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Fue Samar a un teléfono público, hizo dos o tres llamadas sacando los números de un papel donde los tenía apuntados (simulando la clásica suma por si acaso la policía los apandaba) y volvió al lado de Emilia:
– No puedo ir a ninguna parte, ni tendré donde dormir esta noche.
– ¿A ninguna parte?
– Bueno, a la cárcel.
– ¿No te apetece?
Dijo que por el momento prefería quedarse en la Moncloa y a la noche dormir en algún banco próximo, con la cabeza en la falda de Emilia.
Por el momento se quedaron acodados en la gruesa baranda de hierros tubulares. Miraban el mapa de España en relieves orográficos y depresiones fluviales.
El Mediterráneo olía a nitrógeno, como se puede suponer. Nitrógeno renal y samariego.
– ¿Qué pasará si estoy preñada?
– Por el momento nada, pero un día parirás. Es lo más probable.
Ella se quedó meditando. Tenía un perfil ambiguo de chico un poco bobalicón.
– Es una responsabilidad traer un ser humano al mundo.
– Lo es.
– Sobre todo en España. En todas partes, mira ésta. Siendo hijo tuyo y mío será hermoso y genial. Genial por ti.
– Vaya -dijo ella con una cara de falsa atención.
– La España castrense nació hace más de veintidós siglos. La otra, la colonial se pierde en las nebulosas de la prehistoria.
– Hablas como un maestro de escuela -dijo ella.
– Lo que tú necesitas. Como todos sabemos la península ha sido siempre palenque de guerra. Estacazos por un lado y por otro. Durante la invasión romana se fueron creando campamentos castrenses en todas partes, sobre todo en Castilla. Castrum, castro, castillo, Castilla. Dos siglos de peleas -antes de Cristo- fueron dando a esos castros un aire semicivil y un estado de permanencia contra todas las razones naturales. Aquellos castros tenían interés estratégico, pero no estaban asentados en lugares de riqueza natural. No se fundaron pensando en crear riqueza española sino en destruir riqueza y vidas españolas. En seguir sacudiendo estopa.
– Eso lo creo aunque no me lo jures -dijo ella apartando una mecha de pelo y poniéndola detrás de la oreja-. La humanidad ha sido mala siempre, ¿verdad?
– Psss, de todo ha habido.
Samar seguía, no se sabe si en serio o en broma, sin dejar de mirar el mapa en relieve:
– Se atornillaban los soldados romanos en aquellos recintos cercados durante dos o tres generaciones y entretanto los pelaires, guarnicioneros, tundidores, panaderos, sastres, zapateros, fundidores, herreros de yunque, acudían al reclamo del oro y de la plata romanos y se quedaban también al socaire de las murallas donde se sentían seguros. Más tarde algunos de esos castros desaparecieron, pero otros no. Las guerras visigóticas de sucesión a hostia limpia y luego las de reconquista contra los árabes mantuvieron muchos castros en ejercicio. Durante siglos, también. Cuando la guerra de reconquista terminó, esos castros seguían viviendo por inercia.
– ¿Qué es inercia?
– Huevonería.
– Y eso ¿qué es?
– Tener la sangre gorda.
– Vaya.
– Es como los andaluces cuando dicen que hay años en que no tienen ganas de hacer nada.
– Ya veo.
– El castillo en el centro y en lo alto. Los artesanos y los pastores alrededor con algunos secarrales de magros provechos. Riqueza natural no la había, pero el hábito seguía manteniendo a la gente pegada a las altas murallas. Entre ellas se construyeron capillas colegiatas, catedrales, a veces empleando las piedras talladas de las fortalezas. Ya no había generales romanos que ordenaban y pagaban los servicios, sino un cura que hablaba de resignación y recogía los diezmos y primicias.
– Como en Ávila y en Zamora y en Ciudad Rodrigo -dijo ella, pensativa.
– No pocas ciudades de esas siguen malviviendo hoy en España, sobre todo en Castilla, gracias a la asistencia del Estado que envía regimientos, instala cárceles y oficinas de Hacienda y Gobernación y Justicia. La gente pegada a las piedras, como los lagartos, toma el sol, se rasca y espulga y reza. Pero casi siempre reza mecánicamente a un dios de cuya existencia duda. Reza por si acaso.
– Algunos creen, de veras.
– Sí, por ejemplo las putas. Todas viven en el barrio de la catedral y cumplen con parroquia en la Pascua. La permanencia hoy de esa España es tal vez el mayor problema y el que los abarca todos. Es una España colonial (del latín colonia, cultivo de la tierra) Un español colonial de Málaga o de Barcelona no se entiende fácilmente con el hidalgo de Ávila o Sigüenza. El “colonial” vive de su trabajo. El otro quiere vivir del cuento, del gesto o del aire. Y tal vez de la bragueta. Los castros de Castilla siguen hoy a la sombra de los castillos en los que no hay oro ni plata de Roma sino curas que hacen rogativas para que llueva sobre las espigas sedientas o sobre las retorcidas encinas. Como los diezmos no bastan los curitas reciben sueldo del Estado, igual que los policías y los verdugos. La España colonial, esa que se ve en los valles y en las riberas color ocre, hizo todo lo importante en la historia, incluido el descubrimiento y la colonización de América que, la verdad, no fue gran cosa porque los indios eran gente desnutrida y entontecida por el abuso de la coca o de la mariguana. La España castrense no hacía sino mantener el tipo, como dicen los actores. Desde entonces todo es hablar de un imperio que no existe y del “gesto”, del “desplante” y de la “petulancia” ibérica. De lo que no hablan es de la ruina económica ni de la esterilidad cultural. Ni del hambre ni del crimen secreto o abierto. Ni tampoco del descrédito exterior. Ni de los monopolios explotados por algunas órdenes religiosas disfrazadas, todavía.
– ¡Ya apareció el peine! -dijo ella.
Samar soltó a reír. Luego dijo contemplando el Mediterráneo amarillento:
– No seas borrica. Si quieres el futuro tienes que conocer antes el pasado y el presente. Calla y escucha. Los grandes soldados de nuestra historia fueron gente del pueblo. Los escritores que han dado a España leyenda y realidad, también. Y han sido siempre malquistos por la sociedad castrense. Su tozudez en adaptarse a esa España de los castros anacrónicos resultó inútil y por una razón u otra casi todos conocieron la persecución y la cárcel. Desde el granuja arcipreste de Hita y el santico iluminado San Juan de la Cruz, desde fray Luis de León y Cervantes hasta el cachondo Lope de Vega y el paticojo Quevedo -a pesar de sus pujos de caballero de Santiago-, sin hablar de los favoritos de la inquisición como los hermanos Valdés, Vives, Miguel Servet y tantos otros. Más tarde entre los románticos si no se suicidaron como el ceniciento Larra y en la generación siguiente el curdela Ganivet tuvieron que pasar por la emigración y la cárcel, entre ellos algunos aristócratas liberales como el duque de Rivas y Martínez de la Rosa, tontos los dos, uno en prosa y otro en verso. La república representa, a pesar de todo, la victoria de nuestra España natural. Todos los hombres de creación de nuestro tiempo fueron al principio republicanos. Entre ellos, naturalmente, los escritores. ¿Podía ser de otra manera? Y los que algo representan hoy han conocido igual que sus colegas del siglo xix y del siglo xvIII o xviI la persecución y la cárcel. En la cárcel o en el exilio o en ambos han estado el tontiloco Unamuno, Baroja, Valle Inclán y estarán Machado, García Lorca, Miguel Hernández si no los pasan un día a cuchillo, siempre lejos de los castros, es decir de los burgos podridos.
– Tienes una verba de hombre de pro. ¿Qué quiere decir hombre de pro?
– ¡Calla, coño! Cualquier español conoce a su compatriota como colonial o castrense por la manera de andar, de decir buenos días o de mear contra el mar mediterráneo. Mira el mapa y escucha. El panorama histórico no es, sin embargo, tan deslindado ni sus líneas tan correctamente definidas, ¿me oyes? Comprendo que en Cataluña hay elementos castrenses y que en Salamanca los hay coloniales, aunque también es verdad que a los profesores que se han atrevido a representar el pensamiento colonial en Salamanca (el Brócense, fray Luis de León y otros) les han dado más que a una estera. Los filósofos de acento colonial ya fueran castellanos (Juan de Valdés) o valencianos (Vives) tuvieron que vivir fuera de España por si las moscas. Como digo no todo es colonial en Cataluña. Es verdad que los catalanes han tenido también caballeros andantes, pero el caballero catalán se llamaba Tirant lo Blanc y es la antítesis del caballero Cifar y otros fundadores del género. Eso no quiere decir que las cualidades castellanas no aparezcan a veces en las riberas del Llobregat y las catalanas en las tenerías de Segovia. En todo caso ese contraste (sol y sombra) de lo colonial y lo castrense sólo se da en España, y se comprende si pensamos que de los veintidós siglos de historia documentada que tenemos nos hemos pasado diecinueve peleando dentro de nuestras fronteras. Los períodos de paz superficial relativa (siglos XVI, xviI y XVIII) han estado minados por una sorda lucha de ideas representada por las persecuciones de la inquisición y además tenemos guerras también dentro y fuera de España, en Europa y en América. Y en el siglo pasado guerras napoleónicas y guerras carlistas. Esos siglos de espada y lanza, mangual y trabuco hicieron de la geografía de España un mapa militar en donde las alturas tenían valor estratégico y los valles valor económico. Hay pocos valles en España que no estén dominados por un castillo al que han tenido que servir por deficiencia glandular.
– ¿Cómo dices?
– Por falta de testículos. Ahora están enmendando la falta. En todo caso la montaña es castrense, el valle colonial. La montaña sueña y pelea y exige raciones al valle que trabaja y produce y trata en vano de hacer leyes civiles. En Aragón, donde tenemos el bajo y el alto y donde los ejemplos coloniales y castrense son de una elocuencia especial, la gente ha formado dichos y proverbios. En el aspecto psicológico no está de más recordar que el montañés típico es inseguro de carácter, aventurero, pendenciero, embustero y quimerista. Le gusta el contrabando, la caza, la guerra, la iglesia y el puterío. La aventura en el mar o en ultramar. El castrense montañés era el que encontraba sólo tres salidas en la vida española, iglesia, mar o casa real. El ribereño es hacendoso y de espíritu mas ordenado, es decir, un poco huevón, pero está despertando con nosotros. El montañés tiene tendencias autocráticas y el de la tierra baja democráticas. Por ley natural, claro. La mujer en cada caso suele inclinarse a lo contrario que el hombre. Los sexos bien diferenciados son una parte del buen orden natural. Y los campesinos del Alto Aragón dicen: Muller d'abaixo con home d'arriba, casa abaixo. Quieren decir que el montañés arbitrario y déspota y la mujer del valle acostumbrada a vivir del cuento y a hablar sin ton ni son con la obsesión de la comodidad y la fachenda arruinan el hogar. En cambio lo contrario resulta muy bien: Muller d'arriba con home abaixo, casa arriba. La mujer montañesa tiranizada por el hombre a través de las generaciones, cuando marida con el hombre de abajo laborioso, comprensivo y de buena pasta levantan la hacienda y se enriquecen. La montaña y el valle están muy bien diferenciados. Y la montaña es castrense en España, país de castillos.
– ¡Ya te atrapé! -dijo Emilia.
– ¿A mí?
– Va a resultar que te gusta que el labrador de abajo se haga rico.
– La propiedad de consumo me parece bien. No la de explotación o especulación. En eso yo disiento de Proudhon.
– ¿Quién es ese tío?
– El obispo de Alcalá.
– Ah -dijo ella con un respeto reverencial.
Samar continuaba hablando casi mecánicamente:
– El único campo de la vida española donde la síntesis de lo colonial y la castrense se ha hecho es el de la literatura. Los buenos libros, que no son muchos. Nuestros libros representan una síntesis en la que predomina lo colonial, es decir, lo substancial y radical español. Por eso -por esa síntesis- nuestra literatura vale la pena y por no haber sabido hacerla en su campo los políticos, nuestra política es puro estiércol. No es extraño, pues, que la literatura dé gloria y luz a España y la política desgracia, sombra y hediondez. El ejemplo mejor de esa síntesis de lo colonial y lo castrense es La celestina, que roza el prodigo. El Quijote repite el milagro aunque de un modo más corriente, por decirlo así, quiero decir más lógico y accesible, ya que Cervantes es un santo obligado a pecar, un héroe obligado a mendigar y un genio obligado a hacer morisquetas, a veces, en el mercadillo de los pequeños logros. Lo más triste es que él lo sabe. Sabe la miseria implícita en esas cosas mejor que nosotros. Casi toda la novela picaresca es también una síntesis.
– ¿Qué es una síntesis?
– El tercer término dialéctico: tesis, antítesis y síntesis.
– Vaya -dijo ella, impresionada.
– Hay en la picaresca mucha sátira venenosa contra la iglesia y contra la justicia legal, pero los demás aspectos de la vida española están tratados con una tendencia al entendimiento. El hidalgo hambriento del Lazarillo de Tormes no es un matamoros arrogante sino un hombre pobre que espera su oportunidad. Sonreímos leyendo esas páginas, pero sabemos que si a ese hidalgo que no tiene más que su espada lo ponen en condiciones adecuadas harán de él un Roger de Flor o un Paredes o un Gonzalo de Cordova. Un hijo de puta con estrella. El lazarillo lo presiente por instinto. La España colonial sabe también de heroísmos y de santidades. Sin ella no se hubiera conquistado América ni llevado alrededor del globo nuestro idioma. Lástima que la síntesis que hemos sabido hacer en la literatura desde el Arcipreste hasta Lorca no sepamos hacerla en la política. Aunque en eso estamos. Por un hecho curioso en las letras hasta los autores de naturaleza más castrense, como Calderón, daban su obra definitiva en el plano populista: El alcalde de Zalamea. En cambio, en la política moderna hasta los jefes de partido más coloniales (Azaña, por ejemplo) a la hora de la verdad se inclinan a lo castrense -Casas Viejas-, tal vez por el peso de una tradición de diecisiete siglos. Entre los políticos españoles había muchos escritores frustrados: Cánovas del Castillo, Maura y el mismo Azaña. Todos tienen una novela inédita y un drama sin estrenar. Pero si hicieran ellos en el campo de la acción política y de la organización y administración las síntesis que hicieron los escritores españoles, otro gallo nos cantaría. El pueblo español no tendría hambre ni padecería esclavitud. Hasta los místicos castellanos y más tarde el jesuíta Gracián lograron esa síntesis a su manera y por haberla logrado recibieron las coces de la España castrense o de la parte más castrense, más encastillada, de sus órdenes religiosas. El secreto es muy simple, como suele pasar con las cosas de apariencia complicada. Los escritores han sabido comprender la cosa (sobre todo los escritores de entendimiento más que de intelecto). Los políticos parece que se afanan y empecinan en todo lo contrario, en confundir el laberinto. Por otra parte, mientras el escritor se explaya el político deslinda, cerca y excluye. Cada político español que forma partido parece seguir una tradición castrense y construirse un fortín, donde se encierra poniendo el rifle en la aspillera. Yo creo que el día que bajen todos al valle, a la ribera, y sepan entender y hacerse entender de la España radical -de raíz- muchos de nuestros males estarán resueltos. Seremos felices o desgraciados, pero lo seremos todos juntos y trabajando en una misma dirección, si eso es posible aún. Ad majorem Dei gloriam. Y tú que lo veas, fémina dilecta. He dicho.
Emilia se puso a aplaudir y dijo con la mayor seriedad:
– ¡Qué culturón y qué pico de oro! Júrame que no les has hablado así a tus otras novias. A Star García ni a la burguesita hija del coronel.
– Star no es mi novia.
– Pero la otra sí que lo es.
– ¡Cállate!
– ¿Qué pasará si no me callo?
– ¡Que te daré en la boca! -dijo Samar, achulado y brutal.
– ¿Tú? -preguntó ella, escandalizada-. ¿Qué me darás?
Arrepentido y avergonzado Samar dijo:
– Un beso, tonta catequista.
– Pues dámelo.
– ¿Todavía quieres más?
– Eso, tú sabes. Nunca la deja a una saciada del todo.
– Bueno.
Pero Samar no se lo dio, porque era de los que decían que a las mujeres hay que dejarlas siempre con un poco de hambre insatisfecha. El hartazgo es malo en todas las cosas.
Allí se quedaron la mayor parte del día y por la noche se instalaron en un banco próximo, bajo los árboles. Samar se desató el cinturón y los zapatos, se acostó y puso la cabeza en la falda de Emilia.
No tardó en dormirse porque ella le acariciaba la cabeza suavemente con las puntas de los dedos.
– Este ha sido un verdadero domingo -decía él.
– ¿Rojo?
– Rojiblanco, más bien. Pero muy dominical, es decir, especialmente soleado. Porque dóminus quiere decir el sol. El domingo es el día del sol. Y también del Señor. Tu religión es heliosistica, como todas, y adora el sol. Dóminus es el sol.
Hablando así se durmió y siguió dormido cuatro horas justas, durante las cuales Emilia se dedicó a mirar el cielo estrellado y a desentrañar los rumores sospechosos a su alrededor. Luego despertó Samar y se acostó ella poniendo su cabeza rizada en los muslos de él, quien, además, se quitó la chaqueta y con ella le cubrió las piernas.
También ella durmió tres o cuatro horas. Como Samar solía dormir más que ella y no había tenido bastante se le caía a veces la cabeza sobre el pecho o sobre un hombro. Cuando era sobre el pecho no respiraba bien y roncaba un poco.
La Vía Láctea seguía desplegando sus galas encima de ellos.
Despertó Emilia al amanecer.
La aurora rompía albores
sobre la claror del río…
A ella le dolía la espalda por la incomodidad del lecho. Los relieves del cuerpo femenino son diferentes. La espalda de Samar se había adaptado bien al banco y la de ella, arqueada entre los muslos de Samar y su propio lindo trasero, quedaba en el aire inestablemente.
– ¡Aaaaaaa!
– Anda, mi vida, que yo también estoy entumecido.
Se levantaron y Samar se acercó otra vez a España. Encima del palacio de Oriente, sobre Getafe y Cuatro Vientos lucía Venus o Lucifer o Astarté o Tistra, que de todas estas maneras se ha llamado al lucero de la mañana. (Entre paréntesis, la palabra tistra es puntiaguda y cabrilleante como la misma estrella.)
Al pie de España -desde el lado sur de Yebel Tarik- Samar volvía a contemplar su patria bonita. “Yo la quiero, a mi patria, sobre todo en las mañanitas de los falsos domingos rojos o rojiblancos.”
En Madrid, en el centro geométrico de la península, había una mariposa cuyos colores -amarillo y negro- produjeron a Samar un escalofrío, porque aquella mariposa le recordó a Amparo y los colores eran fúnebres. A su alrededor el rocío del amanecer hacía brillar las cimas de las cordilleras.
Pero Emilia se acercaba reacomodándose la falda en la cintura:
– Confiesa que estás enamorada de una mujer de la alta.
– La alta… ¿qué?
– La alta burguesía.
– Calla. ¿Qué te va a ti en eso? -preguntó él, nervioso.
– Yo también he tenido principios, digo, educación con la crema de la crema.
– Beaterías.
– No creas. Iba a una escuela de monjas, eso sí, pero de las caras y recuerdo que cantábamos a coro unas canciones que las monjas componían y que eran de lo más moderno que se puede pedir.
– En el estilo de las sacristías.
– Te digo que no.
– Bueno, canciones de coro, de liturgia.
– No, no, pero tampoco profanas. Con letra sin sentido.
– ¿Cómo?
– Sin sentido. Para ejercitarnos la laringe, las cuerdas bucales y no sé que otras cosas vibratorias.
– Por ejemplo -dijo Samar, a quien las cosas vibratorias le había hecho gracia.
Se puso a cantar Emilia una canción de veras extraña:
Baladón, baladón gafá
chivirí, chivirí, macáaaaa,
uté, uté, pata ti-ti-ti
ptlí, patí, ute la-la-la
a rebatir con ué
y a chivirí macáaaaa… .
A Samar le gustó y se la hizo repetir pensando que no todas las monjas eran tan tontas como parecían. O que eran más tontas de lo que se podía esperar y entonces parecían originales e interesantes. Y comprobando que Emilia cuando cantaba aquello (con una especie de convicción labio lingual impresionante) resultaba otra vez tentadora.
Baladón, baladón. gafá…
En aquel momento debía pensar ella que Samar se conducía como un tipo desorientado y caótico. Tal vez tenía razón. Había conquistado ya toda libertad posible y no sabía qué hacer con ella.
Lejos se oían tiros de fusil.
Emilia se acercó y Samar sentía un hombro femenino y redondo contra la percha clavicular del suyo, masculino.
– ¿Qué pasará si ganamos esta huelga general? -decía ella.
Volvía Samar a las andadas.
– La España que hizo la Constitución de Cádiz en 1812 era la España colonial, digo, la que vive del trabajo y tiene un sentido liberal de las cosas.
– Eso ya lo dijiste otra vez.
Y cantaba entre dientes, distraída:
uté, uté, pata ti-ti-ti
– Pero como eres tonta conviene repetirlo. Barcelona, Valencia, Málaga, Almería, Cádiz, Huelva son liberales. Vigo, Coruña, Oviedo, Gijón, Santander, Bilbao, San Sebastián, Irún son liberales también. En la tierra alta hay una tendencia castrense: Burgos, Ávila, Segovia, Toledo, Cuenca, Castilla, en fin. Las dos Castillas, sobre todo la Vieja. Esa es la España castrense, amiga de la aventura beata en religión, reaccionaria en política, monárquica y absolutista. Para esta España el trabajo es una maldición bíblica de la que hay que huir y en eso yo también soy católico. Bueno, tú sabes que en 1931 votaron por la República las regiones coloniales. Se proclamó la República en Cataluña antes que en Castilla. Votaron por la continuación de la monarquía las Castillas castellanas y castrenses, muchas de cuyas poblaciones, las de los burgos podridos no tienen razón de ser. En el fondo de los valles y en las vegas floridas de Castilla era otra cosa. Pero los alcores eran putrefactos. Desde el tiempo de los romanos son aglomeraciones artificiales creadas a la sombra de los castros levantados no para cultivar la tierra, sino para defender el terreno a hostia limpia. Los que viven por sus manos y las putas profesionales o aficionadas que se acercaban al castro han seguido a la sombra del castillo o de la catedral hasta hoy…
– Eso también lo dijiste ya… -Y añadía entre dientes: “A chivirí macáaaaa”.
La mariposa negra y amarilla seguía en Madrid con sus alas juntas y verticales. Los dos la miraban, alucinados. El Mediterráneo seguía oliendo a ácido úrico. Sin hacer caso de Emilia siguió Samar con los ojos puestos en los relieves del mapa:
– Es linda España, vista así.
– ¿Vista cómo? ¿A vista de pájaro?
– Ningún pájaro puede subir tan alto para ver a España entera como la estoy viendo yo.
– Entonces…
– A vista, más bien, de serafín.
Y volvió a lo suyo:
– El montañés en lugar de trabajar prefiere la caza, el contrabando, la aventura. El comercio de ganado, que tiene algo de aventura gitanesca. Va a la iglesia, blasfema y juega a la lotería o al monte en el casino durante los largos inviernos. Confía en la suerte y en Dios o en el diablo y en tiempo de elecciones vota por el obispo. El campesino d'abaixo vive de su trabajo, si tiene alguna tierra come lo que produce y vende lo que le sobra y si hay elecciones vota liberal. Los castrenses españoles hacen de su patria desde 1650, más o menos, un largo esperpento valleinclanesco. Los pequeños paréntesis coloniales no han representado gran cosa.
– ¿Y vosotros?
– ¿Qué quieres decir?
– Los que tenéis la manía de escribir.
Samar se engoló un poco. Tenía la debilidad de creer, como Natalio Rivas y esos académicos que se llaman don Pantaleón Gutiérrez de la Osa y Escalante, que escribir era una cosa seria.
– Castrenses o coloniales los escritores de verdadera importancia, a lo largo de los tiempos, han sido perseguidos. Cervantes va dos veces a la cárcel, Lope es desterrado. Ya lo dije antes. Por si las moscas (las moscas funerarias de la Suprema) el autor del Lazarillo oculta su nombre. También el de la primera Celestina. Don Quijote, como reflejo y cifra de la entraña de un pueblo, en un momento de la historia, se integra en el mito nacional. Es el primero de los elementos que forman la idea mítica de lo español. Él solo y sin necesidad del contrapunto de Sancho, representa esa síntesis castrense-colonial según la cual el español es un caballero genuino e ineficiente o un trabajador con dobles fondos trascendentes o un mendigo metafísico. En ninguna parte del mundo hay carpinteros, labradores, albañiles, más metafísicamente -valga la expresión- satisfechos de serlo, es decir, gente colonial tocada de idealismo castrense. La locura de don Quijote es castrense y puede ser hermosa, puede ser incluso sublime como cualquier forma de generosidad, pero sitúa al héroe fuera de la realidad. La razón de don Quijote, cuando se hace perceptible, es la misma del pueblo español. Del razonable pueblo, que ahora está aprendiendo a combatir quijotescamente en las calles.
Llevaba Emilia una varita, un junco verde, que había sacado no se sabe de dónde y jugaba con él.
– Sigue -ordenó.
– No puedo. Esa mariposa me recuerda a alguien y me tiene hipnotizado.
Ella de un golpe certero partió la mariposa en dos. Una de las alas temblaba en la mitad superior del cuerpo, que parecía un coselete minúsculo de metal. Samar le cogió la mano a Emilia, pero ya era tarde:
– ¿Qué has hecho, grandísima puta?
Se quejaba ella, en serio:
– No me insultes, Samar.
– ¿Qué has hecho?
– Ya me gustaría ser una gran puta -decía ella casi llorando-, pero solamente lo soy un poquito.
– ¿Qué has hecho?
– Un poquito nada más, como las otras.
Samar sentía temblar algo en el centro de su cerebro, como aquella ala amarilla y negra.
– Esa mariposa era más que un ser humano, para mí.
– No seas supersticioso.
– O más que un ser humano. Pero tienes razón, no hay que ser supersticioso.
– Menos mal que me das la razón una vez.
Y se puso a cantar entre dientes aquello de
… a rebatir con ué
y a chivirí macáaaaa.
Sin darse cuenta seguía en su canción el compás que marcaba el ala temblorosa -pendular- de la mariposa agonizante.
Un poco más tranquilo, Samar tomaba un aire doctoral medio en broma:
– Don Quijote gana la batalla final y también España la ganará un día si logra la síntesis colonial-castrense. Es don Quijote un ejemplo que nos sorprende cada día con alguna forma nueva de elocuencia. La vida de don Quijote fue una cadena de fracasos. Lo ridículo, lo absurdo, lo grotesco, se acumulan. Y al final, el hombre que se propuso ser el primer caballero del mundo lo ha conseguido, puesto que en cualquier extremo del planeta, en el Japón o en Sudáfrica, en la Patagonia o en el Canadá, cuando alguien quiere referirse a un individuo de un idealismo y de una generosidad sin límites dice que es un Quijote. Ganó su propia batalla don Quijote y la de los españoles. No todos los países tienen un arquetipo literario que pueda representar a sus naturales sin envilecimiento o sin alguna forma de disminución. Y sin caer en la petulancia arrogante. El Bourgeois gentilhomme de Francia avergüenza al burgués francés medio y sin embargo no tienen otro tipo y hay que aceptar que el retrato está bastante parecido. Aunque el francés tenga cualidades admirables en tantas otras cosas. Los alemanes tienen un doctor Fausto que ni siquiera es propio (es de origen británico). Pero bien mirado, ¿no se basa en un idealismo nebuloso con el que disfrazan un deseo de vivir la vida de los sentidos y de subordinarlo todo a ellos? Si Hamlet es el tipo nacional inglés (la mayor parte de los ingleses lo negarían), no es muy halagüeño para ellos. Si lo es Robinson, tampoco. En cuanto al ruso, si es Chitchicov de Las almas muertas, es un pobre diablo sin espina dorsal, pálido y carente de vigor lo mismo para aceptar la virtud como para la fatalidad del pecado o del vicio. Aunque Gogol sea un dechado de talento. Los españoles hemos tenido suerte con Don Quijote. Como la del Quijote, la nuestra será una victoria moral, producto de esa síntesis de la meseta alta y del valle, del castro y de la feraz ribera, con sus almunias, sus sotos o sus fábricas y talleres.
El ala de la mariposa había dejado de temblar. Los restos de vida que le quedaban en la parte superior del cuerpo se le habían acabado. Un ser como aquél, cuya vida natural duraba no más de dos o tres días había sido privado de más de la mitad de su existencia, tal vez.
– Oh, la gran… -fue a decir Samar otra vez, mirando a Emilia indignado.
Ella respondió, tranquilamente:
– Ya querría, pero sólo lo soy un poco.
Luego al oír disparos lejanos reaccionó y quiso vengarse:
– ¿Y tú? ¿Qué haces ahí? ¿Llorar por una mariposa mientras los otros se baten y arriesgan la vida y quizás la pierden?
En eso Emilia tenía razón y tuvo que callarse, Samar.
Las grandes avenidas estaban desiertas, pero en seguida podían llenarse de multitudes y las autoridades lo tenían previsto con agentes y guardias en los lugares estratégicos, rondas volantes con motocicletas, y los mismos jefes que recorrían los puestos en automóvil. Había un silencio campesino, cierta paz virgiliana en las avenidas con grandes árboles.
Las comarcales, las regionales, las locales, los grupos, las células tendían sus redes dando noticias y recogiéndolas, enlazando con los enlacies que se les tendían y atemperando las iniciativas a las de los demás. En Madrid, de momento, no se preocupaban las multitudes sino de despertar de su embriaguez para impedir el esquirolaje o hacer el sabotaje más eficaz. Si para ello había que herir o matar, pues… ¿ qué remedio? El hambre no era como para ser tomada en consideración aún. Había casos aislados de miseria de los que hay en todo tiempo. Los parados seguían consumiendo los víveres de los almacenes saqueados, que estaban ocultos en lugares diferentes y de los cuales se hizo un inventario a grandes rasgos. Lo cierto es que todavía quedaban víveres para dos o tres días, sin regatearlos, y entretanto Villacampa ya le había echado la mirada a un almacén que tenía grandes pilastras de bacalao, cerdo en salazón y harinas finas. Ya se vería. Pero al mismo tiempo había que procurar armas y pertrechos. Porque eso de comer y tumbarse al Sol ya lo hacen los demás, y por otra parte si toda España había respondido no era menos cierto que el Estado había callado y se había concentrado en su fuerza lúgubre de hule negro y bayonetas para dominar la situación. Parecía haberse replegado, habernos dejado las calles, las plazas, el Sol de mayo. Pero no asaltemos ministerios, no vayamos sobre los bancos y los cuarteles. “Si queréis -parecían decirnos- podéis quemar una iglesia y retiraros.” Las iglesias no nos interesan. Vamos a la calle con una ancha sonrisa y navegamos en un triunfo imaginario. Todo es nuestro. Todo es de todos. La embriaguez de una multitud no es un vicio, como en los individuos. Es algo que se llama un “estado de opinión”, con el cual negocian gobiernos y fuerzas políticas. La embriaguez de nuestras multitudes es negativa. No se puede negociar con ella. Pero muchas negaciones hacen una afirmación, como en matemáticas “menos por menos da más”.
En la embriaguez bajo la tarde tibia hay ya tres tendencias señaladas, que corresponden a otros tantos sectores de la ciudad. En Vallecas, por ejemplo, quieren ir a jugarse la carta militar de las sediciones y llegar hasta donde se pueda. Tienen el criterio de que en el camino revolucionario no se pierde ningún esfuerzo. Todo se transforma y se asimila. Si eso falla hay que seguir, y cuando no haya más recursos hay que seguir aún, a la desesperada. En Cuatro Caminos son partidarios de organizar un frente acumulando todo el material que tenemos para ir en serio a la guerra civil. Si no se aprueba eso, prefieren volver al trabajo por ahora. Luego están los moderados de barrios bajos que, influidos por el espíritu socialista, quieren que se vuelva al trabajo, ya que la protesta por la muerte de Germinal, Progreso y Espartaco está sobradamente realizada y conseguida. En las reuniones clandestinas que se celebran -reuniones con delegados sin credencial, faltas a veces de representantes de organizaciones fuertes- se marcan esas tendencias. Pero entretanto es dulce adormecerse en la tarde de primavera y dejarse embriagar por el vino fluido de los presentimientos. Parecen próximas y seguras muchas hermosas cosas. Los comités están bastante firmes, siguen con pocas bajas. Quedan en la calle muchos compañeros capaces de intensificar el movimiento y darle más fondo. Más extensión no es posible ya. En la calle se encuentran obreros desconocidos y se paran a hablar: -¿No entráis aún?
– Sí, pero en cuanto suenan dos tiros en la calle dejamos la obra y entonces vienen guardias a protegernos para que sigamos trabajando; pero con guardias al lado no nos da la gana trabajar.
Donde ha habido algún movimiento es en la ronda de Atocha y Paseo de las Delicias. Parece que han querido reanudar el tránsito en las estaciones. Al saberlo, los compañeros de Vallecas han llegado a primera hora de la tarde y ha bastado su presencia y los rumores alarmantes que han hecho circular para que el tránsito se interrumpiera. Se han quedado vigilando algunos pequeños grupos que iban y venían. Algo después de las cuatro apareció el pobre Casanova con aire de sonámbulo. Lleva cinco días sin acostarse. Se acercó a un grupo del sindicato de camareros y quiso hablarles, pero no le hacían caso. Sacó el carnet y entonces uno dijo:
– Casanova, ¿qué quieres?
Casanova hizo un gesto dislocado con el brazo:
– No quiero solidaridad. Lo que quiero es una pistola.
Había en el corro quien tenía dos, pero callaron. Se disculpaban, y Casanova, convencido de que era inútil insistir, los dejó temeroso de perder un tiempo precioso. Iba inseguro de pies, con el gesto aplomado y al mismo tiempo ingrávido del que no duerme; iba nadie sabe a dónde, pero con verdadera prisa.
Como lo vieron andar tan a la deriva, lo siguieron un instante. Al volver una esquina se abalanzó sobre un guardia y consiguió derribarlo y quitarle el revólver. Salió con él a la avenida y disparó al aire. Los disparos rodaban por las avenidas del atardecer y llamaban en las puertas estúpidas del limbo. Era el disparo al aire de los jueces deportivos que señalan el arranque de las carreras. Huyó, perseguido por el guardia desarmado y por otros dos que le salieron al paso.
El incidente rompió la armonía de la tarde. Hacia la noche comenzaban a animarse las trastiendas y los sótanos de la clandestinidad. Con las primeras sombras, la primera reunión. Todas con el mismo fin primordial: mantener enlaces, contactos. Se hacían prodigios de memoria para retener direcciones, números de teléfonos. Era muy peligroso llevarlos escritos, aun con clave. Pero todavía no era de noche. Serían las seis. En cuanto el Sol caía quedaban sin embargo las calles con su peculiar fisonomía. Ya no era extraño oír rumores de multitud en las barriadas obreras o tiros bajo la sirena de una fábrica esquirola que daba la hora de salida. Al caer, el Sol tenía en las alturas color de sangre y la ciudad quedaba sombría y cenicienta. La embriaguez tenía un momento culminante que coincidía con el sonar de las sirenas y después venía la neuralgia creciente de la noche que cada cual sentía en el cerebelo.
Se ocultaba la Luna con una nube gris que tenía forma de oso. La luz ponía alrededor un halo grisáceo. ¿Era la nube que en los bordes se hacía transparente o la pelambre del oso que filtraba la luz? El caso es que sobre la barriada del Norte la nube proyectaba su corto cuello y su pecho peludo y el oso crecía y se ensanchaba sin perder la forma. Graco, uno de los que habían disparado contra la destrozona, levantó la cabeza, vio navegar el oso en las alturas y advirtió a Urbano:
– ¡Vaya una ocurrencia! Mira por dónde aparece Fau.
Urbano se sumó al regocijo de Graco y luego advirtió en la sombra:
– ¿Sabes que lo de Fau ha caído como una bomba en la Dirección? ¿Has leído esta noche los periódicos?
Habían salido tres diarios y en los tres se destacaba el atentado contra Fau, a quien atribuían virtudes sin cuento. Era un obrero “laborioso”, de “buenas costumbres”, de “moral intachable”. Graco reía:
– No saben lo del Banco del Sur ni lo del ganadero de Valladolid.
– Aunque lo supieran sería igual.
Fau tenía algunos crímenes sobre su espalda. Graco hacía una advertencia muy sutil.
– ¿Sabes lo que te digo? Bien mirado, yo he visto que en los comentarios que hacen, y hasta en “El Vigía” el mismo director, se ve como si dijéramos la satisfacción de poder hacerle a Fau ese buen papel que sólo le pueden hacer después de muerto. ¿Entiendes? Se alegran de que les demos la ocasión. Les gusta que lo hayan matado porque la traición y la soplonería son la mayor bajeza entre los hombres.
En el barrio no había luz. Las reparaciones se habían interrumpido en vista de que cada vez corría más peligro la brigada de los esquiroles. Fau en el cielo era una torpe figura bizantina, mal dibujada, iluminada solamente en los perfiles. El barrio soñaba con las comunas libres, y Graco y Urbano salían cautelosamente hacia el campo.
Cuando salieron de la calle de los Tres Peces, la nube había comenzado a navegar hacia poniente. Mantenía la misma forma, y la Luna asomaba por la entrepierna de Fau. Era amarilla. Estaba pálida y sobresaltada. Tenía otras nubes a mano. Graco inspeccionó los alrededores con la costumbre de un revolucionario hecho a la clandestinidad. Echaron a andar muy decididos. La noche se presentaba bien, y si la reunión se celebraba sin novedad al amanecer podrían iniciarse el asalto y la sublevación de los cuatro regimientos de acuerdo con los sargentos complicados. De éstos había dos dispuestos a todo; eran de los que caen en él primer choque o triunfan. No tenían tanta confianza en otro reposado y sereno. Para estas cosas no sirven los hombres reflexivos. Hacen falta locos de locura contagiosa.
La Luna asomaba ya completa entre las piernas del bizantino Fau.
Habían recorrido dos terceras partes de la planicie, cuando de pronto oyeron los chasquidos de unas pistolas. Graco oyó la avispa del proyectil cerca de la oreja y Urbano vio saltar la tierra a su izquierda. Doblados hasta dar con la barba en la rodilla avanzaron a grandes zancadas. Los disparos habían salido del ribazo que bajaba a la derecha, a unos cincuenta metros. Antes de que pudieran cubrirse con el desnivel del terreno sonaron tres o cuatro más. Ya en la rampa de descenso hacia la casa, Urbano preguntó a Graco si lo habían herido.
– No hay novedad -contestó.
Entraron en la casa tomando precauciones. El silencio hacía más honda la soledad. La casa estaba vacía. Encendieron una cerilla y buscaron a través de sus propias sombras. Sobre una mesa de pino había un papel escrito:
“La casa está sitiada. Retroceder por la derecha hacia el canalillo.”
Debajo había un signo al parecer arbitrario, pero Graco se fijó en él y advirtió:
– Quiere decir que no vayamos por ese camino. Hay que huir por la izquierda hacia el depósito de aguas.
Salieron y se dispersaron. Sálvese el que pueda. No sabiendo qué hacer, Samar se dirigió al pabellón del cuartel de artillería y vio que salía un automóvil con escolta. “Ahí va el coronel”, se dijo. A alguna reunión en el ministerio de la Guerra.
Entró en el cuartel y el sargento de guardia, que era uno de los conjurados, lo recibió al oírle el santo y seña.
Samar le dijo que lo esperara y se dirigió al pabellón del coronel. El sargento le había dicho: “El coronel y los oficiales son también enemigos del régimen. Son monárquicos”.
– Ya lo sé. Por eso ha sido posible todo esto.
Entró Samar en el pabellón y le salió Amparo al encuentro. Era ya al caer la noche y Samar comprendía que había un gran riesgo inútil en todo aquello. Pero ¿no eran también inútiles los demás peligros?
Allí estaba ella. No podía menos que estar, y lo esperaba. Lo esperaba siempre -dijo-. Pero, además, estaba vestida de novia.
Soltó a reír Samar pensando: “Ella también está loquita a su manera, como cada cual en estos domingos rojos”. Sólo que su locura era un poco más poética. Velos, cendales, incluso las consabidas flores de azahar, tan estimulantes y prometedoras.
La risa de Samar extrañó a Amparo, pero todo se arregló cuando comenzaron a hablar. Él preguntó gravemente:
– ¿Para qué te has puesto este vestido?
Ella repitió que se lo estaba probando y pensaba en lo bonita que hubiera estado para él. Aquellas palabras se las había dicho muchas veces.
Samar sentía sus brazos alrededor del cuello. Brazos fríos, redondos, firmes. Comenzaba a sazonar en ellos la primavera. Se escapaban de las manos y la carne crujía como las manzanas. “Lucas, sol.” Él la abrazaba, pero sin alzarse sobre la tormenta de sus encontradas reflexiones. Le preguntó:
– ¿Te enteraste de lo que ocurrió ayer al marcharme?
Ella se separó y se la vio concentrarse en una repentina angustia. Balbuceaba:
– Cuando oí los tiros creí que podías ser tú la víctima. Te vi huir. Un hombre se moría debajo de mi balcón. Samar se encogió de hombros:
– Había puesto a la policía en antecedentes de lo que hacíamos. Era un traidor y los traidores deben morir.
Entonces vio Samar que Amparo iba a hablar y no sabía con qué palabra comenzar. ¡Ella, que nunca meditaba las palabras! Amparo consiguió, sin embargo, serenarse. Samar leía en el fondo de sus ojos cuando los podía escudriñar y cuando, como ahora, los hurtaba leía todavía mejor.
La angustia de Amparo era, con el traje de novia, una angustia cinematográfica. Pero ¡qué graciosa en su armonía!
Amparo se mantenía serena y firme otra vez.
– Yo -decía- veo el mundo así. Primero nosotros y después todo lo demás.
Fuera del recinto de aquel pabellón, en la calle, en el ambiente de Samar, lo imposible no existía. Todo era posible, todo era superable. ¿Y ella? ¿Y ella? Una voz que hubiera gritado “¡imposible!” se hubiera visto ahogada por las olas de una embriaguez siempre creciente.
Samar echó atrás la cabeza para mirarla. Tenía en sus brazos una gavilla de flores silvestres y su cabeza estaba ebria de una alegría virgen que no había tenido nunca. Ella repetía, con un rumor desesperado en su garganta: “Imposible”, y buscaba los labios de él y se ceñía a su torso y a sus piernas. No era la mujer. Ni siquiera una mujer. Lo mismo que “siempre" vencía al tiempo y “más” vencía al espacio, ella en sus brazos era un infinito negativo, un infinito hacia atrás: un “menos infinito”. El cuerpo se vengaba de los sueños realizándolos todos en un instante y Samar sentía que algo estallaba dentro de su conciencia y se hacía luz y lo incendiaba todo.
De pronto ella se desprendió de sus brazos:
– Ven.
Él siguió los pasos de Amparo por la alfombra que trepaba zigzagueando en las escaleras y luego creyó diluirse y desaparecer otra vez entre la triple blancura del traje de novia, de la carne de novia, y de la noche de mayo. Pero esta vez sin volver a salir a la luz de las ambiciones, los sacrificios a la luz de las cosas que son y pasan y morirán. Negándose y negándolo todo. Samar pensaba al entrar en el cuarto de ella: -Aun podríamos salvarnos los dos.
El veneno todavía era una delicia. Después celebraron sus fiestas de primavera sin sorpresa, sencillamente, sin lágrimas, con una pasiva embriaguez en ella y activa en él. Samar no recordó, nunca nada relacionado con aquella noche. Ni si fue una noche o uno de tantos sueños de una noche o la sombra de un atavismo de sus bisabuelos, o el día de su propio nacimiento, o del triunfo de la revolución que todavía no habían hecho. Sabía que en los últimos instantes del recuerdo de ella aparecía un hombre asesinado al pie del muro y unos ojos femeninos espantados que decían:
– Como no lo recogieron hasta la madrugada, aquella noche tuve miedo.
Fau estaba en el fondo, mugiendo. Pero concretamente no recordaba ya nada más, como no fueran aquellas palabras cuando se disponía a huir del pabellón y probaba a huir de sí mismo llevándosela a ella en los labios. Samar no hablaba. Se la quería llevar, hecha perfume, en los pulmones y sorbía en sus labios. Amparo dijo lanzándole el aliento al paladar y a la garganta:
– Es la última vez que nos vemos.
Seguía Samar devorando sus labios. Luego se desprendió y huyó. Desde el balcón, ella agitó la mano en el aire. Con el camisón de novia era el fantasma floral de mayo. Vio a Samar junto al muro atisbando la vigilancia. Ella volvió a decir:
– Es la última vez.
Samar no podía comprender. Si hubiera comprendido, aquello le habría parecido de un romanticismo idiota.