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El cuarto de trabajo en penumbra, abstracto como una celda, con las paredes blancas, el suelo de madera, una mesa de madera áspera y recia, que se parece a las mesas que había antes en las cocinas de las casas, en nuestra cocina cuando yo era niño. Los lugares se vuelven ecos, transparencias de otros, riman entre sí con austera asonancia. Al entrar en el cuarto a esta hora indecisa de la media tarde invernal me acuerdo de la habitación de García Lorca en la Huerta de San Vicente, y de la que tenía en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, y de Madrid y García Lorca el juego de las transparencias sucesivas, de las asonancias de lugares, me lleva a Roma, a la habitación de la Academia de España donde dormí unas cuantas noches en marzo o abril de 1992, y donde imaginé largos días laboriosos de soledad y lectura, días monacales de trabajo y quietud de espíritu, el lugar de retiro que parece que uno lleva impreso en el alma, y que está soñando y buscando siempre, la habitación donde sólo hay unas pocas cosas elementales, la cama, la mesa de madera desnuda, la ventana, si acaso un pequeño estante para unos pocos libros, no demasiados, y también uno de esos equipos de música portátiles, que lo acompañan a uno y apenas ocupan espacio. Me pasaba el día entero caminando por Roma en un estado de embriaguez y de trance que la soledad acentuaba y de noche caía rendido en la cama tan estrecha de mi habitación en la Academia, y en el sueño agitado, poderoso y turbio como las aguas del Tiber, continuaba mis paseos por la ciudad y veía columnatas y ruinas y templos agigantados y confusos como en un delirio de fiebre. Me despertaba exhausto, y en la luz fría y olivácea del amanecer mis ojos recién abiertos encontraban la cúpula del templete de Bramante.
Otro lugar surge cuando la penumbra empieza a volverse oscuridad y fosforecen en ella la luz de la pantalla del ordenador y la de la lámpara baja que me ilumina las manos sobre el teclado. La mano que se posa sobre el ratón deja de ser la mía. La otra mano, la izquierda, roza distraídamente la concha blanca y gastada que recogió Arturo hace dos veranos en la playa de Zahara, la tarde antes de nuestra partida, una de esas tardes lujosamente largas de principios de julio, cuando el sol empieza a ponerse después de las nueve y el mar adquiere un azul de cobalto, retirándose despacio de la arena todavía dorada, en la que las pisadas de los bañistas que han ido marchándose se convierten en delicadas oquedades de sombra.
De la oscuridad alumbrada por la pantalla del ordenador y la lámpara baja, de las dos manos, del tacto liso del ratón en una de ellas y la aspereza de la concha en la otra, surge sin premeditación mía una figura, una presencia que no es del todo invención ni tampoco recuerdo, el médico, el médico a solas y en penumbra que espera a un paciente y que maneja el ratón con su mano derecha, buscando en el ordenador un archivo, un historial médico abierto no hace muchos días, y al que se añadieron ayer mismo los resultados de unos análisis.
Muchas veces veo esa figura, aunque fragmentariamente, las manos sobre todo, tecleando en la claridad de la pantalla: largas, óseas, certeras, con mucho vello en el dorso, menos gris que el pelo y la barba del médico, al que no veo de pie, aunque sé que es muy alto y tan delgado que la bata le cuelga floja de los hombros. Lo veo sentado, bata blanca y pelo y barba grises en la penumbra de una habitación con las cortinas echadas, aunque falta mucho para que caiga la tarde, manos y cara alumbradas por la lámpara y la pantalla del ordenador, que está a un costado de la mesa, sobre la cual no hay nada más, aparte del teclado, que una concha blanca, redonda, más pequeña y cóncava que una vieira, más fuerte también, por un lado desgastada y abrupta como la voluta de un capitel de mármol roído por el salitre y la intemperie durante siglos, por el otro suave como nácar, gustosa de rozar por las yemas de los dedos, que le dan la vuelta como por voluntad propia, mientras el médico le habla al paciente recién llegado procurando escoger con mucho cuidado las palabras: o mejor antes, cuando todavía está solo, calculando con desánimo los minutos que faltan para que la puerta se abra, repasando una vez más la hoja de análisis que está sobre la mesa, justo en el espacio entre sus dos manos, olvidándose de ella para irse a otro tiempo, días luminosos invocados en la habitación en penumbra, traídos por el tacto alternativamente áspero y suave de la concha, que es una concha modesta, nada llamativa, con el color calizo del mármol muy castigado por el tiempo, las estrías abriéndose desde la base con una regularidad de varillas de abanico, cada una siguiendo una exquisita curvatura, un principio de espiral interrumpido por el borde exterior, que está muy gastado, mellado, ofreciendo a las yemas de los dedos una irregularidad de pieza de alfarería rota.
Unas cosas traen otras, como unidas entre sí por un hilo tenue de azares triviales. Las conchas en la orilla del mar en Zahara de los Atunes, los trozos curvados de ánforas rotas. Hay que ir dejándolas llegar, o que tirar poco a poco de ellas, los dedos atentos a la pulsación de un sedal, ejerciendo sólo la fuerza mínima y justa para vencer una resistencia sin que el hilo se quiebre, al filo de la llegada de algo, un detalle sin relieve que contiene intacta una burbuja de memoria sensorial, como una ampolla de aire de hace millones de años apresada en el interior de una bola de ámbar. El parquet del gran piso sombrío donde trabaja el médico es tan antiguo como el edificio, y cruje bajo las pisadas con gruñidos de madera envejecida y sólida. Sonará primero el pitido del interfono, y sólo cuando él le diga a la enfermera que el paciente ya puede pasar vendrán sus pisadas resonando como sobre el maderamen de un buque.
Cuando yo era niño, en la casa de una hermana de mi abuela había una habitación que tenía el suelo de madera. Yo entonces sólo conocía suelos de baldosas, heladas en invierno, o de guijarros, como había aún en los bajos de algunas casas campesinas, o de tierra apisonada. Me gustaba ir con mi abuela a casa de su hermana tan sólo para entrar en esa habitación, para sentir cómo la madera cedía un poco bajo mis pisadas y escuchar su sonido rico y brillante, bruñido como la superficie del parquet. Era como estar en el camarote de un barco, en otro lugar, casi en otra vida. Tengo una sensación parecida, de plenitud material de algo, cuando escucho un violoncello. De nuevo el tiempo salta, de una cosa a otra, de un tiempo a otro, a la velocidad de los impulsos neuronales, unos doscientos kilómetros por segundo: Pau Casals toca las suites para violoncello -de Bach en Barcelona, en el otoño de 1938, cuando ya se ha perdido la batalla del Ebro, y Manuel Azaña y Juan Negrin lo escuchan desde un palco, en el teatro del Liceo. Detrás de la mesa, sobre una estantería donde hay muy pocos libros, de Medicina y de Historia sobre todo, el médico tiene un pequeño equipo de música, que a veces está sonando muy suave mientras interroga a algún paciente o lo examina, tendido en la camilla que hay en un ángulo casi a oscuras de la habitación, delante de un biombo. Tendido en la camilla el paciente se vuelve más vulnerable, se rinde de antemano a la enfermedad, al examen del médico, al que ya ve al otro lado de la línea invisible, la línea definitiva que separa a los sanos de los enfermos, recluidos en el gueto de su miedo, de su dolor y tal vez, casi lo peor de todo, su vergüenza. Los sanos se alejan de los enfermos, le escribió una vez Franz Kafka a Milena Jesenska, pero también los enfermos se alejan de los sanos.
La camilla, el biombo, emergen sólo ahora de la penumbra, de la pura nada de lo que no es imaginado ni recordado. Antes de empezar a decirle al paciente lo que revelan los análisis, lo que no hay modo de decir sin despertar un espanto inmediato, sin sentir un nudo en la garganta, aunque ya se haya dicho tantas veces, el médico le pedirá que se eche en la camilla, sin desnudarse, sólo hace falta que se baje un poco los pantalones, que suba la camisa, para que él pueda auscultar las vísceras abdominales, palpando con sus dedos largos, rápidos sin brusquedad, precisos. Ignominia de estar tendido boca arriba en una camilla, tendido y pasivo, con los pantalones bajados hasta el filo del escroto, mientras la mano intrusa, la mano masculina y perfecta, busca el tacto irregular de algo, un bulto que no debería notarse, quién sabe si una llaga, como las que provocaban las enfermedades antiguas, o los ganglios hinchados que anunciaban la peste.
Al fondo, detrás de las dos respiraciones, la del paciente y la del médico, tan cerca el uno del otro y sin embargo separados por la raya invisible, se escucha una suite para violoncello de Bach tocada en 1938 por Pau Casals, en una noche en la que tal vez sonaron sobre Barcelona las sirenas de las alarmas antiaéreas y las explosiones de las bombas, iluminando con sus llamaradas la ciudad fría y a oscuras, derrotada de antemano por el hambre y el invierno, meses antes de que entre en ella el zafio ejército sanguinario y beato de los vencedores.
Aunque sonaba muy baja, el paciente ha reconocido la música y ha identificado la grabación. Durante unos minutos difíciles hablan sin verdadero alivio de Bach, del sonido del violoncello, de la maravilla técnicas de las grabaciones digitales, que permiten rescatar esa clase de tesoros sepultados, la maravilla de algo que sucedió una sola noche, y por primera vez en el mundo. Hablan y la hoja de los análisis está sobre la mesa, en el espacio que abarcan las manos demoradas y elocuentes del médico, junto a una concha hacia la que de vez en cuando se van instintivamente sus dedos, que uno imagina tocando algún instrumento musical. Hasta que Pau Casals no exhumó las partituras, las suites de Bach no habían sonado nunca. Las encontró por casualidad rebuscando en un puesto de papeles viejos, en algún callejón cercano al puerto de Barcelona, igual que dice Cervantes que encontró el manuscrito en árabe del Quijote en la tienda de un ropavejero de Toledo. La pura casualidad le entregó un tesoro que parecía haberle reservado el destino. Si Pau Casals no hubiera revuelto ese día preciso entre un montón de papeles amarillos, si el hombre a quien el médico espera no llegara, si no se hubiera encontrado con alguien que de manera imperceptible le iba a transmitir lo que ha permanecido oculto durante varios años. Esa tarde lejana, en un tren, la mujer tan alta que camina como cabalgando sobre los tacones, con un principio de incertidumbre y de vértigo, de ebriedad en los ojos verdes, brillando en la penumbra del pelo rizado, una sonrisa sin motivo en los labios finos, sobre la firme barbilla que parecía escandinava o sajona.
Pero no quiero que llegue todavía, aunque faltan minutos para la hora de la cita. Ya estará viniendo, inquieto pero aún no del todo aterrado, habitando todavía una vida normal de la que cuando salga de aquí se acordará como del país nativo al que ya no puede volver nunca, el país de los que están sanos, de los que no piensan que van a morir. Pero a él, a muchos de los que son como él, les está reservado algo más, sabe el médico, la vergüenza, porque no querrá que sepa nadie lo que revelan los análisis, no sólo una enfermedad, sino el nombre de una especie de infamia: ni siquiera se atreverá a mirarlo a los ojos a él, al médico, aunque hayan estado conversando unos minutos antes o en su visita anterior sobre las suites para violoncello de Bach, ya excluido, expulsado de pronto de la comunidad de los normales, como un judío que leyera en un café de Viena el periódico donde se publican las nuevas leyes raciales alemanas. El café es el mismo de todas las mañanas, y el periódico es el que ha leído cada día en los últimos años, pero todo ha cambiado de pronto, y el camarero que dice su nombre tan obsequiosamente y no necesita preguntarle lo que va a tomar, el mismo camarero de todas las mañanas, quizás se negaría a traerle un café si supiera lo que es, en qué se ha convertido por efecto de la ley, aunque no se le note nada en su apariencia física, aunque su condición de judío no se trasluzca en su pelo rubio o castaño y en sus ojos claros, en su cara normal.
Abarco la concha en la palma de la mano. Tan fácilmente abarcaba en ella la mano todavía infantil de mi hijo, que se coge de la mía con toda naturalidad en cuanto salimos a la calle, aunque tiene ya trece años. Me decía de pequeño: vamos a medirnos las manos. Extendíamos la una contra la otra, y la suya no llegaba ni a la mitad de mi mano tan huesuda y angulosa, tan oscura de vello, manaza de ogro y no de médico para su mano almohadillada de niño, engulléndola entera en ese juego que le hacía reír tanto, de alegría y de miedo, trágate mi mano con la tuya como se tragaba a los cabritillos el lobo peludo. Cuéntame otro cuento, no te vayas todavía de la habitación, no apagues la luz de la mesa de noche. Después le maravillaba siempre que mi mano se abriera y la suya apareciese intacta, no devorada y ni siquiera mordida, como los cabritillos blancos salvados por su madre del vientre negro del lobo, que tiene en el hocico y en el lomo pelos negros que pinchan como los de tu mano.
Salíamos del hotel por una vereda entre palmeras y setos y estábamos enseguida frente al Atlántico, aturdidos por la luz, por la amplitud y la hondura del horizonte, que no terminaba en el mar, sino más allá, en una línea de montañas azules que era el norte de África. De noche veíamos temblar entre la niebla marítima las luces de Tánger. Yo estuve en Tánger una vez, hace muchos años, como en otra vida. El médico aprieta la curvatura de la concha y está apretando hace dos veranos la mano de su hijo. Su mujer se abraza a su otro costado, se adhiere a él para defenderse del viento de poniente que viene del mar, de donde están las formas oscuras de África y las luces de Tánger, el viento que huele a humedad y a algas. Cada noche, en algún lugar de esa playa inmensa, desembarca al amparo de la oscuridad un grupo de emigrantes clandestinos, o se descargan sigilosamente cajas de tabaco de contrabando y balas prietas de hachis. Algunas veces las poderosas mareas del Atlántico traen cadáveres de marroquíes o de negros hinchados por el agua y mordidos por los peces y despojos de las barcas viejas de metal oxidado o madera podrida en las que naufragaron.
Sólo al llegar a la playa, la primera tarde, se dieron cuenta los dos del cansancio que traían, tan ligeros de pronto al librarse de él como cuando dejaron en la habitación el equipaje y la ropa ya sudada con la que habían salido esa mañana de Madrid. Tantos meses encerrado en ese cuarto en penumbra, esperando visitas, resultados de análisis, viendo caras de hombres y mujeres señalados invisiblemente por la enfermedad, elegidos por el sarcasmo cruento del azar. El niño corría por delante, con la impaciencia de llegar a la orilla, dando patadas en la arena a la gran pelota de gajos blancos y azules que el viento alejaba ingrávidamente de él. Aún hacía sol, pero no quedaba mucha gente en la playa, o era su amplitud lo que la hacía parecer tan despejada, casi desierta, ofrecida a ellos solos. Le dio algo de pudor quitarse luego la camisa, tan pálido y flaco en aquella luz dorada, tan refractario a ella, a diferencia de su mujer y de su hijo, que tenían los dos la misma tonalidad canela en la piel, uno de los rasgos primarios que había transmitido de la una al otro la herencia genética. Qué habrás heredado tú de mí, hijo de mi alma, saltando intrépidamente esa tarde hacia la primera ola alta y coronada de espuma del verano, derribado por ella, saliendo jubilosamente del mar, con todo el brillo del agua y del sol en tu piel no maltratada todavía por el tiempo, en tu cuerpo que aquel verano no había empezado todavía a perder las redondeces infantiles.
Al tumbarme boca abajo en la arena sentía como una plenitud física la consistencia insondable, la curvatura del mundo. Hay unos versos exactos de Jorge Guillén: Y el pie caminante pisa /la redondez del planeta. Miraba muy de cerca los granos minúsculos, los infinitesimales fragmentos de rocas y de conchas, de vidrio, de ánforas rotas, gastadas y pulverizadas durante un tiempo de duraciones geológicas por la fuerza monótona del mar, que actuaba ahora mismo, que resonaba como un tambor cerca de mi oído, en mi cuerpo entero deshecho por la fatiga, carcomido por meses de trabajo y angustia, de insomnios, de urgencias, de remordimientos, de presenciar en otros el dolor y la enfermedad, el pánico, el progreso de la muerte. Tomaba un puñado de arena en la mano y juego la abría para que la arena fuese cayendo poco a poco, en un hilo tenue, en la fugacidad de unos segundos. Primero era algo sólido en el interior de mi puño apretado, cerrado como las valvas de un molusco para los dedos pequeños de mi hijo, que intentaba abrirlo y no podía, si acaso lograba desprender un dedo respirando muy fuerte, pero el dedo volvía a su lugar y el puño continuaba cerrado. Se abre luego despacio, y la arena tan compacta se disuelve en nada, no quedan más que unos granos mínimos en la ancha palma abierta, puntas minerales heridas por la luz. A los once años el niño seguía disfrutando de ese juego, seguía desafiando en vano a su padre y se esforzaba y jadeaba queriendo abrirle el puño, en el que a veces había un caramelo o una moneda. Buscaba una fisura entre los dedos, escarbaba, siempre en vano, pero lo hacía con tal cuidado que nunca le hincaba las uñas. Derrotado, se echaba sobre él, abrazándose a él con todo su vigor, con una ternura brusca y entregada, y le pasaba la mano a contrapelo por la mejilla, para sentir los pinchazos de la barba. A él le bastaba presionarle con dos dedos en el costado, justo debajo de las costillas, para que el niño se tirara a la arena riendo a carcajadas, dando patadas en el aire.
«Hay que ver qué pesados, con lo grandes que sois ya los dos»; tendida junto a ellos, los ojos ocultos tras las gafas de sol, su mujer limpiaba la arena que el niño había echado al patalear y revoleado sobre la revista que estaba leyendo. Tan poco tiempo al sol y su piel ya tenía una suave tonalidad morena. El descanso, el sueño profundo, las horas de indolencia en la playa y en la piscina del hotel, las siestas en la penumbra fresca de la habitación, le habían limpiado de la cara todo rastro de fatiga, y tenía la misma sonrisa ancha de felicidad que me había deslumbrado las primeras veces que nos vimos. Tan deseable y joven como si no hubieran pasado doce años, como si no fuera suyo el chico que ahora se había sentado junto a ella y le iba enterrando poco a poco los pies con las uñas pintadas de rojo, vertiendo sobre ellos desde el puño entreabierto un hilo de arena que se deslizaba por el empeine y entre los dedos como una caricia.
Pero no quería negar el tiempo, estaba bien que hubiera pasado, porque nos había traído tantos dones, tantas cosas que yo veía tangibles y sagradas ante mí esos días de julio. El cuerpo de mi mujer me gustaba más porque ya llevaba doce años acariciándolo y conociéndolo, deseándolo con la hondura que sólo da el conocimiento, y también porque había albergado y parido a mi hijo, había sido ensanchado, ungido por una hermosa maternidad, nutrido de ricos flujos hormonales, de hilos de leche que se le derramaban en gruesas gotas de los pezones cuando el niño se había saciado de mamar. La misma mano que palpa el abdomen del paciente tendido en la camilla buscando los signos de una enfermedad acariciaba hace doce años ese vientre tenso y redondo, surcado de poderosas corrientes, estremecido por el corazón del niño a punto de nacer, percibía en las yemas de los dedos su curva planetaria. Quién sabe si un médico puede olvidarse de que lo es, si puede dejar atrás su oficio como deja su bata en la consulta en penumbra y camina hacia la salida pisando sonoramente el parquet muy bruñido, con ese lustre de las cosas bien usadas a lo largo de mucho tiempo, y al llegar la calle lo deslumbra la claridad todavía veraniega del sol, forzándole a ponerse las gafas oscuras, acordarse tal vez de que su mujer se las compró hace dos años, hace dos veranos, en la misma tienda del hotel donde hicieron nada más llegar todas las compras urgentes para los días de playa, bañadores y chanclas, crema solar de protección máxima, una gorra para el niño con el emblema del Zorro, un gran balón hinchable, tan liviano que la brisa del mar se lo llevaba siempre, unas gafas de bucear y unas aletas de hombre rana, porque el niño había decidido fantasiosamente que iba a poner en práctica unos conocimientos exhaustivos, aunque imaginarios, de pesca submarina, adquiridos en un documental de la televisión.
Ahora en la media luz de la consulta emerge algo más que hasta ahora yo no había visto, no sobre la mesa, sino en la estantería donde está el equipo de música, la foto de un chico todavía en la infancia, aunque casi al final de ella, en el umbral de un tránsito, de pelo revuelto y rasgos delicados, unas gafas de bucear en la frente, riéndose con ojos guiñados, con rastros de arena en la nariz y en el flequillo negro.
Hacia el oeste la playa se prolongaba en una horizontal indefinida, que concluía en la vaga mancha blanca de las casas del pueblo, disuelta en una bruma luminosa que borraba contornos y confundía la cal y la arena en un mismo relumbre solar. Sólo con la primera luz del día o a la caída de la tarde tenían plena nitidez los colores y se deslindaban las formas de las cosas. Hacia levante un cerro agreste y cortado a pico sobre el mar delimitaba la bahía. Con el sol de poniente relumbraban las cristaleras de los chalets de lujo medio escondidos entre el verde oscuro de los setos y de las palmeras, con altas tapias blancas sobre las que se derramaba el violeta fuerte de las buganvillas. Nos dijeron que en esas casas veraneaban multimillonarios, alemanes sobre todo. Al pie del acantilado, sobre una gran roca que se quedaba aislada cuando subía la marea, había un bloque cúbico de hormigón, un bunker que tenía algo de organismo equivocado y monstruoso, de cáncer mineral del paisaje, tan resistente a las embestidas del mar como la roca en la que lo habían cimentado. Pero al cabo de unos miles de años el hormigón también se habrá pulverizado, habrá ínfimos granos grises mezclados con los granos de arena, o serán parte de ella, igual que las esquirlas diminutas de vidrio de botella, que los fragmentos de conchas o de rocas. Para el niño fue una aventura memorable trepar hacia el búnker sujetándose a la mano fuerte de su padre y llegar por un pasadizo con el suelo de arena hacia la cámara interior, iluminada por un rayo polvoriento y oblicuo de sol que bajaba desde las saeteras alargadas por las que debieron de asomarse los binoculares de los soldados de guardia y los cañones de las ametralladoras. A través de la ranura se veía con exactitud, en la mañana despejada, la línea de la costa de África. Disfrutaba explicándole cosas a su hijo con detallada claridad, observando el gesto concentrado y dócil del niño, complacido en su interés por todo, en la cortesía atenta con que sabía escuchar, y que no era incompatible con una imaginación muchas veces propensa al ensimismamiento. En 1943 los Aliados habían vencido definitivamente a los alemanes y a los italianos en el norte de África, y se disponían a la invasión del sur de Europa: fíjate lo cerca que estaban si hubieran querido desembarcar en esta playa, en vez de en Sicilia, imagínate a los pobres soldados españoles de entonces encerrados en este bunker, esperando a que aparecieran los barcos de guerra americanos.
Volvieron y ya empezaba a subir la marea. Alevines transparentes de peces huían entre sus pies que chapoteaban en el agua limpia, pisando ahora una extensión lisa de roca que afloraba de la arena, y que estaba a trechos resbaladiza de algas adheridas, y otras veces cubierta por un musgo oscuro y poroso, mullido para las plantas de los pies. Retrocedía una ola y quedaba en una concavidad de la roca una charca en la que se agitaban criaturas diminutas, y el padre y el hijo se arrodillaban para mirarlas de cerca, trasladándose del tiempo inmediato de los hechos humanos a las inconcebibles lentitudes de la historia natural. Organismos primarios arrastrándose del mar a la tierra, bullendo en charcas, en el limo denso y fértil de las marismas, acorazándose para sobrevivir, a lo largo de millones de años, desarrollando valvas y conchas, caparazones calizos, patas y pinzas que dejan un rastro delgado en la arena, no más fugaz que el de nuestras pisadas, que el de nuestras vidas, pensaba sin dramatismo, sin melancolía, un hombre de cuarenta y tantos años que pasea por una playa llevando de la mano a su hijo, en un estado de perfecta y tranquila felicidad, de gratitud, de misteriosa concordia con el mundo, en uno de esos largos atardeceres de principios de julio, cuando el calor aún no agobia y el verano es todavía para el niño un regalo intacto.
Se soltó de su mano para tirarse de cabeza a las olas y él se apartó de la orilla y caminó por la arena más cálida hacia donde estaba su mujer, de la que también habrá una foto en la consulta en penumbra: la sonrisa ancha y los labios finos, siempre recién pintados de rojo, incluso esa tarde, en la playa, las gafas de sol como las que llevaban las actrices en las fotos en color de los años cuarenta. Me gustaba pensar que ella nos había estado viendo desde lejos, al niño y a mí, fáciles de distinguir en la playa casi despoblada a esa hora tardía pero aún cálida y luminosa, cuando ya hay breves pozas de sombra en las huellas de las pisadas y en los costados de las dunas: los dos en cuclillas, las cabezas juntas, observando algo en una lámina brillante de agua que ha dejado una ola al retirarse, viniendo luego de la mano por la orilla, el hombre flaco y blanco y el niño redondeado, moreno, con un rescoldo de sol tardío en la piel mojada, con un poco de barriga infantil sobre la goma del bañador tan distintos entre sí, separados por más de treinta años, y sin embargo asombrosamente iguales en algunos gestos, idénticos en la complicidad de los andares y de las cabezas bajas, aunque el niño, de cerca, a quien más se parece es a su madre, no sólo en el tono de la piel sino en la manera en que guiña los ojos al reírse, en la firmeza de la mejilla, en las manos, en el pelo rizado y revuelto en el aire húmedo del mar.
Hay un sabor salado en su boca y una consistencia más carnal en sus besos, una cualidad más densa en su piel cuando la acaricia bajo la tela ligeramente húmeda del bikini, en la penumbra la siesta, tras las cortinas echadas. Los pechos y vientre son dos manchas blancas en la piel ya morena. Posa una mano en el vello oscuro entre sus muslos y se acuerda de ese musgo empapado en el que hundía los dedos hasta tocar la superficie lisa de la roca en la orilla. Todo sucede muy despacio, el deseo ascendiendo con una lentitud de marea, los dos cuerpos usados y gastados por el amor, tan rozados el uno contra el otro, brillando en la penumbra.
De joven había creído como el fanático de una religión en el prestigio del sufrimiento y el fracaso, en la clarividencia del alcohol y en el romanticismo del adulterio. Ahora no era capaz de concebir para sí mismo una pasión más honda que la que sentía hacia su mujer y su hijo, la que notaba que los envolvía a los tres como una atmósfera más hospitalaria y cálida que el aire exterior, tan objetivamente perceptible como un campo magnético. Flujos compartidos, cromosomas mezclados en una gran célula primigenia, el óvulo recién fecundado, saliva del uno asimilada por el aparato digestivo del otro, saliva y secreciones vaginales, saliva y semen brillando algunas veces en los labios de ella, desleídos en la corriente nutritiva de su sangre, olores y sudores mezclados, impregnando la piel, el aire, las sábanas sobre las que luego se quedaban dormidos, apaciguados, mientras del otro lado de las cortinas echadas venían el chapoteo y los gritos de los niños en la piscina del hotel, y desde más lejos, si prestaban mucha atención, el ruido poderoso del mar, el viento que azotaba las copas de las palmeras.
Palmeras salvajes era el título de la novela que su mujer había venido leyendo en el tren y llevaba a la playa en un gran bolso de paja. Él solía pedirle que le contara las novelas que leía, y esos resúmenes, junto a algunas películas que también elegía ella, colmaban satisfactoriamente su apetencia de ficción. Lo real le parecía tan complejo, tan inagotable, tan laberíntico incluso en sus elementos más simples, que no veía la necesidad de distraer el tiempo y la inteligencia en cosas inventadas, a no ser que le viniesen filtradas por la narración de su mujer, o que tuviesen la elementalidad antigua de los cuentos. En el arte era sensible casi únicamente a las formas en las que se traslucía algo de la unidad armónica y la eficacia funcional de la naturaleza, y en las que había al mismo tiempo una sugestión de su desmesura ajena a la experiencia y a la observación humanas. Era sensible sobre todo a ciertas músicas y a ciertas formas y espacios interiores de la arquitectura. Las ruinas colosales de los templos griegos en el sur de Italia o de las termas de Roma le despertaban una emoción idéntica a la de los grandes bosques que había visitado en Nueva Inglaterra y en Canadá. En la forma de una columna clásica, de un gran capitel derribado, hallaba una correspondencia a la vez oculta y precisa con la majestad sagrada de un árbol, con las nervaduras y volutas, con la simetría exacta de una concha marina. Le enseñaba a su hijo la espiral de una concha diminuta de caracol y luego, en un libro de astronomía, la otra espiral idéntica de una galaxia, y lo llevaba al cuarto de baño y le pedía que se fijara en la espiral que forma el agua al caer del grifo en el agujero redondo del lavabo. Espiaba el brillo atento de la inteligencia en los ojos oscuros del niño, que tenían el mismo color y el mismo dibujo rasgado que los de su madre, y que eran idénticos a los de ella en una disposición inmediata a expresar, sin disimulos ni estados intermedios, la maravilla o la decepción, la felicidad o la melancolía.
No recuerda haberle preguntado al paciente en su primera visita si tenía hijos. Probablemente porque es de esas personas que llevan consigo un aire conyugal y paternal, cierto desgaste físico, una pesadumbre de responsabilidad en los hombros, de inquietud por la enfermedad o de un desvelo de esperarlo las noches de los viernes. Fue el aire de desgaste, de vago cansancio general, lo que le indujo a una sospecha que en rigor no habría debido albergar. Pero no hay apariencia que de un modo u otro no incluya una parte de engaño, y tampoco hay nadie de quien pueda decirse con toda seguridad que está a salvo. Por supuesto no le dijo que en los análisis de sangre que iba a prescribirle estaría incluida esa prueba. No quería alarmarlo, pero sobre todo, y si era posible, no quería ofenderlo. Por quién me toma, le diría tal vez, qué clase de vida se imagina que llevo.
Vendrá dentro de unos minutos y será preciso decirle las palabras, el nombre de la enfermedad, repetir con cuidado, con desapego clínico, el eufemismo de unas iniciales. Por supuesto que hay que repetir la prueba, pero no le oculto que incluso ahora el margen de error es limitado.
Las mismas palabras dichas tantas veces, y siempre neutras y sin embargo atroces, el pánico y la vergüenza y tantas agonías vaticinadas y seguidas con la amargura nunca mitigada de la propia impotencia: ésa es casi otra forma de contagio, una fatiga casi como la que sufren ellos, como la que les ha traído a la consulta, un vago malestar persistente e inexplicable, el despertar en los ganglios, en ciertas células muy especializadas, del huésped inadvertido, oculto durante años, obediente también a ciertas contraseñas genéticas, que por ahora nadie sabe descifrar, igual que no se descifra la consistencia última de la materia, el torbellino de partículas y de infinitesimales fuerzas magnéticas del que está hecho todo, la luz de la pantalla de mi ordenador y la de la lámpara encendida sobre el teclado, alumbrando mis manos, la dura forma mineral de la concha que acaricio ahora mismo, acordándome de un verano, de dos veranos para ser exactos, dos veranos iguales y sin embargo tan distintos como dos conchas de la misma especie que a primera vista parecen idénticas y luego, con un poco de observación, se va descubriendo que apenas tienen nada en común, salvo una semejanza abstracta que tal vez sólo está en nuestra imaginación clasificadora, en nuestro instinto de simplificar.
No te bañarás dos veces en el mismo río, ni vivirás dos veces el mismo verano, ni habrá una habitación que sea idéntica a otra, ni entrarás a la misma habitación de la que saliste hace cinco minutos, a la misma consulta en penumbra donde habías estado una sola vez, sentado frente a un médico que hablaba despacio y hacía preguntas chocantes, y asentía al escuchar con mucha atención las respuestas, acariciando una concha blanca que tiene sobre la mesa, a la izquierda del teclado del ordenador, simétrica al ratón, que roza como sigilosamente con sus largos dedos blancos y velludos mientras busca un fichero, los datos que el paciente le dio por teléfono a la enfermera cuando llamó por primera vez pidiendo una cita.
Desde la playa mirábamos, hacia el este, las casas blancas plantadas al filo de los acantilados o medio escondidas entre espesuras de jardines, detrás de altos muros de cal, con ventanales y terrazas orientados al sur, a la línea azulada de la costa de África. Nos dijeron que muy arriba, en las laderas de roca desnuda a las que no llegaba la vegetación, había una cueva con pinturas neolíticas y restos de sarcófagos fenicios. Me desperté una mañana muy temprano, cuando estaba empezando a amanecer, me puse sigilosamente la ropa y las zapatillas de deporte, procurando no despertar a mi mujer, y salí del hotel cruzando el jardín desierto, que se reflejaba en el agua malva e inmóvil de la piscina. En el restaurante, bajo una ingrata luz eléctrica, los camareros más madrugadores preparaban las bandejas del buffet, repartían por las mesas tazas y cubiertos, en un silencio de sonámbulos. Notaba con gusto el vigor de las piernas, la sólida comodidad de las zapatillas, con las que había ya caminado y corrido cientos de kilómetros. El fresco de la primera hora de la mañana me atería la piel bajo el algodón liviano de la camiseta. Empecé a correr despacio, respirando suave, pero en lugar de ir hacia la playa, como hacía todas las mañanas, corrí por el camino que ascendía por la ladera de la colina. Pronto me cansé porque la cuesta se hacía muy empinada y continué caminando. Vistas de cerca, las casas que mirábamos desde la playa eran aún más imponentes, protegidas por muros erizados de cristales rotos, por avisos de compañías de seguridad, por perros que me ladraban al pasar desde el interior de los jardines, y que algunas veces golpeaban las cabezas contra las cancelas metálicas, escarbaban los setos asomando los hocicos, oliéndome, rugiendo. Salvo los ladridos de los perros y el roce de mis pasos sobre la grava, lo único que se escuchaba era el chasquido metódico de los aspersores, regando extensiones invisibles de césped, desde las que llegaba hasta mí el olor intenso de la savia y de tierra bien estercolada y empapada.
Distinguía a veces, tras los barrotes de una reja algún coche enorme y alemán, de carrocería plateada. Doblaba un recodo y aparecía delante de mí, cada vez más abajo, la extensión vertiginosa de la playa y del mar: el hotel como un modelo a escala o una de esas maquetas recortables que le gustaban a mi hijo cuando era más pequeño, el azul de postal de la piscina, la línea de ventanas. Detrás de una de ellas mi mujer seguía apaciblemente sumergida en el sueño y en la noche que preservaban las cortinas echadas.
Pero no lograba encontrar la vereda que me llevaría hacia la cima, hacia la cueva donde estaban las pinturas neolíticas. Abandoné el camino asfaltado, abriéndome paso entre matas pegajosas de jara, en las que había creído que se insinuaba un sendero. Cuando me creía perdido llegué de nuevo a la carretera, que se estrechaba entre rocas y malezas y terminaba abruptamente delante de un muro y de una puerta metálica muy alta, pintada de un color verde severo y militar. Varios perros ladraban y rugían tras ella y la embestían con tal fuerza que temblaban las planchas de metal. Reconocí las terrazas altas de la casa, los ventanales en arco que se veían desde la playa, en el punto más alto de la colina. Junto a la puerta, en una plaqueta cerámica, había un letrero en caracteres góticos: Berghof. Había leído ese nombre en alguna parte, en un libro, pero no recordaba en cuál.
Di media vuelta y ya no continué buscando el sendero hacia la cueva de las pinturas. Estaba cansado y se me hacía muy tarde. Cuando volví al hotel no eran más de las nueve de la mañana, pero ya empezaba a hacer calor y los primeros turistas alemanes, rojos de sol y ahítos por el festín del desayuno, empezaban a ocupar con plena deliberación las mejores tumbonas, las que tenían el cabecero reclinable y estaban situadas en el lado de la sombra. En mi habitación aún duraba la noche que había dejado al salir un par de horas antes. Abrí la puerta con sigilo, escuché en la penumbra la respiración de mi mujer y olí en el aire más denso que el exterior los olores comunes de nuestra vida, que habíamos traído con nosotros a la habitación del hotel. Me senté en la cama, junto a ella, que tenía puestas sólo las bragas y dormía de costado, ligeramente encogida, abrazando la almohada. Verte desnuda es recordar la tierra. Le aparté el pelo de la cara y entonces vi que tenía los ojos abiertos y estaba sonriéndome. Recordé esa palabra: Berghof.
Quisiera preservar cada pormenor de esos días de julio con la misma certeza que al acariciar la concha blanca sobre la mesa de trabajo: su peso débil en la palma de la mano, el interior tan suave, en el que sin embargo los dedos perciben el trazo atenuado de las acanaladuras, la irregularidad del borde exterior, mellado quizás por el choque violento contra una roca, hace cuánto tiempo.
Cada cosa guardada, salvada, los detalles menores, los esenciales, porque si falta uno de ellos el equilibrio general de las cosas puede hundirse. En mi enciclopedia escolar venía la historia de cómo por culpa de una herradura, del clavo de una herradura, se perdió un imperio entero: el emperador manda a un mensajero a caballo a buscar refuerzos, pero el caballo no puede galopar bien porque lleva un clavo suelto en una herradura, tropieza y cae y el mensajero se mata, o simplemente no llega a tiempo de cumplir su misión. Cuántos azares mínimos hicieron falta para que Pau Casals encontrara en un puesto de papeles viejos de Barcelona las suites para violoncello de Bach. Esa concha arrastrada por una ola hace un año o hace doscientos años, chocando tan fuerte contra una roca que se le rompe una parte de su borde exterior, quedándose luego enterrada en la arena blanca de una playa que se pierde en el horizonte del oeste para que una tarde de julio Arturo la encontrase, para que ahora yo la tenga aquí, al alcance de mi mano, reconocida por ella, parte del reino familiar del sentido del tacto, junto al plástico hueco del teclado del ordenador, la madera ruda y fuerte de la mesa, la porcelana de la taza de café, el papel que relumbra a la luz de la lámpara y en el que hay escritas cosas que serán indescifrables casi para cualquiera, incluido yo mismo a veces: letra de médico, decían los mayores, amedrentados por los médicos, la letra de escribir recetas y diagnósticos, de firmar hojas de análisis.
No hay un verano, sino dos, pero no puede haber dos veranos iguales, no hay diferencias tan definitivas como las que apenas se perciben. La de un solo cromosoma entre veinticuatro determina si se ha de ser hembra o varón. La diferencia entre la vida y la muerte de ese hombre que va a entrar en la consulta de un momento a otro es un virus que ha habitado imperceptiblemente dentro de él durante no se sabe cuántos años y de pronto ha empezado a replicarse, a multiplicarse, a envenenarlo sin que él se diera cuenta, sin que notara otra cosa que un cansancio vago e invencible, algo que el médico intuyó pero no podía haber advertido en su cara de hombre todavía saludable, al palpar en el abdomen sus órganos todavía intocados.
Imagina que habla con alguien, un amigo, que le cuenta esa historia, él que ya no tiene costumbre de confiar en nadie más que en su mujer, la historia de los dos veranos, del segundo verano, el de la repetición y el regreso, dos años después. Si hay algo que de verdad añoro no es la infancia, sino la amistad, la devoción mutua que me unía a mis amigos a los quince o a los veinte años, la capacidad de conversar durante horas, caminando por mi ciudad desierta en las noches de verano, de contar con exactitud aquello que uno era, lo que deseaba y lo que sufría, y de no hacer otra cosa más que hablar y escuchar y estar juntos, porque muchas veces eso era lo único que teníamos, a falta de dinero para ir a un bar o a un cine o a los billares, la pura evidencia de la amistad, las manos en los bolsillos vacíos y las cabezas hundidas entre los hombros y aproximadas en una actitud de confidencia, de conspiración. Echo de menos la pudorosa ternura masculina, la emoción de sentirse aceptado y comprendido y no atreverse a expresar gratitud por tanto afecto: no la torva camaradería hombruna, la confidencia jactanciosa o el cruce de guiño baboso ante la presencia de una mujer deseable.
Imagina que cuenta, que conserva algún amigo de hace treinta años y han seguido juntos y mantenido la misma lealtad de entonces, fortalecida y mejorada por el tiempo, por los aprendizajes y los desengaños de sus dos vidas enteras. Imagina un amigo, lo inventa como se inventaba amigos cuando tenía doce o trece años y se encontraba solo en todas partes, en su familia y en el colegio nuevo adonde lo habían enviado, a esa edad rara que ya no es la infancia y todavía no es la adolescencia, o la mocedad, como se decía hace tiempo, lástima que se haya perdido una palabra tan bella, tan precisa.
Ahora es mi hijo quien está entrando en ella, en la mocedad o en la adolescencia, quien ya ha dejado de ser un niño y empieza a alejarse de mí sin darse cuenta, le diría a su amigo, si tuviera uno, si no hubiera perdido los que tuvo por obra de la lejanía o de la negligencia, de un fondo ligeramente amargo de escepticismo que los años han acentuado en él, y del que sólo está a salvo el núcleo más cercano de su vida, su mujer y su hijo, y acaso también, en parte, a veces, su trabajo, lo que sucede en la habitación en penumbra, consulta o cuarto de estudio, bajo la lámpara, en el espacio que limita y alumbra su claridad no hiriente, calculada para acoger y sugerir, para que surjan en ella, como invocadas, inventadas, presencias semejantes que se transfiguran, casi inadvertidamente, de unas en otras: médico y paciente, amigo que se presenta quizás sin aviso y al que es tan gustoso acoger y tan fácil y apaciguador contarle algo, sabiendo que casi no son precisas las palabras y también que vale la pena escogerlas con cuidado para transmitir con plenitud una cierta experiencia, para volverla así inteligible, limpia de la niebla nociva, de la vaguedad confusa de la melancolía, de ese principio infeccioso de autocompasión que se insinúa en el recuerdo no compartido, rumiado en la soledad de la espera, en la consulta, presente como una deslealtad silenciosa cuando he vuelto a casa y mi mujer me nota ausente y me pregunta te pasa algo, y yo digo nada, el cansancio del trabajo, la persistencia opresiva de la enfermedad en esas caras nuevas que van apareciendo cada día, caras de recién llegados a la otra parte de la frontera, de recién expulsados.
Volvimos este verano, cuenta, contaría si tuviera a quién: me había pasado dos años recordando esas vacaciones, un poco a la manera de mi hijo, que todo lo encontraba memorable, con esa capacidad estupenda de entusiasmo indiscriminado de algunos niños. Pasamos en aquel lugar sólo diez días, y apenas hicimos otra cosa que bañarnos y tomar el sol, leer tumbados en la playa o junto a la piscina del hotel, salir de vez en cuando en un coche alquilado a cenar o a dar una vuelta por el pueblo. Yo me levantaba temprano, corría sin agobio unos kilómetros por la arena dura de la orilla, recién bajada la marea, la arena lisa y brillante con la primera claridad del sol. Me gustaba volver al hotel y despertar a mi mujer y a mi hijo, y desayunar con ellos junto a un ventanal del restaurante que daba a las palmeras del jardín. En cada cosa que hacíamos había una perfección insuperable, y yo era consciente de ella en el momento mismo en el que la vivía, no me hizo falta el tamiz del recuerdo para embellecerla. Había una concordia entre nosotros tres que se correspondía con la hermosura exterior del mundo, con la luna llena y el viento de poniente la primera noche que bajamos a la playa y nos abrazábamos los tres para defendernos de la humedad tan fría, con la pureza de la forma de una concha o el sabor y el aroma de un pescado asado sobre brasas que tomábamos en una terraza junto al mar. Cada uno de nosotros era intensamente él mismo y justamente esa singularidad era la que lo vinculaba a los otros dos, a cada uno de una manera única y distinta, siendo el mismo amor el que nos envolvía a los tres. Mi mujer y yo, mi hijo y yo, mi mujer y mi hijo, mi hijo mirándonos cuando nos hacíamos una caricia y mi mujer mirándonos, al niño y a mí cuando caminábamos con las cabezas bajas por la playa, buscando conchas y cangrejos, yo mirando al niño cuando echaba arena sobre los pies de su madre, entre los dedos con las uñas pintadas de rojo, sobre el empeine y los talones.
Tonos apastelados, con la instantaneidad frágil de las polaroids, en las que todo parece suceder un poco al azar, sin premeditación y casi sin encuadre, con el desahogo de la vida diaria.
Vuelven, dos veranos más tarde, al mismo hotel, en los mismos días de julio, con atardeceres que se prolongan en una dorada lentitud hasta la hora de la cena: todo es igual, y sin embargo él se descubre espiándose a sí mismo en busca de algún fallo en la repetición gozosa de sus emociones de entonces, intranquilo, aunque de una forma insidiosa, desalentado sin motivo, irritado por contratiempos a los que sabe que no debería dar ninguna importancia, la habitación que este año no da al mar, sino a un patio con palmeras y a las ventanas de otras habitaciones, el viento de levante que apenas los deja ir a la playa los primeros días, provocando el disgusto de su hijo, que se encierra hoscamente en su cuarto y pasa horas mirando la televisión. Ya tiene trece años y una sombra de bigote le oscurece el labio superior. Sin que nos diéramos cuenta ha perdido la voz de niño, sin que lo advirtiéramos casi le estaba cambiando, y esa voz única ya ha desaparecido del mundo, ya no vamos a escucharla nunca más. Sólo han pasado dos veranos, pero hemos tardado tanto en volver que ya no era posible el regreso: dos años en nuestras vidas de adultos no son nada, pero en la suya son el salto de una existencia a otra, el tiempo de una transformación no menos radical que la de una larva en una mariposa. Sus ojos grandes, guiñados en la risa, con el mismo gesto de su madre, ya no miran como antes, o al menos no siempre. Lo miras a los ojos y parece que no está, o que no puedes encontrarte con él, quieres buscarlo y se ha ido, y aunque esa distancia sólo ocurra de tarde en tarde, bien como en fogonazos de extrañeza o alarma y su padre debe contenerse para no sentir una decepción de adolescente despechado, una forma de amargura que no creía que se le hubiera conservado tan intacta desde que tenía la edad en la que está entrando su hijo.
Quizás no ha perdido nada aún, pero ahora descubre lo que hace dos veranos desconocía, el miedo a perder, el pánico a la posibilidad de que su hijo se le vuelva un desconocido, como los hijos de tantos padres que conoce, hombres de su misma edad y de su clase y su profesión entre los cuales, sin embargo no hay ninguno al que pueda llamar verdaderamente su amigo, con la plenitud sagrada de esa palabra. Pero es que el chico ya tiene a sus amigos en Madrid y los echa de menos, le dice su madre, sonriendo con una benevolencia que él envidia, con una serenidad de la que él depende para rendirse del todo al abatimiento. No te das cuenta de que ya no es del todo un niño, que va a cumplir catorce años. Habría que ver cómo eras cuando tenías su edad.
Se vigila, se espía, con el mismo cuidado con que examina la cara de un paciente o palpa su abdomen o estudia su respiración en el estetoscopio, buscando síntomas de esa enfermedad a la que se sabe vulnerable, la insidiosa decepción, la opacidad de las sensaciones que otras veces se dilatan en resonancias irisadas, como el tedio ante una música de la que antes se disfrutaba mucho, y que ahora se sigue prestando atención, hacia la que se finge entusiasmo, casi logrando engañarse a uno mismo, aunque se sabe, en un fondo inconfesable, que lo que más se desea en este mundo es que esa música termine, como volver a una ciudad y no sentirse ya arrebatado por ella, y no sobornarse a uno mismo para hacerse creer que el tibio agrado de ahora es idéntico a la exaltación de entonces.
Una noche, mientras espera a que su mujer termine de arreglarse para la cena, mientras ella le habla desde el cuarto de baño, peinándose ante el espejo, probándose un nuevo lápiz de labios, ve que una mujer rubia está echada sobre la cama en una habitación del otro lado del patio. Hay demasiada distancia como para que pueda distinguir sus rasgos, precisar si es joven o si es atractiva, o sólo una figura abstracta de mujer en la que cristaliza algún espejismo antiguo de su imaginación, la extranjera rubia y descalza en el estribo de un tren, una noche remota de principios de verano. Gesticula, hace algo con las manos, le habla a alguien a quien él no ve. La silueta de un hombre aparece en la ventana. El hombre se inclina hacia la mujer rubia, ocurre algo lento y borroso, y él aproxima la cara al cristal queriendo ver más claro, bruscamente excitado, percibiendo el movimiento rítmico y silencioso de los dos cuerpos tras la ventana del otro lado del patio, con la boca seca, como un adolescente sofocado de ignorancia y deseo.
Sólo dura un instante. Da la espalda al cristal cuando su mujer sale del cuarto de baño y teme irracionalmente ser sorprendido, descubierto por ella, o ponerse rojo y que ella le pregunte el motivo y ponerse más rojo aún. Prueba el remordimiento, pero esta vez no la decepción, y las dos figuras en la otra ventana se deshacen como fragmentos de un sueño en la claridad del despertar. Su mujer se ha puesto un vestido negro, muy ceñido, unas sandalias negras de tacón, se ha sombreado los ojos, se ha pintado los labios de un rojo nuevo y más suave, que concuerda con la tonalidad ya bronceada de su piel, y le sonríe ofreciéndose a su escrutinio masculino, solicitando su aprobación. Ahora el espía íntimo y turbio se rinde, el inspector secreto no encuentra ninguna fisura en la calidad de su propia emoción, no distingue la estridencia de una nota falsa, de una sensación parcialmente fingida, forzada: su deleite en mirar a su mujer es el mismo de hace dos veranos, o de hace doce años, no ha sufrido desgaste alguno por el paso del tiempo, no se ha contaminado de costumbre ni de acomodación. Mira sus piernas morenas y desnudas y queda tan embargado de deseo como la primera vez que estuvo con ella en la habitación de otro hotel, y la está mirando con todo el deseo y el entusiasmo que le han despertado siempre las mujeres, desde antes de que tuviera plena conciencia sexual, cuando a los doce años salía del colegio y se quedaba hechizado mirando a las chicas con las primeras minifaldas, o cuando una tía suya joven y guapa se inclinaba sobre él para ponerle la comida y él veía muy cerca la carne blanca y trémula de los pechos en el escote, perfumada, en penumbra, la delicada carne de mujer que ahora huele y roza y mira abrazándose a ella, queriendo bajarle la cremallera del vestido, subir por los muslos con la caricia urgente de las dos manos, ahora, en este mismo momento.
Ella se echa a reír y quiere apartarlo, halagada y contrariada, siempre asombrada de la instantaneidad del deseo masculino. Te estoy manchando de lápiz de labios toda la cara, se nos hace tarde para la cena y el chico está esperándonos. Que espere, dice él, respirando por la nariz mientras le besa el cuello, pero entonces, como invocado por las palabras de los dos, su hijo llama a la puerta, quiere girar el pomo pero por fortuna echamos la llave, les dará tiempo a recomponerse, a serenarse, y cuando salen él los mira con un aire en el que su padre, tan al acecho, tan pendiente de él, cree intuir una expresión lejanamente censora, o quizás sólo interrogativa, incluso de una cierta burla, por qué tardabais tanto en contestarme.
Pero aunque tuviera un amigo el pudor le impediría contar tales cosas, dejar que alguien se asomara a la comunidad sagrada de los tres, restablecida esa noche, confirmada en la misma terraza frente al mar en la que cenaron otra noche de hace dos veranos. Parpadeos rápidos de luces en la oscuridad, más allá de la larga cinta blanca de las olas que rompen en la arena: cuando hay luna nueva pululan las lanchas rápidas de contrabandistas de tabaco y hachis, las barcas llenas de emigrantes clandestinos que vienen del otro lado, de la línea más oscura de sombra que es la costa de África. La contemplación estética es un privilegio, y seguramente una falsificación: la costa hermosa y oscura que vemos nosotros esta noche desde la terraza del restaurante, en la que proyectamos relatos y sueños, aventuras de libros, no es la misma que ven al acercarse a ella esos hombres hacinados en las barcas sacudidas por el mar, al filo del naufragio y la muerte en las aguas más tenebrosas que las de ningún pozo, fugitivos de piel oscura y de ojos brillantes, apretándose los unos contra los otros para defenderse del miedo y del frío, para no sentirse tan inalcanzablemente lejos de esas luces de la orilla que no saben si podrán alcanzar.
A algunos de ellos el mar los devuelve hinchados y lívidos y medio comidos por los peces. A otros se les ve desde la carretera, corriendo a campo través, escondiéndose detrás de un árbol o aplastándose contra la tierra pelada, despavoridos y tenaces, buscando la ruta hacia el norte de quienes les precedieron, héroes acosados de un viaje que nadie contará. Cuando vuelven en coche desde el restaurante hacia el hotel hay dos jeeps de la Guardia Civil iluminando con los faros las dunas próximas a la carretera: con la cara pegada al cristal trasero el chico mira las luces azules de alarma que giran en silencio y las siluetas armadas de los guardias, tan excitado como si estuviera viendo una película. Cómo será estar escondido ahora mismo, en la noche sin luna, empapado y jadeando en el fondo de una zanja, o en uno de esos cañaverales de la marisma, sin ser nadie, sin tener nada, ni papeles ni dinero ni dirección ni nombre, sin conocer los caminos ni hablar el idioma, piensa luego, en la cama, desvelado junto a la mujer que duerme abrazándose a él, los dos fatigados, agradecidos, gastados de nuevo por la codicia urgente del amor.
Despierta muy temprano, con la primera luz, despejado y ligero, pero no se levanta todavía, apenas se mueve para no tener que desprenderse del abrazo de ella. Asiste a la llegada gradual del alba, como un testigo sigiloso y paciente, se adormila con los ojos entornados y vuelve a abrirlos enseguida, sin mucho esfuerzo de la voluntad. Por primera vez desde que llegó en este segundo viaje siente el ánimo y el vigor necesarios para levantarse y ponerse la ropa de deporte. Lo acepta como una señal. favorable, como una promesa de confirmación de que las cosas si van a repetirse, van a seguir siendo idénticas, el amor de su mujer y el de su hijo, la plenitud verdadera de cada sensación, tan fuerte como el gusto de correrse muy en lo hondo de ella. El recuerdo es tan vivo y próximo que se levanta con una erección. Muchas veces tengo sueños eróticos con la mujer que duerme a mi lado cada noche.
A esa hora del amanecer los colores en la orilla del mar tienen una cualidad desfallecida de postal antigua, azules, grises, verdes y rosas de fotografía coloreada a mano. Empieza a subir por la carretera del acantilado, a paso rápido, enérgico, a largas zancadas, braceando con ritmo, notando en los talones la fuerza muscular del ascenso, los pulmones ensanchados por el aire del mar, todo el cuerpo ligero, rítmico, sin peso, con una alegría física que no recuerdo haber disfrutado en mi juventud. A cada curva que sube el precipicio es más vertiginoso y se ensancha más ilimitadamente el espacio que abarca la mirada: Tánger a lo lejos, hacia el oeste, una línea blanca en el azul sin brumas, las montañas del Rif, en las que hay aldeas de tejados planos, colgadas de barrancos, idénticas a las de la Alpujarra de Granada.
Grandes coches plateados de matrícula alemana, ladridos de perros tras las tapias de las casas aisladas entre roquedales y palmeras. En el hotel nos dijeron que los alemanes llegaron cuando no había nada en toda la costa, nada más que los búnkeres erigidos contra una posible invasión que sucedió mucho más lejos, primero en Sicilia, en el sur de Italia, luego en Normandía. Los alemanes empezaron a llegar al final de la guerra, la suya, eligieron para construir sus casas y plantar sus jardines esas laderas batidas por todos los vientos a las que no subía entonces nadie, en las que no había nada, sólo esa gruta con pinturas de siluetas negras de animales y arqueros, con ánforas enterradas en las que después se descubrió que había esqueletos de viajeros fenicios.
Esta vez va decidido a no rendirse sin alcanzar la cima, sin llegar a la gruta. Le han dicho que pasado cierto recodo en el que hay un gran pino retorcido sobre el abismo debe dejar la carretera y seguir una vereda que sube entre espesuras de jara y de una variedad de acacia con espinas muy agudas y racimos de flores amarillas cuya simiente, le han contado, vino traída por el viento o los pájaros desde el otro lado del mar, porque es una planta que crece en el desierto. Si tuviera un amigo le contaría que apenas se adentró en lo que parecía la vereda se dio cuenta de que estaba equivocándose, porque su traza se borraba enseguida entre la espesura. Se abría paso braceando entre las ramas ásperas que le arañaban la piel, entre las hojas pegajosas de la jara, procurando no perder la orientación, aunque de pronto no veía nada a tan sólo unos pasos. Escuchaba el mar batiendo contra el acantilado, pero ya no sabía calcular hacia dónde. Tropezaba en ramas tronchadas que le herían las piernas y tenía miedo de perder pie, de encontrarse sin saberlo muy cerca del precipicio. Pero no tenía más remedio que seguir avanzando, que resistir al desánimo de haberse perdido: llegaría pronto a un claro, encontraría una de las rocas que afloraban sobre la vegetación y subido a ella vislumbraría el camino.
Iba tan agitado, tan entregado al esfuerzo de abrirse paso entre los matorrales de jara y de esa planta cuyos pinchos se clavaban como picos de rapaces, que tardó en comprender que estaba escuchando ladridos copiosos y feroces de perros. A unos pocos metros delante de él, invisible hasta entonces, había un muro encalado y muy alto, coronado por una hilera de fragmentos puntiagudos de cristal. Lo fue siguiendo sin encontrar ni una puerta ni una ventana, dobló una esquina y en un instante se quedó paralizado de terror y de vértigo, el cuerpo entero aplastado contra la pared de cal: justo a un paso por delante de él estaba el filo vertical del acantilado, Y muy abajo el fulgor y el bramido de la espuma contra la roca en la que se levantaba el bunker. Si me hubiera despeñado hace un momento mi mujer y mi hijo habrían seguido durmiendo, cada uno en su habitación, protegidos de la luz del día por espesas cortinas de hotel, tan lejos de ella como si aún fuera plena noche.
Se quedó unos largos segundos inmóvil contra el muro en el que ya daba el sol, con los ojos cerrados, sin atreverse a abrirlos, a mirar el vacío. Luego volvió sobre sus pasos, y según se alejaba del precipicio escuchó de nuevo los ladridos de los perros, que parecían haberse callado en el instante en que él había estado a punto de matarse. Daba ahora la vuelta a la casa en sentido contrario, siempre rozando el muro áspero de cal, avanzando en el espacio angosto entre la pared y la jara.
Llegó a una explanada delante de la puerta principal de la casa y una mujer rubia y corpulenta vino hacia él corriendo, llorando a gritos y diciéndole algo en una lengua que no entendía, y que en cualquier caso no llegaba a distinguir por culpa de los ladridos de los perros. Antes de ver el letrero en la placa metálica recordó que ya había estado otra vez en ese mismo lugar. Berghof.
Pensó al principio, todavía aturdido, que la mujer le reñía por haber invadido su propiedad. Pero no tenía aspecto de dueña de la casa, sino de criada, y las dos manos con que le sacudió con violencia mientras le gritaba algo eran manos grandes y rojas de trabajo doméstico, como de fregona o cocinera de otra época. Chillaba, tiraba de él hacia el portalón metálico entreabierto, detrás del cual ladraban los perros. Con una naturalidad parecida a la de los sueños aceptaba que la mujer había sabido que era médico y le pedía ayuda para asistir a un enfermo.
Pero no soy un médico. Pero no puede saber que soy un médico, no puede haber estado esperando mi llegada. Desde el momento en que entra en la casa, arrastrado por la mano poderosa de la mujer, imagina que cuenta lo que está sucediéndole, que se lo cuenta a su mujer, esta mañana, cuando vuelva al hotel, sentado en la cama junto a ella, llevándole una historia como le ofrecerla el desayuno, súbita y rara, recién ocurrida, si vieras lo que me ha pasado, lo que he visto.
Cruza guiado por la mujer un patio de muros blancos y pavimento de mármol y arcos en los que se agitan cortinas de gasa y tras los cuales se ve el mar y la costa de África, esos arcos que hemos visto tantas veces desde la playa, preguntándonos quien tendría el privilegio de vivir allí. Hay una fuente de mármol en el centro del patio, pero el rumor del agua y el de nuestros pasos queda borrado por los ladridos que no se detienen, que se vuelven más fieros según yo voy adentrándome en la casa y la mujer llora a gritos y se frota las manos contra la pechera abultada, y se va volviendo más vieja según la veo más de cerca y me acostumbro a ella: los ojos azules, el pelo tan claro, de un rubio muy débil, la nariz chata y la cara redonda y colorada la hacían parecer joven, pero ahora me voy dando cuenta de que tendrá más de sesenta años, también de que está vagamente vestida de asistenta o de ama de llaves. Se vuelve hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y me pide por señas que vaya más aprisa. El lugar tiene un aire de pastiche andaluz concienzudo y germánico, con rejas coloniales en todas las ventanas y puertas de cuarterones oscuros. Pero lo veo todo muy rápido, borroso por el aturdimiento, y cuando entramos en un salón donde hay algo en el suelo que la mujer me señala con aspavientos de pavor y de súplica, llorando con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por las mejillas ajadas y redondas, mis pupilas acostumbradas a la luz solar tardan en adaptarse a la penumbra y al principio no distingo nada, no veo nadie.
Es el gemido lo primero que escucho, aunque no con claridad, por culpa de los gritos de la mujer y los ladridos de los perros, que deben de estar encerrados muy cerca, porque oigo sus arañazos y los golpes de sus hocicos contra una superficie metálica. Un gemido y la respiración sibilante de unos pulmones de enfermo, eso escucho antes de ver el bulto que hay tirado en el suelo, un hombre viejísimo envuelto en una bata de seda, muy pálido, de una palidez opaca y amarilla en la cara, en contraste con el rojo tan fuerte del interior de su boca abierta y de su lengua que se agita en busca de aire, estirándose como un deforme animal marino que pugna por escapar de una grieta en la que ha sido apresado. Se aprieta la garganta con las dos manos, y cuando me inclino hacia él aferra con una de ellas la pechera de mi camiseta, los ojos clarísimos tan abiertos como la boca, tan claros que apenas tienen un matiz de gris o de azul. Me atrae hacia él con una fuerza fanática, como agarrándome para no ahogarse, como queriendo decirme algo. Estoy tan cerca de su cara que veo sus lagrimales rojos y las venas diminutas de sus globos oculares y sus dientes largos y amarillos, y me llega un aliento con olor a sumidero. Bitte, dice, pero más que una palabra es un estertor, y la mujer que llora y jadea a mi lado repite lo mismo, me sacude con sus manazas rojas, urgiéndome a que haga algo, pero el hombre me tiene apresado contra él y no puedo desprenderme para auscultarle el pecho o para intentar un ejercicio de reanimación. Junto a él hay en el suelo de madera oscura y bruñida un charco que me ha parecido de orines, pero es té: también hay una taza rota y una cucharilla.
Este hombre se ahoga, le digo a la mujer separando absurdamente las palabras, por si puede entenderme, y le señalo un teléfono, hay que llamar a una ambulancia. Pero lo que yo quiero es irme cuanto antes, escaparme de allí, volver a la habitación del hotel antes de que mi mujer se despierte. Logro incorporarme, y cuando el hombre me suelta se le apacigua algo la respiración, aunque ahora casi tiene los ojos en blanco.
Sobre la mesilla en la que está el teléfono hay una pequeña bandera roja, con una esvástica en el centro, en el interior de un círculo blanco. Desde que entré en este lugar sólo ahora, mientras espero a que respondan el teléfono de Urgencias, miro a mi alrededor. En una pared hay un gran retrato al óleo de Hitler, rodeado por dos cortinajes rojos que resultan ser dos banderas con esvásticas. En el interior iluminado de una vitrina hay una guerrera negra con las insignias de las SS en las solapas, y con un desgarrón manchado de oscuro en un costado. En una fotografía pomposamente enmarcada Adolf Hitler está imponiendo una condecoración a un joven oficial de las SS. En otra vitrina hay una Cruz de Hierro, y junto a ella un pergamino manuscrito en caracteres góticos y con una esvástica impresa en el sello de lacre.
Lo veo todo en un segundo pero no puedo discernir la cantidad abrumadora de objetos que me rodean, que llenan la habitación, aunque es inmensa, los bustos, las fotos, las armas de fuego, los proyectiles puntiagudos y bruñidos, las banderas, los adornos, las insignias, los pisapapeles, los calendarios, las lámparas, no hay nada que no sea nazi, que no conmemore y celebre el III Reich. Lo que yo percibo como confusa proliferación tiene un orden perfecto y catalogado de museo. Y mientras tanto ese hombre sigue jadeando en el suelo, llamándome con la voz tan ronca que apenas brota la oquedad cavernosa del pecho, Bitte, mirándome aterrado con sus ojos incoloros y enrojecidos los lagrimales y en las comisuras internas de los párpados cuando cuelgo el teléfono y vuelvo a inclinarme sobre él. Tranquilícese, le digo, aunque estoy seguro de que haya aprendido español en todos los años que lleva refugiado en esta costa, he llamado a Urgencias, ya viene de camino una ambulancia. Se le derrama saliva por un lado de la boca y su respiración infecta el aire de un olor a cañería. Palpa mi pecho, mi cara, como si estuviera ciego, me pide algo, me ordena algo en alemán. Ahora respira un poco más acompasadamente, pero los ojos siguen en blanco y los párpados entrecerrados. Le busco el pulso en la muñeca, hueso y piel y un haz de tortuosas venas azules, y se me clavan sus uñas en el dorso de la mano.
Cuando regrese al hotel le enseñará a su mujer las señales que le han dejado, como una prueba de que es verdad lo que le ha sucedido, lo que estará contándole con tanto alivio, todavía con un rastro de asco. Quiere irse pero no puede, aunque no sabe si es su deber de médico lo que lo retiene en ese lugar, o alguna forma de maleficio del que no es capaz de librarse, como de las uñas del hombre tal vez moribundo que se le clavan en la mano. Ahora es como si llevara mucho tiempo en la casa, y le angustia la sensación de encierro, la lentitud de los minutos. Su mujer ya se habrá despertado, estará preguntándose por qué no ha vuelto aún. No empezará a preocuparse, se alarmará de golpe, con ese sentido de fragilidad y protección que tiene hacia él, temerá que le haya ocurrido algo, se irritará con él por esa manía suya de las carreras y las caminatas al amanecer. En lo que nos parecemos más los dos es en el miedo a que de golpe se nos rompa todo, se nos deshaga la vida. Tiene que librarse de la mano del viejo y que llamar al hotel para tranquilizarla, pero no sabe el número y siente como un obstáculo formidable la tarea de averiguarlo.
Las pupilas han vuelto a aparecer en la ranura de los párpados y están fijas en él. Aparta los ojos y hace ademán de incorporarse pero las dos manos flacas y corvas lo detienen estrujando la tela porosa de la camiseta. Escucha la respiración, la huele, cobra conciencia del rugido monótono del mar al fondo de los acantilados. Entre el murmullo o el rezo de la mujer que permanece en pie como una figura roma y sólida y los ladridos que no han cesado ni un instante le parece que ha empezado a escuchar todavía muy lejos la sirena de una ambulancia.