39622.fb2 Siete domingos rojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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SEGUNDO DOMINGO

VII. UN VOTO DE CENSURA. ¡SIEMPRE MAS! EL ASALTO

Llevo la pistola en la caña de la bota. La culata fuera, y atada a ella una cuerda que por debajo del pantalón va a parar al cinto. Rompiendo el bolsillo derecho del pantalón puedo tirar de la cuerda y sacar por allí la pistola. Si llegan las malas vuelvo a dejarla con la nariz metida en la bota y aunque me cachee la policía no la encuentra. Éste es un sistema que no falla nunca.

Han hecho bien en recomendar que no salgan a la calle los compañeros sin armas, porque nos entra un desconcierto de vagabundos, y yo recuerdo muy bien que cuando estaba sin trabajo y andaba por las calles sin rumbo tenía las ideas bastante flojas. Malos tiempos aquellos. Pero aún lo pasaba peor los domingos. Todos se dedicaban a sentarse a la mesa, a levantarse de la mesa, a pasear por los parques, y yo rodaba por la ciudad sin mesa y sin silla. Las casas venían contra mí. Tiempos con cara de perro. Alguna vez, aburrido de mi propio aburrimiento, me ponía a andar de prisa pero las gentes se daban cuenta de que no iba a ningún sitio. Entonces me sentaba en un banco y planeaba un atraco, un robo. ¿Qué puede hacer un hombre que ha venido al mundo con un trapo adelante y otro atrás más que trabajar, robar o mendigar? Trabajo no lo había, pedir limosna no supe nunca. Nadie se extrañará de que yo planeara un robo distinto cada dos horas. Pero ahora estamos a salvo de eso. Los de la Federación de grupos hemos salido hoy dispuestos a buscarle las entrañas al cielo, a ver si tiene ángeles o nubes de incienso y a ver si la bandera del porvenir va a seguir siendo un pañal cagado del niño Jesús.

Hemos aprobado en la reunión de grupos un voto de censura contra Samar. Lo he propuesto yo, y si no se corrige andará mal entre nosotros. No sé si me guardará rencor, pero ya habrá podido ver que nos ha fallado una parte del sabotaje preparado para mañana por su culpa. Había hecho el croquis que se le había pedido y luego lo tiró al suelo en un bar y ya no se puede hacer nada. ¡Con qué sencillez pasan las cosas más importantes! Los transformadores estarán vigilados. Y Samar también. Samar se condujo estúpidamente. Siquiera se le pudo ocurrir vigilar al agente e impedir por cualquier medio que llegara el croquis a la Dirección. Rescatarlo a toda costa. Samar ha dado las señas del agente y tres compañeros han salido a buscarlo, pero supongo que no lo encontrarán. Samar lo creía inútil y se ha marchado, después de citarse conmigo y con el comité de sin trabajo a las diez en una taberna de la Plaza Mayor. Los compañeros parados estarán media hora después en ese barrio y ya veremos lo que se hace.

La huelga va bien hasta ahora. Los socialistas secundan el paro. No hay más que ver el aspecto de la ciudad para comprenderlo. La huelga será general esta tarde. Anoche fue una comisión de nuestros sindicatos a ver a los directivos reformistas y no los quisieron recibir. Hoy éstos han lanzado dos manifiestos que son repartidos por policías diciendo a los trabajadores que no hagan caso a los elementos irresponsables que quieren arrastrarlos al caos. Pero son tan imbéciles que permiten que los repartan los agentes. Un manifiesto como ése en manos de un policía, está enseñando el plumero. Los compañeros de sus mismos sindicatos lo ven con disgusto y sus resultados van siendo nulos. Ya se han retirado todos los taxis. En el centro las tiendas no se atreven a abrir. El ramo de la Construcción ha parado íntegro, incluso los servicios del municipio. Los camareros, también. Artes gráficas, transportes, artes blancas, metalurgia y madera han respondido como siempre. Los choques no han sido tantos ni tan sangrientos. Los mismos patronos tratan al esquirol, como a un esclavo sin dignidad. Los tranvías siguen funcionando en algunas líneas, dedicados a pasear a la guardia civil porque el público no se atreve a ocuparlos. Pero habrá que darles un escarmiento. Obligaremos a la ciudad entera a guardar luto por el asesinato de los tres camaradas. Llego a la Puerta del Sol. En la acera de la izquierda, los sin trabajo del ramo de la Construcción toman el Sol como todos los días. Se ven pocos burgueses por la calle. Abunda más el obrero y se advierte que es huelguista por esa mezcla de desenfado y de recelo con que transita. La calle no es de nadie aún. Vamos a ver quién la conquista. La guardia civil, la de Seguridad, los de Asalto, la policía privada, aguardan en los patios de los edificios públicos y en los destacamentos fijos que tienen media puerta cerrada. En Gobernación hay viseras negras, barbuquejos echados y miradas de águila que se tienden en todas direcciones. Timbres de teléfono, y cintas de telégrafo, aunque fuera de Madrid no hay razón todavía para que ocurra nada. La Regional, sin embargo, ha respondido espontáneamente. Aunque no hay periódicos hemos tenido noticias de que en las dos Castillas las Federaciones locales están reunidas para tratar la cuestión. Ya se sabe lo que eso significa.

Voces, tumultos. Esta Puerta del Sol es como un golfo en el mar, agitado siempre. Yo he visto a veces ocupadas todas las bocacalles por la fuerza. Vacía por completo la plaza y de pronto, naciendo del mismo asfalto, unos hombres manoteaban y gritaban. En seguida, algún disparo. La rebeldía está aquí, en las farolas del alumbrado y en las bocas del metro. Esto que ocurre en la Puerta del Sol sucede en toda España. Lo bueno de nuestra táctica es que nunca sabe el Gobierno dónde tiene el enemigo. Y esta táctica no es que sea nuestra, sino del temperamento español. La monarquía dicen que cayó así también. Llega un momento en que las pasiones han infestado el aire y ya no se puede respirar, y ocurren las cosas más extraordinarias sin que nadie emplee los recursos que tenía preparados. Nosotros mismos hemos acordado la huelga general. Parece que debíamos limitarnos a hacer una huelga lo más completa posible. Pero la organización está detrás, dispuesta a ir siempre adelante. Uno dice: “¡Hasta aquí!” y mil voces gritan: “¡Más allá!” Hay entre esas voces, obreros y mujeres, gente bien vestida y mendigos. Avanzamos más y de pronto vemos que los cuadros sindicales peligran. Paramos un poco y decimos otra vez: “¡Hasta aquí!” El aire y las losas, la luz y los edificios nos gritan: “¡Más allá!” Consultamos a la Federación Local y nos contestan un “¡Más allá!” firmado y sellado. Vamos a la Regional y nos dice “¡Más!” Éstas consultan al comité nacional y los grupos al Peninsular. Todos contestan, sin palabras casi, con una sola consigna que es la de ayer y la de mañana… La de siempre. “¡Siempre más!” El incidente primero ha sido ahora en Madrid. Otras veces es en Sevilla o en Barcelona. La organización entera, sin consultarse o sin previas conferencias telefónicas -tenemos minado, sin disciplina y sin verdadera organización el sistema de defensas del Estado- va detrás, ¿Adonde? No lo sabemos. ¡Cantaradas Progreso, Espartaco y Germinal! En la noche del domingo nos clausuraron los sindicatos, desplegaron las fuerzas contra nosotros, pero la huelga estaba acordada y según me dijo Samar en la reunión clandestina de la noche se puntualizó lo necesario para que las órdenes llegaran a todas partes. Nosotros no hubiéramos ido más allá de la huelga de cuarenta y ocho horas, pero al empujarnos a la clandestinidad, a las sombras nos han llevado a nuestro propio elemento y ya veremos qué ocurre. El Comité nacional ha lanzado ya su consigna, sin necesidad de órdenes ni telegramas. La consigna está siempre en el aire: “¡Más allá!” Ya lo sabemos “¡Más!” ¡Siempre más! Dormid tranquilos camaradas. Vamos adonde vosotros queríais ir. El cielo es azul, y los viejos mendigos esperan en los atrios de las iglesias el olor de pólvora, venteando el aire con miedo.

Para ir al lugar de la cita debía pasar por la Puerta del Sol, pero al ver las precauciones que han tomado retrocedo y voy a dar la vuelta por un laberinto de callejuelas. Estoy “en comisión” y hay que privar a esas gentes del gusto de meterme en un calabozo. Dos vendedores de periódicos pregonan el de hoy, la “Hoja”. Es lunes y no hay más prensa que ésa, medio oficiosa. En estas callejuelas también se observa el paro porque los pequeños industriales han cerrado o tienen la puerta entornada. La soledad y el silencio les dan un aspecto sombrío. Domingo rojo, domingo verdadero. No como aquellos domingos para mí solo -cuando estaba sin trabajo- que me aflojaban las ideas ni como los domingos en los que los ricos no descansan porque no han trabajado y nosotros no podemos descansar sino mecánicamente, porque el afán de la lucha sigue siempre encendido. No son los domingos individuales, negros, del hambre vergonzante, ni los blancos de las campanas y los trajes de fiesta, sino los auténticos domingos rojos, los nuestros. Domingos sin taxis, sin tranvías, sin burócratas indecisos en los paseos. Domingos en los que la calle y el aire libre son una delicia y vamos a conquistarlos a tiros, a robárselos a los guardias de charol, a la triste policía mal dormida. Ya estoy en la Plaza Mayor: soportales, casas del siglo XVII y XVIII, Felipe IV. Historia mugrienta. Archivos municipales. Legajos y carillón. Árboles enanos y árboles gigantes. Otra vez Felipe IV. No nos interesa la historia, ni el arte. La historia de los reyes ni el arte decorativo de las cortes. Vivís colgados de un artesonado brillante, con los pies en el aire. Bastará que tiremos un poco de ellos para que os ahorque vuestra brillantez, vuestra propia grandeza. ¡Fuera la historia! Dicen que esta plaza es muy hermosa. Representa una época de la corte de los Austrias. Eso no nos interesa. Ahí se hacían los autos de fe.

En un rincón, bajo los soportales, se abre un pasadizo que desciende sobre escaleras de piedra, a una plazuela con pavimento de canto rodado. Al principio de la escalinata hay una puerta de cristales con cortinilla roja, escondida tras una especie de balconaje. Vamos a reunimos el Comité de los sin trabajo con la Federación de Grupos y Samar. Éste por la local. Son las diez en punto. Yo represento aquí a la Federación y soy el primero en llegar. Antes de sentarme escojo el sitio de manera que tenga cubierta la retirada si llega el caso. Me traen vino y espero procurando meter el rostro en un triángulo de sombras. Llega después Murillo, el comunista, que tiene cuadriculada la cabeza en mil celdillas y en cada una de ellas lleva una especie de semilla seca. No abandona, por mucho calor que haga, un jersey gris. Es pálido y flaco, y habla como si tuviera sueño. Da una impresión de piedra pómez. Se acerca y se queda de pie al otro lado de la mesa. -La huelga va bien -dice- aunque quieran frenarla. -¿Y vosotros? -pregunto.

– La posición nuestra está señalada por la necesidad de contribuir a la radicalización de las masas sin perder la línea. La carta de la Internacional refuerza la posición del comité regional. Las masas están radicalizadas. ¿Se pierde la línea por unirse circunstancialmente a vosotros?

– ¡Que te van a echar, Murillo!

Murillo sigue hablando y esgrimiendo el papel. Yo lo interrumpo de vez en cuando. Pero como nunca oye a su interlocutor, sigue hablando. Por fin me pregunta:

– ¿Por qué van a echarme?

– Por labor fraccionaria. Por oportunismo.

Esperamos con alguna impaciencia. Tardan demasiado los del Comité. ¿Y Samar? ¿Les habrá ocurrido algo? Hago a Murillo una reflexión:

– ¿Cómo os las arregláis para que en España la solución comunista, el capitalismo de Estado, los rechacen las masas? Yo en el caso vuestro sentiría una terrible responsabilidad. Calla Murillo. Por fin pregunta: -¿Cuál es tu posición?

– Si las masas aceptaran vuestro programa yo me alegraría e iría a él en la seguridad de que llenabais y cumplíais una etapa de nuestro proceso revolucionario. Pero las masas lo rechazan y prefieren seguir un camino más áspero. Esa preferencia es una fuerza y es una razón que yo percibo muy bien. Porque yo me siento masa, amigo Murillo. La inteligencia en mí no me lleva nunca con las minorías. Estoy con la lógica del hecho espontáneo y me atengo a sus consecuencias antes que a mis prejuicios. ¿Comprendes? Llegaban ya los otros cuando Murillo después de reflexionar un poco me dijo: -Eres un anarco burgués.

Era una ofensa, pero Murillo es un poco inconsciente en sus juicios, y la inconsciencia, y el hecho directo y espontáneo son hermanos y me gustan por igual. Samar llegaba con noticias: -En Cuatro Caminos han sacado las ametralladoras a la calle. -Cuáles. ¿Las nuestras? -pregunté. Murillo abrió los ojos de a palmo:

– ¿Tenéis ametralladoras?

Los del comité de parados sonreían con misterio y callaban. Uno preguntó a Murillo:

– ¿Cuántos sois en el partido, aquí en Madrid? -Cerca de trescientos. Pero nos vamos a separar en el próximo congreso porque entendemos que el ejecutivo hace una labor izquierdista.

Samar rubricó en broma:

– No sois aún una minoría bastante reducida para asumir el poder?

Murillo volvía a sacar la carta y hablaba otra vez de la radicalización de las masas. Gómez, un albañil, hizo con el brazo un movimiento de izquierda a derecha y dijo:

– Bueno, camaradas. Dejémonos ya de tonterías que hay cosas que hacer.

Comenzamos a tratar lo que se haría inmediatamente. Los puntos de acción -los objetivos- eran un almacén de víveres que tenía personal esquirol y que Villacampa había señalado, y una armería bien provista, que estaba en la plazuela anterior al almacén. A su juicio había que asaltar al mismo tiempo la armería y el almacén de víveres. Yo le hacía reflexiones sobre las dificultades. Había que evitar que en lo posible cayeran nuestros compañeros. Murillo intervino:

– ¿Por qué? Es natural que caigan. Los parados son la vanguardia…

Gómez lo fulminó con la mirada y siguió diciendo que llevaban entre él y otro veinte “pinas” -bombas de mano- pero que no eran armas para ponerlas en manos hambrientas, sino en la de hombres serenos y seguros. Las repartiría entre nosotros. Bien aprovechadas garantizaban el éxito. Además llevábamos pistolas. Murillo se excusó. Tenía que hacer. Nos dejó unos folletos y se quiso marchar diciendo que él lo veía bien todo. Gómez movía la cabeza de arriba abajo:

– Éste no es comunista ni es nada. Un señorito malasombra. ¡Siéntate y calla!

Murillo volvió a sentarse. Dijo que no arrojaría bombas pero que estaría a nuestro lado y que precisamente la sección española del Partido Comunista… Samar se reservó, con Gómez, la labor de contención y vigilancia en los alrededores por donde podían acudir fuerzas. Irían con ellos diez compañeros con armas, distribuidos en grupos de tres. Villacampa se encargaba de dirigir el asalto al almacén de víveres. Aceptaba su misión con orgullo. Era más peligrosa y más gallarda que la de Samar. Villacampa y Samar se trataban con cierto recelo porque el primero había hecho suya mi acusación contra el periodista dos horas antes y en realidad había tenido Samar dos fiscales. Se lo veía dispuesto fría y tenazmente a todo. Tenía presente tanto como la fuerza ascendente de los compañeros en lucha, la debilidad de los partidos en el poder y veía posibilidades y coyunturas luminosas.

– Si la huelga es completa esta tarde -decía- hay que pedir solidaridad a otras regionales.

Esperaban que los directivos socialistas no tendrían más remedio que sumarse a la huelga para no dar sensación de impotencia. Samar se apuntaría un tanto.

Salimos divididos en tres grupos después de acordar los pormenores de la acción. Murillo hacía comentarios sobre la adhesión de los socialistas y el frente único por la base. Bajamos entre las esquinas sarnosas del siglo xvii, donde los picaros de Quevedo se rascaban blasfemando de placer. La plazuela está desierta. Dos calles más abajo, hacia un mercado público, los grupos comienzan a dar a la calle su aspecto dominguero. Como abundan las mujeres que han salido a las compras mañaneras y los vendedores ambulantes, los grupos no llaman la atención. Yo me doy cuenta, por algunas caras conocidas, de que en este sector se encuentran por lo menos dos mil de los nuestros esperando la señal. El comité se disemina. Aquí y allá se detienen nuestros compañeros y en seguida son rodeados por tres o cuatro que los escuchan. Son los preliminares. Esos tres o cuatro se separan y dan a su vez las consignas. En un instante se ha desplegado una red de palabras que abarca todo el mercado de legumbres de la calle de al lado y el cordón de parados que finge tomar el Sol a la entrada de la plazuela. Los hay de los aspectos más variados, pero a todos los uniforma el desaliento.

El Sol palidece y pasan a veces las nubes pintadas del aluminio de las pantallas de cine. En el otro extremo se han arremolinado unos cuantos obreros y se los ve precipitarse por una callejuela. Mi puesto está con Gómez y Samar; los busco y voy allá. Los compañeros corren descuidadamente. Yo me he separado un poco del Comité porque he visto a Eugenio Casanova sentado en el umbral de una puerta cabeceando dormido. Lleva ahí desde ayer a mediodía, esperando que vuelva un camarada a quien le oyó decir días pasados que tenía dos pistolas. Él no tiene ninguna. Le digo que me siga y nos incorporamos a los otros. Hemos tomado las calles que afluyen a la tienda de armas. Nadie lo diría, porque tres hombres sin uniformar, paseando con aire distraído junto a una esquina no intimidan a nadie. Pero tenemos cuatro granadas cada uno y nuestra pistola en el bolsillo. Lo mismo ocurre en las calles próximas. Si llegan fuerzas, el frente se situará fuera del tumulto del asalto y los compañeros se podrán proveer de armas y de víveres. Un mar encrespado de voces y ruidos invade las cercanías. Murillo viene, nervioso, con noticias:

– Los de las juventudes van adelante. Han arrancado un poste de un andamio y lo usan como ariete contra los cierres metálicos. La vanguardia no la forman los parados. Los del ariete son huelguistas, no son parados. Aquí no se cumplen las previsiones. Voy a ver por qué.

Se marcha, y Gómez mueve la cabeza.

– Tiene el seso aguado. Los mismos compañeros le van a dar una castaña, si se descuida.

Suenan los golpes del ariete contra las persianas metálicas. Los obreros llevan el ritmo con un aullido.

El estruendo se destaca de la confusión de voces. Los compañeros se han embriagado ya. Que vengan los escuadrones de Asalto, los de Seguridad. Seguid embriagados, que nosotros os defenderemos. “Star-9”. Buen ojo y mano firme. Pero el estruendo no nos permite oír si llegan los guardias. Gómez avanza y se destaca. Regresa corriendo, levantándose las solapas y bajando la visera de la gorra.

– Cuidado. Pongámonos en estos portales. Si se da mal, podemos huir a cubierto.

Quedamos ocultos en la sillería de un viejo caserón. El ruido del ariete revela que han sido destruidas las puertas. Samar está pálido. También se ha levantado las solapas y se ha bajado las alas del sombrero de modo que sólo se le ve la nariz. Los dos empuñan la pistola. Yo tengo una granada en cada mano y un cigarro encendido en la boca. Las granadas tienen tres centímetros de mecha. Ya veremos. Ahora el clamor es más fuerte en la calle de al lado, con el asalto del almacén de víveres. Gómez vuelve a asomarse. Las fuerzas no se ven. Se nos oye la respiración.

– Han debido echar por la otra esquina. Pronto lo sabremos.

Efectivamente, los compañeros que tienen nuestra misma misión en la otra calle disparan tres veces. Patinan y caracolean los caballos. Retroceden al trote y se oyen cada vez más cerca. Samar da un salto hacia atrás y se incrusta en la pared:

– ¡Cuidado, que vienen!

Se oye el sordo estampido de los mosquetones y de las carabinas. Algunos guardias sostienen el fuego mientras los demás vuelven y buscan el acceso por nuestro lado.

– ¡Ahí están!

Gómez asoma la mano apoyando el cañón en la esquina del portal y dispara. Samar también. Ha debido caer un caballo. Yo he encendido la mecha y aunque no es indispensable porque se los ve dispuestos a retroceder, ya no puedo retener la bomba en la mano y la arrojo. El estampido ha sido formidable. Están desconcertados. Vuelven grupas casi todos. Se quedan tres pegados a las puertas, pero presentando buen blanco. Un guardia se ha retirado herido y Gómez dice extrañas palabras con los dientes apretados. En la calle de al lado se reproduce la escena.

Y he aquí que la avalancha de los nuestros llega, rica en armas y en entusiasmo. Uno lleva una pistola ametralladora y no sabiendo qué hacer con el culatín lo arroja al suelo. Luego, a salvo de los tiros, hojea un folleto y va poniendo los dedos según las instrucciones. Han caído dos y los demás avanzan. Los guardias retroceden y huyen abandonando los caballos. Llega Murillo. Yo le pregunto y me va contestando, con una alegría diabólica:

– El almacén de víveres está vacío. La armería también. Hay algunos heridos con cortaduras en la mano porque han roto el escaparate a puñetazos.

– ¡Hay que retirarse!

– ¿Retirarse? ¿Por qué?

– La línea exige que vosotros no intervengáis.

Lo apartan de un empujón y avanzan. Siguen llegando balas desde muy lejos. Murillo se ha quedado danzando entre los rebotes de los proyectiles y gruñendo: “Las etapas se cumplen. No me podéis herir. Yo no puedo caer. Ni vosotros, compañeros.” Se refiere a nosotros tres. Gómez se guarda la pistola y salimos del escondite. Coge a Murillo de una manga y lo arrastra, a la otra parte de la esquina. Ya allí le dice:

– Te vamos a recusar en el comité.

– ¿Por qué? -pregunta Murillo impávido.

– Porque estás, “chalao”.

Luego llega Villacampa, muy satisfecho. Hay que huir. No podemos seguir aquí un instante. Samar lo mira de una manera rara. Como ha sido Villacampa el que llevó la acusación esta mañana en la Federación de grupos… Villacampa sostiene la mirada. Temo que lleguen a pegarse, pero de pronto veo a Samar que le pone la mano en el hombro y le sonríe. También el otro sonríe. Luego hablan los dos al mismo tiempo, se cambian impresiones, con visible aturdimiento.

La fuga se va generalizando. Apenas hemos disparado diez tiros. Todo ha sido demasiado fácil. Quedan algunos compañeros rezagados, que por nada del mundo se retirarían.

Se tirotean con unas siluetas lejanas, apenas visibles. Tres compañeros que llegan cargados con víveres, al oír los disparos tiran su cargamento, avanzan y sacan las pistolas. Samar se dobla las solapas, mete la mano en el bolsillo donde guarda la pistola y asoma un dedo por un orificio. Saca los papeles. Están atravesados por una bala que le ha rozado la cadera. Entre ellos está la carta de Amparo. La rompe en mil pedazos, los tira al aire y caen en fina lluvia. Al lado gritan:

– Hay seis detenidos. Los conducen a empujones por la calle.

Samar piensa: esto es como una verbena, pero con sangre.

VIII. LOS ATAÚDES PIERDEN EL RUMBO Y NAUFRAGAN

Hemos comido dos amigos y yo en una taberna que hay junto al hospital y nos ha resultado muy barato porque sólo hemos tenido que pagar el vino y la cocina. Los víveres los traíamos nosotros. Había arroz de primera, jamón, latas de guisantes, y luego manjares caros como foiegrás y caviar, que los otros no han hecho más que probar porque no les gustan. A mí tampoco, pero sea porque soy del ramo mercantil y sabemos apreciar lo fino o porque conociendo el precio no puedo pensar que sepa mal sino que mi paladar está desabrido, el caso es que me los he comido yo. Los amigos están contentos porque tienen armas. Creen que ahora va de veras y que la república se hunde. Con menos se hundió la monarquía. En un rincón está la tía Isabela dormitando sobre un vaso de vino. Ha pasado la noche rezando a la puerta del hospital. Al amanecer la hemos hecho entrar aquí. Tiene el pelo blanco y tirante, y su cara es una nuez pelada. Ese vaso es el mismo que le pusieron a las seis de la mañana y no lo ha tocado. De vez en cuando pide agua, reza un padrenuestro o blasfema en voz baja sin inmutarse. ¡Quién sabe lo que a esa vieja le ocurre por dentro! Más que una madre a la que le han matado el hijo es una vieja avara cuyo tesoro ha sido robado. Indignación contra nosotros, contra la policía, contra el tabernero. Le hemos ofrecido de comer y nos ha soltado dos tacos redondos, como un carretero. Alguien se ha reído a carcajadas:

– Es templada la abuela.

Después ha entrado un argentino que a veces va por los sindicatos. Habla con un dejo triste como los cantores de tangos cuando entre la música se ponen a recitar. Creo que es rico y que ha venido a la organización hace poco. Cuando habla, acciona como los atletas que salen en el cine con ralenti. Samar me dijo que si me fijaba vería que hablaba siempre con pedazos de títulos de la prensa. Y es verdad. Al entrar vino y me dijo:

– El entierro se verificará a las tres -yo afirmé y él añadió cabeceando-: La situación se agrava.

Había querido encargar una corona de claveles rojos, pero no trabajaban en las tiendas. Uno de los amigos le advirtió:

– Déjese de pamplinas y dele el dinero al comité de socorros.

El argentino quedó extrañado.

– Hombre; pamplinas…

Yo lo arreglé:

– Quiere decir delicadezas; que se deje de finezas.

Seguía comentado:

– Ha sido terrible. La policía se ha extralimitado en sus funciones y la conciencia proletaria se rebela.

Apoyaba en una palabra toda la fuerza de cada frase y luego de esa palabra se comía la mitad. Alzaba los brazos rítmicamente, se columpiaba sobre un pie.

– Fueron terribles.

– ¿Qué?

– Los graves sucesos de ayer.

Afirmábamos todos, y él seguía:

– ¡Tres familias proletarias en la miseria!

Volvíamos a afirmar. Yo no sabía qué decirle. Veinticuatro horas pensando en eso para que ahora venga a descubrírnoslo. Le señalé a la tía Isabela:

– Ahí tiene usted a la madre de Germinal.

Le dio el pésame. La vieja se quedó mirándolo:

– ¿Usted quién es?

– Uno más.

El argentino se sentaba y le decía que tomara lo que quisiera. Ella negó, sin darle las gracias. Lo estuvo examinando y no se sentía mal, a pesar de todo, con su compañía y sus finezas. Debía pensar: “Me trata como a una alta señora”. Entretanto yo contaba que un día los agentes hicieron un registro en su casa -en casa del argentino-. Él estaba contento porque los agentes le preguntaron su ideología y les dijo que era anarquista. Hablaron un poco más con él y uno fue al gramófono y puso un disco mientras el otro registraba. De vez en cuando dejaban de registrar y buscaban otro disco; discutían sobre qué tiple era mejor y cuando se ponían de acuerdo le daban al manubrio y registraban otro poco, tarareando. El argentino se indignaba:

– ¿Es que no me van a llevar a la cárcel?

Luego justificaba el que no lo detuvieran diciendo que los agentes tenían miedo a complicaciones diplomáticas. Pero lo cierto es que no terminaron mientras hubo discos y que se llevaron una caja de cigarrillos caros. El argentino movía inquieto sus posaderas sobre el taburete. Ahora la tía Isabela hablaba muy excitada:

– Todas las mujeres del mundo, si les asesinan al hijo pueden ir al juez, a la policía, a los tribunales. Todo eso está para apoyarles y defenderles. Pero dígame usted ¿a quién voy a ir yo? ¿Quién va a castigar a los asesinos?

Calló un poco y luego añadió:

– ¡Ah, si yo fuera joven!

Apretaba los puños y daba sobre la mesa. El argentino decía algo que yo no comprendía: “justicia popular”, “tribunal de la revolución”. La tía Isabela blasfemaba con una lágrima en las pestañas:

– Desde hace treinta años venía pensando Germinal que la revolución era cosa de unas semanas y decía esas mismas palabras.

El argentino afirmaba, y entonces ella le hizo una seña y le dio algo por debajo de la mesa. La cara del argentino cambió de pronto. Por el tacto reconoció que era un explosivo de “piña". Se levantó con él en la mano. Ella le hacía señas vivaces para que lo escondiera, pero el argentino vino, como un sonámbulo. Sonreía con cara de vinagre y decía que sí a los gestos de la vieja. En la taberna había dos ancianos más y un flamenquillo del barrio. El susto que yo me llevé no es para describirlo. Uno de los viejos se puso a hablar con el tabernero. Era ayudante de los médicos, una especie de mozo del depósito. Entraba y salía con los cubos y las ampollas de desinfectantes. Asistía a las autopsias y estaba familiarizado con su trabajo. Tenía un aire muy tranquilo y reposado y se parecía algo al contable que hay en mi tienda. De monjas y médicos se le habían quedado unos meneos delicados. Hablaba de la autopsia de Germinal como si la hubiera hecho él.

– El caparazón del cráneo era fuerte. Al tercer martillazo hizo brecha.

La tía Isabela escuchaba con los ojos redondos, como un pájaro. No se extrañaba de nada. El viejo seguía:

– Ese hombre era como un bloque de cemento. Y joven. En cambio uno es flojo, viejo y enclenque y sigue en dos patas metiendo y sacando cubos.

La tía Isabela murmuraba con ternura:

– Era más amigo del martillo y del formón que de los besos de la vieja.

Y se sentía orgullosa de haber formado aquel cráneo que necesitaba tres martillazos para abrirse. El argentino temblaba. Le cogió la bomba un compañero. Entonces el argentino se acercó a la puerta y se puso a mirar por los cristales, para disimular su nerviosidad. Yo me fui a la tía Isabela y me senté enfrente. Le pregunté con cierta violencia:

– ¿Por qué hace eso? ¿Cuántas bombas lleva encima?

– Cuatro más.

– Démelas usted.

Me las dio por debajo de la mesa sacándolas del pecho. Le pregunté dónde las había encontrado y sonrió con cansancio.

– Aunque él no lo creía, no daba un paso sin que lo supiera yo. Junto al hueco de la chimenea tenía cerca de dos docenas.

Le encargué que no volviera a tocar nada. Me dijo que con las bombas había un papel escrito, con una orden de no sabía qué comité. Yo escribí otro: “Cuatro se gastaron en lo de Germinal, Espartaco y Progreso” y firmé con un número.

– No deje usted de poner este papel con el otro. ¿Cómo llega usted al escondrijo?

– Por un agujero que hay abierto en el interior de la chimenea.

El tabernero, redondo y rosáceo, sin pestañas y casi sin cejas, chillaba discutiendo con el empleado del depósito.

– ¡Lo dicho! El que mata a un cerdo, igual mata a una persona. ¡Degollado, se entiende!

El otro le argumentaba algo que yo no entendía y el tabernero contestaba:

– ¡Ah, con escopeta ya es otra cosa!

Mostraba en sus ojos pequeños el miedo de un cerdo al que le ha llegado su San Martín. Y no lo digo por la revolución, porque el pobre hombre simpatizaba con nosotros.

Cuando volví a la mesa de mis amigos, el argentino advertía desde el cristal de la puerta: “Han llegado tres camiones de guardias de asalto y van limpiando de gente la calle. La fuerza pública entra en acción. Ante el entierro se temen desórdenes.” Luego añadió de pronto: “¡Surge una situación peligrosa! La policía practica cacheos y parece dirigirse aquí.” Nosotros sacamos las pistolas y las dejamos en unas salientes del encaje del tablero, debajo de la mesa. Las bombas quedaron en el suelo, alineadas contra la pared. La policía entró. Cacheos. Advertencias al dueño del local. El mozo del mostrador sale a entornar la puerta. Ponemos con la policía una cara de lo mismo nos da, que resulta bastante bien. Ya registrados, sin que nos encuentren nada, van hacia el fondo. Cachean a los otros. La tía Isabela averigua de pronto que son policías y comienza a chascar la lengua contra el paladar. Se levanta dejando caer el rosario y se pone en jarras. Menuda y frágil, desarrolla una fuerza de muchas atmósferas. Por su boca van saliendo palabras y frases comedidas al principio, más duras después y luego ya soeces y estallantes. De vez en cuando levanta el gallo y avanza decidida. El tabernero les advierte que es la madre de Germinal y los agentes vacilan un instante pensando que esos sujetos, muertos en nombre del orden, pueden tener madre como las personas decentes. La tía Isabela se da puñetazos en el bajo vientre, sobre las faldas y grita:

– Yo lo he parido. Yo. Para que me lo matarais vosotros, ¿verdad? ¿Qué sabéis vosotros lo que es parir hijos?

Optan por echarlo a broma. Le dicen que no lo saben ni esperan saberlo nunca y se van. La tía Isabela los sigue hasta la puerta con su frase favorita:

– ¡Hala, hala! ¡A hacer puñetas!

Después vuelve a dejarse caer en el rincón, como un guiñapo, pero su puesto detrás de la mesa tiene ahora verdadera solemnidad. Agarra el rosario del suelo y lo besa. En ese momento entra Star con el gallo en los brazos. Nos dice que la fuerza pública quiere impedir que los obreros lleguen al hospital. Viene con el gallo porque la casa está ocupada por la policía y lo más probable sería que se lo comieran.

Desde la puerta veo a los guardias comenzar a acordonar el edificio. Tendremos que salir de aquí lo antes posible. Star no tenía nada que hacer en este sitio, con nosotros. En todos nuestros pasos será un estorbo. La mujer, hoy por hoy, es una dificultad. Parece que el tabernero nos vigila. Quizá se haya dado cuenta de todo y no sé por qué razón, porque hasta ahora los quesos de bola no tenían conciencia. Se han marchado los dos viejos y han ido a meterse en el hospital. Luego aparecen en la puerta con sus gorras de uniforme y sus chaquetas pardas. El tabernero sigue husmeando y de pronto rueda hasta el teléfono y lo descuelga. Telefonea a su mujer y le dice que puede estar tranquila. Yo pienso en su hogar y en el que un día tuvo la tía Isabela, esa vieja llena de amargas experiencias que no le han hecho otro efecto que acusarle más los tendones del brazo cuando cierra el puño con rabia. El tabernero no sabe más que de “frascas” y “cañas”. Y los dos han tenido su hogar formado y un amor… ¿Cómo será el amor? Ellos lo hicieron todo y ahí están como si tal cosa. En cambio si Star y yo… Con el gallo resulta esa chica más linda que las duquesas de los cuadros con los galgos y los pavos reales. Y ya se ve que un gallo es una cosa bien estúpida. Yo pienso en eso y ella se figura todo lo contrario.

– Si os queréis marchar, no os preocupéis de nosotras.

Me mira, y como yo no digo nada ella advierte que había venido aquí porque sabía que acudiría Samar. Luego me reprocha que haya pedido un voto de censura contra él y me dice como el que no quiere la cosa que puede garantizar que hizo el croquis porque fueron juntos. Ahora es cuando me resulta tan tonta como antes y me da vergüenza haber pensado de otra manera. Me encojo de hombros y le digo que Samar no puede tardar porque tenemos que hacer.

– ¿Se puede saber qué clase de quehacer?

– Se puede saber pero no se debe decir.

Samar llega poco después. Al verlo nos disponemos a salir los tres, pero él nos dice que esperemos y se va derecho al teléfono. Habla con voz de estar muy lejos. Dice cosas raras, monosílabos, ríe sin ganas y vuelve a decir vaguedades. Se ve que le preguntan desde dónde habla y que miente al decir: “Desde el Ateneo” Luego el nombre de un cine y la voz velada para decir una ternura. Veo a su novia en la plataforma del tranvía de Goya. Quizá habla con ella a mil leguas de distancia. El mundo de ella es otro, donde hay sedas y vidrios de colores y las gentes dicen “¡muy amable!”, y después de decir que sí o que no añaden siempre un “sin embargo…”. En la cara que pone Samar al volver se ve que piensa algo parecido: “¡Oh, el teléfono, que en un instante comunica dos mundos más lejanos que la Tierra y Marte!”. Pero en realidad lo que nos dice es que leamos un pequeño manifiesto que lleva en el bolsillo y en el que los socialistas decretan la huelga general. “¿Cómo les contestaremos nosotros? Hay que contestar.” Yo creo que no es tan importante.

– Lo principal -le digo- es que no hayan tenido más remedio que secundar el paro. Eso del manifiesto no importa porque ya es el lado político de la cuestión.

Y es verdad. Samar siempre ve por encima de todo ese aspecto. Llega la tía Isabela con las intenciones cuajadas en el entrecejo. Estamos todos de pie y sin darnos cuenta, alineados. Ella desea la intimidad moral de cada uno y la va leyendo en nuestros ojos. El argentino habla:

– Desde pequeño todos dicen que soy un deficiente mental. Ahora ya no dirán: es tonto. Dirán más bien: es anarquista. Y lo dirán quizá con un poco de miedo.

El más alto de mis dos amigos:

– He salido a que me maten como a Germinal.

El otro:

– Yo quisiera cortarle el resuello a Madrid. Que las gentes tengan que salir huyendo a trabajar a las minas y a labrar el campo. Con trajes viejos y barba de ocho días, como yo.

Star:

– Yo sólo quiero librar al gallo de los dientes de la policía.

La tía Isabela mueve la ceja y la oreja izquierda, se toca la nariz, comprueba bien sus dimensiones y vuelve a su rincón. Antes ha mirado al tabernero. Este decía, en silencio:

– Le acompaño a usted en el sentimiento. Al ver que los otros se daban cuenta de su estado de ánimo levantó la cabeza y escupió:

– ¡Maricas! Sois unos maricas todos.

Salimos de la taberna y en ella se quedaron Star y la abuela. Los obreros creían que no habría entierro, que las autoridades querían evitarlo y que los tres cadáveres irían en un furgón automóvil por callejas extraviadas y a toda velocidad. Los obreros querían entierro, manifestación, con tres carrozas descubiertas. El homenaje de la ciudad para sus mártires. Hasta última hora se tenía la impresión de que no habría entierro. Pero en este momento llegan noticias sensacionales. En el hospital están ya los jefes socialistas. No son tres muertos, sino cuatro. Además de Progreso, Espartaco y Germinal, hirieron a un socialista sin trabajo que ha fallecido ayer tarde y los jefes socialistas se han alegrado porque ha sido un pretexto para justificar la adhesión de sus masas a nuestras consignas y para reclamar el resto del Gobierno, el entierro y la manifestación de duelo. Los dirigentes socialistas al ver su fracaso de esta mañana comenzaron a pensar que los socialdemócratas ya han fracasado en otros países, en Alemania y en Inglaterra, y que aquello de llamarse proletario está, en ciertos momentos, tan bien como en otros llamarse ministro. Reclamaron manifestación y entierro para los cuatro y el resto del Gobierno accedió con la condición de que al frente fueran ellos. Y ahí están. ¡Camaradas Progreso, Espartaco y Germinal! Ahí los tenéis. Hace quince años eran compañeros vuestros en los sindicatos socialistas. Hoy lo quieren volver a ser a través de la madera barata del ataúd, porque las masas están en las calle y los tiros atraviesan las ventanas y penetran hasta las escondidas alcobas. No se han acostumbrado aún a la nueva autoridad. Les ha llegado cuando ya la estabilidad política se sitúa más allá de la socialdemocracia, como dice Samar. Está poco animado, el periodista. Anda inquieto y melancólico. Esta noche tenemos plenos de comités. Pero antes hemos de vernos los delegados de grupos. No hay nada que hacer, más que notificar a los que no lo saben aún la imposibilidad de desarrollar nuestro plan de sabotaje. Samar tiene que venir con nosotros para que sea él quien explique una vez más lo ocurrido. Pasará mal rato. Le cuesta mucho a un hombre en estos casos confesar su estupidez. Digo, la del croquis hecho en el sobre de una carta de amor.

Los guardias se retiran y se quedan formados en las calles adyacentes. Han venido los dirigentes socialistas y esto varía de aspecto. Llegan en avalancha los obreros. Intervienen los guardias para dejar un espacio libre adonde tengan acceso las carrozas y la presidencia. Los agentes de vigilancia fisgan entre la multitud pero ya es inútil porque tendrían que registrarnos a todos y llevarnos a todos a la cárcel. El Sol se nubla unos instantes, y cuando sacan los ataúdes resultan negros como la tripa de un murciélago y más largos de lo que creíamos. Llegan las carrozas, pero la muchedumbre impide que acaben de instalarse frente a la puerta y algunos grupos avanzan dispuestos a llevar los ataúdes al hombro. Hay dudas. Por fin se los dan, escogiendo a seis compañeros de la misma estatura para cada uno. El de los socialistas va el último y lleva detrás el coche vacío con cuatro coronas de flores. Los nuestros no tienen flores.

Nadie sabe cómo ha ocurrido, pero lo cierto es que de pronto los tres ataúdes aparecen envueltos en la bandera roja y negra. Los dirigentes socialistas salen y se ponen al frente de la manifestación. Basta su presencia para que todo esto aparezca subordinado a su iniciativa, cosa que a mí por lo menos me resulta insufrible. Sin embargo hay entre nosotros bastante tolerancia, aunque no lo parezca. Samar dice que no:

– Lo que nos pasa -dice- es que no tenemos ninguna aptitud para el triunfo, para aprovechar nuestro propio éxito. Sólo sabemos aprovechar nuestras derrotas.

– No es poco.

Calla y seguimos metidos en la muchedumbre. Una vez aprobado el voto contra Samar, ninguno de nosotros será capaz de recordarle su percance ni menos aún de utilizarlo como un arma de discusión. Pero él lo sabe, lo agradece y no quiere entrar en polémicas sobre las cuestiones inmediatas. Así, vamos callados un rato, cuando aparece dando codazos un individuo amarillo y seco, de una flacura atildada. Se saluda con Samar y le pregunta el alcance de la presencia de los tres socialistas allí.

Ahora resulta que conozco a uno de los socialistas que presiden. Hablé con él en el Congreso, donde es quizá el que más manda.

Me vuelvo a mirar hacia atrás. El río humano se pierde en la curva de la calle. Viendo la muchedumbre así a contrapelo se penetra en seguida en sus intenciones. Todos piensan lo mismo: “¿Qué hacen aquí los socialistas? ¿Por qué los seguimos?” Advierten algunos, con respeto, que hay un muerto socialista. Mirando adelante se ven navegar nuestros tres ataúdes, con lentos y torpes movimientos. A veces, cogiéndolos al sesgo y cerrando un poco los ojos, parecen gorros de la guardia civil, inmensos, huecos y duros. Ahora reparten un pequeño impreso. Otro manifiesto de los socialistas prometiendo depurar responsabilidades y dando el itinerario del entierro. “Seguirá -dicen- el paseo del Prado hasta la plaza de Castelar, y allí las carrozas partirán hacia el cementerio y se disolverá la manifestación.” Esto es un decreto. Confían en que tienen mayoría. Son las tres y media. La tarde es ya larga -el Sol de mayo cae a las siete- y la manifestación debe desviarse por la plaza de Neptuno y subir a la Puerta del Sol. Eso es lo que se le ha dicho secretamente a los que transportan los ataúdes. Samar concluye:

– Cuando murió Pablo Iglesias, los socialistas tuvieron tres días el “fiambre” expuesto al público. ¿Por qué no nosotros?

El manifiesto crea un ambiente incómodo. Los sucesos de esta mañana nos han dado un triunfo moral. Al salir al paseo del Prado la manifestación adquiere un volumen tres veces mayor. Domingo rojo, color ceniza caliente, con la ciudad escalofriada y los tres ataúdes cabeceando como los barcos, sobre la multitud. El rojo de las banderas desafía a todas las púrpuras. El ataúd de los socialistas va detrás y no lleva bandera. Samar piensa que no ha tenido tiempo de comer y a continuación añade:

– Si me dan un balazo en el vientre o en el estómago podré curar más fácilmente.

A mí se me ocurre pensar por qué razones es revolucionario Samar, aunque en realidad nunca las hay en la vida de los buenos revolucionarios. Lo son sin enterarse, por una necesidad moral que han sentido desde niños y que ha adquirido forma al crecer.

Comienzan a oírse canciones. En este bosque en el que uno es un árbol más, hay grupos que cantan y recuerdan las procesiones del Corpus. La tarde tiene velas encendidas que llevamos como antorchas y hasta a veces suena la canción al curo de los ángeles exterminadores, que van vestidos de blanco delante de las nubes.

Ahora siento la misma emoción religiosa -exactamente la misma- que sentía de pequeño en la iglesia. Claro es que sin santos ni curas. Samar está abstraído. Sin darnos cuenta seguimos el ritmo de “La Internacional”. Un grupo de la F.A.I. que rodea los ataúdes canta “Hijo del pueblo, te oprimen las cadenas”, y parece que el cielo baja y el aire se espesa y que se respira con dificultad. La manifestación sigue y la cabecera debe estar ya cerca de Neptuno. Probablemente hay más de setenta mil obreros a nuestro alrededor. La burguesía temblará en sus cubiles. Se lo digo a Samar.

– Si fuéramos revolucionarios auténticos, esta noche se habría hundido todo -dice él.

Desde sus caballos, los guardias nos miran como los pastores a su rebaño. No sentimos ya odio. Somos fuertes y lo podemos todo. Adelante, tras de Germinal, Espartaco y Progreso, que caminan lentamente al infinito, como nosotros. Vamos al infinito de la libertad y la justicia. Samar interrumpe:

– La libertad no es un fin. Es una bandera.

¡Bah! Somos fuertes y nada nos desviará. Los ataúdes de Progreso, Espartaco y Germinal siguen el camino de la difícil ortodoxia. La muerte o el triunfo. Todo lo demás es concesión, es reformismo. Samar y yo nos proponernos buscar la “temperatura media”. Como vamos cerca de la cabecera, nos basta con ir acortando el paso, dejando que nos adelanten, y escuchando a nuestro alrededor. Voy a apuntar lo que recuerdo: “Tengo dos cargadores, pero los necesito para mí. ¿Qué menos va a llevar un hombre?” El otro murmura algo que no oigo. Nos adelantan, tropezando, chaquetas negras, chaquetas pardas, con brillo, con remiendos. “Sumando estos tres compañeros son doscientos quince los que han caído con la república.” Más chaquetas. Una con el codo roto y la vuelta de la solapa negra de sudor. “Dieciséis, porque hay que contar al socialista.” Alguien protesta: “Los socialistas no son proletarios”. Samar replica: “Si no hubieran matado a ese socialista no se hubiera podido celebrar esta manifestación.” Callan porque es todo un argumento, con las ganas atrasadas que tenemos siempre de manifestarnos. Otro corrobora esto último: “Si nos dejaran actuar así, como ahora, no harían tanta falta las pistolas.” Otro afirma:” Espera, que aún no hemos terminado.” Más abajo hablan de la dictadura del proletariado. Todos la rechazan, y cuando más la admiten en manos de la FAI con el control económica de la C.N.T. Samar dice que sería una fórmula certera si la FAI quisiera el poder. Yo le digo:

– Tú no eres anarquista.

Samar se encoge de hombros:

– El anarquismo como negación del Estado está bien. El anarquismo integral es una religión que no me interesa porque como todas las religiones se basa en la superstición y toca, por arriba, en la utopía.

No comprendo bien esto, pero el acento de sinceridad de Samar me convence. A nuestra derecha dicen dos obreros que el mejor sindicato es el de la Construcción. Otro interviene: “El de camareros tiene organizado el subsidio de parados.” Más atrás se oye el nombre de Germinal. Los compañeros lo recuerdan siempre en anécdotas y en episodios de lucha. Toda su vida fue eso y desde el plano negativo de la muerte resalta más el continuado esfuerzo. El nombre de Espartaco sé oye menos, pero también rueda por entre los grupos con el hurón, la linterna sorda y las cuerdas de su faena nocturna. Progreso da la impresión de que no ha muerto porque todo el mundo habla de él como si hubiera de volver a encontrarlo dentro de media hora. De Germinal se dice que “era un hombre”. Nada más. De Espartaco, que era “un anarquista”. De Progreso, que fue un excelente oficial albañil y que el sindicato lo organizó él. Entre los tres forman un solo organismo completo. Espartaco sería la idea, Germinal la materia y Progreso la función. Esto a Samar no le parece bien.

Seguimos retrocediendo. Todos cantan. Hay muchos socialistas y éstos apenas tienen nada que decir. Samar mira al cielo y sigue andando.

– No hay manera -dice- de encontrar hoy la “temperatura media”. Todo será posible esta tarde.

De aquí y de allá llegan voces inquietas. “¡Por la Puerta del Sol!” A la vista de la orden de los jefes socialistas ha reaccionado la multitud y se agarra a la consigna de la FAI. Por la Puerta del Sol. Las voces van creciendo. Han llegado ya los ataúdes a la plaza de Neptuno. Samar y yo volvemos a avanzar y tardamos un poco en recuperar nuestra primera posición. Por el camino hemos ido sembrando la consigna y detrás de nosotros se levantan las voces como llamaradas. El cielo sigue gris e indeciso. Las caras son más blancas y los árboles tienen un color verde de bazar. “¡Puerta del Sol!” De la frase ya sólo se oye la última palabra: “¡Sol!”, repetida por millares de gargantas. Los ataúdes se han detenido y el primero inicia el viraje. La presidencia debe estar cuatrocientos metros más arriba, en la plaza de Castelar. Los ataúdes quieren desmandarse. La entrada de la Carrera de San Jerónimo está totalmente ocupada por fuerzas a caballo y a pie. Rueda la voz produciendo nuevos ecos hasta trepidar bajo la bóveda gris como un trueno: “¡Sol!” La muchedumbre se ha detenido. Ríe Samar. El cielo, obediente pero aturdido, entreabre una claraboya y deja pasar sus rayos amarillos. El Sol da relumbres pálidos al negro de los ataúdes. Pero no es eso. La muchedumbre sigue suspendida bajo las tres letras: “¡Sol! ¡SOL!” Sigue riendo Samar.

Su felicidad es honda y vergonzante, escondida e inconfesable como la morfina. Por ahí anda su novia; ella, su novia, le dice “Sol” quizá “Sol mío” y “Sol de mi vida”. Cree sentirla transfigurada en revolución, identificada con las multitudes.

La manifestación se ha cortado. En tomo de los ataúdes se aglomeran los nuestros y los demás han seguido hacia la plaza de Castelar. Hay en los socialistas una alarma expectante. Loa nuestros rugen ya: “¡Puerta del Sol!” Y amenazan. Tenemos la mano en el bolsillo y los ataúdes han enfilado ya la Carrera. Los guardias se acomodan sobre los caballos, se miran inquietos. Tienen el miedo como impulso inicial; el miedo después de los asaltos de esta mañana. Cierran la calle, pero ya la abrirán. A un lado, el Palace; al otro, el Ritz. He aquí, burguesía turística e internacional, nuestros tres muertos. Al otro lo han metido en la carroza automóvil y ha desaparecido. No os asustéis. Ya sabemos que diréis que es de mal gusto, pero en España y en nuestro campo el mal gusto no es una razón. Aquí están Progreso, Espartaco y Germinal. Entre los tres ataúdes forman un buen obelisco conmemorativo. Tumbado, claro está. Pero éste es nuestro obelisco. Tenemos el mismo derecho a enseñároslo que la burguesía cuando os enseña ese otro obelisco del “2 de Mayo” entre árboles. Progreso, Espartaco y Germinal. ¡Eh, Samar, mira la Luna del día tan desvaída! LA LUNA. -Tres planetas nuevos: Progreso, Espartaco y Germinal.

Y otro ver el Sol. No es el Sol. Es la Puerta del Sol. ¿También el firmamento se va a llamar a engaño? ¡Hundamos el firmamento! No hagáis caso de ese cornetín de órdenes que nos avisa. Cantad. Nuestras voces llegarán a todas partes. Nuestras ideas entrarán a balazos en las cabezas planchadas por el egoísmo.

Un disparo. En seguida dos más. La multitud calla y los ataúdes se bambolean sobre las cabezas. El cornetín suena de nuevo. Es la ley. Primero es la ley y luego el hecho. Así en las viejas civilizaciones. En las que nacen -como la nuestra- primero es el hecho y después el hecho y después nada y mucho después la ley. Con la última nota del cornetín suena una descarga. Los guardias se han echado la carabina a la cara. Cada descarga va seguida de un silencio mortal. ¿Quién caerá? ¿Por qué no he caído yo? Los ataúdes siguen avanzando, impávidos, sobre las cabezas. La muchedumbre se ha hecho atrás, pero los compañeros que los llevan avanzan. Se han quedado solos. Parten de nosotros los disparos en un fuego graneado cuyo eco se pierde en los aledaños de la plaza. La línea de los guardias se ha deshecho y se agrupan en dos alas a los costados. Ha caído uno. El caballo de otro se encabrita, herido. Ahora disparamos, huyendo, buscando un árbol, una piedra desde donde seguir haciendo fuego. Contestan con descargas cerradas. Hacia el Retiro, hacia la Cibeles huyen millares de manifestantes. Y las descargas siguen. En los claros que presenta el pavimento quedan manchas negras que se arrastran o gimen. Y el fuego se generaliza. Los ataúdes siguen avanzando. Un oficial se acerca al primero y con la pistola en la mano ordena que retrocedan. Entre la urdimbre invisible de las balas, dos de los que llevan el primer ataúd han caído. El ataúd rueda, cruje y queda sobre los adoquines. Los heridos se arrastran y los otros sacan las pistolas y retroceden disparando. Yo me he refugiado detrás de un banco y hago fuego. Samar blasfema con las manos en los bolsillos y mira arriba y abajo. La plaza sigue pautada de gentes que corren. Nosotros disparamos. Hay otro ataúd en tierra. Las balan siegan las flores de los jardines y se estrellan en el pavimento lanzando esquirlas de piedra. De pronto la gente llega corriendo de la Cibeles. Por allí y por la Carrera de San Jerónimo bajan más fuerzas. Hay que huir o morir. Huyamos, porque no se puede morir: a la noche hay pleno de comités.

LA LUNA. -Tres planetas nuevos: Espartaco, Progreso y Germinal.

Los ataúdes están en tierra. El tercero ha caído de los hombros heridos y se ha desgajado como la vaina seca de un fruto. Se ha abierto en dos y la semilla, blanca y amarilla, ha quedado fuera. La Plaza está ya desierta aunque parten balazos de algunos sitios y hay heridos que se arrastran y huyen sin dejar de disparar. Los guardias no se atreven a descubrirse demasiado. Un caballo herido, con la columna vertebral rota avanza y caracolea, el hocico en alto y los cuartos traseros encogidos, como una jirafa. Recorre la plaza y las riendas se enganchan en una astilla del ataúd que redobla sobre los adoquines. Con el ritmo de los disparos el animal baila arrastrando el ataúd. Huyo, como todos, pero me quedo cerca. Durante media hora nadie se atreve a dar un paso. El caballo continúa en este circo alfombrado con rosetones rojos. Sólo hay sobre el adoquinado cuatro hombres. Cuatro muertos y los camaradas Espartaco, Progreso y Germinal. Este último con los brazos desnudos abiertos a la luz, fuera del ataúd vacío. Los heridos han huido todos. Se curarán donde puedan. O morirán en todo caso donde quieran. No sometidos a la voluntad de los que disponen que mueran “en el lugar y en el acto de la rebelión”. Los ataúdes -los tres- presentan varios impactos de fusil. Han vuelto a matar a los muertos.

Por la plaza llegan la tía Isabela y Star, presurosas. Dos guardias les echan encima los caballos y las obligan a retroceder y a huir. En la confusión, el gallo rojo ha escapado de los brazos de Star y pasea entre los ataúdes. Samar y yo hemos logrado alcanzar las verjas del Retiro y allí encontramos a Urbano Fernández, del comité de la federación. Sin detenerse nos dice:

– A las diez en Cuatro Caminos, para el sabotaje.

Samar advierte:

– ¿Pero no sabéis que hemos desistido? ¡Ya no se puede hacer nada!

Urbano se indigna:

– ¡No os enteráis, carajo! Al agente que cogió el sobre con el croquis lo conocían dos compañeros que estaban en el mismo bar y que vieron la faena. Lo han seguido y se lo han cargado. Aquí está el sobre.

Nos asomamos por la calle de la Lealtad. Hemos dejado las pistolas y los carnets enterrados en el Retiro. Iremos a recogerlos antes de que lo cierren. Desde lo alto de la calle se ve la plaza de Neptuno. Sentadas en el canto de la acera están la tía Isabela y Star. No quitan los ojos del pobre Germinal, desnudo bajo la tarde. El caballo sigue danzando con el espinazo partido. Yo al ver que Star tiene en brazos el gallo respiro un poco más tranquilo.

IX. “WE MUST BE HARD IN THE LINE”. PARAÍSOS ARTIFICIALES. “EL VIGÍA” DIARIO DE LA NOCHE

Al entrar en el cine -ya comenzada la sesión- sale a recibirme una linda tropa de fantasmas: muslos y cabezas rubias. Música americana bien articulada en las gargantas de metal y en la madera del Pacífico. Ritmo no de banjos, sino de motores. La sensualidad es firme y limpia. Gimnasia y natación, lo más opuesto a la de Oriente adormecida en la serpiente fatal y la disonancia medular. Esto no es Madrid sino Nueva York. Nada representa Alcalá Zamora aquí. Ni la Institución Libre de Enseñanza con su cultura espiritualista. Ni el periodismo europeizante y ginebrino. Por abajo, gimnasia, natación, maxilares fuertes. Por arriba, un tope: Roosevelt. Política sin psicología, espíritu tan identificado con el cuerpo y con la mecánica de lo necesario que nadie diría que existe. Un ideal complejísimo pone la cucaña de las aspiraciones morales sobre la cabeza de don Teodoro. Ese ideal se resume en una fórmula abstracta complicadísima: “Valen más los hechos que las palabras”. Hasta aquí ha conseguido desarrollar su espíritu ese país rubio que baila al son de los motores y lanza sobre el ritmo melodías infantiles sacudiendo el cuerpo como los negros. Un día se enteró de que a las palabras las controlaba una fuerza obscura, de orden intelectual, y se apresuró a lanzar la consigna contra las palabras. Don Teodoro se sumió en grandes reflexiones antes de hacerla suya y por fin hizo sonar las sirenas de alarma: “Sí, señor. Los hechos valen más que las palabras”. No hay que fiarse de lo que se habla. Obtenida esta síntesis se durmió tranquilo en la historia. El cine americano es el templo de la única religión antiespiritualista que arraiga en Europa. Y a él vengo-¡ay!- a darle al espíritu una fiesta, mientras los tiros del atardecer van rematando el día por, Carabanchel Bajo.

Me instalo, en la obscuridad, guiado por la linterna sorda. Alguien dice en la pantalla con voz firme:

– ”We must act hard in the line.”

Armonía de motores con una fina melodía por arriba. Acción. Lucha. Esfuerzo coordinado y firmeza en la conducta. “We must be hard in the line.” Salto en el espacio con el impulso medido, para caer de pie habiendo avanzado un trecho previsto. Acción. Sigue la música. Yo me he sentado. Mi novia está a la izquierda. “No veo una palabra.” Una mano coge mi brazo, otra se apoya en mi solapa. Oigo mi nombre y la voz que lo pronuncia está impregnada de la alegría de verme: “¡Lucas!” La miro y distingo sus contornos. Las mejillas frutales, la sonrisa lozana, los ojos rasgados y brillantes. Yo involuntariamente me acuerdo del croquis y del voto de censura. Veo en sus brazos redondos, en su perfume, en el jersey de un color tenue, en los guantes que se acaba de quitar, veo su hogar emplazado en medio de mis odios, en el plano de mis enemigos. Pero ella es hermosa.

– ¡Si vieras el trabajo que me ha costado convencer a papá! Las muchachas traían noticias terribles de la calle. Sólo cuando tú has llamado y yo le he dicho que había tranquilidad se ha decidido a dejarme salir.

En la otra butaca estaba su tía, que se asomaba para preguntar:

– ¿Qué ocurre, Lucas? ¿Es ya la revolución?

Mi novia se apresuraba a intervenir:

– No, tía. Para la revolución tiene que venir antes otro Gobierno más conservador, que obligue a los obreros a unirse en un solo partido.

Yo no recordaba cuándo le dije a ella eso, pero no cabe duda de que se lo dije porque asimila mis palabras y con ellas forma el fondo de sus juicios sin desviarse lo más mínimo. Yo afirmaba y la tía se hundía en su butaca lamentando:

– Que venga lo que haya de venir; pero sin sangre.

Amparo me cogía del brazo:

– No hables con mi tía.

Nos mirábamos. Ella sonreía. Yo recordaba demasiadas cosas. Traía impresiones contrarias a esta dulce intimidad. Su carne, su voz, sus ojos. Pero yo no puedo ni quiero reír. Ella es agua transparente, serena, inalterable. Agua para reflejar el cielo infinito. O para llenar el vaso decadente con la rosa blanca. Un remanso entre mirtos, campánulas y caminitos de arena, mientras en el mundo todo es roca viva y mar brava y nadie encuentra su ruta. Ella sonreía y oprimía mi brazo. Yo la miraba y pensaba: “¿Por qué no estará ya hecho todo? ¿Por qué no habremos alcanzado ese mínimo de armonía en el que reposar? También, penetrando en sus ojos, añadía: “¿Por qué en esos ojos tan lindos y en esa armonía suprema de tu naricilla, y en tu boca sin sazonar ha de estar la muerte?” Y con una mano entre las mías, ella me miraba sonriendo. Sólo conozco dos actitudes suyas: la sonrisa o el llanto. Pasa de la una al otro con una rapidez increíble si no tengo cuidado. Sigo mirándola en silencio. Entro por sus ojos otra vez. Dentro tienen mucha luz, y nada más. Y me pregunto aún: “¿Por qué estas ganas de acabarse uno, el que siempre es, y de renacer en otro mundo maravilloso, en el de un hogar?” Le beso la mano, el brazo fresco al que sólo le falta la humedad del rocío. En la pantalla bailan los lindos fantasmas y la voz del saludable Teodoro Roosevelt repite:

– ”We must be hard in the line.”

Sí, sí. “We must be hard in the line.” Pero el paraíso encajaba dentro de vuestra línea y era un estimulante más. En la nuestra no cabe. Para mí hay una muerte en sus ojos -en los de ella- y una vida mecánica maravillosa lejos de ellos. No sé renunciar a la muerte y de ello no tengo yo la culpa, sino esta red infinita que toe habéis puesto como una vacuna contra la felicidad.

Ella me explica lo que hizo ayer. Hay una seguridad tal en sus movimientos, una solidez infantil, tal convicción de la fuerza de sus principios, que aterra. Hizo una visita. ¿Con quién hablaría? ¿Qué le dirían? ¿Cómo la mirarían al hablar, ¿Ya se dan cuenta de lo que ella es y respetarán su infantilidad? ¿No dirían alguna inconveniencia? Me habla de su equipo de boda. “Pienso que te gustaré mucho con esas cosas tan lindas.”

Las industrias del lujo, los sueños de las máquinas y los artífices se han esmerado para decorarnos esta alegría de estar juntos, y siguen afanados en la misma tarea. Luego me cuenta cómo va a hacerse el vestido de novia. Yo la veo surgir entre los fantasmas americanos, floral y simple, inteligente y pura.

– Háblame. ¿Cómo será nuestra felicidad?

Pone su orejita pequeña y carnosa y espera, con la respiración acelerada. Su naturaleza intuye y desea no sabe qué. Yo voy diciendo con las palabras más simples que encuentro cuáles son mis sueños. Aparecen con mayor plasticidad que los fantasmas de la pantalla. Su respiración se acelera. Sonríe y mira las sombras, iluminándolas con su mirada y agrupándolas a su gusto.

– Tu cuerpo bonito se fundirá un día conmigo.

Ella afirma sonriente.

– Entonces serás ya mujer. Y tendremos un niño.

Repentinamente cierra los ojos, los labios y baja la cabeza. Así, con la barbilla sobre el pecho, permanece un rato. No hay manera de levantarle la cara. Yo sonrío y hago una pausa. “¿No quieres que tengamos un niño?” Calla y se encierra más en sí misma. Por fin, al repetir la pregunta la veo decir que no con la cabeza. Vuelvo a acercarme a su oreja:

– ¿No?

Contesta con un rumor apenas perceptible. Me acerco a sus labios, repito la pregunta y esta vez la entiendo:

– No. Una niña.

– Bueno, mujer. Como tú quieras.

No puedo resistir la risa y ella lo observa y se pone más seria aún. Para que levante la cabeza tengo que darle palabra de mirar a otro sitio. Por fin la levanta y entonces yo ya me he marchado.

– ¡Lucas! ¡Sol mío! ¡No mires el cine!

Y esta noche, sabotaje. Esa música, esas escenas tan bien articuladas entre hombres perfectos con máquinas y mujeres sabias como muñecas tonifican. El sabotaje no sabemos a dónde nos llevará. Las víctimas nuevas de esta tarde, tampoco. Puede que mañana respondan las demás ciudades y que Andalucía…

– ¡Sol mío! ¡No mires el cine!

Ella me habla de su equipo. Del traje de boda. De pronto recuerdo que ese traje se usa en la ceremonia religiosa. Le hago nuevas preguntas y creyendo que se trata de otra cosa me explica las razones de utilidad social que ha tenido para encargárselo de una manera determinada. Lleva una cola de encaje que dará labor a docenas de operarías. Pero no sabe a dónde voy a parar. Sólo se lo figura cuando le pregunto si el traje se usa también en la ceremonia civil. Tarda un poco en contestar.

– En cuanto hay revolución -dice- ya no me quieres. ¿Me dirás la verdad?

– Te la he dicho siempre.

– ¡Contéstame bien, Sol mío! ¿Me dirás la verdad?

– Sí.

– ¿Me das tu palabra de honor?

– ¡Bah! Yo no conozco el honor.

– Perdona. ¿Me das tu palabra?

– Sí.

Me mira claramente a los ojos y me dice:

– ¿Verdad que a veces no quisieras quererme?

– Sí.

– ¿Verdad que a veces me odias?

– Me odio a mí mismo.

– Pero por culpa mía.

– Sí.

Calla, se retira. Pone el codo en el brazo de la butaca y la mano en la barbilla. Entorna los ojos soñolientos y balbucea:

– Te lo he notado cuando mirabas el cine. Esto te ocurre hace tiempo, ¿verdad?

– Sí. Desde que me di cuenta de que estaba enamorado. ¿Qué le voy a hacer?

Sigo, sin ver, el movimiento de los personajes en la pantalla. Hay dibujos animados. Un gato hace el amor a la ratita y al levantar los ojos a la Luna con ambas manos sobre el corazón, se le caen los pantalones. La ratita se ruboriza. Yo estoy lejos otra vez. Bajo las sugestiones de la lucha, bajo los recientes sucesos y los que a la noche se avecinan, enrolado en la carrera de los hechos -¡oh, los hechos, mis amigos!- estoy lejos. Los pantalones del gato enamorado me han hecho reír. Ella debe estar mirándome porque en seguida la oigo llorar en silencio. Oigo también cómo desgarra con sus dientes blancos el pañuelo de bolsillo y cómo balbucea llamando a su madre como un animalillo descarriado. Y el señor Roosevelt sigue gritando desde los dibujos:

– ”We must be hard in the line.”

Como un animalito descarriado. Pero aquí el desorientado soy yo. Conocía el amor de los sentidos, el bueno y el puro, sin perversiones. Las mujeres que traté me dieron su ternura y yo les di mi pasión. Pero siempre fueron los sentidos. Yo fui libre. No soñé nunca. No me esclavicé a mis sueños. Ellas lo sabían y no les importaba. Los tiros, los manifiestos, me despiertan, me arrancan de los sueños. Pero, señor Roosevelt. Una duda: ¿No son los sueños más reales, más vivos, más “hechos” que los manifiestos y los tiros? La duda me trae un instante de delicia. El señor Roosevelt vuelve a reírse en la pantalla. Decididamente, me vuelvo hacia mi novia:

– Si sigues así, me marcho.

Me incorporo para irme y ella hace esfuerzos por serenarse. En vista de eso, me quedo. Necesito seguir envolviéndola, rodeándola, encauzando sus miradas y sus pensamientos, viendo lo que ella ve, fiscalizando a su alrededor, corrigiendo con mi deseo lo imperfecto y desbrozando de intenciones el panorama. Yo quería protegerla. La palabra recogida al pasar podía ser inconveniente. El periódico olvidado sobre una mesa en su casa le llevaría después el poso amargo de la experiencia o la ofensa de la estupidez. Nada debía llegar a ella. Nadie podría rozarla con una palabra ni con un pensamiento. Abundan el hombre y la mujer que se sienten fracasados y segregan un veneno del que yo quisiera librarla. Tamizar las palabras, las miradas, las fotografías de prensa y hasta las combinaciones de luz y color. Palabras neutras, miradas vacías de estatua, fotografías de cosas, de objetos, nunca de personas, luz desnuda y directa y azul celeste, azul tibio, uniforme e invariable. En estas condiciones ¿cómo iba a marcharme si todavía me quedaba una hora para estar a su lado? Y sin embargo, el impulso que me hizo levantarme era sincero. Vamos a hablar, pero de cosas indiferentes.

– ¿Has guardado los artículos que te di?

Son dos ensayos sobre Pierre Louis, de una revista francesa. Ella se apresura a contestar, ya olvidada de todo. Los ha leído y me pregunta el significado de dos o tres palabras, entre ellas “hedonismo”. Me molestan esas palabras en sus labios. Pierre Louis es idiota. Esta nena debe serlo todo y lo será todo -lo es ya- sin conciencia de sí misma. Una flor con una idea cabal de su origen y su misión es la grotesca flor desmontable, de madera, que hay en los gabinetes de botánica. No le gustan esos artículos. Yo podría convencerla de que un artículo sobre Pierre Louis puede ser una cosa idiota de la que hay que enterarse.

Durante el descanso encienden las luces. Resbalo un poco en mi butaca, me acodo en uno de los brazos y nos ponemos a hablar. No será fácil que el agente de servicio me conozca. Ella escruta con sus ojos a mi alrededor. No tiene miedo. Yo soy feliz viéndola desafiar con la mirada a los tipos equívocos que se acercan al subir por el pasillo central. Tiene los labios gordezuelos, a un tiempo provocativos y puros, unidos en un gesto indignado. Yo procuro evitar la risa. Mi ángel bonito se siente pantera con su garganta frutal, con sus ojos de terciopelo, con su atavío armonioso. Está dispuesta a repetir de buena fe que es anarquista y si lo hiciera no tendría más remedio que reírme con todas mis fuerzas. Me coge la mano y habla con la respiración acelerada:

– Hay un hombre que te mira hace rato. Debe ser policía…

– No lo mires tú.

Me clava sus ojos con una pregunta:

– ¿Llevas pistola?

Yo me sobresalto un poco, le aprieto la mano:

– Bueno. Calla.

Tiene el ceño fruncido. ¿A quién me recuerda su expresión? Es un parecido tan fuera de las comparaciones posibles, que no acierto. De pronto recuerdo la expresión de la tía Isabela. Cierro los ojos y con ellos el diafragma del recuerdo. Pero ahora la voz de la viejecilla se impone: “¡A hacer puñetas!” Me tranquilizo y ya serenamente pienso, mirándola, que si ella hubiera de recorrer la amarga experiencia de la tía Isabela, sería capaz de matarla y matarme yo ahora mismo. Sería monstruoso que al final esos labios… Y luego insisto: “La mataría. Nos mataríamos. Mi imaginación rueda en torno de esa hipótesis. Llego a sentirme mareado. No he comido aún y la noche pasada no he dormido. Estoy un poco excitado y me gusta sentirme ligero, casi ingrávido. Sigo mirándola. También ella habla de pistolas con una ferocidad simple y natural. ¡Pero yo sé toda la armonía de tu alma, pequeña! Me miras con ansias de cerrar los ojos y seguirme. ¿Qué sabes tú? Malos caminos para tus pies. Te quiero, demasiado para llevarte conmigo. Pero dejarte… ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Dónde? No es posible. El individuo sospechoso se fue. No queda nadie de pie en las cercanías y ella aprovecha ese instante para preguntarme bajo la luz:

– ¿Por qué me has dicho hace poco que no querías quererme?

– Porque es verdad.

– ¿No te hago feliz, entonces?

Hago un gesto vago:

– Me llenas de ilusión y de ensueños. A veces no es malo soñar.

Ahora pretende convencerme de que es revolucionaria. Claro está que deja a salvo la religión. Y que no puede aprobar que se mate a nadie. Pero lo malo es -sinceridad obliga- que si fuera revolucionaria yo dejaría de quererla. No podría seguir siendo ella como yo la he conocido. Ése es un término reflejo de la cuestión, quizás el más importante y el que me hace, a veces, sentirme lejos de ella, las raíces del odio de que antes hablábamos. A su lado me duele no el alma ni el corazón como dicen los poetas -eso no tendría importancia-, sino lo que es peor, lo que es verdaderamente trágico: me duele la razón. Mi razón geométrica, bien delineada, se vuelve barroca, en curvas ascendentes, en escorzos contradictorios, en florería barata, cubierta de purpurina. Mi razón se retuerce, se disemina queriendo concentrarse; me duele como una neuralgia. Yo le planteo la boda sin intervención de la Iglesia. Ella no comprende que pueda haber razones ideológicas contra un cariño como el nuestro. Yo doy la vuelta al argumento sólo por discutir -ella tiene razón- y entonces dice que no es ya por sí misma, sino por sus padres. Llega el sentimiento en grandes oleadas y todo él ensucia con su almíbar.

– Papá se moriría del disgusto.

Yo vuelvo a llevarla -¡oh, Mr. Roosevelt!- al terreno de los hechos puros. Aunque comprendo que tiene razón. En realidad, ¿qué me importa si muere su padre?

Se trata de que ella sea mía sin condiciones. Star García no pondría condición alguna. Menos mal que han apagado la luz. Su butaca es un potro de suplicios. Miro a la pantalla. Mr Roosevelt, ¿qué haría usted en este caso? Se lo pregunto porque yo sólo veo una solución: violarla o dejarla y olvidarlo todo. Por fin habla ella:

– Soy un estorbo en tu vida.

Yo insisto.

– ¿Estás dispuesta a todo sin boda civil ni religiosa?

– ¿A todo? ¿Qué es todo?

– Todo.

– ¿Cómo?

– Quiero entrar una noche en tu cuarto y no salir hasta el amanecer.

Hay un largo silencio. Se oye en el brazo del sillón el ritmo de las palpitaciones.

– ¿Es eso lo que quieres?

– Sí. ¿Es que no lo quieres tú?

Tarda, pero al fin afirma con la cabeza. Al mismo tiempo piensa que no. Yo sé que esto no se ha resuelto ni mucho menos; pero me abandono a la ilusión y soy feliz.

Salimos antes de que enciendan la luz. Ya en la calle, le oprimo el brazo suavemente y me acerco a su oído.

– ¿Sabes lo que me has prometido?

– ¡No lo sé, pero todo lo que quieras será siempre, siempre!

– ¿Todo?

– Todo.

El chofer ha abierto la portezuela y espera con la gorra en la mano.

Sin volver la cabeza echo a andar. Las calles están casi desiertas. No hay tranvías. Algunos espectáculos funcionan porque la orden de paro ha llegado tarde o porque los socialistas no quieren asustar demasiado a la gente. Voy subiendo hacia Cuatro Caminos. Por unas palabras que oigo al paso me entero de que funciona el metro y voy a la estación más próxima. ¿Es libre el hombre? ¿Debe serlo? ¿Tiene, entonces, derecho a escoger su felicidad? Yo he de vivir una vez, una sola. Somos una consecuencia insignificante de una serie de leyes mecánicas que nos dominan. Ningún poder tenemos sobre ellas. Nacemos, vivimos, morimos, fuera de nuestra voluntad. Y nos obstinamos en crear mundos y en regir los que existen, en infestarlos de ideas. Voy a salir a una barriada luminosa y alegre. A la ciudad obrera de Cuatro Caminos. Junto a la estación hay un grupo de muchachos danzando alrededor de una pequeña hoguera donde arden dos paquetes de periódicos. Cojo del suelo un ejemplar pisoteado y huye en el momento en que se acercan unos guardias. El periódico es “El Vigía” y ha tenido el cinismo de salir esta noche. Me desvío del centro y me meto por unas callejuelas de barrio marinero. Llega una brisa yodada y húmeda -en el centro de Castilla- y por fin veo la taberna: “Casa de Nicanor”. Dentro hay algunos obreros terminando de cenar. Casi todos están con sus mujeres, que llevan el hogar en sus ropas usadas y en su cansancio. No conozco a ninguno de los parroquianos. Mis compañeros no han llegado porque es muy temprano. Abro el periódico. Una crónica del novelista de mujeres, que cada vez que hace un viaje en “sleeping car” y se siente llamado impersonalmente por los camareros -”Si el señor desea” “¿Llamaba el señor?” “Me permitirá el señor que le advierta…”- se considera obligado a dar una conferencia y a contarlo, hablando, de paso, de sus pijamas de seda. Como escribe para la clase media, sus lectores se conmueven ante tanta exquisitez. Luego, la amenaza de guerra contra los Soviets a tres columnas en primera página. Los bigotes franceses de Stalin a un lado y el muñeco japonés al otro. “¿Se aproxima el fin de la U.R.S.S.?” Luego una sección fija de bromas cuya base es el cocido, la carestía de los alquileres, las chicas guapas y el refresco de limón con paja, cosas que atañen a todo el mundo. Una caricatura en la que una señora quiere comprarse otro vestido y el marido se lo niega alegando que va a dejarlo desnudo a él. En segunda página, sensacional información de los criminales intentos revolucionarios. “Los desmanes iniciados ayer requieren medidas de ejemplaridad”. Debajo, todavía otro: “Todo el país al lado del Gobierno”. Y al frente de la información, un editorial en “negrita del 12”. Iracundia, miedo, desdén, odio. Todos los elementos de la tragedia griega y toda la retórica del siglo xIx se han volcado sobre esos comentarios. Hay que salvar la república que ha hecho diputado al director y que entre las dietas, una chapuza en un comité paritario y cierta obscura subvención le ha aumentado sus ingresos mensuales. El director no habla en el Congreso, no firma en el periódico, nunca opina sobre ninguna cuestión -este sistema, a lo largo de quince años de puntual asistencia a la Redacción le valió el cargo directivo- y ha llegado a convencerse de que todas esas cosas que lo rodean, la chapuza, la nómina, las dietas, son “la patria”, “el interés público”, “el orden social” y “la cultura”. Cuando las defiende contra la “chusma anarcosindicalista-comunistoide” pone el grito en el cielo. Es ante el único sector que se atreve a opinar porque es el único que no le puede dar nada. Me río leyéndolo. Los compañeros creo que le preparan una jugarreta. Hay también un artículo del “sabio catedrático” que clama contra el resentimiento ajeno en la política, en lo social, en el arte, y al mismo tiempo deja asomar entre líneas el resentimiento propio no ya contra el profesor contemporáneo de mayor éxito social, sino contra Napoleón, Viriato y Amílcar Barca, cuyo relieve histórico no le deja un instante de reposo.

Luego viene la información. Como era de esperar, la muerte de los compañeros la atribuye a “los disparos de los propios obreros” y para esto le sirve la imprecisión del dictamen de las autopsias. Cree que se trata de un movimiento nacional. Recurre al sentimiento de responsabilidad de los socialistas y les recuerda a los dirigentes que serían las primeras víctimas del populacho embravecido. Alaba los buenos sentimientos demostrados al decretar el paro “con objeto de que los obreros asistieran al entierro”, lamenta las muertes de los cuatro manifestantes y afirma que nunca ha sido más sólida la situación del régimen. Por la sintaxis de esos últimos renglones se advierte que el que los escribía estaba pensando todo lo contrario.

Aparte y con un subtítulo a dos columnas leo: “Uno de los cadáveres ha desaparecido”. Se refieren, más adelante, a Germinal. Esta noticia le devuelve la vida. El Cid ganó batallas después de muerto, y Germinal si no las gana las pierde, que es lo mismo. Los agentes van y vienen:

– ¿Se sabe quien es ese muerto?

Como está desnudo llegan a pensar que es un guardia de asalto o un agente despojado por los revolucionarios hasta de sus ropas íntimas, y como conserva la huella de la autopsia piensan que éstos se han ensañado a puñaladas con el cadáver. Al final, entre la lista de muertos ingresados en el depósito, aparece éste sin identificar, con “heridas de bala y cortantes”. El pobre Germinal ha muerto dos veces. Los otros dos han sido enterrados en la fosa común.

Llegan dos de mis amigos. Mientras comienzo a comer me hablan de un manifiesto para que no vuelvan al trabajo los socialistas. Una proposición sobre el contacto con el resto de la organización en provincias, la fusión de la local, la regional y el comité de la Federación de grupos en un organismo revolucionario con plenos poderes, y como puntos de acción inmediata la agitación en el barrio del Norte con vistas al asalto del cuartel de Artillería del 75 ligero. En el pabellón del coronel de ese regimiento vive Amparo, mi novia. Un instante quedo sorprendido bajo la hipótesis de que intentan sondearme para ver cómo reacciono. Cuando me he convencido de que nada saben, me tranquilizo y sigo comiendo. Uno de ellos dice que el cuartel “se puede trabajar”.

– ¿Por qué?

– Hombre. Yo vivo cerca. Y al pasar por la parte de atrás hablo a veces con el centinela. “¿Qué, cuándo acabamos con los jefes?”, le dije a uno el otro día.

– ¿Y qué te contestó?

– Nada. Me pidió un cigarro y se rió.

Cuando ese tipo se alejó, yo me dije mirando su espalda: “¡Oh, el hijo de la gran puta!”

X. CASA DE NICANOR. SABOTAJE. LA VIRTUOSA EMILIA (TIENE LA PALABRA URBANO FERNÁNDEZ, DE GAS Y ELECTRICIDAD)

Estuve en la cárcel, prometí que aquel oficial me las pagaría y me las pagó después cuando salí. Yo volví a la ergástula. Pero me trataron de manera diferente. Los oficiales ya no me molestaban. Estuve como en un hotel. Algunos quisieron hacerse amigos, me daban con la mano en el hombro, “Bah -decía yo dejándome querer-. Saben que mato gente”, y no les hacía caso. La cárcel fue una universidad para mí, como les ocurre a muchos. Aprendí a distinguir las escuelas sociales y las distintas ideologías. Y luego, lo que aprende uno con su propio caletre, sin hablar con nadie. Yo supe entonces que para mí no había manera de ser alguien más que llevando la pistola y manejándola de vez en cuando con provecho. Y aquí estoy. ¿No nos matan ellos a nosotros con la pobreza y el agotamiento físico? Pues es lo que yo me digo. No hay más que hablar.

Entro en la calle de los Tres Peces. Está obscura y tiene esquinas mojadas desde donde salen meadas para todas partes. Los portales están cerrados y en uno duermen dos obreros. A su lado hay un individuo alto y fuerte dándoles con el pie:

– ¡Arriba, coño! Os convido.

Está borracho. En la voz conozco que es Fau:

– Salud, Fau.

– ¿Eres tú, Urbano? Míralos. Duermen como cerdos.

– ¿Qué quieres?

– Convidarlos. Esta noche convido a Dios y a su madre. Allá tengo a cinco amigos más.

Hay un pequeño corro cerca de la taberna de Nicanor. Salen de allí voces:

– Déjalos, Fau.

Uno de los dormidos se incorpora:

– ¿Qué quiere usted?

Fau se pone las manos en las ancas y mueve la cabeza de arriba abajo:

– ¡Hace falta ser hijo de cerda! ¿No ves que te convido? Cuando alguno convida, no se pregunta más.

Tienen hambre porque se levantan los dos y siguen a Fau. Yo le doy un golpe en la espalda y cuando se revuelve echando mano al cinto le digo:

– ¿Y a mí? ¿No me convidas?

Se queda mirándome. Yo lo aparto de un empujón y entro en la taberna. Está borracho y no le hago caso.

Hay poca gente. La gente no hace falta más que en los entierros y en las procesiones. En una mesa están Sallent y Escuder, que han llegado hoy de Barcelona. En otra está Samar. No se conocen. Nicanor, el tabernero, fue hace años un buen militante, pero se casó con la hija de un capataz y lo echó todo a rodar. No se ha olvidado de nosotros y siempre que puede nos ayuda de una manera u otra. Tiene una idea especial de lo nuestro. Dice que estamos ahora como los cristianos en la época de las catacumbas. En todas partes nos encontramos, pero en todas partes nos sacude la autoridad. Cree que es cuestión de dos o tres siglos y que empezaremos muy mal, pero que cinco siglos después de empezar ya las cosas irán marchando. Pasado mañana, como quien dice. El caso es que nos ayuda y que no es mala persona. Un poco chiflado, como se habrá visto.

Con los dos compañeros catalanes voy a la mesa de Samar: -Estos que no conoces son Sallent, de la comarcal de Lérida, y Escuder, de Barcelona.

Van a Andalucía a hacer un informe para la regional de acuerdo con la organización de Sevilla. Escuder es pequeño y lleva gafas. Sallent es más buen mozo. Hablamos. Los dos quieren unirse a nuestra brigada para el sabotaje, pero hago ver a Escuder que no reúne condiciones físicas, por las gafas. Samar dice que si tienen una misión en Andalucía nada deben hacer en Madrid. Yo también lo veo así.

Escuder está extrañado de que la organización de Madrid haya sido capaz de armar todo este tinglado y dice que en Cataluña no lo acaban de creer. Sallent está frito porque no lo dejamos venir con nosotros. Tiene razón. No es tan fácil encontrarse así, de pronto y por carambola, una ocasión de actuar. Llegan tres más. Somos siete, contando a los catalanes. Ninguno toma bebidas alcohólicas más que Samar, que tiene una copa de coñac delante. Esa copa es como una opinión de las que él saca a veces en contra. Los catalanes están asombrados ante la potencialidad del Centro. Los tres compañeros que llegan y que son Juan Segovia, Felipe Ricart y Graco traen noticias. Dicen que están respondiendo con huelgas generales todas las organizaciones de las dos Castillas y cuando decimos que vamos por todo y que Cataluña y Andalucía no tendrán más remedio que seguir, los catalanes se quedan pensativos pero no pueden disimular la emoción. Vamos a acordar los puntos del sabotaje. A nosotros nos toca la línea Sudeste sobre el gráfico que hizo Samar. A las doce estarán allí dos compañeros más, que pertenecen a nuestra brigada, y hay que ir a buscar a Gómez dentro de media hora, a ver si ha conseguido el cable de cobre que nos falta. Veo que los compañeros de Barcelona no están en interioridades y me reservo. Tampoco lo están del todo los demás camaradas de este grupo. ¿Para qué? Basta con saber lo que de momento hay que hacer. Se trata de obligar al gobierno a declarar el estado de guerra. Esta será la señal para que se lance a fondo toda la organización. Samar me ha hecho algunas preguntas y le he contestado.

– Si hubieras ido a la reunión de esta tarde, lo sabrías.

Pero se lo figura, a juzgar por las observaciones que hace. También por una pregunta inesperada de los catalanes sospecho si estarán al cabo de la calle y si se reservan pensando que no lo estoy yo, pero, en fin, lo mismo da si cada cual cumple con su deber. Samar está pensando en las Batuecas. Tarda en responder y lo hace como si despertara. De pronto pregunta:

– ¿Quiénes han matado al agente? ¿Dónde?

– ¡Qué más da! Cómo se conoce que eres periodista. Todo lo quieres saber. Aquí está el croquis, que es lo principal.

Voy señalando los hilos que entran en el transformador y los que salen. Samar piensa -la cara es el espejo del alma- que han matado al agente por su culpa y que el agente era un hombre como nosotros. Hay diferencias en la manera de ver. Para mí no era un hombre, sino un instrumento mecánico al servicio de la injusticia. A estas alturas estaría bueno que nos pusiéramos sentimentales como las beatas. Seguimos estudiando el croquis. El tabernero va y viene. Samar atiende al sobre y cuando lo doy vuelta y aparece el lado donde está escrita la dirección me lo quita, corta esa parte y se la guarda. Dice que el nombre podría ser una pista para la policía. Pero se pone pálido y para disimular fuma.

En este momento entra Fau seguido de una caterva de mendigos. Parecen los harapos de un vertedero que se han levantado detrás de él. Miseria y muerte en las ropas y en las miradas de perro. Nicanor se queda mirándolos, y Fau con un gesto de segador dice:

– Yo pago. Yo convido.

Luego se queda mirando la bombilla y de pronto pide chorizo, pan y vino. Y habla entretanto sin cesar. Ese Fau es un bicho raro.

– ¿Trabajas? -le pregunto.

– ¡Hostias, trabajo! ¿Me habéis dao trabajo vosotros?

Nicanor le sirve con una cortesía rara, como a un señor. Aunque Fau lo trata con confianza, Nicanor no le contesta más que sí o no. Los otros se adormecen o esperan la comida. Fau da un puñetazo en la mesa:

– A ver, carajo, si os ponéis alegres. Esto parece un velatorio. ¡Eh, tú! Quita la mano del bolsillo de tu compañero. ¿Crees que no te he visto? Aquí somos todos honraos.

– Lo de él es mío y lo mío es de él -replica el otro.

– Bueno; yo no te he dicho eso; al que se propase le voy a sacudir en los morros.

Ya acordado todo, yo pido dos cápsulas del 9 para completar el cargador, advirtiendo que las que faltan las he gastado. El periodista se acuerda de que el agente ha muerto de dos tiros y se mete la mano en el bolsillo y estruja un papel. Fau se acaba de marchar (después de pagar con un billete de cinco duros todo lo consumido y algunas provisiones que ha repartido entre sus invitados) repitiendo que “él es honrao”. Antes de abrir la puerta ha vacilado -lleva sus tres litros de tinto- y ha alzado la mano:

– ¡Salud!

No le contestamos. Los mendigos se han ido y quedan algunos durmiendo de bruces sobre una mesa. Nicanor coge el billete de Fau, enciende una cerilla y lo quema sobre un plato, en el mostrador. Luego me llama con un gesto y me dice en voz baja:

– Es confidente.

Me quedo mirándolo. Eso no se puede decir, así como así, de un hombre. Nicanor mueve la ceniza del billete en el plato:

– Ese dinero es de la policía. Vigiladlo y os convenceréis.

Luego, con la misma tranquilidad, tira la ceniza, se sienta y se pone a leer “El Vigía”. Yo vuelvo a mi mesa. Los compañeros de Barcelona y Ricart van a vigilar esta noche a Fau. Los demás nos vamos precipitadamente. Yo me desvío para ir a casa de Gómez y los demás marchan hacia la Moncloa. Nos encontraremos a las doce en punto junto al río, cerca del lavadero número seis.

Tengo llave y abro la puerta de la calle. Es una casa de vecindad con los cuartos alrededor de un patio. Hay Luna y la sombra es en los corredores tan negra que no me veo los dedos de la mano. No se oye sino algún ronquido y un perdigón de jaula que canta no sé dónde. ¡Vaya unas horas de cantar! Debe estar loco. También los animales se vuelven locos y si no, haber visto el caballo que esta tarde bailaba en la plaza de Neptuno. Aunque eso de cantar a estas horas, estando preso también lo hacía yo porque de noche la voz llega más lejos, como si uno estuviera en libertad.

El cuarto es el número 37. El cordel está puesto y no hay más que tirar. Ya dentro, me encuentro a Gómez en mangas de camisa engrasando la pistola. Me dice que hable en voz baja porque su compañera y los chicos duermen.

– ¿Conseguiste el cable?

Me lo enseña arrollado al cuerpo entre la camisa y la camiseta.

– Tiene casi un centímetro de sección. Con esto se podrían hasta fundir las dinamos.

Una vez dijo Samar que el anarquismo era una religión y yo me figuré a Gómez de sacerdote. Claro que todo es un decir. No hay religión ni hay sacerdote. Son ocurrencias.

Salimos, y al poner la mano en la puerta aparece el chico mayor de Gómez, vestido, lavado, peinado. El padre pregunta: -¿De dónde sales?

Tiene once años y le brilla la punta de la nariz.

– Déjame ir con vosotros.

Gómez se guarda la pistola, de la que el chico no quitaba la vista. Me mira sin poder reprimir la satisfacción. Luego vuelve la cabeza. El chico insiste:

– Anda, padre; os puedo ayudar. Yo conozco desde lejos a los agentes de la brigada social.

Gómez ve en los ojos del pequeño la ansiedad. Yo lo que veo es que lo mira a su padre como a un Dios. Para esto vale la pena tener hijos. Gómez lo agarra del pescuezo y lo empuja adelante: -¡Hala, muchacho, y aprende de tu padre! Sale el pequeño retozando como el perrillo con los cazadores. Entra y sale en la zona de la Luna, y ahora el sabotaje es una broma de chicos. Ya en la calle, nos encaminamos al lugar de la acción. El pequeño corretea siempre delante, explorando el terreno. Antes de volver una esquina es él quien se asoma a ver si hay vía libre. Gómez, aunque no lo dice, está muy satisfecho de su hijo. Con esas inclinaciones a sus años, nadie sabe dónde puede llegar.

En el camino hasta los lavaderos, más abajo de la Moncloa, no hay novedad aunque hemos cambiado la ruta dos veces para no encontrarnos con grupos sospechosos contra los cuales nos avisaba el pequeño. Hay buena Luna y con ello nos resguardamos en el campo, porque las zonas de sombra nos ocultan mejor que si no la hubiera y las de luz nos dejan ver lo que pasa a nuestro alrededor. Cuando llegamos están allí todos. Son siete. Gómez y Samar llevan la parte más delicada del trabajo; nosotros cinco les guardaremos las espaldas. Graco parece que está borracho y no de vino porque no lo cata; Juan Segovia, fuerte y rojo, de diecinueve años, aparenta treinta y cinco; Santiago, un buen organizador; y Buenaventura, uno pequeño y cetrino que vende periódicos antirreligiosos a las puertas de las iglesias y cada dos o tres días tiene que liarse a trompadas con algún señorito. Gómez y Samar repasan el material. El chico se ha sentado en un altozano y vigila. Ha sido un acierto el citarse aquí porque en los lavaderos hay ropa y a distancia nos podemos confundir con ella. Gómez pide los otros dos cables y los trajes aisladores. Hay dos pares de guantes pero sólo un traje. Samar dice que con sólo los guantes no se atreve a manipular en unos cables que llevan ciento veinte mil voltios. Los demás lamentan no haber conseguido más material y se acuerda que Gómez se ponga los dos pares de guantes y el traje y manipule solo, aunque Samar irá de ayudante. Los tres cables se los ha arrollado Gómez en bandolera. Se ha puesto el traje y los guantes. En la punta de cada cable ha hecho un doble gancho. Da a Samar su pistola y se separan de nosotros después de haber comprobado una vez más la posición del transformador, del poste metálico, y los alrededores. Cuando han avanzado unos doscientos metros, los seguimos pistola en mano. Gómez, con ese gusto suyo por las cosas solemnes, nos ha dicho:

– No olvidéis que allá hay dos hombres cuya vida es necesario defender a toda costa.

Luego, sin esperar respuesta, han marchado. Llegan al pie del transformador y sin vacilar trepa Gómez por los largueros de hierro. Samar espera abajo con una pistola en cada mano, mirando a su alrededor. Nosotros estamos cien metros detrás. Va a salir todo a pedir de boca. Pero ahora habla Samar con Gómez y éste vacila. Por fin sigue subiendo. Por un lado entran tres cables en el transformador y por otro salen otros tres. Más de cien mil voltios sufren ahí dentro la transformación necesaria para adaptarse a las necesidades industriales de la ciudad, al alumbrado, a las faenas caseras. Ya arriba, Gómez comprueba el estado del casco, del traje. Un contacto de medio milímetro por una rotura del guante bastaría para quedar carbonizado. Pero Gómez hace todas sus cosas con prudencia. Ya ha enganchado en un cable de baja tensión el extremo de uno de los que llevaba dispuestos. El otro extremo queda en el aire. Lanzamos la vista hacia el río, hacia las luminarias de La Bombilla, hacia Rosales. Santiago se impacienta viendo que hasta ahora no hay sobre quién disparar. Al pie de Rosales, la Estación del Norte ofrece sus pabellones de ventanas iluminadas como colmenas. Graco murmura, embriagado:

– ¡Electrocutar al Madrid que ahora anda por los casinos deseando que nos aniquilen! Fundir los motores del esquirolaje. Quemar los plomos, enviar latigazos invisibles a los calentadores eléctricos y a las tenacillas eléctricas de las putas burguesas.

Yo le doy con el codo:

– Calla, Graco.

Gómez ha enlazado uno de los cables de alta con otro de baja tensión. La mitad de Rosales y La Bombilla se apagan. Creo oír chirriar algo, como fritura de sesos o de angulas al otro lado del río. También pienso que sale humo. Lo único que puedo asegurar es que sobre medio Madrid ha caído una cortina negra. Graco tiembla y habla:

– Dentro de tinco años celebraremos esta fecha, y en lugar de apagar las luces encenderemos muchas más y Madrid será una ascua de oro. ¿Qué dices, Urbano?

– Calla, coño.

El segundo y el tercer cable han quedado enganchados y el resto de Madrid -de lo que vemos desde aquí- se hunde en las sombras. La voluntad de un hombre ha bastado. Las ventanas de la Compañía del Norte han desaparecido y la estación, las vías, Rosales, La Moncloa, todo se ha hundido en silencio. Santiago dice a mi lado:

– La civilización, el progreso mecánico, tienen doble filo, ¿eh?

Gómez baja apresuradamente. Se deja caer de tres metros de altura y viene corriendo con Samar. Está nervioso:

– Los esquiroles que quieran entrar a arreglar averías en casas o talleres quedarán electrocutados. Los transformadores menores de las fábricas deben estar echando llamas. Ciento veinte mil voltios sobre una parte de Madrid son como una lluvia de fuego.

El pequeño ve que está hecho todo y se nos incorpora. ¿Adonde vamos? Hay que disgregarse y volver a reunimos al amanecer. Graco mira a su alrededor. Madrid en sombras; toda la ciudad industrial de Carabanchel y la de Cuatro Caminos han desaparecido en un charco negro. Graco dice que quiere cantar y yo lo amenazo en broma con pegarle un tiro. De pronto Graco mira al cielo y por su boca sale un surtidor de insultos, de blasfemias burguesas, de palabras de cloaca malolientes y ásperas.

– ¿Qué te pasa?

Gómez hace observar que la parte baja de Arguelles no se surte de la misma línea y sin embargo está también apagada. Deducimos que las otras brigadas de acción se han portado bien. Samar insiste en que hay que disgregarse. “El que esté fichado, que no vaya a dormir a su casa.” Le devuelve a Gómez su pistola. Todos la llevamos en la mano. Graco se ha quedado detrás. Sigue blasfemando y mirando a la Luna. En la obscuridad total nos separamos. Media hora después yo me encuentro con Graco y con Samar en el puente de Toledo. ¿Y los otros? Cada cual se habrá salvado si ha podido. El efecto ha sido grandioso; la alarma formidable. Hay que transitar por aquí como por un campo de batalla enemigo lleno de trincheras y alambradas. Todas las fuerzas se han debido echar a la calle. Cuando vamos a salir del puente oímos una voz amiga:

– ¡Samar, Samar!

Es una muchacha del Sindicato de Oficios varios que iba con una brigada encargada de incomunicar los centros oficiales. Veinte años. Su sueldo de ciento cincuenta pesetas va a parar íntegro a su casa y con él viven el padre, católico y vago, y dos hermanas que le reprochan constantemente sus ideas. Emilia se alegra mucho de encontrarnos. Mira con recelo:

– ¿Se puede hablar?

Graco protesta:

– ¿No nos conoces, carajo?

Es una chica templada y valiente. Lleva una gabardina azul. Nos cuenta que a pesar de estar vigilados los registros de teléfonos de la Presidencia y de Guerra ha conseguido aprovechar un instante de distracción de la pareja de servicio para colocar allí un explosivo.

– ¿Tú?

– Claro que sí. Los demás se han quedado esperando, a la defensiva. Nos hemos largado y cinco minutos después hemos oído la explosión.

Emilia afirmaba:

– Ocho mil pares de hilos menos.

Era peligroso detenerse más tiempo. Graco, entusiasmado, le dio un abrazo y le preguntó cuánto tiempo llevaba en la organización. Emilia dijo que tres meses.

– ¿Adonde vas ahora? -pregunté yo.

– A casa. Vivo ahí cerca, en una casucha indecente con mi indecente familia. Me voy a dormir porque mañana tengo que madrugar.

– Tenéis reunión?

– No; pero quiero confesar y oír misa.

Nos quedamos bastante decepcionados:

– ¿Confesar?

– Sí. Lo de la bomba. Supongo que Dios no protege especialmente a la compañía de Teléfonos.

Graco se indigna con la misma facilidad con que antes se entusiasmó:

– Eres una fanática, y si has hecho eso ha sido por histerismo.

Este Graco siempre igual. No tiene razón. Yo la defiendo. Pero se ve que ella no le hace caso.

– ¿Y vosotros? -nos pregunta.

– A dormir. No sabemos dónde todavía.

Nos callamos lo de nuestro sabotaje, no vaya a contárselo también al cura. Ella está entusiasmada, dice que se va a declarar el estado de guerra de un momento a otro y que el sabotaje del Sudeste ha dado resultados soberbios. La gente está aterrada. Ha habido víctimas y lo lamenta, pero en el entierro también las ha habido. Pregunta si tenemos dónde dormir y al decirle que no, nos indica el número nueve de la calle General San Martín adonde pueden ir los que quieran con sólo el carnet. Es un anarquista que se redimió y tiene unos talleres propios y una pequeña casa. No estuvo nunca fichado y ayuda con dinero o prestándoles cobijo a los compañeros necesitados. Yo la he dejado hablar, aunque conozco a ese compañero que verdaderamente merece todo lo que de él se diga.

– ¿Has dado esa dirección a algunos más? -le pregunto.

– No.

– Entonces vamos allá.

Nos despedimos. Graco está despechado ante esa compañera que pone una bomba por la noche y al día siguiente confiesa y comulga. “Una mujer así -dice- lo mismo pone la bomba mañana en nuestros sindicatos.” Samar se ríe a carcajadas.

– ¡Qué cara pondrá el cura!

Yo también tengo una alegría especial desde que hemos hablado con la virtuosa Emilia. Eso de que hasta los esclavizados por la superstición no tengan más remedio que coincidir con nosotros me pone de buen humor. Samar se ríe, pero de otra manera. Ve la excentricidad y nada más.

La calle General San Martín no está cerca. Ni lejos, es verdad. Emilia nos ha advertido que tengamos cuidado, porque en esa calle debe haber vigilancia puesto que hay dos registros de barrio de la Telefónica y no es fácil que estén desamparados. Pero a Graco se le ha desatado el buen humor. La noche es más negra a medida que avanza y la Luna se ha ocultado por completo Graco hace unos chistes truculentos y por poca gracia que tengan los acompaña con cambios de voz que son para tumbarse de risa. Hacia el viaducto se oyen tiros. Samar advierte: -Son de mosquetón. La han debido armar, por ahí arriba. Graco se extraña. Algo ha debido ir mal. Estamos” a la entrada de la calle General San Martín. Graco jura que no sabía que ese santo fuera general. Por donde hemos venido se oyen cascos de caballos. En la calle de al lado alguien da el alto. Lo dicho: esas fuerzas han debido salir a la calle con órdenes severas. En dos brincos nos metemos calle adentro y de pronto paramos. Como no se ven los números de las casas tiene que volver Samar pegado a la pared y contarlas. Hay dos puertas muy juntas y no sabemos si pertenecerán a una casa o a dos. Así no hay manera de averiguar dónde está el nueve. Yo sospecho que es la casa de al lado y Samar dice que la siguiente. Graco propone una solución. Yo me arrimaré a la puerta y él se subirá a mis hombros y encenderá una cerilla. Por si él no ve el número deslumbrado por la luz que mire desde abajo Samar. No hay otra posibilidad. Si no es el nueve, por este número sacamos dónde está. De acuerdo los tres, entre risas ahogadas y donaires se me sube Graco encima. Tiene unas rodillas puntiagudas que se hunden en mi espalda. Luego, con los pies en los hombros y animados a la puerta saca las cerillas, coge una y apenas acaba de encenderla suena una descarga y cae sobre nosotros cal y revoque de la pared. La cerilla se ha apagado y el batacazo de Graco ha sido considerable. Graco parecía quejarse, pero eran los estertores de la risa. Samar repite con voz ahogada:

– Es el nueve.

– ¿Estás seguro? -pregunta Graco.

– Sí. Pero por si acaso sube otra vez y convéncete.

Graco no lo cree indispensable y seguimos riendo en silencio cuando se abre la puerta y alguien pregunta qué ocurre. Ya dados a conocer, entramos. Queremos explicar, pero no hace falta y somos conducidos a un cuarto donde hay tres colchones. Nos traen una vela y Samar, cuando estamos solos, nos increpa por hacer el sabotaje de manera que ahora no se ve dónde deja uno los zapatos. Seguimos riendo. Todo esto puede que sea poco natural porque estamos nerviosos. Después de apagar la luz, ya en serio, cada cual se plantea una sencilla cuestión:

– ¿Por qué lucho? ¿Cuál es la meta?

Graco dice:

– La meta es la destrucción del régimen.

Samar dice:

– El aniquilamiento de la lógica de los que se aprovechan. Y yo:

– El comunismo libertario.

Como se ve, lo mío es lo más concreto. A Graco no le preocupa el régimen del porvenir mientras el capitalismo sea derrotado. A Samar no le interesa tanto el sistema como la moral y la dialéctica. Alrededor de uno, todo es reformismo.