39622.fb2 Siete domingos rojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Siete domingos rojos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

CUARTO DOMINGO

XVI. ACTA. MANIFIESTOS EN EL CUARTEL. A SAMAR LE PIDEN UN HIJO

El secretario de actas escribe: “Para una cuestión previa, el compañero Samar pide la palabra y dice que con objeto de que el acuerdo sobre la comunicación al comité nacional pueda quedar nuevamente redactado antes del amanecer y salga en el avión para Barcelona debe tratarse antes que nada su proposición.

“El compañero Urbano se opone; algunos de los reunidos conocen ya la proposición y no la consideran urgente.

“El compañero Graco también cree que es más apremiante dar cuenta al comité de la detención de cuatro compañeros que formaban parte del mismo: Liberto García Ruiz, Elenio Margraf, José Crousell y Helios Pérez. El último ha sido objeto de malos tratos.

“Piden la palabra varios compañeros para sumarse a la protesta de Graco y se acuerda notificar al comité pro presos la novedad.

“El compañero Ruiz pide la palabra para una cuestión de orden. Siempre me parece chocante que un anarquista plantee en nuestros mitines cuestiones de orden.

El compañero Samar insiste en su petición, y en vista de que se accede expone un plan de ofensiva teniendo en cuenta que el movimiento espontáneo suscitado por el asesinato de los compañeros que cayeron el sábado ha llegado a alcanzar su mayor intensidad y ha creado el desconcierto en las filas enemigas. Teniendo en cuenta que en la cuenca minera de Arlanza los obreros se han hecho dueños de la zona. Que las comunicaciones son tan defectuosas que los trenes correos tienen que ser conducidos por personal del ejército. Teniendo presente también que la huelga general ha sido secundada por toda la organización y que en los sitios donde el control no era nuestro se ha conseguido el paro practicando el sabotaje -y una prueba es Madrid, que sigue sin más Prensa que una hoja oficiosa-. Teniendo en cuenta que en determinados puntos el ejército ha permanecido neutral o se ha sumado a los revolucionarios moralmente, contestando a sus vítores. Que en Madrid se va a realizar un intento sedicioso en cuatro cuarteles, de los cuales es seguro que responderán dos.

“Reconociendo que hay algunas armas y que se pueden conseguir más. Que el estado de pánico de la burguesía la ha llevado a inhibirse por completo. Que es necesario comenzar a dar coherencia y cauce político a la energía revolucionaria que tan hondamente ha socavado el sistema…”

Piden la palabra varios compañeros contra la expresión “cauce político” empleada por el camarada Samar. Éste la retira y dice “cauce constructivo”. Les parece bien y sigue exponiendo. Dice que si esperamos más para ir a fondo la burguesía reaccionará y la lucha presentará dificultades mayores. Por fin dice que los comités de barrio, con los soldados que han de sublevarse, las armas que existen y las que se nos han de facilitar deben lanzarse a fondo hoy mismo y deben darse en un manifiesto consignas concretas y los primeros decretos del nuevo poder revolucionario, disolviendo todos los organismos administrativos y políticos del Estado y declarando abolidos todos los privilegios de clase, remitiendo a los obreros al cumplimiento exclusivo de los acuerdos de los cuadros sindicales y ordenando a los soldados que constituyan sus comités allí donde puedan y reduzcan a sus superiores usando todos los procedimientos. Estos decretos serían cuatro y cada uno de ellos reforzaría y dejaría teóricamente realizadas cada una de las cuatro consignas principales en las que se sintetizarían los aspectos fundamentales del nuevo poder y los resortes más elementales del triunfo.

“Han pedido la palabra varios compañeros y como lo interrumpen constantemente Samar se calla y les dice que expongan su opinión y que después continuará él.

“El compañero Urbano se opone resueltamente a tomar el poder y a lanzar decretos. Lo considera vicio autoritario y muy peligroso, y se extraña de que el compañero Samar se atreva a emplear ese lenguaje.

“El compañero Samar le dice si cree que los obreros que se están jugando la vida en la calle piensan así. Reclama que hable el compañero Gisbert que había pedido la palabra y éste dice que nada tiene que añadir a lo dicho por Urbano.

“Samar insiste en que explique el sentido de una interrupción y Gisbert declara que si el triunfo de la revolución depende de ese plan a base de política, poder y decretos, no quiere la revolución.

“El compañero Samar dice que no se explica la conducta del compañero Gisbert y éste añade que él irá contra una revolución de ese tipo porque él lucha por la igualdad y la libertad totales.

“El compañero Samar le advierte que se ha olvidado de la fraternidad y que le extraña porque el compañero Gisbert ha estado en Francia y los gendarmes de la burguesía le han molido las espaldas en nombre de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad. El compañero Gisbert explica dónde comenzó a desviarse la revolución francesa y termina diciendo que si hubiera de salvarse el mundo a cuenta de implantar una autoridad y de encumbrar a alguien preferiría que el mundo se perdiera.

“El camarada Samar dice que el compañero Gisbert es terrible y que no quiere considerarlo monstruoso porque lo conoce.

“El compañero Gisbert dice que monstruoso lo considera la burguesía y que lo tiene a honra.

“El presidente llama al orden del día y el compañero Samar sigue. El primer decreto contesta al estado de guerra declarándonos movilizados para la guerra civil y dando normas para la organización de los consejos de soldados a los que se considera proletarios y soldados de la revolución, y señalando la línea capitalista formada por la guardia civil y las fuerzas de orden público.

“El segundo declara que quedan anulados todos los contratos que determinan propiedad de trabajo ajeno o privilegio económico y explotación. Así nadie pagará a partir de esta fecha alquileres de vivienda ni servicios públicos, ni obedecerá en fábricas ni en talleres otra orden que las de la organización sindical. Da indicaciones para que los mineros de la zona sublevada las sometan a sus asambleas con objeto de conservar las minas en estado de explotación y establece en general dos planos de lucha. Uno de desobediencia civil y otro de ofensiva armada.

“Otro decreto recaba para el comité todo el poder revolucionario hasta que la central sindical se reúna en Congreso con representaciones también de los sindicatos autónomos y dedique toda su actividad a la organización de las federaciones de industria.

“Piden la palabra los compañeros Segovia, Arguelles y Tarrasa. Los tres creen que sobra eso de los sindicatos autónomos. El compañero Samar pregunta si no se los considera revolucionarios y ninguno de los tres lo afirma ni lo niega.

“El compañero Urbano, para una cuestión de orden. Cree que perdemos el tiempo y que antes de seguir adelante se debe someter a votación la forma autoritaria y política en que plantea Samar el curso de la revolución. Si se acepta, seguiremos, pero si se rechaza no hay más que hablar.

“Samar entiende que no es cuestión de principios, sino de tácticas y que por lo tanto debe seguir para votar al final una vez conocidos los pormenores.

“En contra, Urbano y los tres compañeros anteriores. Como piden la palabra dos más, el compañero presidente propone la votación para ganar tiempo y Samar dice que no tiene inconveniente.

“Por siete votos contra cinco acuerdan que no ha lugar y se pasa al primer punto del orden del día. Los que han votado en favor quieren que conste su voto y son…”

Samar se queda mirando los horizontes del amanecer:

– Si en lugar de detener a esos cuatro compañeros: Liberto, Elenio, José Crousell y Helios, la policía hubiera detenido a Urbano, a Graco, anoche nadie me hubiera podido quitar la mayoría en el comité. Pero ¿cómo se va conseguir esto con hombres como ése que en un mitin se quemó la mano con una cerilla para demostrar lo que vale la voluntad, revelando una vanidad exhibicionista desenfrenada? La línea de combate se puede establecer entre inteligencias firmes, no entre hombres que siempre discuten y siempre están de acuerdo. Samar recordaba que cuando se acercó a grupos donde estos compañeros polemizaban tuvo que marcharse mareado. Lo mismo les decía a los demás. Discutían por discutir, iban evolucionando hasta cambiarse recíprocamente las tesis y había tal suficiencia y tal satisfacción en perderse en el laberinto pequeño intelectual que se veía que ninguno de los dos esperaba ni deseaba la revolución. Como los curas, tenían siempre una palabra para interpretar las “miserias de este mundo”, y una vez dicha ya estaban tranquilos. Aquello era un fin. Los obreros que se acercaban de buena fe a buscar una orientación, salían con la cabeza turbia e insegura, aunque, eso sí, con la impresión de que los contendientes habían leído todos los folletos de los puestos de periódicos. Y quizá hasta algún libro. Samar movía la cabeza y volvía la mirada hacia los horizontes cada vez más claros.

Star se le plantó delante con la olla de aluminio bajo el brazo. El gallo la seguía. Samar le dijo:

– Ve a casa del cabo y espérame.

Samar vio que desde que comenzaron los sucesos la chica se había ido poniendo cada día un jersey de distinto color. Hoy era blanco. La veía alejarse y seguía pensando:

– ¿Será virgen todavía?

Star se aleja con el gallo detrás. Aparece un perro lobo y el gallo avanza a grandes zancadas y se pone al costado opuesto de la chica. Esta se inclina y coge una piedra. Después, cuando ya ha pasado el peligro, tira la piedra y los dos siguen marchando en paz. La mañana encierra a Madrid en un fanal blanco y azul. Samar vuelve hacia el cuartel y antes de llegar tuerce a la izquierda y entra en una casa. Cuando sale lleva un paquete de manifiestos. Siente una agradable impresión pensando que si lo detuvieran podrían juzgarlo sumarísimamente -estado de guerra- y fusilarlo. Como le gusta analizar sus estados de ánimo comienza a pensar en las razones por las cuales acepta la idea de su propia destrucción:

– Esta conducta de algunos compañeros-se dice-nos empuja a todos hacia abajo. Quieren acabar, sin darse cuenta, con todo, con ellos mismos, conmigo.

Algo protesta en el fondo: “Conmigo no podrán”. Luego cree comprender:

– Es la reacción de la humanidad contra sí misma después de sentirse incapaz de superarse.

Sigue andando y viéndose solo con sus reflexiones le da al hecho de andar una trascendencia como si con sus pasos midiera el planeta.

La revolución dice- no está en ésos, ni en los intelectuales radicalizados que cobran de una dictadura y luego de una república y después juegan con ventaja de barateros a las propagandas rojas organizando editoriales donde se ofrece la revolución con el veinte por ciento de descuento. Ni mucho menos en esos otros que rechazan la salvación si ha de hacerse “ensalzando a alguien”, éstos que traicionarían a la revolución si vieran manera de hacerse lejos de ella un lugar en el mundo. El más pequeño halago burgués los haría rendirse. Y ahí están negando una proposición por sindicalista pura, otra porque aun siendo ortodoxa la sostiene un compañero más elocuente y les molesta que haya quien tenga esa cualidad. Todo en ellos dice que no. La materia ascética, el alma reseca. También, en la mañana, las cosas niegan. Los árboles cabeceando en el aire, la luz soñando en el charco azul: ¡No! ¡No!

Niegan las pistolas disparando y los corazones abiertos y saliendo en torrente por la boca.

Samar se encuentra a Villacampa. Este ha dormido al raso porque la policía estuvo ayer en su casa y no se ha atrevido a volver.

– ¿Tienes algo que hacer en el cuartel?

– Yo, no. Creo -respondió Leoncio- que el que se ha encargado de eso eres tú.

– Sí, pero hay que esperar a la noche. Hay que escribir e imprimir unos manifiestos. Después celebraremos la reunión con algunos sargentos y mañana se verá lo que se hace.

– ¿Tú qué opinas?

– Estoy dispuesto a todo. Ya que no se quiere reflexión ni orientación, seamos irreflexivos y andemos desorientados. Pero no nos detengamos.

Pasean juntos. Samar dice que le extraña no ver las calles del barrio tomadas por el ejército ni hallar guardias ni agentes. Leoncio explica:

– No les importa lo que ocurra en el barrio. No hay bancos ni ministerios ni iglesias que defender. Las fuerzas están preparadas en el cuartel, en la delegación de policía y en el campo, en las afueras. El barrio está sitiado. Toda la ciudad está sitiada.

Villacampa habla de las detenciones que se han hecho últimamente. A Crousell le han debido coger muchos papeles encima. Samar se encoge de hombros:

– No hay en toda la organización un papel verdaderamente revelador. Alguna ventaja ha de tener esto de hacer las cosas como se hacen. Es decir, sin pies ni cabeza.

Llegan a casa del cabo. Star aguarda con la olla sobre las rodillas. Meten dentro dos mil manifiestos. El texto es expresivo. Nada de lirismos ni exaltaciones. Las palabras tienen su valor y no hay que superponerles capas y más capas de purpurina. Números y hechos. El número es el esqueleto del hecho y son inseparables. Número de cápsulas y de sacos de harina. Números del alza del fusil, del pescuezo militar, de las víctimas, de los detenidos y de las ideas elementales que todavía quedan en los cerebros y que hay que desterrar porque van envenenadas. Números y hechos. El manifiesto, corto y terminante, tiene medidas las fuerzas en cada palabra, en cada signo ortográfico.

Le da a Star el volante autorizándola a entrar en el cuartel y salen los tres. En el aire hay muchas interrogaciones:

– ¿Y después?

Villacampa se encoge de hombros.

Samar advierte:

– Mi “después” se limita a enganchar los hechos y los números en racimo. A poner un poco de aire comprimido dentro de cada proyectil, un poco de veneno en las bayonetas, a atar el telémetro en el cañón de la ametralladora y a agrupar disparos y voces para que suenen y se oigan y hieran donde queremos herir. A clavar la cuña y facilitar el derrumbamiento buscando leyes físicas propicias. Eso nada más.

Villacampa pregunta deteniéndose:

¿Sabes lo que te digo? ¡Que discurres demasiado!

– Hombre…

O mata uno o lo matan. De todas formas llevamos la de ganar, porque si nos matan a nosotros con nuestro cuerpo se levantan diez banderas nuevas. Eso es lo que yo pienso. ¿No ves lo que ha pasado con los tres compañeros que cayeron el día del mitin en el “Paraninph”?

Star se ha perdido, camino del cuartel. Sujetamos el gallo que a todo trance quiere seguirla. Villacampa no le ha dicho una sola palabra. Ella ha leído el manifiesto, y después de meterlos todos en la olla ha hecho un gesto ambiguo de conformidad y sin el menor recelo ha ido a cumplir su misión. Los manifiestos van sobre el cuartel como una lluvia de metralla. Son octavillas, papeles blancos torpemente impresos con finas y agudas palabras. Nada al parecer. Pero pueden determinar unos centenares de procesos que naturalmente soliviantarán a los soldados suponiendo que no se solivianten por sí mismos antes. Samar tiene fe en la eficacia de su propaganda. Villacampa pregunta:

– ¿Cuándo se acordó levantar el cuartel?

– Anoche -responde Samar-. Había división de opiniones. Yo voté en pro. Puedo decir que si el regimiento se subleva lo habrá sido por mi voto.

Se separaron. Samar se encontró en casa del cabo con Casanova, que miraba al techo y contaba a Lucrecia sus cuitas de hombre que no ha encontrado todavía su pistola. El cabo lo miraba pensando:

– Tiene cara de suicida. Hacen bien en no darle una pistola.

Casanova iba a ver la ametralladora cuando ya se la habían llevado. El cabo se negaba, con mentiras muy finas, a decirle dónde estaba y Casanova justificaba su estado febril:

– Yo deserté de la burguesía quemando las naves. No puedo ni quiero volver. ¡Pero, coño! ¿Es uno como vosotros o no?

Samar también vio entonces que Casanova se pondría una Corbata de seda y haría zalemas en los salones de visita de las monjas, si el caso llegaba. Había sido mozo de comedor en una casa aristocrática y tuvo que marcharse dejando su simiente en el vientre de la hija mayor. Lucrecia, oyendo esto último reía hasta desencajarse las mandíbulas. Pero Casanova decía que estaba enamorado de la aristócrata, y entonces fueron Samar y el cabo quienes soltaron a reír.

Sonó un tiro cerca. Se dirigió a Casanova:

– Vamonos, que seguramente vendrá la policía.

En aquel momento llegaba Star con su olla. La destaparon, cogió Samar un papel que había en el fondo, escrito a mano, recogió el volante para volver a utilizarlo después y preguntó:

– ¿No habrán sospechado nada?

– No lo creo -contestó Star.

Samar y Casanova salieron. Este volvió a pedir una pistola:

– El que te la puede facilitar es Santiago -advirtió Samar.

– ¿Pero tiene pistolas?

– ¡Hombre! Mientras en Ginebra no cuenten con él, la limitación de armamentos será un mito.

Se fue en busca de Santiago y aunque Samar sabía que era inútil pensó que así mantenía en el alma de Casanova una esperanza. Se acordaban de sus amores.

– Está borracho de sentimiento -se decían- y debe morir porque no vale gran cosa.

Pensaban en su suicidio y se encogían de hombros. Conocía Samar bien esa enfermedad y pensaba en ella con la alegría del que se cree curado. “Pero quizá -dudaba- esa fe no es todavía más que un recurso de enfermo.” Siguió en dirección al campo. Después de la entrevista del día anterior con su novia, después del fracaso de su proposición en el comité, Samar sentía la necesidad de la naturaleza libre.

Salió por una estrecha vereda entre un montón de escombros y una raquítica plantación de maíz. Detrás se extendía el campo llano de la Mancha. El cielo, inseguro, presagiaba lluvia y la cal del suelo la esperaba, la deseaba y a veces parecía alzarse en nubecillas y salir a su encuentro. Oyó de pronto su nombre y se detuvo. Luego siguió adelante pensando que allí no podía llamarlo nadie, que en su soledad total y absoluta eran las piedras y los árboles polvorientos quienes lo llamaban. Siguió andando, ¿No tendrán razón ellos, los que han rechazado mi proposición? -pensaba-. Porque toda esta protesta desarticulada no va preñada de fórmulas, pero sí de porvenir frente a un pasado que quieren prolongar los que viven de la herencia. Ellos, de la herencia y nosotros, de la esperanza. Todos estos hechos aceleran la descomposición, desmoralizan a los heredantes, sacan a la superficie la fuerza escondida, la reserva viva que representamos nosotros, los únicos que frente a la civilización de Occidente seguimos fieles a la naturaleza, identificados con ella.” Otra vez creyó oír su nombre y no vio a nadie. Esto lo desconcertó.

Hablaba con las nubes, con el árbol y el viento, de espaldas a la ciudad. Sus interlocutores le quitaban la fe en su posición revolucionaria. “El campo es anarquista -se decía-, y la ciudad, autoritaria. El campo es elemental, directo y profundo. Claro es que hay leyes físicas, pero el campo desconoce la agronomía, el árbol la botánica, y el río la geografía. La máquina, en cambio, conoce la estadística. No tiene el campo conciencia de sí mismo. La física y la química son su conciencia, como nosotros somos la conciencia de la rebeldía.” Identificaba los comités, los grupos de acción, las muchedumbres embravecidas, con las nubes, las rocas, el árbol y el río, y seguía andando. A sus espaldas oyó un disparo y una voz que gritaba:

– ¡Alto!

Levantó los brazos y se detuvo volviéndose poco a poco. Era Emilia, la “virtuosa”. Emilia del Sindicato de Oficios Varios, que soltó a reír viéndolo tan asustado. Se le incorporó corriendo:

– Hace rato que te sigo. Te llamaba y me escondía. Perdona el disparo, pero tenía ganas de estrenar la pistola.

– ¿Adónde disparaste?

Ella reía:

– Disparé contra ti.

Samar abría unos ojos de a palmo. Desvió el cañón, puso el seguro.

– Pudiste haberme matado.

– A lo mejor llevas la bala encima. Ya sabes que hasta que se enfría no se nota.

Samar se palpó el pecho, hizo flexionar los brazos, respiró hondo. Ella lo ayudaba a comprobar recorriéndole la espalda, bajo la chaqueta, el vientre, los muslos. Todo en broma, claro.

– He apuntado bien -decía de vez en cuando.

– Pero -preguntaba Samar-, ¿qué te propones saliendo al campo a cazar sindicalistas?

Se separó, lo miró a los ojos y dijo afirmando:

– He salido a cazar a un hombre.

Y sonreía con una expresión descompuesta y un poco animal de cabra bonita, de cabritilla angélica. El aire era denso y las nubes seguían extendiéndose. Había grandes calveros de Sol. Samar vio que la situación se hacía violenta. Echaron a andar. Así, sin mirarse, hablarían mejor. -¿Un hombre? ¿Pero cualquiera?

Ella decía, centelleando:

– Dirás que estoy loca, pero quiero tener un hijo.

Samar la miraba con ansia de comprender y de absorber el misterio. Era virgen. No había más que ver sus ojos, su nariz sin acabarse de formar. “Esta chica -se decía- ha hecho la revolución dentro de sí misma, se ha entregado con frenesí a la victoria.” Confirmando sus pensamientos hablaba ella con prisa, nerviosamente:

– He dejado a mi familia. Son unos vagos y unos gorrones. Ahora tendrán que romperse la crisma trabajando. Soy independiente y libre y lo seré siempre. Contigo. Te regalo mi libertad.

– Pero -volvió a besarla- tendrás que confesarte mañana.

– Ya lo sé. El cura me absuelve. Es más anarquista que tú y que yo juntos. Si sigo confesándome con él, me pedirá que ponga una bomba en casa del obispo.

El aire era más denso. Había comenzado a llover un kilómetro más adelante y el arco iris medía horizontes con su curvo compás. Se sentaron en un ribazo. Llegaba del lado de la lluvia una brisa húmeda. Temblaban los pechos bajo el vestido y se querían escapar.

Llovió sobre ellos. Se desintegraban, bajo la lluvia de mayo, como la cal de la tierra seca. Samar veía en los ojos de ella el arco iris. Lo veía también en las gotas de agua que quedaban prendidas en sus cabellos negros. Ella bebía en las mejillas de Samar la lluvia que resbalaba. La tierra se esponjaba y se estremecían los arbustos alrededor. De la tierra, del césped, de las hojas muertas y de las raíces metidas en la entraña fértil subía un humor cálido.

Samar satisfizo los sentidos, que hablaban palabras verdaderas. No quiso satisfacer el engaño sentimental del hijo, en el que los sentidos se atrincheraban. Emilia creía que había concebido, pero Samar sabía que no. Cuando el agua de mayo cae sobre la tierra, esta no piensa en la satisfacción de dar pan a los hombres. Canta su felicidad y devuelve su calor al aire y a las nubes. Nada más.

XVII. VILLACAMPA, STAR, DON FIDEL, HONRA DE DIFUNTOS Y EL GALLO. TODOS EN EL DESVÁN DE LAS MAZORCAS

Star y yo nos hallábamos en la esquina de la casa de la señora Cleta, y al ver la que se nos venía encima hemos entrado y nos hemos ido al desván. La casa tiene un piso nada más y la entrada del desván está disimulada por una especie de artesonado que hay en el techo. Subimos por la escalera y una vez arriba recogemos la escalera y dejamos caer la trampa. Suenan en las calles las sirenas de las motos de la policía, los silbatos de los guardias y restalla algún tiro mañanero, alegre como un cohete. Es la redada. La hacen por la mañana porque saben que por la noche es inútil porque todo el mundo toma precauciones y no están en casa o están y aguardan a los de la brigada con el revólver. Entre las explosiones del escape libre de las motocicletas que suenan como ametralladoras, quedan ahogados los disparos y sobre éstos y la trepidación de los motores se elevan silbatos y sirenas. En el desván está el techo cubierto por filas de mazorcas rubias de maíz. Algunas se han desgranado y el gallo picotea con placer produciendo en el suelo un ruido seco. Star se alarma.

– Nos va a delatar.

Pero no hay cuidado, porque la señora Cleta no sabe que estamos aquí, y como se apresurará a decir que es viuda de militar y que su marido era del Cuerpo de Seguridad, lo más probable es que ni siquiera registren. Nos hemos sentado en un rollo de alfombras. De pronto veo los ojos de Star sorprendidos mirando a alguien a mi espalda. Yo, con la mano en el bolsillo de la pistola pregunto qué ocurre. Me vuelvo de pronto.

¡Hola, caballero”! Al principio creí que era usted don Fidel. Se le parece mucho. Puede que sea su espíritu reencarnado en este desván, con su mejor casaca negra y su chistera sobre la cara flaca de palo.

El desconocido meneaba los brazos y los pantalones huecos bajo el aire fresco de la mañana. El desván hacía esquina y tenía dos ventanas con frentes distintos, abiertas y sin maderas ni cristales. Yo me incliné. Por abajo corrían los cazadores, buscando la pieza anarcosindicalista. Todo el barrio estaba estremecido de alarma. Volví a inclinarme.

– Tengo el gusto de presentarle a mi joven compañera Star García, sola en el mundo pero anarquista, lo que quiere decir que la acompañamos y la ayudamos todos. Aquí te presento, compañera Star, a don Fidel, honra y prez de difuntos.

El viento levantó la manga derecha del espantajo y Star la cogió y la estrechó en su mano. De pronto la soltó, escalofriada y dijo:

– ¡Qué raro!

El gallo seguía picoteando. Los dos volvimos a sentarnos en el rollo de alfombras. El espantajo estaba bastante bien hecho, con algo de juez y de pastor protestante y al mismo tiempo un aire degenerado y escrofuloso. Lo habían puesto para que no entraran los pájaros a comer el trigo que había en un rincón y frutas coleadas y puestas a secar. Nos dedicamos a escuchar la tormenta de la calle. Por los rumores, las voces, los disparos, se sabía poco roas o menos lo que podía suceder. Star no tenía miedo, pero me cogió del brazo. No hablamos, pero cuando la miraba sonreía satisfecha. Llevaba su pistola blanca dentro de la boina gris y ésta doblada sobre la alfombra. Se la hice sacar y la manipulé. Estaba vacía.

– ¿No llevas cápsulas?

– No.

– ¿Has disparado ya aquella que te di, en la que firmasteis tú y Samar?

Adopta un aire muy grave y niega con la cabeza. Luego añade: -Si asaltamos el cuartel, la dispararé entonces.

– Pero necesitarás más.

– No. Con ésa me bastará.

El gallo da un salto, alarmado, y viene hacia nosotros murmurando. Parece que don Fidel le ha dado un puntapié. El viento habrá doblado el pantalón. Porque don Fidel está colgado del techo y aunque tiene unos palitroques dentro a veces se dobla y baila una especie de rumba bajo la corriente de aire de las dos ventanas. Su cara se ha quedado inmóvil de un aire cuando se disponía a mirar de medio lado al techo. Callamos un rato. El gallo mira de reojo a don Fidel y yo le digo al espantajo que nos cuente algo. La manga derecha se le dobla sobre el estómago. Zalemas en honor de Star. Y Star no las agradece. Hablamos de Samar. Reconocemos que está desmoralizado y que va perdiendo fe en el movimiento. En el fondo eso es egoísmo y ganas de tiranizarnos. Porque lo cierto es que si se hubiera aprobado su proposición, otra sería su actitud. Star dice que eso es natural.

– Hay muchas cosas naturales que no están bien.

Yo vuelvo con mi teoría de que lo natural resulta violento. Por ejemplo… Pero no quiero exponer ese ejemplo porque a lo mejor se figura que es con malicia. Ella se ha dado cuenta y lo quiere. Con malicia y todo. Pero no son estos momentos para divertirse. Hay que estar con un oído en la calle y otro en el piso de abajo. Las voces de la calle van llegando en oleaje creciente, acercándose, entremezcladas con disparos. Pasan sobre nosotros y siguen adelante, hacia el cuartel. Como enfrente está la casa de Star, desde aquí oímos chillar a la tía Isabela que les da lo suyo a los agentes. Con grandes precauciones y sin asomarme, veo desde adentro a la abuela en la calle insultando a la brigada entera. Ahora se le acerca un agente y la empuja hacia adentro. Lleva la pistola en la mano y le ha debido meter el cañón entre las costillas, porque se queja y tose. No tarda, sin embargo, en aparecer en una ventana, desde donde sigue insultando aunque con menos decisión y sin dejar de toser. Yo me fijo bien en el agente que la ha obligado a retirarse. Tiene cara de ternero y unas espaldas curvadas, casi jorobadas. No se me despinta. La brigada se corre hacia el cuartel y nuestro sector queda en silencio. Paseamos los dos a lo largo del desván sobre la alfombra que hemos desplegado para amortiguar nuestros pasos y tener más libertad de movimientos. A veces cruje levemente el pavimento y nos detenemos, asustados. Don Fidel, honra y prez de difuntos, sigue bailando. Yo quisiera hablar con él.

– ¿Es cierto que fusilaron a su tío, el general carlista? Puede que sí, pero no creo que fuera general. Sería sargento.

Don Fidel se estremece sacudido por la ira. Viene hacia mí y el viento le levanta una manga. Star retrocede instintivamente y la manga pasa rozándome la nariz. Se parece mucho a don Fidel tal como lo dejaron después de amortajado.

– ¿Qué pasa en el otro mundo, don Fidel? ¿O no es usted don Fidel?

No dice nada.

– ¿Es, quizá, el difunto marido de la señora Cleta?

Se alza una manga en el aire y se mueve de derecha a izquierda.

– Entonces es don Fidel, al que yo daba pases en la agonía con una toalla.

Vuelven los rumores, las voces. Parece que a la brigada la siguen algunos grupos de compañeros para liarse a tiros. Será cuestión de unas esquinas propicias y de cogerlos bien en la primera descarga. Ahora están los grupos cerca de nosotros. La tía Isabela, desde una ventana señala con la mano la dirección en que se han ido los agentes y habla en voz baja con alguien que desde aquí no se ve. Star se ha quedado junto al espantajo llamando al gallo con un poco de maíz en la mano. De pronto da un grito ahogado y viene corriendo. El espantajo le había echado los brazos al cuello. Ríe, pero todavía sobresaltada.

Volvemos a sentarnos, esta vez en el suelo. Star dice: -¡Qué solos estamos! En los desvanes hay una soledad como en los cementerios.

Yo miro alrededor. Bien. Es cierto. Le pregunto a Star: -¿Tú eres capaz de matar a alguien? ¿Sí? Matar sin odio es como nosotros debemos matar si viene a cuento. Eso no te debe preocupar. La razón detrás de la pistola. No la pasión, como en los matones de taberna.

– Y sin embargo a veces parece que hemos venido al mundo como ellos a matar o a que nos maten.

La guerra está declarada y hay que estar en uno de los campos, siempre movilizado, siempre vigilante y dispuesto. Esa palabra, “guerra”, apacigua a los compañeros pusilánimes. La moral de la guerra lo justifica todo. Es que necesitan todavía una moral religiosa para actuar revolucionariamente. A Star no le sucede eso.

Lo que le pasa es que querría, sencillamente, sentir odio y no puede.

– Aunque -dice -creo que sí. Que está naciendo el odio por aquí dentro.

Se oprime el pecho izquierdo y pone una cara de intriga. Yo me acuerdo cuando me pidió la cápsula para la pistola. No se hace así, con tanta premeditación, si no se le tiene odio a alguien. Pero no quiero seguir hablando de eso, porque es darle demasiada importancia como militante y al fin no es más que una pobre chica que vende folletos e insignias y que no ha conseguido que la nombren delegada de la fábrica de lámparas. Como hace poco, cuando hablábamos de lo que es natural y está bien, ahora vuelve a decir palabras raras y a mirar con picardía. Me está provocando. Todo porque llevo la corbata roja. El gallo viene cerca de nosotros y picotea en la alfombra queriendo comerse las flores del estampado. Star le busca maíz. En ese momento suenan abajo varios disparos. La brigada ha retrocedido y los nuestros les plantan cara, por lo visto. Llevan a ocho compañeros detenidos y quieren libertarlos. Desde las esquinas se hace fuego. Una bala perdida da arriba, en las mazorcas rubias y cae una lluvia de maíz que el gallo indiferente va engullendo. Toda la barriada obrera ha concentrado su actividad en este sector. Abajo se oyen las voces epilépticas de la señora Cleta y un rápido cerrar de puertas y balcones. El tiroteo aumenta.

Parece que el fuego va alejándose y que avanzan los policías. Yo me asomo con cuidado por la ventana que queda un poco desviada del lugar de la lucha. Hay en la esquina, a cuatro metros de mis narices un agente disparando de espaldas. Miro al otro lado. Nadie. La calle, desierta. Las ventanas y los balcones, cerrados. Saco la pistola y apoyando la muñeca en la pared le apunto a la cabeza. En el momento en que voy a disparar me doy cuenta de que es el agente que maltrató a la tía Isabela, y ese descubrimiento me distrae y tengo que volver a hacer puntería. Tengo que darle en la cabeza para que si no muere en el acto, por lo menos no pueda hablar y decir de dónde ha salido la agresión. Le cojo con el punto de mira un centímetro debajo del sombrero, en la nuca. Ojo, no respirar. Arriba el gatillo. Aaaaah! ¡Paf! El agente suelta la pistola y se tambalea agarrado a la pared. Otro aún. Otro tiro, ahora en la sien, porque con el bailoteo se ha puesto de costado. Ahí está, patas arriba. Nadie me ha visto. El escape de gas de una moto en la calle de al lado ha amortiguado los tiros. Entro en el desván y huelo el cañón. Después de disparar huele bien. La pistola es una excelente compañera. Star me mira satisfecha.

Don Fidel parece decir:

– Matáis sin odio y amáis sin rencor. Nosotros ponemos rencor en nuestros amores y odio en nuestras luchas. Vosotros todo lo hacéis sin rencor. El amor y la muerte. ¡Qué diría mi tío el general!

Star me ha rodeado la cintura con su brazo:

– Sin odio. Como los soldados en la guerra.

El fuego se ha corrido más lejos. Nos convendría ahora salir de aquí, no vayan a registrar la casa cuando encuentren muerto a ese agente. La casa de Star da a otro frente. Podíamos irnos ya dejando las pistolas aquí para cruzar la calle. Luego, a la tarde, vengo a recogerlas. Star dice a todo que sí. Yo le digo que espere un poco y me dispongo a abrir y a colocar la escalera. Quiero ver si podemos escapar sin que se entere la señora Cleta, que debe estar encerrada en los cuartos interiores. Pongo la escalera y bajo en silencio. Apenas llego a los últimos peldaños oigo voces ahogadas de Star pidiendo auxilio. En el amplio rellano donde estoy hay sombras variables y móviles. El silencio es susurrante, porque las sombras al rozar la pared producen un rumor. Subo de prisa, sin cuidarme del ruido. Al asomarme, veo a Star en tierra con los muslos descubiertos. Sobre ella forcejea el espantajo. Al entrar yo las panochas tiemblan en el techo y dos tinajas que hay juntas entrechocan también. El espantajo ha torcido la cabeza, me ha visto. No es de palo su cara, como yo creía, sino de calabaza. Lo veo al caérsele la chistera. Una fuerte corriente de aire se lleva la chaqueta, sus pantalones por la ventana. Queda solo la armazón de madera. Yo parto el palo de escoba que formaba su espina dorsal, aplasto la calabaza de su cabeza y levanto a Star, lívida, con el pulso acelerado. El gallo se esponja en el aro de la ventana formando un gracioso contraluz. Harto de maíz presume agitando las alas. Star baja conmigo. Será una casualidad que el viento haya arrastrado al espantajo sobre mi compañera, pero lo cierto es que el pobre don Fidel vivió siempre con hambre sexual y que debe ser un difunto bastante rijoso. Eso no quita para que fuera decorativo como corresponde al sobrino de general fusilado. Como estamos ya en la calle, antes de meternos en la casa de Star vemos, sin mirarlo, el cadáver del agente:

– Claro está que don Fidel es un difunto distinguido -y añado por consideración al policía muerto-, mejorando lo presente.

XVIII. CONFINA AL NORTE CON EL CANTÁBRICO Y LOS PIRINEOS, QUE LA SEPARAN DE FRANCIA

Estábamos al lado de un mapa de España en relieve -en el suelo- en el parque del Oeste, en la Moncloa. Un mapa muy bien hecho, con montañas y agua “verdadera” en los mares, y litorales color gris-azul.

Una abeja vuela sobre España. Se detiene un instante en una cumbre y luego desciende como un sesquiplano ancho y brillante al riachuelo. Bebe y sube otra vez para ir a posarse luego sobre los altos del Llobregat. Cataluña tiene dos colores. Verde olivo, casi negros y azul marino, que es el mismo azul de la pita y el cacto. La abeja se ha detenido. Lleva esencias aromáticas en el vientre y está deseando volver al panal y dejar su dulce miel. Come flores produce miel y entretanto su aguijón envenenado se clava donde puede. Es hermoso producir miel y digerir flores y clavar el aguijón, pero la abeja no tiene camino. Con sus ojos y sus alas vuela dejándose llevar por la inspiración momentánea del viento o del perfume que prende al pasar. Samar ve a la abeja sobre Cataluña y en la planicie de Tortosa, junto al Ebro ancho que no se atreve a cruzar una diminuta araña, va reconstruyendo los rostros de Abertain, de Ricart, de Magrañé. Cataluña se ha cruzado también de brazos y empuña debajo del izquierdo la pistola. ¿Hay hambre? El hambre no se siente bajo la embriaguez del combate. La abeja se ha levantado y vuela rastreando. En su zumbido, Samar cree entender:

– Vamos a las comunes libres.

La abeja ve sobre la montaña de Montjuich una rosa, es la rosa de Holanda, a la que los industriales de aquel país han dado el nombre de un catalán obsesionado con su dulce catalanidad. Alguien advierte:

– ¡Eh, joven abeja! ¡La rosa de Holanda es una flor reaccionaria!

La abeja se posa en el centro replicando: -No importa; huele bien.

Al clamor burgués, Ricart y Magrañé responden: -Lo que sea, saldrá de las comunas libres y de las federaciones de industria.

Desciende por la costa, pero luego Samar se arrepiente y bordeando los Pirineos vuelve al Cantábrico. Una hormiga con alas y despiertos ojos camina a través de Asturias, Santander, Vasconia. Baja hacia Aragón y allí pierde las alas y le brotan fuertes mandíbulas y patas firmes que le permiten agarrarse al suelo y no ser arrastrada por el viento.

En el Cantábrico, la hormiga llevaba su hojita verde. La dejaba para volar, reconocer los horizontes, escoger el mejor camino. Volvía a posarse y a coger la hoja. Andaba un trecho sin dificultad. En el rincón del Bidasoa hay un alacrán negro, un buen metalúrgico con sus tenazas y el rabo hiriente e inquieto. La hormiga admira al alacrán de movimientos concretos y seguros. Los dos se llevan bien. Samar ve allí a los hombres preocupados porque la huelga no pierda en ningún momento su carácter revolucionario. La huelga lo es allí para el banquero, pero no para el huelguista que se afana y lucha a todas horas. Bajo el árbol de Guernica, el buen burgués templa el “chistu”, que lleva grabado el nombre Dios, y reza y baila con sólo una pata corta y zamba en torno de sus blasones de piedra. A veces deja el “chistu” y se asoma a la ventana:

– ¿Qué queréis, pues?

Contestan cien voces:

– ¡El poder!

El burgués se retira rascándose la nariz y repitiendo:

– ¡Estos saben lo que piden, carajo! ¡El poder! ¡No es nada! Ahí está el poder. Está a la intemperie y mal defendido. No hay más que llegar y cogerlo. ¡Saben lo que piden, carajo!

El viejo está un poco “chirene”, con sus ahorritos y su Sabino Arana. El Comité Revolucionario no tiene atribuciones sobre el alacrán bilbaíno, pero en el terreno de la lucha coincidirán. Samar mira con melancolía ese rincón, obediente a un partido proletario, y quizá con deseos de contraponerle otra realidad baja hacia Aragón, Rioja y Navarra. Reside la Regional en Zaragoza. Tierra calcárea, resbaladiza. Actúa en contacto con Barcelona, en contacto con Madrid. He aquí el insecto que ha caído de la rama de un árbol y pasea sus anillos por la zona azucarera y sube después hacia Monegros. El Ebro es apenas una hebra de acero.

Alguien pregunta desde el balcón del solanar:

– ¿Se puede saber qué queréis?

Claro que sí. Se puede saber. El burgués insiste:

– Decid lo que queréis y si es bueno todos iremos allá.

Ríen los obreros. Los sindicatos de la Regional están bien nutridos, y hay unanimidad y entusiasmo. El gusano está firme sobre sus patas y desplegará un día sus alas. Luego las dos Castillas. Hay en ellas una salamandra blanca, plateresca, con el rabo en Segovia y el morro en Zamora, aletargada y soñolienta. Germinal, Espartaco y Progreso yacen ahí abajo, junto al Guadarrama, debajo del vientre viscoso del animal. ¿Qué decir de Castilla? Samar se siente en ella, en su entraña. No se le ocurre nada porque Castilla es él mismo y no es dado a la introspección ni a vaticinarse a sí mismo porvenires ni siquiera a jugar con interpretaciones de su vida pasada. “Soy yo”, se dice, como se lo debe decir un árbol o una piedra o una nube. Pero reflexiona sobre un Madrid futuro sin funcionarios, descongestionado por la vuelta al campo, a las minas, a las provincias lejanas. Enamorado de Madrid, quisiera en él una relativa soledad de aldea. España, república federal de trabajadores, y su capital en Lisboa. Recuerda que al amanecer, en el instante de las medias luces, ha hecho a veces juegos de sugestión y ha conseguido merced a ellos una evidencia extraña: la evidencia de que eran las siete de la tarde. No el amanecer, sino el atardecer. Un atardecer con las calles desiertas, con los portales y los comercios cerrados, con la población recluida en casa, alejada del pánico; un Madrid abandonado o un Madrid derrotado definitivamente por la revolución. El campesino se había llevado en rehenes al director general, al obispo y al honrado comerciante. Madrid quedaba, sin ellos, admirable en su dulce soledad civilizada, culta, limpia. Un día… un día… Samar vuelve de sus sueños. Está en Madrid. Algo tiene esta mañana, soleada ya -vencidas las nubes-, del Madrid de mañana. La revolución se hace en Castilla, digna, altanera. Tiene empaque. Días pasados perseguía la policía a un compañero que se extravió después de intentar castigar, con otros, a los esquiroles de las fábricas de electricidad. Se cruzaron tiros. El compañero hirió a un agente o dos y recibió también un balazo. Pero continuó huyendo y disparando. Cuando se le terminaron las cápsulas y se vio acorralado, tiró el arma y contuvo con un gesto a los agentes mientras decía: -Bueno, ya basta. Os perdono.

España aparece otra vez a mis pies. Emilia la contempla desde la otra parte. Cree llevar el hijo en las entrañas y es feliz. -Mira, mi tierra.

Señala unas montañas hacia la raya azul de Málaga. Un poco más arriba dormita una lagartija menuda y vivaz. Abarca precisamente la regional levantina. Samar mueve la cabeza y reflexiona: “Muchas naranjas, muchas flores, mucho Oriente y mucha sal marina. Piensa que el Oriente se desasosiega lejos del mar y es en las estériles llanuras cubiertas de langosta parda donde hace su justicia o inventa su religión. Pero al lado del mar se le aquietan los nervios y se adormece en la esperanza, azul como los horizontes que cree tocar con la mano.

Vayamos a Andalucía del interior, con sus horizontes chatos y verdes o altos y blancos. Sierra Nevada no es blanca, sino de un gris azulenco. Toda España despoblada, sin carreteras ni ferrocarriles, España volcánica antes del primer árbol y del primer insecto, es igualmente gris o azulenca. En lo alto de Sierra Nevada hay una mariposa negra. La larva de Aragón tiene alas en Andalucía, pero son dos banderas negras, es un ala fúnebre y sombría. Sin embargo, el cuerpo de la mariposa tiene anillos rojos y las antenas son rojas al principio y negras en las puntas. -¿Qué habéis hecho? ¿Qué hacéis?

Andalucía es el campo y el campo es anarquista. Los compañeros de la Regional de Sevilla preguntan: -¿Y tú? ¿Adónde vas?

– Voy a un mañana mejor. No para mí: para todos. Samar tira la colilla sobre Vasconia. El fuego va a dar aproximadamente sobre Loyola, quizá junto al balcón donde Ignacio el petimetre solía asomarse. Si estuviera ahí -piensa Samar riendo- huiría con su pata coja o se asfixiaría como una rata. Luego se dirige a la mariposa negra:

– Igual que vosotros, no.

Toda Andalucía arde en un clamor de proclamas y petardos. Germinal, Progreso y Espartaco sonríen en la tumba, felices, mientras por los labios les andan las larvas que tendrán alas mañana, a flor de tierra. En Extremadura hay un saltamontes indeciso, que lo mismo vuela sacando del vientre ramilletes de colores como se queda quieto en tierra, con los codos en alto, esperando que lo aplasten.

Cerca de Portugal hay un extraño insecto. Tarda Samar en averiguar que se trata de una luciérnaga.

– Ese bicho -le dice a Emilia- da por la noche una luz verdosa.

Luego se fija en su emplazamiento.

– ¿Sabes donde está?

– En Castilblanco.

Una luz en Castilblanco, a la derecha de la España en sombras o bajo la luz de la Luna junto al agua pantanosa. Están Samar y Emilia acodados en la barandilla que circunda un mapa de España en relieve, al final de la arboleda de la Moncloa.

Ella señala hacia Baleares:

– Mira. El Mediterráneo.

– Si -dice él-. Ése es el mar de la civilización cristiana. El mar de Platón y de Jesucristo. Un mar febril y poético.

Tiene poca agua. Samar le dice a Emilia que vaya subiendo hacia Rosales. Luego se desabrocha y se orina entre Formentera y Valencia. El Mediterráneo ha aumentado considerablemente.