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PRIMER DOMINGO

II. LOS ALTAVOCES SABOTEAN UN MITIN

El teatro de barrio donde va a celebrarse el mitin está en una calle amplia por donde corren los tranvías. Los cerveceros sacan a la acera su espuma en vidrio tallado. Junto a la esquina que se desdobla en una plazuela hay tres vendedores. Una vieja ofrece pastillas de jabón sobre una pequeña tabla colgada del cuello. El teatro se ha quedado más arriba, con la primera planta confundida entre los árboles. En la construcción de ese teatro trabajó solamente personal nuestro. “Ese crucero del primero piso -dice uno del Sindicato de la Construcción- lleva una viga de 32 que aguanta ocho mil hombres sin enterarse.” Una buena viga, hija de los altos hornos de Vizcaya, templada bajo los martinetes ágiles, educada en las manipulaciones de los compañeros de la metalurgia. Robusta de músculo, no se “enterará” de que se instalan sobre ella unos millares de trabajadores. El eco de los discursos y de las ovaciones llegará a su entraña y la hará vibrar de contento. Ya en los altos hornos oía hablar a los obreros este lenguaje, que es el suyo. No sabe la viga de intereses generales ni de democracia ni parlamentarismo. Todo su universo lo forman los comités de fábrica, los delegados de sección, las cotizaciones; sabe de escisionismo y de expansión de la base, de huelga de brazos caídos, de sabotaje y de boicot. La ayudan en el centro de la sala dos columnas ágiles y redondas que también hablan ese lenguaje. Y las altas vigas de la bóveda, las lámparas ocultas bajo la moldura, en cada repalmar, las puertas y el telón de acero, las butacas de madera, el foso hueco, la pauta de viguerío del segundo piso y los ventanales apaisados, más de barco que de catedral. Todos hablan lo mismo; el tornillo, la tuerca, la luz artificial y el vidrio: máquina, taller, jornal, reivindicación, huelga, motín, ¿qué importa que los domingos por la tarde vaya el juez de instrucción a admirar las piernas de las muchachas del coro? Para el burgués aquello siempre será el teatro. Revista -rodillas y muslos-. Drama -tragedia hogareña a base del Código civil-. Comedia -amable adulterio entre holandas y palabras de hojaldre-. Para las vigas y las maderas, las columnas y los fustes, aquello es una coordinación de fuerzas que forman una bonita combinación parecida a la popa de un barco. ¿Que las lindas muchachas enseñan los muslos? ¿Y qué sería de esos pobres escenarios condenados a la estupidez teatral si de vez en cuando las lindas muchachas no se quitaran la falda para bailar? Madera, hierro y cristal hallan hoy en la mañana soleada su espíritu: el mitin. “¡Contra la represión! ¡Por la libertad de nuestros presos!” El teatro es feliz. Así ríe desde el balconaje combado en vidrios azules.

Entre los grupos que pueblan la acera junto a las puertas abiertas, Progreso González dice que hoy va a ver a su gusto el teatro, cosa que no le había sido posible todavía. Lo dice recostado contra el quicio, rascando con una uña del pulgar una gota de cal seca que lleva en el pantalón. Luego se mete dos dedos en la boca y silba para decir adiós a un amigo que pasa en la plataforma de un tranvía. Los vendedores de periódicos obreros lanzan sus pregones como banderas desplegadas: ¡”Solidaridad”, “Libertad y Tierra”!

Progreso trabajaba en las obras de ese teatro y la policía fue un día a buscarlo a la alta techumbre donde hacía remaches. Estuvo tres meses en la cárcel.

– ¡Ah, sí! -interrumpe uno-. ¿Cuándo se fugó el Cojo?

– No, después. Fue la última vez.

Al recobrar la libertad se dijo: “Voy a ver cómo quedó aquello y a recoger la herramienta”. Muchos ladrillos había puesto. Conocía el frío de los altos remates del andamiaje. “Vamos a ver aquella primera planta de la viga 32 y la rotonda, tan fantástica, del segundo piso.” Era un buen oficial y no poca parte de la obra había pasado por sus manos. Desde la cárcel se fue allá.

– ¡Hola, paredes amigas, líneas valientes, curvas de hierro y vidrio! ¡Cómo canta la luz en el ojo redondo de un costado! ¡Con qué gracia cae esa flecha de cristal encendido desde la retejera!

Miraba y sonreía. A su lado, dos viejos parados ante los carteles comentaban con ojillos salaces la alineación de grupas y piernas. Rumiaban la rijosidad de los viejos días del internado religioso. Progreso les pidió una cerilla, se quedó con la mitad de la caja, les echó una bocanada de humo a las narices -¡es nada salir de la cárcel!-, levantó los ojos y avanzó. “Royal Paraninph.” No sabía que el empresario conociera tantos idiomas. Aquella tarde no había reunión. Tanto mejor. Entraría a dar un vistazo y a ver si por casualidad hallaba las herramientas.

El empresario merendaba en la cantina. Había que hablarle. Progreso no se quitaba la gorra y el otro no le quitaba de ella los ojos. La situación no era muy cómoda. ¿Cómo se le habla a un empresario en la cubierta de un barco anclado en plena calle de una ciudad castellana? Le expuso su deseo. El otro negaba con la cabeza entre trago y trago.

– Aquí no hay herramientas de nadie ni tiene usted nada que hacer.

– Es que yo trabajé en esta obra más de seis meses.

– Si trabajó le pagaron, y en paz.

El empresario señalaba la puerta. Progreso indicaba a su vez la escalera interior.

– Me voy por ahí. Cuando lo haya visto todo vendré a despedirme de usted. O me quedaré, si quiero. Esto -y señalaba las paredes, el techo, la tapicería- es más mío que suyo.

Comenzó a subir. El empresario quiso hablar. Tragó cerveza por mal camino y se puso a toser y a patalear. Luego corrió al teléfono. ¿Cómo no habían puesto el de la Comisaría del distrito entre la lista de los urgentes? 92741. Es decir, 92417. Entre tanto, Progreso desaparecía en el recodo de la segunda planta.

Visitó despacio todo aquello. Comprobaba los ajustes de las vigas, la calidad de la madera; le gustó la tapicería, y aunque no pudo advertir la distribución de luz eléctrica, lo que se veía no estaba mal. Palpó la viga transversal, otra de 6,5 y acarició una columna y otra. Subió repartiendo vivaces ojeadas hasta la última fila de butacas del tercer piso. Después había una galería de cristales de más de quince metros, en curva. La luz de la flecha -luz malva, medular- tiznaba los vidrios. Miraba y sonreía desde su atalaya. Sentóse en un peldaño y acabó de fumar. Con la colilla sobre la alfombra quedó rubricada su obra. “Royal Paraninph.” ¿Qué significarían esas dos palabras?

Cuando se disponía a bajar aparecieron por el comienzo de la gradería dos agentes de la brigada social. Al verlo se detuvieron con la mano en el bolsillo del gabán. También Progreso se detuvo. Conocía aquella actitud de los policías y su trascendencia.

– Baje usted -ordenaron.

Progreso se hizo el tonto:

– ¿Para qué? ¿Es que quieren ustedes hacer una película?

– Baje inmediatamente.

Progreso se llevó la mano al bolsillo donde no llevaba nada e insistió:

– Si quieren ustedes película, la hacemos. Por mí no hay inconveniente.

Por fin lo detuvieron. El comisario le recriminó. Acababa de salir de la cárcel y en lugar de ir a ver a su mujer, a sus hijos, como todo ciudadano honrado, volvía a ponerse en trance de perder la libertad. Progreso le argumentaba: “Mujer e hijos los tiene cualquiera. O los hace usted o se los regala el vecino”. El trabajo vale más. Las obras de nuestro esfuerzo son nuestros auténticos hijos y los sentimientos hay que enfocarlos hacia la eficacia de la obra, no hacia la mujer y el hijo y los cinco reales. Esto es limitado. Y además, es mentira. Progreso no decía todas estas cosas, pero las sentía bullir en la sangre.

Ahora reía entre los compañeros recordando el incidente. El Sol daba a la mañana su paz ritual. Los grupos se hacían mayores. Más de la mitad del teatro estaba ya ocupado. Samar llegaba con prisa, a grandes zancadas. Era de regular estatura, fuerte, desgarbado. Salieron voces de un corro llamándolo, los saludó y se puso a mirar los balcones de enfrente donde el Sol blanco de mayo prendía sus randas de encaje. Faltaba aún más de media hora para el comienzo del mitin. El mitin no era más que una pequeña diligencia -casi una cuestión de trámite- en la lucha incesante que los sindicatos sostenían contra lo humano y divino. Contra socialistas, republicanos, frailes y generales. Contra los tenores y los barítonos de la burguesía que actuaban “de temporada” en el Parlamento, contra las “vedettes” de la intelectualidad “de cámara”. Contra todo. Contra sí mismos también, de vez en cuando. Samar veía aquello, un poco deslumbrado. ¿Qué buscaban aquellos hombres? ¿Qué querían? Se lo preguntaba todos los días y sin embargo estaba a su lado e iba con ellos lleno de fe ¿Adonde?

Llegaba Star García con mercancía nueva. Vendía rosetas de trapo rojo para los presos sociales. La piedad se hacía en ella estatua, se consagraba en mármol. Se acercó a Samar y le puso en la solapa un clavel natural. Seria, grave. Cuidaba mucho su seriedad, porque si una vez sonreía ya lo había dicho todo. Samar le dio dos pesetas. Antes le había preguntado, reticente, por Villacampa. Star encogió los hombros redondos, levantó las cejas y advirtió:

– ¿Sabes lo que te digo? No me preguntes más por Villacampa.

Luego se fue hacia adentro. Sus piernas desnudas sobre el tosco calcetín de su padre eran las piernas bucólicas que aparecen en las tapas de laca de las tabaqueras. Entraba ella en el teatro y quedaba la ausencia hecha sombra bajo la marquesina. También el grupo fue deshaciéndose en murmullos hacia el interior. En las calles próximas se alineaban los guardias de asalto. Dos compañeros trepaban, por la fachada instalando altavoces. Ya estaba la sala llena y los alrededores seguían poblándose de obreros. Un viejo casi ciego, con bigotes blancos de foca paseaba cantando a media voz la Internacional y llevando el ritmo con el bastón sobre las losas. Su fe en la revolución le sostenía la espina dorsal sobre los setenta años. Otros iban y venían ofreciendo folletos y revistas.

La fachada estaba cubierta en su tercio inferior de proclamas, carteles y convocatorias: C.N.T. y FAI. La C.N.T. embanderaba el barco “Paraninph” y sus iniciales virilizaban el título intelectual que había perdido el “Royal” al proclamarse la República. Un poco más allá un templo lanzaba sus campanas sobre la indiferencia del barrio obrero. Pequeños industriales y comerciantes asomaban sobre las tiendas cerradas con el chaleco del domingo desabrochado. Aunque había paz y sosiego, el Sol tenía de pronto sobre la capota del automóvil la muestra del dentista, la placa dorada de la comadrona, destellos azulencos y violáceos muy sospechosos. En todos los labios, palabras y rictus de protesta. Las iniciales volaban de un lado a otro: C.N.T. y C.N. -que no es lo mismo- y FAI. La revolución se alzaba sobre negaciones. ¡Apoliticismo! ¡No colaborar! ¡No votar! ¡No transigir! ¡Acción directa! Después de veinte minutos de cambiar apreciaciones y juicios, voces, periódicos, folletos, de exhibir insignias, gritos, saludos y carcajadas siempre acompañados de iniciales, resultaba ya no la C.N.T. sino más bien la C.F.A.N.I.T. A las diez menos cinco el salón estaba atestado. En los vestíbulos y en la calle había tres mil o cuatro mil hombres sin poder entrar. Miraban esperanzados a los altavoces mientras cuadriculaban mentalmente el domingo en monedas de cobre. Las bocinas asomaban por la fachada y carraspeaban preparando sus gargantas para los discursos. La calle se ensanchaba a medida que subía el Sol. ¿Y la justicia? ¿La de Dios? ¿La de la Constitución? ¿La de Progreso que hizo el “Paraninph”? La justicia no es un fin. Es una bandera.

Caía el Sol por la fachada y rebotaba en la acera, sobre el asfalto. Una mozuela de dieciséis años se asomaba al balcón y decía a dos mozalbetes que iban con otra muchacha en dirección a la iglesia:

– Es la primera vez que voy a un baile. Me bañaré a media tarde y a las nueve podéis venir a buscarme.

La calle se convertía en alcoba nupcial. Se veía en la voz de la chiquilla el temblor de una subconsciencia que aguarda y desea la violación. Ante los obreros, la chica lanzaba la alusión a su desnudez y la mañana se coronaba con sus pechos erectos, sus brazos levantados y desnudos. Star, que había vuelto a salir, lanzó sus pregones desde la puerta, y era sobre el fondo en sombras tan vivo el rojo de su jersey y tan frutal su garganta que sintió de rechazo la fuerza de su presencia y casi corriendo se metió dentro.

– ¡Folletos del comité propresos! ¡La traición de los social-fascistas por veinte céntimos! ¡Insignias para el diario confederal!

Llevaba su mercancía sobre el pecho izquierdo, apenas acusado.

A veces descansaba sobre un pie u otro como si meciera a una muñeca. De pronto descubrió a Villacampa en una butaca. Con la mano unió al casco de su pelo un mechón suelto, se mordió el labio y miró a otro lado. Toda la sala estaba ocupada y ofrecía una marea de rostros y voces reposadas después de los días de labor. Ni impaciencia ni tedio. Star veía miradas amigas y rostros familiares. De pronto oyó voces airadas junto a una puerta. Un joven encañonaba a alguien con una pistola y le señalaba con la mano la salida. El otro, con los brazos en alto retrocedía espantado. Progreso llegó a grandes zancadas y obligó a su compañero a guardar la pistola. “Es un policía”, advertían aquí y allá. Progreso rogó al agente que se marchara. Éste protestaba:

– ¡Me ha amenazado de muerte!

– ¡Qué cosas tiene usted! No es posible, hombre- decía Progreso.

– Todos éstos lo pueden atestiguar.

Progreso preguntaba a su alrededor y todos negaban. Nadie había visto pistola alguna.

– ¿Ve usted? Está excitado y cree ver armas y amenazas por todas partes. Váyase. Y diga a sus jefes que no toleramos a la policía en nuestras asambleas.

El incidente quedaba resuelto. La gente reía y se ponía a hablar de otra cosa. Star volvió a mirar a Villacampa. Estaba cerca de su padre. Tenía rasgos impertinentes, como ahora, al sacar un cuproníquel y llamarla con un gesto autoritario. Star se le acercó. Ante su traje nuevo, los ojos de Star se admiraron un instante. Los de Villacampa respondieron diciendo: “No creas que me visto así para enamorar a las chicas bobas”. Ella le vendió un folleto y después le puso en la solapa un clavel natural. “Tenía dos -le advirtió- y el otro se lo he puesto a Samar.” Villacampa lo sabía ya porque lo había visto. Algo le halagaba y le dolía a un tiempo. Se levantó y buscó a Samar con la mirada. La sala, pautada en apretadas filas de gorras, sombreros y camisas blancas ocultaba a Samar nadie sabe dónde. Se sentó y volvió a mirar a Star que se alejaba por el pasillo central. Sus pregones se sucedían y la revolución se hacía tan infantil en ellos que a Leoncio le daba vergüenza llamarse anarquista. Caían de lo alto algunas voces llamando a un compañero o trozos de discusión doctrinal. Un tipo escuálido, muy amanerado, iba y venía con un fajo de revistas financieras bajo el brazo. Informaba a tres judíos de Amsterdam que jugaban contra la peseta y andaban siempre por los medios políticos o los proletarios husmeando el porvenir. Era más mezquino y menos gallardo que el espía de las guerras, pero con la misma inconsistencia de línea y gesto, con igual indecisión en la mirada y en el paso. Aquel otro de la tercera fila de butacas, americano misterioso que se dice escritor y que tiene una linda traza de capataz de indios, lleno de dijes y sortijas, se acerca a nosotros con un terrible proyecto de doscientas cuartillas para destruir científicamente en una sola noche a la guardia civil. Lo llaman Al Capone y le va muy bien. Va buscando algo así como un consejo de administración capaz de realizar su proyecto. Ahora le compra a Star un ejemplar de cada impreso, la roseta roja de trapo y la insignia para el diario. De los pisos superiores comienzan a arrojar octavillas impresas. El manifiesto de la federación local. Star coge un fajo y los distribuye indiferente, ajena a todo. Brazos y manos se alzan y se agitan. El aire se caldea y la prosa del manifiesto lo satura del polen fecundo.

El escenario en penumbra se va poblando. Ya está el presidente en su puesto. Y periodistas -¿a qué vendrán?- que fingen en su mesa de trabajo del escenario una curiosidad de parque zoológico. De pronto alguien avanza y recomienda desde el proscenio que avisen a los camaradas que están en la calle para que ocupen los vestíbulos de los tres pisos y los pasillos laterales donde se están instalando amplificadores, porque los de la calle los prohíbe la autoridad. Rumores, protestas. Se congestiona el público en el local, arracimado en pasillos y puertas. Un camarada desconecta unos hilos y el mitin comienza con unas frases del presidente que cede enseguida la palabra al primer orador. Los altavoces de la calle han vuelto a carraspear y han dejado pasar frases sueltas: “El gobierno esclavo del capitalismo asesina a nuestros compañeros en la calle”… “El ministro de Gobernación, abusando de la autoridad que nosotros hemos puesto en su mano…” Alguien protesta. “No se puede afirmar eso. Damos armas a la oposición. La organización no pactó con los partidos burgueses.” Una ola de protestas hace callar al de la interrupción. Éste insiste: “¡Eso es oportunismo!” Otro contesta: “Bien ¿y qué?” Sigue el altavoz: “Las vilezas de la reacción, siempre dispuesta a mantener sus privilegios, se acumulan sobre la vida del proletariado; llenan las cárceles, convierten los barcos en presidios flotantes, ametrallan a nuestros hermanos…” El altavoz sigue soltando frases como trallazos. Tres mil obreros que no han podido entrar se apiñan en la calle. El teniente que manda los guardias de asalto se atusa el bigote y echa miradas fulminantes sobre las altas bocinas. Envía emisarios: “He dicho que quiten los altavoces”. Confusión. El electricista jura que los ha desconectado. Pero los altavoces siguen: “¡Toda esa podredumbre que representáis e imponéis, la barreremos nosotros! ¡Caerá por su propio peso la cabeza de la burguesía, como cayó la de la aristocracia feudal!” “¡A ver, que arranquen esos hilos!” Alguien los arranca. El altavoz de encima de la marquesina, los de la segunda planta, continúan impávidos. Es la voz del segundo orador que habla de la ley de fugas. Fue el primero que la sufrió en el año 1919. No pudieron rematarlo y ahí está erguido para acusar. Salen las palabras a borbotones, y algunas fulgen y brillan o se disparan al azul como cohetes. Traición, cobardía, miseria, crimen, pólvora, fusiles, revolución, FAI, C.N.T., FAI, C.N.T. El altavoz ruge. El grupo de la calle se hace más denso y corta la circulación. Los tranvías suenan sus campanas impacientes y se alinean en largas colas. Un ¡viva la anarquía! es contestado por mil quinientas gargantas en la calle, por cinco mil hombres dentro abandonados a la embriaguez de las palabras. Toques de corneta. La masa humana sigue quieta y en silencio afronta a los guardias de asalto. El altavoz sigue: “¡Viva la C.N.T.! ¡Muera la república!” Un cabo llega con órdenes. Acaba de hablar por teléfono con la Dirección y han dispuesto que sea suspendido el acto por desobedecer la orden que prohibía los altavoces en la calle. Siguen estáticos los guardias. Otro toque agudo del cornetín y el ataque comienza acompañado de gritos, cierres que caen, puertas que se cierran. Los tranvías se despueblan y sus ocupantes huyen aterrados. Una señora tropieza y cae chillando: “¡Canallas! ¡Canallas!” Un obrero la levanta y pregunta:

– ¿Quiénes son los canallas?

– Ustedes, los obreros.

El obrero ríe y advierte:

– No se apure, señora. Hasta las doce no comienzan las violaciones.

El altavoz recoge la advertencia de un orador:

– ¡La policía dispara en la calle!

Los altavoces sabotean el mitin. No hay instalación, no hay contacto eléctrico. Han ido arrancando los hilos en un trecho de más de tres metros. En buena ley no deberían hablar. Han nacido del amor al trabajo. Salieron de los obreros, de sus manos, como los vidrios y las vigas de la fachada, pero sabotean el mitin hablando por su cuenta. Recogen las palabras de los oradores y el fragor de la muchedumbre que sale por las tres puertas aullando. El primer avance de los guardias ha hecho retroceder a los grupos, pero ahora, al salir la multitud, se rehacen y avanzan. Los altavoces, con la sala vacía, siguen cumpliendo su misión provocadora. ¿No hay una bala para ese traidor? ¡Pim! ¡Pam! Salta hecho añicos el altavoz de la marquesina. Pero ahora gritan los otros y además la alarma de los disparos agrava la situación. Suena entre las voces, confusa y vacilante, la “Internacional”. Los grupos se parapetan tras los tranvías. Uno de éstos ha sido volcado con estrépito de cristales. La mitad de la multitud se ha replegado dentro del teatro. Desde una de sus ventanas se hacen disparos. La mañana madrileña se descompone en livideces. Un altavoz solitario allá arriba grita:

– ¡Bárbaros! ¿Qué hacéis? ¿Y el espíritu? ¡Acordaos de los valores espirituales!

Habrá recogido una inducción del teléfono del Ateneo. Más guardias. Ahora, civiles. De los grupos salen más disparos contra los altavoces. La calle se puebla de gritos, rumores espasmódicos, detonaciones. ¿La revolución? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué más quisieran! La revolución no la provocarán los altavoces a su placer. Los guardias civiles a caballo invaden la calle. Se apean, y disparan. Media hora de lucha. En la plaza próxima, las bocas del metro son reductos para los obreros que asoman y disparan. El altavoz carraspea un poco y grita:

– ¡Los altos intereses del país radican en el orden social, en la paz!

Tiros a las ventanas, de las ventanas. Los altavoces saltan hechos añicos y callan ya. Corretean los caballos, uno resbala y cae arrancando chispas del suelo. Y tiros otra vez. Otro camión de fuerzas. Media hora más de lucha y las calles quedan despejadas y en silencio. Han quedado aplastados contra el pavimento tres obreros. Más de cincuenta van maniatados entre los caballos de los guardias. El cervecero de la esquina levanta a medias el cierre metálico y sigue taladrando el barril, moviendo la cabeza de arriba abajo.

– Esto es el caos. ¿De qué me sirve votar a los socialistas?

III. AUTOPSIA DE LOS CAMARADAS ESPARTACO, GERMINAL Y PROGRESO

Los obreros que quedaron muertos en la calle eran Espartaco Alvarez, Germinal García y Progreso González. Tres nombres en fila son bien poca cosa. Tres obreros jóvenes y fuertes muertos sobre el adoquín municipal en la mañana del domingo ya son algo. Esos mismos hombres, media hora antes del mitin eran nada menos que signos de una nueva ley física en marcha. Espartaco pertenecía al Sindicato de Trabajadores de la Tierra. Germinal, al de Gas y Electricidad. Progreso, al de la Construcción. Cuando los recogieron estaban en posiciones distintas. Espartaco había caído de bruces y se rompió los dientes contra el empedrado. Allí quedó besando su propia sangre. Germinal, boca arriba junto a un árbol, colgada la cabeza sobre la cava del riego. Progreso no murió instantáneamente. Se fue arrastrando con el pecho en tierra, firmando con el corazón sobre el asfalto de la acera. Murió camino del Equipo Quirúrgico. Luego fue llevado al depósito, junto a sus compañeros, y el forense emitió dictamen: “Espartaco Alvarez, de cuarenta y dos años, presenta dos heridas de arma de fuego en la región temporal derecha, con salida de masa encefálica y fractura, mortales de necesidad”. – “Germinal García, de cincuenta años, herida de bala en el vientre, sin orificio de salida, otra mortal en la ingle con sección de la femoral y contusiones en diferentes partes del cuerpo.” – “Progreso González, de treinta y cinco años, tres heridas de arma de fuego que le interesan el cuarto espacio intercostal derecho, el hígado y el frontal respectivamente. Todas con orificio de salida. La de la cabeza, mortal de necesidad.”

Era necesario que el médico forense dijera que habían muerto, y ahí está. La diligencia de autopsia no decía el calibre de las balas ni si los disparos habían sido hechos con arma corta o larga. Quedaba en el aire ese dato para que los periódicos pudieran sentar la duda de que las víctimas cayeron bajo las balas de las pistolas proletarias en la confusión del momento. En los instantes de duda, ellos afirman e imponen su verdad. En los momentos de evidencia enturbian el aire y crean la duda.

Pero es poco una autopsia. Nada dice de los camaradas Espartaco, Germinal y Progreso, de su verdadera personalidad. ¿Quiénes eran? ¿No interesa a ustedes, señores lectores, la personalidad de tres cadáveres? De todas formas se puede revelar con pocas palabras. Los hombres que mueren por una idea suelen tener poco que contar. Si fueran de esos que de vez en cuando gritan en la tertulia “se me ocurre una idea”, para proponer luego ir al cine o a merendar, y se subordinan a esa “idea” y llegan a morir de reuma por ella si es preciso, si se tratara de estos “mártires”, entonces se podrían contar muchas cosas divertidas. Pero de Progreso, Espartaco y Germinal ¿qué vamos a decir? ¿Cómo van ustedes a comprender lo que podamos decir de tres obreros sin ortografía, que durante el tiempo que les dejaba libre el trabajo soñaban con una sociedad más justa, edificada sobre realidades vivas y no sobre mentiras moralizantes?

Espartaco era campesino y vivía en Tetuán de las Victorias, hacia los desmontes de Fuencarral. ¿Campesino? Es decir, “más bien -como él aclaraba- cazador furtivo”. Vivía de la caza en las posesiones del ex rey, que seguían siendo coto cerrado con la república. Entre los vagabundos y los basureros, sus convecinos, la casa de Espartaco era casi un palacio y constituía desde luego para los demás una aspiración de bienestar. A la una de la madrugada se levantaba todo el año, daba un beso a su compañera y a su hijo, cogía el “bicho” -el hurón- y unas cuerdas, y se iba al Pardo. Cazaba tres o cuatro conejos y dos faisanes, los vendía a las seis de la mañana en un mercado, y a las ocho ya estaba de regreso en su casa con diez o doce pesetas. Cubría el presupuesto familiar con holgura y aun le quedaba algo para sus gastos de militante. Sellos del comité pro presos, cotización en el sindicato, solidaridad con los perseguidos, cuota de la federación de grupos. A veces cazó también un jabalí o un venado.

Su compañera lo admiraba. Nunca se oían en el hogar voces destempladas ni disputas. El secreto de Espartaco para mantener la paz familiar era lo que él llamaba -lo había leído en un folleto- la influencia moral. Se portaba bien, y al lado de su conducta una discrepancia resultaba monstruosa y criminal. Eran felices sin sentimentalismo. Ella le preguntaba a veces si la quería, y Espartaco la dejaba helada con la mirada mientras decía lentamente:

– ¿No me ves que vivo contigo?

Al principio, en los primeros meses de vida en común. Espartaco no era “campesino” sino jugador de naipes. Salía todas las noches a jugar. Espartaco “no tenía seguras las ideas”. En cuanto advertía malicia en algún jugador, se daba a hacer trampas. Ya en ese camino era sabido que todo el dinero iría a parar a su bolsillo. Pero aquello era peligroso, y su compañera sufría y se desvelaba en casa. “Un día estaba jugando como siempre -explicaba Espartaco a los amigos- y me representé a mi compañera sentada en la cama y llorando. Lo dejé todo y me fui a casa.” Ya no volvió a jugar más. Dejó aquel fácil y lucrativo oficio por el de “campesino”. ¡Lo que tuvo que argumentar para relacionar sus tareas de cazador furtivo con las del labriego y tener cabida en el Sindicato! Pero era un gran militante y nadie dudó de su aptitud para el trabajo del campo, ya que socavaba el yermo para dar con las madrigueras.

Había aprendido a leer a los treinta años, por su cuenta. No había llegado a comprender los problemas de la producción capitalista, la racionalización, ni la superproducción y el paro forzoso. No quería complicar la limpieza y sencillez de sus conceptos sobre la revolución con una doctrina que se le hacía sospechosa de intelectualidad. Tenía un odio en su vida: los “comunistas del partido”. Su cientificismo le resultaba inaguantable y solía decir de ellos que entre todos no eran capaces de resistir media hora de controversia con él. Tenía razón, porque lo que más lo soliviantaba era ver en el adversario sus mismos argumentos explotados con mala fe o egoísmo o vanidad personal de “líder” y eso creía verlo enseguida en los comunistas. Cuando las cosas llegaban a esta situación Espartaco callaba, cerraba el ojo izquierdo y advertía lentamente:

– El cantarada Espartaco dice que le está bailando el “cacharro” en el bolsillo.

El cacharro era de calibre 6,35. El “camarada Espartaco” no era sin embargo un energúmeno. Jamás hubiera llegado al homicidio por arrebato o ceguera. Odiaba a los comunistas “del partido” hacía mucho tiempo, pero su odio se afianzó un día que vio a un señorito con la hoz y el martillo bordados en seda sobre la camisa. Con la burguesía disfrazada de radicalismos hubiera sido implacable. En la lucha, durante las huelgas revolucionarias o las de carácter económico de difícil solución actuaba en el sabotaje con seguridad y decisión. Allí donde hacía falta una mano audaz aparecía él. Realizaba lo que se le pedía sin comentarios, sin vana jactancia y sin preguntas inútiles. En su casa era el mismo. Nunca faltaba una oportunidad para trabajar por la causa. Del tiempo que le quedaba libre sabía disponer leyendo y completando la educación del chico que volvía de la escuela con demasiadas tonterías en la cabeza. Ya el muchacho ejercitaba su sentido crítico bastante bien:

– Me han dicho -le explicaba al padre- que el ejército es para defender la patria.

Y soltaba a reír. Espartaco reía también y le preguntaba: -¿Tú qué hubieras contestado?

– Que el ejército y la idea de patria son para tenernos más esclavizados-. Ahora Espartaco no reía tan fuerte. Sonreía apenas sobre la losa del depósito judicial y era sólo un poco de calcio, de fósforo, de humores en libertad.

Progreso González era otro carácter muy distinto. Ya lo hemos entrevisto con motivo de su incidente en el vestíbulo del “Paraninph”. Locuaz, risueño y optimista. Tan seguro de sí mismo -de poseer la lógica infalible- que su odio contra el capitalismo se convertía a veces en desdén altivo y en compasión. Esto no era obstáculo para que militara con ardor y fe. Miraba y reía, andaba y dormía en comunista libertario. Estaba saturado de ideología hasta convertirla no sólo en conducta personal sino en física y química orgánica. Era natural que en la actuación dentro de los sindicatos no chocara con nadie. Siempre se les dejaba paso a sus argumentos. Se daba en su caso el hecho de la revolución ya triunfante, después del proceso que comenzó con los odios de la adolescencia y siguió con la educación sindical. A través de la cultura social constructiva y de la fe confirmada y acrisolada al mismo tiempo en la doctrina y en la práctica, se encontraba con la sensibilidad formada en hombre del mañana, de un tiempo sin injusticia. Así resultaba que no podía odiar al burgués con aquel odio reconcentrado y agresivo de sus compañeros. Cuando se encontraba, en la lucha, con que la sociedad seguía mal organizada se quedaba muy sorprendido: “¿Pero es posible que no lo comprendan? ¡Ah, si yo pudiera hablarles un día a los ministros!”

Las pocas veces que fue a la Dirección de Seguridad a pedir en comisión la reapertura de los sindicatos o la revocación de la orden de suspensión contra un periódico, intentó convencer al jefe de policía. Ya no lo incluían en esas comisiones por tal razón. “¡Oh! -solía decir desesperado-, ¡si las ideas son tan hermosas y tan fáciles de comprender!” Pero el gobierno en pleno, que mandaba que lo mataran en la calle, ignoraba el espíritu protector con que Progreso González hablaba. “Al mismo gobierno le conviene. Así los ministros vivirán tranquilos, se evitarán esto de que un día tengamos que matarlos.” Porque eso sí. Actos aislados de terror no los realizaría nunca, pero en un vasto plan revolucionario se hubiera reservado -y se reservaba ya- la parte más difícil y cruenta. Esto lo preocupaba. Cavilaba sobre esos impulsos, y hablando con Leoncio un día, resolvió la incógnita y se quedó tranquilo: “Yo sería sanguinario hasta que se viera que la burguesía iba de vencida. Entonces, toda mi furia se convertiría en propaganda y labor constructiva. No había saña en él y era incomprensible, porque había pasado dos años en una celda con una cadena al pie que le impedía andar más de dos pasos y había visto a compañeros sentenciados sin pruebas a cadena perpetua y encerrados en calabozos obscuros, con una cadena también al tobillo, pero empotrada en la pared a la altura del pecho y sin llegar al suelo, por lo que el recluso tenía que estar día y noche con la pierna doblada en el aire y dormir de pie. No sentía la necesidad de vengarse, porque al día siguiente de la revolución consideraría innecesaria la crueldad con los vencidos, y para él era ya día siguiente, desde el momento que la revolución estaba hecha en su conciencia. Progreso, también en la vía de lo inerte, había tropezado con el monstruo sin tiempo para hablarle las palabras suasorias. El monstruo, al que no odiaba porque lo veía lejos y fuera de sus afanes, lo destruyó.

En cuanto a Germinal, era un buen operario fumista. Arreglaba tuberías y ponía cristales. Cobraba un regular jornal y vivía con su madre y su hija. La compañera se le murió hacía años y no la había sustituido porque para lo sexual nunca le faltaba el calor de unas faldas, y en lo sentimental y afectivo tenía a su madre y a su hija Star. Su casa era de las últimas de una barriada obrera situada al Norte, por donde la brigada social tenía siempre quehacer atrasado. Era una casa de ladrillos, de un solo piso, con las ventanas verdes. La puerta estaba abierta, día y noche. Germinal no creía en los ladrones ni en los duendes. Si llegaba a las tres de la mañana un compañero, buscaba donde acostarse, se tumbaba y al día siguiente se iba después de compartir el suculento desayuno de Germinal. Era lo mismo que se conocieran o que no se hubieran visto nunca. Germinal nada preguntaba. Su madre servía recelosa al desconocido hasta que veía en la mirada de Germinal alguna simpatía por él. Cuando esto sucedía ya iba y venía más desenvuelta y al hablarle le llamaba también “hijo”. Después, si iba la policía a preguntar, ya se las arreglaba la abuela para contarle un cuento rociado de juicios propios sobre la vileza de las funciones policíacas. Había agentes que temían más a sus iras que a las de sus superiores, porque de aquella cabeza pacífica y encanecida salían los insultos más soeces, las palabras más duras. Aun después de acabada la gresca, cuando los agentes se batían en retirada, salía a la puerta y chascaba la lengua haciendo ademán de coger una piedra. Esto tiene su explicación. En la barriada nunca se decía “un agente”, sino un “perro”. Ellos lo sabían, y si por casualidad la actitud de la vieja trascendía a las casas vecinas no faltaba coro. Por balcones y ventanas asomaban rostros femeninos que se unían al escándalo. Unas ladraban, otras chascaban también la lengua y gritaban: “¡Tuso!” La viejecita, la tía Isabela, se envalentonaba mucho entonces y gritaba poniéndose en jarras:

– ¡A hacer puñetas! ¡Que os den morcilla a todos!

En esa casa de ladrillo rosáceo vivían Germinal, la tía Isabela y su hija Star. Había alguien más. Un gato y un gallo. El gato se llamaba Makno y era de la abuela. El gallo no tenía nombre y era de Star. El gallo y el gato reñían a menudo porque el primero se aburría y buscaba con quién jugar. El gato, que era voluptuoso y regalón, creía que iba en serio y sacaba las uñas. Luego tenía que intervenir la familia. La tía Isabela se llevaba en brazos al felino y la pequeña al gallo, cuya defensa hacía contestando a las reprimendas de la abuela: -Lo hace por jugar.

Star castigaba al gallo y éste, sintiéndose humillado, cacareaba a cada golpe y le buscaba la mano con el pico. Era un gallo provocador, al que temían los perros y los niños de la calle, porque cuando dejaba caer un ala y andaba de costado ya había perdido el control y se lanzaba lo mismo sobre las piernas desnudas de los chicos que sobre los hocicos de los perros, mientras éstos no fueran verdaderos y auténticos perros-lobos, que eran los únicos a quienes respetaba. El gallo dormía en un pequeño cobertizo junto a la casa. No había gallinas. En realidad eran suyas todas las del barrio sin necesidad de reñir expresamente con los otros gallos, porque ya se cuidaban ellas de acercársele sin comprometer a nadie.

Star, Germinal, la tía Isabela, la casa rojiza, el gato y el gallo. De ese núcleo se desprendía Germinal con el cuerpo abierto a balazos. ¿Dónde estaría? Un grupo de vecinos invadiría la casa y la tía Isabela se aguantaría las palabras malsonantes porque habiendo un cadáver por medio y siendo éste el de su hijo la ira se resolvería en desesperación. Leoncio iría allá arriba, pero ¿para qué? Después de cada batalla no era caso de ir a dar el pésame a la familia de las víctimas. A Leoncio le preocupaban, más que la muerte de Germinal, su mirada y sus palabras últimas. Salían atropelladamente del teatro. Fuera disparaba la guardia civil. Casi tropezaron con el cuerpo sangrante de Germinal. Star quería acercársele y las masas la empujaban y se la llevaban en vilo. Germinal gritaba a los que intentaban recogerlo:

“¡Dejadme a mí, que esto es cosa perdida! Buscad a la pequeña”. Cuando vio que Lucas Samar se arrodillaba y llamaba a otros para llevárselo se incorporó, los rechazó y volvió a gritar: “¡La pequeña! ¡La pequeña!” Lucas creyó que la habían herido también; buscó a su alrededor. Las descargas seguían. Star apareció por fin y Lucas la cogió en volandas y se la llevó. Germinal sonrió al verlos y descansó la cabeza sobre el brazo. Cuando minutos después lo recogieron, había muerto.

Leoncio Villacampa se acordaba más de ese detalle de Star que de la misma muerte de Germinal. Ya se sabe que en las batallas hay muertos. Pero de todas formas quería ir a ver a Germinal, indagar lo que quiso decir con la última mirada (ver si ésta había quedado cuajada sobre la piedra del depósito judicial) respecto del porvenir de la pequeña Star. Quería también averiguar si eran más las víctimas aparte de las tres conocidas, porque los rumores señalaban la ausencia de dos compañeros de Gas y Electricidad. El ir y venir de los obreros por las secretarías de los sindicatos en aquella colmena rumorosa y alarmada y las palabras sueltas que se oían señalaban la seguridad de la huelga general. Leoncio se levantó y comenzó a andar hacia la calle. Saludó a los compañeros, leyó algunas convocatorias de las que cubrían las paredes del vestíbulo, y fue bajando. La luz comenzaba a ser la luz grisácea del cemento de la ciudad sin Sol. Cogió un tranvía en marcha. Progreso, Espartaco, Germinal. Un viejo de barba blanca agitaba en la plataforma el bastón y en vano quería discutir con el conductor. Éste compartía su misma opinión y el viejo se irritaba. El tranvía subió forcejeando en las esquinas, asomó a una amplia avenida y se perdió sonando la campana. Huía por detrás de las casas un nimbo dorado de estío. Leoncio iba al depósito judicial. Cuando llegó a las tapias del hospital civil, ya lucían las primeras lámparas sobre el cristal opaco del anochecer. El barrio, solitario y triste, se animaba de pronto alrededor de aquel caserón, y estaban el bar “Puerto Príncipe”, la taberna del “Mico”, dos pastelerías, y una parada de taxis junto a un café que hacía esquina. La ciudad se volcaba en las tabernas y los bares. Dentro de una hora saldría el público de los cines y teatros y se produciría el reflujo de la población hacia las afueras. Leoncio veía aquello y sonreía: “Estúpidos. Mañana os vais a divertir”. No podía tolerar aquella indiferencia mientras Espartaco, Progreso y Germinal yacían asomados al vacío sin nombre. “Estúpidos. ¿Qué diréis mañana?” Al día siguiente la huelga general los sorprendería a todos. “¿Por qué nos dejan sin periódicos, sin tranvías, sin pan, sin espectáculos? ¿Qué ha sucedido?” Cada ciudadano reaccionaría a su manera. ¿Es delito ver una sesión de cine? ¿Está mal emborracharse con whisky? ¿Llevarse la novia al campo es causa bastante para que lo dejen a uno al día siguiente sin los elementos indispensables de vida? Nadie había hecho nada. Nadie tenía la culpa. Leoncio sonreía, subiendo las escaleras de un pabellón: “Estúpidos”. Ya arriba se detuvo. Respiró hondo y miró hacia atrás. En el patizuelo desierto había un árbol enano mal acomodado entre las losas de piedra. El muro quedaba a la altura de sus pies. Detrás, la ciudad señalaba con halos rojizos los lugares más iluminados. El hortera Leoncio Villacampa, con la corbata roja de los domingos, hinchó su pecho y gritó: “¿No sabéis que esta mañana matasteis a tres compañeros nuestros? ¡Has sido tú, el comerciante, y tú, el Cura, y usted, señor juez, y usted, damisela de mierda! Pero eso se paga. ¡Lo vais a pagar mañana!” Había que atravesar un vestíbulo, recorrer un pasillo haciendo caso omiso de las puertas y las escaleras. Después de discutir con unos guardias y convencer a dos agentes de que era familiar de las víctimas volvió a salir del pabellón por el lado opuesto y comenzó a bajar unas escaleras análogas a las anteriores. Otro patizuelo. El depósito estaba en el pabellón de enfrente, en unos sótanos. El patio enlosado tenía color plomizo obscuro. Por encima de la silueta negra de las tapias y la pizarra del tejado el cielo era azul claro y había dos estrellas sobre un grupo de chimeneas. Junto a una tapia, recostados de espaldas en el muro, estaban, Samar y Star García. Leoncio no pudo evitar la primera impresión de disgusto. Star se condolería como hija del mártir y él tendría que buscar palabras y decirle quizás aquello de “te acompaño en el sentimiento”, frase difícil, que no había dicho nunca. Pero no dijo nada. Enseguida vio que Star seguía como siempre, como si nada fuera con ella. Al llegar él, Samar pasó un brazo por la espalda de Star y la atrajo paternalmente. Leoncio vio que aquel gesto tenia mucha elocuencia y se quedó un rato callado. Lucas Samar preguntaba con la mirada y Villacampa no tuvo más remedio que contestar, aunque dirigiéndose a Star:

– Mañana hay huelga general. La pequeña se alegraba. Habiendo muerto su padre era necesario que todo el mundo se alzara contra los culpables. Lucas la soltó, frunció el ceño.

– ¿Huelga general?

Leoncio miraba por una ventana el interior del depósito. Star aclaraba con indiferencia:

– Les han hecho la autopsia. El periodista repetía:

– ¿Huelga general?

Una huelga general en aquellos momentos podía serlo todo. Precipitaría otros hechos, sacudiría la rebeldía latente en todo el país. Era la sublevación. Podía serlo todo. Pero podía ser también un fracaso funesto. Acudió a la ventana y se acodó en ella de espaldas, mirando hacia adentro. Star también. Quedaban los tres en silencio. Tres mesas alineadas con los cuerpos de Progreso, Espartaco y Germinal, cubiertos con sábanas. Dos empleadas entraban y salían con cubos. Leoncio pensaba: “¿Es posible que todo acabe en eso, en nada?” Pero no lo dijo porque suponía que a Lucas se le ocurrirían al mismo tiempo cosas más hondas. Efectivamente, éste no tardó en decir:

– La muerte no existe. Germinal, Espartaco y Progreso siguen en la rebeldía de los demás.

– ¿Que no existe la muerte? -dudaba Leoncio.

El periodista lió un cigarrillo para contrarrestar el fuerte olor a fenol. Añadió:

– No. Si pudieran hablar estos camaradas, verías cómo se pondrían a discutir sobre la conveniencia de la huelga general, sin acordarse del incidente de su muerte, que tendría mucha menos importancia que cualquiera otro de su vida. La muerte que viene de fuera -un tiro, dos voces, sangre y pérdida de la conciencia- no es más que un pequeño incidente al margen de nuestra voluntad. Lo malo es la muerte elaborada dentro de nosotros: el fracaso.

A Star se le iluminaron los ojos:

– Es verdad. Mi padre no podía morir. Mi padre no ha muerto.

Luego añadió de pronto con expresión impertinente:

– Vamos. Huele mal.

Se retiraron y pasearon por el patizuelo.

Los médicos habían hecho la autopsia, abriendo el cráneo a Progreso y a Espartaco que tenían heridas en la cabeza. Encontraron sangre roja y venas azules. En el cerebro no había ninguna de las toxinas frecuentes en los enamorados, en los suicidas, en los perturbados. Eran cerebros limpios. Como única anormalidad, una borrachera de porvenir. Un médico con alguna dote de observación pudo haber hecho una relación curiosa porque no era frecuente encontrar cabezas sin temor ni esperanza metafísicos. Vísceras, y vísceras saturadas de fe fisiológica, de audacia y de generosidad. ¿Ambición? ¿Ansias de lo que ha de llegar? ¿Impaciencias? ¡Bah! Fe visceral. Fe que se basta a sí misma. La audacia y la generosidad sólo se producen francamente en esos casos de fe en sí mismo, en su propia fe. Y cuando hay la seguridad de la fe en la propia fe, ¿qué vale la ambición material y la esperanza, el recuerdo y la ilusión, esas cosas merced a las cuales la sugestión de la muerte es negra y turbadora y produce en los débiles la conciencia de morir? Fe, pero no metafísica ni intelectual, sino visceral. Fe de la roca y del árbol.

Paseaban en silencio. Star García se volvió de pronto a Leoncio:

– A pesar de todo, mi padre ha muerto.

– Sí. Ha muerto por la causa -respondió Villacampa.

Star increpó al periodista:

– Tú me engañabas. Mi padre ha muerto.

Lucas insistía:

– La muerte no existe. Yo no te engañaba.

Villacampa intervenía con obstinación:

– Di que sí, Star.

– ¿Qué sabes tú? ¿Qué sabes tú de la muerte? -preguntaba Samar.

El “hortera” replicaba con energía. Star miraba al uno y al otro. Samar añadía:

– La muerte no existe, pequeña.

– ¿Y eso? ¿Y eso? -gritaba Villacampa señalando la ventana del depósito.

Star temblaba. Se llevaba el puño cerrado a la cara y lo paseaba por la barbilla, mordiéndose a veces un dedo. Ahora afirmaba dudando:

– Mi padre ha muerto, Samar. Es inútil que digas que no.

Samar renunció a nuevas explicaciones. Vio que Star pugnaba por reprimir las lágrimas, y dijo secamente:

– Bueno. Vamonos.

La pequeña cogió a Villacampa del brazo.

– No. Yo me quedo aquí.

Temblaba. Lucas, de mal talante, la cogió del otro brazo:

– A casa. Aquí no tienes nada que hacer. Vamonos. Ahí está tu padre. Ha muerto. Tienes razón. Lo han asesinado. Ya no lo oirás hablar nunca, ya no te besará al acostarse ni te comprará dulces los domingos. -Star se deshacía en llanto-. Tiene el cuerpo destrozado por las balas y el cráneo abierto. Te has quedado sola en el mundo. Eres la más desgraciada de las mujeres. Llora, llora -Star amenazaba diluirse en lágrimas y Lucas seguía-; pero con tus lágrimas lo que haces es matarlo dos veces, porque al sentirte fracasada, matas lo que en ti hay de él, de tu padre.

Star reaccionó con gran dificultad. Quiso hablar. Los ojos le brillaban y miraban muy fijos y muy lejos. Aquella estatuilla fría e inexpresiva adquiría de pronto una furia salvaje y una expresión de odio concentrado.

– Vamos adentro.

Entró en el depósito, se acercó a una mesa y destapó el rostro de una de las víctimas. Los dos la seguían, extrañados. Ella miraba la bombilla polvorienta del techo, con un aire alucinado: “¡Padre, padre! -balbuceaba-. No has muerto, no.” El periodista siguió:

– No has muerto. Duermes en la armonía de mañana.

Star repetía: “Duermes en la armonía de mañana.” Iba a besarlo, pero el periodista lo impidió retirándola suavemente. Ella necesitaba acercarse al calor vital de alguien y fundirlo con su propia desesperación. Abrazó al periodista y mojó con sus lágrimas también el rostro de Leoncio. Lucas había perdido la serenidad, pero se sobrepuso y salieron de allí los tres. Ya fuera detuvo un taxi y subieron. Iban en silencio. Star no lloraba ya, pero de vez en cuando respiraba muy hondo. Cerca de su casa se alarmó de pronto y pidió al conductor que parara. No se explicaban el motivo. Ella declaró:

– Antes podríamos ir un momento ahí al lado-señaló una callejuela- a comprar maíz para el gallo. Como va a haber huelga general necesito alimentos de reserva.

IV. HABLA LA COMPAÑERA DE OFICIOS VARIOS STAR GARCÍA, QUE SE HA QUEDADO SOLA EN EL MUNDO

Estoy en casa. Mi abuela se ha ido al hospital a velar a mi padre. No la dejan estar dentro pero no importa, porque para lo que ella quiere lo mismo le da mientras vea las paredes del hospital. Si no las viera creería que sus rezos iban a beneficiar a un prestamista o a un guardia. Las vecinas han venido a buscarme para que duerma en sus casas, como si yo no tuviera cama en la mía. Me he quedado aquí porque me gusta comenzar a pensar que al desaparecer mi padre me he quedado sola en el mundo. Las vecinas me decían que tendría miedo y lo tendría si no estuviera conmigo el gallo, que anda por el cuarto desvelado. Como es tan listo sabe que sucede algo en la casa, aunque yo no se lo he dicho. “Ven aquí y escucha. ¿No sabes que han matado a mi padre? Tú creerás que eso es poca cosa mientras yo siga trayéndote el maíz. Pero lo cierto es que me he quedado sin padre ni madre y que tengo catorce años y que las vecinas me compadecen. Estoy sola. Mi abuela no representa nada, porque como se va del mundo y yo estoy viniendo, y es vieja y arrugada mientras yo soy joven y guapa, no hace más que reñirme. He llorado, puede que llore más todavía y tú tan fresco. Pero no. Es la última vez que lloro en mi vida. Estoy sola y en estas circunstancias una muchacha no puede llorar. Menos aún una chica anarquista. Yo soy anarquista como tú y como mi padre. Trabajo en la fábrica de lámparas y gano diecisiete pesetas semanales, un jornal casi de oficiala, con el que tendremos que alimentarnos Makno, tú, la abuela y yo. Tú con maíz, el gato con cordilla, y la abuela y yo con patatas. A veces la cordilla y el maíz son tan caros como las patatas, pero como vosotros tenéis un estómago más pequeño, os hartáis antes. Tiene gracia eso de que pase afanes y angustias para que vosotros os dediquéis a cantar, a mayar y a presumir por el barrio.” El gallo deja caer un ala hasta el piso y avanza de medio lado, pero basta que yo dé una patada en el suelo para que se tranquilice. Volvemos a hablar. Ahora que estamos solos para siempre tenemos mucho que hablar. “Oye, chico. Voy a decirte una cosa muy importante. Espera, a ver si estamos verdaderamente solos. Óyeme, Mi padre ha muerto porque su misión era morir y la de la guardia civil matarlo. Yo no soy de los que ahora se tiran de los pelos, desesperados. Y eso que era mi padre y que lo quería tanto como a ti. Ha muerto porque ha hecho en la vida lo que tenía que hacer y ha muerto como muere un revolucionario. Yo hasta hoy era la hija de Germinal. Ahora soy Star García, del Sindicato de Oficios Varios. ¿Comprendes? Las gentes dicen que nací en 1918, pero yo no me acuerdo. Me parece que he nacido hoy. Con el dinero del sábado me compraré el primer par de medias y «Libertad y Tierra» vendrá con mi nombre en la faja. ¿Te parece poco importante esto? Pero aunque yo te tenga cierto respeto recordando que mi padre te admiraba como más anarquista que él, no te permitiré que te duermas. Estoy sola, soy yo. He nacido hoy y voy subiendo por la vida que es hermosa en una sociedad que mí padre llamaba criminal, pero que a mí me parece tonta y simple. Las vecinas dicen que me regalan los lutos. ¡Qué tontería, vestirse de negro ahora que puedo comprarme medias! También me decían las vecinas que tengo una edad muy peligrosa para haberme quedado sola y que me puedo malear. Pero lo decía la tía Cleta, que es viuda de militar y cree que lo que ocurre entre ellas ocurre entre nosotras. Yo le he preguntado qué quería decir con eso de «malearse» y si pensaba que en mí había madera de maldad. Entonces ha sonreído con misterio y me ha besado. ¿Qué les habrá ocurrido a esas gentes en su vida para que al final besen a una de esa manera? Porque eso sí que es maldad. En cuanto a lo otro, yo no he tenido nunca tiempo para pensarlo.

Bien veo que me gustan ya los hombres. Algunos, claro está. Y tienen que ser compañeros, porque los otros me resultan así como los frailes. Pero yo no quiero tener hijos hasta que hayamos hecho la revolución, y por lo tanto… A veces, ante un hombre guapo, pienso si me gustaría besarlo en la boca y casi siempre me da asco.

El gallo cacarea y bajando otra vez el ala se alza sobre las patas amenazando mis piernas. Nunca se ha puesto tan furioso. Me levanto y corro, pero él se interpone y me obliga a huir a un rincón. Entonces agarro un listón que hay contra la pared y lo amenazo. Se resigna de mal humor y me siento, con el listón cerca. El gallo comienza a cacarear y a querer marcharse. Bueno. ¿En qué íbamos? “Hay sólo dos hombres a quienes pienso que podría besar sin asco, aunque luego me limpiaría la boca.” El gallo amenaza cacareando y le doy dos azotes. “No diré los nombres. Si los dijera tendría más importancia el haberlo pensado, y lo cierto es que no tiene ninguna.”

¿Y el gato? Se oye ruido en el tejado y debe ser él. Ni siquiera en una noche como ésta se queda en casa. Hemos tenido siempre unos gatos bastante sinvergüenzas. Nunca dijo padre que el gato fuera anarquista, y si le puso a éste Makno fue cuando era muy pequeño y no sabía aún sus mañas. Yo creo que el gato es comunista autoritario, pero yo no le tengo manía como padre, y me parece que en una época de lucha contra el capitalismo, como la que vivimos, debemos ir juntos todos: el gallo, el gato y yo. En eso de las ideas yo creo que es más el carácter del individuo que las mismas ideas, y en los hombres a mí me gusta más el carácter comunista que el anarquista. Samar no es anarquista y si está con nosotros es porque tiene más fe en la organización y en la valentía revolucionaria de los individuos. A mí no me la da. Villacampa es anarquista. Tiene la cara quieta y los ojos tranquilos y habla un poco por demás. Ésos son anarquistas, mientras que los comunistas siempre parece que tienen prisa y miran de reojo y a veces no saben qué hacer con las manos. Samar me ha dado una nota diciendo lo que tengo que hacer esta noche con los papeles y algunas otras cosas de mi padre. Me la ha dado en un sobre y yo la he guardado dentro del jersey. Vamos a ver lo que dice para hacerlo enseguida, no venga la policía a registrar. ¡Qué nota más larga! ¿Pero qué es esto? “Nena mía de mi alma: Perdóname. Hasta ahora -las siete- no he podido escribirte-” Una carta a la novia. Se ha confundido y yo voy a enterarme hasta el final para ver cómo son las cartas de amor. El papel es muy elegante y la letra menuda. “Te escribiré poco, pero tú sabes que te quiero. Te quiero desesperadamente. Tengo un hambre infinita de tus brazos y de tus labios. Quiero darte una vida que ignoras y llenarla de luz y de paz. Pero en el torbellino de mi vida este cariño me desconcierta. Yo quería para ti toda la quietud y todo el reposo que mi alma tiene cuando se abandona y piensa en nuestro cariño. ¿Podré algún día dártelos? ¡Esa paz y ese reposo que me huyen!… Estoy riéndome, a pesar de todo, pensando que esas interrogaciones, esos signos de admiración y sobre todo esos puntos suspensivos te disgustan porque ocupan espacio en la carta. Me río con un poco de la felicidad que tú me guardas, que tú me darás. Si supieras con qué impaciencia veo pasar los días que faltan. ¡Qué ganas terribles de llegar! Pero a veces la vida, las cosas, parece que me alejan. La vida es estúpida, pero nuestro cariño nos salvará, porque un beso tuyo será el secreto fecundador de universos y vidas y alegrías nuevas que ya conozco, mi pequeña, a medias, a través de tus ojos bonitos, pero que el día en que seas mía me convertirán en un dios. Esa aspiración a la divinidad que hay en todas las religiones, yo la realizaré con esta religión mía de tu cariño, de tus manos y de tu boca. No sé decirte cómo te quiero. Sólo sé que he tenido grandes alegrías y dolores, he conocido la vida hasta los rincones más escondidos, en lo dulce y en lo amargo; creía tener en mi alma todos los secretos, saberlo todo, alcanzarlo todo. Sabía por qué son felices las gentes un día y por qué se suicidan al siguiente. Por qué nace del estiércol una flor, y de ella, en el mismo día, otra flor más hermosa y por qué el Sol que las fecunda las mata. Sabía por qué las nubes se hacen agua y el agua roca y la roca montaña y la montaña volcán, y por qué del color, de la luz y del amor de las nubes con las rocas y Tos mares surgen pequeños seres independientes como los planetas y como ellos obedientes al amor de otros. Entre ellos ha habido unos a los que les ha quedado un poco de sol dentro del corazón. Y éstos se llaman hombres y ese Sol se les convierte en un veneno que se llama sabiduría y a veces mueren o se matan envenenados. Yo sabía todas esas cosas, y conocía las raíces de mi propio conocimiento y los caminos por donde me habría de llevar, y cerraba los ojos y cantaba canciones tristes y a veces quería matar o quería matarme como los demás o quizá me había suicidado ya y no lo sabía. De pronto, nena mía bonita, fíjate lo que ocurre: te conozco a ti. Eso nada más. Sigo viéndolo todo igual, pero la triste sabiduría se va convirtiendo en fe. Me emborracho todos los días con la luz de mi propio corazón, con el Sol que se quedó allí escondido y que de pronto crece y llena todo mi ser y sube a mi cerebro y me marea. Canto entonces canciones alegres y río a carcajadas. ¿Sabes de qué me río? De la sabiduría envenenada de los hombres, de la conciencia triste de las rocas, del destino atropellado de los ríos. Las montañas me parecen pequeñinas como en el atlas, y los volcanes frívolos y ridículos con su estruendo; las flores, desdeñables por su levedad. Todo equivocado y torpe, caminando a su propia ruina. Todo menos tú y yo. El secreto del universo, de su inmensidad y de su eternidad, lo he aprisionado yo en tus ojos de corza y late y vibra en el fondo de mi alegría. Todo es triste menos nosotros. Todo es feo menos nuestro cariño, todos suspiran y lloran menos yo. A todos los ha envenenado el Sol, menos a mí. Mi sabiduría venenosa se fundió en la luz y se evaporó con mi propio Sol de mi corazón. Y ahora no sé nada ni quiero saber nada. Vivo como un planeta joven que rueda feliz ignorando las leyes a que obedece. Tú y yo, nena. ¡Tú y yo! Los demás se ahogan en su desolación, porque he robado al mundo su alegría para ofrecértela a ti y he robado su felicidad para llevártela a ti, y les he cubierto de sombras el alma para proyectar en la tuya toda la luz. ¡Tú y yo, nena!”

Nunca pude imaginar que las cartas de amor se escribieran así. Ni que Samar… Ahora comprendo a este hombre. No veía muy claro. Siempre quedaba una zona obscura, pero yo lo echaba al comunismo. Es comunista -pensaba- y no encuadra bien con nosotros. O también: sabe muchas cosas y no discurre lo mismo que yo, por ejemplo, una pobre obrera de la fábrica de lámparas. Pero dejando esto a un lado es terrible para Samar haberse olvidado la carta. ¡Si supiera dónde está ahora para devolvérsela! O, por lo menos, si tuviera la dirección en el sobre la llevaría a su destino mañana y cuando lo viera se lo diría. ¿Qué pensará de mí sabiendo que he leído la carta? ¿Podré yo disimular y aguantar la risa? ¡Pero, hombre! Ella es vecina mía. Hija del coronel de Artillería del 75 ligero, que tiene el pabellón al lado del cuartel y el cuartel ahí mismo, al final de la calle. Enamorado y… ¡qué amor! Yo no podría menos de reírme de un hombre que me dijera esas tonterías. Amparo García del Río. Tiene gracia. Procuraré no olvidar ese nombre. En cuanto a la nota urgente con las advertencias, es una lástima que no la tenga. Mi pobre padre debía tener con la policía algunos cabos sin atar y convendría saber cuáles son. Aquí, en esta soledad y con esta luz tan mala, que oscila y hace sombras por todas partes, estoy un poco aturdida y no acierto a recordar. ¡Quieto, chico! ¿Qué te pasa? ¡Ah! Han llamado. Será la policía, como si lo viera. Si estuviera mi abuela les diría lo suyo. ¡Lástima! Voy a abrirles. ¡Hola! ¿Saben ustedes quién es? Samar. Yo me apresuro a ofrecerle la carta, él la mira sin cogerla, me aparta la mano despreocupado y pasa adelante. Mientras registra por ahí, va hablando:

– Han cerrado los sindicatos, pero el pleno de comités se reúne esta noche en el campo. Es inevitable la huelga general y ya en el camino hay que seguir adelante y hacer lo que se pueda.

Yo le voy a hablar de la carta y me interrumpe mientras aparta la mesilla de noche y recoge dos pistolas que aparecen debajo.

Le digo inocentemente y de buena fe que lo mejor que se puede hacer en esta barriada es asaltar el cuartel. Se incorpora con los ojos desorbitados. Le tiemblan las manos donde lleva las pistolas. Por fin pide un cuchillo y con él se va al corral y en un lugar determinado comienza a hacer un hoyo en el suelo. Pronto encuentra dos cajas de cápsulas, otro revólver y un papel con un pequeño gráfico. Muy satisfecho, lo guarda todo en los bolsillos de un gabán que lleva al brazo. Señala el techo y dice:

– En un hueco junto a la chimenea debe haber dos docenas de granadas de mano. Mañana debes estar todo el día en casa.

Yo protesto. Cuando hay huelgas me gusta estar en medio de todo. Aunque no lo parezca, sirvo para muchas cosas. Dice que bien, pero que le dé una llave de la casa. Se la doy. Después voy a darle la carta y él me dice que me la quede y la lleve a primera hora a su destino.

– ¿La has leído? -me pregunta.

Pone una cara tan rara que no puedo menos que echar a reír. Entonces se va, dando un portazo. Me río tan fuerte que debe oírlo todo el barrio. De repente me callo. ¿Qué pensarán las vecinas si me oyen reír habiendo muerto mi padre? Vuelvo a leer la carta, y recordando los gestos y las palabras de Samar me convenzo de que eso que los burgueses llaman el amor debe ser una enfermedad como el tifus o la gripe.

V. DOÑA LUNA, DEL SISTEMA SOLAR, TIENE LA PALABRA

He salido por Oriente grande y roja. Luego me he asomado por la Mancha, ya pequeña y blanca. Tengo dos grandes espejos: el estanque de la Casa de Campo y el pantano del Lozoya. Antes tengo que pasar por delante de unas cúpulas por donde asoman grandes anteojos que me vigilan. Miran por ellos unos pobres sabios. Bien es verdad que no han logrado convencer a los poetas de que soy vieja -mire usted qué tonterías- y de que estoy muerta -ya ve usted qué embuste-. Afortunadamente, no lejos del observatorio hay otras terrazas donde los jóvenes bailan al son de una orquesta y se amad y se lo dicen todo mirándome. Gracias a eso la Tierra tiene algún interés todavía, creo yo.

Pero una cosa es que me interese y otra es que la ame. No la amo por lo que acabo de decir, sino por otras cosas que son mi secreto femenino de planeta fatal. Cuando voy paseando en dirección contraria a la Tierra, me gusta ver cómo huyen las sombras y se refugian donde pueden, espantadas. Debajo de los puentes, al costado de las casas, con prisa, atropellándose. Yo ejerzo una influencia maléfica porque agrupo los átomos a mi manera, y así produzco en las cosas y los seres vivos alteraciones muy curiosas, cuyos resultados son diversos, pero siempre sensacionales. Las secciones de sucesos y las de sociedad son en los periódicos una especie de diario íntimo mío. Hay unos seres especiales que me aman sin saberlo -la mejor manera- y que aunque la mayor parte no me hacen versos, me reverencian, más y mejor que los poetas. No duermen si yo no quiero. Cambian de parecer a mi gusto. Riñen con su familia y con su esposa, se arruinan y a veces hasta mueren o se suicidan por mí. Las gente los llaman lunáticos. Cuando se dedican a la política me divierto haciéndoles graciosas jugarretas: unos monárquicos implantan la república y no saben qué hacer con ella. Otros republicanos se levantan a hablar y van a parar en declaraciones comunistas. Alguno cree de buena fe que está salvando al país y lo que hace es renovar el guardarropa. Yo los quiero mucho porque son mis enamorados auténticos, lo que no importa para que me ría un poco aunque, como tengo la cara ancha, la risa no me va bien. Con los políticos, la gente más mudable y floja del planeta, producir trastornos es fácil y a veces no se hace notar demasiado. El político es ya por sí ligero de cascos. Con los que cuesta trabajo es con los hombres de ciencia. A uno que escribió unos ensayos muy prosaicos sobre mí, lo selenicé y lo tuve dos años con la mano derecha cerrada y levantada en el aire, preguntando a las gentes qué haría con un átomo de hidrógeno que llevaba allí. En cuanto a los poetas, o mejor dicho los vates -los que me cantan a mí son más propiamente vates-, tengo en cada ciudad un grupo, un coro que publica su boletín- aunque todavía no se han atrevido a titularlo nunca “Boletín de la Luna”-. Esos son los tiernos poetas que me aman con un amor más dulce para mí que el de los hombres, con amor femenino. Ejerzo sobre ellos una influencia muy diferente de la que reciben de mí los gatos. En éstos despierto la masculinidad. Esa dulce sensualidad de la joven y tierna poesía de mis enamorados me turba toda. Rodar entre sus imágenes es como bañarse en un mar de rosas y leche. Mi influencia les produce desviaciones de la sensibilidad, que entre los muchachos de buena familia hacen estragos. Mas… la noche avanza. Las estrellas brillan con la claridad de la medianoche. Mis dulces poetas duermen entre sábanas, y hacia el Oeste, cerca de unas columnas de hierro que me envían sin cesar los pequeños calambres del Morse, se han oído disparos. Esto quiere decir que al otro lado de la ciudad unas agrupaciones de hombres que me desdeñan o me odian esta noche van a reunirse para deliberar. Las motos de la policía ruedan hacia el lugar de la alarma. Es lo que esos sindicalistas deseaban. Debajo de las motos se ha refugiado un jirón de sombra que corre por calles y carreteras. En eso se diferencian esta noche los policías y los sindicalistas. Éstos van bajo las sombras y aquellos encima. Pero yo tengo más experiencia que los policías, y en lugar de acudir al lugar de los disparos voy a la otra parte de la ciudad. Hay hoteles, casas de vecindad. Pequeños jardines entre los cuales el campo mete los dedos y hurga buscando detritos. En un hotel hay un balcón entreabierto y yo penetro a través de una cortina clara. Voy a dar en el espejo del tocador y desde allí salto silenciosamente a la pared de la alcoba. Una mujer envuelta en tules, con un pecho fuera, llora sobre la almohada. A su lado, un hombre habla sin cesar:

– ¿Crees que por el hecho de que los persiga la policía tienen que abrírseles los hogares honrados?

– No es ningún criminal -balbucea ella.

– Ya lo sé. Es tu primo, lleva una camisa de lana obscura con cierre metálico y tiene un aire taciturno. ¿Por qué viene a refugiarse aquí? ¡Que afronte por su cuenta la responsabilidad!

La mujer se incorpora.

– ¿Vas a echarlo? ¿Vas a entregarlo a la policía?

– De ningún modo. El sentimiento humanitario es reaccionario. Yo soy reaccionario.

Ella calla, pero ha dejado de sollozar. Está escuchando con ansiedad y asintiendo con el silencio.

– ¡Bonita anarquista, tú! Con cincuenta mil pesetas de renta.

– ¿Y qué? ¿Me sirven para algo? ¿No vale más un ideal?

– Cállate. ¿O es que quieres que te oiga él?

– ¡Grosero!

– ¿Te he ofendido?

– Sí.

Se levanta y va a salir. Enseña una pierna redonda y firme.

– ¿A dónde vas?

– A mi cuarto.

El marido se incorpora y abre el cajón de la mesilla. Coge un objeto extraño y dice silabeando:

– Te quiero. Si pones un pie en el pasillo, te pegaré un tiro.

Yo huyo de allí. Una vez me dieron un balazo en un espejo y aunque no me hirieron recibí una impresión tremenda. Por lo demás, escenas como ésa las presencio con alguna frecuencia. He de confesar que el temor y el riesgo de que la mujer fuera al otro cuarto se lo he sugerido al marido yo. Mis agrupaciones de átomos han ido a herir su cerebro por ese lado. No me hubiera costado más trabajo hacerlo disparar, pero ya digo que a eso le tengo miedo.

No deben estar lejos estos hombres que han despistado a la policía enviando a sus amigos al otro extremo de la ciudad. Detrás de los hoteles hay dos campos sembrados de alfalfa. Luego una colina en comba. Después un camino, una corta hilera de árboles que bordean una acequia, luego una explanada donde las piedras hacen pequeñas sombras, todavía otra colina y allí una ermita en ruinas. Detrás de sus tapias, al otro lado, yo no puedo verter mi luz. Hay una regular extensión en sombras. A veces surge, por encima de la tapia, una visera de caucho, y no hace mucho he sacado chispas de la punta del cañón de una pistola en ese mismo lugar. Hay, efectivamente, dos hombres vigilando. Los otros deben andar cerca. Agucemos el oído, que yo lo tengo muy fino, y como no hay por aquí ranas ni grillos, que son los que perturban, percibiré bien cualquier rumor. He cogido dos palabras: “capitalismo” y sabotaje. Eso es que deben andar por el principio, porque la primera corresponde netamente a la sensibilidad de un delegado sindical y la segunda a la inquietud de un anarquista de la federación de grupos. Y en estas reuniones se trata de tácticas sindicales más, que de acción revolucionaria. Pero al principio están los campos todavía sin definir. Preside uno grueso, por cuya tez resbalo sin hallar más que curvas. Están hasta veinte delegados. Ahora habla el secretario: “Ha venido una comisión de chinas diciendo que se ponían a nuestras órdenes. Llevaban credenciales. Yo les he dicho que no hay que hacer más que seguirnos”. Los demás aprueban. “Se les ha notificado la huelga general para mañana. Pero parece que querían entrar en detalles. Como no se había acordado nada en firme, yo me he limitado a insistir en lo de la huelga. Que ayuden a que sea completa. La organización está aquí en minoría porque dominan los reformistas, pero treinta mil de los nuestros pueden y deben arrastrar al paro a los demás. Los chinos aunque son pocos, tienen bastante movilidad y pueden ayudamos.” El que habla es un obrero cetrino y enjuto que lleva sobre su conciencia inquietudes de otro orden. Su compañera está en el hospital y a él no lo han dejado entrar a verla desde hace tres días porque las monjas se han enterado de que no están casados. Hacen bien. A mí me gusta la religión por lo romántica. Pero además esas monjas son seres superiores. ¡Qué labor la suya en favor del orden y de la paz social! ¡Cómo me conmuevo viéndolas renunciar hasta al agradecimiento de los demás, ya que lo que hacen -subir el embozo, poner el orinal, tomar la temperatura- no es por humanidad, aunque lo aparenten modestamente, sino por amor de Dios! Yo no soy nunca más feliz que cuando veo mi propia blancura reflejada en sus limpias tocas. Pero ese bárbaro las odia. Ha dejado en el suelo, entre las piernas, la pistola y me mira pensando en los días felices. Luego suspira, se pasa la mano por la barba sin afeitar, se palpa los maxilares bajo la piel amarilla y se queda escuchando. Habla ahora otro al que no se le hace mucho caso porque insiste demasiado en generalidades ya sabidas: “La crueldad del capitalismo, la necesidad de vengar a los compañeros muertos, el deseo de ir a una rebelión de duración y de alcance indefinidos”. Todo esto se ha dicho hasta la saciedad. Han quedado aprobados dos manifiestos -eso ya es concreto-. Uno que será compuesto y tirado esta misma noche y repartido con las primeras luces. Otro dispuesto a contestar a las exhortaciones que, como otras veces, harán los socialdemócratas para que sus afiliados no abandonen el trabajo. Un delegado, de mejor porte, que tiene algo de poeta pero que no es amigo mío ni lo será nunca porque capitanea a su modo la oposición contra mí -contra la Luna-, pide la palabra para advertir que aún hay necesidad de prever otro manifiesto: “El que los socialistas lanzarán a media tarde declarando la huelga general como expresión de dolor por los compañeros muertos y pidiendo como reivindicación la dimisión del director general de Seguridad”.

Un viejo anarquista protesta: “Ése es un punto de vista político”. Y se lanza a una larga perorata sobre el apoliticismo. Le dicen que “el compañero Samar no hace suyo ese manifiesto, sino que se ha limitado a advertir que los socialistas lo publicarán”, pero el viejo tiene precisamente ahora dos frases dispuestas entre los huecos de los dientes y sigue hablando sin hacer caso. Al final cierra con una gentileza para mí: “Seamos claros como la Luna que nos preside”. Samar se encoge de hombros: “¡Apoliticismo!” Y luego añade: “Todo es política, hasta tus melenas blancas, compañero”. Ríen aquí y allá, y Samar añade: “En cuanto a la Luna, yo recuso su presidencia por cursi y por alcahueta”. Vuelven a reír. Con esto se olvidan del segundo manifiesto de los socialistas. Samar insiste en que éstos, “obligados por la adhesión de sus cuadros sindicales a nuestra protesta, no tendrán más remedio que declarar la huelga general para no sentirse en ridículo. Ese triunfo debemos apuntárnoslo y divulgarlo de manera que lo sepan todos los camaradas”. Ahora el viejo de las melenas blancas comienza a repetir las frases de Samar en lo que se refiere al ridículo de los socialistas, y agarrándose a esa sugerencia insiste y machaca sobre la posición desairada en que quedarán los directivos reformistas si van a la huelga obligados por la unanimidad del movimiento. Samar sonríe y separa con la culata de la pistola unas piedrecillas. Al final dice: “Celebro que el compañero venga a coincidir conmigo”. Pero entonces el viejo rectifica brevemente, y para decir algo que no haya dicho Samar, algo original, hace una exaltación del amor libre. Luego propone un voto de gracias a la Luna. Yo se lo agradezco mucho. No entiendo a esos hombres. No puedo influir sobre su cerebro porque para ello hace falta un mínimo de capacidad de asimilación que no tienen. Algunos delegados jóvenes no saben qué hacer con el voto de gracias, si votar en pro o en contra. No conciben hasta qué punto yo les puedo ayudar contra el capitalismo y entonces el viejo recita unos versos para convencerlos. El presidente se impacienta y reclama atención para el orden del día. Se aprueba con indiferencia el voto y se establece el orden de las reuniones clandestinas para el día siguiente. Las instrucciones para las comisiones, el contacto con los delegados de barriada para ir de acuerdo con la federación de grupos anarquistas. A propósito de esto, el viejo hace un nuevo canto a la fraternidad universal y habla de los átomos. Los jóvenes no lo escuchan y recuentan las cápsulas. El viejo recurre a textos autorizados y cita a unos diputados constituyentes. Los jóvenes sonríen tristemente y Samar ve que a pesar de todo ese viejo tiene sobre ellos una influencia morbosa, sentimental y retórica. Un voto de gracias a mí. Yo no se lo puedo agradecer sino formulariamente porque los desprecio, pero siempre halaga la gratitud. Ahora se han enzarzado sobre el sentido de una palabra, y los tres más caracterizados dialogan y debaten cosas lejanas con una dialéctica de sonámbulos. Los otros piensan que sus compañeros de los sindicatos no pueden imaginar todo esto. Un joven, anarquista también, con un aplomo y una conciencia de su responsabilidad que lo distingue de los otros tres, plantea un programa inmediato de acción. Pero luego los otros tres viejos se enzarzan con él sobre el significado de lo que ha dicho y analizan su ortodoxia con minuciosidad de padres de la Iglesia. Los demás delegados callan. Uno impone silencio con un gesto. Se ha oído un silbido largo en la dirección de la ermita. Y aquí entro yo en acción.

Las motos de la policía, los caballos de la guardia civil, han aparecido entre los hoteles y van irrumpiendo en el campo. Yo agarro una nube y la coloco delante, proyectando sobre ellos una sombra propicia. Amparados por ella van avanzando. Con otra nube oculto a los revolucionarios que callan, confiados y esperan el segundo silbido, la señal de la fuga. Cuando los vigilantes quieren apercibirse, en las ruinas de la ermita están rodeados de agentes. Ha resultado gracioso. Ahora van sobre los otros. Yo retiro la nube como se descorre una cortina. Han aprobado, por sugerencia del viejo anarquista, un voto de gracias para mí y yo los delato. Ahí están, a plena luz. Ya os han visto. Es en vano vuestra prisa por huir, buenos viejos. Los jóvenes, en cambio, se atrincheran en la comba de la loma. La cuestión es ésa. Poderlos contener para huir luego escalonadamente. El campo está demasiado descubierto para escapar a la desbandada. Hay que huir, pero dando la cara y haciendo fuego. Esto último es terrible, pero lo menos que puedo hacer por los míos es aguantarme la jaqueca del remordimiento.

Dos muchachos gritan algo que no se entiende y varios disparos salen de la guerrilla de los obreros en una sola descarga. Los agentes retroceden y los caballos de la guardia civil vacilan y se separan en dos bandos. Una pareja ha retrocedido al galope. Sin duda van a buscar más fuerzas. Los delegados se cambian rápidas miradas, otean el terreno a su espalda. Tres de ellos retroceden cautelosamente y toman posiciones más atrás. El que actuaba como secretario de actas recoge el cuaderno donde había tomado sus notas. Un muchacho pequeño y cetrino grita, al disparar: “Este por Germinal; ahí va, por Espartaco.” No ha habido bajas. La guerrilla se ha deshecho. Van retrocediendo más de prisa que avanzan los otros. Al volver hacia los árboles que bordean la acequia, aparece un agente a tres metros. Disparan él y un grupo de sindicalistas al mismo tiempo. El agente cae y los otros huyen. Uno se agarra el brazo donde lleva un balazo. Samar va a su lado. Con el cinturón y un pañuelo rasgado le improvisa un vendaje, sin dejar de huir. Los cascos de la guardia civil suenan al otro lado de la acequia. Han confundido el terreno y ahora la acequia se interpone y ayudará a los fugitivos. Samar se ve ya en libertad y corre con el herido y el viejo de la melena blanca. Un momento piensa en algo remoto: en Amparo García del Río. Se avergüenza de ella. Pero piensa después: “Si me viera, me creería un criminal, un salteador. Quizá se avergonzara también de mí.” Los disparos se oyen lejos y alguna bala pasa alta. Samar me mira de reojo y me insulta, pero él no sabe que en este momento inundo el barrio obrero del Oeste, el cuartel del 75 ligero de Artillería, el jardín del coronel, y que por el balcón entro en el cuarto de Amparo y le acaricio los brazos turgentes y redondos y ella duerme y sueña algo triste. ¡Qué partido sacaría un tierno poeta del llanto de una hermosa muchacha dormida! Pero Samar es ahora incapaz de decirle una ternura al oído.

Recuerda que no ha visto a su novia hoy domingo, que no ha podido hacerle llegar todavía la carta, que habrá llamado en vano a su casa por teléfono una vez y otra y que… -eso es peor- probablemente en alguna de esas llamadas se haya puesto al teléfono un agente de policía y se haya permitido una ironía o una grosería con ella. Por eso, al entrar en las últimas calles después de un largo rodeo, se separa bruscamente de los otros dos.

– ¿Adónde vas?

– A casa.

– Tendrás policía allí y no debes entregarte de esa manera.

Suenan lejanos dos disparos.

– De todas formas debemos separarnos después de lo que ha ocurrido.

Los grupos se dispersan y como se meten en la sombra, bajo los aleros, no puedo seguirlos. Supongo que por esta noche no habrá más. Pero ¿qué ha ocurrido en la ciudad manchega para que los enemigos de mis tiernos poetas anden tan inquietos? Seguramente me darán la solución en el hospital civil, en el depósito de cadáveres. Vamos allá. No puedo entrar por las ventanas porque tropiezo con el tejado del pabellón de enfrente. En el patizuelo hay un árbol delgado y alto que tiene arriba un pequeño copo negruzco. Las losas tienen verdín y son grandes y porosas. Se oye en el depósito arrastrar unos ataúdes. Deben estar poniendo dentro los cadáveres. Ahora suena un martillo y a juzgar por el ruido los ataúdes ya no están vacíos. Facturaciones en gran velocidad para la nada. Mis tiernos poetas rubios harían lindos versos si los ataúdes fueran blancos y hubiera una azucena en la tapa. En la calle hay una vieja enlutada que gime pegada a la puerta del hospital. No me gustan los viejos. Debe ser terrible la vejez que dobla el espinazo e impide a las gentes gozar de mi contemplación. Ahora se le acerca un muchacho joven y le advierte:

– Soy Leoncio Villacampa. ¿Dónde está su nieta?

– En casa.

Comienza la vieja a contar los obstáculos con que ha tropezado para ver a su hijo, adobando su lenguaje con imprecaciones, súplicas a la divinidad, blasfemias y denuestos. Lleva el rosario en la mano izquierda y con la otra busca la faldriquera y saca de ella un objeto redondo musitando:

– ¡A algún hijo de puta le va a volar la cabeza!

Es una pequeña granada. Leoncio le ruega que se la dé llamándola “tía Isabela” y ella accede. Se ve que no tenía demasiado interés en conservarla y que la ha enseñado con el fin de que se la quite Leoncio. Éste me mira con melancolía e interrumpe las oraciones de la vieja:

– La pobre Star tiene mala suerte ¡Sola en el mundo!

– ¿Y yo? -clama la “tía Isabela”-. Ella siquiera va pa' arriba y cuando se tienen catorce años nada hace falta más que un peine y un espejo. Pero ¿y yo?

Hola. Hay tres cometas nuevos y rojos. Por la velocidad que llevan permanecerán en nuestro sistema siete días. Tres cometas nuevos. ¿Eh ¿Cómo os llamáis?

– Espartaco.

– Progreso.

– ¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?

– Yo, Germinal.

VI. VAMOS AL RÍO, NOS BAÑAMOS Y “ACTÚO” CON POCA FORTUNA. (HABLA EL COMPAÑERO SAMAR)

He dormido cinco horas en casa de un compañero. Me han despertado las chinches y me he levantado para ir a buscar a Star, que vive cerca. Antes de llegar he oído su voz. Cantaba. Una vecina barría el portal de al lado y la escuchaba murmurando:

– Su padre, de cuerpo presente.

Al entrar, se dio cuenta Star y calló, con la mano sobre la boca. Yo no quise decirle que las vecinas la escuchaban con escándalo. La tía Isabela no había vuelto. Star se preocupaba por ella como una madre por su hija. Se lo hice observar recordándole que era su nieta y dijo, riendo, que a veces la vieja era más niña que ella misma. Luego añadió señalando con la mano la altura de sus rodillas.

– Así. A veces es así. Por eso yo no le guardo rencor cuando me riñe.

– ¿Por qué te riñe?

– Porque soy joven.

Yo la propuse que me acompañara. Se quedó mirándome:

– ¿Vas a actuar?

– Quería decir si iba “en comisión” a hacer algo. Le dije que sí, pero que no había peligro ninguno.

– ¡Lástima! -lamentó torciendo su cabeza-. Habría que ir a sacar a los socialistas a tiros.

A sacarlos de las fábricas y los talleres, se entiende. Suponiendo, claro está, que no secundaran la huelga. Me senté en su cama. Ella descolgó una boina gris y se la puso. Luego se la quitó, sacó de debajo del colchón una pistola pequeña y niquelada, la escondió dentro de la boina, dobló ésta, se quedó con ella en la mano y se me plantó delante:

– Cuando quieras.

– Pero ¿tú sabes manejar ese chisme?

Ella no se dignó siquiera contestar. Entonces yo cogí del suelo una armazón de muñeca que enseñaba el serrín por los desgarrones, y la levanté de una pierna.

– ¿Y esto?

Me dijo que ella se hacía muñecas, con trapo y serrín, pero nunca consiguió acabar de construir ninguna porque cuando tenía hecho el esqueleto e iba a enseñárselo a la tía Isabela, ésta soltaba a reír y le decía:

– Eso no es una muñeca; eso es un sapo.

Entonces ella miraba detenidamente su obra y no tenía más remedio que darle la razón. Inmediatamente aborrecía aquel ser mixto de batracio. Poco tiempo después volvía a construir otro, pero le ocurría lo mismo. Ya en la puerta concluía:

– Así llevo desde los ocho años.

Salimos a la calle. No hay duda de que Star tiene una fina sensibilidad. Basta que alguien relacione su obra con un sapo para que la considere fracasada y deleznable. El día que se olvide la tía Isabela de decirle su opinión, esta pequeña amará a su muñeca y creerá haberla logrado. Pero yo preferiría otra cosa: que no le repugnaran los sapos. Que alcanzara su graciosa y tosca belleza.

De pronto Star regresó a casa diciendo que olvidaba algo. Salió con una carta alargada de un tenue color violeta.

Anoche llevó la mía al pabellón del coronel, y el ordenanza de guardia la recibió y le dio ésta por encargo “de la señorita Amparo”. Tanta previsión me demuestra que ella está al tanto de lo que ocurre y que no se alarmaría mucho ayer tarde, al ver que no iba a buscarla. Me guardo la carta sin leerla. Instantáneamente el aire ha adquirido otro color. Quizá sea que sigue amaneciendo. Vamos andando hacia la Moncloa. Nos desviamos un poco, porque yo quiero ver el balcón de Amparo. El muro de ladrillo rojo está cubierto de trepadoras hasta el balcón mismo. Suben las más audaces rozando las maderas de un costado. Algunas campanillas azules tiemblan mojadas de rocío. La mañana es femenina; rubia como ella; alta y de una delgadez sazonada. Azul de ojos -inmensa de luz- como ella, y tierna y dulce con sus brazos frescos. La mañana es femenina y canta en la primavera:

En el aire con olor de pinos,

en el viento con olor de mayo;

por el aire vino riendo

por el aire se fue cantando.

¿Cómo se llama el dulce amor?

Yo había guardado la carta en el bolsillo precipitadamente. Parecía que todo el mundo se había levantado y miraba por las ventanas. El pabellón del coronel quedaba a nuestras espaldas. Ella dormiría con ese gesto de niña de tres años cuya conciencia está por crear todavía, sueño de madera, de mármol. Star me miraba de reojo, y preguntaba afirmando:

– Tu novia es hija del coronel, ¿verdad?

En el cuartel toca diana la banda. Largos acordes majestuosos. Fuerza y diafanidad. En la imaginación se abren ventanas iluminadas y yo siento una ira enconada contra esas trompetas que van a acariciar sus oídos. No quiero que llegue a ella otra armonía que la de mis palabras. Esa diana que sigue tocando quiere alejarme de ella o bien captarme y embriagarme.

– ¿No es la hija del coronel?

Me vuelvo violentamente hacia Star:

– Sí, ¿y qué? Tú no entiendes de estas cosas.

Star se ríe de una manera extraña. Puede que sí, que entienda.

– La conozco.

– ¿De qué la conoces?

– Entro a veces al cuartel a buscar sobras del rancho para los compañeros parados. También voy al pabellón del coronel por la escalera de servicio.

– ¿La has visto a ella?

– Me ha dado a veces ropa vieja que yo doy a los más necesitados. ¿No has visto a Floreal? Esa chaqueta que lleva es del coronel García del Río.

Todo esto me molesta bastante. Mis amigos son los mendigos de su padre. Esta reflexión me hiere y me arrepiento de haberla hecho. Star se queda mirándome:

– Tú eres un anarquista. Tú no querrás casarte por la iglesia y ella no podrá abandonarlo todo para irse a pasar fatigas contigo. Esto lo sabes tú bien.

La sencillez de estas palabras me deja un poco desorientado. La pequeña, aunque rara vez opina, cuando lo hace revela buen sentido. Ese buen sentido al que yo temo.

Seguimos callados. El amanecer se ha quedado extático bajo la diana de los artilleros y el tono de mercurio del cielo se sostiene sobre las sombras sin clarear más. Ya cerca de la Moncloa le pregunto:

– ¿Qué te parece a ti la vida?

– ¡Vaya una pregunta! Si he de decirte la verdad, no he pensado nunca en eso.

Me detengo y la miro a los ojos:

– ¿No se te ha ocurrido pensar que podría ser mejor o peor?

Se encoge de hombros. En el azul de sus pupilas como en el del cielo hay una estrella. ¿Sus ojos? Son tranquilos y se posan sin penetrar. Luego contesta:

– Pensarás que soy tonta.

Yo sigo andando.

– No pienso nada.

Sabe que voy “a actuar” y ha dicho que iría conmigo. Bajamos constantemente desde que salimos del barrio. Como no vamos al centro sino a uno de los costados de la ciudad y no hay metro ni tranvía, nos trae más cuenta ir a campo traviesa. El paisaje se anima con las construcciones de la Ciudad Universitaria en la otra parte del río. Tardamos aún media hora en llegar a un sitio bastante solitario donde hay dos postes metálicos y un transformador. Examino los alrededores de una ojeada. La carretera está lejos. El silencio y la soledad son absolutos. El aire es suave, dulce y denso. El río hace un remanso y el fondo se ve limpio y pedregoso. Un tenue resplandor hace más cristalina la superficie. Quisiera bañarme.

– ¿Has desayunado tú, Star?

– No.

– ¿Quieres bañarte?

– Bueno.

Comenzamos a desnudarnos. Al sacarse el jersey me doy cuenta de que ha sido una proposición excesiva. Hay tal alegría sin embargo en sus gestos que me siento contagiado yo también. El agua, el aire, la luz, producen una embriaguez gloriosa. Antes de terminar de desnudarnos, nos mojamos la cabeza. Luego me quito la camiseta y los calzoncillos y me lanzo al agua. Llega a la cintura. Está fría, pero no tanto como las duchas de enero. ¡Abrazarse al agua, revolcarse en ella, sentirse ligero y activo en su fría resistencia! No he vuelto la cabeza cuando oigo chapotear y reír a mis espaldas. Ahí está la pequeña Star, que me ha alcanzado, quebrando cristales con brazos y piernas. Ríe satisfecha. Nada más que yo y con mejor estilo.

– Si no actúas mejor en la tierra que en el agua habrá que recusarte en los grupos. ¡Eh! -grita-, dejándome atrás.

Braceo hasta alcanzarla. Ya a su lado, cuido el estilo.

– Allá lejos está Madrid. Dentro de una hora se darán cuenta de que nadie trabaja y habrá que tomar el desayuno sin las tostadas negras. La huelga saldrá bien. Los mismos socialistas están indignados.

Star ríe e imita la voz doliente de un mendigo:

– ¡Un corrusquito de pan integral para este pobre coronel retirado!

Yo añado:

– ¡Que está diabético, el infeliz!

– ¿Lo toman los diabéticos?

– Sí.

He asomado el torso y me ha tirado agua. Voy a correr, pierdo el equilibrio y nado de nuevo. Ella va hacia la orilla y se estremece. Le pregunto si tiene frío y resoplando me dice que no. Es una graciosa estatua de mármol, con los pies, las puntas de los pechos y la naricilla color rosa. Hay una energía y una fuerza increíbles en esa fragilidad. Vuelvo a escudriñar con la mirada los alrededores. No hay nadie. ¿Quién va a venir por estos lugares, a esta hora? Los campos de aquí no son de cultivo. Ella me comprende:

– Si nos ven creerán que estamos locos.

– O se volverán locos por la pequeña anarquista.

Ella ríe desde la orilla:

– O quizá por ti.

Ella está ocupada en quitarse el barro de la planta de un pie.

Yo le digo que haga ejercicio o que se lance otra vez al agua. Opta por lo segundo. El Sol ha salido y no tardará en llegar aquí porque baja ya por los postes metálicos y barniza el transformador. Yo nado hasta la otra orilla. Serán treinta metros. Luego vuelvo. Voy pensando que Star lo sabe todo, lo conoce todo sin curiosidad y sin misterios. En cambio, mi novia Amparo cree que la fecundación se produce por un beso. Un día leyó en un periódico la palabra “homosexual” y me preguntó -todo me lo pregunta-, obligándome a contarle un cuento chino. Yo debí decirle la verdad, pero me hubiera parecido que la pervertía y por otra parte no hubiera comprendido mis explicaciones. Le mentí. A veces no me importa -mis relaciones con ella son una sarta de bonitas mentiras-, pero también a veces me preocupa. Si fuera millonario -¿podría yo serlo?- la llevaría al campo conmigo en un país cuyo idioma desconociera y moldearía su carácter como Pigmalión, cuidando mucho de que viviera sin sentir sino la belleza, de adormecerla en la delicia para siempre. Fijar la eternidad en la infancia moral. Que no llegaran a ella otros sonidos que los de mi voz, otras manifestaciones de la vida que las que yo le elaborara, ¡Qué gran artífice!

Me siento en la orilla. Al salir se ensucian los pies en el limo y hay que lavárselos. Star ha vuelto al agua y bajo la superficie su cuerpo es suave y resbala como un pez en los reflejos azules. Pero pienso que el caso de Amparo no concuerda con mis convicciones. Para mí el candor y la pureza son ignorancia, y esto constituye boy una enfermedad y mañana será un delito En la sociedad a la que aspiro no habrá más que dos delitos: la enfermedad y la ignorancia. ¡Qué gran delincuente, mi pequeña! ¡Qué buen juez, yo! ¿Y Star? Ahora se sostiene flotando, sin nadar, mucho mejor que yo. Adolescente aún, tiene sin embargo moldeadas las piernas, los brazos, hinchadas suavemente las caderas y pesando poco desplaza no obstante mucha agua. Star es la carnerada. La veo como una figurilla de vidrio, incapaz de despertar los sentidos. Su carne no ha debido presentir el amor.

¿Cómo será un día su presentimiento? El agua se obscurece en la orilla, luego tiene una cenefa blanca y después, sobre la tierra es incolora y transparente. Llega el silbido de una locomotora, repetido tres veces. Los horizontes son de goma y ceden. Star repite el silbido, no con los labios sino con la garganta, y grita con su vocecilla atiplada:

– El expreso del Norte.

Luego dice que en la línea del Mediodía los obreros sin trabajo de la barriada de Vallecas han resuelto la cuestión desvalijando los trenes de mercancías. La alegría que le producen esas revelaciones encierra una gran salud. Ahora es Star quien me dice desde el agua que haga ejercicio. Tengo frío. Esperaba que el Sol llegara sobre mí.

– ¿Me estás admirando? -pregunta ella.

– Sí.

Sale del agua, decidida, y se me acerca con las manos en las caderas:

– Pues no nado más.

Me cuenta que desde pequeña había sido muy amiga del agua. Iba a pasar los veranos con unas tías, a un pueblo. Las tías de los pueblos son siempre católicas y beatas aunque sean pobres. Ella tenía ocho años y se iba con los arrapiezos a las badinas del río. Un día la sorprendieron en cueros, con la ropa bajo el brazo, después de bañarse. Iba lanzando a toda voz ana canción que les había oído a sus amigos:

“El nadazo de Cristo:

cojo la ropa y me visto.”

Las tías le profetizaron que acabaría mal y la tuvieron encerrada en casa una semana. Cuando Germinal se enteró fue a buscarla y riñó con sus parientes a quienes ya no volvió a tratar. Yo la escucho un poco sorprendido porque Star no da la impresión de una chica traviesa. Claro es que éstas no son travesuras, sino manifestaciones normales de salud y de alegría. Ya nos da el Sol. Vamos a ver. Un último remojón y a secarse baje su toalla amarillenta. Star tiene el pelo mojado y saca esa cara de fruta monda y lavada -en agraz- de las chicas pelonas. Me dice que lleva un peinecillo con el cual podré peinarme yo también. Salimos y nos calzamos secando nuestros pies con mi camisa. Luego dejamos que el Sol evapore el agua de nuestra piel. Reímos y hablamos de cosas muy trascendentales: “El nadazo de Cristo, cojo la ropa y me visto”. Star quiere sentarse. Yo extiendo mi americana, mi camisa; le hago una alfombra. No se sienta, sino que se tumba. De vez en cuando levanta la cabeza y la sacude salpicándome. Ríe. Yo la hago levantar una pierna para coger del bolsillo de mi americana la carta de mi novia. Tiene que ladearse para que de otro bolsillo coja el lápiz. Star protesta:

– ¡Para leer eso molestas así a una camarada!

– No voy a leerla.

Me quedo a su lado. Miro alrededor y con el lápiz trazo unas curvas en el dorso del sobre. Luego una recta. Más líneas panorámicas. Hago un pequeño gráfico. Los postes, el transformador donde zumba la alta tensión. Aquí y allá pongo unos números. El río tiene treinta metros de ancho por uno y medió de profundidad. Aunque haya corriente se puede vadear sin dificultad. Los postes tienen veinte metros de altura y al principio del último tercio está el transformador. Un vigilante sentado sobre la curva de la izquierda puede ver lo que ocurre en tres kilómetros de radio. Star se incorpora.

– ¿Me estás dibujando?

Mira por encima de mi brazo, poniéndome la mano en el hombro.

– Es un mapa.

Me fricciona la espalda, diciendo que yo estoy seco y que si quiero vestirme me devuelve mis ropas. Pero la posición que tenía al dibujar ha hecho que en el doblez del estómago y el vientre se haya depositado agua. Me tumbo un instante, ofreciéndolo al Sol, y Star grita regocijada:

– ¡El timbre, el timbre!

Trae su mano sobre mi vientre y con el índice oprime mi ombligo. Al mismo tiempo suena el silbido de una locomotora. Mi ombligo es el timbre de alarma del paisaje. Ha callado la locomotora cuando mi amiga ha retirado su dedo. Se queda muy confusa, mirando los horizontes donde por lo visto se encierra el misterio. Repite la llamada y de nuevo la locomotora lanza su silbido de Este a Oeste en fina comba. Reímos hasta más no poder. Yo le digo que no me extraña. El hombre desnudo es el protagonista del paisaje. La locomotora y el paisaje están identificados y además yo estuve enamorado de la locomotora cuando era pequeño.

– Yo, no -dice ella-. Yo del tranvía. ¡Si vieras lo que sufro pensando que los conduce personal reformista!

Vamos vistiéndonos, al Sol. Star mira mi reloj y se alarma. Son las siete y media.

A las ocho tiene que estar a la puerta de la fábrica de lámparas para evitar el esquirolaje.

– ¿Les pegáis a las esquirolas?

– Yo, no. Pero digo a compañeras de otras fábricas quiénes son y ellas las sacuden.

Yo también tengo que hacer. Entramos por el puente de Segovia. Nos detenemos en un bar, a desayunar. Después de tomar un vaso de café con leche y dos tostadas tenemos hambre aún y tomamos un segundo desayuno. Al pagar veo que me quedan seis pesetas nada más. Si mañana no sale un artículo mío en el diario donde colaboro, mal negocio. Si sale, es que el paro no ha sido completo y que los tipógrafos trabajan. Eso es peor. Bueno. No hay que pensar en ello. Star tiene prisa y se va a su fábrica mordiendo media tostada. Yo, cuando me veo solo, me siento junto a una ventana y saco la carta de mi novia. Oigo a los obreros entrar y salir. Escucho sus impresiones. Alguno lleva nuestro manifiesto en la mano y discute, y lo agita y lo lee en voz alta. La huelga tiene ambiente. Un chofer entra y dice que va a encerrar el coche y que en el centro los sindicalistas coaccionan. Pasa un grupo cantando “La Internacional” con un pedazo de percalina roja en un palo. De pronto se oyen gritos en la calle y la gente vuelve la cabeza en actitud de huir. Los rumores llegan hasta mi. Han apedreado los escaparates de una tienda que se ha atrevido a abrir, y un grupo de huelguistas conduce delante, a empellones y puntapiés, a un esquirol panadero al que cubren de insultos. El dueño del bar manda que echen los cierres y deja una sola puerta entreabierta. Yo no pude leer la carta, pero al fin me abstraigo y saboreo la letra picuda, las tiernas palabras, los lamentos. Como no nos hemos visto ayer, la carta tiene manchas de lágrimas. Son dos pliegos. Me dice que ella es “como yo” en ideas y que en los últimos encargos que ha hecho para su equipo de novia y que importaban once mil pesetas ha procurado que fueran géneros y labores en los que se beneficiaran muchas personas modestas. Bordadoras, costureras, y otras. “Supongo que esto te gustará. Esta tarde, tú me llamas por teléfono. Iremos si te parece al cine. Papá no quiere porque teme a los disturbios, pero con el coche estamos en un instante y cuando tú me llames me dices que hay tranquilidad. Si ocurriera algo como otras veces, puedes esperar a que apaguen la luz para entrar en el cine y después, durante el descanso te bajas un poco en la butaca y te pones a leer y así no te conocerán.” Dos páginas de ternuras. “Tengo miedo de que ahora, con la revolución que dicen que estáis haciendo, me quieras menos. Ya he visto otras veces que antes es la revolución y después yo; es inútil que te diga que soy como tú y que en casa se dan cuenta, porque papá me lo dijo el otro día en broma pero lo pensaba en serio y tú, mi Lucas, crees que no.” Estoy viendo sus ojos inquietos, su pecho convulso y agitado, y sigo leyendo, ajeno a todo. La cafetera exprés silba y me molesta. Instintivamente me levanto el cinturón por si dependía de mi ombligo, y la cafetera ha callado.

Leo hasta el final. La inquietud aumenta en la calle. Llega al cerebro la sangre en largas oleadas. El silencio de afuera y la animación son silencio y animación de domingo, llenos de oquedades. ¡Y esta carta! Arrugo el sobre hasta hacer con él una bola y lo tiro. Me guardo la carta y me dispongo a salir. Un individuo se ha inclinado sobre la escupidera, ha recogido la bola que yo había hecho con el sobre y se la ha guardado en el bolsillo. Entonces yo, que bajo la embriaguez de la carta he perdido la conciencia de lo que me rodeaba, vuelvo a la lucidez y con verdadero espanto me doy cuenta de que… Bueno, en aquel sobre estaba el dibujo del transformador eléctrico y en el otro lado, mi dirección.