39553.fb2 Sangre En El Volga - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo VII

Separándose de la ventana desde la que se veía aún el foso antitanque, a pesar de la oscuridad creciente, el teniente Ferdaivert se acercó prudentemente a las ventanas de la fachada principal de la casa que sus hombres ocupaban.

Desde allí podía ver el inmueble que se elevaba al otro lado de la plaza. La inmensa masa gris de la fábrica de cañones Barricada Roja se alzaba ante él con sus nueve pisos.

Sirviéndose de los gemelos de visión nocturna, examinó atentamente las ventanas, cuya parte inferior había sido reforzada con sacos terreros; incluso alcanzó a ver, saliendo de las troneras, los largos y negros tallos de los cañones de las armas automáticas instaladas en cada habitación del edificio que daba a la calle.

Era evidente que la potencia de fuego de aquella casa sobrepasaba en mucho la de las unidades alemanas repartidas en los edificios de este lado de la plaza.

No sin una cierta aprensión, el oficial germano se preguntó si no estaba encaminándose a su última aventura en el frente del Este…

«¡Y todo por la culpa de ese canalla de Olsen!»

Apretó los puños con rabia. Hijo y nieto de militares, Karl amaba sinceramente al Ejército, al que hubiese deseado saber alejado de toda influencia política.

Odiaba a los hombres que, como Olsen, se inclinaban francamente a considerar que la Wehrmacht no era nada sin el genio indiscutible de Hitler, al que Dios había dado la facultad de dirigir al Reich a la victoria.

La voz de uno de los sargentos le sacó de su ensimismamiento.

– Le llaman por teléfono, mi teniente.

– Ya voy.

Karl se dirigió hacia el sótano, no extrañándose ni poco ni mucho cuando, al llevarse el auricular al oído, oyó la voz ruda del comandante Tunser.

– ¿Cómo van las cosas, teniente?

– Espero que se haga un poco más oscuro, mi comandante. Cuando la noche haya caído por completo, iniciaré el plan.

– Muy bien. Acaban de comunicarme que esos idiotas de rusos no dejan descansar ni un solo momento sus diabólicos altavoces.

– Nadie les hace caso, señor.

– Evidentemente. Pero, de todas maneras, no me gusta nada que se aprovechen de algo ocurrido en mi unidad para su asquerosa campaña de propaganda. Además, me molestaría mucho que todo esto llegase a los oídos de la división… Me comprende usted, ¿verdad?

– Perfectamente, mi comandante.

– Le deseo, sinceramente, mucha suerte, teniente Ferdaivert.

– Danke! ¿Alguna cosa más, señor?

– Nada.

– ¡A sus órdenes!

* * *

Había llegado el momento de pasar a la acción. Karl se acercó a la ventana, mirando con satisfacción las densas sombras de la noche. Alzó una pierna, disponiéndose a pasarla al otro lado de la ventana…

¡Flass…!

Las bengalas estallaron sobre su cabeza y una luz cruda, como la de un flash, iluminó a giorno la plaza entera haciendo que el foso se destacase como una mancha negra en medio del asfalto.

– Himmelgott! -exclamó el oficial echándose rápidamente atrás.

El cuerpo le temblaba de los pies a la cabeza; tardó un par de minutos en notar que su corazón enloquecido se iba calmando.

– ¡Sargento!

– ¿Señor?

– Ordene que se abra fuego con todas las piezas: morteros, fusiles ametralladores, ametralladoras, lanzagranadas… que apunten especialmente a las ventanas de los dos primeros pisos… y que se dispare sin pausa…

El sargento le miró con una cierta fijeza.

– ¿Puedo decirle algo, mi teniente?

– Hable.

– Voy a hacerlo con toda franqueza, señor. Creo que va usted a cometer un error irreparable. Es imposible que llegue usted hasta el foso. Con la luz de las bengalas, los rusos, le cazarán como a un conejo. Si lo que desea es demostrarnos que lo que dicen no son más que mentiras, no hace falta que se suicide… Ninguna clase de propaganda rusa puede convencernos…

– Muchas gracias, sargento, muchas gracias -dijo Karl poniendo una mano amistosa en el hombro del suboficial-. Ninguna cosa podía hacerme más dichoso que las palabras que acaba usted de pronunciar. Es todo lo que un oficial puede aspirar a oír en momentos como éste. Pero, haga el favor de seguir mis órdenes al pie de la letra… que abran un fuego ininterrumpido, tal y como se lo he dicho.

– A sus órdenes, mi teniente.

Karl se pasó la lengua por los labios.

Intentaba adivinar lo que ocurriría en los minutos que seguirían. Y pensaba en esa invisible red que dibujaban los proyectiles al cruzar el espacio: una tela de araña donde es tan sencillo caer…

Cuando un fuego denso partió de las líneas alemanas, Karl no lo pensó dos veces, pasó la pierna por la ventana, luego la otra y se dejó caer, dos metros más abajo.

Incorporándose, echó a correr desesperadamente hacia el centro de la plaza cuyas dimensiones parecían haberse centuplicado a sus ojos.

Nuevas bengalas ascendieron y el oficial germano sintió cómo la luz vivísima de los cohetes le cegaba. Con la cabeza gacha, siguió corriendo, sin hacer caso de los aldabonazos que su corazón pegaba en sus costillas.

Bruscamente, el teniente tuvo la impresión de que alguien le golpeaba brutalmente en la pierna derecha. Perdió el equilibrio y cayó, tan largo como era, al tiempo que sentía que el miembro herido se le paralizaba por completo.

Las balas silbaban peligrosamente a su alrededor y muchas de ellas saltaban despedidas, al chocar contra el asfalto, dejando en el aire un zumbido largo, como un lamento…

Un dolor vivo trepó por su pierna, estallando en el vientre con una violencia extraordinaria; su respiración se hizo, de repente, trabajosa y penosa.

La sola idea de quedarse allí, convertido en el fácil objetivo de un adversario sin piedad que iría disparando sobre él, metiéndole, una a una, las balas en el cuerpo, hizo que reaccionase vivamente.

Dominando el dolor y reuniendo sus fuerzas, empezó a arrastrarse. No se percató del camino que seguía ni de la dirección que inconscientemente había tomado. Pegado al suelo, respirando como un perro, prosiguió el penoso avance, con los ojos medio cerrados, sintiendo el dolor que seguía subiendo, por oleadas constantes, a lo largo de su miembro herido.

En el interior de su pecho, el corazón golpeaba con saña las paredes, como un pájaro alocado que intentase huir.

Vaciló bruscamente, al tiempo que perdía la visión. Todo se hizo negro alrededor suyo; pero, antes de hundirse en un pozo sin fondo, tuvo la vaga sensación que unas manos poderosas le levantaban del suelo.

* * *

Realizando un verdadero motocross las motocicletas de los agentes de enlace de la división corrían por las calles de Stalingrado, saltando sobre los montones de escombros, patinando en el barro o sobre la nieve, poniendo a prueba la pericia y el valor de los conductores.

En el frente que tenía como objetivo la fábrica de cañones Barricada Roja, los puestos de mando hervían con una actividad constante, ya que se estaban disponiendo los preparativos para el ataque que iba a tener lugar en las primeras horas del día siguiente.

Mientras, recogido por los hombres de su propia sección, el teniente Ferdaivert era conducido al puesto de socorro de la división.

En el puesto de mando de la compañía, el teniente Olsen acababa de recibir la noticia de la herida de su compañero y de su traslado al Lazarett divisionario. Molestaba sinceramente a Bruno que Karl hubiese sido capaz de demostrar a sus hombres que estaba dispuesto a jugarse la vida, por sacar a Swaser y su pelotón del foso antitanque donde seguían inmovilizados.

Cuando el motociclista se presentó ante él, Olsen cogió el mensaje destinado a la Compañía, firmó en el cuaderno del enlace para atestiguar la recepción y se dirigió hacia la mesa en la que el capitán estaba trabajando.

Verlaz leyó el mensaje en voz alta.

– «Se le comunica que la hora H se ha fijado a las cinco y media, siendo el objetivo las instalaciones enemigas situadas en la fábrica de cañones Barricada Roja, único obstáculo que impide a nuestras tropas enlazar con los italianos y rumanos que pelean en la zona de la refinería de petróleo…»

– ¡Ha llegado la hora! -exclamó Olsen con viveza-. Y esta vez vamos a demostrarles quién manda aquí… Atacados, al mismo tiempo, por el norte y el sur, esos malditos bolcheviques van a ser barridos en todo el terreno que hay a este lado del Volga. ¡Los deseos del Führer van a cumplirse! Stalingrado será la mayor victoria conseguida por las armas alemanas.

– Así lo espero -dijo el capitán-. Pero examinemos detalladamente nuestro caso concreto. No tenemos más que dos secciones… y un solo oficial para mandarlas: usted. Tendremos que buscar a alguien que tome el mando de la sección del teniente Ferdaivert.

– ¿No hay ningún sargento capaz de hacerse cargo de esa sección, mi capitán? Por lo menos durante la ofensiva.

– Hay muchos, teniente, pero yo sólo tengo confianza en uno de ellos.

– ¿El sargento Swaser?

– El mismo. Con Swaser no hemos tenido jamás ninguna clase de problema. Es posible que carezca de ciertos conocimientos militares, no hay que olvidar que es sólo un suboficial… pero es un jefe nato. Lo malo es que no está con nosotros…

Se mordió los labios.

– Creo -dijo repentinamente Olsen- que tengo la solución al problema, señor.

Verlaz le dirigió una mirada interrogativa.

– ¿Y bien…?

– Verá usted, capitán. Cuando nuestra aviación y nuestra artillería entren en acción, la atención de los rusos será menor. En ese momento, el sargento Swaser y sus hombres tendrán más facilidades para abandonar ese maldito agujero. Entonces podremos comunicar al suboficial que ha de hacerse cargo, provisionalmente, de la sección de Ferdaivert… ¿qué le parece?

– No está mal… pero olvida, Olsen, que Swaser y su gente deben estar exhaustos. Llevan un buen montón de horas sin beber ni comer. Hacer recaer una responsabilidad tan grande sobre los hombros de un hombre en ese estado… ¿Le cree usted capaz de llevar a cabo ese tour de force?

– Estoy convencido de que lo hará.

– Quiera el cielo que no se equivoque usted, Olsen.

El capitán encargó a Bruno prepararlo todo. Olsen recorrió las posiciones de primera línea. Era aquello justamente lo que más le gustaba.

Y cada vez que se detenía junto a un pelotón, les lanzaba un discurso apasionado en el que el nombre de Hitler se mezclaba al de victoria absoluta del Tercer Reich.

Comprobó que las armas estaban en buen estado y los dos aprovisionamientos de munición eran completos. Luego fue a situarse en el lugar, cerca de la ventana, desde donde podía contemplar la plaza y el foso donde se encontraba el pelotón del sargento Swaser.

Los rusos seguían lanzando bengalas que iluminaban completamente la plaza. Olsen hubiese deseado quedarse allí hasta el mismo momento del ataque, de manera que pudiera informar a Swaser de la decisión que le concernía, pero el mando de su propia sección le requería y regresó a su puesto.

– Todo preparado, mi capitán -anunció a Verlaz.

Inclinándose sobre el plano que había sobre la mesa, estudiaron detalladamente la operación que había sido concebida para llevar a cabo un plan de gran envergadura.

– Dos divisiones enteras atacarán por este lado -explicó el capitán-. Como usted sabe, el objetivo principal es la fábrica de cañones.

Hizo una pausa y su índice señaló un punto más allá de la fábrica Barricada Roja.

– Una vez ocupada la fábrica, proseguiremos el avance hasta este punto.

– ¿Qué hay ahí?

– Los talleres metalúrgicos Octubre Rojo. Al llegar a ellos, habremos rodeado a una gran parte de las fuerzas soviéticas que guarnecen el sector sur del frente. Entonces, con el apoyo de rumanos e italianos, empujaremos a los ruskis hacia el Volga.

Más hacia el Oeste, los aviones germanos se preparaban. Los Junkers bimotores recibían su carga de bombas, y los Stukas, que habían jugado un papel importante en la batalla de Stalingrado, calentaban sus motores.

Por primera vez desde el principio de la guerra germano-soviética, el Alto Mando alemán se encontraba ante una batalla que debía darse en la dimensión restringida de una ciudad en ruinas, algo completamente diferente a los grandes espacios abiertos en los cuales el empleo masivo de los blindados habían dado resultados óptimos.

Aquí, la ciudad no se prestaba en absoluto al uso de los Panzers, incapaces de moverse libremente en las calles cortadas por montañas de escombros.

Por eso se había dado una importancia primordial a la aviación, incluso más que a la artillería, ya que los aviones serían los únicos en poder destruir las defensas rusas, permitiendo a los infantes y zapadores de la Wehrmacht abrirse paso entre las ruinas para desalojar al adversario.

Pero los rusos tenían también su plan.

Llegando desde los cuatro rincones de la Unión Soviética, millares de hombres, cañones de todos los calibres, tanques y armas de todas clases se concentraban a lo largo del Don, esperando el momento de atravesar el gran río para cortar la retaguardia de las fuerzas de Von Paulus, copando a todo el Sexto ejército y asestando un golpe mortal a los sueños de Hitler.

Pero, por el momento, aquello no era más que un plan…