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Anocheció Fau en Cuatro Caminos y fue a amanecer en el sector Norte después de recorrer la ciudad con los pasos inciertos del que está en entredicho. Llevaba su herida en la pata del firme sugerir. Plomo en el ala. Sallent, Ricart y Escuder han dedicado la noche a seguirle y han comprobado extraños sucesos. En primer lugar, no estaba Fau tan borracho como aparentaba. Fue al número 72 de la Gran Vía, observó si le seguían, entró en la casa y poco después salía. Creyéndose solo contó unos billetes y se los puso en el bolsillo del pantalón reservando otra suma al parecer más crecida en el de la americana. Ricart apuntó el número de la casa. Siguieron de nuevo a Fau que descendió por la Gran Vía, entró por Infantas y se quedó un rato merodeando en torno de la dirección de Seguridad. Se volvió a mirar varias veces y fue verdaderamente milagroso que no descubriera a sus perseguidores. Luego entró en la Dirección, muy decidido.
Pasó a la sección informes, donde lo recibió fríamente un viejo de mirada gris y sienes hundidas.
– ¿Algo nuevo? -le preguntó.
Fau se sentía fuerte y seguro. No porque estuviera identificado con las carpetas atadas con balduque ni porque simpatizara con los policías. Instintivamente los despreciaba y los temía. Pero trabajado pocas veces en su vida y siempre en empresas en las que jamás pudo considerar segara la comida de la semana siguiente. Vivir era para él un asar sombrío y no recordaba desde pequeño haber tenido en el bolsillo cinco pesetas confiado y feliz. Los sábados veía que el cajero pasaba apuros a veces para reunir el dinero de los jornales. Eso lo desmoralizaba, porque no podía asumir nunca la iniciativa consigo mismo. Necesitaba que le dijeran: “Vas a llevar estas piedras allá, o estas tablas para levantar un andamio.” Y tener en las empresas una fe ciega, la que no tenía en sí mismo. En la Dirección veía que había dinero siempre al alcance de la mano. Detrás no estaba ningún pelanas, sino algo tan sólido e impersonal como el presupuesto del Estado. Fau se sentía seguro allí dentro. Temía a los guardias y a los agentes, pero él se entendía con ese oficinista y con dos que escribían a máquina y ninguno de ellos tenía aspecto policíaco. La gente de las brigadas estaba en la otra parte del edificio, en el sector que daba a la calle del Marqués de Valdeiglesias, donde había un retén de cascos y pistolas y unos calabozos obscuros. Antes de contestar al viejo se rascó detrás de la oreja:
– Nada. Una reunión clandestina. Siete u ocho.
– Entonces no es una reunión clandestina. ¿Cuántas veces te lo voy a decir? Tienen que ser diecinueve por lo menos. ¿Qué gente?
– De los sindicatos.
El oficinista dejó la pluma y enlazó las manos sobre la carpeta:
– ¿Sabes si hay grupos de activistas?
– Eso creía yo -respondió muy decidido Fau-, pero me he convencido de que esta noche no hacen nada por lo menos allá arriba.
Señalaba a Cuatro Caminos. El viejo tocó un timbre. Apareció un ordenanza:
– Acompañe a este señor a la subdirección -y luego dirigiéndose a Fau-. Ve allá y di lo que sepas.
Lo llevaron a través de unos pasillos muy largos y fuertemente iluminados, y lo dejaron en un despacho donde no había nadie. Cuando apareció el subdirector se sintió cohibido. Aquél sí que era un policía. Se sentaba en el brazo del sillón y lo miraba de una manera rara.
– ¿Cómo has averiguado eso?
Entonces Fau ensartó una serie de embustes. El subdirector quedó ya convencido y el confidente añadió:
– Usted hágame caso a mí y verá que no pasa nada.
– ¿Y los que mataron al agente ayer? ¿Sabes algo?
– Tengo una pista. Apunte.
Cogió un lápiz el policía y Fau dio cinco nombres. El subdirector conocía a algunos y entre los dos hacían sobre ellos observaciones complementarias.
– El caso es que fueron al parecer dos individuos.
Fau le interrumpió:
– Yo no digo que los cinco sean. Pero pondría el cuello a que entre los cinco están esos dos.
Los nombres eran: Liberto García Ruiz, Elenio Margraf, José Crousell, Helios Pérez y Miguel Palacios. De ellos, los dos primeros y el último muy significados como organizadores y propagandistas. Fau sabía que el subdirector les tenía odio personal, y por su parte él tampoco los tragaba porque su cultura en cuestiones de organización, la seguridad de sus juicios y la claridad de sus palabras lo humillaron siempre como militante y él podía aceptar todas esas cosas en un ser socialmente superior, pero no en uno que se llamaba su camarada y que le ponía la mano en la espalda. Quedaban escritos esos nombres en una cuartilla. El subdirector llamó y dio la nota para que le llevaran las fichas si las había.
Fau repetía:
– Seguro que las hay.
En ese momento entraron el director, el jefe superior de policía y dos inspectores. Hablaban aceleradamente. El director general hablaba de alta tensión, de obscuridad y de accidentes diversos -cortos circuitos, incendios y hasta electrocuciones- y luego salió para el ministerio de Gobernación manoteando, dando voces y amenazando a sus subordinados. Con él se fue el subdirector después de poner en evidencia a Fau ante los inspectores.
– ¿Es que los de los sindicatos no se fían de ti?
– No mucho; pero uno hace lo que puede.
Los pasos, sobre la tarima, eran huecos y sonoros. El inspector le ordenó de pronto que se detuviera frente a una puerta, por la que el entró. Cuando Fau esperaba que volviera a salir apareció un tipo rechoncho, de sombrero hongo, que se quedó mirándolo con el dedo en la sisa del chaleco, mientras mascaba medio cigarro puro.
– Por aquí.
Le indicó un nuevo pasillo. En dirección contraria traían a un empleado con quemaduras en el brazo, por una descarga recibida al intentar cambiar los plomos. Fau pensaba sintiendo en el pescuezo la mirada del agente:
– Éste. Éste es el más policía de todos.
Fueron a salir a una especie de vestíbulo donde había hasta quince o veinte detenidos. En la primera ojeada Fau vio tres o cuatro caras conocidas e instintivamente se detuvo y quiso retroceder. Eran obreros sindicalistas. Había con ellos un comunista muy significado. Estaba también Miguel Palacios, uno de los que había señalado al subdirector como posible asesino del agente. Vio su cara escuálida, colgantes las manos atadas en la entrepierna. Fau retrocedía y tropezaba con el agente. Había una luz pálida y cruda como si al final de cada una de las seis velas hubieran clavado un limón. Los detenidos tenían el desconcierto cansino de los animales en las jaulas de las vías muertas. El agente levantó la cabeza para mirar a Fau. Luego le dio un pequeño empujón y atravesaron el vestíbulo. A la otra parte Fau protestó:
– ¿Por qué me ha traído aquí? Esos me conocen y ahora ya no será posible hacer nada. Desconfiarán.
– ¿Por qué?
– Me han visto con usted.
El agente reía y mascaba tabaco.
– ¡Imbécil! ¿Qué saben si eres confidente o si eres un preso más?
Seguía riendo y mascando. Dejaba salir pequeños borbotones de risa. Llamó a unos guardias y al mismo tiempo le dijo a Fau:
– Vamos a renovarte el crédito.
Los guardias cogieron unas vergas y el agente registró a Fau, le quitó la pistola y le puso las esposas en las muñecas. Al primer golpe siguió aclarando:
– No chilles mucho, que es por tu bien. Te estamos haciendo hombre de provecho. Por un lado purgas tu descuido y tu cinismo con el subdirector. Por otro recuperas la confianza de los sindicalistas porque no habrá uno que te oiga que no te tenga por un mártir de la causa.
Los guardias le sacudieron dos o tres culebrazos para entrar en materia. Fau los asimiló sin chistar. Como no gritaba, un cabo malencarado le aplicó a las narices la hebilla de su cinturón. Entonces Fau dio un respingo y ahogó un grito. El policía del hongo lo consolaba:
– Te estamos haciendo hombre, Fau. No te alteres.
El aire sacudido por las vergas y las correas hacía temblar la llama de las velas y las sombras bailaban sobre los muros cubiertos de mapas y estadísticas. El policía sonreía con media boca y preguntaba:
– ¿No te enteraste del sabotaje, Fau? ¿Qué dices ahora, cabroncete?
Fau se retorcía de pie. Los guardias seguían golpeando de buena gana. Retiraron a uno que se había cebado y sudaba y rugía de ira -ocurre a menudo ese caso y si los dejaran matarían a la víctima- y siguieron los demás golpeando serenamente. Fau chillaba y pedía piedad. No salió de sus labios una sola palabra desconsiderada contra sus verdugos. Cumplían con su deber y aquellos palos entraban en el capítulo de imprevistos de su oficio. Rugía con la garganta, con la nariz. Las correas soñaban en su cuello, en sus espaldas, como tiros de pistola, y las vergas gruñían en el aire. La paliza duró todavía un cuarto de hora, hasta que un vergajazo en los ojos le hizo tambalearse y caer. Paseaba sobre la cara su mano amoratada con los artejos increíblemente inflamados. El policía le quitó las esposas, hizo que lo llevaran a un sótano y allí le arrojaron por la cabeza un par de cubos de agua. Luego el agente lo condujo a una de las puertas y lo soltó:
– ¡A ver cómo se trabaja ahora!
Fau afirmó:
– Sí, señor.
Echó a andar. El agente lo hizo detenerse aún:
Supongo que no volverás con la música de que no se fían de ti.
– No, señor.
En cuanto dobló la esquina comenzó a reconocerse las contusiones. En el rostro tenía cuatro o cinco cardenales -uno tan fuerte que le salía sangre por los poros- y por un lado la frente se levantaba en comba como si le naciera un cuerno. Se detuvo a alzarse el pantalón hasta encima de la rodilla derecha. La paliza había sido brutal. Fau registró sus bolsillos. Tenía otra vez la pistola, Y el dinero intacto. Sonrió como pudo y gruñó echando a andar, muy satisfecho:
– Menos mal.
Ya en la Cibeles se acercó a la fuente y como el cielo clareaba se miró en el agua. Movía la cabeza e iba viendo en silueta las deformidades de su cara. Se levantó, soltó a reír tan fuerte que algunas palomas madrugadoras salieron volando y luego descendió hacia el Prado afirmando en las ancas los pantalones con las muñecas porque las manos estaban inflamadas y amenazaban estallar.
– Esto no es nada -rió sabiéndose en libertad y con dinero bajo el cielo fresco y el aire húmedo-. Con un buen filete se me pasa.
Se dirigió a comer el filete a Atocha. A medida que iba bajando aumentaba la inflamación y la cara se le llenaba de manchas. Fau se repasó los dientes, probó a masticar y vio que los tenía intactos. Bajó hacia la glorieta canturreando, feliz. Pero la luz primera, tan limpia -azul mercurio- llegaba despacio y se detenía alrededor de Fau para no tocarlo. Fau entraba en los caminos de cristal del día, rezagado. En mayo venía con el disfraz de destrozona de febrero, la cara embadurnada de minio y azul, los andares inciertos, la almohada recalcando el culo y unos testículos acusándose en cada prenda femenina. Alma de mujer con pelos en barba y pecho. El amanecer cantaba sobre un pentagrama de platino las glorias florales del retiro y del Botánico, y Fau viendo el cielo se acordaba del mar azul que había en los mapas de la escuela. Cojeaba un poco, pero tenía mucha fe en las virtudes curativas del filete.
Se llevó una gran decepción al ver que la taberna estaba todavía cerrada y se puso a esperar dando vueltas a la plaza. Era más que antes la destrozona barroca en la geometría lineal de mayo. Los policías le habían dado esa paliza ritual que suelen dedicar a los que no cantan. “Hábilmente interrogado”, declaró… Fau no tenía nada que declarar, pero había sido también interrogado “hábilmente”. Lejos de los huelguistas, de los revolucionarios, lejos de los trabajadores. Pero enfrente también de los vagos poderosos. Enemigo de los unos y vapuleado por los otros. Las sombras le huían -no pudo presentir el sabotaje- y la luz se quedaba a distancia para no mancharse. No era hombre, aunque hablaba recio y blasfemaba. Los hombres no se venden ni traicionan. Tampoco era mujer, aunque mentía para crearse una situación. No le pegaban por revolucionario. Ni lo respetaban y estimaban como aliado. Le pegaban como confidente, le hubieran pegado -ya lo sacudieron otras veces- como revolucionario. No era hombre ni mujer. La destrozona que hablaba en falsete y corre con las tetas postizas bajo la chambra blanca, una escoba en la mano y el pañuelo en la cabeza sobre la joroba de esparto. Seguía dando vueltas a la plaza. Cuando vio que abrían la taberna se detuvo y cruzó la glorieta en diagonal. Se esperaba que preguntara al tabernero: “¿Me conoces?” Y que se alzara las faldas, con escándalo. Pero se limitó a golpear la mesa con el antebrazo y a reclamar el filete. El mozo le advirtió que no los había porque el día anterior, con la huelga, no habían distribuido carne. Tampoco hoy los esperaban.
Se levantó y se fue hacia Vallecas. Por el camino palpaba la pistola y gruñía contra los huelguistas. ¿Desde cuándo unos obreros agrupados en sindicatos iban a poder más que los limpios billetes burgueses? ¿No podía ser dueño del universo con los bolsillos repletos? Por el camino fue observando que en la estación del Mediodía había más movimiento que otras veces. Los trenes entraban fatigados y las locomotoras navegaban entre la urdimbre de vías y agujas. Grupos de obreros leían manifiestos y discutían. Fau echó un vistazo con el ojo que le quedaba abierto y ladeó la cabeza. Aquello anunciaba huelga. Las cosas tienen su lenguaje, y en aquel momento las techumbres de pizarra negra, los tubos de las máquinas, el ténder luctuoso y las bielas grises presagiaban el paro. Más que todas esas cosas juntas, lo que a Fau le dio la impresión de la huelga fue el fogonero que andaba indeciso entre las máquinas con el mono ferroviario colgando de la mano.
Siguió por el Pacífico. Sentía palidecer su violencia y su fuerza natural en la violencia y el poder de lo que la rodeaba: las casas, los árboles, la torre de la basílica. Sin saber qué ocurría notaba perfectamente su identificación con el paisaje urbano o su desintegración, lo que es lógico si pensamos que Fau pesaba 99 kilos y medía 1,89 metro. La paliza le había quitado autoridad con los árboles y los postes del tranvía. Se detuvo. Limpió sus narices contra el aire. Se disponía a seguir cuando a su espalda oyó redoble de tambores. Se detuvo y volvió hasta convencerse de que era un piquete que marchaba proclamando el estado de guerra.
Entonces la destrozona se impuso. Alzó la escoba, sacudió la almohada de atrás, se colgó de la cintura unos cencerros de mansedumbre y echó a correr hacia Vallecas en busca de “un buen filete”. Iba Fau seguro y firme. Con cada pie partía una losa. Se identificaba otra vez con las cosas. “Detrás de un filete está el ejército y detrás la policía, la guardia civil, los de asalto, los del casco, los del quepis y todavía la Marina de guerra. ¡No es nada la Marina de guerra!” No sólo se identificaba con las cosas sino que las superaba, y ahora eran el árbol y la farola los que parecían haber sido apaleados en la Dirección. Lejos se oían los redobles y alguna trompeta epiléptica.
Llegó al puente. Allí se desparramaba el Pacífico en una extensa barriada obrera. Entró en una taberna y pidió su filete. El tabernero lo miraba extrañado. Fau explicó:
– Voy hecho un cristo; ¿verdad? La policía las gasta así:
Pero tampoco tenían carné. Tuvo que marcharse después de tomar una copa. Le había hecho muy buena impresión la piedad del tabernero que no le permitió pagar la copa, y ese detalle y el dolor de las lesiones lo hicieron sentirse, de momento, un revolucionario activo. El barrio estaba desanimado. Los obreros dormían. No querían sino seguir durmiendo en la ilusión y despertar en un mundo ya sin esclavitud. Fau veía las casas cerradas, las mujeres madrugadoras que comenzaban sus faenas.
Entró en otra taberna en busca de la carne y tampoco la tenían. Parecía mentira que la voluntad de los jornaleros del matadero, de los transportes, le pusieran a uno en el trance de no poder tomar un filete ni siquiera como medicina. Otra taberna en la que entró, se llenó de burlas ante su petición.
– ¡Cómo no lo quieras de banquero! -le dijo alguien.
Fau tuvo la avilantez de comentar:
– ¡Cállate, hostia! Se me hace la boca agua.
Chascó la lengua contra el paladar y se fue. Ya eran las seis y el filete no aparecía. Salió por las últimas callejuelas al campo. Junto a la carretera había un Shell. Más abajo sonaba la diana del cuartel de Artillería ligera Nº 75. Estado de guerra. Todo el ejército detrás de él. Se acercó al surtidor de gasolina y se puso a orinar al lado. Oyendo la diana comentaba inconscientemente: “El ejército, a mi servicio. Yo meo y me rinden honores”. Pero el filete no llegaba. Se palpó los ojos. El derecho no lo podía abrir. Bajó hacia un arroyuelo y se arrodilló al lado. Se mojó la cara, la cabeza. Al doblar las rodillas e inclinarse sintió un agudo dolor en la corva. Luego se incorporó y sacó un pañuelo sucio. Una avispa zumbaba a su alrededor, revolcándose en el primer rayo de sol. Se secó, guardó el pañuelo y quedó sentado. Enfrente una vaca mordisqueaba la hierba. Del lomo le salía humo bajo el Sol. Arrastraba con el hocico un largo ronzal. Fau echó un vistazo por los alrededores. No había nadie. Y además -pensaba- el ejército y la guardia civil me guardan la espalda. Saltó el arroyo y buscó el ronzal. La vaca lo siguió dócilmente. La ató muy corta al muñón de un árbol talado recordando sus tiempos de gañán de alquería y después de ayudante del matarife. Sacó su cuchillo, le quitó la vaina, pasó con fruición los dedos sobre la hoja. La vaca era color ladrillo y tenía lunares blancos. Le acarició el testuz y de pronto con un rápido movimiento trazó una curva con el cuchillo encima del brazuelo. Cerró la curva por abajo y dio un tirón. El mugido largo y profundo, parecía salir de las entrañas de la tierra. El animal dobló el brazuelo y quedó con la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, sin comprender. Fau huía con su tesoro sangrante. Limpió el cuchillo en el suelo, se lo guardó. Aún se detuvo a arrancar la piel, para lo cual tuvo que sacar otra vez el cuchillo y luego se fue a un figón un poco apartado. Allí lo conocían porque vivía en el segundo piso de la misma casa.
– ¿Tenéis filetes? -preguntó ya mecánicamente.
Le dijeron que sí porque les habían quedado tres del día anterior. Fau se quedó un poco desconcertado. Se rehizo y dijo:
– Estarán pasados.
Arrojó la carne sobre el mostrador.
– Asadme eso en seguida.
Le preguntaron mientras una vieja cocinaba y dijo que se había caído por un terraplén y que de milagro no le había atropellado el expreso de Valencia. Pero con el filete le pasaría todo. En seguida tuvo una servilleta extendida sobre la mesa, vino y pan y el plato rebosante de carne asada. Comía a dos carrillos y dejaba el tenedor para tocar el pan y el vaso de vino, y las aceitunas, convenciéndose de que todo aquello era suyo. A veces se rascaba con el tenedor en la cabeza. Lejos se oía el mugido de la vaca, y Fau percibía con él una sensación de triunfo. Cuando terminó subió a acostarse. La escalera tenía ventanas abiertas que daban al campo húmedo de la primavera. Fau reía y se sopesaba con las manos el vientre. Probó a abrir el ojo y lo hizo sin gran dificultad. La medicina comenzaba a surtir efecto. El mugido llenaba de dolor la mañana y Fau reía seguro de sí mismo.
– Es buena cosa estar harto -pensaba.
Cuando llegó al cuarto salía Eladio, el guardia, que iba de servicio. Era una casa de huéspedes muy modesta, pero limpia y abundante, regentada por una de esas viudas que bregan día y noche para sacar a flote a la prole. Fau le preguntó si había habido novedades.
– ¿De qué clase? -se extrañó el guardia.
– ¿No ha estado aquí la policía?
– No.
Se despidieron y Fau entró, sin explicarse que estuvieran aún en libertad José Crousell y Helios Pérez, dos obreros jóvenes que vivían en la misma casa y cuyos nombres había dado entre los posibles asesinos del agente. Se detuvo junto al cuarto que ocupaban: una alcoba que daba al comedor y que a través de las puertas de cristales se veía en sombras. “No se han levantado”, pensó. Sentado a la mesa había un agente de vigilancia desayunando: Vivía también allí. Fau, preparando acontecimientos le dijo:
– Puede que estos chicos vayan a la cárcel. Se han significado bastante en los sindicatos.
Luego se metió en su cuarto y se quedó recordando la sensación molesta de superioridad que aquellos dos tipos daban cuando opinaban sobre cualquier cuestión. Además, uno tenía un traje de señorito y el otro se lavaba los dientes a la vista de él. Bien estaban sus nombres en aquella relación de cinco. El agente sorbía el café pensando que en la vida privada no tenía por qué preocuparse de nadie y que él era un funcionario que obedecía órdenes y nada más. Fau tosía y carraspeaba. Abrió la ventana para que entrara el aire y con el aire llegó otra vez el mugido. Soltó a reír. Sentíase mucho mejor ahora. Se desnudó y se acostó. En la alcoba obscura estaban José y Helios -dos obreros de Artes Gráficas- arrodillados al pie de un baúl abierto en un rincón. Dentro del baúl había una caja con tipos de imprenta. Eran delegados de barriada y estaban componiendo a obscuras y sin borrador un manifiesto que había de ser distribuido a las siete. Lo habría escrito Samar. José tenía un pañuelo dentro de la boca para evitar la tos que el polvillo del plomo le producía y componía en silencio las líneas que después daba a Helios y éste agrupaba. Faltaba ya poco. Un cuarto de hora más y los dos saldrían con el aspecto de haber dormido bien, Saludarían quizá al agente y llevarían el molde a una imprenta próxima donde, sin saberlo el dueño, en hora y media habría ocho mil ejemplares. ¿Y después? Ah, después volarían ocho mil palomas rojas -de guerra- sobre los muelles y los andenes, sobre las vías y las grúas y mientras la destrozona roncaba los trenes serían abandonados y el asma de las locomotoras viejas tendría una tregua. Claro está que la destrozona soñaba que Helios se había comprado unas botas nuevas de anca de potro y que cuando iba a ponérselas lo llevaban a la cárcel. Pero luego se comprobó que ni Helios ni José habían intervenido en la muerte del policía, y entonces a Fau lo breaban de nuevo en la Dirección de Seguridad y Fau aguantaba los palos mugiendo como una vaca.
Al amanecer ha venido otra vez la policía y ha ocupado la casa. Por lo que se ve, ha convertido mi casa en un cepo donde atrapar a los que vayan llegando. O quizás sospechan que hay armas y quieren solamente evitar que vengan a buscarlas. Mi abuela se ha marchado a la casa de enfrente, con la señora Cleta, y se asoma de vez en cuando por el balcón. Ahora ha cambiado de táctica y no habla tanto con los agentes. A sus preguntas contestaba hoy con una canción bastante puerca en la que los trataba de invertidos. La pobre tiene la manía de que a mi padre lo han secuestrado y quería husmear y rebuscar el cadáver por todo Madrid. No pudimos ver lo que hacían con él, porque nos echaron de la plaza de Neptuno. Mi abuela se asoma al balcón en este momento y llama a los agentes. Hace un corte de mangas dándose una fuerte palmada en el brazo y lo dedica:
– ¡Pa' el director general de Orden Público!
Está comprometiendo a la señora Cleta que es viuda de militar. Yo paseo por la calle con el gallo. El pobre está un poco aturdido. El gato ha venido esta madrugada despeluchado y flaco. A este paso van a acabar con todos nosotros. También está con la abuela, la señora Cleta. Yo me he quedado en la calle porque a lo mejor llegan compañeros y puedo avisarles con una seña para que se larguen. El gallo da tantos pasos como yo. Es decir, mas, porque cada tres de él hacen uno mío. Llevo en la mano la boina y en la boina la pistola. El agente de las gafas me ha dicho un piropo y yo me he quedado mirando muy fijo: “Si fuera hombre, le partía la cara”. Esa manera de mirar y de hacer que entienda el otro la mirada no la he descubierto yo, sino que la aprendí de una gitana joven a la que le había hecho una proposición un señorito.
Paseando me acerco hasta la misma verja del pabellón del cuartel. Las paredes son de ladrillo color rosa y están llenas de Sol. Por el lado del cuarto de Amparo todo es enredaderas verdes y campanillas azules y son tan limpias y tan frescas que a mí me gustaría ir desnuda y rodearme la cintura y la cabeza con ellas. Pero acordándome de la carta de Samar, esos amores de Samar y Amparo me resultan como los de las tarjetas postales que venden en los estancos. Uno va a besar a una. Los dos guapos y bien peinados. Y en un extremo una palomita blanca. Yo me he llevado un chasco con Samar. Creía que era más inteligente, que era anarquista y sabía nadar. Luego he visto que se deja quitar un documento por la policía, y que nada muy mal. Pero -eso sí- es un buen compañero. Y aunque escribe en los periódicos y dice cosas finas, no basta para recusarlo en los cargos de la organización.
Ahí vienen Ricart y dos desconocidos. Les hago una seña para que se vayan, pero quieren hablar conmigo y entonces cojo el gallo bajo el brazo y voy allá. Ricart está fatigadísimo: -¿Se puede dormir en tu casa?
Les digo lo que ocurre. También los otros están cansados. Ricart me dice que son compañeros catalanes y nos damos la mano. Antes de marcharse me encargan que vea a los compañeros del comité de grupos y les diga de su parte que Nicanor tiene razón, que está todo comprobado y que darán el informe por escrito cuando quieran. Me lo repiten dos o tres veces y se van. Ya tengo una misión. Me gusta mucho que los compañeros me encarguen algo porque entonces la pistola ya no es un juguete: la llevo para algo. Ahora no me dejaría detener, defendería mi libertad hasta haber transmitido esas palabras a todos los del comité. Sabría ponerle a alguien el cañón en el pecho. Bien es verdad que no tengo balas, pero cuando uno de nosotros tiene que disparar es que no le ha servido la pistola para nada. La burguesía lo que quiere es que nos veamos acorralados disparemos, y luego nos caiga encima la apisonadora de la justicia con todos sus papeles y nos machaque. Esa es mi opinión.
Ya son cerca de las diez y no he desayunado. El Sol calienta. Me acerco a casa de la tía Cleta y me dan chocolate crudo, pan y una naranja. Salgo a comerlos a la calle. Como me he sentado en una piedra, el gallo viene a picotear el pan que llevo en la mano y así lo comemos a medias. Ya son las once cuando aparece Samar. Yo salgo a su encuentro y nos vamos. No lo esperaba ni sé a qué voy, pero tengo que marcearme con él. Samar se detiene y se queda mirándome.
– ¿Adónde vas con eso?
Se refiere al gallo. Yo me encojo de hombros. Sigo temiendo que se lo coman los agentes. Se comen lo que encuentran por casa. La abuela ha dejado unos chorizos rociados con polvos de matar ratas, pero no creo que esos polvos sirvan para los agentes. Samar no me atiende. Saca unos papeles y los hojea. Yo miro de reojo pero no entiendo nada. Son unas palabras absurdas: “Geywrewer, suhxmifoc, fimoxsamik, digenthyopay”, etcétera, todas escritas a máquina y con mayúsculas, en papel cebolla.
– Habrá que llevar esto -dice- al avión de Barcelona.
No habla del sabotaje; ni de la marcha de la huelga aunque ésta ya se ve que es completa por lo menos en mi barrio. Nunca hablan los nuestros de lo pasado, sino de lo por venir. No existe el ayer sino el mañana. Yo le pregunto si está en el comité de grupos y al decirme que sí le doy cuenta del encargo de Ricart. Samar se detiene y me mira:
– ¿Es eso lo que te ha dicho?
– Sí.
Le pido su impresión sobre el movimiento y tarda en contestarme para hacerlo por fin con desgana. Por lo visto la cosa va mal. Siempre que se llega a una situación crítica los compañeros se niegan a opinar conmigo u opinan a medias. Piensan que ya no es cosa de mujeres y menos de muchachas tan jóvenes. Pero Samar de pronto se anima y me dice:
– ¿Sabes lo que llevas en esas palabras de Ricart? No me preocupo. Lo que sea. Supongo que hago un buen servicio.
Samar me mira a los ojos:
– Llevas la muerte.
Luego siento sus ojos en mi jersey amarillo y en los brazos desnudos, y dice:
– ¿Ves el cielo, tan azul?
Digo que sí, y añade:
– Se prepara una buena tormenta. Detrás está negro y hay cuervos malolientes. También detrás de tus labios y de las palabras de Ricart está la muerte.
Puede que tenga razón, pero no será una muerte negra y maloliente. Por eso me río, para que vea mis dientes blancos, y le echo el aliento a la boca para que vea que si lo del cielo es cierto, lo de mis labios, no.
Se ve que va a hablar de su novia, pero se calla. Debe tener la cabeza como los motores de aviación cuando arrancan. Mueve los párpados a menudo y a veces dice palabras que luego recoge arrepentido.
– ¿No te preocupa eso? -me dice.
Yo me río:
– ¿El qué?
– Eso de que lleves la muerte.
– Pero ¿a quién le llevo la muerte?
– A un hombre como una catedral.
– ¿Por qué?
– Es confidente de la policía.
– ¿Cómo se llama?
– Fau.
– ¡Lo conozco! Ya sé quien es.
– Llevas su sentencia en tus labios.
Me los limpio con la mano sin darme cuenta. Luego me río y él contesta sólo con el rincón izquierdo de su boca. Bueno. Está bien, que lo maten. ¿Eso es todo? Salimos hacia la Ronda. Hay unos desmontes entre hoteles y unos postes de telégrafo custodiados por soldados. Vamos callados. Samar me ha dado su pistola y yo la llevo con la mía escondidas en el burujo de la boina. Llegan unos guardias civiles y hacen detenerse a Samar. Yo sigo adelante y me quedo esperándolo. Me miran los guardias, pero me ven tan tonta -eso de parecer tonta alguna ventaja ha de tener, compañero Villacampa- que no me dicen nada. Samar levanta los brazos. No le encuentran nada. Luego saca un carnet, lo enseña y lo dejan seguir. Antes pide Samar la contraseña de haber sido registrado y le dan un papelito ron un sello. Seguimos en silencio. Ya lejos, me dice:
– Muy bien, Star.
Yo aseguro el gallo debajo del brazo y pienso que si no fuera por mí lo hubieran detenido. Pero esto no lo digo porque ya sé que cuando una persona está agradecida no hay que hacer resaltar los motivos de gratitud. Ser anarquista no quita para que una se fije. A los guardias yo no los tomo en serio, porque suelen ser buenos mozos y llevan un traje gris y un correaje amarillo. Ahora, que en lugar de servir al Estado me gustaría que sirvieran a la FAI y que nosotros fuéramos burgueses y nos hubieran detenido y machacado la cabeza. Eso tampoco lo digo porque es una estupidez, y si el pensamiento es libre y a veces es tonto no siempre se debe decir lo que se piensa. Miro a Samar de reojo y él no se da cuenta. Va pensando cosas profundas y está muy lejos de mí y de esto. Yo tengo ganas de cantar y aunque cante no se entenderá. El Sol saca brillo de las jícaras de los postes del telégrafo y las golondrinas pasan rozando con el ala las latas de un vertedero.
Pero Samar me dice que mañana por la mañana debo entrar en el cuartel de Artillería y dar unas hojas de propaganda a un soldado que está ya de acuerdo con nosotros. Eso es imposible en estado de guerra porque las tropas están acuarteladas y no entra nadie como no sea con permiso del coronel.
– No importa. Tú tendrás ese permiso. Entrarás con una olla, que irá llena de manifiestos y te dirigirás a las cocinas. Te saldrá al paso un soldado. Le das la olla y esperas que te la devuelvan. Luego sales como si volvieras de coger rancho.
Bien está el plan si sale así. En todo caso, si me atrapan soy menor de edad, mujer, y además digo que no sabía lo que iba dentro. Seguimos andando. La Ronda se ensancha en la desembocadura de una gran avenida. Sube por allí un furgón automóvil a toda marcha. Es del servicio del hospital y lleva encima una cruz. Pasa por delante de nosotros a toda velocidad y se pierde hacia el cementerio del Este. Samar se detiene y se queda mirándolo.
– Probablemente -dice- va ahí tu padre.
Yo lo oigo como si de pronto me dijeran que se desgajaba el universo encima de nosotros y me lo dijeran cantando y con una dulce música. Lo veo, a Samar, entristecido por esa idea y para consolarlo le digo que a lo mejor mañana a esta misma hora es él quien pasa en el mismo furgón y con la misma dirección. Parecerá mentira, pero eso le consuela y hace que le quite importancia al recuerdo de mi padre. Samar sonríe y se queda mirándome. Le debo parecer bonita. No se decide a decírmelo pero yo lo adivino. Él se da cuenta de que lo he adivinado, y como quien cierra los ojos y se tira al agua me dice:
– No quisiera marcharme sin haberte dado un beso.
Yo me detengo, me pongo de puntillas y le ofrezco los labios. Entonces me coge la cabeza con las manos y me besa. No sé qué ha ocurrido que he soltado al gallo y se me ha escapado. Me separo y voy corriendo a buscarlo. Entre los dos lo cogemos. Seguimos andando. Por la Ronda no pasa nadie. A un lado está sin edificar, Samar me dice:
– ¿Y si no me matan hoy?
No piensa en las balas, sino en otro género de muerte que yo no entiendo. Soy bastante aguda para adivinar lo que no se dice, pero a veces sin duda soy muy joven y no tengo experiencia de la vida, veo cosas obscuras que no puedo explicar.
– Si no te matan hoy -le digo-, mejor. Así verás en qué acaba todo esto.
Pero no me contesta. Samar está enfermo, muy enfermo.
Yo lo curaría si se dejara, pero no es de los que se dejan. Me arrastraría con él yo no sé adonde. Le pregunto:
– ¿Por qué me has besado?
Se encoge de hombros y sigue andando.
– ¿No lo sabes? -insisto.
Calla, le arranca al gallo una pluma del rabo y se la pone en el ojal de modo que sólo se vean los últimos dos centímetros. El gallo ha dado unas voces como si lo asesinaran y yo me lo cambio de brazo. Vuelvo a preguntarle y me contesta de mala manera. En vista de eso, me callo. Pero yo lo curaría. Ese beso que me ha dado me ha revelado el secreto. Ya lo creo que lo curaría. ¿Cómo? No lo sé. Estando a su lado. Si me arrastrara consigo no me importaría. Y si nos estrellábamos al final, tampoco. Sólo al pensarlo siento que la cabeza se me va como cuando bajaba por la pendiente última en las montañas rusas… ¡Quién sabe! Aquella carta que leí tenía algo de despedida. ¡Pero yo no puedo ir callada!
– ¿Quieres mucho a tu novia?
– Sí.
– Eres un podrido burgués.
– Puede que tengas razón.
Lo ha dicho tan desesperado que no me atrevo a seguir hablándole. Pero lo miro de vez en cuando. A ver si acierto lo que piensa. Desde pequeño ha leído y ha vivido mucho y ha sido feliz cambiando de mujer a menudo, y sin pensar en ellas más de diez minutos cada semana, porque aunque estuviera a su lado no pensaba en ellas, como le pasa ahora conmigo. Era feliz y tenía ya una serie de cosas pensadas en las que apoyaba su felicidad. Y decía -porque eso lo dice aún, con un gesto, sin hablar.
– Bueno. ¿Qué más da? Todo es estúpido y sucio y ruin, pero yo escojo lo mejor y lo disfruto y aun me queda un remanente en el fondo del alma para mí solo. Así pasaba por entre las gentes muy fino y muy atento, sonriendo con piedad o con esa simpatía que debe tener el médico por el niño enfermo. Claro que estaba un poco por encima o al margen de esas cosas y que no las quería.
– ¿Y tú -me pregunta- ¿Eres feliz?
– ¿Yo? ¿Qué quieres decir con eso?
Ahora piensa algo más complicado, que no sé qué es. Desde luego ese pensamiento le viene de lo mismo, pero tampoco él lo sabría explicar, como me ocurre a mí cuando pienso lo que sería el mundo antes de que existiera el mundo. Quiero pensar y representarme el pensamiento y no puedo. Algunas veces me mareo. También él piensa alguna de esas cosas que marean. En el amor antes de que existiera el amor, por ejemplo. -¿Dónde la conociste? -le pregunto. Contesta como si hablara solo:
– Fui al colegio para cumplir el encargo de unos parientes que tenían allí una niña. Coincidí en la sala de visitas con el coronel García del Río y su esposa, conocidos de mi familia. Nos saludamos y las monjas nos llevaron a una ventana desde donde se veía a las pequeñas dedicadas a la gimnasia de la mañana en el jardín. Formaban, en largas hileras, un cuadrado con dos diagonales y hacían movimientos rítmicos. El amplificador de una gramola eléctrica los dirigía con la marcha de Schubert. La monotonía de aquellas actitudes daba a las chicas una gracia de muñecos mecánicos. La marcha de Schubert se proponía movilizar para una guerra de banderas azules todas las flores del jardín. Amparo estaba en el punto de intersección de las dos diagonales, en el centro geométrico -fíjate bien: geométrico-, del cuadro, del jardín y de la mañana. Si hubiera estado en un costado quizá no hubiera ocurrido nada. Me hizo una impresión muy rara. Abría los brazos, inclinaba la cabeza a un lado cerrando los ojos bajo el primer Sol de la mañana y yo me diluía en aquel aire enrarecido de infantilidad y de pureza, y sentía impulsos y energías de raíz ignorada. Nos retiramos y fueron a avisar a la pequeña. Una monja nos decía que la gimnasia era lo único que Amparo hacía a disgusto en el colegio. Apareció ella corriendo y se fue a los brazos de sus padres. Aparentaba unos catorce años. Dio un hondo suspiro y se lamentó:
– Me aburro mucho, papá.
– ¿Cómo? -se extrañaron.
Llegó otra monja. Se veía que la chica estaba con ellas a la defensiva y la inspectora de turno les dijo que en las clases de historia se distraía.
– Nos dice que es inútil que queramos hacerle comprender los parentescos de doña Juana la Loca cuando no ha podido comprender todavía los de su familia.
Al salir llevaba en los oídos la música de Schubert y el sol de mi corazón enviaba inquietos enjambres de avispas doradas al cerebro. Un coro de cabezas infantiles decía mi nombre cantando a lo largo de las avenidas y me arrojaban al mismo tiempo hojas de mirto y flores blancas.
Samar se quedó callado. Se detuvo y miró al cielo. Luego, a los árboles y después a una vidriera que movía el viento en lo alto de una casa y daba con el Sol explosiones de luz.
– Era una mañana como ésta.
Yo no decía nada. Llegamos al extremo de la Ronda, cerca de las Ventas. No podía más, con el gallo bajo el brazo y en la otra mano las pistolas. Samar se dio cuenta:
– Vamos ahí al lado. Están esperando los del comité.
Pasaron dos motocicletas con guardias civiles y un automóvil militar. Otra vez le pedí su impresión y me dijo que la huelga era incompleta en Madrid, pero que el estado de guerra y la paralización de los servicios más importantes hacían un efecto muy profundo. Fuera de Madrid -añadió- las cosas van mejor. Aquí, la falta de unanimidad la hemos compensado con el sabotaje, que aunque no fue completo ha hecho mucho daño.
Yo hice una pregunta que me aguantaba con dificultad.
– ¿Vamos por todo, digo, esta vez?
Samar afirmó. Esperaban noticias decisivas de Barcelona, Coruña y Sevilla. Si la consigna de huelga general respondía a la declaración del estado de guerra se iría a fondo. Había muchos resortes todavía intactos. Lo veía a Samar lleno de fe. Llegamos a un cafetín, una especie de cantina de suburbio. Estaba cerrado. Daba a dos calles y tenía una puerta entreabierta. Vi un grupo reunido en el centro y conocí algunas caras. Una vez dentro, el dueño cerró. Por los montantes entraba luz. El dueño era viejo y tenía bigote quemado por el tabaco. Acercaba algunas tazas de café y me trajo a mí otra. Yo solté el gallo, dejé las pistolas en una mesa y sorbí un poco. El viejo no me conocía, pero cuando vio las pistolas sonrió y mirando el gallo me dijo:
– ¿Lo quieres? Claro. A lo mejor lo has criado tú desde pequeño.
Entre los reunidos está Villacampa. Ahora se habla de Fau y hay sorpresas y lamentaciones. Luego se oye un “conforme” bastante unánime y Villacampa advierte:
– Hasta que lo sepan los demás compañeros del comité no hay que hacer nada. Además, la comisión debe enviar informe escrito.
Preside Urbano:
– Compañero Crousell. Informa sobre los ferroviarios de M.Z.A.
– Pronto está dicho. La subsección del Centro va a la huelga y puede parar dos terceras partes del tránsito. Hemos tirado un manifiesto escrito por Samar y se han repartido ocho mil ejemplares.
Al mismo tiempo distribuye algunos y dos compañeros lo leen mientras Crousell sigue hablando:
– Como la directiva está en la cárcel y el centro clausurado hay dificultades para tomar acuerdos, pero existe mayoría en favor de la huelga y van a ella con entusiasmo.
Yo miro a Urbano y lo veo con un aire de secretario de juzgado muy grave y serio. Crousell sigue:
– Lo que es necesario saber es si la última parte del manifiesto la aprueba el comité revolucionario.
Esta reunión es de delegados de grupos. No es de los sindicatos. Claro es que en ella hay tres miembros del comité local y que el comité revolucionario nacional lo forman a un tiempo representantes de los sindicatos y de la federación de grupos. El final del manifiesto lo lee Urbano: “La solidaridad del resto de la organización se os garantiza. Yendo a la huelga no hacéis sino iniciar el paro total en todas las líneas de España. Dar el primer paso para el triunfo de la causa que en estos momentos es amenazada por todas las fuerzas de la reacción…”, etcétera.
– Desde luego -añade Urbano-, el comité revolucionario ha enviado órdenes de huelga a todas las secciones.
– ¿Se sabe -insiste Crousell- la posición del comité nacional en esto?
Villacampa aclara:
– El comité nacional ha aprobado la constitución del comité revolucionario en principio. Aquí está: “Agitación contra las represiones y las prisiones gubernativas. -Huelgas generales de protesta en cuanto algún compañero caiga bajo los fusiles de la reacción.- Manifiestos poniendo de relieve la colaboración de los socialistas en los crímenes de la burguesía. -Sabotaje.- Vuelta al trabajo según lo aconsejen las circunstancias”.
– Pero ahí no se habla de las atribuciones nacionales del comité. Ésas no son más que las funciones de una federación local.
– Es que no pueden reconocerlas -advierte alguien- sin someter el acuerdo a un referéndum nacional.
– Lo que no quieren esos compañeros de Barcelona es potabilidades -aclara Gómez.
Samar pide la palabra y saca unos papeles:
– Aquí lo que pasa, compañero Crousell, es que todos estamos de acuerdo en la parte de agitación con consignas negativas. Pero el Comité Nacional hace muy bien en no querer saber nada cuando otros órganos como el comité revolucionario que se ha constituido tratan de encauzar un movimiento hacia el triunfo y de articularlo constructivamente. No quieren saber nada porque no existe una conciencia formada sobre el porvenir inmediato y rechazan la responsabilidad de lo que en ese aspecto hagamos nosotros o puedan hacer otros. Es muy natural. Ahora bien, yo opino que estando las cosas como están hay que ir a fondo arriesgándolo todo. Si no queremos fracasar una vez más, hay que avanzar construyéndonos al mismo tiempo el camino. Si no, nos despeñaremos. Ese camino se puede trazar aquí y podemos imponérselo al Comité Nacional. Si lo sometemos a su parecer, nos dirá que no. Lo considerará provocador o en todo caso creerá que se debe someter a referéndum. Ya se ve que en estas circunstancias se tarda en conseguir el refrendo de la organización quince días. Si se lo notificamos sin pedir opinión y lo llevamos a la práctica se callarán y esperarán acontecimientos. Mi posición es: o volvemos al trabajo inmediatamente o mañana mismo lanzamos las consignas netas, concretas e inmediatas para sustituir el poder burgués.
Hubo un momento de silencio. Vacilaban todos. Villacampa dijo que por su parte estaba conforme, pero el viejo de las melenas blancas levantó la mano y dijo:
Plantea el compañero Samar un dilema cuyos términos no pueden escapar a nuestra consideración. O sustituimos el nefando poder burgués o no hacemos nada. Yo no puedo entrar en “disgresiones” sobre el segundo término porque rechazo abiertamente el primero y me imposibilito por lo tanto para continuar avanzando ya que en buena ley, es decir en buena lógica -rectificó rápidamente como si al citar la ley se hubiera quemado la lengua antes de dar el segundo paso hay que “cimentar” el primero. No se puede sustituir el poder burgués porque decir tal cosa equivale a decir que podemos implantar otro poder y yo, consecuente con mi ejecutoria de nobleza anarquista, rechazo todos los poderes.
Samar reía y comentaba:
– ¡Ejecutoria de nobleza!
El viejo se creyó en el caso de explicar que había dos noblezas, que no sólo existía la de los aristócratas. Samar tenía prisa y estaba como desazonado y nervioso. Dijo que traía dispuesto un proyecto de comunicación al Comité Nacional en el que se les decía lo que íbamos a hacer sin pedirles el refrendo.
Comenzó a leer. El viejo interrumpió:
– Eso no se puede confiar al correo.
Samar advirtió que iba en clave y que no se le hicieran observaciones tan ingenuas. Las consignas eran sencillas. Cosas que se podían hacer y que revelaban de pronto lo fácil que era la revolución. Al final el viejo movió la cabeza tristemente:
– Yo no voto eso.
Urbano, aunque con respetos para Samar, dijo que tampoco lo firmaba porque aquello no era el comunismo libertario. Gómez dio un puñetazo en la mesa:
– Yo soy anarquista pero yo voto eso y lo firmo. No se puede abandonar a los compañeros que luchan en la calle, en nombre de la pureza de una doctrina que nosotros no podemos implantar de momento.
Samar miro a Gómez, conmovido por su acento de sinceridad, y después a los otros. Los jóvenes estaban con él. Pero eran pocos. Liberto García, el gigante blanco, de pelo de panocha; Elenio Margraf, el tipógrafo descolorido y adusto, y los otros dos, también de Artes Gráficas -José Crousell y Helios Pérez- lo apoyaban. A la hora de votar, vencieron, sin embargo, los viejos. Samar se levantó:
– Aunque la federación de grupos la rechace, yo la llevaré esta noche al comité revolucionario porque entiendo que es la única manera de encauzar los hechos.
Pero Gómez estaba indignado:
– ¡Vamonos!
– ¿A dónde vais? -preguntó Urbano.
– A que nos maten. Es lo único que en estas circunstancias se puede hacer.
Villacampa intervino:
– Eso sería darles gusto a nuestros enemigos.
Urbano le pidió una aclaración.
Samar le interrumpió con una mirada de reojo en la que venía a decir: “Nos comprendes y sabes que tenemos razón, que es lo peor. Pero temes a la revolución y quieres morir de viejo agitando tu melena en la utopía”. Se conocían. Samar aclaró a medias por Gómez, que no quería hacerlo. Dijo que eran incapaces de sabotear un acuerdo de un comité o una asamblea aunque hubieran votado en contra y que como el acuerdo era seguir en la calle sin consignas y liándose a tiros con todo cristo, eso equivalía a dejarse matar.
Salió asqueado. Con él se fueron -ya terminada la reunión y adoptados otros acuerdos secundarios- Liberto, Elenio, José, Helios y Gómez. Yo salí con ellos y con el gallo. Ya estábamos en la calle cuando de pronto llegó Villacampa corriendo. Miraba el gallo y tenía ganas de meterse conmigo, pero no encontraba motivo. Quizá le parecía que era darme demasiada importancia. Gómez decía a José y a Helios:
– Tened cuidado con Fau. No volváis a casa, que estáis vigilados.
Pero los dos querían volver para salvar los tipos de imprenta porque eran el único recurso que en la barriada tenían para manifiestos clandestinos.
– Llevando el molde hecho -decían- tenemos siempre una máquina dispuesta en alguna imprenta.
Quedaron, pues, en que volverían y en que irían después con Samar a casa de Villacampa a comer. Villacampa no estaba fichado y seguramente allí no había riesgo. Se marcharon. Liberto, Elenio y Gómez también se querían marchar a Vallecas para preparar lo que se hubiera de hacer al día siguiente en el cuartel. Liberto llevaba los bolsillos llenos de papeles. Era la Regional, la Local y el Comité revolucionario ambulantes. “Eso decía refiriéndose al proyecto de Samar- tiene que salir esta noche. Al llegar a la plaza de Manuel Becerra vimos alguna animación. Ya era hora, porque las calles daban la impresión de una ciudad abandonada o diezmada por la peste. Gómez decía:
– ¡Qué alegre está hoy Madrid!
Pero yo no concibo que pueda estar alegre sin tranvías. Los dos tipógrafos se despidieron allí y se marcharon. Villacampa se quedó mirando a un individuo que cabeceaba sentado en un portal. Cuando nos vio se levantó y vino con andares poco seguros.
– ¿Qué haces ahí, Casanova?
Se restregó los ojos y explicó:
– Esperando a un compañero que creo que tiene dos pistolas. He pasado la noche ahí, y que si quieres. ¡Coño, parece mentira el trabajo que le cuesta a un hombre conseguir un arma!
– ¿No asaltaste con nosotros la armería?
– Sí, pero no conseguí más que una de esas que empleaban los marqueses hace un siglo para los desafíos. Se carga por la boca y hay que llevar un saco al hombro con pólvora y plomo.
Villacampa hacía memoria.
– ¿Sabes quién tiene tres pistolas? Serafín Urbez.
Vive en el otro extremo de Madrid, pero Casanova sin chistar da media vuelta, se orienta un instante y echa a andar por una callejuela. Como tiene mucho sueño lleva la cabeza más adelantada que los pies y parece que va a embestir a las farolas. Seguimos bajando. La calle está en suave declive. Hay algunas tiendas entreabiertas y un garaje con el cierre a medio echar. Dentro se ve a algunos guardias civiles y una ametralladora desmontada.
A medida que bajamos, la calle se anima y las gentes parecen alarmadas. Tienen los oídos atentos a cualquier rumor. Hay pocos obreros. Es un día tranquilo y diáfano, como para confiarse y después del terror de la noche sin luz salir a ver lo que ocurre. Ha aparecido una edición oficiosa de “El Vigía” y la pregonan “con los graves sucesos de anoche y la declaración del estado de guerra en todo el país”. La compramos y Samar apenas la hojea, sin leer más que los epígrafes: “El criminal atentado de anoche” -sabotaje, víctimas-. “La opinión al lado del Gobierno” -declaraciones de Gobernación-. “Han sido descubiertos todos los resortes del complot.” Samar sonríe:
– ¿De qué complot? Si hubiera complot no existirían ya ni vestigios del Gobierno.
Señala una noticia con la uña del pulgar, ofreciendo el periódico a Villacampa.
– Mira. Han matado a Murillo.
Villacampa lee: “Resultó llamarse Murillo y ser un tipo muy peligroso en cuyas manos estaba el nudo central del complot”. Ríen Villacampa y Samar:
– Pobre Murillo. No sabía nada de nada.
Ha muerto en un motín, herido por una bala perdida. ¿Quiénes más caerán? ¿Caeremos nosotros? Samar parece adivinar nuestro pensamiento y dice:
– Lo bueno que tiene todo esto de diluirse y despersonalizarse en la masa es que no le pueden matar ya a uno, aunque nos partan el corazón.
Villacampa no quiere hablar de eso y me dice que en un día como hoy no debí salir vestida de amarillo -color de esquirol- sino de rojo. Samar aclara:
– Es que está enamorada de los tranvías.
– ¿De todos? -pregunta Villacampa pensando que soy tonta.
– Hombre. La verdad es que todos son iguales. Estoy enamorada, pues, de uno y de todos.
Villacampa me mira las piernas y tararea a media voz una canción de un fraile que regaló unas medias a una chica.
– ¡Vaya una copla estúpida! ¡Qué tendré que ver yo con los frailes! El caso es que le molesta que yo esté enamorada del tranvía.
– ¿Desde hace mucho tiempo?
– Desde pequeña.
Samar ríe:
– Eres pequeña ahora.
Yo les explicaría mi enamoramiento, pero no son momentos para hacer comprender estas cosas. Vi incendiar un tranvía cuando vino la república. ¡Pobre tranvía! Tenía una voz delicada, como una campanita.
Llega un rumor alarmado. La gente huye en todas direcciones. No se ve un guardia ni nos amenaza nadie. Quizás en la calle ya casi desierta aparezcan balas silenciosas, de esas que dan la vuelta a las esquinas y suben al tejado para herir a una cocinera en el balcón de un patio interior. Pero nos quedamos quietos. Cuando los alrededores quedan despejados aparecen dos niños de cuatro o cinco años junto a un montón de basura revolviendo con la mano y llevándose trozos de legumbre y cortezas de pan a la boca. Villacampa insiste:
– ¿Pero es verdad que estás enamorada del tranvía? Eso es del todo estúpido.
Samar contesta por mí y explica que cada cual puede enamorarse de lo que bien le parezca. De un tranvía o de una pistola, como le pasa a Casanova, o de unas tenazas de podar.
Yo no lo entiendo. Villacampa tampoco, pero el caso es que ahora, después de la explicación de Samar, quiero más al tranvía y que en este preciso momento llega uno calle arriba. Nos quedamos estupefactos.
– ¿Cómo es posible si no hay fluido?
Un obrero nos dice que han reparado las averías de esta línea y que tienen órdenes del Gobierno de salir. “Pero éste -añade escabullándose misteriosamente- no volverá sano a la cochera.” Efectivamente. Antes de que llegue a donde estamos nosotros se produce una explosión, y unos adoquines saltan en surtidor y caen sobre el tranvía. La vía queda levantada y el tranvía descarrilado y cojo, con una rueda girando en el aire. Corremos a refugiarnos en las esquinas próximas y el gallo se ha espantado tanto que me ha desgarrado con las patas la falda y tengo que ponerme un alfiler. Quedamos a la mira. En el tranvía iban dos guardias civiles que se han herido con cristales y esquirlas de piedra. Bajan como pueden. El conductor ha salido ileso, pero huye calle adelante, sin saber adonde. Por las calles afluentes vuelven los grupos amenazadores y algunos se acercan, pero otros recelan y miran calle abajo. Yo quiero al tranvía que no tiene culpa de nada. Percibo olor a gasolina. Van a quemarlo. Pero aún no se atreve nadie a acercarse. Le doy la pistola a Samar y en dos brincos atravieso la acera, salto el arroyo y me encaramo al tranvía. Al verme tan decidida vienen todos detrás, pero se oyen cascos de caballería más abajo. Y tiros. La gente se desparrama y yo me acurruco junto al motor. Más tiros. El tranvía se ha quedado solo y yo dentro de él. Algunas balas dan en los cristales y saltan hechos añicos. El gallo se me ha escapado y se sube a los asientos o a las ventanillas. Desde mi escondite junto al motor veo a Samar y a Villacampa con las solapas levantadas y el sombrero bajo, hurtando la cara y asomando la pistola. Tiran otros obreros desde todas las esquinas. Y los cascos de los caballos siguen sonando. La calle es blanca como una losa de cementerio. Y en el tranvía suenan las balas como si fuera el calor del Sol que desajusta las maderas y las hace dar chasquidos. Yo estoy con los ojos cerrados un buen rato. Lejos comienza a sonar una ametralladora. Cuatro o cinco tiros y calla. Luego vuelve a oírse otra vez y vuelve a callar. Por fin los cascos de los caballos suenan en mi alrededor y alguien me llama. “Me van a detener” -pienso-. Llevo mi pistola niquelada en la boina.
Antes de descubrir la cara me mojo los párpados con saliva. Los guardias me compadecen, me preguntan si no tuve tiempo de escapar. Creen que viajaba en el tranvía cuando ocurrió el atentado. Pido el gallo y un guardia me lo trae cabeza abajo, cogiéndolo de las patas. Cuando ya desconfiaba de encontrar a mis amigos, me salen al paso en un portal. Villacampa está indignado conmigo. Entra en otro portal a ocultar la pistola en la caña de la bota, y Samar se queda mirándome. Está contento y con los nervios tranquilos, como siempre que sale de un fregado de éstos.
Estamos en un barrio rico. No hay un alma por los alrededores. Parece que ellos se dan perfecta cuenta de lo que está sucediendo.
Samar y Star han marchado después de comer conmigo en mi casa, y me he quedado solo. Yo no sé a dónde irán a parar Star y el periodista, pero siempre están de acuerdo. Voy a tener que usar la corbata roja y el cosmético para que Star se ponga de acuerdo alguna vez conmigo. En las mujeres influyen mucho la corbata y el peinado, y hay veces en que si Star se pusiera de acuerdo conmigo yo podría llevarle la contraria a Samar, cosa que no es tan fácil viéndolos a los dos contra mí. Ésa es la razón, y no otra, de que a mí me moleste a veces verlos cómo se apoyan el uno al otro. Por lo demás me tiene sin cuidado que vayan juntos. Yo jamás he pensado que Star y yo pudiéramos llegar a más que al trato en la organización o en la actuación.
Star me ha hecho rebuscar en mis escondrijos una bala que le vaya bien a su pistola. Una bala pequeña y fina, porque su pistola más parece que está hecha para llevar dentro una borla de polvos que una verdadera bala capaz de herir y de matar. Pero por fin la he encontrado. Es de calibre 5 y toda empavonada y blindada. Nuevecita. La ha sopesado, la ha hecho girar entre sus dedos. Luego yo he querido ponerla en la recámara y ella me ha quitado la pistola:
– Aun no. Cuando llegue el momento ya la pondré yo.
Hemos bromeado un poco. ¿Cuál es su enemigo? ¿Tiene enemigos? ¿Quién puede tomar a Star en serio hasta ese extremo? Samar se ha reído también de ella. Pero ella nos ha ganado a los dos en eso de reírse. Después ha hecho una cosa que me ha molestado. Con la punta de un cortaplumas intentaba hacer dos hendiduras en cruz sobre la nariz del proyectil. Yo le he dicho que eso no se podía hacer más que en las balas sin blindar. Le he enseñado yo varias. Tiene por objeto que al girar se abra en cruz el proyectil y haga más destrozos en el cuerpo. Se sabe de balas de éstas que han entrado por el vientre y han salido por un hombro después de destrozar el estómago y los dos pulmones. Son buenas operarías. Entonces, con la misma punta del cortaplumas ha escrito en la bala sus iniciales: S. G. Luego le ha dado a Samar la bala y el cortaplumas:
– Toma -le ha dicho-. Pon las tuyas.
Samar escribió debajo: L. S., y me invitaba a poner las mías cuando ella se interpuso protestando:
– No, no. Samar y yo solos.
A mí, la verdad, no me gustó aquello. ¿Por qué esos distingos? Yo quedé mirándola un instante con cierto rencor y ella me hizo un guiño y me sacó la punta de la lengua. Esa chica, de pronto, da a entender algo raro, como si fuera muy lista y su bobería la llevara sólo como disfraz para despistar. La conozco bien. Sé que no hay nada de eso. Allá ella con su misterio y con su pistola. Tanto intríngulis y a lo mejor dispara esa bala sobre un puchero roto, cerrando los ojos. Estas chicas no son revolucionarias ni nada. Son como los cacharros que se ponen encima del piano, delicadas y finas. Y si quieren portarse como personas van a dejarse engatusar por una corbata o unos bigotes John Gilbert.
Me dedico a limpiar y a contar mi pequeño arsenal de guerra, ya que Star ha hecho que metiera en él las manos. Entretanto, mientras desmonto la pistola y le paso una bayeta mojada en aceite, voy pensando cosas raras. Hace tiempo que me he convencido de que para ser eso que llaman un intelectual -así como Samar- basta con pensar cosas extravagantes. Yo, sobre la revolución ya las pienso. Querría que todo saliera a pedir de boca, que los burgueses vinieran a ofrecerse y no hubiera más que ir disparando. Al mismo tiempo cantarían los coros que oí una vez en Barcelona canciones alegres que hay como para la primavera en los jardines. Y después, cuando no quedaran burgueses, cantaríamos todos e inventaríamos la religión del trabajo y entonces todos los hombres se mirarían a la cara sin rencor y sin recelo y las mujeres no tendrían rubor ni nosotros las miraríamos con esa fiebre canibalesca con que a veces las miramos en la calle. Ya estaría todo hecho y los niños crecerían como las plantas, a base de agua y Sol. Todos seríamos dulces y bondadosos sin ir a parar a ese sentimentalismo que hace que a las muchachas no les crezcan los pechos y que las niñas pequeñas se encanijen y que los curas gordos y sin afeitar conmuevan a las viudas.
El trapo sale del cañón de la pistola manchado de humo. ¿Cuál fue el último disparo? Fue esta mañana, cuando lo del tranvía. No le di a ningún guardia, ni siquiera al caballo de un guardia. En el momento de apretar el gatillo se metió por medio un anciano de barba blanca que llevaba dos muletas y una manteleta negra cubriéndole los hombros y botas de charol muy limpias. Tenía una pata encogida y una cara muy miserable y lagrimera. Se metió por medio y se quedó con la bala. Salieron trompicando las muletas y el sombrero, y quedó aplastado en la acera como un pájaro. Se dirá que es lamentable. Más lo es, en la guerra, cuando una granada cae dentro de una casa y mata a los niños y a las mujeres. Y sin embargo, no dimite el Estado mayor. Pues aquí es igual. Con la agravante de que un hombre tullido pocas cosas tiene que hacer en la vida y menos cuando tiene aquella barba y aquellos zapatos lustrosos. Ya está limpio el cañón. Mirándolo a la luz parece de cristal por dentro. No puedo quitarme de la imaginación aquella manteleta negra al aire como un cuervo, que hizo un viraje ridículo al caer. Un compañero chofer me dijo después que al viejo lo habían llevado al equipo quirúrgico. Me guiñó un ojo:
– Le dieron mulé.
Eso creo yo. Los que van allí no vuelven. Es el moridero. Le he dado otro repaso al cañón y ahora miro a la luz y más que de cristal parece como si tuviera dentro tubos eléctricos encendidos. Queda limpio como una patena. Hay muchos pajarracos con manteleta en los hombros. Manteleta de cura. Veo que cuando dejo la pistola en la mesa me olvido del viejo de la barba y cuando la cojo vuelvo a acordarme. ¿Será que las armas éstas tienen conciencia?
Ya limpia y engrasada con aceite de máquina de escribir -venden unos tarros muy elegantes por dos pesetas- completo los cargadores. En uno quedaba un solo proyectil. No sé para qué tanto ruido. Se malgasta mucho plomo. En el cajón tengo una cartera vieja y dentro tres billetes con la cabeza de Felipe II y El Escorial al fondo. Me guardo la cartera y nada. Soy el mismo. Me pongo la pistola en el bolsillo de atrás y crezco y me siento feliz. Si llega la patrona le diré por qué las vacas se comen las cabezas de Felipe II y las piedras de El Escorial. Porque ella tiene cara de vaca y hasta me ha parecido oírla mugir cuando riñe con el marido, un tío badanas que no hace nada. Yo con la pistola soy feliz porque son días en que hay que romper bolsillos, aunque el mío no se rompe porque lo he reforzado con cuero. Huelga general en la calle, dinero para resistir; el comité de la federación todavía completo y en libertad. Esto es vivir avanzando. La violencia -bien lo dice el folleto que asoma la esquina en la mesilla de noche, debajo de la jarra del agua-, la violencia es el móvil natural de toda acción y reacción y sin violencia no hay vida ni podría haberla. Pero las cosas están de tal manera en este cochino mundo que no se puede ser natural, lo que se llama natural, porque resulta uno demasiado violento.
Ahí está la patrona. Antes de que hable, le pregunto:
– ¿Quiere usted dinero?
– No.
– ¿Está harta de billetes monárquicos?
Se encoge de hombros, sin contestar. Yo me acuerdo de la tía Isabela y señalo el pasillo:
– ¡A la mierda!
Se va chillando. Eso que es tan natural, resulta violento. Luego viene el marido y antes de que hable le pregunto:
– ¿Viene usted a pegarme?
– No.
– ¿Viene a convidarme con café?
– Hombre…
Le señalo también el pasillo:
– Si viene usted a hablar, yo nada tengo que hablar con un macarra ¡Largo!
Y se va también. ¡Sí es lo natural! Pero esto resulta violento, ya lo veo. Es la tonta civilización, más tonta que Star, que ya es decir. Con la pistola en el bolsillo, los compañeros en la calle y la revolución en el alma, somos como Dios. También Él es violento con los terremotos y los volcanes. Todo lo demás es flojo, blandujo, viejo y huele a sudor de enfermo. Ahora vuelven a dar en la puerta con los nudillos:
– Pase.
Es la criada. Una pobre muchacha jovenzuela y guapa. Yo me encuentro hoy, después de estos días de andar a hostias con la policía como borracho. Si me acuerdo del interior del cañón de mi pistola, tan cristalino, esa borrachera se me sube por encima de la cabeza y me saca de mi traje dominguero y me deja en cueros con una estaca de pinchos -lo que llamaban antes un mangual- en la derecha. Ahí está la criada. Por lo visto no se atreven a volver los dueños. Está espantada, y me mira y me habla sin que le salga la voz de la garganta.
– ¿A qué vienes? Si fueras honrada serías compañera nuestra. Como estás embaucada por los curas, sólo sirves para barrer los cuartos o para que los huéspedes te muerdan en el culo.
La chica traga saliva con los ojos redondos. Otra vez lo natural resulta violento. Yo estoy impaciente:
– ¡Vamos a ver ¡ ¿Vienes a barrer o a que te muerda?
Más asustada aún, balbucea:
– Se muere.
– ¿Eh?
– Don Fidel.
Avanza poniéndose instintivamente una mano en el trasero. Al ver que me río, disimula y se estira la falda. Habla ahora. ¿Qué pasa con ese viejo?
– Que se muere.
¿Que se muere? ¡Vaya una ocurrencia! ¡Ahora que yo tenía que salir!
La criada se va con unos pasos muy rápidos y muy menudos. En la puerta se vuelve a mirar como si fuera a decir algo y no dice nada. Yo soy incapaz de conducirme así con los míos, pero con los otros algunos días no lo puedo remediar. Ese don Fidel es un viejo empleado de la Tabacalera que lleva cuellos y puños duros y que habla siempre de un tío suyo general carlista que fusilaron los liberales, y cuando yo lo ponía en duda me juraba que en su casa del pueblo tiene metido en una urna de cristal el calzoncillo todavía manchado de sangre. Tiene el mejor cuarto de la casa y odia la civilización. Querría matar a todos los anarquistas y comunistas y coge un berrinche cada vez que lee en los periódicos que una comisión de obreros ha ido a ver al presidente para protestar contra algo.
– ¿Por qué los recibe? -dice echando espuma por la boca- ¡Leña es lo que necesitan esos vagos!
Se ha mantenido soltero toda la vida porque así le parece que la familia le tiene por un pillete y también por miedo a los cuernos. De vez en cuando se gasta unos duros con una chica callejeante. A través de la pared de su cuarto, que está al lado del mío, le oí rezar un día en voz alta. Parecía que no estaba muy satisfecho de Dios:
– ¡Me dais la tentación y luego hacéis que coja blenorragia! ¡Con todos los respetos, Dios mío, eso no está bien!
Y ahora se muere. ¡Sí que debe ser divertido verlo morir! Cuando salgo al pasillo oigo maullar en la cocina desesperadamente. Parece que va en serio. Entro en su cuarto. Apenas hay luz. Las ventanas están entornadas y de un rincón, entre un burujo de sábanas, salen estertores malolientes, como si hubieran puesto a hervir una olla de coles. Respiro por la nariz y no hablo hasta que tengo los pulmones llenos de aire y me toca echarlo. La patrona y su marido están uno a cada lado. Me miran recelosos y ella me da disculpas como si al abrir minutos antes la puerta de mi cuarto me hubiera ofendido. Yo pienso que la violencia irá contra la cultura, pero como es natural la gente se somete y la acata. Ahí están esos hombres. A los dos les acabo de cantar las verdades y sin embargo… Claro que también entra en esto el respeto a don Fidel. La patrona, al retinarse para dejarme a mí el sitio al lado de la cabecera, ha cerrado sin querer la hoja de la ventana y el patrón le pide que abra más y me explica:
– El aire libre es un gran aliciente para la agonía.
Pero yo no sé qué hacer ni qué decir. Lo natural sería no haber entrado. Una vez dentro, lo natural es taparse las narices y escupir. Me cuentan en qué consiste la enfermedad y quieren convencerme de que pudo salvarse, cuando a mí me parece tan lógico que se muera. El patrón le da agua con una cucharilla. Yo le digo:
– ¿Para qué? Déjenlo que se muera de una vez si se ha de morir.
Le parece tan monstruoso a la patrona que se santigua y advierte:
– No grite, que se entera de todo.
– ¿Se entera de todo?
Y a continuación pienso para mi conciencia: “¡Qué cotilla!” La patrona lo llama:
– ¡Don Fidel! ¡Don Fidelito!
Tengo unas ganas de reír atroces, sobre todo cuando veo a la patrona limpiarse una lágrima. El patrón también lo llama: -¡Don Fidel!
Y de vez en cuando mira el reloj de oro del muriente que está sobre la mesa y la tabaquera, que asoma en un bolsillo de la chaqueta negra, y piensa que debe ser de plata. Los dos coinciden ahora en llamarlo, y don Fidel entreabre los ojillos cerúleos. Aprovechan esa oportunidad para decirle que estoy yo aquí y entonces veo la mirada mortecina que se posa en mis ojos. Él los cierra sin responder. Le han puesto un Cristo sobre el vientre, un escapulario junto a una oreja. De pronto se oyen voces en el pasillo y la patrona sale presurosa, dejándome en las manos una toalla con la que le espantaba las moscas y le hacía aire. Luego se vuelve a asomar a la puerta y llama al mando muy contenta. Debe ser la visita del cura que tanto les conmueve. Yo me quedo de pie al lado de don Fidel, con la toalla en la mano. De vez en cuando la paso sobre su cabeza, como la patrona, pero sin querer me acuerdo de los toreros y a cada nuevo pase digo en voz alta:
– ¡Dobla!
Luego de izquierda a derecha:
– ¡Dobla ya!
Tengo prisa por marcharme y él no tiene ninguna al parecer, la muerte le ha afilado el perfil, pero que si quieres. Salgo al pasillo y le doy la toalla a la patrona.
– ¿Y don Fidel? -me dicen con la esperanza de que se haya muerto.
Respondo marchándome:
– Tan pelma como siempre, señora.
Salgo a la calle. Un viejo carlista no es una persona. Ni un animal. No es nada. ¿Cómo voy a sentir que muera un tipo como ése, yo, que salgo a la calle a matarlos?
Es verdad que ellos también me la tienen jurada a mí, pero así es la vida y nosotros no la hemos hecho. Al menos, yo.
Al entrar aquí llevaba una sensación ambigua, de cínico que ha perdido la moral y anda por la calle a cuatro manos. Luego, la ansiedad y la emoción de hallarme en casa de Amparo, y ya ante ella la reflexión de otras veces: “Puedo ir yo a la raíz del arco iris o el arco iris venir a mí. Pero de todas formas estaba en medio del puerto nevado -con nieve ardiente- y quería engañarme en vano. Yo había ido a las altas cimas, y cuando veía el Sol en los cristales del hielo iba hacia ellos deslumbrado por el iris de millares de pequeños prismas. “Viene el Sol aquí y se descompone y muere.” Luego escuchaba al viento y el viento sólo hablaba de soledad en la muerte lanzando quejas largas de un dolor cósmico. Me sentaba y soñaba con los prismas de hielo y sus alcázares. El frío me quemaba la piel. Sentía el viento en mis cabellos y en mi barba de tres días y encontraba un placer en las agujas que me traspasaban las manos amoratadas. Solo, arriba; solo y lejos, y alto con las nieves y los vientos. Entrar en el prisma helado y calentarlo con mi calor limpio, más fuerte que el frío de todas las cumbres, y soñar: “En el frío y en la blancura de este alcázar tiene que extinguirse la impureza de abajo, deben morir todos los miasmas, toda la podredumbre. Ella es limpia y diáfana como el hielo, y el sol de mi corazón lo asimila, lo descompone. Con él levanta sus alcázares. Pero el viento ruge abajo. El viento gime arriba. El viento habla de soledad en las alturas y de la angustia de tener que abandonarse a las fuerzas desconocidas. Eso que llaman la angustia cósmica.
Abandonarse… Cuando todo nos invita a levantarnos y rechazar el misterio, a negar la fatalidad doricojónica o la miseria ebionita de Palestina. A negar los alcázares de luz descompuesta y a sublevarnos contra el viento de las soledades, y a ser sus enemigos y a levantar bandera contra él. Si el viento llora, reiremos nosotros y apagaremos su gemido con nuestras canciones más o menos procaces. La ciudad está allá abajo, detrás de nuestro cenador florido. Las calles escalofriadas. Grupos negros sobre el asfalto blanco y máuseres en las esquinas, Calles blancas abandonadas. Arena en las aceras y de vez en cuando boñigas de los caballos del orden público. El arco está tenso y la flecha de Espartaco, encendida. ¿Y así, en estas circunstancias vamos a abandonarnos?
Estoy a su lado. En mis oídos se adormeció la voz de Star que me decía hace poco:
– Tienes unos amores de tarjeta postal.
Como Amparo sabe que la revolución me aleja de ella, se me incorpora con la esperanza:
– Si ahora triunfáis -dice con alegría infantil- después estaremos ya siempre en paz.
Yo afirmo pensando en otra cosa. Luego la miro. En sus ojos no hay más allá. Todo aparece cuajado en la retina. También los alcázares y sus palenques de nieve. Como ve que no hablo, insiste en su entusiasmo revolucionario. Yo le pregunto:
– ¿Eres anarquista?
– Sí.
– Tienes una ocasión para ayudarnos; para demostrarlo.
Sus ojos resplandecen:
– Aunque soy cobarde con algunas cosas, no vayas a creer que no soy capaz de todo.
Me acuerdo de Star y de la tarjeta postal. Voy dejando caer las palabras taimadas:
– Quería pedirte una cosa. Pero lo que quiero de ti puede perjudicar a tu padre. Se trata de que me proporciones tres volantes impresos de los que hay para el caso, con el sello del Regimiento al pie. Son permisos para entrar en el cuartel. Los volantes estarán a mano y con ellos sobre la mesa de trabajo del coronel, el sello. Es muy fácil -Amparo me dice con tristeza después de un largo silencio:
– Tú no me quieres.
Yo insisto como si no la oyera:
Elige. Son tiempos de conductas netas y claras. A la hora del combate, la familia no representa nada. Hasta ese pobre hombre de Jesús a quien tanto dices que amas en tus rezos os dijo: “Dejaréis al padre y a la madre por seguirme. No habrá paz en las familias.” Él os ofrecía un ideal. Nosotros te ofrecemos el nuestro. Elige entre Dios y yo. Entre tu padre y nosotros.
Casi llorando repite:
– ¡No me quieres!
Con la misma sequedad -el pulso acelerado de la ciudad late en mis palabras- voy dejando caer palabras que parecen nuevas:
– Si no te quisiera, me casaría contigo. Sería una buena boda. Habría gran ceremonia, iglesia iluminada y orquesta. Todo eso decora muy bien la posesión de una mujer tan bonita como tú. Ya ves si sería fácil. Pero te quiero de la única manera que puedo quererte, como nadie será capaz de quererte nunca. Te quiero desesperadamente. ¿Oyes bien?
Le atravieso los ojos con mi angustia.
– ¡Desesperadamente! Porque siendo tú mi vida tengo que renunciar a ti.
En el fondo del alma una voz clama desesperada: “No ser un imbécil! ¡Qué tragedia, no ser un idiota! ¡Ella me querría igual! Un imbécil, un idiota y un revolucionario dicen ante una mujer como ésta las mismas palabras. Y esas palabras bastan como la varita de las hadas- para encontrar ese tesoro único.” Me ve retraído. Me mira a la boca porque el punto final a partir del cual ya no cabe el diálogo lo ve en las comisuras de mis labios. Insiste:
– Yo iré contigo. Yo no quiero nada en el mundo fuera de nuestro cariño. Yo…
La atajo con voz apremiante:
– Ayúdanos facilitando a los compañeros esos volantes.
Sigue dudando:
¿Triunfará así la revolución?
– Por lo menos -declaro- la agitación será más profunda y más extensa.
– Antes has dicho, Lucas mío, que tenías que renunciar a mí. Si os doy esos volantes, ¿seguirás pensando lo mismo?
– Es probable.
Ella, que parecía tan serena y tranquila, comienza a contraer los labios. Pasa de la felicidad radiante a la desesperación en un segundo:
– No te basta -dice con voz insegura- que os sacrifique a papá.
– ¿Que lo sacrifiques?
– Sí. La primera víctima de una sublevación es el jefe.
Yo callo. Ella comienza a llorar y pregunto:
– ¿Piensas que soy un criminal?
– No sé. Te querría lo mismo aunque lo fueras.
Sin saber lo que hago, enciendo un cigarrillo. Ella ha sacado su pañolito, y al oírme decir que no hay nada “irremediable” lo mordisquea y lo desgarra. La tía, que se da cuenta de que no estamos en paz, nos echa unas miradas tímidas y vivaces. Amparo balbucea:
– ¡Ah, si me muriera! Eso lo arreglaría todo.
La razón no me duele hoy como el otro día en el cine. Quiero hechos, quiero lógica. Si estoy enamorado, peor para mí. Si no se puede salir de este laberinto, me pegaré un tiro. Yo no puedo ir. Ella no puede venir. Triunfaré, si puedo, o sucumbiré de un pistoletazo bajo la lógica nueva que puede cada día más: que puede más que ella y que yo. ¿Cómo va a dejar ella sus sedas, tu tocador, su jardín, su familia dulce, para venir al solar miserable, ella que tiene macizos de claveles, de rosas? ¿Qué haré yo con la pistola en la diestra y su inocencia y su hermosa infantilidad desvalida -des-va-li-da- al lado? No. ¿Hay que renunciar? No puedo, no quiero, no sé ni he de aprender. Yo, que me imagino a mí mismo con la frente abierta en la losa, como Germinal, sin sobresalto, no puedo imaginarla a ella en otros brazos sin sentir temblar la tierra a mis pies. Y ella ha dicho:
– ¡Ah, si me muriera! Eso lo arreglaría todo.
La he oído sin alarma. Ante una reflexión que me turba un instante, me consuelo en seguida pensando: “Ha dicho que me querría aunque fuera un criminal.” Y los cuerpos se entienden y la intuición trabaja entre sus mejillas de manzana y las mías sin afeitar. La intuición nos acerca y nos repele fijando luminosos atisbos como los relámpagos en una tormenta. Ella completa la insinuación anterior.
– Si yo muriera tú serías feliz.
La razón va a protestar, pero algo surge de improviso y la arrolla. Me callo. Ella me mira a los ojos y yo los oculto con una nube de humo. Espera que la nube se desvanezca y entonces, antes de que ella los vea, le contesto mecánicamente:
– ¡No, eso no!
Luego la miro de frente. Sus ojos, sus labios, la actitud de sus manos y hasta el ángulo que describe el torso con los muslos dependen de lo que yo diga, de lo que yo mire, de lo que pueda ella suponer que yo pienso. Antes lo dijo hablando consigo misma. Ahora me lo pregunta mirándome a los ojos. Como el cigarrillo se ha terminado, lo tiro y le devuelvo la mirada en silencio. Quizá piense que no la quiero. O que soy un malvado. Lo terrible es que no me preocupa lo que piense. Y que la quiero a pesar de todo con toda la ausencia mortal de mi alma.
– Si no me contestas -dice ella- es que acierto.
Yo no quiero entrar en diálogo, recordando que José Crousell y Helios Pérez no han llegado a comer a casa de Villacampa y que probablemente esto se debe a que los han detenido. Luego pienso en Fau y en mi proyecto que el comité revolucionario debe aprobar. No sé, entretanto, lo que ella dice o piensa. Sé que habla, que me hace extrañas preguntas y que cuando de pronto yo me incorporo, la miro y digo: “Escúchame”, ella se sobresalta y se estremece.
– Escúchame. Ahora vas a ser tú quien conteste de una manera inequívoca. Nosotros necesitamos; yo -añado subrayándolo- necesito esos volantes con el sello del regimiento. ¿Me los vas a dar?
Se levanta y sale decidida. Entra en la casa. Me quedo solo, lejos, flotando en el vacío y comienzo a sentir otra vez la razón como una neuralgia. Miro al suelo de arena. Ahí están los huellas de sus zapatos. Pero ella se ha perdido ya en el tiempo. No existen sino sus raíces en mi corazón, soterradas. Siempre creciendo, siempre avanzando. La tía cree que cumple un deber de sociabilidad habiéndome desde su discreta distancia.
– Es terrible lo que ocurre por ahí, Lucas. ¿Se enteró de lo de anoche?
Vuelvo del letargo precipitadamente:
– No, señora. ¿De qué?
– Apagaron todas las luces de Madrid.
– ¡Ah, sí!
– ¿Qué le parece? Eso no está bien. Porque en muchas casas hay enfermos.
– Claro.
– Y además ha habido desgracias.
Yo callo. ¿Me dejará en paz esa buena vieja? Pero todavía pregunta desde su banco entre el cenador y el porche:
– ¿Qué es lo que quieren ahora?
Por contestar algo, digo:
– ¡Vaya usted a saber!
He dicho la verdad. Hay bastantes fuerzas para intentar algo, pero seguimos obstinados en no saber lo que queremos. Es decir, yo tengo la conciencia tranquila. Yo lo sé. ¿Qué significa, sin embargo, la seguridad de mi orientación donde nadie quiere sujetar ni encauzar su heroísmo? La tía sigue hablando hasta que ve aparecer otra vez a Amparo. Ésta viene, decidida, despreocupada. Sobre la arena tibia del jardín su paso es armonioso. Recuerdo no sé por qué los frisos de las remotas olimpíadas. Se sienta a mi lado y saca del pecho un pequeño rollo de papel.
– Ahí los tienes, Lucas.
Le cojo una mano y la llevo a mis labios. Ella me mira con una serenidad nueva, desconocida.
– ¿Sigues pensando que no es posible? -me dice.
Yo advierto, condicionando la respuesta:
– ¡Aún no basta! Tienes que prometerme no poner sobre aviso a tu padre.
– Te lo prometo.
Beso su brazo y después su boca. Ella me acaricia el pelo y calla.
– ¿Verdad que sí? -dice después-. ¿Verdad que seremos felices?
Ha cambiado esta muchacha. Parece que sobre sus ojos han pasado diez años en un segundo. Me pregunta en silencio. Se recoge su expresión en la mirada, y en los ojos: “¿Piensas ahora si es posible nuestra felicidad?” Yo contesto con otra mirada y otra pregunta: “¿Y tú? ¿Lo crees tú?” Recoge mi pregunta y contesta de una manera que es toda una revelación. Tiene ahora una placidez y una dulzura con orígenes en el misterio. El dolor da la sabiduría. Me mira como nunca había mirado a nadie y sus miradas parten de un equilibrio muy por encima de los equilibrios humanos posibles. Su respuesta silenciosa y dulce, suave y honda, llega a los más obscuros cimientos de mi pasión y me produce escalofríos. “¿Y tú -sigo yo preguntando- ¿Qué crees tú? ¿Es posible nuestra felicidad?” Toda ella se hace luz en los ojos. Leo en ellos con toda firmeza una negación:
– ¡No!
Vuelvo a cogerle las manos. Después de esa negación necesito hacerle, precipitadamente, una pregunta:
– ¿Me quieres?
Ella me mira en silencio. Su manita sube por la solapa y se apoya en mi nuca:
– ¡Cuántas ilusiones, Lucas mío!
Habla de ellas como si las viera huir por el aire en una bandada de esos ángeles en los que ella cree. Insiste:
– ¡Cuántos sueños!
Sí. Me quiere, pero ya no llorará. Me acerco más a ella con la sensación de que se va a perder, de que se me va a marchar. La serenidad no dura mucho. En seguida se lleva las dos manos a la cara y se cubre las mejillas. Los labios se le abren bajo la presión y los ojos miran desesperadamente al techo. Con voz de llanto -llanto fresco, de bebé- pero sin lágrimas gime. Yo le rodeo el talle y atraigo su rostro. Se siente protegida y quiere sonreír. Pero la última ilusión se va. La veo pasar por sus ojos en una sombra azul cuando gime.
No llorará. Estoy seguro. Pero se acurruca en mi pecho y gime, con el puño derecho cerrado junto a la boca. Yo temo el instante, sintiéndola trémula y convulsa, no sé qué peligros. Se separa.
Todas las ciencias del mundo viejo y amargo le han dado el secreto. Sabe que lo nuestro no es posible. Yo quiero decirlo todo y no digo nada.
En lo alto del pabellón aparece el último rayo de Sol de la tarde. Sigo viendo en sus ojos la negación cuando se levanta y con sus manos en mis hombros me mira. Yo me he impuesto un hermetismo artificial que consigo fácilmente pensando en mis camaradas. Veo la negación en sus ojos. En los míos ella debe advertir sólo una cierta frialdad. Nos despedimos sin palabras. Hay una entre los dos, que ni ella ni yo nos atrevemos a repetir. Ya no hay preguntas. Ella se va adentro sollozando e invocando a su madre. Es el animalillo extraviado de otras veces. Pero extraviado para siempre. Yo me quedo con los tacones clavados en la arena. “Nunca más” -dice el aire del jardín- “¡Siempre más!”, gritan mis compañeros en la avalancha del atardecer. “Nunca más” -dice una cortina de tul blanco en una ventana-. “¡Siempre más!”, gritan las primeras sombras del anochecer. Y salgo sin despedirme de la tía, que tiene un ceño muy pronunciado.
Ya en la calle oigo voces, tumulto. Un monstruo llega sobre mí corriendo, soplando. Apenas tengo tiempo para ladearme. Se acerca al muro del jardín, lo quiere saltar y no puede. Corre al pie de la tapia. En seguida aparecen a mi lado el pequeño Buenaventura, Graco y Santiago. Ahora distingo bien al monstruo. Buenaventura da órdenes:
– ¡Vivo! Buscadle la vuelta. No correrá mucho, porque lleva un chinazo en la pierna.
Corren, me adelantan. Buenaventura dispara dos veces y se oye gruñir a Fau, arrastrándose. Vuelve a levantarse y va a dar en la parte del pabellón, que no tiene jardín. Aplasta con su espalda las trepadoras del muro, rompe las campánulas azules. Está sobre el fondo verde mirando, desorbitados los ojos, a sus perseguidores, abiertos los brazos en cruz contra la pared. Una lagartija ha quedado aprisionada bajo su bota y asoma el hocico asfixiándose. Los tres compañeros se acercan más. Disparan cuatro, seis, diez veces. Hasta que el monstruo da con la nariz en el suelo y sus ojos miran sin mirar. Entonces se marchan escondiendo las armas. Del cuartel salen unos soldados y disparan los tiros perdidos del reglamento. Luego llaman al oficial de guardia. La lagartija, con el rabo partido, anda trabajosamente por el pantalón de Fau. Todavía hay un poco de Sol en la chimenea del pabellón, encima del balcón de mi novia festoneado de trepadoras blancas y campánulas: un verdadero balcón de tarjeta postal.
La señora Cleta no me ha querido tener más tiempo en su casa. ¡Valiente casa! En las doce horas que he estado allí me he llenado de pulgas. Y luego ella no hacía más que hablarme de que cuando vivía su marido no la dejaba a sol ni a sombra con los celos. El marido debía ser un badanas. Y por lo que ella presume de sus celos, más que una mujer guapa se me representa una mujer bastante puta. Para que me marchara me ha refregado por las narices que la comprometía como viuda de militar. Con eso le parecía que me demostraba ser más que yo. Cuando ella se haya lavado cuatro canastos de ropa estando el marido enfermo y sin jornal, lo creeré. ¡Y duro con que su hombre era oficial de Seguridad! Repetía:
– Mi hombre mandaba a cincuenta guardias.
Aguardaba un poco y seguía metiendo cizaña:
– Claro que en los tiempos de revuelta mandaba más.
Yo le dije:
– El mío los hacía correr a todos como conejos.
A ese paso yo sabía que llegaríamos a agarrarnos del moño y allí era donde yo la aguardaba, pero me ha tenido miedo y ella misma me ha buscado alojamiento para esta noche en casa de Lucrecia, la mujer del cabo. A la que le hace muchos amores la señora Cleta es a Star. Yo, para que no le resultara tanta gorronería a Lucrecia, no he dicha nada a mi nieta. Allí se ha quedado con el gallo. El gallo es para ella antes que yo y antes que todo. No tiene corazón. Ahora vienen los chicos al mundo dejándoselo en el vientre de la madre. Cuando se ha enterado de la muerte de Fau no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor fue el que metió en la cárcel más de una vez a su padre, sino que dio un suspiro de satisfacción y le dijo al gallo:
– Ya estarás tranquilo. Fau te había echado la vista, no ahora sino desde antes de la República. A veces te encontraba en el portal. Yo salía y te metía en casa, y entonces él escupía, chascaba la lengua y se marchaba con un palmo de narices.
En casa de la Lucrecia da gusto estar. Hay más claror aquí de noche que allí a las doce del día. Y eso lo hace la limpieza. Luego ella, como tiene marido, ya no siente ganas de ser más que otra. De joven la mujer necesita tener cerca el recuesto. La señora Cleta aún no es vieja, y como no lo tiene está desazonada. Cada vez que va a la iglesia y agarra un cirio se pone a morir. ¡Yo me río mucho cuando las veo así, tan finas y sin calzones que planchas!
La casa de la Lucrecia se la hizo el cabo antes de casarse. Compró a plazos el terreno allá en las quimbambas, y como es albañil en menos de un año estaba levantada. Tiene un piso, falsilla y sótano. Desde entonces han ido haciendo más casas entre la suya y nuestro barrio, y ahora ya está junta con las demás. El cabo no es que sea cabo sino que lo dice la gente, porque cuando cortejaba a su novia estaba en el servicio militar, era de caballería y venía por el barrio con un sable muy grande. Es buen mozo y era muy amigo de mi pobre Germinal. Yo hago buenas raigas con los dos y en cuanto he venido me he puesto un mandil y he comenzado a faenar por la casa. No había nada que hacer, sino la cena, pero he ido por agua, he pelado patatas, y hasta me he llegado a mi casa a buscar unas cebolletas enanas que son gloria pura. Los agentes fumaban en el patio:
– ¿Qué hay, abuela?
– Y se reía el de las gafas. Luego, para que no me hablaran, he estado espantando perros o llamándolos con el chuflo hasta que he vuelto a salir. Pero son gente sin conciencia y todo les da igual. La noche está fresca y el cielo bien cuajado de estrellas. Cuando volví a casa de la Lucrecia estaban dentro Gómez, Graco, Santiago y Buenaventura. Luego han llegado Bienio Margraf y Liberto. En las dos esquinas más cerca de la casa había dos hombres de los nuestros que estaban a la centinela. Han hablado todos con prisa. Liberto abre y cierra los ojos mucho cuando está callado y luego no pestañea mientras habla. Elenio es muy marchoso y no escucha lo que le dicen porque parece que lo tiene todo pensado y sabe lo que tiene que decir en toda su vida. Ellos dos y el cabo hablan de que hay que “trasladarla” con los mayores cuidados y celarla religiosamente. Ya hay sitio dispuesto. Entonces el cabo dice: -¡No hay manera! ¡Esto es un jubileo! Se marchan dejándole dicho el lugar de la reunión para más tarde.
Ahora veo que Graco y Santiago tienen la pistola al lado, encima de un banco y que no se separan del costado de la puerta. Me asomo intrigada y no veo nada. El cuarto no tiene, más que una cama, un lavabo, dos estampas de la libertad y la revolución como las que tengo yo en casa. Miro debajo de la cama y no hay más que un orinal y las zapatillas viejas de Lucrecia. Como veo que nada me dicen nada pregunto, pero no es por falta de ganas. Yo siempre había tenido muy buena idea de estos compañeros. Formales, poco habladores y con buena fama. Yo me lo represento al cabo como a mi Germinal. Siempre en lo suyo. Pero no podía pensar todo esto. Por lo visto el cabo es alguien. Lo cuidan -a él y a su compañera- como cuidaban antes a los reyes, y no parece sino que en lugar de la cama de matrimonio está la divina custodia. Las dos centinelas que hay afuera no dejarán pasar a ningún sospechoso. ¡Que vengan los perros, que vengan! Al gafitas ése querría yo ver aquí.
Han entrado dos que no conozco y se han sentado donde los otros. Los de antes se han marchado mirando el reloj y guardándose las pistolas. Al salir me han dicho: -Animo, abuela. Ya las pagarán. -¡Dios os escuche!
La Lucrecia pone en la mesa un jarro, pan, cinco platos. Los dos de las pistolas se acercan con el cabo y se sientan. Me dejan a mí el mejor sitio y yo protesto:
– Nosotras, después. Ahora coméis vosotros; Lucrecia y yo cuando hayáis acabado.
El cabo dice que no. La Lucrecia trae la cena de una vez, se sienta también y por lo que veo comemos todos a un tiempo. En casa no lo hacíamos así. Primero son los hombres y una ha venido al mundo para servirlos. Me han dejado el puesto más principal, aunque sé que no lo hacen por mí, sino porque soy la madre de Germinal. La cena es corta, de casa pobre, pero sabrosa, y como Lucrecia y el cabo se llevan bien es una gloria mirarlos a la cara y verlos tan contentos. Los dos que estaban en el banco, guardando la puerta del dormitorio, han comido bien. Luego encienden un cigarro y vuelven a su puesto. Hablan ahora los tres y el cabo dice con mal talante:
– ¡Lástima que no haya más remedio que liarse a tiros!
– Tontería. Sólo se convencerán cuando les pongamos el pie en el cuello.
Después de cenar me entra soñera. Pero temo que si me duermo me van a despertar en seguida a tiros. Parece que no ocurre nada, pero lo cierto es que entre los gestos y las palabras se ve que esta noche tiene aquí su misterio. El cabo pasea, nervioso:
– ¡Esto es la rehostia!
Para darle la razón entran dos individuos. Uno es cojo y me parece que lo he visto alguna vez pidiendo limosna. Lleva barba canosa y representa unos cincuenta años. El otro no es viejo pero tiene una cara que da espanto. Hablan con el cabo y pasan al dormitorio. Yo me asomo poco después y en el dormitorio no hay nadie ni tiene puerta ninguna de salida:
– Rediós; esto es cosa de brujas.
Pero ni Lucrecia ni el cabo se preocupan. Entra la gente, desaparece, y aquí no ha pasado nada. Vuelvo a sentarme y me adormezco. La mesa se pone de medio lado, se inclina y cuando va a ponerse patas arriba yo doy un respingo. Lucrecia recoge los platos y yo le digo que espere un momento y fregaremos las dos. En cuanto doy tres cabezadas ya estoy despabilada y puedo faenar como si tal cosa. Pero esta vez me parece que me voy a quedar roque.
El cabo me dice:
– Aquí nadie ha perdido tanto como usted.
Pero mientras los veo a todos afanados en vengar a mi Germinal, parece como si mi hijo no hubiera muerto. Lo malo será cuando todo esto se acabe y vuelva a hacer la vida de siempre. El cabo dice que eso ya no será nunca.
– ¿Por qué? Yo he visto muchas cosas en este mundo y no tengo tanta confianza. Hay que matar a mucha gente y para eso hay que llevar uniforme. Con chaqueta y gorra no podréis matar más que a algún guardia.
Les cuento que salí dispuesta a volar la ciudad y luego tuve que ir dando las bombas a los compañeros de mi hijo. El cabo suelta a reír. Se me ríe en las barbas, y yo, por no contestarle, me voy a la cocina. Lucrecia no quiere que la ayude y me envía a la cama; como si fuera un vejestorio inútil. Yo me quedo ayudándola. ¡Estaría bueno! Irme a dormir ahora cuando desde hace cuarenta años soy la última que se acuesta en casa y la primera que se levanta. La cama es para los viejos y yo aunque lo parezca no lo soy.
– Entonces no se acostará usted, tía Isabela.
– ¿Por qué?
– Toda la noche habrá gente en casa.
Como ven que no pueden conmigo me dejan que ayude en las últimas faenas. En el cuarto de al lado se oyen voces. Yo me siento y vuelvo a cabecear. De vez en cuando oigo pasos y me despierto. Entran más obreros. Algunos, viejos que más les valdría estar en la cama. Uno, sobre todo, que arrastra los pies y tiene los ojos llorosos y le tiembla la mano. Todos pasan al dormitorio del cabo. Yo rezo para no dormirme del todo. Saco el rosario y voy pasando cuentas: “Por el hijo, que gloria tenga”. Cuando me acuerdo que están los agentes en mi casa, no puedo seguir rezando. “¡Hostia bendita!” “¡Si los cogiera donde cantan las perdices!” Dios dijo: “perdonad a vuestros enemigos”, pero nada habló de los agentes de policía y de los guardias. Mi hijo cayó en la calle con la cabeza llena de ideas buenas. Yo no puedo rezar para que Dios lo perdone. Estoy segura de que no necesita que lo perdone nadie. Tampoco él tenía nada contra Dios y no lo acusaba ni lo perdonaba. De igual a igual, ninguno iba contra el otro. Yo rezo porque tenga paz y gloria en el otro mundo como las tenía en éste. Aunque luchaba y aunque lo mataron, él siempre tuvo paz porque no le vi que pensara una cosa hoy y otra mañana ni que dijera una cosa e hiciera otra. Y la gloria yo me la figuro como un lugar donde todo el mundo tiene que comer, hablan bien de uno y lo estiman y lo respetan. Por eso mi Germinal tuvo paz y gloria aquí y voy a rezar este otro “misterio” para que no le falten allá.
Pero no termino. Doy una patada en el suelo y el cabo me pregunta:
– ¿Qué le pasa, abuela?
– ¡Coño, que me duermo!
Y como veo que hago mal papel me voy a dormir. Bueno, eso de dormir… Me paso las noches soñando. La noche antepasada soñé que todos los señoritos y las burguesas se habían retirado de la calle y nosotros éramos los amos. No había guardias ni “perros” y guisábamos con una hornilla en la Puerta del Sol y en la Cibeles. Luego organizábamos baile y la señora Cleta se levantaba las faldas en el centro de un corro y movía los brazos diciendo que era viuda de militar.
Eso fue anteayer. Ahora… Bueno, ya veremos. Estoy en la cama y voy a ver si duerno. Porque a veces me duermo sentada en una silla y luego en la cama no lo consigo. Cosas de este cuerpo que es un reló descompuesto. Oigo voces nuevas ahí fuera. Lucrecia va a la cocina y hace ruido de vasos. Discuten a voces. Alguien pide silencio y ahora se oye hablar a Samar. ¡Cristo, no hay quien aguante en la cama! Me visto y salgo a ver qué pasa. La puerta está abierta y entran unos hombres como gusanos que se arrastran por la pared sin hacer ruido. Van al dormitorio del cabo y cuando yo me asomo allí ya no hay nadie. Al poco rato sale del cuarto un viejo lisiado santiguándose. Yo no lo había visto entrar. Samar le pregunta:
– ¿Por qué hace eso?
El viejo lo mira y saca una voz de los tobillos:
– ¡Ah, muchacho!
Luego señala el dormitorio:
– ¡Igual que una Virgen pa los pobres! Cuando lo veas también tú te santiguarás.
Yo vuelvo al dormitorio. No hay nadie. Me restregó los ojos y voy a la puerta de la casa. Alrededor duermen en el suelo cuatro o cinco desarrapados. Más allá vigilan dos de los nuestros. Esta es la parte más miserable del barrio. No hay más que ladrones y muertos de hambre. La casa de Lucrecia es como el palacio del obispo, al lado de tanta miseria. Madrid está obscuro. Dicen que han roto con unas tijeras todos los hilos que llevan la luz a las casas. Bien hecho. En este barrio y entre estos pobres hijos abandonados de Dios la luz no hace puñetera falta. ¿Para qué? ¿Para ver piojos y podredumbre? Pero Madrid está allá abajo. Y mi hijo…
– ¡Eh! ¿Qué piensas tú de Germinal?
– ¿Yo? -responde un bulto negro que suspira ahí al lado-. ¿Qué quiere usted que piense?
– Pero no había otro como él, ¿eh?
– Hombre. Cada cual tiene su alma en el cuerpo.
Pasa un minuto sin hablar y le pregunto bajando la voz:
– ¿A qué venís aquí?
Me mira extrañado:
– Si no lo sabe, no se lo puedo decir.
¡Carajo con los misterios! Al entrar dice el cabo con una mezcla de miedo y de satisfacción:
– Lo sabe todo el barrio y no se ha enterado la policía. Pero ahora la vamos a trasladar a sitio seguro.
Por fin veo que entran otros dos al dormitorio y me voy con ellos. Al lado de la cama hay una trampa en el suelo. La levantan y aparece una escalera abierta a pico. Bajan ellos y detrás yo. Si no es para mujer, ya lo dirán. Abajo hay hasta tres docenas de personas. Como el techo es muy bajo hay que estar con la cabeza inclinada y algunos andan encorvados. Otros, para estar más cómodos se han arrodillado. Yo no veo sino que al fondo hay luz. Una vela o dos. Todos están quietos y callados y como no se puede estar con la cabeza levantada, parece que rezan. Uno dice a mi lado:
– El día se acerca.
– ¿Cuál? -pregunto yo.
Este venía por casa alguna vez. También conozco casi todas las caras de aquí. Pregunto qué es aquello y me dicen una palabra que no entiendo. Yo por no hacerme la tonta no pregunto roas, pero voy avanzando, disimulando codazos y empujones. La gente habla en voz baja. Cuando llego a la primera fila veo a Graco arrimarse a una vela y despabilarla. Enfrente hay una máquina alta y fina como un galgo, con tres patas. No me extraña que esté tan limpia conociendo a la Lucrecia. Vuelvo a preguntar qué es aquello y me dicen lo mismo que antes, pero ahora ya recuerdo el nombre:
– Ametralladora.
Creo que dispara quinientos tiros por minuto. Yo no he visto esto nunca. Los hombres la miran y callan pensando cada cual lo suyo. Yo pienso que el día del entierro esta máquina pudo acabar con todos los guardias de España y que con dos como ésta quedaría vengado mi pobre Germinal. A mi lado suspira un hombre muy flaco, que lleva el sombrero en la mano. La ametralladora está quieta y firme, y tiene al lado una fila de cajas de metal y dos cubos que deben ser para las curaciones. Me he arrodillado. Parece que todos rezan, y yo por no ser menos y porque no sé estar arrodillada sin rezar, me invento una oración:
– Gracias Dios mío, voy a rezar un padrenuestro para que los que la manejen no sufran perjuicio y para que sus tiros vayan a los corazones de los que han matado a mi hijo.
Detrás se oye subir y bajar a los anarquistas. Graco advierte que va a enfundarla y que conviene que todos sigan como hasta ahora guardando el secreto entre los incondicionales.
– ¿De quién es esta máquina? -pregunta uno.
Y contestan cuatro o cinco:
– Nuestra.
Graco se me acerca:
– Mírela usted, abuela. ¡Qué limpia y qué garbo de juventud! Es de las primeras que se han venido a nuestro campo. Pero hay otras que son las prostitutas, las putas máquinas que manejan los banqueros. ¡Compañeros! -añade dirigiéndose a todos- ¡Aquí la tenéis! Ametralladora Joquis, modelo americano. Es el arma más eficaz…
Un viejo mete baza:
– Perdone el compañero Graco. Existe otra arma: la cultura.
– ¡Bah!
El viejo de las melenas, dice:
– ¿Y Grecia? ¿Y Roma? ¿Representa algo Demóstenes? ¿Y Platón?
Lo hacen callar aquí y allá los más jóvenes.
Como el viejo se dispone a hacer un discurso, Graco agarra las velas y sale delante. Yo me he cogido a su chaqueta y salgo la primera, no vayan a liarse a golpes. Desde la escalera Graco dice:
– Afuera.
Salen alumbrándose con cerillas. El viejo quiere discutir con obreros jóvenes y éstos le toman el pelo. Ahora ya me voy a dormir tranquila.
Me acuesto y rezo. Me represento la máquina en lugar de San José. No sé, pero puede que si nos hubiéramos encomendado a esa Virgen antes, no me hubieran matado a Germinal ni yo tendría reuma ni sería lo mal hablada que dicen que soy. Porque no habría “perros” en el mundo…
Pero para eso están esos jóvenes colorados, blancos, amarillos, delante de la máquina, callados y rumiando. Digo amarillos porque había un socialista. Pero con esa Virgen todo Cristo reza. Ahí se acaban los discursos. Llegan como gusanos medio aplastados los hombres y al llegar a la Virgen Joquis levantan la cabeza, dicen su palabra y vuelven a bregar contra el hambre, pero ya más satisfechos, como cuando una vuelve de misa. Yo no sé lo que hubiera dado porque Germinal hubiera tenido esa máquina. Cuando se ve que viene al campo de Germinal una cosa tan fuerte, tan aguda y sabia, tan limpia y tan valiente ya se ve que es importante cosa esto de pegar tiros en la calle.
Pero no sé lo que digo porque me duermo. Veo un mar obscuro de cabezas sin afeitar. Graco sobresale por un lado y el viejo de las melenas por otro. Graco grita:
– Todas las máquinas nos esclavizan, menos la Virgen Joquis.
El mar como en tormenta grita:
– La Virgen Joquis es nuestra madre.
El viejo de las melenas grita:
– La ametralladora ha salido de nuestras manos.
– La Virgen Joquis -contestan todos- es nuestra hija.
Graco se levanta en el aire, con la pistola en la mano. Entonces se pone a rezar una cosa rara, como una letanía:
– ¡Los ministros, los directores generales, los obispos, las putas duquesas…!
– Acabaréis un día.
– ¡Los intelectuales, los periodistas serviles, los maricuelas de las carreras de lujo! -Acabaréis un día.
– ¡Los diputados, los gobernantes, los sacerdotes! -¡Labraréis la tierra uncidos a nuestro arado! -¡Las monjas!
– ¡Sonreirán por primera vez sacando leche de sus pechos tiernos!
– ¡Los santos de las iglesias!
– ¡Les pegaremos fuego y nuestros chicos se socarrarán las botas brincando por encima!
– ¡La Virgen!
– ¡Parirá con dolor! Como nuestras hembras. Sólo adoramos ahora una Virgen. Una Virgen propicia y milagrosa: la Virgen Joquis.