
– No importa -silbó Bruno-. Esta vez, capitán, daremos una buena lección a esos malditos ruskis.
El capitán asintió, terminando de beber el café que le quedaba. Luego, levantando la mirada:
– Y nuestros hombres, ¿cómo van, señores?
– Mi sección va estupendamente bien -dijo Olsen.
– ¿Y la suya, teniente Ferdaivert?
– Muy bien, mi capitán. A estas horas han debido recibir ya las municiones y el rancho.
– La moral de la tropa es buena -dijo el capitán-, pero será aún mejor cuando iniciemos la ofensiva. No creo que los rusos puedan seguir defendiendo la estrecha franja de ciudad que les queda. Se combate mal cuando se tiene un río a la espalda…
Los ojos de Bruno brillaron intensamente.
– ¡Los aplastaremos! -exclamó con entusiasmo-. Y cuando estemos en la otra orilla del Volga, nadie podrá detenernos… parece que veo a los Panzers atravesando como rayos la estepa…
Klaus Verlaz se incorporó.
– Ach so! -exclamó llevándose la mano a la boca para ocultar un bostezo-. Voy a echarme un poco… estoy molido, tras la noche de trabajo que hemos pasado… ¿quién de ustedes quiere hacer la primera guardia?
– Yo mismo, señor -se ofreció Bruno.
El capitán asintió con la cabeza, abandonando la estancia, ya que su dormitorio había sido instalado en una pequeña habitación al otro extremo del pasillo.
El otro oficial se tendió en su cama, colocada junto a la de Olsen. Éste encendió un cigarrillo, acercándose a la pared donde se había colgado un plano de la ciudad.
Una línea roja marcaba las posiciones enemigas frente a una azul que representaba la línea de progresión alcanzada por las tropas alemanas.
Con el cigarrillo en los labios, Olsen observó largamente el plano.
– Es una pena -pensó en voz baja- que un tipo como Verlaz ostente el mando de la compañía. Pero es muy posible que algún día tenga la suerte de tomar el mando… entonces mostraré a mis hombres la importancia de la lucha que estamos llevando a cabo… estos viejos militares no tienen sangre en las venas…
– Mi teniente…
La voz sobresaltó a Olsen, que se volvió furioso, pero la sonrisa se subió de nuevo a sus labios al ver ante él al cabo furriel Erich Zimmer.
– Me ha asustado… no le oí entrar…
– Perdón, mi…
– No tiene importancia. Le felicito por la instalación. ¡Es sencillamente formidable!
– Gracias, señor. Me alegra que le guste -dudó unos instantes antes de agregar-: venía a ver al teniente Ferdaivert…
– Está durmiendo. ¿Qué pasa?
– Mis hombres acaban de decirme que no les ha sido posible llevar el rancho a uno de los pelotones del teniente. El pelotón del sargento Swaser.
– ¿Por qué?
– Porque se encuentran en un sitio imposible… un foso antitanque, en medio de una avenida y justo enfrente de esa fábrica que ocupan los rusos.
– ¿Quién les envió allá?
– Creo que el teniente…
– ¡Imbécil! -gruñó Bruno-. ¡Y decía que estaban perfectamente instalados! ¡Vamos a echar una ojeada, Erich!
El furriel dudó. No le gustaba en absoluto la idea de acercarse a la línea de fuego. Además, prefería no mezclarse en los asuntos de los oficiales.
– Le acompañaría con mucho gusto, mi teniente -dijo con falso tono contrito-, pero debo ir a ver al comandante… Me ha llamado con urgencia…
– Bien, es igual. Voy a ir a ver lo que pasa.
– ¿Desea usted algo más?
– No, gracias.
Olsen salió del puesto de mando, avanzando por el camino de ronda que había sido abierto a lo largo de la calle que llevaba hasta las posiciones de primera línea.
Oyó el estampido de algunos proyectiles de mortero, pero prosiguió su camino hasta penetrar en una casa en ruinas donde se encontraba otro de los pelotones de la sección de Ferdaivert.
Los soldados se extrañaron al verle, y su jefe, un sargento, avanzó rápidamente hacia el oficial.
– ¿Dónde está el pelotón de Swaser? -preguntó Olsen con voz áspera.
– En medio de la avenida, señor, en un foso antitanque.
– ¡Enséñemelo!
El suboficial se acercó prudentemente a una ventana cuya parte inferior estaba protegida por sacos terreros.
– Tenga cuidado al asomarse, mi teniente…
Olsen echó una ojeada, manteniéndose a un lado. Vio la avenida y un cuerpo tendido a mitad de la distancia que separaba la casa del foso antitanque que aparecía como una mancha negra en el asfalto de la plaza.
– ¿Quién es el muerto? -preguntó sin dejar de mirar a la calle.
– Uno de los muchachos de Swaser, teniente. Hace más de una hora que está ahí… intentaba llegar hasta aquí, pero los rusos de la fábrica lo cazaron como a un conejo.
– ¿Y esos hombres no han recibido ni comida ni munición?
– Ha sido imposible, mi teniente. Los de Intendencia han llegado hasta aquí, pero al asomarse, como usted lo hace, se han dado cuenta de que nadie puede llegar hasta allá… de día al menos.
– Desde luego… ¿tienen teléfono aquí?
– Sí. Lo hemos instalado en el sótano, señor.
– Vamos.
Olsen estaba dispuesto a no dejar pasar la ocasión que se le brindaba. Una vez junto al aparato, lo descolgó para pedir comunicación de urgencia con el puesto de mando del comandante jefe del Batallón.
Pronto tuvo a Turner al otro extremo del hilo.
– ¡A sus órdenes, mi comandante! Teniente Olsen al aparato.
– ¿Qué hay de nuevo, Olsen?
– El pelotón del sargento Swaser, de la sección del teniente Ferdaivert, ha sido colocado por error en un foso antitanque completamente aislado. El sargento y sus hombres se encuentran bajo el fuego enemigo, sin posibilidad de suministrarles absolutamente nada.
La voz del mayor explotó, al otro extremo del cable.
– ¿Quién es el imbécil que les ha metido en ese agujero?
– No lo sé, mi comandante -repuso Olsen con prudencia-. No es mi sección, como usted sabe. He venido porque los servicios de Intendencia me comunicaron que no podían suministrar nada al sargento Swaser…
– ¿Y el jefe de esa sección?
– En el puesto de mando de la compañía, mi comandante. He dejado al teniente Ferdaivert que descansase un poco… -su tono se hizo aún más hipócrita-. Después de la noche que hemos pasado todos…
– ¿Y eso qué importa? ¿Duermo yo acaso? Ocúpese de ese asunto, Olsen… ya diré dos palabritas a Ferdaivert…
– ¡A sus órdenes, mi comandante!
La comunicación se cortó; Olsen colocó el aparato en la horquilla; luego, volviéndose hacia el suboficial, dijo:
– ¿Tienen algún megáfono?
– Sí.
– Tráigamelo inmediatamente.
Algunos instantes después, junto a la ventana, Olsen se llevó el megáfono a los labios.
– ¡Sargento Swaser! -gritó su voz amplificada por el aparato-. Aquí el teniente Olsen… Vamos a ocuparnos de ustedes inmediatamente… los sacaremos de ahí…
Esperaba una respuesta de Ulrich, pero apenas había acabado su frase que una voz, repetida por media docena de potentes altavoces, llegó hasta él desde el edificio del otro lado de la plaza.
– ¡No pierdas el tiempo, bandido fascista! Ven a buscar a tus hombres, si quieres hacerlo… ¿Por qué no lo haces? Ya, lo sabemos. Prefieres enviar a algunos de tus esclavos para que caigan como ese que ha muerto antes… ¡Alemanes! ¡Soldados! ¡Ahí tenéis la prueba de que vuestros oficiales se sirven de vosotros como si vuestra vida no valiese nada! Os han enviado a ese asqueroso agujero y os han dejado en él como a perros sarnosos… No temáis… Sois trabajadores como nosotros… no dispararemos contra el foso antitanque, pero nos cargaremos a todos los que intenten llegar hasta él… queremos demostrar a vuestros jefes fascistas que deberían arrancarse los galones, ya que son incapaces de defender a sus propios hombres…
Bruno se clavó las uñas en las palmas de las manos al apretar los puños.
Una simple mirada volvió a convencerle que sería una verdadera locura intentar nada.
Se volvió hacia el suboficial.
– Lo haremos esta noche -dijo-. Los ruskis no podrán evitarlo.
– Creo que tiene usted razón, mi teniente. Ahora sería completamente inútil.
Los rusos habían abierto un fuego diabólico y los proyectiles rebotaban por cientos en el asfalto de la plaza.
– ¡Los muy cerdos! -gruñó el oficial.
Echó una última mirada, estremeciéndose de terror al ver el cuerpo del alemán muerto que brincaba al recibir el impacto de las balas que llovían sobre el asfalto de la plaza.
– ¡No está mal! -suspiró Dieter cuando el silencio volvió-. Por lo menos se han acordado que estábamos aquí.
– Lo que tú quieras -dijo Martin-, pero ya acabas de oír a los tovaritch…
– ¡Esos cerdos! -gruñó Dieter-. Aprovechan cualquier cosa para soltar su asquerosa propaganda. Si tanto nos quieren, si somos, como dicen, obreros como ellos, ¿por qué no nos dejan salir de aquí?
Trenke se echó a reír.
– ¡Calla, por favor, Dieter! Es para mondarse… dejarnos salir. Ponte en su sitio y dime sinceramente si tú lo harías… ¡Y un cuerno! Jamás vi a nadie dar la menor oportunidad a un enemigo… Pero, lo más curioso de todo es que ha sido el teniente Olsen quien nos ha hablado. ¿Qué habrá sido de nuestro jefe de sección?
– No comprendo nada, yo tampoco -dijo Valker-. A lo mejor han herido al teniente Ferdaivert.
Trenke movió la cabeza de un lado para otro.
– No sé… pero no llegan fácilmente las balas hasta el puesto de mando de la compañía.
– ¡Basta! -gruñó Ulrich-. Habláis como cotorras… esperaremos a ver lo que hacen, ya que no podemos hacer otra cosa.
Transcurrió el día lentamente.
De vez en cuando, los altavoces soviéticos repetían los eslogans, dirigiéndose a los soldados alemanes para que mataran a sus oficiales.
– ¿Por qué pierden el tiempo de ese modo? -se irritó Valker-. ¿Nos toman por idiotas… o qué?
– No son tan tontos como parecen -dijo Trenke-. Lo que desean es minar la moral de las tropas. Saben muy bien que no atacaremos a los oficiales, pero siembran el descontento y la incertidumbre. Puedes creerme, sus palabras hacen más daño de lo que te imaginas.
– No te creo. A mí me entran por un oído y me salen por el otro.
– Mejor para ti.
La oscuridad se acercaba a pasos cometidos. Los disparos seguían siendo intensos, como si los rusos deseasen demostrar que estaban dispuestos a mantener su palabra de no dejar acercarse a nadie al foso antitanque… ni salir de él.
– Es posible que intenten algo durante la noche -dijo el sargento.
– Que hagan algo… ¡pero que se den, prisa! -gruñó Dieter-. Tengo el estómago en los talones. ¿Se da usted cuenta, sargento, que llevamos casi veinticuatro horas sin probar bocado?
– Nadie muere de eso.
– De acuerdo… pero no hay derecho. Por fortuna, los rusos no nos han alimentado a base de raciones de morterazos.
– Es por la propaganda -intervino Martin-. Por el momento, somos útiles a los ruskis. Pero espera que los nuestros se acerquen… y verás.
– ¡Maldita sea! -se quejó el antiguo albañil-. Cuando pienso que podíamos estar como los otros, como todo el mundo, en una posición normal, con comida dos veces al día… ¡y todo por culpa de ese oficial que no ve tres en un burro!
– Deja de quejarte -le lanzó Ulrich con voz áspera-. Estamos todavía aquí… mientras que Ingo…
Trenke alzó los hombros.
– Por lo menos, Ingo no tiene ya ninguna clase de preocupación. Después de todo, uno no sabe si es mejor estar vivo o muerto…
– ¡Basta de charla! -silbó entre dientes el suboficial-. Es mejor que estéis preparados, ya que es posible que tengamos que salir de aquí a toda velocidad, sobre todo si no se deciden a venir a por nosotros. No estoy dispuesto a estar un día más en este infecto agujero. De todos modos -agregó con tono respetuoso-, esperaremos órdenes.
Hubo un corto silencio.
– La oscuridad es completa -dijo Valker-. Podríamos salir de aquí y correr hacia las casas. No creo que los rusos se diesen cuenta de nada…
No terminó la frase.
Bruscamente, por encima de sus cabezas, dos bengalas luminosas abrieron sus tentáculos de luz. Toda la plaza fue iluminada como si fuese de día. A la luz de las bengalas, los rostros cobraron un aspecto fantástico, como máscaras mortuorias.
– Mira, amiguito, lo que los rusos hacen con la oscuridad -rió nerviosamente Martin.
Y en aquel mismo instante, los altavoces rusos desgarraron violentamente el silencio:
– ¡No conseguirás nada, oficial nazi! Estaremos lanzando bengalas toda la noche. ¡Veremos de qué son capaces los oficiales de Hitler!
Y tras una pausa:
– ¡Soldados alemanes! No salgáis de vuestra posición… Dejad que los que os mandan demuestren su valor del que tanto presumen…
Dieter lanzó un bufido.
– ¡Lo que faltaba! Con esa puñetera luz, no hay nada que hacer. Vamos a morir de hambre en este asqueroso agujero…
– Cierra la boca -gruñó Ulrich-. No quiero volver a oír más idioteces… Me tienes harto con tus quejas y tus miedos de mujerzuela… Tenemos que pensar en una solución… habrá alguna…
Nadie dijo una sola palabra.
Con un gesto patético, Dieter apretó su cinturón un agujero más, mostrando así su filosofía de hombre sencillo que acepta en silencio los caprichos del destino.
Algunas horas antes, Karl Ferdaivert había tenido el despertar más amargo de su vida. La voz áspera del comandante en persona le había sacado de la dulzura de un sueño profundo.
– ¡Arriba, teniente Ferdaivert! ¿No le da vergüenza estar roncando mientras que uno de sus pelotones se encuentra en la peor de las situaciones? ¡Es intolerable! Y no sé lo que me detiene y no le arranco aquí mismo sus galones y le envío al foso antitanque donde, como un imbécil, ha metido usted al sargento Swaser y a sus muchachos…
Karl se levantó de un salto, poniéndose firme ante su encorajinado superior. Una mirada, por encima del hombro del comandante, le bastó para comprender que Bruno, que estaba junto a la pared, era el culpable de todo.
Pero no dijo nada.
También había acudido el capitán. Bruno se había encargado de avisar al jefe de la compañía para que el mayor no le encontrase, como al teniente, durmiendo.
– ¿Puedo saber por qué los situó usted en ese agujero, teniente?
– No lo sé, mi comandante. Repartí mi sección durante la noche y no había nadie para indicarnos las posiciones que debíamos ocupar.
– Y bien… ¡Ahora hay que sacarlos de ahí! Los rusos, como de costumbre, han aprovechado su error y se están divirtiendo de lo lindo con sus puñeteros altavoces… Si esto llega a la división, voy a pasar un mal rato… por su culpa… ¡Quiero una solución inmediata, teniente!
– Voy a ocuparme inmediatamente del asunto, señor.
– ¡Un instante! Quiero que las cosas se hagan como Dios manda. Nada de un héroe muerto… deseo un pelotón de vivos. ¿Está suficientemente claro?
– Sí, mi comandante.
– El teniente Olsen me ha presentado ya un plan lógico que ejecutaremos esta noche. Al amparo de la oscuridad, podrá usted llevar a cabo ese plan…
– Bien.
¡El teniente Olsen! Karl le maldijo en su interior. En lugar de avisarle, había comunicado el asunto directamente al puesto de mando del batallón; una marranada… pero ya ajustarían cuentas en el momento oportuno.
Discutieron detalladamente los menores detalles del plan, buscando la manera más adecuada para ayudar al pelotón. Finalmente, Karl prometió ir personalmente al foso antitanque para organizar la salida de Swaser y sus hombres.
Ferdaivert abandonó el puesto de mando sin dirigir la palabra a Bruno. Se dirigió rápidamente a la casa que ocupaba el otro pelotón de la sección, asomándose por la misma ventana por la que Bruno había examinado la plaza.
La traición del otro oficial le hacía sufrir como un condenado.
«¡Hijo de perra! -juró para sus adentros-. ¡No olvidaré esto nunca, lo juro, lo juro…!»