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AGOSTO

1

En Croy, la llegada del correo no tenía hora fija. Tom Drystone, el cartero, debía cubrir con su furgoneta roja durante la jornada una extensa zona, por largos y sinuosos caminos de un solo sentido, que llevaban a remotas granjas de ovejas y a casas de campo de los estrechos valles. Mujeres jóvenes, aisladas con hijos pequeños, espiaban su llegaba mientras tendían la ropa al frío viento. Los viejos que vivían solos le encargaban las medicinas, le daban conversación y hasta le invitaban a tomar una taza de te. En invierno Tom cambiaba la furgoneta por un “Land Rover" y sólo la peor de las ventiscas le impedía ir a entregar la tan esperada carta de Australia o la blusa comprada por catálogo; y cuando los temporales del Noroeste averiaban las líneas del teléfono y de la electricidad, él era para mucha gente el único medio de comunicación con el mundo exterior.

Por ello, aunque Tom hubiera sido un hombre antipático e insociable, su diaria aparición habría sido bien recibida. Pero era un sujeto jovial que, nacido y criado en Tullochard, no se amilanaba ante los elementos desencadenados ni las ariscas soledades de su distrito. Además, cuando no hacía de cartero, se ganaba la admiración de sus vecinos tocando magistralmente el acordeón, y era figura obligada en el tablado de todos los bailes, con la jarra de cerveza a su lado en el suelo, dirigiendo a los danzarines en una interminable sucesión de jigas y ruedas. Y los pegadizos aires folclóricos le acompañaban a todas partes, porque Tom repartía el correo silbando.

Era mediados de agosto. Lunes. Un día de viento y nubes. No hacía calor pero al menos no llovía. Isobel Balmerino, envuelta en un gran delantal, estaba sentada a un extremo de la mesa de la cocina de Croy, desplumando tres pares de faisanes. Habían sido cobrados el viernes y habían permanecido colgados en la despensa durante tres días. Quizás hubieran tenido que reposar un poco más, pero quería acabar con aquel cisco y tener los bichos a buen recaudo en el congelador antes de que llegara el siguiente grupo de americanos.

La cocina era enorme y victoriana, y en ella abundaban los indicios de la ajetreada vida de Isobel. En un aparador había una vajilla de loza bastante desportillada y un tablero de avisos lleno de postales, direcciones y recordatorios de llamadas al fontanero. Los cestos de las perras estaban cerca de la cocina de carbón y de los ganchos del techo, antaño usados para curar jamones, colgaban ahora grandes ramas de flores secas. Sobre los fogones había una gran parrilla que se subía y bajaba con ayuda de una polea y en la que se ponían a secar las prendas de lana mojadas por la lluvia o la ropa planchada para acabar de quitarle la humedad. El sistema tenía sus inconvenientes porque, si había salmón para el desayuno, las fundas de almohada olían a pescado pero, a falta de armario secador, no había otra solución.

Antaño, en tiempos de la vieja Lady Balmerino, aquella polea había dado motivo a una anécdota muy celebrada por la familia. Mrs. Harris era la cocinera en aquel entonces, y una cocinera excelente, pero no se preocupaba por las pamplinas de la higiene. Solía tener en la cocina una gran olla de hierro en la que hervían huesos y los restos de todas las verduras que se le antojaba recoger de los platos. Aquel caldo era la base de sus famosas sopas. Un año, la casa se llenó de invitados para la cacería. El tiempo era desastroso y en la parrilla de la cocina se amontonaban las chaquetas, los bombachos, los jerséis y los calcetines peludos. Durante la quincena que duro la cacería, las sopas eran más y más sabrosas. Las invitadas pedían la receta. “¿Qué ha echado usted en la sopa, Mrs. Harris? ¡Qué aroma! ¡Es deliciosa!”. Pero Mrs. Harris, muy ufana, se limitaba a decir que su madre ya tenía muy buena mano para las sopas y ella la había heredado. Terminó la cacería y los invitados se marcharon dejando buenas propinas en las coloradas manos de Mrs. Harris. Entonces se vació la olla para fregarla. Y en el fondo apareció un apelmazado calcetín de lana.

Dos pares de aves desplumadas y el tercer par esperando turno. Había plumas por todas partes. Isobel las recogió cuidadosamente, envolvió en papel de periódico y las metió en una bolsa de basura de plástico negro. Había extendido un nuevo periódico y empezado con el ave número cinco cuando oyó silbar.

La puerta de atrás se abrió y Tom Drystone irrumpió alegremente en la cocina. La corriente levantó una nube de plumas. Isobel lanzó un gemido y él cerró con rapidez.

– Ya veo que el amo la mantiene ocupada -Las plumas volvieron a posarse. Isobel estornudó. Tom, con un golpe seco, dejo las cartas sobre el aparador-. ¿No podría hacer que la ayudara el joven Hamish?

– No está. Se ha ido a Argyll a pasar una semana a casa de un amigo del colegio.

– ¿Qué tal día tuvieron el viernes en Croy?

– Sólo regular, por desgracia.

– Pues en Glenshandra cobraron cuarenta y tres pares.

– Probablemente, serían algunos nuestros que habrían cruzado la cerca del pantano para visitar a sus amistades. ¿Una taza de café?

– Hoy no, gracias. Llevo un gran cargamento a bordo. Circulares del Consejo. Bueno, me voy…

Y se marchó, silbando, antes de que la puerta se cerrara tras él con un golpe seco.

Isobel siguió arrancando las plumas al faisán. Estaba deseando ir a mirar el correo, a ver si había algo interesante, pero se contuvo. Primero, acabaría de desplumar. Después, recogería las plumas, se lavaría las manos y repasaría el correo. Y, finalmente, atacaría la sanguinaria operación de limpiar las aves.

La furgoneta del correo se alejó rápidamente. Isobel oyó unos pasos en el corredor procedentes del vestíbulo. Lentos y desiguales. Ahora bajaban los pocos escalones de piedra, uno a uno. Se abrió la puerta y apareció su marido.

– ¿Era Tom?

– ¿No le oíste silbar?

– Espero una carta de la Comisión Forestal.

– Aun no lo he mirado.

– ¿Por qué no me avisaste de que ibas a meterte con los faisanes? -Archie parecía más acusador que contrito-. Te hubiera ayudado.

– ¿Quieres limpiarlos?

Él hizo una mueca de repugnancia. Era capaz de disparar contra las aves o de retorcer el pescuezo a la que quedara herida. Era capaz, si se le insistía, de desplumarlas. Pero le repugnaba abrirlas y destriparlas. Ello originaba pequeñas fricciones entre él e Isobel por lo que cambió rápidamente de tema. Como ella esperaba.

– ¿Dónde está el correo?

– Lo ha dejado en el aparador.

Cojeando, se acercó a recogerlo y lo llevó al otro extremo de la mesa, lejos de todo aquel fregado. Se sentó y fue pasando sobres.

– ¡Qué lata! No ha llegado. A ver si se deciden de una vez a darse prisa. Pero hay carta de Lucilla…

– ¡Ah! Qué bien, ya esperaba que escribiera…

– … y una cosa muy grande, gruesa y muy rígida, que bien podría ser una convocatoria de la reina.

– ¿Letra de Berrean?

– Es posible.

– Es la invitación.

– Hay otras dos, parecidas, para reexpedir. Una para Lucilla y la otra, para… -vaciló-. Pandora.

Las manos de Isobel quedaron quietas. Sus miradas se encontraron por encima de la mesa larga y sembrada de plumas.

– ¿Pandora? ¿Invitan a Pandora?

– Al parecer.

– Qué raro. Verena no me dijo que fuera a invitarla.

– No tenía por que decírtelo.

– Tendremos que enviársela. Abre la nuestra, a ver como es.

Lord y Lady Balmerino Mrs. Angus Steynton Recepción Para Katy Viernes, 16 de septiembre 1988 Corriehill Tullochard Baile a las 22.00 h. Se ruega respuesta. Relkirkshire

– Impresionante -dijo Archie, alzando las cejas-. Repujada grabada y con el borde dorado. Dieciséis de septiembre. Verena ha esperado mucho, ¿no te parece? Quiero decir que falta menos de un mes.

– Es que hubo una catástrofe. En la imprenta se equivocaron e imprimieron la primera partida de invitaciones en el reverso del papel, y ella las devolvió y tuvieron que hacerlas de nuevo.

– ¿Y cómo sabía ella que estaban impresas en el reverso del papel?

– Verena sabe mucho de eso. Es una perfeccionista. ¿Qué dice?

– Dice: "Lord y Lady Balmerino. Mrs. Angus Steynton. Recepción. Para Katy. Bla bla. Baile a las veintidós. Se ruega respuesta.” -Levantó la cartulina-. ¿Impresionada?

Isobel, sin las gafas, bizqueó y entornó los ojos.

– Muy impresionada. Quedará de fábula en la repisa. Los americanos pensarán que es una invitación de la realeza. Ahora, léeme la carta de Lucilla. Eso es mucho más importante.

Archie rasgó el fino sobre con el sello francés y extrajo dos hojas de papel barato rayado y muy delgado.

– Es como si hubiera escrito en papel higiénico.

– Lee.

“París, seis de agosto. Queridos mamá y papá: Perdón por la tardanza. No tengo tiempo para noticias. Sólo dos líneas para poneros al corriente de mis movimientos. Dentro de un par de días salgo rumbo al Sur. Voy en autocar, o sea que no tenéis que preocuparos por el autostop. Voy con un amigo australiano que se llama Jeff Howland. No estudia Bellas Artes, sino que cría ovejas en Queensland y se ha tomado un año para darse un garbeo por Europa. Tiene amigos en Ibiza y para allá nos vamos. No sé lo que haremos cuando lleguemos pero, si pasamos a Mallorca, ¿os gustaría que hiciera una visita a Pandora? Si es que sí, mandadme su dirección porque la he perdido. Otra cosa, ando mal de fondos, por lo que os agradecería un anticipo de mi asignación. Escribidme c/o Hans Bergdorf, Apartado 73, Ibiza. París ha estado de fábula, pero ahora no hay más que turistas. Todo el mundo se ha marchado a la playa o a la montaña. El otro día fui a una exposición de Matisse que estaba superbuena. Muchos besos, familia, y NO PREOCUPARSE. Lucita. P.S. No se os olvide el dinero”.

Dobló la carta y volvió a meterla en el sobre.

– Un australiano -dijo Isobel.

– Que cría ovejas.

– Y se da un garbeo por Europa.

– Por lo menos, viaja en autocar.

– En fin, podría ser peor. Pero, ¿no es extraordinario que hable de ir a ver a Pandora? A veces pasamos meses sin pronunciar su nombre y de pronto surge por todas partes. ¿Ibiza queda lejos de Mallorca?

– No mucho.

– Ojalá Lucilla vuelva pronto a casa.

– Isobel, está disfrutando de la vida.

– No me gusta que ande mal de dinero.

– Le enviaré un cheque.

– La echo de menos.

– Ya lo sé.

Isobel había acabado de desplumar, las plumas habían sido meticulosamente recogidas y metidas en la bolsa de la basura. Los seis pequeños cadáveres formaban una patética fila, con el cuello doblado y las patas en alto, como bailarines. Isobel agarró su afilado cuchillo y, sin contemplaciones, abrió uno de los fláccidos cuerpos. Luego, soltó el cuchillo y metió la mano en el ave. La sacó roja de sangre y con un puñado de entrañas gris perla largas y estrechas que, en sorprendente profusión, se amontonaron en el periódico. El olor era asfixiante.

Archie se puso en pie precipitadamente.

– Voy a extender el cheque -Recogió el correo-. No sea que luego se me olvide. -Y se encaminó al estudio, cerrando firmemente la puerta de la cocina para escapar de aquella pequeña masacre doméstica.

Sentado ante el escritorio, sostuvo en la mano unos momentos el sobre dirigido a Pandora. No sabía si escribirle y meter la carta en el sobre de Verena con la invitación. Es una fiesta, le diría. Será divertido. ¿Por qué no vienes y te quedas unos días con nosotros en Croy? Tenemos tantas ganas de verte. Por favor, Pandora. Por favor.

Pero esto ya se lo había escrito otras veces y ella ni se había dignado contestar. Inútil. Suspiró y escribió cuidadosamente las señas en el sobre. Agregó varios sellos por si acaso y una etiqueta de correo aéreo y lo puso a un lado.

Extendió un cheque a nombre de Lucilla Blair, por un importe de ciento cincuenta libras. Luego, empezó una carta para su hija.

“Croy, 15 de agosto

“Mi querida Lucilla:

Hemos recibido tu carta esta mañana con mucha alegría. Espero que hayas llegado bien al sur de Francia y con dinero suficiente para ir a Ibiza, ya que el cheque te lo envío allí, tal como me pides. Acerca de Pandora, estoy seguro de que se alegrará mucho de verte, pero antes de hacer planes llámala para decirle que piensas ir a visitarla.

La dirección es Casa Rosa, Puerto del Fuego, Mallorca. No tengo el número de teléfono, pero seguramente lo encontrarás en la guía telefónica de Palma.

También te mando una invitación para un baile que los Steynton van a ofrecer para festejar el cumpleaños de Katy. Sólo falta un mes y puede que tengas cosas mejores que hacer, pero tu madre se alegraría mucho de que vinieras.

El día doce fue bueno. Iban en coche, de modo que me uní a la partida, sólo por la mañana. Todos fueron muy amables y me cedieron el puesto más bajo. Hamish me acompañó para llevar la escopeta y el zurrón y ayudar a su anciano padre a subir la montaña. Edmund Aird disparó excepcionalmente bien, pero al final de la jornada sólo habíamos cobrado veintiuna parejas y media y dos liebres. Hamish se fue ayer a pasar una semana en Argyll con un compañero de clase. Se llevó la caña de pescar, pero esperaba poder hacer submarinismo. Un beso muy fuerte, cariño mío. Papá."

Leyó la carta y la dobló cuidadosamente. Sacó un gran sobre marrón y metió en él la carta, el cheque y la invitación de Verena. Cerró el sobre, lo franqueó y lo dirigió a Lucilla a la dirección que ella les había dado. Cogió las dos cartas y las dejó en el arco del vestíbulo, al lado de la puerta, para que se las llevara el primero que fuera al pueblo.

2

La invitación de los Steynton fue entregada en Ovington Street el miércoles de la misma semana. Era por la mañana temprano. Alexa, descalza y en albornoz, estaba en la cocina, esperando que hirviera el agua del té. La puerta del jardín estaba abierta y Larry había salido a hacer su ronda de olfateos. A veces encontraba el rastro de un gato y se ponía frenético. Era una mañana gris. Quizá más tarde saliera el sol y disipara la bruma. Oyó el ruido metálico del buzón y al levantar la mirada hacia la ventana vio las piernas del cartero, que seguía su ruta.

Preparó una bandeja y puso unas bolsas de té en la tetera. El agua hirvió y ella hizo la infusión. Luego, dejando al perro con sus planes, subió las escaleras con la bandeja. Las cartas estaban en el felpudo de la puerta. Manteniendo en equilibrio la bandeja, las recogió y las guardó en el amplio bolsillo de la bata. Volvió a subir las escaleras, sintiendo la gruesa alfombra en la planta de los pies. La puerta del dormitorio estaba abierta y las cortinas corridas. La habitación no era grande y la cama que Alexa había heredado de su abuela la llenaba casi por entero. Era una cama majestuosa, ancha y mullida, con cabezal y pies de latón. Alexa dejó la bandeja y volvió a meterse entre las sábanas.

– ¿Estás despierto? Te he traído una taza de té.

El bulto del otro lado de la cama no reaccionó inmediatamente a la llamada. Luego, gruñó y se movió. Asomó un brazo moreno y Noel se volvió a mirarla.

– ¿Qué hora es?

Su pelo oscuro destacaba sobre la almohada blanca. Lo tenía revuelto y sus mejillas eran ásperas. La atrajo hacia sí por la nuca.

– Qué bien hueles -murmuró.

– Champú al limón.

– No. No es el champú al limón. Eres tú.

Retiró la mano. Ella, libre ya, volvió a besarle y a continuación se dedicó a la doméstica tarea de servirle el té. Él ahuecó las almohadas y se incorporó apoyándose en ellas. Estaba desnudo y tan bronceado como si acabara de regresar de unas vacaciones en el trópico. Ella le tendió el humeante tazón de porcelana de Wedgwood.

Bebió despacio, en silencio. Tardaba en despejarse por la mañana y antes del desayuno apenas hablaba. Esto lo había descubierto ella y formaba parte de las pequeñas rutinas de la existencia. Como su manera de hacer el café, o de limpiarse los zapatos, o de mezclar un dry martini. Por la noche, vaciaba los bolsillos depositando el contenido bien alineado encima del tocador, siempre por el mismo orden. Billetera, tarjetas de crédito, cortaplumas y monedas pulcramente amontonadas. Lo mejor de todo era observar desde la cama, ver como se desnudaba y esperar que viniese hacia ella.

Cada día traía nuevos acontecimientos y cada noche nuevos y dulces descubrimientos. Las cosas buenas se acumulaban de tal manera que cada momento y cada hora resultaban mejores que el momento y la hora anteriores. Alexa, viviendo con Noel, compartiendo con él aquella mezcla exquisita de vida hogareña y pasión, había empezado a comprender por qué se casaba la gente. Para que aquello durase siempre.

No obstante, hubo un tiempo… hacía apenas tres meses… en que ella se consideraba feliz sola en la casa, sin más compañía que la de Larry, entregada a su trabajo, a su pequeña rutina, saliendo alguna que otra noche o yendo a ver a una amiga de vez en cuando. Pues bien, aquello era sólo media vida. ¿Cómo había podido resistirlo?

“No se echa de menos lo que nunca se tuvo”. Era la voz de Edie, clara y sonora. Al pensar en Edie, Alexa sonrió. Se llenó su taza de té, la dejó en la mesita de noche, sacó del bolsillo los sobres y los esparció sobre el edredón. Una factura de Peter Jones, un anuncio de baterías de cocina vitrificadas, una postal de una mujer que vivía en Barnes y quería que le preparase unos platillos para tenerlos en el congelador y, por último, el sobre grande, grueso y blanco.

Lo miró. Matasellos escocés. ¿Una invitación? A una boda, quizá…

Abrió el sobre con el pulgar y sacó el tarjetón.

– ¡Caramba! -exclamó.

– ¿Qué es?

– Una invitación al baile. “Irás al baile”, dijo el hada madrina a Cenicienta.

Noel alargó la mano y cogió la invitación.

– ¿Quién es Mrs. Angus Steynton?

– Viven cerca de mi casa, en Escocia. A unas diez millas.

– ¿Y quien es Katy?

– Su hija, naturalmente. Trabaja en Londres. A lo mejor la conoces… -Alexa reflexionó y agregó-: No; no lo creo. A ella le gusta salir con los jóvenes de la Guardia… son un grupo muy cerrado.

– El dieciséis de septiembre. ¿Irás?

– Me parece que no.

– ¿Por qué no?

– Porque no quiero ir sin ti.

– No me han invitado.

– Ya lo sé.

– ¿Les dirás “voy si puedo llevar a mi amante”?

– Nadie sabe que tengo un amante.

– ¿Todavía no has dicho a tu familia que vivo contigo?

– Todavía no.

– ¿Por alguna razón en particular?

– Pues… no lo sé, Noel.

Lo sabía. Quería guardarlo todo para sí. Con Noel habitaba un mundo mágico y secreto de amor y aventura, y temía que si dejaba entrar a alguien se perdiera el encanto y se malograra todo.

Y también… y este era un reconocimiento patético… carecía de valor moral. Tenía veintiún años pero eso no quería decir nada, porque por dentro todavía se sentía como de quince y con tantas ganas de agradar como siempre. Pensar en las posibles reacciones de la familia la angustiaba. Imaginaba el disgusto de su padre, la sorpresa y el horror de Vi y la preocupación de Virginia. Y, luego, las preguntas.

Pero, ¿quién es? ¿De qué lo conoces? ¿vivís juntos? ¿En Ovington Street? ¿Y por qué no lo hemos sabido hasta ahora? ¿Qué hace?¿Cómo se llama?

Y Edie. Si Lady Cheriton levantara la cabeza.

No era que no comprendieran. No era que fueran anticuados o hipócritas. No era que no quisieran a Alexa… era que ella no podía soportar la idea de darles un disgusto.

Tomó otro sorbo de té.

– Ya no eres una niña -dijo Noel.

– Ya sé que no soy una niña. Soy una mujer. Pero ojalá no fuera una mujer tan cobarde.

– ¿Te avergüenzas de esta pecaminosa cohabitación?

– No me avergüenzo de nada. Es que… la familia. No quiero herirles.

– Tesoro, se sentirán mucho más heridos si se enteran de lo nuestro antes de que tú te decidas a contárselo.

Alexa reconoció que tenía razón.

– ¿Y cómo quieres que se enteren? -preguntó.

– Esto es Londres. La gente habla. Me sorprende que tu padre todavía no haya oído rumores. Hazme caso y sé valiente.

Le dio la taza vacía y un rápido beso en la mejilla. Alargó la mano hacia la bata y saltó de la cama.

– Y luego escribes a Mrs. Estonton o como se llame y le dices que sí que irás encantada y que llevarás a tu Príncipe Azul.

Alexa sonrió a pesar suyo.

– ¿Tú me acompañarías?

– Probablemente, no. Las danzas tribales nunca fueron mi fuerte -Y con estas palabras entró en el cuarto de baño. Casi inmediatamente. Alexa oyó correr el agua de la ducha.

¿Por qué tanto alboroto? Alexa cogió la invitación y la miró frunciendo el ceño. Ojalá no hubieras venido, le decía. Vas a dar la campanada.

3

Aquel mes de agosto, toda la isla se achicharraba bajo una ola de calor sin precedentes. Las mañanas empezaban calurosas y a mediodía la temperatura había escalado alturas insoportables. A primeras horas de la tarde, toda persona sensata se metía en casa y se echaba en la cama, asfixiada, o dormía en alguna terraza a la sombra. A la hora de la siesta, el viejo pueblo situado en lo alto de la montaña descansaba con todas las persianas echadas. Las calles estaban desiertas y las tiendas cerradas.

Pero abajo, en el puerto, era distinto. Había mucha gente y mucho dinero que ganar como para respetar la vieja costumbre. Los turistas no estaban para siestas. No querían perder ni un momento de sus caras vacaciones durmiendo. Y los que llegaban de excursión por un solo día y no tenían a donde ir, se sentaban a bandadas en las terrazas de los cafés, colorados y sudorosos, o deambulaban por las galerías comerciales refrigeradas. La playa estaba llena de sombrillas de palma y cuerpos semidesnudos y asalmonados, y el puerto deportivo de embarcaciones de todas clases. Sólo los de los barcos parecían saber lo que les convenía. Generalmente, desplegaban gran actividad pero a esta hora los yates y las lanchas se balanceaban perezosamente en las aguas aceitosas y en las cubiertas, a la sombra de los toldos de lona, yacían cuerpos de color caoba, inmóviles como si ya estuviesen muertos.

Pandora se despertó tarde. Había pasado toda la noche dando vueltas y, por fin, a las cuatro, había tomado un somnífero, se había dormido y había soñado profusamente. Hubiera seguido durmiendo, pero Serafina hacía mucho ruido en la cocina y el entrechocar de los platos le rompió el sueño. Al cabo de unos momentos, a pesar suyo, abrió los ojos.

Había soñado con lluvia y ríos de aguas pardas y un aire húmedo y perfumado, y el sonido del viento. Con lagos profundos y montañas oscuras, surcadas de senderos encharcados que conducían a cimas nevadas. Pero lo más importante era la lluvia. No era vertical, fragorosa y tropical como allí, sino fina y mansa. Formaba nubes de minúsculas gotitas, casi impalpable e insidiosa como el humo…

Empezó a moverse. Las imágenes se borraron, desaparecieron. ¿Por qué había de soñar ahora con Escocia? ¿Por qué, después de tantos años, volvían a su memoria aquellas viejas imágenes de lugares fríos? Quizás fuera el calor de este agosto cruel, los días inacabables de sol candente, el polvo y la sequedad, las nítidas sombras negras del mediodía. Se añoraba aquella bruma suave y perfumada.

Volvió la cabeza y al otro lado de las vidrieras correderas, que habían estado abiertas toda la noche, vio la balaustrada de la terraza, el brillante colorido de los geranios, el cielo. Azul, sin una nube, pregonando calor.

Se incorporó apoyándose en un codo y, por encima de la amplia cama, extendió la mano hacia el reloj de la mesita de noche. Las nueve. Más estrépito en la cocina. Serafina hacía notar su presencia. Y, si estaba ella, también estaría Mario, su marido y jardinero de Pandora, arañando la tierra con su arcaico azadón. Mario y Serafina vivían en el pueblo y todas las mañanas venían a trabajar en el ciclomotor de Mario que subía la cuesta rugiendo a todo gas. Mario conducía el ruidoso artefacto con Serafina detrás, sentada púdicamente de lado y abrazada a él con sus brazos fuertes y morenos. Era un milagro que el estrépito que a diario anunciaba su llegada no hubiera despertado antes a Pandora; pero las píldoras eran muy potentes.

Hacía mucho calor para quedarse en la cama, revuelta y arrugada. Demasiado tiempo había estado ya allí. Pandora apartó la fina sábana y, desnuda, sobre el suelo de mármol de la espaciosa habitación, se dirigió al cuarto de baño. Cogió el bikini, dos pañuelitos anudados, volvió al dormitorio, salió a la terraza y bajó las escaleras que conducían a la piscina.

Se zambulló. El agua estaba fresca aunque no lo bastante como para refrescar de verdad. Empezó a nadar. Recordó las veces que se había lanzado al lago de Croy y al sacar la cabeza del agua había lanzado un alarido porque el frío se introducía por cada poro del cuerpo; era un frío mordiente, que aturdía y cortaba la respiración. ¿Cómo había podido nadar en lo que prácticamente era agua de nieve? ¿Cómo podían ella y Archie y los demás entregarse a tan masoquistas placeres? Pero que divertido. Y luego salías y te ponías buenos jerséis de abrigo, y encendías el fuego en la orilla pedregosa del lago y asabas las mejores truchas del mundo sobre las brasas humeantes. Nunca le había sabido tan buena la trucha como en aquellos almuerzos improvisados.

Siguió nadando. Arriba y abajo de la larga piscina. Otra vez Escocia. Ahora no eran sueños, sino recuerdos. ¿Y bien? Les dejó libre curso. Dejó que se la llevaran del lago, bajando por el escarpado sendero que seguía el curso del arroyo, que se precipitaba montaña abajo, saltando y borboteando hasta verterse en el Croy. Agua parda e impregnada de turba, espumeante como la cerveza, que saltaba sobre las rocas y caía en ollas profundas y oscuras en las que acechaba la trucha. Durante siglos, aquel arroyo se había abierto a un estrecho valle de márgenes verdes y jugosas, abrigadas del viento del Norte y floridas. Allí crecían la dedalera y el áster, unos helechos verdes y suaves, y cardos altos y púrpura. Había un rincón especial. Lo llamaban el Corrie y era punto de destino de muchos picnics de primavera y verano, cuando el viento del Norte era muy frío para encender hogueras junto al lago.

El Corrie. No dejó que el recuerdo se detuviera allí, sino que le obligó a seguir adelante. El sendero se empinaba y retorcía entre grandes formaciones de rocas, peñas de granito del principio de los tiempos. Un último viraje y aparecía el valle a los pies, soleado, con la sombra de alguna nube, con toda su pastoral belleza. El Croy era un hilo de plata y entre los árboles apenas se divisaban los dos puentes arqueados; la distancia reducía el pueblo a un simple juguete colocado en la alfombra de la habitación de los niños

Una pausa para la contemplación y otra vez adelante. El sendero se allanaba. Ahora venía la valla de los ciervos y la puerta alta. Ya empezaban a verse árboles. Pinos de Escocia y, más abajo, el verdor de las hayas. Luego, la casa de Gordon Gillock con la multicolor colada de Mrs. Gillock ondeando colgada de los alambres, y los perros de caza que, cuando pasabas, estallaban en una algarabía de frenéticos ladridos.

Ya llegaba a casa. El sendero se había convertido en una carretera alquitranada que discurría entre cobertizos de piedra, heniles y establos. Olía a ganado y estiércol. Otra puerta y llegabas a la vivienda del granjero con su alegre jardín y su muro de piedra seca cubierto de madreselva. La reja del ganado. La avenida de los rododendros…

Croy.

Basta. Pandora rechazó los impetuosos recuerdos como se reprime a los niños demasiado vehementes. No deseaba continuar. Basta de recrearse en el pasado. Basta de Escocia. Hizo otro largo y salió de la piscina subiendo los bajos escalones. Las piedras que pisaba ya estaban calientes. Entró en la casa chorreando. En el baño, se duchó, se lavó el pelo y se puso un vestido limpio. suelto y sin mangas, el más fresco que tenía. Salió de la habitación, cruzó el recibidor y entró en la cocina.

– Serafina.

Serafina se volvió. Estaba en el fregadero, limpiando con ahínco un cubo de mejillones. Era una mujer pequeña, cuadrada y morena, de piernas robustas, iba calzada con unas alpargatas y peinada con un moño. Siempre vestía de negro porque empalmaba los lutos. En cuanto se aliviaba el de un abuelo o pariente lejano moría otro miembro del clan, y Serafina otra vez de negro. Sus vestidos negros parecían idénticos, pero ella se desquitaba de tanta sobriedad con los delantales, que eran de vivos colores y abigarrados dibujos.

Serafina iba con la Casa Rosa. Había trabajado durante quince años para el matrimonio inglés que había edificado la casa. Cuando, hacía dos años, a causa de la presión familiar y de su precario estado de salud los ingleses se decidieron por fin, de mala gana, a regresar a Inglaterra, Pandora, que estaba buscando un lugar donde vivir, les compró la propiedad. En seguida descubrió que había heredado también a Serafina y Mario. Al principio, Serafina no estaba segura de si querría trabajar para Pandora y Pandora no sabía que pensar de Serafina. No era precisamente atractiva y, a menudo, sus modales eran rudos. Pero decidieron concederse mutuamente un mes de prueba, de un mes pasaron a tres, luego a un año y así habían seguido hasta la fecha, muy contentas y sin decir ni una palabra.

– Buenos días, señora. 1 ¿Ya se ha levantado?

Después de pasar quince años con sus antiguos señores, Serafina hablaba un inglés aceptable, lo cual era una suerte para Pandora. Hablaba francés sin dificultad, pero el español le resultaba un libro cerrado. La gente decía que era fácil porque quien más quien menos estudiaba latín en la escuela, pero la educación de Pandora no había incluido el latín y no era cosa de empezar ahora.

– ¿El desayuno?

– Está en la mesa. Ahora le llevo el café.

La mesa estaba puesta en la terraza que daba a la avenida. Allí había sombra y el lugar recogía la brisa del mar. Al cruzar el salón, la mirada de Pandora tropezó con un libro que estaba en la mesa de centro. Era un libro grande y lujoso que Archie le había enviado en su cumpleaños. Wainwright en Escocia. Sabía por que se lo había enviado. Él, a su manera inocente y meridiana, no cejaba en esfuerzos por atraerla a casa. Por ello, Pandora ni lo había abierto. Pero ahora se detuvo al verlo. Wainwright en Escocia. Otra vez Escocia. ¿Era hoy el día de dejarse invadir por la nostalgia?, sonrió por aquella debilidad que la había acometido de pronto. ¿Por qué no? Cogió el libro y se lo llevó a la terraza. Mientras pelaba una naranja, lo abrió.

Era, sí, un libro para tener en la mesita de centro, hecho para ser hojeado a ratos perdidos. Dibujos a pluma, mapas de bella ejecución y un texto simple. Fotografías en color a cada página. Las arenas plateadas de Morar. Ben Vorlich. Las cascadas de Dochart. Sonaban bien los viejos nombres, como un redoble de tambor.

Empezó a comer la naranja. Unas gotas de zumo cayeron sobre las páginas y ella las limpió zafiamente, dejando algunas manchas. Serafina le llevó el café y ella, abstraída, ni levantó la mirada.

“Aquí, el río, tras largo y plácido viaje, salta con súbito furor precipitándose por un ancho cauce rocoso en espumeante catarata, con soberbio despliegue de bravura. Al paso de las impetuosas aguas, surgen islas frondosas, en una de las cuales se encuentra el cementerio del clan MacNab, con magníficos árboles que realzan la gran belleza del paraje…”

Se sirvió el café, volvió la pagina y siguió leyendo.

Wainwright en Escocia la absorbió todo el día. Lo llevó de la mesa del desayuno a la tumbona de la piscina y, después del almuerzo, a la cama. A las cinco, lo había leído de cabo a rabo. Lo cerró y lo dejó caer al suelo.

Había refrescado pero aquel día, por una vez, no había sentido el calor. Se levantó de la cama y fue a nadar otra vez, luego se puso un pantalón blanco y una camisa azul y blanca, se peinó y se pintó los ojos. Pendientes y pulsera de oro. Sandalias blancas. Nube de perfume. La botella estaba casi vacía. Tendría que comprar otra. La perspectiva de este pequeño lujo la llenó de placer.

Se despidió de Serafina, salió por la puerta principal, bajó las escaleras y fue al garaje en busca del coche. Descendió por la estrecha y serpenteante carretera y se adentró en la vía más ancha, que conducía al puerto. Dejó el coche en la plazoleta de la oficina de Correos y entró a recoger sus cartas. Las metió en su bolso de paja con asas de piel y se fue, andando despacio, por las calles todavía animadas, parándose en los escaparates, aquí a mirar un vestido y allí a preguntar el precio de un exquisito echarpe de encaje. En la perfumería compró un frasco de “Poison” y siguió andando, siempre en dirección al mar. Al fin llegó al ancho paseo de palmeras, que corría paralelo a la playa. Todavía había mucha gente en la arena y en el agua. A lo lejos, las velas de los windsurfistas se agitaban a la brisa del atardecer como alas de pájaros.

Se acercó a la desierta terraza de un pequeño café. El camarero acudió y pidió un café y coñac. Luego, se reclinó en la incómoda silla de hierro, se puso las gafas de sol a modo de diadema y sacó las cartas del bolso. Una de París. Otra de Nueva York, de su abogado. Una postal de Venecia. Le dio la vuelta. Emily Richter seguía en el Cipriani. Un sobre grande y duro dirigido a Croy y reexpedido con letra de Archie. Lo abrió y leyó, incrédula y divertida, la invitación de Verena Steynton.

Recepción

para Katy

Extraordinario. Como una llamada de otro tiempo, de otro mundo. Y, no obstante, un mundo que, por una serie de extrañas coincidencias, mal que le pesara, la había acompañado durante todo el día. Sintió incertidumbre. ¿Sería una señal? ¿Debía atenderla? Y, si era una señal, ¿creía ella en las señales?

Recepción para Katy. Recordó otras invitaciones, “cartones” las llamaban ella y Archie, apoyadas en la repisa de la biblioteca de Croy. Invitaciones a tés al aire libre, partidos de cricket, bailes. Infinidad de bailes. En septiembre, había semanas en las que apenas se dormía y había que resistir como se pudiera dando una cabezada en el asiento trasero del coche o echando un sueñecito al sol mientras los demás jugaban al tenis. Recordó el armario lleno de trajes de baile y se oyó a sí misma quejándose constantemente a su madre de no tener nada que ponerse. El vestido de satén azul pálido se lo habían visto todos, porque lo había llevado en el baile de las Fiestas del Norte y, además, un hombre se lo había salpicado de champaña y la mancha no desaparecía con nada. ¿Y el rosa? Tenía el dobladillo roto y un tirante descosido. Y su madre, la más indulgente y paciente de las mujeres, en lugar de decirle que cogiera aguja e hilo y se arreglara el rosa, sacaba el coche y llevaba a su hija a Relkirk o a Edimburgo y, una vez allí, soportaba los caprichos y exigencias de Pandora, peregrinando de tienda en tienda hasta encontrar por fin el más bonito y, por consiguiente, el más caro de los trajes.

Cómo mimaban, cómo adoraban, cómo se sacrificaban todos por Pandora. Y ella les pagó con…

Dejó la cartulina encima de la mesa y miró al mar. El camarero le llevó el café y el coñac en una bandejita. Le dio las gracias y pagó. Mientras sorbía el café amargo, negro y muy caliente, Pandora contempló las evoluciones de los windsurfistas y el lento deambular de los transeúntes por el paseo. El sol estaba muy bajo y el mar parecía oro líquido.

No había vuelto a casa. Por propia decisión. Nadie se lo había pedido. Y no habían ido en su persecución aunque tampoco había perdido contacto. Siempre cartas cariñosas. Cuando murieron sus padres, pensó que las cartas dejarían de llegar, pero no había sido así porque entonces Archie tomó el relevo. Detalladas descripciones de cacerías, noticias de los niños, chismorreos del pueblo. Y todas acababan igual. “Tenemos muchas ganas de verte. ¿Por qué no vienes a pasar unos días? Hace mucho tiempo que no te vemos. “

Un yate salió del puerto a motor, zumbando suavemente, hasta que estuvo lejos de la playa y pudo llenar las velas de viento. Ella contempló su paso, distraída. Veía la embarcación, pero su mirada interior estaba llena de imágenes de Croy. Una vez más, su pensamiento escapaba y ahora no intentó detenerlo. Iba a la casa. Subía la escalinata. La puerta principal estaba abierta. Ningún obstáculo. Podría entrar…

Dejó la taza con cierta brusquedad. ¿De qué servía? El pasado siempre es hermoso porque uno recuerda sólo las cosas buenas. Pero, ¿y el lado oscuro de la memoria? Hechos que era preferible no remover, dejarlos encerrados, como tristes reliquias metidas en un baúl, mantener la tapa bajada, la cerradura echada. Además, el pasado era la gente, no los lugares. Los lugares sin gente eran como estaciones sin trenes. Tengo treinta y nueve años. La nostalgia consume la energía del presente y yo ya soy vieja para alimentar nostalgias.

Alargó la mano hacía la copa de coñac. En aquel momento se proyectó una sombra sobre la mesa. Sobresaltada, levantó la vista y se encontró con un hombre. La saludó con una pequeña inclinación.

– Pandora.

– ¡Oh, Carlos! ¡Qué susto! ¿Es qué me sigues?

– Fui a la Casa Rosa y no había nadie. Ya que tú no vienes a verme, tendré que ser yo quien te busque.

– Lo siento de veras.

– De modo que probé en el puerto. Pensé que te encontraría por aquí.

– He bajado a comprar.

– ¿Puedo sentarme?

– Claro que sí.

Se sentó frente a ella. Era alto, de unos cuarenta y cinco años, correctamente vestido, con corbata y americana veraniega. Tenía el pelo negro, como los ojos y, a pesar del bochorno de la tarde, parecía fresco y bien planchado. Hablaba un inglés impecable y, según Pandora, tenía aspecto de francés. Pero era español.

Y muy atractivo, por cierto. Ella sonrió.

– Deja que te invite a un coñac.

4

Virginia Aird salió de “Harrod’s” empujando la puerta con el hombro. El calor y la gente eran agobiantes dentro de los grandes almacenes. La calle no estaba mucho mejor. El día era húmedo, el aire estaba cargado de gases de automóviles y una humanidad opresiva te rodeaba por todas partes. La calzada de Brompton Road estaba colapsada y las aceras congestionadas por un lento río de gente. Había olvidado ya que las calles de las ciudades pudieran contener tanta gente. Seguramente algunos serían londinenses que hacían su recorrido cotidiano, pero se tenía la impresión de que se había producido una invasión general de gentes de todo el orbe. Turistas y forasteros. Más de los que parecía posible. Estudiantes altos y rubios, con mochila. Familias enteras de italianos o, quizás, españoles; dos señoras indias de rutilante sari. Y, ¿cómo no?, americanos. Mis compatriotas, pensó Virginia con ironía. Se les reconocía por sus ropas y la gran cantidad de artículos fotográficos que les colgaban del cuello. Un hombre enorme llevaba hasta un sombrero tejano.

Eran las cuatro y media. Virginia había estado de compras todo el día y llevaba su botín en varias bolsas y paquetes. Le dolían los pies. Pero seguía parada en la acera, porque todavía no había decidido adónde ir.

Había dos alternativas.

Podía regresar inmediatamente, por cualquier medio de transporte disponible, a Cadgewith Mews donde se alojaba cómodamente en casa de su amiga Felicity Crowe. Le habían dado una llave, por lo que, aunque no hubiera nadie en casa, Felicity podía haber salido a la compra o a pasear el teckel por el parque, Virginia podría entrar, quitarse los zapatos, prepararse una taza de té y tumbarse en la cama a reponerse del agotamiento. La perspectiva era muy tentadora.

O podía ir a Ovington Street, exponiéndose a no encontrar en casa a Alexa. Eso era lo que debería hacer. No tenía ninguna obligación de ocuparse de Alexa, pero tampoco podía volver a Escocia sin haberse puesto en contacto con su hijastra. Ya lo había intentando la víspera desde luego, llamando por teléfono desde casa de Felicity pero no obtuvo respuesta; al parecer, Alexa había salido a divertirse por una vez. Lo intentó a la hora del almuerzo y, nuevamente, desde la peluquería, aún con el sofoco del secador, sin conseguir hablar con ella. ¿Estaría Alexa fuera de Londres?

En aquel momento, un pequeño japonés, que se acercaba mirando hacia atrás, chocó con ella haciendo caer al suelo uno de sus paquetes. El hombre se disculpó profusamente con su cortesía japonesa; recogió el paquete, lo limpió, se lo devolvió, hizo una reverencia, sonrió, se quitó el sombrero y se fue. Basta. Delante de ella paró un taxi a dejar pasaje y, antes de que alguien pudiera adelantársele, Virginia lo tomó.

– ¿Adónde, guapa?

Ya se había decidido.

– A Ovington Street.

No despediría el taxi hasta asegurarse de que Alexa estaba en casa. Si tampoco ahora la encontraba, iría directamente a casa de Felicity. Se sintió mejor cuando se hubo decidido. Bajó el cristal, se arrellanó en el asiento y pensó en quitarse los zapatos.

Era una carrera corta. Cuando el taxi entró en Ovington Street, Virginia se inclinó hacia delante buscando el coche de Alexa. Si el coche estaba, tenía que estar Alexa. El coche estaba. Era una furgoneta blanca con una franja roja, aparcada junto al bordillo delante de la puerta azul. Menos mal. Hizo una indicación al taxista y este detuvo el coche a mitad de la calle.

– ¿Puede esperar un momento? Voy a ver si hay alguien en casa.

– Vale, guapa.

Recogió sus compras y se apeó. Subió las escaleras y pulsó el timbre. Oyó ladrar a Larry y la voz de Alexa mandándole callar. Dejó los paquetes en el suelo, abrió el bolso y volvió atrás para pagar el taxi.

Alexa estaba en la cocina, batallando brevemente con los restos de su jornada de trabajo que había traído de Chiswick en la furgoneta. Sartenes, fiambreras de plástico, ensaladeras de madera, cuchillos, huevo hilado y una caja de cartón de botellas de vino llena de vasos sucios. Cuando todo estuviera limpio, seco y guardado, subiría a su habitación, se quitaría la arrugada falda de algodón y la blusa, se ducharía y se pondría ropa limpia. Después, prepararía una taza de té… Lapsang souchon con una rodaja de limón… sacaría a Larry y, a la vuelta, empezaría a pensar en la cena. De regreso de Chiswick se había parado en una pescadería y había comprado una trucha arco iris, la favorita de Noel. Asada, con almendras. Y quizá…

Oyó acercarse lentamente un taxi. Desde el fregadero, la visibilidad era escasa. El taxi paró. Una voz de mujer. Un taconeo en la acera. Alexa, que estaba aclarando un vaso bajo el grifo, esperó, con el oído atento. Sonó el timbre.

Larry, que odiaba el timbre, prorrumpió en una romanza de ladridos. Alexa, molesta por tener que interrumpir su trabajo, no sintió más entusiasmo que el animal. ¿Quién diablos podía ser?

– ¡Cállate, pesado! -Dejó el vaso, se quitó el delantal y subió a averiguar quien llamaba. Ojalá no fuera nadie importante. Abrió la puerta y vio un montón de paquetes de tiendas caras. El taxi dio la vuelta y se alejó. Y…

Alexa ahogó una exclamación. Su madrastra. Con ropa de ciudad pero perfectamente reconocible. Llevaba un vestido negro, una chaqueta roja y unos zapatos de charol y su cabeza, recién salida de las manos de algún gran artífice, exhibía un nuevo peinado, con todo el pelo recogido en la nuca por un gran lazo de terciopelo.

Su madrastra. Con un aspecto fantástico, pero sin anunciarse ni ser esperada. Las consecuencias de la visita ahuyentaron de su cabeza todos los pensamientos menos uno.

Noel.

– Virginia

– No vayas a morirte del susto. Hice esperar al taxi porque pensé que quizás no estuvieras en casa -Le dio un beso-. He estado de compras -explicó innecesariamente, y se agachó a recoger los paquetes. Alexa, haciendo un esfuerzo, se sobrepuso y la ayudó.

– Es que ni siquiera sabía que estabas en Londres.

– Sólo durante un par de días -Lo dejaron todo en la mesa del recibidor-. Y no digas que por qué no te he llamado, porque desde ayer por la noche no he hecho otra cosa. Pensé que a lo mejor te habías ido fuera.

– No -Alexa cerró la puerta-. Pero ayer cenamos… ayer cené fuera y hoy tenía que servir un convite y no he vuelto hasta ahora mismo. Estaba fregando los cacharros. Por eso estoy hecha una facha.

– Estás estupenda -Virginia la observó-. ¿Has adelgazado?

– No lo sé. Nunca me peso.

– ¿Qué tal el convite?

– Bien. Era un almuerzo para celebrar el noventa aniversario de un señor. En Chiswick. Una casa preciosa, al lado del río. Veinte comensales, todos familia. Dos biznietos.

– ¿Qué les has dado?

– Lo que él pidió: salmón frío y champaña. Y pastel de cumpleaños. Pero, ¿por qué no me avisaste de que venías…?

– ¡Oh! No sé. Fue un impulso. Sentí que tenía que marcharme un par de días. He estado de compras.

– Ya lo veo. Me gusta ese peinado. Debes de estar agotada. Pasa, quítales un peso de encima a tus pies…

– No pido más que eso… -Mientras iba hacia el salón, Virginia quitó la chaqueta y la echó sobre una silla, se dirigió hacia la butaca más grande, se dejó caer en ella, se quitó los zapatos y puso los pies en un taburete-. El cielo.

Alexa la miraba. ¿Cuánto rato se quedaría? ¿Por qué…?

– ¿Por qué no te quedas aquí conmigo? -Gracias a los dioses que no era así, pero era la pregunta obligada.

– Me hubiera invitado yo misma, desde luego, pero había prometido a Felicity Crowe que la próxima vez que viniera a Londres me quedaría en su casa. Ya sabes, es amiga de la infancia. Hubiera sido mi dama de honor, si hubiera tenido damas de honor. No nos vemos mucho, pero cuando nos vemos hablamos sin parar.

Por ahí no había nada que temer.

– ¿Y dónde vive?

– En Cadgewith Mews, en una casita muy bonita, aunque no tanto como ésta.

– ¿Quieres… quieres una taza de té?

– No, no te molestes. Algo fresco.

– Tengo una lata de “Coca-Cola” en el refrigerador.

– Perfecto.

– Ahora… ahora mismo la traigo.

Alexa fue a la cocina, dejando a Virginia en el salón. Abrió la nevera y sacó la lata de cola. Virginia estaba allí y ella debía mantenerse fría y objetiva. Lo de ser fría y objetiva no se le daba muy bien a Alexa. Abajo, el rastro de Noel era escaso. Su chaquetón “Barbour” y la gorra de cheviot estaban en el lavabo. En el salón había un Financial Times. Eso era todo. Pero arriba era distinto. Por todas partes había cosas suyas y la cama estaba hecha para dos, bien claramente. Si Virginia subía, sería imposible disimular. Estaba indecisa y atribulada. Por una parte, quizás fuera mejor así. Las cosas habían venido rodadas. Virginia se había presentado de improviso. Además, Virginia era joven y en realidad no era nada suyo. Seguramente lo comprendería y hasta quizá lo aprobara. A fin y al cabo, había ido con montones de chicos antes de casarse. Virginia podía ser la abogada de Alexa, la persona idónea a la que anunciar, con precaución, que la tímida y regordeta Alexa no sólo había encontrado al fin a un hombre, sino que lo había metido en su casa y vivía con él abiertamente.

Por otra parte, si se lo decía, se habría acabado el secreto. Alexa estaría obligada a compartir a Noel. A hablar de él y presentárselo. Imaginaba a su padre llamándola en una de sus visitas a Londres.

– Os invito a los dos a cenar en el “Claridges”.

La idea le hizo temblar las rodillas pero, en el fondo, sabía que podía afrontar la situación. La incógnita era cómo reaccionaria Noel. ¿Se sentiría, de algún modo, presionado? Ello sería desastroso, porque, tras tres meses de convivencia y de descubrir poco a poco las peculiaridades de su carácter, Alexa sabía que eso era lo único que Noel no podía soportar.

Desorientada y perpleja, hizo un gran esfuerzo por razonar. Tú no puedes hacer nada, se dijo con la voz de Edie. Debes tomar las cosas como vengan. Pensar en Edie la reconfortó un poco. Cerró la puerta de la nevera, cogió un vaso y subió.

– Perdona que haya tardado tanto -Virginia estaba fumando-. Creí que habías dejado el tabaco.

– Lo había dejado pero he vuelto a caer. No se lo digas a tu padre.

Alexa abrió la “Coca-Cola”, la echó en el vaso y se lo tendió a Virginia.

– ¡Oh! Qué bien. Delicioso. Creí que iba a morir de sed. ¿Por qué tiene que hacer tanto calor en las tiendas? ¿Y por qué tiene que haber tanta gente en todas partes?

Alexa se acurrucó en un extremo del sofá.

– Son los forasteros. He tardado horas en volver de Chiswick. Y esos zapatos no son buenos para ir de compras. Tendrías que llevar zapatillas de deporte.

– Ya lo sé. Es un disparate, ¿verdad? Ponerse de tiros largos para venir a Londres. La costumbre, imagino.

– ¿Qué has comprado?

– Ropa. Lo más importante, el vestido para el baile de los Steynton. Ya veo que has recibido tu invitación.

– Todavía no he contestado.

– Irás, naturalmente.

– Pues… no lo sé… Es una temporada de mucho trabajo.

– Vamos, tienes que ir. Todos contamos contigo.

– ¿Cómo es el vestido? -esquivó Alexa.

– Un sueño. De gasa, blanco, a capas, con lunares negros por todas partes. Y unos tirantes como cordones de zapato. Tendré que acentuar el bronceado.

– ¿Dónde lo encontraste?

– En “Carolina Charles”. Antes de marcharme te lo enseño. Pero, Alexa, procura ir. Es en septiembre y estará todo el mundo, será fantástico.

– Veremos. ¿Cómo está papá?

– Bien. -Virginia se volvió para apagar el cigarrillo en el cenicero. Alexa esperaba que añadiera algo a tan escueta respuesta, pero no dijo nada más.

– ¿Y Henry?

– Henry muy bien, también.

– ¿Están en casa los dos?

– No, Edmund se queda esta semana en el piso de Edimburgo y Henry ha cogido el saco de dormir y se ha ido a Pennyburn, a casa de Vi. Me lo llevé a Devon en las vacaciones de verano. Estuvimos tres semanas y lo pasamos muy bien. Lo llevé a montar por primera vez y disfrutó mucho con los animales de la granja y pescando con mi padre. -Otro silencio, no del todo distendido, ¿o eran figuraciones de Alexa? Virginia prosiguió-: En realidad, quería llevármelo a los Estados Unidos. Tenía ganas de volver a Leesport y a Long Island. Pero los abuelos se habían ido a hacer un crucero, de manera que no tenía sentido ir.

– Claro -En la calle, un coche se puso en marcha y se alejó-.Cuenta, ¿qué novedades hay?

– No muchas, lo de siempre. En julio organizamos un bazar para recaudar fondos para la instalación eléctrica. No puedes imaginar cuánto trabajo, total para sacar unas cuatrocientas libras. Yo pensé que no valía la pena, pero Archie y el rector parecían muy satisfechos. Henry ganó una botella de vino de ruibarbo a los dados. Piensa regalársela a Vi en su cumpleaños.

– Qué suerte la de Vi. ¿Y cómo está? ¿Y cómo está Edie?

– ¡Oh! Edie. Eso sí que es un problema. ¿No sabes nada?

Sonaba a desgracia.

– ¿Saber el qué?

– Tiene en su casa a esa horrible prima suya. Llegó hace una semana y Edie ya está desesperada.

Pensar que algo pudiera desesperar a Edie fue suficiente para que Alexa sintiera un peso en el estómago.

– ¿Qué horrible prima?

Virginia le explicó con bastante detalle la historia de Lottie Carstairs. Alexa estaba horrorizada.

– Recuerdo muy bien a los Carstairs. Eran muy viejos y vivían en una cabaña de la montaña, cerca de Tullochard. Algún domingo venían a Strathcroy a comer con Edie.

– Exacto.

– Tenían un coche muy pequeño que hacía un ruido de carraca. Los dos viejecitos delante y su hija, alta y simplona, detrás.

– Pues los dos viejecitos se murieron y la hija simplona se trastornó, que es decir poco.

Alexa se indignó.

– ¿Y por qué tiene Edie que cuidar de ella? Como si no tuviera ya bastantes cosas que hacer…

– Es lo que todos le dijimos, pero no quiso escucharnos. Dice que la pobrecita no tiene a donde ir. Lo cierto es que la semana pasada llegó en una ambulancia y desde entonces vive con Edie.

– Pero no para siempre, ¿verdad? Un día volverá a su casa.

– Es de esperar.

– ¿Tú la has visto?

– ¿Y cómo no iba a verla? Siempre está dando vueltas por el pueblo y hablando con todo el mundo. Y no sólo por el pueblo. El otro día fui con los perros al pantano y me había sentado en la orilla cuando, de repente, note algo raro, me volví y vi a Lottie que se acercaba hacia mí sin hacer ruido.

– ¡Qué tétrico!

– Tétrico es la palabra. Edie no puede controlarla. Y lo peor no es eso. Es que también sale a merodear por la noche. Supongo que es inofensiva, pero sólo pensar que pueda estar espiando por la ventana pone la piel de gallina.

– ¿Qué aspecto tiene?

– No parece loca. Sólo un poco rara. Tiene una cara muy pálida y unos ojos como botones. Y siempre sonríe, lo que le hace más tétrica todavía. Deseando congraciarse. Edmund y Archie Balmerino dicen que siempre ha sido así. Estuvo un año trabajando en Croy de doncella. Seguramente, Lady Balmerino no pudo encontrar a nadie más. Dice Vi que fue el año en que Archie e Isobel se casaron. Archie asegura que no podías abrir una puerta sin encontrar a Lottie acechando detrás. Hasta que un día rompió tantas cosas que Lady Balmerino la echó. Como puedes suponer, es todo un problema.

Sonó el teléfono.

– ¡Qué lata!

Alexa, inmersa en los dramas de Strathcroy, se sintió molesta por la interrupción. De mala gana, se puso en pie y fue al escritorio a coger el teléfono.

– Diga.

– ¿Alexa Aird?

– Al habla.

– Usted no se acordará de mí… Soy Moira Bradford… pero estuve en la cena de los Thompson la semana pasada… y me gustaría preguntarle…

Trabajo. Alexa se sentó, cogió el cuaderno de notas, el bolígrafo y la agenda.

– … no es hasta octubre, pero me gustaría concretar ya…

Cuatro platos, doce personas. Mrs. Bradford apuntó delicadamente si no podría Alexa darle una idea del precio.

Alexa escuchaba, contestaba, tomaba nota. Advirtió que, a su espalda, Virginia se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Se volvió. Virginia le hacía señas y movía los labios silenciosamente diciendo: “Voy al baño…". Salió antes de que Alexa pudiera decirle que usara el de la planta baja.

– … naturalmente, del vino se encargará mi marido…

– ¿Cómo dice?

– Decía que del vino, se encargara mi marido.

– … ¡Oh! Sí, por supuesto… Si le parece, yo la telefonearé.

– Pero, ¿no podemos concretar ahora? Para mí es mucho mejor. Y otra cosa: el servicio a la mesa. ¿Tiene usted a alguien que se encargue de servir o lo hace usted misma?

Virginia se había subido arriba. Lo vería todo, sacaría conclusiones y descubriría la verdad. Alexa se sentía resignada y, al mismo tiempo, extrañamente aliviada. De nada servía sentir otra cosa porque ya no tenía remedio.

Aspiró profundamente. Con su voz más profesional, dijo:

– No; no tengo a nadie, Pero no se preocupe porque sola me arreglo perfectamente.

Virginia, descalza, subió la escalera pensando, como siempre que aquella era una de las casitas más bonitas de Londres. Tan cuidada, tan bien empapelada y con las maderas tan blancas. Y tan cómoda, con aquellas alfombras tan mullidas y aquellos cortinajes tan espléndidos. En el descansillo, las puertas del dormitorio y del baño estaban abiertas. Entró en el baño y observó que Alexa había cambiado las cortinas. Cretona acolchada con un dibujo de hojas y pájaros. Le parecieron muy bonitas y miró en derredor buscando más innovaciones.

No había más, pero descubrió otras novedades inesperadas cuyo significado barrió de su cabeza cualquier otro pensamiento. Dos cepillos de dientes en la jarrita. Jabón de afeitar en el estante de cristal, un cuenco de madera y una brocha. Un frasco de loción ”Antaeus” de Chanel, la misma que usaba Edmund. Al lado de la bañera había una enorme esponja natural y, colgando del grifo por un cordón, una bola de jabón. De las perchas de la puerta colgaban dos albornoces, uno, grande, a rayas azules y blancas y otro, más pequeño, blanco.

Virginia había olvidado ya a que había subido. Salió al descansillo. Abajo no se oía nada. Al parecer, la conversación telefónica había terminado. Miró hacia la puerta del dormitorio, extendió la mano, acabó de abrirla y entró. Vio que en la cama había almohadas para dos, a un lado, el camisón de Alexa, doblado con esmero y, al otro, un pijama azul celeste. En la mesita de noche había un despertador de viaje de piel de cerdo. Aquel reloj no era de Alexa. Paseó la mirada por la habitación. Sobre el tocador había unos cepillos de plata y del espejo colgaban unas corbatas de seda. Una hilera de zapatos masculinos. Una puerta del armario, quizá defectuosa, estaba abierta. Vio una serie de trajes de hombre y, en la cómoda, un montón de camisas, impecablemente planchadas.

A su espalda, en la escalera, sonaron unos pasos. Se volvió. Era Alexa, con su falda y su blusa de algodón arrugadas. La Alexa de siempre. Pero diferente. “¿Has adelgazado?” le había preguntado Virginia al llegar, pero ahora comprendió que aquella indefinible radiación que emanaba de Alexa y que había observado nada más verla no se debía a ninguna dieta.

Se miraron a los ojos. Los de Alexa sostuvieron su mirada. Sin turbación ni contrición y Virginia se alegró. Alexa tenía veintiún años. Le había costado pero ahora, al parecer, por fin se había hecho mujer.

Entonces recordó a Alexa de niña, tal como la había conocido, tan tímida, tan insegura, tan ansiosa de agradar. La recién casada Virginia había procurado obrar en todo momento con el mayor tacto, eligiendo cuidadosamente las palabras, siempre consciente del peligro de hacer o decir lo que no debía.

Ahora era igual.

Fue Alexa la primera en hablar.

– Iba a decirte que usaras el tocador de abajo.

– Lo siento. No era mi intención fisgar.

– ¿Te importa que lo sepa?

– No. Tarde o temprano lo hubieras descubierto.

– ¿Quieres que hablemos?

– Si tú quieres.

Virginia salió del dormitorio y cerró la puerta. Alexa dijo:

– Vamos abajo, te lo contaré.

– Es que todavía no he hecho lo que subí a hacer.

Y las dos se echaron a reír al mismo tiempo.

– Se llama Noel Keeling. Lo conocí en la calle. Había venido a cenar con los Pennington, que viven dos puertas más abajo, pero había equivocado de noche y estaba colgado.

– ¿Y esa fue la primera vez que lo viste?

– ¡Oh! No, ya nos habíamos visto antes, pero nada memorable. Fue en un cóctel, y después yo serví un almuerzo de directivos en empresa.

– ¿A qué se dedica?

– A publicidad. Está en “Wenborn & Weinburg”.

– ¿Cuántos años tiene?

– Treinta y cuatro -La cara de Alexa se iluminó con la expresión soñadora de la muchacha que por fin puede hablar de su amor-. Es… no podría describírtelo. Nunca se me dio bien describir a la gente.

Se hizo una pausa. Virginia esperaba. Al fin, tratando de hacer volver a Alexa al asunto, dijo:

– Venía a cenar aquí al lado pero se había equivocado de noche.

– Sí. Y estaba agotado. Se le veía en la cara lo cansado que estaba. Acababa de llegar de Nueva York y no había dormido nada. Lo vi tan mustio que lo invité a pasar. Y tomamos una copa y luego algo de cena. Chuletas. Y se quedó dormido en el sofá.

– No estarías muy amena.

– Vamos, Virginia, ya te lo he dicho. Estaba cansado.

– Perdona. ¿Qué más?

– A la noche siguiente, cuando vino a cenar con los Pennington, entró un momento y me trajo un gran ramo de rosas. En señal de agradecimiento. Y un par de noches después salimos a cenar. Y… bueeno, a partir de entonces, se hizo la bola de nieve.

Virginia se preguntó si, dadas las circunstancias, era apropiado hablar de “bola de nieve”. Pero sólo dijo:

– Ya.

– Y un sábado nos fuimos de excursión al campo. Hacía un día espléndido, un cielo muy azul, nos llevamos a Larry y anduvimos varias millas y, al regreso, cenamos por el camino y fuimos a su casa a tomar café. Y entonces… bueno… se había hecho tarde y…

– Y pasaste la noche con él.

– Sí.

Virginia sacó otro cigarrillo y lo encendió. Al cerrar el encendedor, preguntó:

– ¿Y a la mañana siguiente no te arrepentías?

– No me arrepentía.

– ¿Era la primera vez que tú…?

– Sí. No te hacía falta preguntarlo, ¿verdad?

– Cariño, te conozco.

– Al principio, estaba violenta por eso. Porque no podía dejar que lo descubriera. Y fingir tampoco podía. Hubiera sido como el que dice que sabe nadar estupendamente y luego se tira por el lado hondo y se ahoga. Yo no quería ahogarme. De manera que se lo dije. Estaba segura de que me tomaría por una colegiala o una cursi. ¿Y sabes lo que contestó? Dijo que era como recibir un regalo espléndido e inesperado. Y a la mañana siguiente me despertó con el taponazo de una botella de champaña. Y brindamos sentados en la cama. Y después…

Se interrumpió, como si se le hubieran acabado las palabras y el aliento.

– ¿La bola de nieve siguió creciendo?

– Bueno, ya te puedes figurar. Andábamos siempre juntos. Cuando no estábamos trabajando, claro. Y, al cabo de un tiempo, parecía ridículo que cada noche nos despidiéramos y nos fuéramos cada uno por su lado o que tuviéramos que prestarnos el cepillo de dientes el uno al otro. Lo hablamos. Él tiene un piso muy bonito en Pembroke Gardens y no me hubiera importado irme a vivir allí, pero no podía dejar la casa vacía, con todas las preciosidades de la abuela Cheriton. Ni me apetecía alquilarla, por la misma razón. Era un dilema, pero entonces Noel se encontró con unos amigos que acababan de casarse y querían alquilar algo mientras buscaban casa. Entonces, les cedió su piso y se instaló aquí.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Unos dos meses.

– Y tú, ni una palabra a nadie.

– No es que me diera vergüenza ni que quisiera mantenerlo en secreto. Es que era todo tan maravilloso que deseaba que quedara entre nosotros dos. Era parte del encanto.

– ¿Tiene familia?

– Sus padres han muerto, pero tiene dos hermanas. Una, casada, en el Condado de Gloucester. La otra vive en Londres.

– ¿La conoces?

– No, ni tengo prisa por conocerla. Es mucho mayor que Noel y, al parecer, una mujer de gran carácter. Es directora de Venus y tiene mucha influencia.

– ¿Quieres que diga algo en casa?

– Haz lo que te parezca conveniente.

Virginia reflexionó.

– Sería preferible decírselo a Edmund antes de que se entere por otras personas. Viene mucho a Londres y tú ya sabes como habla la gente. Sobre todo los hombres.

– Eso dice Noel, ¿Querrías decírselo tu a papá? ¿Y a Vi? ¿Será muy difícil?

– En absoluto. Vi es asombrosa. Lo admite todo. Y, en cuanto a tu padre, en este momento me tiene sin cuidado lo que piense.

– ¿Qué dices? -Alexa frunció el ceño.

Virginia se encogió de hombros. También ella arrugó la frente. Todas las finas líneas de su cara tomaron relieve y ya no pareció tan joven.

– Será mejor que lo sepas. En estos momentos, nuestras relaciones dejan bastante que desear. Tenemos un conflicto permanente, sin palabras duras, pero con cierta helada cortesía.

– Pero…

Alexa, alarmada, se olvidó de Noel. Nunca había oído a Virginia hablar de su padre con aquella voz tan fría, ni recordaba que se hubieran peleado nunca. Virginia lo adoraba, se amoldaba a todos sus planes, estaba de acuerdo con todas sus sugerencias. Entre ellos dos nunca había habido más que amor y armonía, muestras de cariño y, siempre, incluso cuando cerraban la puerta, mucha risa y conversación. Constantemente parecían tener cosas que decirse y la estabilidad de su matrimonio era uno de los motivos por los que Alexa volvía a Balnaid cada vez que podía tomarse unas vacaciones. Le gustaba estar con ellos. La sola idea de que pudieran distanciarse, dejar de hablarse, dejar de quererse, le resultaba insoportable. Quizá nunca volvieran a ser los mismos. Quizá se divorciaran…

– No puedo ni pensarlo. ¿Qué ha sucedido?

Virginia, al ver cómo se borraba la alegría de la cara de Alexa, lamentó haber dicho tanto. Hablando de Noel había olvidado que Alexa era su hijastra y se había permitido comentar sus problemas con toda libertad, como con una amiga intima. Una mujer de su misma edad. Y Alexa no era una mujer de su misma edad.

– No pongas esa cara de susto -dijo rápidamente-. No es para tanto. Es sólo que Edmund se empeña en enviar a Henry a un internado y yo no quiero. No tiene más que ocho años, es muy pequeño. Edmund sabe lo que pienso y, sin embargo, lo decidió todo sin consultarme y yo me enfadé. El tema se ha calentado de tal manera que no podemos ni hablar de él. Ni mencionarlo. Y cada uno sigue en sus trece. Es una de las razones por las que me llevé a Henry a Devon. Él sabe que va a ir a un colegio y que su padre y yo estamos enfadados. Yo procuro que se divierta y que todo parezca normal. Y nunca se me ocurriría decirle ni una palabra contra Edmund. Ya sabes cómo adora a su padre. Pero no es fácil.

– Pobre Henry.

– Sí. Pensé que le vendría bien pasar un par de días con Vi. Se llevan estupendamente, ya lo sabes. Con la excusa de comprar un vestido y verte a ti, vine a Londres a pasar un par de días. En realidad, no necesitaba el vestido, pero te he visto y me alegro de que mi viaje haya servido para algo.

– Pero ahora tienes que volver a Balnaid.

– Sí. Quizá todo se arregle.

– Lo siento. Pero lo entiendo. Sé cómo es papá cuando se le mete algo en la cabeza. Es como una pared de ladrillo. Así actúa en el trabajo. Seguramente, por eso le va tan bien. Pero no resulta fácil para el que está enfrente y tiene otra opinión.

– Exactamente. A veces pienso que sería más humano que por una vez en su vida, hiciera un buen disparate. Entonces tendría que reconocer que también puede equivocarse. Pero él nunca hace disparates ni tiene que reconocer nada.

Se miraron totalmente de acuerdo con expresión sombría. Y Alexa dijo sin convicción:

– Quizás a Henry le guste la escuela, una vez allí.

– ¡Oh! No sabes cuanto lo deseo. Por el bien de todos, especialmente por el de Henry, me gustaría estar equivocada. Pero temo que no sea así.

– ¿Y tú…? ¡Oh! Virginia, no te imagino sin Henry a tu lado.

– Eso es lo malo. Yo tampoco.

Buscó otro cigarrillo y Alexa decidió que era conveniente cambiar de conversación.

– Vamos a tomar una copa -sugirió-. Después de todo esto, a las dos nos vendrá bien. ¿Tú que quieres? ¿Un whisky?

Virginia miró el reloj.

– Tengo que irme. Felicity me espera para cenar.

– Hay tiempo. Y tienes que esperar a Noel. Ya no tardará. Ahora que sabes lo nuestro, quédate. Así, si lo conoces, te será fácil decir a papá lo bien que te ha caído.

Virginia sonrió. Alexa tenía veintiún años y ahora ya era una mujer con experiencia, pero seguía tan inocente como siempre.

– De acuerdo. Pero que no sea muy fuerte el trago.

Noel había comprado las flores a una florista ambulante cerca de la oficina. Claveles, guisantes de olor y una nube de mosquitera. No tenía intención de comprar flores, pero al verlas se había acordado de Alexa y retrocedió para echarles otro vistazo. La florista tenía ganas de irse a casa y le dio dos manojos por el precio de uno. Dos manojos hacían un buen efecto.

Ahora que vivía en Ovington Street, volvía a casa andando todas las tardes. Así tenía ocasión de estirar las piernas, y la distancia no era tan grande como para resultar fatigosa después de la jornada de trabajo. Resultaba agradable doblar la esquina sabiendo que aquella era ahora su calle.

Había descubierto que la vida doméstica con Alexa tenía muchas ventajas. No sólo había resultado una amante encantadora y dúctil, sino también la menos exigente de las compañeras. Al principio, Noel temía que pudiera mostrarse dominante y que controlase el tiempo que pasaba fuera de casa. Había soportado antes esas ansias de presión, que le hacían sentirse como si tuviera una piedra de molino colgada del cuello. Pero Alexa era diferente y no ponía mala cara si tenía que acompañar a cenar a algún cliente de fuera ni cuando iba al club a jugar al squash dos veces por semana.

Ahora sabía que cuando abriera la puerta azul la encontraría allí esperando oír la llave en la cerradura, y que subiría corriendo a la cocina a recibirle. Él se serviría una bebida para relajarse, se ducharía y cenaría opíparamente, después verían las noticias o escucharían música. Y finalmente se acostarían.

Apretó el paso. Subió las escaleras de dos en dos. Con las flores bajo el brazo, sacó la llave del bolsillo del pantalón. La puerta, bien engrasada, se abrió lentamente y enseguida percibió las voces por la puerta abierta del salón. Al parecer Alexa tenía visita. Lo cual era insólito porque desde que Noel se había trasladado a Ovington Street había mantenido a distancia a todas sus amistades.

– … me gustaría que te quedaras a cenar -decía. Cerró la puerta procurando no hacer ruido-. ¿No podrías telefonear a Felicity y darle cualquier excusa?

La mesa del recibidor estaba llena de paquetes caros. Dejó la cartera en el suelo.

– No sería correcto.

– Una mujer -Se paró un momento delante del espejo ovalado, doblando ligeramente las rodillas, y se alisó el cabello con la mano.

– Tenemos trucha a la almendra…

Entró en el salón. Alexa estaba en el sofá, de espaldas a él, pero la visita lo vio en seguida y sus miradas se encontraron. Tenía los ojos más asombrosos que había visto en su vida, de un azul intenso y brillante y con una mirada fría y retadora.

– Hola -dijo ella.

Alexa se levantó de un salto.

– Noel, no te he oído entrar -Estaba sofocada y un poco desaliñada, pero encantadora. Él le tendió las flores y se inclinó para besarla en el pelo.

– Hablabas muy entusiasmada -dijo, volviéndose hacia la visita, que se había puesto de pie. Era una rubia impresionante, alta y esbelta, con un vestido negro ceñido y un lazo de terciopelo negro en la nuca-. ¿Qué tal? Soy Noel Keeling.

– Virginia Aird -Su apretón de manos fue firme y amistoso y le pareció que desentonaba con aquella mirada brillante. Comprendió que Alexa le había hecho confidencias y que aquella soberbia criatura estaba al corriente de la situación. Situación que él debía dominar ahora.

– ¿Y usted es…?

– Mi madrastra, Noel -Alexa habló de prisa descubriendo que se sentía algo nerviosa e insegura-. Ha venido de compras y me ha hecho una visita sorpresa. Una grata sorpresa. ¡Oh! Que flores tan bonitas. Eres un encanto. -Aspiró voluptuosamente. ¿Por qué será que los claveles me recuerdan siempre la salsa de pan?

Noel miró a Virginia sonriendo.

– No piensa más que en la comida.

– Las pondré en agua. Estamos tomando una copa, Noel.

– Ya veo.

– ¿Quieres?

– Sí, claro, pero no te apures, me sirvo yo.

Los dejó y se fue camino de la cocina. Noel se volvió hacia Virginia.

– Siéntese, no quería molestar. -Ella se sentó cruzando con gracia sus largas piernas-. ¿Desde cuándo está en Londres y cuanto tiempo piensa quedarse?

Ella lo explicó. Una decisión súbita, una invitación de una vieja amiga. Tenía una voz grave, con un leve y atractivo acento americano. Había intentado hablar por teléfono con Alexa sin conseguirlo. Finalmente, había decidido presentarse sin avisar. Mientras ella hablaba, Noel preparó su bebida. Luego, se sentó en una butaca frente a ella. Observó que aquella mujer tenía unas piernas excepcionales.

– ¿Y cuándo regresa a Escocia?

– Mañana, quizás. O pasado.

– Oí que Alexa la invitaba a cenar. Me gustaría que se quedara.

– Muy amable, pero tengo un compromiso. He de marcharme en seguida. Ya me hubiera ido, pero Alexa me pidió que me quedara hasta que tú llegaras -Sus ojos eran como dos zafiros, brillantes, serenos-. Quería que te conociera -Iba al grano, sin rodeos. Él decidió afrontar el desafío a pecho descubierto.

– Supongo que te habrá explicado la situación.

– Sí. Estoy al corriente.

– Me alegro. Así las cosas serán más fáciles para todos.

– ¿Han sido difíciles?

– En absoluto. Pero tenía remordimientos de conciencia.

– Siempre le ha atormentado la conciencia.

– Estaba preocupada por su familia.

– Su familia significa mucho para ella. Se ha criado de un modo un poco extraño. En ciertos aspectos, es una mujer muy madura y en otros, todavía una niña.

Noel se preguntó por que se lo decía. Sin duda, tenía que comprender que él ya lo había averiguado.

– No quería que nadie se disgustara.

– Me ha pedido que se lo diga a su padre.

– Me parece una gran idea. Yo insistía para que se lo dijera -Sonrió-. ¿Crees que se presentará en casa con un látigo?

– No lo creo -Virginia cogió el bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero de oro-. No es hombre que dé rienda suelta a las emociones. Pero creo que deberías conocerlo cuanto antes.

– No deseo otra cosa.

Ella le miró a través del humo del cigarrillo.

– Creo que lo mejor sería que fueras a Balnaid. Entre todos nosotros, Alexa se sentiría más amparada.

Él advirtió que le estaban invitando. A aquella sólida mansión de los perros y el invernadero en medio del campo. Alexa le había cantado las excelencias de Balnaid. El jardín, los picnics, el hermano pequeño, la abuela, la vieja niñera. Él había demostrado el interés que exigía la cortesía y poco más. No parecía un sitio en el que ocurrieran cosas divertidas y Noel tenía pánico a aburrirse, atrapado en una casa de campo.

Pero ahora, después de conocer a Virginia Aird, descubrió que sus ideas sobre Balnaid cambiaban rápidamente. Porque aquella mujer, elegante y sofisticada, con aquellos cautivadores ojos y su leve acento trasatlántico, nunca podría ser aburrida. Sin duda, era lo bastante perceptiva como para dejarte a solas con el Times si era eso lo que te apetecía y, al mismo tiempo, el tipo de anfitriona que, en un momento, te organiza un divertido pasatiempo o invita a tomar una copa a un grupo de gente estupenda. Su imaginación buscó otros alicientes. Probablemente, habría pesca. Y caza. Aunque eso le serviría de poco, ya que nunca había tenido una escopeta en la mano. Sin embargo…

– Muy amable en invitarme -agradeció.

– Sería preferible actuar de un modo natural… hacer como si tuvieras que ir por algún motivo -Reflexionó y su cara se iluminó con una súbita inspiración-. Pues, claro. El baile de los Steynton. ¿Qué más natural? Ya sé que Alexa no está muy decidida pero…

– Dice que sin mí no va y como yo no tengo invitación…

– Eso no importa. Hablaré con Verena Steynton. En estas ocasiones siempre faltan hombres. Estará encantada.

– Tal vez tengas que convencer a Alexa.

Mientras lo decía, entró Alexa con un jarrón rosa y blanco en el que había colocado airosamente las flores de Noel.

– ¿Tramando algo a espaldas mías? -Dejó el jarrón en la mesa situada detrás del sofá-. ¿No son una preciosidad? Eres muy atento, Noel. Me hace mucha ilusión que me traigan flores -Jugueteó con un clavel que colgaba y luego abandonó el ramo y volvió a sentarse en un extremo del sofá-. ¿Convencer a Alexa de qué?

– De que acudas al baile de los Steynton -explicó Virginia- y lleves a Noel. Yo le conseguiré una invitación. Y os quedáis en Balnaid.

– Es que quizá Noel no quiera ir.

– Yo nunca dije que no quisiera ir.

– ¡Sí que lo dijiste! -Alexa estaba indignada-. La mañana en que llegó la invitación dijiste que las danzas tribales no eran tu fuerte. Yo pensé que eso resumía la cuestión.

– En realidad, ni siquiera llegamos a plantearla.

– ¿Significa eso que estás dispuesto a ir?

– Si tú quieres que vaya, por supuesto.

Alexa movió la cabeza con un gesto de incredulidad.

– Piensa, Noel, que serán danzas tribales. Ruedas y esas cosas. ¿Lo resistirías? Si no bailas, no es divertido.

– No creas que va a venirme de nuevo. El año que fui a pescar a Sutherland, hubo jarana una noche en el hotel y todos saltamos como demonios y, si mal no recuerdo, yo salté como el que más. Un par de whiskies es todo lo que necesito para perder la vergüenza.

Virginia rió.

– Y, si tan mal lo pasa el pobre, siempre habrá algún nightclub o discoteca en el que refugiarse. -Aplastó el cigarrillo-. ¿Qué dices, Alexa?

– ¿Y qué puedo decir si entre los dos ya lo habéis organizado todo?

– Entonces, nuestro pequeño problema está resuelto.

– ¿Qué pequeño problema?

– El de que Noel y Edmund se conozcan casualmente.

– Ya.

– No pongas esa cara. Es el plan ideal. -Miró el reloj y dejó el vaso-. Tengo que marcharme.

Noel se puso en pie.

– ¿Te llevo?

– No. Muy amable, pero si encuentras un taxi te lo agradeceré.

Mientras él estaba fuera, Virginia volvió a calzarse los zapatos, retocó con las manos su hermoso peinado y se puso la chaqueta roja. Mientras la abrochaba, tropezó con la ansiosa mirada de Alexa y le sonrió animosamente.

– No te preocupes por nada. Antes de que llegues, te habré preparado el terreno.

– Pero vosotros dos… No seguiréis peleados, ¿verdad? No podría soportar la tensión de veros enfadados.

– Claro que no. Olvídalo. No debí decirte nada. Lo pasaremos estupendamente. Y cuando el pobre Henry se haya ido al colegio, tu compañía me animará.

– Pobrecito. No puedo ni pensarlo.

– Yo tampoco. Pero ni tú ni yo podemos hacer nada. -Se besaron-. Gracias por la copa.

– Gracias por la visita. Y por ser tan estupenda. ¿Te… te cae bien verdad, Virginia?

– Lo encuentro fantástico. ¿Contestarás ahora a la invitación?

– Desde luego.

– Y, Alexa, cómprate un vestido de ensueño.

5

Edmund Aird entró con su “BMW” en el aparcamiento del aeropuerto de Edimburgo cuando el avión del puente aéreo de las siete emergía de las nubes y se disponía a aterrizar. Sin prisas, buscó una plaza, aparcó, salió del coche y cerró la puerta, sin dejar de observar el avión. Había calculado bien el tiempo y ello le producía una viva satisfacción. Le impacientaba tener que esperar algo o a alguien. Cada instante era precioso y perder aunque sólo fueran cinco minutos paseando sin hacer nada le ponía nervioso.

Salió del aparcamiento, cruzó la carretera y entró en la terminal. El aparato que traía a Virginia había aterrizado ya. Había gente esperando a los viajeros. Un grupo heterogéneo. Unos daban muestras de viva agitación mientras otros aparentaban una total indiferencia. Una mujer joven con tres niños pequeños que alborotaban dando vueltas a su alrededor perdió la paciencia y dio un cachete a uno de ellos. El niño empezó a berrear. El carrusel de los equipajes comenzó a girar. Edmund hacía sonar las monedas en el bolsillo del pantalón.

– Edmund.

Al volverse vio a un hombre al que encontraba casi todos los días en el club a la hora del almuerzo.

– ¿A quién esperas?

– A Virginia.

– Yo espero a mi hija y a mis dos nietos. Vienen a pasar una semana con nosotros. Unos amigos se casan y la niña va a ser dama de honor. Por lo menos, el avión ha llegado puntualmente. La semana pasada tomé el puente de las tres y no despegamos de Heathrow hasta las cinco y media.

– Sí. Desde luego, es una lata.

Las puertas de lo alto de la escalerilla se abrieron y los pasajeros empezaron a bajar. Algunos buscaban a los que los esperaban, otros parecían desorientados y angustiados cargados con un excesivo equipaje de mano. Había la proporción normal de hombres de negocios que regresaban de asistir a reuniones y conferencias en Londres con la consabida cartera, el paraguas y el periódico doblado. Uno, con toda naturalidad, llevaba un ramo de rosas rojas.

Edmund, aguardando la aparición de Virginia, los observaba. Al verlo, alto y elegantemente vestido, nadie hubiera podido sorprender ni asomo de la inquietud que sentía en sus ojos de pesados párpados o en sus facciones. Porque Edmund no estaba seguro de que Virginia se alegrara de verlo allí.

Desde la tarde en que le había dado a conocer su decisión de enviar a Henry al internado, sus relaciones eran dolorosamente tensas. Era su primera pelea y aunque era hombre que podía prescindir perfectamente de la aprobación de sus semejantes, todo aquello le fastidiaba y estaba deseando que acabara de una vez aquella glacial cortesía que se había instalado entre ellos dos.

No tenía muchas esperanzas. En cuanto la escuela primaria de Strathcroy inició las vacaciones de verano, Virginia se llevó a Henry a Devon, a pasar tres largas semanas en casa de sus padres. Edmund esperaba que aquella larga separación curase las heridas y pusiera fin al mal humor de Virginia, pero las vacaciones, pasadas en compañía de su adorado hijito, parecían haber endurecido su actitud y había regresado a Balnaid más fría que nunca.

Edmund podía soportarlo, pero sabía que la tensión que existía entre ellos no pasaba inadvertida a Henry. El niño se había vuelto reservado y llorica y estaba más apegado que nunca a su precioso Moo. Edmund odiaba a Moo. Le parecía ofensivo que su hijo fuera incapaz de dormirse sin aquel asqueroso pingo de manta. Hacía meses que decía a Virginia que se lo quitara pero Virginia, por lo visto, había hecho caso omiso de sus consejos. Ahora sólo faltaban unas semanas para que Henry se fuera a Templehall y allí harían lo que no había hecho ella.

Después del desastre de las vacaciones en Devon, Edmund frustrado ante la obstinada reserva de Virginia, pensó en provocar otra pelea a fin de precipitar las cosas. Pero decidió que con ello sólo conseguiría empeorar la situación. En su actual estado de animo, Virginia era capaz de hacer las maletas y marcharse a Leesport, Long Island, a casa de sus amantísimos abuelos, que acababan de regresar del crucero. Allí la mimarían como siempre y le dirían que tenía razón y que Edmund era un monstruo obstinado por pretender separarla del pequeño Henry.

De modo que Edmund optó por no remover el asunto e intentar capear el temporal. Al fin y al cabo, no pensaba cambiar de idea ni hacer concesiones. En realidad, era Virginia quien debía decidir si entraba en razón.

Cuando anunció que se iba a Londres a pasar unos días, Edmund recibió la noticia con alivio. Si unos días de diversiones y compras no podían disipar su mal humor, nada lo lograría. Henry, dijo ella, se quedaría con Vi. Él podía hacer lo que quisiera. Por lo tanto, metió a los perros en las perreras de Gordon Gillock, cerró Balnaid y pasó la semana en su piso de Moray Place.

Aquella semana de soledad no le supuso ningún sacrificio. Sencillamente, barrió de su mente todos los problemas domésticos, se dejó absorber por el trabajo y disfrutó de la oportunidad de efectuar largas y productivas jornadas en el despacho. Por otra parte, la noticia de que Edmund Aird estaba en la ciudad solo se propagó rápidamente. Los hombres atractivos estaban siempre muy solicitados y le llovieron las invitaciones a cenar. Durante la ausencia de Virginia, había salido todas las noches.

Pero la verdad era que él quería a su mujer y le dolía profundamente el obstáculo que estaba interponiéndose durante tanto tiempo entre ellos como un pantano fétido. Mientras esperaba verla aparecer, hacía votos fervorosos para que las diversiones de Londres la hubieran dispuesto a una tesitura más razonable.

Por su propio bien. Porque él no tenía intenciones de vivir ni un día más bajo aquella nube de hostilidad y, como no hubiera depuesto su actitud, estaba decidido a quedarse en Edimburgo y no volver a Balnaid.

Virginia fue una de los últimos pasajeros en aparecer por la puerta. Empezó a bajar las escaleras. La vio inmediatamente. Se había cambiado de peinado y vestía ropa desconocida y evidentemente recién estrenada. Un pantalón negro, una blusa azul zafiro y un impermeable larguísimo que le llegaba casi a los tobillos. Además del bolso de mano, llevaba numerosas bolsas y cajas relucientes y extravagantes. Era la viva imagen de la mujer elegante recién llegada de una expedición a las mejores tiendas. Estaba guapísima y parecía unos diez años más joven.

Y era su mujer. Ahora se daba cuenta de lo mucho que la había echado de menos, a pesar de todo. No se movió. Sentía los latidos de su corazón.

Ella, al verlo, se detuvo. Sus miradas se encontraron. Aquellos ojos tan azules y brillantes. Durante un largo momento, sólo se miraron. Luego, ella sonrió y siguió bajando la escalera.

Edmund exhaló un largo suspiro en el que se mezclaban el alivio, la alegría y una especie de juvenil sosiego. Al parecer, Londres había surtido efecto. Todo se arreglaría. Sintió que su rostro se abría en una sonrisa irreprimible y fue a su encuentro. Diez minutos después, se encontraban en el coche, con el equipaje de Virginia en el portamaletas, las puertas cerradas y los cinturones abrochados. Los dos solos y juntos.

Edmund, agitó las llaves del coche en la mano y preguntó:

– ¿Qué quieres hacer?

– ¿Tú que sugieres?

– Podemos volver a Balnaid directamente. O quedarnos en el piso. O cenar en Edimburgo y después irnos a Balnaid. Henry pasa una noche más en casa de Vi, o sea que estamos libres.

– Me gustaría ir a cenar y después a casa.

– Pues eso haremos -Introdujo la llave y accionó el encendido-. He reservado mesa en “Rafaelli’s”

Maniobró por el abarrotado aparcamiento, se acercó a la garita y pagó. Luego salió a la carretera.

– ¿Qué tal Londres?

– Mucho calor y mucha gente. Pero bien. He visto a montones de gente y he ido por lo menos a cuatro fiestas, y Felicity tenía entradas para El fantasma de la ópera. He gastado tanto que cuando recibas las facturas te dará un ataque.

– ¿Te has comprado el vestido para la fiesta de los Steynton?

– Sí. Es un “Carolina Charles”. Una creación fabulosa. Y he ido a la peluquería.

– Ya veo.

– ¿Te gusta?

– Muy elegante. Y el impermeable es nuevo.

– Al llegar a Londres me vi tan provinciana, que perdí la cabeza. Es italiano. En Strathcroy no me servirá de mucho, desde luego, pero no pude resistirme.

Se reía. Esta era su dulce Virginia. Se sentía contento y agradecido y se propuso recordarlo cuando llegaran los inevitables estadillos de “American Express”.

– Ya veo que tendré que ir a Londres más a menudo -decía ella.

– ¿Has visto a Alexa?

– Sí y tengo muchas cosas que contarte, pero las reservaré para la cena. ¿Cómo está Henry?

– Llamé la otra noche. Como siempre, disfrutando. Vi invitó a Kedejah Ishak a tomar el té en Pennyburn y ella y Henry construyeron una presa en el arroyo y botaron barquitos de papel. Estaba muy contento de quedarse con Vi una noche más.

– ¿Y tú? ¿Qué has hecho?

– Trabajar. Cenar fuera. He hecho mucha vida de sociedad esta semana.

Ella le miró de soslayo.

– No me sorprende -dijo, sin rencor.

Tomó la carretera vieja de Glasgow desde la que se divisaba Edimburgo, con su impresionante aspecto de grabado romántico bajo el inmenso cielo gris acero. Las calles anchas y arboladas, la silueta de las espiras y las torres y, dominándolo todo, la sombría mole del castillo, con la bandera ondeando. Entraron en el barrio de New Town, con sus armoniosas plazas georgianas y sus espaciosos paseos. Los edificios habían sido limpiados recientemente y, a la última luz de la tarde, las fachadas de las ventanas y los pórticos clásicos con airosos remates en forma de abanico tenían color de miel.

Edmund, soslayando la zona de circulación de un solo sentido, se metió por un laberinto de callejones, fue a salir a una callecita adoquinada y detuvo el coche junto al bordillo, delante de un pequeño restaurante italiano. Al otro lado de la calle se levantaba una de las bonitas iglesias de Edimburgo. En lo alto de la torre, sobre el gran arco del pórtico, las manecillas de un reloj dorado se acercaban a las nueve. Cuando se apearon, empezaron a sonar las campanadas sobre los tejados. Nubes de palomas asustadas alzaron el vuelo en una explosión de alas. Cuando sonó la ultima campanada, volvieron a posarse en los alfeizares y parapetos, arrullando, con las alas recogidas, fingiendo que nada había ocurrido, como avergonzadas de su atolondrada agitación.

– Ya podían haberse acostumbrado al ruido. Haberse curtido.

– Nunca he visto un palomo curtido. ¿Y tú?

– Pues, ya que me lo preguntas, yo tampoco.

La cogió del brazo para llevarla hacia la puerta. El restaurante era pequeño, la iluminación tenue y el aire olía a café recién hecho, a ajo y a deliciosa cocina mediterránea. Estaba bastante concurrido y no había apenas mesas libres, pero el jefe de camareros, al verlos, fue a su encuentro.

– Buenas noches, Mr. Aird. Y Madame.

– Buenas noches, Luigi.

– Tengo su mesa preparada.

Era la mesa que Edmund había pedido, la del rincón, debajo de la ventana. Un mantel de algodón adamascado de color rosa, almidonado, unas servilletas de algodón adamascado de color rosa y una sola rosa en un esbelto florero. Acogedor, íntimo y alegre a la vez. El ambiente ideal para hacer las paces.

– Perfecto, Luigi, gracias. ¿Y el “Moet & Chandon”?

– Enfriándose, Mr. Aird.

Bebieron el champaña frío. Virginia dio detalles de sus actividades sociales, las exposiciones de arte que había visitado y el concierto del “Wigmore Hall”.

Seleccionaron el menú con calma. Dejaron de lado los raviolli y encargaron pâté de pato y salmón frío del Tay.

– No sé por qué te traigo a un restaurante italiano si tú vas a pedir salmón del Tay, que puedes comer en casa.

– Es que no hay en el mundo nada tan bueno y, después de todo el barullo de Londres, estoy harta de comida extranjera.

– No pienso preguntar con quién has comido.

– Ni yo con quién has comido tú -sonrió ella.

Sin prisa, saborearon una cena perfecta, que remataron con frambuesas con nata y un Brie de la consistencia justa. Ella le habló de la exposición de Burlington House, de los planes de Felicity Crowe para comprar un cottage en Dorset y trató de explicar, con gran lujo de confusos detalles, el argumento de El fantasma de la Ópera. Edmund, que ya lo conocía, la escuchaba absorto sólo por el placer de volver a tenerla delante, oír su voz y compartir sus alegrías.

Finalmente, retiraron los platos y sirvieron el café, negro y fragante, en tazas muy pequeñas. Y un platillo de obleas de chocolate a la menta.

Casi todas las mesas estaban vacías. Sólo quedaba otra pareja, tomando coñac. El hombre fumaba un puro.

La botella de “Moet & Chandon” estaba vacía y puesta boca abajo en el cubo.

– ¿Quieres un coñac? -preguntó Edmund.

– No. Nada más.

– Yo sí tomaría uno pero tengo que conducir.

– Podría conducir yo.

Él movió la cabeza.

– No necesito coñac -Se reclinó en la silla-. Me lo has contado todo, pero aún no me has hablado de Alexa.

– Lo reservaba para el final.

– ¿Porque es algo bueno?

– Yo creo que sí. No estoy segura de lo que pensarás tú.

– Vamos a ver.

– ¿No te pondrás victoriano?

– Me parece que nunca lo he sido.

– Alexa vive con un hombre. Se ha instalado con ella en la casa de Ovington Street.

Edmund no respondió en seguida. Luego, pausadamente preguntó:

– ¿Desde cuándo?

– Desde junio, creo. No nos dijo nada porque temía darnos un disgusto.

– ¿Es que cree que él no va a gustarnos?

– No. Imagino que ella cree que te gustará mucho. Pero no sabía cómo ibas a tomarlo. Por eso me ha pedido que te lo diga.

– ¿Tú lo has visto?

– Sí. Tiene buen aspecto y es simpático. Se llama Noel Keeling.

La taza de Edmund estaba vacía. Hizo una seña a Luigi para que volviera a llenársela. Luego removió el azúcar con aire pensativo y la mirada baja sin dejar traslucir sus sentimientos.

– ¿Qué piensas?

– Pienso que estoy pensando que creía que esto no iba a suceder nunca.

– ¿Y te alegras?

– Me alegro de que Alexa haya encontrado a alguien que la quiera lo suficiente como para pasar mucho tiempo a su lado. Las cosas hubieran sido más fáciles para todos si hubiesen ocurrido de una forma menos dramática, pero imagino que hoy en día es inevitable que, antes de tomar una decisión, los jóvenes vivan juntos una temporada. -Bebió un sorbo de café caliente y dejó la taza en el platillo-. Lo que ocurre es que es una niña tan extraordinariamente cándida.

– Ya no es una niña, Edmund.

– Cuesta trabajo no imaginar a Alexa como una niña.

– Pues tendremos que acostumbrarnos.

– Ya me doy cuenta.

– La idea de comunicarlo a la familia la pone nerviosa. Ella me pidió que te lo contara pero, en el fondo, tengo la impresión de que no le hace gracia que se haya descubierto su secreto.

– ¿Qué crees que debo hacer?

– Nada. Va a traerlo a Balnaid en septiembre, para el baile de los Steynton. Y todos nos comportaremos con la mayor naturalidad del mundo… como si fuera un amigo de la infancia o un compañero del colegio. No creo que podamos hacer más. El resto depende de ellos.

– ¿Fue idea tuya o de Alexa?

– Mía -respondió Virginia, no sin orgullo.

– Eres una chica lista.

– También hablé con ella de otras cosas, Edmund. Le dije que, durante las últimas semanas, tú y yo no habíamos sido precisamente muy buenos amigos.

– Y no exagerabas.

Ella le miró fijamente con sus ojos brillantes.

– Yo no he cambiado de opinión -le dijo-. Ni he cambiado de actitud. No quiero que Henry se vaya y creo que es muy niño y que cometes un error; pero sé que esta tensión está afectándole y he decidido que debemos dejar de pensar en nosotros y pensar un poco más en los niños. En Henry y en Alexa. Porque Alexa me dijo que no vendría si seguíamos asesinándonos con la mirada porque no soporta la idea de que entre nosotros pueda haber mal ambiente -Hizo una pausa, esperando que Edmund hiciera algún comentario. Como él calló, prosiguió-: Lo he pensado bien. Intenté imaginar lo que sería ir a Leesport y encontrar a mis abuelos tirándose los platos a la cabeza y no pude, y así tenemos que ser nosotros para Henry y Alexa. No me estoy rindiendo, Edmund. Nunca aceptaré tu idea. Pero lo que no se puede curar se tiene que aguantar. Además, te he echado de menos. No me gusta estar sola. En Londres no hacía más que desear que estuvieras conmigo -Apoyó los codos en la mesa, con la barbilla entre las manos-. Porque te quiero.

Al cabo de un momento, Edmund dijo:

– Lo siento.

– ¿Qué te quiera?

Negó con la cabeza.

– No; siento haber ido a Templehall y haber decidido el asunto con Colin Henderson sin consultarte. Debí tener más consideración. Fue un acto despótico.

– Nunca te había oído reconocer que estabas equivocado.

– Y espero que no vuelvas a oírme. Duele -Le cogió una mano-. ¿Un armisticio?

– Con una condición.

– ¿Qué condición?

– Que cuando llegue el día fatídico en que Henry tenga que ir a Templehall, no me pidas que lo acompañe. No creo que físicamente sea capaz de hacerlo. Más adelante, cuando ya me haya acostumbrado a estar sin él, quizá. Pero el primer día, no.

– Yo lo haré -asintió Edmund-. Yo le acompañaré.

Era tarde. La otra pareja se había marchado y los camareros trataban de disimular que no estaban deseando que Edmund y Virginia se fueran también a casa y les dejaran cerrar el local. Edmund pidió la cuenta y, mientras la esperaban, se reclinó en la silla, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño paquete envuelto en un grueso papel blanco y sellado con lacre rojo.

– Para ti -Lo puso encima de la mesa, entre los dos-. Un regalo de bienvenida.

6

En ningún otro sitio se encontraba Henry tan a gusto como en casa de Vi, cuando no podía estar en Balnaid, su casa. En Pennyburn tenía su propio dormitorio, un cuartito situado encima de lo que antes había sido la puerta principal, con una estrecha ventana que daba al jardín, el valle y las montañas. Por aquella ventana, doblando el cuello, podía ver hasta Balnaid, semiescondido entre los árboles, al otro lado del río y del pueblo. Por la mañana, cuando se sentaba en la cama veía al sol extender los largos dedos de sus primeros rayos sobre los campos y escuchaba el canto del mirlo que anidaba en las ultimas ramas del viejo saúco que crecía junto al arroyo. A Vi no le gustaban los saúcos, pero a este le había perdonado la vida porque era un árbol bueno para que Henry trepara. Y él había descubierto el nido del mirlo.

La habitación era tan pequeña que producía la impresión de estar durmiendo en un armario, y eso era estupendo. Había espacio para la cama y una cómoda con un espejo, y nada más. Un par de perchas clavadas detrás de la puerta hacían de armario y había una luz muy bonita a la cabecera y se podía leer en la cama. La alfombra era azul y las paredes blancas. Había un bonito cuadro de un bosque lleno de campanillas y las cortinas eran blancas, salpicadas de ramos de flores silvestres.

Era su última noche con Vi. Al día siguiente, su madre vendría a buscarlo para llevarlo a casa. Habían sido unos días muy raros, porque la escuela primaria de Strathcroy ya había empezado el curso de invierno y todos sus amigos habían vuelto a clase. Y Henry, que debía ir a Templehall, se había quedado sin nadie con quien jugar. Pero no importaba, porque Edie iba casi todas las mañanas a la casa y Vi siempre tenía grandes ideas para divertir y entretener a un niño. Habían trabajado en el jardín, le había enseñado a hacer galletas y, para ultima hora de la tarde, había sacado un puzzle gigante con el que habían batallado juntos. Una tarde, Kedejah Ishak había ido a tomar el té al salir de la escuela y ella y Henry habían construido una presa en el arroyo y habían acabado muy mojados. Otro día, Vi se lo había llevado de picnic al lago y habían recogido una colección de veinticuatro flores silvestres. Le había enseñado a prensarlas entre hojas de papel secante y libros gruesos y, cuando estuvieran listas, podría pegarlas en una libreta con cinta adhesiva.

Había cenado, se había bañado y ahora estaba en la cama, dentro de su saco de dormir, leyendo un libro de la biblioteca, Los famosos Cinco de Enid Blyton. Había oído dar las ocho en el reloj del recibidor y, luego, los pasos de Vi que subían pesadamente la escalera, lo que significaba que ahora entraría a darle las buenas noches.

La puerta estaba abierta. Dejó el libro y esperó. Ella apareció en la puerta, alta y maciza, y se sentó a los pies de la cama. Los muelles crujieron. Estaba calentito dentro del saco pero ella le había puesto una manta encima y a él le pareció que no había nada mejor que tener a alguien sentado en la cama y sentir la manta tirante sobre las piernas. Te sentías seguro.

Vi llevaba una blusa de seda con un broche de camafeo en el cuello y un jersey muy suave azul brezo, y traía las gafas, lo que quería decir que, si él quería, le leería un capitulo o dos de Los famosos Cinco.

– Mañana a estas horas estarás otra vez en tu cama -le dijo Vi-. Lo hemos pasado bien, ¿verdad?

– Sí -Pensó en lo mucho que se habían divertido. Quizá no estaba bien desear volver a casa y dejarla, pero por lo menos sabía que ella estaba segura y contenta en su casita. Le hubiera gustado poder pensar lo mismo de Edie.

Últimamente, Henry había dejado de visitar a Edie porque Lottie le daba miedo. Tenía un no sé qué de bruja, con aquellos ojos tan negros que nunca parpadeaban y aquella manera desmadejada de mover los brazos sin necesidad, y aquel río de palabras sin sentido que no podía llamarse conversación. Henry casi nunca sabía de que hablaba y se daba cuenta de que aquello fatigaba a Edie. Edie le había pedido que fuera amable con Lottie y él había hecho todo lo posible, pero la verdad era que la odiaba y no podía soportar que Edie tuviera a aquella prima tan rara metida en casa, viviendo con ella, un día y otro.

Había leído titulares en los periódicos de pobre gente que era asesinada con un hacha o con un cuchillo de trinchar la carne, y estaba seguro de que Lottie, si se enfadaba, era muy capaz de atacar a su querida Edie -quizá por la noche, en la oscuridad- y dejarla muerta y ensangrentada en el suelo de la cocina.

Tuvo un escalofrío. Vi lo notó.

– ¿Te preocupa algo?

– Pensaba en la prima de Edie. No me gusta.

– ¡Oh!, Henry.

– No creo que Edie esté segura a su lado.

Vi hizo una pequeña mueca.

– Si quieres que te diga la verdad, Henry, yo tampoco estoy muy contenta. Pero pienso que no es más que una gran prueba para Edie. Hablaremos de ello por la mañana, a la hora del café. Desde luego, Lottie es una señora muy pesada pero, aparte de volver loca a Edie con sus manías, no creo que sea peligrosa. Por lo menos, no como tú imaginas.

No le había dicho lo que imaginaba pero Vi lo adivinaba. Vi siempre adivinaba estas cosas.

– Tú cuidarás de ella, ¿verdad, Vi? ¿No dejarás que le pase nada?

– Te lo prometo. Y procuraré ver a Edie todos los días y enterarme de cómo está la situación. Y una tarde invitaré a Lottie a tomar el té y así Edie tendrá un respiro.

– ¿Cuándo crees que se irá Lottie?

– Eso no lo sé. Cuando esté mejor. Esas cosas llevan tiempo.

– Edie estaba tan contenta cuando vivía sola. Y ahora no está nada contenta. Y tiene que dormir en el sofá. Debe de ser terrible no poder dormir en tu propia habitación.

– Edie es una persona muy buena. Más que la mayoría de nosotros. Se sacrifica por su prima.

Henry pensó en Abraham e Isaac.

– Espero que Lottie no la sacrifique a ella.

Vi se echó a reír.

– Te dejas dominar por la imaginación. No te duermas preocupado por Edie. Piensa en que mañana volverás a ver a mamá.

– Sí. -Esto era mucho mejor-. ¿A qué hora crees que vendrá?

– Pues, verás, mañana tienes un día muy ocupado. Vas a salir con Willy Snoddy a cazar con sus hurones. Imagino que a la hora del té. Cuando vuelvas ya estará aquí.

– ¿Crees que me habrá traído algún regalo de Londres?

– Seguro.

– Quizá a ti te traiga otro.

– Yo no espero un regalo. Además, pronto será mi cumpleaños y entonces tendré regalos. Ella siempre me regala algo muy especial, algo que me hacía mucha falta y yo no lo sabía.

– ¿Cuándo es tu cumpleaños? Lo había olvidado.

– El quince de septiembre. La víspera del baile de los Steynton.

– ¿Harás un picnic?

Vi siempre organizaba un picnic el día de su cumpleaños. Iban todos, se reunían arriba, en el lago, encendían fuego y asaban salchichas, y Vi llevaba su pastel en una caja grande y cuando lo partía todos cantaban Cumpleaños feliz. El pastel era de chocolate o de naranja. El último había sido de naranja. Recordó el cumpleaños del año anterior.

Recordó el mal tiempo que había tenido, con viento y chaparrones que no consiguieron enfriar el entusiasmo de nadie. El año anterior, había regalado a Vi un cuadro que había dibujado con sus rotuladores y que su madre había mandado enmarcar y montar, como si fuera un cuadro de verdad. Vi lo tenía colgado en su habitación. Este año le regalaría la botella de vino de ruibarbo que le había tocado en la rifa del bazar.

Este año… Dijo:

– Este año yo no estaré.

– No. Este año estarás en el colegio.

– ¿No podrías celebrar el cumpleaños un poco antes para que yo pueda estar?

– Henry, los cumpleaños no se mueven. Pero no será lo mismo sin ti.

– ¿Me escribirás una carta contándomelo todo?

– Claro que sí. Y tú me escribirás a mí. ¡Habrá tantas cosas que querré saber!

– No quiero ir a ese colegio -dijo él.

– No. Ya lo sé. Pero tu padre piensa que debes ir. Y casi siempre tiene razón.

– Mamá tampoco quiere que vaya.

– Es por lo mucho que te quiere. Sabe que te echará de menos.

Descubrió entonces que era la primera vez que él y Vi hablaban de su marcha. Henry no quería ni pensar en ella y, mucho menos, hablar y Vi nunca había sacado la conversación. Pero descubrió que hablando se sentía mejor. Sabía que a Vi podía decírselo todo y que ella no lo contaría a nadie.

– Están peleados -dijo-. Hace tiempo que están peleados.

– Sí -repuso Vi-. Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes, Vi?

– Yo soy vieja pero no soy tonta. Y tu padre es mi hijo. Las madres saben muchas cosas de sus hijos. Lo bueno y lo menos bueno. No por eso dejan de quererles, pero les comprenden mejor.

– Es tan terrible que se hablen de ese modo.

– Debe de serlo.

– Yo no quiero ir al colegio, pero no puedo sufrir que estén enfadados. Es como si toda la casa estuviera enferma, como si flotara un dolor de cabeza.

– Si quieres saber lo que pienso, Henry -suspiró Vi-, creo que los dos son unos egoístas que no ven más allá de sus narices. Pero no puedo decir nada, porque no es asunto mío. Es otra de las cosas que una madre no debe hacer. Entrometerse.

– Yo quiero ir a casa mañana, pero… -La miró, dejó la frase sin terminar porque en realidad no sabía lo que intentaba decir.

Vi sonrió. Cuando sonreía, la cara se le fruncía en mil arrugas. Le oprimió la mano. Vi tenía la mano cálida, seca y áspera de tanto trabajar en el jardín.

– Hay un viejo refrán que dice que la separación aviva el cariño. Tus padres han estado separados unos días y han tenido tiempo para reflexionar. Estoy segura de que los dos se habrán dado cuenta de lo equivocados que estaban. Porque se quieren mucho y, si tú quieres a una persona, necesitas tenerle cerca, a tu lado. Necesitas hacerle confidencias, reírte con ella. Eso es tan importante como respirar. Estoy segura de que ahora ya lo han descubierto. Y también estoy segura de que todo volverá a ser como antes.

– ¿Segura de verdad, Vi?

– Segura de verdad.

Parecía tan convencida que Henry se convenció también. Qué bien. Fue como si se le hubiera quitado un gran peso de los hombros. Y esto hacía que todo pareciera mejor. Ni la idea de tener que marcharse de casa y dejar a sus padres para ir a Templehall interno parecía tan terrible. Nada podía ser tan malo como pensar que su casa no volvería a ser la misma. Más tranquilo y lleno de amor y gratitud hacia su abuela, Henry abrió los brazos, ella se inclinó y él se abrazó fuertemente a su cuello dándole prietos besos en la mejilla. Cuando se soltó, vio que ella tenía los ojos muy relucientes y vivos.

– Es hora de dormir -dijo.

De repente, sintió sueño. Se tendió en la cama y metió la mano debajo de la almohada, buscando a Moo.

Vi se rió, pero bajito, con una burla muy leve.

– ¿Y qué falta te hace ese pedazo de manta de bebé? Ya eres mayor. Ya sabes hacer galletas y puzzles y te acuerdas de los nombres de todas esas flores. Creo que ya puedes dormir sin Moo.

Henry arrugó la nariz.

– Pero esta noche no, Vi.

– Bueno. Esta noche, no. Pero mañana, a lo mejor.

– Sí. -Bostezó-. A lo mejor.

Ella se inclinó, le dio un beso y se levantó de la cama. Los muelles volvieron a crujir.

– Buenas noches, tesoro.

– Buenas noches, Vi.

Apagó la luz y salió de la habitación dejando la puerta abierta. La noche era tibia, con viento y olor a campo. Henry se puso de lado, se acurrucó y cerró los ojos.

7

Cuando, diez años antes, Violet Aird compró Pennyburn a Archie Balmerino, se convirtió en propietaria de una casa lóbrega y destartalada, sin más virtudes que la vista y el pequeño arroyo que saltaba en el linde occidental de la propiedad. El arroyo había dado el nombre a la casa.

Pennyburn se encontraba en el centro de la hacienda de Archie, sobre la ladera que ascendía desde el pueblo, y se llegaba por el camino posterior de Croy y un sendero lleno de roderas, infestado de cardos y cercado por unos postes torcidos y un alambre de espino roto.

El llamado jardín se hallaba en la pendiente, al sur de la casa. También estaba rodeado de estacas podridas y alambre destrozado, y consistía en un pequeño tendedero, un huerto lleno de maleza y un desolado gallinero invadido de unas ortigas que llegaban hasta la cintura.

La casa era de piedra parda, con el tejado gris y las maderas de color vino, y se hallaba en un abandono lamentable. Unas escaleras de hormigón conducían del jardín a la puerta y en el interior había unas habitaciones pequeñas y oscuras, un papel horrendo semidesprendido de las paredes, olor a humedad y goteo insistente de un grifo defectuoso.

Realmente, la propiedad era toda tan poco atractiva que Edmund Aird, cuando la vio por primera vez, recomendó a su madre que desistiera de vivir allí y siguiera buscando.

Pero a Violet, nadie sabía por qué, le gustó la casa. Llevaba deshabitada varios años, lo cual explicaba su penoso estado pero, a pesar del moho y la oscuridad, poseía cierto atractivo. Tenía el pequeño arroyo, que saltaba por la ladera, y tenía el paisaje. Mientras recorría la casa, Violet se detenía delante de una ventana, hacía una mirilla en el polvo del cristal con la yema de los dedos y veía el pueblo a sus pies, el río, el valle y las montañas. No encontraría otra casa con una vista como aquella. La vista y el arroyo la convencieron e hizo oídos sordos a los consejos de su hijo.

Acondicionar la casa constituyó una fantástica diversión. Se tardaron seis meses en terminar los trabajos y Violet, declinando amablemente la invitación de Edmund de quedarse en Balnaid hasta que su nuevo hogar estuviera habitable, los pasó viviendo en una caravana que alquiló en un parque situado a unas cuantas millas del pueblo. Nunca había vivido en una caravana, a pesar de que la idea siempre había seducido a su alma bohemia, y aprovechó la oportunidad. La caravana estaba aparcada detrás de la casa, entre hormigoneras, carretillas, palas e imponentes montones de escombros, y desde la puerta podía vigilar a los obreros y salir rápidamente a hablar con el sufrido arquitecto en cuanto veía bambolearse su coche por el camino. Los dos primeros meses de esta alegre vida gitana era verano y las únicas molestias fueron los mosquitos y una gotera. Pero, cuando empezaron a soplar los vendavales del invierno, la caravana tremolaba y oscilaba en su precario anclaje como una barca en la tempestad. A Violet le encantaba aquello y las noches de temporal eran para ella una emocionante diversión. Tendida en su cama, que era corta y estrecha para una dama de su envergadura, escuchaba el rugido del viento y veía correr las nubes por los fríos cielos iluminados por la luna.

Pero Violet no se dedicaba sólo a azuzar a los obreros alternando reproches y halagos. Para Violet, el jardín era aún más importante que la casa. Antes de que los hombres empezaran sus trabajos, había contratado a un hombre con un tractor que arrancó todos los postes que sostenían los alambres y se los llevó. En su lugar, plantó un seto de haya a cada lado del camino y alrededor de la propiedad. Al cabo de diez años, la cerca no era muy alta todavía, pero sí gruesa y firme, siempre con hojas y, por lo tanto, un buen refugio para los pájaros.

Dentro de la cerca, a cada lado de la casa, plantó árboles. Al Este, coníferas. No eran sus favoritos, pero crecían deprisa y servirían para protegerla de los vientos más fríos. Al Oeste, junto al arroyo, crecían retorcidos saúcos, sauces y cerezos blancos. Al pie del jardín puso sólo plantas bajas que no le quitaran vista. Allí, entre la áspera hierba, florecían azaleas y agrimonias y macizos de bulbos de primavera.

Dos arriates formaban semicírculo, uno herbáceo y otro de rosas y, entre los dos, una buena extensión de césped. Pero hacía pendiente y costaba trabajo cortarlo. Violet compró una segadora eléctrica, pero Edmund entrometiéndose otra vez decidió que su madre podía cortar el cable y electrocutarse, por lo que contrató a Willy Snoddy para que fuese un día a la semana a hacer este trabajo. Violet sabía perfectamente que Willy era mucho menos competente que ella en el manejo de máquinas complicadas, pero se resignó a la idea para no crear complicaciones. Cuando Willy tenía una de sus fenomenales resacas y no se presentaba, Violet, muy contenta, cortaba el césped con pericia.

Pero sin decírselo a Edmund.

En cuanto a la casa, la transformó por completo y la volvió del revés, convirtiendo la parte trasera en delantera y tirando tabiques. Ahora la puerta principal miraba al Norte y la vieja puerta delantera se había convertido en una vidriera por la que desde la sala de estar se salía directamente al jardín. Mandó quitar las escaleras de hormigón y poner en su lugar unos peldaños de piedra recuperada de un viejo dique en semicírculo. En los intersticios de las piedras crecían el poleo y el tomillo, que perfumaban el aire cuando se pisaban.

Tras mucho pensarlo, Violet decidió que no soportaba el color pardo de las paredes de piedra de Pennyburn y las hizo revocar y pintar de blanco. Las puertas y las ventanas estaban ribeteadas de negro, lo que confería a la fachada de la casa un aspecto cuidadoso y campestre a la vez. Para adornar la fachada, plantó una wistaria pero al cabo de diez años apenas le llegaba al hombro. Cuando alcanzara el tejado, ella probablemente ya habría muerto. A los setenta y siete años, había que conformarse con las robustas enredaderas anuales.

Lo que le faltaba era un invernadero. El de Balnaid había sido construido al mismo tiempo que la casa. Su existencia se debía a la insistencia de la madre de Violet, Lady Primrose Akenside, que no era amiga de intemperies. Lady Primrose opinaba que el invernadero era imprescindible para el que no tenía más remedio que vivir en la agreste Escocia. Aparte de mantener la casa bien abastecida de plantas de interior y de uva, servía para tomar el sol al abrigo de ese viento que cortaba como un cuchillo. Todo el mundo sabía que durante el invierno, la primavera y el otoño había muchos días de sol y viento. Pero Lady Primrose también pasaba en el invernadero buena parte del verano, recibiendo a sus amistades y jugando al bridge.

A Violet le gustaba el invernadero de Balnaid por razones menos mundanas: por el color, la paz, el olor a tierra húmeda, a helechos y a frisias. Cuando las inclemencias del tiempo impedían trabajar en el jardín, siempre podías trajinar en el invernadero y ¿qué mejor sitio para refugiarse después del almuerzo a intentar hacer el crucigrama del Times?

Sí, lo echaba de menos; pero, después de pensarlo, decidió que Pennyburn era demasiado pequeña y modesta para tan lujoso aditamento. Parecía que la casa quería aparentar aires de grandeza y resultaría ridícula, y Violet se guardaría bien de hacer semejante trastada a su nuevo hogar. Además, tampoco era tan duro intentar hacer el crucigrama en su abrigado y soleado jardín.

Ahora estaba en el jardín y llevaba trabajando toda la tarde, estacando las matas de margaritas de septiembre antes de que los vientos del otoño las tumbaran. El día convidaba a pensar en el otoño. Había refrescado y el aire desprendía cierto aroma picante. Los campesinos estaban cosechando y el lejano zumbido de las máquinas que trabajaban en los campos de cebada era propio de la estación y extrañamente tranquilizador. El cielo era azul pero las nubes venían cabalgando del Oeste. Un día de guiños, como decían los viejos, de sol y nubes.

A diferencia de mucha gente, a Violet no le entristecía pensar que acababa el verano y se acercaba un invierno largo y oscuro. “¿Cómo se puede vivir en Escocia?”, le preguntaban a veces. “Con ese tiempo tan inseguro, con tanta lluvia, con tanto frío.” Violet sabía que ella no podría vivir en ningún otro sitio y nunca había sentido el deseo de marcharse. En vida de Geordie, viajaban mucho. Habían explorado Venecia y Estambul y recorrido los museos de Florencia y de Madrid. Un año hicieron un crucero arqueológico a Grecia; otra vez navegaron por los fiordos de Noruega hasta el Circulo Ártico y el sol de medianoche. Pero sin él no sentía deseos de ir a ningún sitio. Prefería quedarse aquí, donde sus raíces eran profundas, rodeada de una tierra que conocía desde niña. Y en cuanto al tiempo, se desentendía de él, sin importarle si helaba, nevaba, soplaba el viento, llovía o achicharraba, siempre y cuando ella pudiera estar al aire libre y formar parte del cuadro.

Y así lo demostraba su piel, curtida y arrugada como la de un viejo campesino. Pero, a los setenta y siete años, ¿qué importaban unas cuantas arrugas? Era un bajo precio que pagar por una vejez activa y enérgica.

Clavó la ultima estaca y retorció el último alambre. Listos. Retrocedió para contemplar su obra. Las cañas se veían, pero en cuanto las flores revinieran quedarían disimuladas. Miró el reloj. Casi las tres y media. Suspiró. Siempre sentía tener que entrar en casa. Pero se quitó los guantes y los dejó caer en la carretilla, luego recogió las herramientas, las cañas sobrantes y el rollo del alambre y lo llevó todo al garaje donde guardó cada cosa en su sitio, hasta el próximo día.

Luego, entró por la puerta de la cocina, se quitó las botas empujando con los dedos gordos de los pies y colgó la chaqueta de un gancho. Llenó de agua el cazo eléctrico y lo conectó. Preparó una bandeja con dos tazas y dos platos, una jarra de leche, un azucarero y un platillo de galletas digestivas al chocolate. (Virginia no comería nada con el té, pero Violet no se resistía a un ligero tentempié.)

Subió a su habitación, se lavó las manos, sacó un par de zapatos, se arregló el pelo y se empolvó la nariz. En aquel momento oyó que un coche subía la cuesta y entraba en el sendero. La portezuela del coche chasqueó, se abrió la puerta de la casa y sonó la voz de Virginia.

– Vi.

– Ahora mismo bajo.

Se arregló las perlas, se sujetó un mechón de pelo y bajó. Su nuera estaba en el recibidor, esperándola; sus largas piernas estaban enfundadas en un pantalón de pana y llevaba una chaqueta de cuero sobre los hombros. Violet observó que se había cambiado el peinado, tenía el pelo echado hacia atrás y recogido en la nuca con un lazo. Estaba elegante y natural, como siempre, y más contenta de lo que Violet la había visto en mucho tiempo.

– Virginia, me alegro de verte otra vez en casa. Y que elegante estás. Me gusta el peinado -Se besaron-. ¿Te lo hicieron en Londres?

– Sí; pensé que ya era hora de cambiar de imagen -Miró en derredor-. ¿Dónde está Henry?

– Salió con Willy Snoddy a cazar con hurones.

– ¡Oh!, Vi…

– No te apures. Volverá dentro de media hora.

– No es la hora lo que me preocupa sino por que ha tenido que salir con ese viejo granuja.

– Bueno, todos los chicos de su edad están en el colegio y no tiene con quien jugar. El otro día estuvo hablando con Willy Snoddy, que había venido a segar la hierba, y Willy le invitó a ir de caza. Parecía muy ilusionado y le di permiso. No te parece bien, ¿verdad?

Virginia rió moviendo la cabeza.

– No es eso. Es sólo que me ha pillado por sorpresa. ¿Crees que Henry tiene idea de lo que es la caza con hurones? Es una cosa bastante sangrienta.

– Lo ignoro. Pero ya nos enteraremos cuando vuelva. Willy se encargará de traerlo a la hora.

– Siempre creí que no te fiabas en absoluto de ese borrachín.

– No se atrevería a faltar a una promesa que me haya hecho a mí y por la tarde nunca se emborracha. Cuenta, ¿cómo estás? ¿Lo has pasado bien?

– Muy bien. Toma… -Puso en manos de Violet un paquete plano, con un envoltorio impresionante-. Un regalo de la gran ciudad.

– Hija, no era necesario.

– Es por cuidar de Henry.

– Me gusta tenerlo conmigo. Pero está deseando verte y volver a Balnaid. Esta mañana, ya había hecho el equipaje mucho antes del desayuno. Bueno, quiero que me lo cuentes todo. Ven a ver cómo abro el regalo.

La llevó a la sala y se instaló en su butaca, al lado de la chimenea. Era un alivio descansar los pies. Virginia se sentó en el brazo del sofá y se quedó mirándola. Violet deshizo el lazo de la cinta y quitó el papel. Apareció una caja plana, naranja y marrón. Levantó la tapa. Dentro, bajo dos capas de papel de seda, había un pañuelo “Hermès”.

– ¡Oh!, Virginia. Es demasiado.

– No más de lo que mereces.

– Pero tener a Henry en casa ha sido fantástico.

– A él también le he traído un regalo. Está en el coche. pensé que podría abrirlo aquí, antes de irnos a casa.

El pañuelo era una fantasía de rosas azules y verdes en seda. Ideal para animar el vestido de lana gris.

– No sabes cuanto te lo agradezco. Es precioso. Y ahora… -dobló el pañuelo, lo guardó en la caja y lo dejó a un lado-. Ahora, mientras tomamos el té, me cuentas cosas de Londres. Quiero todos los detalles. ¿Cuándo has vuelto?

– Anoche, en el puente. Edmund me esperaba en Turnhouse, cenamos en Edimburgo, en el “Rafaelli’s, y después volvimos a Balnaid.

– Espero… -Violet miró fijamente a Virginia-, espero que aprovecharais el tiempo para liquidar vuestras diferencias.

Virginia no disimuló su confusión.

– ¡Oh!, Vi. ¿Tanto se notaba?

– Era evidente para todo el que tuviera ojos en la cara. Yo no he querido decir nada hasta ahora, pero debéis comprender que para Henry es muy triste que sus padres no estén en buena armonía.

– ¿Te ha dicho algo Henry?

– Sí. Está muy nervioso. Creo que piensa que tener que ir a Templehall es ya bastante malo, pero el que tú y Edmund andéis a la greña es más de lo que puede soportar.

– No andábamos lo que se dice a la greña.

– La cortesía glacial es casi peor.

– Lo sé. Y lo siento. Edmund y yo hemos tenido una explicación. Nada ha cambiado. Edmund no cede y yo sigo pensando que es una tremenda equivocación. Pero hemos firmado una tregua. -Con una sonrisa mostró su fina muñeca rodeada por una ancha pulsera de oro-. Me lo dio después de cenar. Un regalo de bienvenida. Sería de muy mal gusto seguir enfurruñada.

– No sabes cuánto me alegro. He conseguido convencer a Henry de que los dos lo habíais pensado mejor y volvíais a ser amigos. Es un alivio no tener que pensar que le he engañado. Él necesita mucha seguridad, Virginia, mucha tranquilidad.

– Vi, como si no lo supiera…

– Hay otra cosa. Está muy preocupado por Edie. Tiene miedo de Lottie. Piensa que Lottie puede hacerle daño.

Virginia frunció el entrecejo.

– ¿Eso te ha dicho?

– Hemos hablado de ello, sí.

– ¿Y crees que tiene razón?

– Los niños tienen instinto. Lo mismo que los perros. Reconocen el mal donde quizá los adultos no sabemos verlo.

– El mal es una palabra muy fuerte, Vi. Esa mujer me da escalofríos, pero siempre he intentado convencerme de que no es más que una pobre desequilibrada inofensiva.

– Realmente, no sé qué decirte. Pero prometí a Henry que entre todos vigilaríamos lo que ocurre. Si te habla de eso, escúchale y procura tranquilizarle.

– Desde luego.

– Ahora… -una vez despachados los asuntos urgentes, Violet llevó la conversación hacia temas más placenteros-, háblame de Londres. ¿Te compraste el vestido? ¿Y qué más hiciste? ¿Viste a Alexa?

– Sí. -Virginia se inclinó para volver a llenarse la taza-. Sí, me compré el vestido y sí, vi a Alexa. Y de eso quiero hablarte. Ya se lo he dicho a Edmund.

A Violet le dio un vuelco el corazón ¿Que ocurría ahora?

– ¿Está bien?

– Mejor que nunca. -Virginia se apoyo en el respaldo de la silla-. Hay un hombre en su vida.

– ¿Alexa tiene novio? ¡Qué alegría! Empezaba a pensar que a mi niña no iba a ocurrirle nunca nada interesante.

– Viven juntos, Vi.

Momentáneamente, Vi se quedó sin habla. Luego:

– ¿Viven juntos?

– Sí. Y no son conjeturas. Ella me pidió expresamente que te lo dijera.

– Pero, ¿dónde viven juntos?

– En Ovington Street.

– Pero… -Violet, aturdida, no encontraba palabras-. Pero…¿desde cuándo?

– Hace unos dos meses.

– ¿Quién es él?

– Se llama Noel Keeling.

– ¿Qué hace?

– Se dedica a la publicidad.

– ¿Cuántos años tiene?

– Es de mi edad. Guapo. Simpático.

La edad de Virginia. Violet tuvo un pensamiento horrendo.

– Espero que no esté casado.

– No. Es un soltero muy apetecible.

– ¿Y Alexa…?

– Alexa está radiante de felicidad.

– ¿Crees que se casarán?

– Ni idea.

– ¿Es bueno con ella?

– Supongo que sí. Lo vi sólo unos momentos. Volvía de la oficina y bebimos algo todos juntos. Llevaba unas flores para Alexa. Y él no sabía que yo iba a estar allí, o sea que no las compró para impresionarme.

Violet guardaba silencio, intentado asumir la asombrosa revelación. Vivían juntos. Alexa vivía con un hombre. Compartía la cama, compartía la vida. Sin estar casados. No le parecía bien, pero sería mejor guardarse su opinión. Lo importante era que Alexa supiera que todos estarían a su lado, pasara lo que pasara.

– ¿Qué dijo Edmund?

Virginia se encogió de hombros.

– No mucho. Desde luego, no piensa coger el primer avión con la escopeta bajo el brazo. Pero me parece que esta preocupado, aunque sólo sea porque Alexa es bastante rica… Tiene la casa y el dinero que heredó de Lady Cheriton. Que, según Edmund, es bastante.

– ¿Teme que el joven pueda ir tras el dinero?

– Es una posibilidad, Vi.

– Tú lo viste. ¿Qué piensas de él?

– Me gustó…

– ¿Pero con reservas?

– Tiene buena presencia. Aplomo. Como te digo, simpático. No estoy segura de si me fiaría de él…

– ¡Ay, Dios mío!

– Pero es una opinión personal. Puedo estar equivocada.

– ¿Y qué hacemos?

– No podemos hacer nada. Alexa tiene veintiún años y debe decidir por sí misma.

Violet comprendía que así era. Pero Alexa… tan lejos. En Londres.

– Si, al menos, pudiéramos conocerlo. Eso haría las cosas más normales.

– Estoy completamente de acuerdo y lo conocerás. -Violet miró a su nuera y vio que sonreía, tan satisfecha de si misma como el gato que se ha comido la nata-. Mal que me pesara, hice el papel de madre, les hablé y estuvieron de acuerdo en venir para el fin de semana de la fiesta de los Steynton. Se hospedarán en Balnaid.

– ¡Qué idea más inteligente! -Violet hubiera dado un beso a Virginia de buena gana-. Eres una chica brillante. La mejor manera de disponer las cosas sin darle bombo.

– Es lo que pensé. Y hasta Edmund está de acuerdo. Pero vamos a tener que ser muy naturales, muy prudentes y muy circunspectos. Ni miradas insinuantes ni observaciones de doble sentido.

– ¿O sea, que no podré hablar de boda? -Virginia asintió. Violet lo meditó-. Nunca lo mencionaría. Soy lo bastante moderna como para darme cuenta de cuando tengo que cerrar la boca. Pero los jóvenes, con eso de vivir juntos se crean situaciones muy difíciles. Y nos plantean problemas a nosotros. Si le hacemos mucho caso, el chico pensará que lo presionamos y saldrá corriendo y destrozará el corazón de Alexa. Y, si no le hacemos suficiente caso, Alexa pensará que no nos gusta y eso le destrozará el corazón.

– Yo no estaría tan segura. Alexa está más mujer, más segura de sí misma. Ha cambiado.

– No podría soportar verla sufrir.

– Me temo que ya no podemos protegerla. Las cosas han ido demasiado lejos.

– Sí -asintió Violet, sintiéndose reconvenida en cierto modo. No era el momento de alimentar aprensiones. Si había de ser de alguna utilidad a alguien debía conservar la sensatez-. Tienes toda la razón. Todos tenemos que…

Pero no pudo decir más. Oyeron abrirse y cerrarse la puerta principal.

– ¡Mami!

Henry había vuelto. Virginia dejó la taza y se levantó de un salto, olvidándose de Alexa. Se dirigió hacia la puerta, pero Henry llegó antes, sofocado por la alegría y la carrera cuesta arriba.

– ¡Mami!

Ella abrió los brazos y él se precipitó en ellos.

8

En las cenas a las que asistía Edmund nunca faltaba alguien bien intencionado que le preguntaba si no le resultaba muy pesado ir y volver todos los días de Strathcroy a Edimburgo, cada mañana y cada tarde, un día sí y otro también. La verdad era que Edmund no daba importancia al viaje. Volver a Balnaid junto a su familia era más importante que el considerable esfuerzo que ello requería y sólo una cena de negocios en Edimburgo, un avión de primera hora de la mañana o unas carreteras intransitables a causa del invierno le hacían quedarse en la ciudad y pernoctar en el piso de Moray Place.

Además, le gustaba conducir. Su coche era potente y seguro y la autovía que cortaba el Forth y llegaba hasta Relkirk vía Fife le resultaba tan familiar como la palma de la mano. Más allá de Relkirk, por carreteras interiores, tenía que aminorar la velocidad, pero el viaje rara vez le llevaba más de una hora.

Utilizaba aquel tiempo para descargar la tensión acumulada durante un día de decisiones y para concentrarse en las facetas no menos absorbentes de su ajetreada vida. En invierno, escuchaba la radio. Pero no las noticias ni los debates políticos… Cuando recogía la mesa y guardaba bajo llave todos los documentos confidenciales, tenía ya bastante de lo uno y de lo otro. Escuchaba Radio Tres, música clásica y gran teatro. El resto del año, a medida que las horas de luz se alargaban y ya no hacía el viaje en la oscuridad, hallaba mucho más placer y más descanso en la contemplación del desfile de las estaciones por el campo. El arado, la siembra, el reverdecer de los árboles; los primeros corderos que salían a los pastos, la maduración de las cosechas, los recolectores de frambuesas, en las largas hileras de canas, la recolección, las hojas del otoño, la primera nieve.

Ese día, aquella hermosa tarde de viento, recolectaban. La escena era a un tiempo bucólica y espectacular. Un sol inestable bañaba los campos y las granjas, pero el aire era tan diáfano que se veía, con claridad pasmosa, hasta la ultima cañada de las lejanas montañas. La luz se derramaba sobre las montañas dándoles marcado relieve, el río que corría junto a la carretera relucía y centelleaba; y el cielo, poblado de nubes, era infinito.

Hacía tiempo que Edmund no se sentía tan contento. Había recobrado a Virginia. El regalo había sido su manera de pedirle perdón por todo lo que le había dicho el día de la primera discusión, cuando la acusó de asfixiar a Henry, de quererlo para ella sola por puro egoísmo, de no pensar más que en sí misma. Ella había aceptado la pulsera con gratitud y amor y su sincera complacencia había sido un autentico perdón.

La víspera, después de cenar en “Rafaelli’s”, volvieron a Balnaid entre unos campos sumidos entre dos luces, bajo un celaje fastuoso, rosa encendido por el Oeste y con unas franjas como el carbón, que parecían trazadas por un pincel gigantesco.

La casa estaba vacía. No recordaba cual había sido la última vez que había ocurrido esto y ello hizo su llegada más especial. Sin perros, sin niños, solos los dos. Descargó el equipaje, subió dos whiskies de malta a la habitación y se sentó en la cama a ver cómo ella deshacía las maletas. No había prisa, porque toda la casa, la noche, la dulce oscuridad eran suyas. Después, él se duchó; Virginia tomó un baño. Vino a él perfumada y fresca y su abrazo fue más grato y más dulce que nunca.

Sabía que entre los dos se interponía todavía la causa de discordia. Virginia no quería perder a Henry y Edmund estaba decidido a que se fuera. Pero, por el momento, habían dejado de pelear y, con un poco de suerte, quizá la cuestión permaneciera enterrada para siempre.

Había, además, otras cosas buenas en perspectiva. Esta noche volvería a ver a su hijo después de una semana de separación. Habría mucho que contar y mucho que escuchar. Y, después, el mes próximo, en septiembre, Alexa traería a casa a su compañero.

El bombazo de Alexa había pillado desprevenido a Edmund; lo desconcertó, pero no lo escandalizó ni lo indignó. Quería mucho a su hija y reconocía sus cualidades; pero, desde hacía un par de años, había deseado más de una vez verla madurar por fin. Empezaba a resultarle embarazoso tener una hija de veintiún años tan candorosa, tímida y, además, llenita. Estaba acostumbrado a verse rodeado de mujeres elegantes y sofisticadas (su misma secretaria era un bombón) y se disgustaba consigo mismo por su impaciencia e irritación con Alexa. Y ahora, ella solita había encontrado a un hombre y, según Virginia, un hombre muy presentable.

Quizá debiera adoptar una actitud más severa. Pero a él nunca le había gustado el papel de pater familias y le preocupaba más el aspecto humano que el moral.

Pensaba regirse por su propio código como siempre que se le planteaba un dilema. Actuar en positivo, proyectar en negativo y no esperar nada. Lo peor que podía ocurrir era que Alexa sufriera. Para ella sería una experiencia nueva y terrible pero, por lo menos, la haría más madura y, era de esperar, más fuerte.

Edmund entró en Strathcroy cuando el reloj de la iglesia daba las siete. Estaba deseando llegar a casa. Ya estarían allí los perros, que Virginia habría ido a recoger a las perreras; y encontraría a Henry, en el baño o tomando el té en la cocina. Se sentaría a verle comer sus barritas de pescado, sus hamburguesas al queso o el potingue que su hijo hubiera elegido para cenar y escucharía sus andanzas de toda la semana mientras bebía un gintonic largo y fuerte.

Esto le recordó que no tenían agua tónica. Se habían descuidado y en el armario de las bebidas no quedaba ni un solo botellín del insustituible ingrediente. Edmund tenía intención de comprar una caja en Edimburgo pero se le olvidó. Por ello, en lugar de cruzar el puente que conducía a Balnaid siguió hasta el pueblo y paró delante del supermercado pakistaní.

Las demás tiendas habían cerrado hacía rato, pero los pakistaníes no cerraban nunca, o eso parecía. Mucho después de las nueve de la noche, seguían despachando briks de leche, pan, pizzas y platos precocinados.

Se apeó del coche y entró en la tienda. Había otros clientes, pero llenaban ellos mismos sus cestillos metálicos con los artículos de las estanterías o eran atendidos por Mr. Ishak, y fue Mrs. Ishak quien, desde detrás del mostrador, saludó a Edmund con una sonrisa que le marcó unos hoyos en las mejillas. Era una mujer de agradable aspecto, con unos enormes ojos orlados de kohl, que esta tarde vestía de seda amarillo paja y se cubría la cabeza y los hombros con un pañuelo también de seda pero de un amarillo más pálido.

– Buenas noches, Mr. Aird.

– Buenas noches, Mrs. Ishak. ¿Cómo está?

– Muy bien, muchas gracias por su interés.

– ¿Y Kedejah?

– Viendo la televisión.

– Creo que la otra tarde estuvo en Pennyburn jugando con Henry.

– Cierto y, Dios mío, volvió a casa empapada.

Edmund rió.

– Construían pantanos. Espero que no se molestara usted.

– En absoluto. Se divirtió mucho.

– Necesito agua tónica, Mrs. Ishak. ¿Tienen ustedes?

– Naturalmente. ¿Cuántas botellas?

– ¿Dos docenas?

– Si aguarda un momento, las traeré del almacén.

– Muchas gracias.

La mujer se fue y Edmund se quedó esperando pacientemente. Una voz dijo a su espalda:

– Mr. Aird.

Sonó tan cerca, casi pegada a su hombro, que se sobresaltó. Dio media vuelta y se encontró frente a Lottie Carstairs, la prima de Edie. Desde que vivía con Edie, Edmund la había visto de lejos un par de veces deambulando por el pueblo y la había rehuido. Pero ahora no había escapatoria. Lo tenía acorralado.

– Buenas tardes.

– ¿Se acuerda de mí? -Hablaba con gazmoñería. A Edmund no le hizo ninguna gracia ver aquella cara descolorida y bigotuda tan cerca. Su pelo tenía el color, y casi la textura, del estropajo de aluminio, tenía las cejas muy arqueadas y sus ojos redondos y de color uva pasa miraban sin pestañear. Por lo demás, su aspecto era relativamente normal. Llevaba una blusa, una falda, un cardigan verde y largo adornado con un broche rutilante y unos zapatos de tacón alto sobre lo que se tambaleaba ligeramente mientras hablaba con Edmund-. Estaba en casa de Lady Balmerino y ahora estoy en casa de Edie Findhorn. Le he visto alguna vez por el pueblo, pero hasta ahora no había tenido la ocasión de charlar con usted…

Lottie Carstairs. Debía de rondar los sesenta, pero no había cambiado mucho desde la época en que trabajaba en Croy y tenía en vilo a toda la casa con sus modales sigilosos y aquella habilidad para presentarse de improviso donde menos falta hacía. Archie juraba que espiaba por el ojo de las cerraduras y solía abrir las puertas con brusquedad, esperando pillar a Lottie. Edmund recordaba que por las tardes solía ponerse un vestido de lana marrón y un delantal de muselina. Lo del delantal de muselina no era idea de Lady Balmerino sino de Lottie. Archie decía que lo llevaba para simular humildad. Aquel traje marrón tenía redondeles oscuros debajo del brazo. Lo peor de Lottie era el olor.

La familia se quejaba a voz en cuello y Archie pidió a su madre que hiciera algo para resolver aquella situación. O despedía a la condenada mujer o le exigía un poco de higiene. Pero la pobre Lady Balmerino, en vísperas de la boda de Archie, con todas las camas ocupadas y una recepción en perspectiva para la víspera del gran día, no se atrevía a despedir a su doncella. Y fue incapaz de llamar a Lottie y decirle cara a cara que olía mal.

Cuando se veía atacada, esgrimía frágiles excusas.

– Alguien tiene que limpiar las habitaciones y hacer las camas.

– La cama nos la haremos nosotros.

– La pobre no tiene más que un vestido.

– Cómprale otro.

– Deben de ser los nervios.

– Pero podría lavarse de vez en cuando. Regálale una pastilla de jabón.

– No estoy segura de que eso lo arregle. Quizá en Navidad… podría regalarle polvos talco…

Pero ni siquiera este tímido plan llegó a realizarse porque, poco después de la boda, Lottie dejó caer la bandeja y rompió el juego de té de porcelana Rockingham y, por fin, Lady Balmerino comprendió que no tenía más remedio que despedirla. Lottie ya no estuvo en Croy en Navidad. Ahora, atrapado en la tienda de Mrs. Ishak, Edmund se preguntaba si todavía olería. No tenía el menor deseo de averiguarlo. Aparentando naturalidad, retrocedió unos pasos.

– Sí -dijo, con toda la cordialidad que le fue posible-. Claro que la recuerdo…

– ¡Qué tiempos aquellos! El año en que Archie se casó con Isobel. ¡Ah, qué tiempos! Recuerdo que usted vino de Londres para la boda y estuvo entrando y saliendo toda la semana para ayudar a Lady Balmerino. Parece que hace un siglo.

– Sí.

– Y todos ustedes tan jóvenes. Y Lord y Lady Balmerino tan buenas personas. Croy ha cambiado, dicen, y no a mejor. Pero todos tenemos malas rachas. Fue una pena que muriera Lady Balmerino. Siempre fue muy buena conmigo. Y también con mis padres. Mi padre y mi madre murieron. Usted lo sabía, ¿verdad? Tenía muchas ganas de hablar con usted, pero hasta ahora no se me había presentado la ocasión. Y todos ustedes tan jóvenes. Y Archie con sus dos buenas piernas… ¡Qué cosa que le volaran la pierna! Nunca oí nada tan ridículo…

“Vamos, Mrs. Ishak, dese prisa. Mrs. Ishak vuelva pronto”.

– …lo sé todo por Edie, naturalmente; me preocupa Edie, está muy gruesa y eso no puede ser bueno para el corazón. ¡Y aquella Pandora! Dando vueltas por toda la casa como una peonza. ¡Y qué disgusto cuando se fue! Es curioso que no haya vuelto. Siempre pensé que volvería para Navidad, pero no. Y no presentarse ni para el entierro de Lady Balmerino, en fin, no me gusta decir estas cosas, pero para mí que su comportamiento fue muy poco cristiano. Claro que ella siempre fue una fresca, en todos los aspectos… eso lo sabemos muy bien usted y yo, ¿no?

Entonces lanzó una carcajada chillona y dio a Edmund una palmada amigable pero dolorosa en el brazo. Él tuvo que hacer un esfuerzo para no devolverle el golpe, con un buen puñetazo en la punta de su nariz larga y fisgona. Ya la veía plegarse como un acordeón en su cara. Imaginó los titulares del periódico local: “Propietario de Relkirkshire agrede a vecina de Strathcroy en el supermercado del pueblo.” Se metió las manos en los bolsillos del pantalón, con los puños apretados.

– ¿… así que su esposa ha estado en Londres? Qué bien. Y el niño, con la abuela. A veces viene por casa. Es muy poquita cosa ¿verdad? -Edmund sintió que la sangre le subía a las mejillas. Se preguntaba cuanto rato podría seguir dominándose. No recordaba que nadie le hubiera producido aquella rabia impotente en toda su vida-. Es bajo para su edad y no parece muy fuerte…

– Perdone que le haya hecho esperar, Mr. Aird. -La voz suave de Mrs. Ishak acudió por fin a interrumpir el raudal de maliciosas sandeces. La buena de Mrs. Ishak venía a rescatarlo sosteniendo la caja de madera del agua tónica como una ofrenda votiva.

– Muchas gracias, Mrs. Ishak. Por fin. Traiga, yo lo sostengo. -Le quitó la pesada caja de las manos-. ¿Tendrá la bondad de cargarlo en cuenta? -Hubiera podido pagar al contado, pero no quería permanecer allí ni un momento más de lo indispensable.

– Por supuesto, Mr. Aird.

– Muchas gracias. -La caja pasó de unas manos a otras. Cuando la tuvo bien sujeta, Edmund se volvió para despedirse de Lottie y escapar.

Pero Lottie, después de descargar, se había marchado. Una desaparición tan brusca como desconcertante.

9

– ¿Esta tía tuya ha vivido siempre en Mallorca?

– No. Lleva aquí sólo un par de años. Antes vivió en París, y antes en Nueva York, y antes en California -dijo Lucilla.

– Piedra que rueda…

– … pero esta piedra que rueda ha recogido su buen musgo.

Jeff rió.

– ¿Cómo es?

– No lo sé, no la he visto nunca. Cuando yo nací, ella se había marchado de Escocia, estaba casada con un americano riquísimo y vivía en Palm Springs. Yo pensaba que tenía que ser la mujer más interesante del mundo. Una mujer fatal y sofisticada como de película de los años treinta, con cantidad de hombres a sus pies y siempre dando que hablar. Se fugó de casa a los dieciocho años. Se necesita valor. Yo no me hubiese atrevido. Y era guapísima.

– ¿Y crees que seguirá siéndolo?

– No veo por que no. Al fin y al cabo, debe de andar por los cuarenta, o sea que todavía no ha empezado la decadencia. Hay un retrato suyo en el comedor de Croy. La pintaron a los catorce años y ya entonces era una belleza. Y también hay fotos por todas partes, en marcos y en los álbumes que llenaba el abuelo. A mí me gustaban las tardes de lluvia porque podía dedicarme a mirar fotos. Y cuando la gente habla de ella, aunque la critiquen por haber dado aquel disgusto a sus padres, luego siempre recuerdan alguna anécdota graciosa de Pandora y hay que acabar riendo.

– ¿Le diste una sorpresa cuando la llamaste por teléfono?

– Naturalmente. Pero fue una sorpresa de alegría, no de horror. Eso siempre se nota. Al principio, no podía creer que fuera yo. Pero, luego, dijo: “Claro que podéis venir. Y cuanto antes mejor. Y quedaos todo el tiempo que queráis.” Y me dio las señas y colgó. -Lucilla sonrió-. Conque ya ves, tenemos por lo menos una semana asegurada.

Habían alquilado un coche, un pequeño “Seat”, el más barato que encontraron, y en el viajaban por la isla, entre tierras llanas, intensamente cultivadas y salpicadas de perezosos molinos de viento. Era por la tarde y, delante de ellos, la carretera tremolaba al sol. A la izquierda, a lo lejos, envuelta en la bruma, se veía una cordillera de aspecto infranqueable. Al otro lado, invisible, estaba el mar. Llevaban todas las ventanillas abiertas pero el viento era caliente y seco y estaba cargado de polvo. Jeff conducía y Lucilla, a su lado, sostenía el papel en el que había escrito las indicaciones que Pandora le había dado por teléfono.

Había telefoneado a Pandora desde Palma aquella misma mañana, nada más bajar del barco de Ibiza. Habían pasado una semana en Ibiza, en casa de Hans Bergdorf, un amigo de Jeff. Hans era pintor y su casa sí que les había costado encontrarla, pues se hallaba en lo más alto de la ciudad vieja, dentro de las murallas. Era muy pintoresca, con sus gruesas paredes encaladas, pero también muy primitiva. Desde el balcón de piedra se divisaba la ciudad vieja, la ciudad nueva, el puerto y el mar, pero las delicias panorámicas apenas compensaban la necesidad de cocinar en un fogón de gas miniatura ni el disponer sólo de agua fría y un único grifo. En consecuencia, tanto Jeff como Lucilla estaban bastante sucios por no decir apestosos, y las abultadas mochilas que viajaban en el asiento posterior del coche no contenían más que ropa sudada y pringosa. Lucilla, que no era chica que se preocupara por su aspecto, había empezado a soñar con lavarse el pelo y Jeff, desesperado, se había dejado la barba. Era rubia como su pelo, pero rala y desigual y le confería más aspecto de vagabundo que de vikingo. Realmente, los dos tenían facha de indeseables y había sido un milagro que el hombre de la agencia hubiera querido alquilarles el "Seat". Lucilla había observado en él cierta desconfianza, pero Jeff había sacado un fajo de pesetas y, dinero en mano, el hombre no había podido negarse.

– Ojalá Pandora tenga lavadora -dijo ella.

– Yo prefiero que tenga piscina.

– Pero en la piscina no puedes lavar la ropa.

– ¿Qué te apuestas?

Lucilla miraba por la ventanilla del coche. Las montañas están más cerca y la vegetación era más abundante. Había pinos y, ahora entraba en el coche un olor a resina junto con el polvo. Llegaron a un cruce con una carretera principal. Pararon, esperando un claro en el tráfico. En el indicador se leía “Puerto del Fuego”.

– Vamos por buen camino. ¿Y ahora?

– Tenemos que ir hacia Puerto del Fuego pero, un par de kilómetros antes de llegar, hay que torcer hacia la izquierda por una carretera estrecha con el indicador de “Cala Sa Torre”. -El tráfico amainó y Jeff aprovechó para virar prudentemente-. O sea que si llegamos al puerto es que nos hemos pasado.

– Evidente.

Ya olía a mar. Aparecieron casas, un bloque de apartamentos, un taller de reparación de automóviles. Pasaron ante un picadero, en cuyos pastos arenosos buscaban hierba unos caballos tristes y huesudos.

– Pobres criaturas -dijo la compasiva Lucilla-, pero Jeff no tenía ojos más que para la carretera.

– Ahí dice “Cala Sa Torre.

– Pues es por ahí.

Dejaron la carretera de cuatro carriles cocida por el sol y, de pronto, se encontraron rodeados de una vegetación verde y jugosa, en un paraje totalmente distinto a las tierras bajas y llanas por las que habían viajado hasta entonces. Grandes pinos mediterráneos daban sombra a la carretera, salpicada de manchas de sol, y de unas abigarradas granjas procedían ufanos cacareos y lastimeros balidos.

– De repente, se ha vuelto bonito -observó Lucilla-. ¡Oh, mira qué monada de burro!

– Mira el mapa, niña. ¿Qué viene ahora?

Lucilla, obediente, consultó sus notas.

– Pues ahora viene una curva a la derecha, muy cerrada, después de la cual hay que seguir subiendo. Es la última casa, en la misma cumbre.

Llegaron a la curva. Jeff redujo e hizo el viraje. El “Seat” parecía a punto de arrancar a hervir mientras trepaba por la empinada y sinuosa carretera. Había otras casas, hermosas mansiones apenas entrevistas tras las verjas cerradas y rodeadas de jardines exuberantes.

– Esto es lo que los agentes de la propiedad inmobiliaria llaman zona privilegiada.

– Quieres decir zona de ricachos.

– Me parece que quiero decir zona cara.

– Sí. Tu tía debe de estar forrada.

– Consiguió un divorcio a la californiana -comentó Lucilla, como si eso lo explicara todo.

Unos cien metros más, otro par de curvas de horquilla y llegaron a su punto de destino. Casa Rosa. El nombre, inscrito en decorativas baldosas de cerámica sobre un alto muro, era claramente visible a pesar de la enredadera de flores de color rosa.

La verja estaba abierta. Una avenida bordeada de vegetación ascendía hasta un garaje. El garaje contenía un coche y había otro coche, un envidiable “BMW” plateado aparcado a la sombra de un torturado olivo. Jeff paró el motor. Todo estaba en calma. Entonces, Lucilla oyó un murmullo de agua, como de un surtidor, y el lejano son de esquilas de cordero. Las montañas están muy cerca, con las cumbres áridas y las laderas plateadas de olivares.

Se apearon del coche satisfechos, estirando sus sudorosas extremidades. Allí arriba soplaba la refrescante brisa del mar. Lucilla miró en derredor y observó que la Casa Rosa se alzaba encima de un promontorio rocoso. Unas escaleras conducían hasta la puerta principal. La contrahuella de la escalera era de baldosas azules y blancas y a cada lado montaban guardia unas macetas de geranios. Además, por todas partes había cascadas de buganvillas; y crecía el hibisco y el plumbago, y grandes matas de dondiego. El aire estaba perfumado por el aroma de las flores y de tierra recién regada.

Todo era tan asombroso, tan distinto a lo que habían visto hasta entonces que, durante un momento, a ninguno se le ocurrió qué decir. Luego, Lucilla susurró:

– Yo no me esperaba una cosa así.

– Bueno, pero no podemos quedarnos todo el día aquí plantados.

– No. -Tenía razón. Lucilla se volvió hacia el primer peldaño, abriendo la marcha. Pero, antes de empezar a subir, unos tacones de metal repicaron rápidamente en la terraza que estaba sobre sus cabezas.

– ¡Hola, cariños! -En lo alto de la escalera apareció una figura con los brazos abiertos-. Oí llegar el coche. Ya estáis aquí. Y no os habéis perdido. Qué listos sois y qué alegría me da veros.

La primera impresión de Lucilla al ver a Pandora fue que era una mujer de extrema delgadez. Parecía una criatura etérea que de un momento a otro podía salir volando. Abrazarla era como sostener en la mano a un pajarito. Daba miedo apretar, no fuera a romperse por la mitad. Tenía el pelo castaño, peinado hacia atrás y suelto en frondosos rizos sobre los hombros. Lucilla supuso que Pandora se peinaba de aquel modo desde los dieciocho años y que nunca había encontrado razón para cambiar de estilo. Tenía los ojos gris oscuro, sombreados por unas pestañas negras como el hollín, los labios carnosos y risueños y, en la mejilla izquierda, cerca de la comisura, un provocativo lunar. Llevaba un pijama amplio, del rosa brillante de la flor del hibisco, cadenas de oro en el cuello y aros de oro en las orejas. Olía… Lucilla conocía el perfume. "Poison”. Ella lo había probado y no había podido averiguar si le encantaba o le repugnaba. Al olerlo ahora en Pandora seguía indecisa.

– Lucilla, te hubiera conocido aún sin saber quien eras. Eres igual a Archie… -Parecía no reparar siquiera en su desastrado aspecto, sus andrajosos shorts cortados con tijera y sus camisetas arrugadas. Y, si reparaba, no daba a entender que le pareciera mal-. Y tú debes de ser Jeff… -Le tendió una mano de uñas rosas-. Me alegro de que hayas podido venir con Lucilla.

Él tomó su mano en su enorme zarpa y, un poco abrumado por su recibimiento y su deslumbrante sonrisa, dijo:

– Encantado.

Ella reconoció el acento inmediatamente.

– ¡Australiano! Qué fantástico. Me parece que nunca había conocido a un australiano. ¿Habéis tenido un viaje muy malo?

– No. En absoluto. Sólo mucho calor.

– Estaréis deseando beber algo…

– ¿Sacamos las cosas del coche…?

– Eso puede esperar. Primero, a beber. Venid, os presentaré un amigo.

Lucilla sintió contrariedad. A Pandora no parecía importarle su aspecto, pero no estaban presentables.

– Pandora, estamos muy sucios…

– ¡Oh! Tonterías. A él no le importará en absoluto… -Dio media vuelta, echó a andar y no tuvieron más remedio que seguirla, por una terraza sombreada y fresca con muebles de mimbre blanco, almohadones amarillos y grandes jardineros de porcelana azul y blanca con palmeras-. No puede quedarse mucho rato y quiero que lo conozcáis…

Doblaron la esquina de la casa y, pisando los talones de Pandora, salieron a un sol cegador. Lucilla echó de menos las gafas que había dejado en el coche. Deslumbrada, vio una terraza amplia y abierta, con unos toldos a rayas y el suelo de mármol. Unos escalones bajos conducían a un espacioso jardín lleno de árboles y arbustos en flor. Unos pequeños senderos de hierba con losetas de piedra rodeaban una piscina de color de aguamarina, quieta como un espejo. Lucilla se sintió más fresca sólo con verla. Un colchón neumático flotaba en el agua, moviéndose con la corriente de filtro.

En el extremo del jardín, semiescondida por el hibisco, había otra casa, pequeña, de una sola planta, pero con su propia terraza que daba a la piscina. La casa estaba a la sombra de un alto pino por encima de la cresta del tejado, no se veía más que el cielo, de un azul insolente.

– Ya están aquí, Carlos, sanos y salvos. Mis indicaciones no debían de ser tan confusas como temíamos.

En lo alto de la escalera, bajo el toldo, había una mesa de centro y sobre ella una bandeja con vasos y una jarra alta, un cenicero, unas gafas de sol y una novela de bolsillo. Había más sillones de mimbre, con sus almohadones amarillos, y, cuando se acercaron, se levantó un hombre que sonrió, esperando las presentaciones. Era alto, de ojos negros y muy guapo.

– Lucilla, cariño, te presento a un amigo, Carlos Macaya. Carlos, Lucilla Blair, mi sobrina. Y Jeff…

– Howland -completó Jeff.

– Australiano, nada menos. Vamos a sentarnos todos y a tomar algo tranquilamente. Aquí tengo té helado, pero si preferís algo más fuerte, Serafina nos lo traerá. ¿"Coca-cola”? ¿Vino? -Se echó a reír-. ¿O champaña? Qué gran idea. Pero quizá sea un poco temprano. Dejaremos el champaña para después.

El té helado les vendría de maravilla, dijeron. Carlos arrimó una silla para Lucilla y se sentó a su lado. Pero Jeff, que resistía el sol como un lagarto, se apoyó en la balaustrada de la terraza y Pandora se sentó junto a él, balanceando las piernas en el aire, con una sandalia colgando del dedo gordo.

Carlos Macaya sirvió el té y tendió un vaso a Lucilla.

– ¿Vienen de Ibiza?

– Sí, llegamos en el barco de esta mañana.

– ¿Han estado allí mucho tiempo? -Hablaba un inglés perfecto.

– Una semana. Nos alojábamos en casa de un amigo de Jeff. Era una casa muy pintoresca pero muy primitiva. Por eso estamos tan sucios. Lo siento.

Él no hizo ningún comentario y se limitó a sonreír comprensivamente.

– ¿Y antes de Ibiza?

– Yo vivía en París. Allí conocí a Jeff. Yo quería pintar, pero había tantas cosas que ver y que hacer, que no trabajé mucho.

– París es una ciudad maravillosa. ¿Era su primera visita?

– No; había estado antes una temporada, trabajando de au pair, para aprender el idioma.

– ¿Y cómo fueron de París a Ibiza?

– Queríamos hacer autostop pero al final fuimos en autocar. Pero no de un tirón, sino por etapas, durmiendo en albergues y visitando cosas interesantes. Catedrales y chateaux con viñedos famosos.

– No han perdido el tiempo. -Miró a Pandora, que hablaba sin parar a Jeff, que la contemplaba fijamente como si fuera un ejemplar de una fauna desconocida-. Dice Pandora que no se conocían.

– No. -Lucilla vaciló. Probablemente, aquel hombre sería el amante de turno de Pandora, lo cual significaba que no era momento ni lugar para relatar la fuga y subsiguientes andanzas de ella-. Ella estaba siempre fuera. Quiero decir, viviendo en el extranjero.

– ¿Y usted vive en Escocia?

– Sí. En Relkirkshire. Allí viven mis padres. -Se hizo una pequeña pausa. Ella bebió un sorbo de té helado-. ¿Ha estado usted en Escocia?

– No. Estudié en Oxford un par de años -esto explicaba su dominio del inglés-, pero no tuve ocasión de ir a Escocia.

– Siempre estamos pidiendo a Pandora que vaya a vernos, pero ella no quiere.

– A lo mejor no le gusta el frío ni la lluvia.

– No siempre hace frío y llueve. Sólo a ratos.

Él se echó a reír.

– Así será. Me alegro mucho de que hayan venido a hacer compañía a su tía. Y ahora… -Se subió el puño de seda de la camisa y miró el reloj. Era un reloj muy elegante y original, con banderitas navales en lugar de cifras, sujeto a la muñeca por una pulsera de oro. Lucilla se preguntó si el reloj sería regalo de Pandora y si las banderitas querrían decir “Te quiero” en el código naval-…he de marcharme. Espero que sabrán excusarme, tengo trabajo…

– Desde luego.

Él se levantó otra vez.

– Pandora, tengo que marcharme.

– ¡Oh! Qué lata. -Se ajustó la sandalia y saltó de la balaustrada-. En fin, por lo menos has conocido a mis invitados. Bajamos a despedirte.

– No os molestéis.

– De todos modos, tienen que sacar el equipaje. Y están rabiando por deshacer las maletas y darse un baño. Vamos… -Se colgó de su brazo.

Se dirigieron hacia donde estaba el coche, a la sombra del olivo. Se despidieron, él dio un amago de beso en la mano de Pandora y se sentó al volante del “BMW”.

Puso en marcha el motor y Pandora se apartó. Pero, antes de arrancar, dijo:

– Pandora.

– ¿Sí, Carlos?

– ¿Me avisarás si cambias de parecer?

Ella no respondió en seguida pero, después, movió negativamente la cabeza.

– No cambiaré de parecer -respondió.

Él sonrió y se encogió de hombros con resignación, como si aceptara su decisión sufridamente. Puso la primera y, con un último ademán de despedida, se alejó por la avenida, cruzó la verja y desapareció por el primer recodo de la carretera. No se movieron hasta que se apagó el sonido del motor del “BMW”. Sólo se oía el gorgoteo del agua y los cencerros.

“Me avisarás si cambias de parecer.”

¿Qué había ido a preguntar Carlos a Pandora? Durante un instante, Lucilla especuló con la idea de que le hubiera pedido que se casara con él pero en seguida la rechazó. Era algo muy prosaico para una pareja tan sofisticada y exquisita. Lo más probable era que quisiera convencerla para que le acompañase en algún romántico viaje a las Seychelles o a las playas orladas de palmeras de Tahití. O quizá, simplemente, la había invitado a cenar y ella le había dicho que no tenía ganas de salir.

En cualquier caso, Pandora no daba explicaciones. Cuando Carlos se marchó, empezó a desplegar gran actividad organizativa, comenzando con una palmada.

– Bueno. manos a la obra. ¿Dónde está el equipaje? ¿Eso es todo? ¿Ni maletas, ni baúles, ni sombrereras? Yo llevo más cosas para una sola noche. Andando…

Volvió a subir las escaleras, a buen ritmo, y ellos volvieron a seguirla, Lucilla con su bolsa de piel y Jeff con las dos mochilas.

– Os he puesto en la casa de los invitados. Allí estaréis a vuestras anchas y completamente independientes. Yo por las mañanas no estoy muy despejada, por lo que tendréis que haceros vosotros el desayuno. La nevera está repleta de cosas apetitosas y en el armario hay café y demás. -Estaban otra vez en la terraza-. ¿Creéis que estaréis bien?

– Desde luego.

– Cenaremos a eso de las nueve. Una cena fría, porque yo no guiso ni aunque me maten y Serafina, la criada, se va a última hora de la tarde. Pero nos lo dejará todo preparado. Venid a las ocho y media y tomaremos una copa. Ahora voy a echar un sueñecito y os dejo en libertad para que os instaléis. Luego, antes de cambiarme para la cena, quizá venga a nadar un rato.

La posibilidad de que Pandora se vistiera con algo todavía más fastuoso que aquel pijama de seda rosa planteó la irritante cuestión de la indumentaria.

– Pandora, nosotros no tenemos nada para cambiarnos. Casi todo está sucio. Jeff tiene una camisa limpia pero sin planchar.

– ¡Oh!, cariño, ¿quieres que te preste algo?

– ¿No tendrías una camiseta limpia?

– Naturalmente, que estúpida soy, debí ofrecértela. Esperad un momento.

Aguardaron. Ella desapareció tras unas puertas correderas en lo que sin duda era su dormitorio y casi inmediatamente volvió con una blusa de seda azul noche con un castillo de fuegos artificiales bordado en lentejuelas.

– Toma, es bastante ordinaria pero muy divertida. -La lanzó a Lucilla, que la cogió al vuelo-. Y ahora, adiós, al nido. Si queréis algo, pedídselo a Serafina por el teléfono interior. -Les tiró un beso-. Hasta las ocho y media.

Y desapareció, dejando a Lucilla y a Jeff en completa libertad. Lucilla vacilaba, saboreando anticipadamente lo que se avecinaba.

– Jeff, no me lo creo. Tenemos una casa para los dos solos.

– ¿Y qué estamos esperando? Si no me lanzo a esa piscina dentro de dos minutos, exploto.

Lucilla se adelantó, caminando por la escalera de la terraza y el jardín. La casita los esperaba. Cruzaron la terraza y abrieron la puerta de una sala de estar. Las cortinas estaban echadas y Lucilla las corrió. La luz inundó la habitación y la muchacha descubrió, al otro lado de la casa, una recoleta parcela de jardín.

– ¡Si hasta tenemos nuestro propio solárium!

Había una chimenea con sus correspondientes troncos, varias butacas, una bandeja con bebidas y vasos, una mesita de centro provista de revistas y una librería que ocupaba una de las paredes. Abrieron las puertas dobles y encontraron un dormitorio de matrimonio y un espacioso baño.

– Esta habitación es formidable. Desde luego, es la mayor que he tenido. -Jeff dejó las mochilas en el suelo embaldosado y Lucilla descorrió las cortinas.

– Desde aquí se ve el mar. Sólo un trocito, un triángulo, pero podemos decir que tiene vistas al mar.

Abrió los armarios y vio unas hileras de perchas acolchadas. Todo olía a lavanda. Puso en una de las perchas la blusa prestada, que quedó colgando en un solitario esplendor.

Jeff se descalzó empujando las zapatillas con los dedos de los pies mientras se despojaba de la camiseta.

– Tú puedes jugar a las amas de casa cuanto quieras. Yo voy a bañarme. ¿Vienes?

– Ahora mismo.

Él salió. Un instante después, le oyó zambullirse a la carrera e imaginó la sedosa delicia del agua fresca. Pero, luego. Ahora quería explorar.

Tras detallada inspección, la casa de invitados de Pandora resultó perfecta y Lucilla se admiró de la meticulosa previsión y esmero con que había sido equipada. Alguien…, ¿Y quién si no Pandora…?, había pensado en todo lo que el visitante pudiera necesitar, desde flores frescas y estupendos libros recién editados hasta mantas para las noches frías y bolsas de agua caliente para los estómagos revueltos. El baño disponía de todos los jabones, colonias, champús, cremas, lociones y aceites que pudieran desear. Había gruesas toallas y alfombras de baño blancas y, colgados detrás de la puerta, dos esponjosos albornoces también blancos.

Abandonando todos estos lujos, Lucilla cruzó la sala de estar y fue en busca de la cocina. Refulgía de limpia y estaba completamente cubierta por armarios de madera oscura llenos de cacharros de barro de la alfarería española, relucientes sartenes, cazuelas y una batería de cocina completa. Si se quería y Lucilla no quería, se podía preparar una cena para diez personas. Había cocina eléctrica y cocina de gas, lavavajillas y nevera. Abrió la nevera y encontró dos botellas de agua “Perrier” y una de champaña junto a los ingredientes necesarios para un abundante desayuno. En la cocina había otra puerta. La abrió y encontró… el colmo de la dicha: un lavadero completo, con su lavadora, su tendedero, su tabla de planchar y su plancha. La visión de estos modestos objetos le produjo mayor alegría que la suma de todos los demás. Porque ahora, por fin, podrían ponerse ropa limpia.

Sin perder más tiempo, empezó a trabajar. Volvió al dormitorio, se quitó la ropa, se puso uno de los albornoces y empezó a deshacer el equipaje. La labor consistió en vaciar las mochilas en el suelo del dormitorio. En el fondo de la suya estaba su neceser, el cepillo y el peine, el bloc de dibujo, un par de libros y el sobre en el que su padre le había enviado el cheque, la carta y la invitación a un baile de Verena Steynton. Sacó la invitación y la puso encima del tocador. Estaba un poco sobada pero le pareció que imprimía una nota personal a la habitación, como si Lucilla hubiera tomado posesión de ella.

Lucilla Blair

Mrs. Angus Steynton

Recepción

Para Katy

¿Por qué le parecía tan grotesco? Se rió. Otra vida y otro mundo. Recogió una brazada de calcetines, shorts, tejanos, bragas y camisetas y se dirigió al lavadero. Sin entretenerse en separar las prendas (a su madre le daría un ataque si viera calcetines rojos y camisas blancas revueltos; pero su madre no estaba allí para protestar, por lo que no importaba). Lucilla lo embutió todo en la lavadora, echó el detergente, cerró la puerta y conectó la maquina. El agua entró a presión y el tambor empezó a girar. Lucilla se apartó y contempló el proceso con tanto placer como si se tratara de un esperado programa de televisión.

Luego, apartó con el pie el resto de la ropa sucia, fue a buscar su bikini y se reunió con Jeff en la piscina.

Nadó mucho. Al cabo de un rato, Jeff salió del agua y se tumbó al sol a secarse. Dos largos más y vio que ya no estaba, había entrado en la casa. Salió del agua y escurrió su oscura melena. Entró en la casa y lo encontró tendido en una de las camas. Parecía a punto de quedarse dormido. Ella no quería que durmiera. Le llamó, tomó carrerilla y se lanzó sobre él.

– Jeff.

– ¿Sí?

– Ya te dije que era muy guapa.

– ¿Quién?

– Pandora, ¿quién va a ser? -Jeff no respondió inmediatamente. Tenía mucho sueño y pocas ganas de conversación. Su brazo servía de almohada a la cabeza de Lucilla. La piel le olía a cloro y a piscina-. ¿A ti no te parece guapa?

– La encuentro muy sexy.

– ¿Te parece sexy?

– Pero muy vieja para mí.

– No parece vieja.

– Y un poco flaca.

– ¿No te gustan las flacas?

– No; a mí me gustan las mujeres con mucha teta y mucho culo.

Lucilla, que había heredado la figura de su padre y era alta, delgada y bastante lisa, golpeó a Jeff con el puño.

– Eso es mentira.

– Bueno, ¿que quieres que diga? -rió él.

– Ya sabes lo que quiero que digas.

Él atrajo su cara hacia la suya y la besó fuertemente.

– ¿Suficiente?

– Me parece que vas a tener que afeitarte esa barba.

– ¿Y por qué?

– Porque se me va a poner una cara como si la hubiera frotado con papel de esmeril.

– También podría dejar de besarte. O besarte donde no se vea.

Guardaron silencio. El sol estaba muy bajo y pronto, bruscamente, oscurecería. Lucilla recordó los crepúsculos de verano en Escocia, que duraban casi hasta medianoche.

– ¿Crees que son amantes? -preguntó-. ¿Te parece que tienen un idilio?

– ¿Quién?

– Pandora y Carlos Macaya.

– Ni idea.

– Él es guapísimo.

– Sí. No tiene mala pinta.

– Y muy simpático. Es fácil hablar con él.

– A mí me gustó el coche.

– Tú siempre pensando en lo mismo. ¿A qué crees tú que se refería cuando dijo aquello?

– ¿El qué?

– “Avísame si cambias de parecer”. Y ella contestó: “No cambiaré de parecer.” Tiene que haberle pedido algo. Que hiciera algo por él.

– Bueno, lo que fuera no parecía importarle mucho a ella.

Pero Lucilla no estaba satisfecha.

– Estoy segura de que era algo muy importante. Un hito en sus vidas.

– Ya empiezas con tus fantasías. A lo mejor quería quedar para jugar al tenis.

– Sí. -Sin saber por que, Lucilla intuía que no se trataba de eso. Lanzó un suspiro que acabó en bostezo-. Quizá.

A las ocho y media, estaban preparados para reunirse con Pandora y Lucilla se dijo que no estaban tan mal al fin y al cabo. Se habían duchado restregándose bien y ahora olían al dulzón champú de obsequio. Jeff se había recortado la barba con unas tijeras de las uñas y Lucilla le había planchado su única camisa limpia y había rescatado del montón de ropa del lavadero los tejanos más pasables.

Ella se había lavado su largo cabello oscuro y se lo había secado con el cepillo, se había puesto unos leggings negros y estaba abrochándose la blusa prestada. La gruesa seda tenía un tacto deliciosamente fresco y el bordado de lentejuelas, entornando los ojos en el espejo, no parecía tan basto, quizá fuera efecto del entorno. Quizá aquel ambiente de gran lujo ayudara a absorber los tintes de vulgaridad. Era una idea interesante que le habría gustado discutir detenidamente, pero ahora no había tiempo.

– Vamos -dijo Jeff-. Ya es la hora. Necesito beber algo.

Se dirigió hacia la puerta y ella le siguió, no sin cerciorarse de que las luces de la casa de invitados quedaban apagadas. Estaba segura de que a Pandora no le importaría en absoluto que las dejaran todas encendidas, pero Lucilla, educada por una ahorrativa madre escocesa, tenía bien inculcadas estas pequeñas economías domésticas como si su subconsciente estuviera programado como un ordenador. Esto le parecía extraño, porque otras normas posteriores habían hecho tan poca mella en su personalidad como el agua en la espalda de un pato. Otro pensamiento interesante sobre el que habría que volver en el futuro.

Salieron a una noche azul, estrellada, suave y cálida como el terciopelo. El jardín despedía una fragancia que mareaba, la piscina estaba iluminada y en el borde de todo el sendero de losas brillaban luces. Lucilla oía el canto incesante de las cigarras y la música que llegaba de la casa de Pandora.

Rachmaninoff. El Concierto para Piano Número Dos. Banal, quizá, pero perfecto para la noche mediterránea. Pandora había preparado la escena y los esperaba en la terraza, tumbada en una otomana con una copa de champaña a su lado, sobre la mesa.

– ¡Ah, ya estáis aquí! -les gritó cuando se acercaron-. Ya he descorchado el champaña. No podía esperar más.

Los jóvenes subieron las escaleras y se aproximaron a la zona brillantemente iluminada que envolvía a su anfitriona. Se había puesto un vestido negro calado y unas sandalias doradas. El olor a "Poison” era aún más penetrante que los aromas del jardín.

– ¿No estáis elegantes? No veo por que os preocupaba vuestro aspecto. Y, Lucilla, esa blusa te sienta de maravilla, tienes que quedarte con ella. Ahora sentaos. ¡Oh! Caray, he olvidado las copas. Lucilla, guapa, ¿querrías traerlas? El mueble bar está justo detrás de la puerta, ahí encontrarás de todo. Tengo otra botella de champaña en la nevera, pero la dejaremos para cuando hayamos acabado esta. Tú, Jeff, siéntate aquí, a mi lado. Quiero que me cuentes todo lo que habéis hecho tú y Lucilla…

Lucilla, obediente, los dejó solos y entró en la casa por una puerta amplia flanqueada por cortinas, en busca de las copas. El bar estaba justo al lado y era un simple armario con todo lo que un ser humano podría necesitar para prepararse un trago. Cogió dos copas pero no volvió inmediatamente a la terraza. Era la primera vez que pisaba la casa de Pandora y se halló en una habitación tan espaciosa y espectacular que momentáneamente olvidó a que había venido. Todo era fresco y claro, con alguna que otra nota de color. Almohadones de colores celeste y turquesa y lirios coral apretados en un jarrón cuadrado. Unas vitrinas empotradas, sabiamente iluminadas, contenían una colección de figuras de Sajonia y esmaltes de Battersea. Una mesita de centro de cristal sostenía libros, revistas, más flores y una pitillera de plata. Había una chimenea de cerámica azul y blanca sobre la que colgaba un cuadro de flores con marco de espejo. En el extremo opuesto de la habitación, la mesa -también de cristal- estaba puesta para la cena, con velas y más flores. A los ojos admirados de Lucilla, aquello, más que una habitación, parecía un escenario. No obstante, observó algunos detalles personales. Un libro de bolsillo en un sofá; un tapiz a medio hacer, para los ratos perdidos. Y fotos. Archie e Isobel el día de su boda. Los abuelos de Lucilla, tan queridos, vestidos de cheviot y con los perros al lado.

A Lucilla le resultaron muy conmovedoras todas estas señales de nostalgia. No sabía por que no había esperado encontrarlas, quizá porque no creía a Pandora capaz de tal sentimiento. Ahora imaginaba a Pandora llevándolas siempre consigo, en su turbulenta vida de nómada, con sus sonadas aventuras amorosas. La veía sacarlas de la maleta en casas de California, en habitaciones de hotel, en apartamentos de Nueva York y de Paris. Y, ahora, en Mallorca. Poniendo el sello de su pasado y de su identidad en otro hogar temporal.

(No había a la vista fotografías de los hombres que poseían los apartamentos y que habían ocupado parte tan importante de la vida de Pandora, pero quizá guardaba estas en el dormitorio.)

Una brisa cálida entraba por las ventanas, mientras Rachmaninoff brotaba de un estéreo invisible, oculto tras una celosía dorada. El solo de piano desgranaba sus notas, puras como gotas de lluvia. De la terraza llegaba el murmullo de una apacible conversación. Pandora y Jeff parecían tranquilos y relajados.

Sobre la repisa había más fotos y Lucilla se acercó para verlas mejor. La vieja Lady Balmerino, sonriente y tocada con una boina con plumas, inaugurando unos festejos del pueblo. Una instantánea de Archie y Edmund Aird, muy jóvenes, sentados en la barca en la orilla del lago con las canas y las cestas amontonadas en el banco. Finalmente, una fotografía de estudio de la propia Lucilla y de Hamish, ella con un vestido de lino con bordados de nido de abeja, sosteniendo en las rodillas al gordinflón de su hermanito. Archie debió de enviársela a Pandora en una carta y ella le había puesto un marco de plata y la había colocado en el lugar de honor. Prendida en el marco, vio una invitación cuyo formato le resultó instantáneamente familiar.

Pandora Blair

Mrs. Angus Steynton

Recepción

Para Katy

El primer pensamiento de Lucilla fue: que detalle. Y, en seguida: que ridículo. Una invitación y un sello desperdiciados, porque no había ni la más remota posibilidad de que Pandora aceptara. Se había marchado de Croy a los dieciocho años y no había vuelto. Había resistido a todas las suplicas, primero de sus padres y después de su hermano manteniéndose tercamente apartada. No era probable que precisamente Verena Steynton fuera a conseguir aquello en lo que la propia familia de Pandora había fracasado tan lamentablemente.

– ¡Lucilla!

– Voy…

– ¿Qué haces?

Lucilla salió a la terraza con las copas.

– Perdona. Estaba fisgando en esa fantástica habitación. Y escuchando la música…

– Cariño, ¿no te encanta Rachmaninoff? Es uno de mis grandes favoritos. Ya sé que está un poco trasnochado, pero por lo visto a mi me va lo trasnochado.

– A mí también -reconoció Lucilla-. Claro de luna y Barcarola me hacen temblar las rodillas. Igual que alguno de los viejos discos de los “Beatles”. En Croy los tengo todos. Y cuando estoy francamente baja pongo una grabación de un festival de violinistas de Oban y la moral me sube como el mercurio del termómetro con las anginas. Viejos y niños con su kilt y su camisa blanca, tocando gigas y contradanzas como si no pudieran ni quisieran parar. Casi siempre acabo bailando sola y dando saltos por la habitación como una idiota.

– Nunca te he visto saltar -dijo Jeff.

– Si te quedas una temporada, me verás. Y ahora en serio, Pandora, todo esto es precioso y nuestra casa de invitados, ideal.

– Es mona, ¿verdad? Tuve mucha suerte en pillar esto. La gente que vivía aquí antes tuvo que regresar a Inglaterra. Yo estaba buscando casa y me pareció que esto estaba esperándome. Jeff, te toca servir el champaña.

– ¿Y los muebles también son tuyos?

Pandora rió.

– Tesoro, yo no tengo muebles, sólo cositas que he reunido en mis viajes y que llevo conmigo de un lado a otro. Casi todo el mobiliario lo compré con la casa, aunque después lo he cambiado de arriba abajo, desde luego. Los sofás eran de un azul horrendo y había una alfombra llena de firuletes. Me faltó tiempo para librarme de ella. Con la casa venían incluidos Serafina y su marido, que se encarga del jardín. Lo único que echo de menos es un perrito, pero en Mallorca los perros suelen ser víctimas de los chicos que tienen escopetas de aire comprimido, o de las garrapatas, o de los ladrones, o de los coches. De manera que no merece la pena.

Las copas estaban llenas hasta el borde. Pandora levantó la suya.

– Por vosotros dos y por la dicha de teneros aquí. Lucilla, Jeff me ha contado vuestro viaje por Francia. Ha tenido que ser fantástico. Y que impresión, la visita a Chartres. Estoy deseando oír más detalles, pero ante todo, lo más importante, quiero que me hables de casa, Lucilla, y de mi precioso Archie, de Isobel y de Hamish, que ya debe de estar enorme. Cuéntame que hace Isobel con todos los americanos en casa. Archie me habla de ellos en sus cartas cuando no me explica la ultima cacería de faisanes o el tamaño del salmón que pescó la semana anterior. Es un milagro que pueda hacer tantas cosas con esa horrible pierna. Dime cómo tiene la pierna.

– En realidad, no puede hacer tantas cosas -le dijo Lucilla, sin rodeos-. Te escribe cartas optimistas porque no quiere entristecerte. Y la pierna no la tiene ni bien ni mal: no la tiene y punto. Es metálica. No puede mejorar y todos rezamos para que no empeore.

– Pobre muchacho. El IRA es bestial, bestial. ¡Cómo se atreven a hacer cosas así a la gente y precisamente a Archie!

– No le apuntaban precisamente a él, Pandora. Esperaban, junto a la frontera, para disparar a un grupo de soldados británicos. Y dio la casualidad de que él estaba en el grupo.

– ¿Sabía el que estaban esperándoles o fue una emboscada?

– No lo sé. Y, si se lo preguntara, no me lo diría. No quiere hablar de ello. No quiere hablarlo con nadie.

– ¿Y eso es bueno?

– Me parece que no, pero, ¿qué podemos hacer nosotros?

– Nunca fue muy comunicativo. Un encanto de hombre, pero ya desde niño todo se lo guardaba. Ni siquiera sabíamos que cortejaba a Isobel y cuando dijo que quería casarse con ella, a mamá casi le da un ataque, porque ella lo veía casado con otra chica muy distinta. Pero si le importó, puso al mal tiempo buena cara, como hacía siempre… -Su voz había ido apagándose hasta que enmudeció. Vació la copa rápidamente-. Jeff, ¿queda algo en esa botella o abrimos otra?

La botella no estaba vacía todavía y Jeff volvió a llenar la copa de Pandora y luego la de Lucilla y la suya. Lucilla empezó a sentirse alegre. Se preguntaba cuanto habría bebido Pandora antes de que llegaran ellos. Quizás estaba tan locuaz por el champaña.

– Ahora, contadme… -Ya volvía a la carga-. ¿Qué planes tenéis vosotros dos?

Jeff y Lucilla se miraron. Hacer planes no era su fuerte. Lo divertido era hacer las cosas impulsiva y espontáneamente.

Respondió Jeff.

– Todavía no lo sabemos. Una cosa es segura, debo regresar a Australia a primeros de octubre. Tengo reservado pasaje en “Quantas” para el día tres.

– ¿Desde dónde?

– Desde Londres.

– Entonces, más tarde o más temprano tendrás que volver a Inglaterra.

– Exacto.

– ¿Irá Lucilla contigo?

Otra vez se miraron.

– Todavía no hemos hablado de eso -señaló Lucilla.

– De modo que sois libres. Libres como el aire. Libres para ir y venir a vuestro antojo. El mundo es una ostra en vuestro plato. -Hizo un amplio ademán derramando parte del champaña.

– Sí -convino Jeff, con cautela-. Seguramente.

– Pues vamos a hacer planes. Lucilla, ¿te gustaría hacer planes conmigo?

– ¿Qué clase de planes?

– Cuando estabas fisgando, como dices tú por el salón, ¿te fijaste en esa ostentosa invitación de la repisa?

– ¿De Verena Steynton? Sí, la he visto.

– ¿Te han invitado a ti?

– Sí. Papá me la envió a Ibiza.

– ¿Piensas ir?

– Yo… aún no lo he pensado.

– ¿Podrías ir?

– No lo sé. ¿Por qué?

– Porque… -Dejó la copa-. Creo que yo sí que iré.

La impresión arrancó a Lucilla de su estado de beatitud serenándola bruscamente. Miró a Pandora con total incredulidad y Pandora sostuvo su mirada. Sus ojos grises, con sus enormes pupilas negras, brillaban con extraña euforia, como saboreando la expresión de desconcierto e incredulidad que había hecho asomar al rostro de Lucilla.

– ¿Irías?

– ¿Por qué no?

– ¿Volverías a Escocia?

– ¿Y adónde si no?

– ¿Para el baile de Verena Steynton? -Era absurdo.

– Es un motivo tan bueno como cualquier otro.

– Pero si no has querido volver nunca. Papá te lo ha pedido y suplicado y tú nunca has vuelto. Él me lo ha dicho.

– Siempre tiene que haber una primera vez. Y quizá éste sea el momento indicado.

Se levantó bruscamente, se alejó unos pasos y se quedó mirando el jardín de espaldas a ellos. Permaneció así unos instantes, inmóvil. Su silueta se recortaba a la luz de la piscina. La brisa ondulaba su pelo y el vestido. Luego, se volvió a mirarles, apoyándose en la balaustrada. Con una voz muy distinta dijo entonces:

– He pensado mucho en Croy, sobre todo, últimamente. Soñaba con Croy y al despertar me ponía a recordar cosas en las que no pensaba desde hacía años. Y luego llegó esa invitación. Remitida desde Croy, Lucilla, lo mismo que la tuya. Y despertó un millón de recuerdos de cómo nos divertíamos en esos ridículos bailes. Y la casa llena de invitados, y los disparos de las escopetas resonando en las montañas, y cada noche, una mesa enorme a la hora de cenar. No me explico cómo mi pobre madre lo soportaba. -Sonrió a Lucilla y luego a Jeff-. Y, entonces, vosotros. Lucilla que me llama desde Palma y se presenta aquí, como caída del cielo, con esa cara que es el vivo retrato de Archie. Son augurios. ¿Crees en los augurios, Lucilla?

– No lo sé.

– Yo tampoco lo sé. Pero estoy segura de que, con la sangre de las Highlands que nos corre por las venas, deberíamos creer en ellos.

Volvió a su tumbona y se sentó en el reposapiés, acercando la cara a Lucilla. Y entonces Lucilla pudo ver la huella de los años estampada en aquellas hermosas facciones: las finas arrugas de los ojos y la boca, el cutis macerado, el acusado ángulo de la mandíbula.

– Vamos, pues, a hacer planes. ¿Queréis hacer planes conmigo? ¿Os molestaría que os pidiera este favor?

Lucilla miró a Jeff, que movió la cabeza.

– No nos molestaría -respondió ella.

– Entonces, escuchad lo que vamos a hacer. Nos quedaremos aquí una semana, los tres solos, y vosotros disfrutareis como nunca. Y después cogeremos mi coche y subiremos al trasbordador. Luego, viajaremos por España y Francia tranquilamente, sin prisas, saboreando el viaje. En Calais embarcaremos para Inglaterra. Y seguiremos rumbo al Norte, a Escocia, a casa. A Croy. Anda, Lucilla, di que te parece una idea fantástica.

– Desde luego, totalmente inesperada -fue todo lo que Lucilla pudo decir, pero si Pandora advirtió su falta de entusiasmo no lo dejó traslucir.

Arrastrada por su propia emoción, se dirigió a Jeff:

– ¿Y tú? ¿Qué te parece a ti? ¿O piensas que he perdido el juicio?

– No.

– ¿No te importaría acompañarnos a Escocia?

– Si eso es lo que tú y Lucilla queréis, encantado.

– ¡Está decidido! -exclamó Pandora, triunfalmente-. Nos alojaremos todos en Croy, con Isobel y Archie, y luego acudiremos a la fabulosa fiesta de los Steynton.

– Pero Jeff no tiene invitación -apuntó Lucilla.

– ¡Oh! Eso no importa.

– Tampoco tiene que ponerse.

Pandora se echó a reír.

– Tesoro, estás defraudándome. Creí que eras una artista sublime y, por lo visto, lo único que te preocupa es la ropa. La ropa no importa, ¿no te das cuenta? Nada importa. Lo que importa es que volvemos a casa juntas. Lo que vamos a divertirnos. ¡Y, ahora, a celebrarlo! -Se levantó bruscamente-. Es el momento de abrir la segunda botella de champaña.


  1. <a l:href="#_ftnref2">1</a> En español en el original