39625.fb2 Silencio De Blanca - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Ritual de la ceguera

Nocturno en do sostenido menor opus 27 número 1

(En la partitura: larghetto, comienzo en pianissimo de la mano izquierda, seis notas en legato, suaves, oscuras; la melodía, a partir del tercer compás, sotto voce.)

Regreso del conservatorio con el viento a mi espalda y el cielo bloqueado de nubes grises. El buzón me anima, porqu~ encuentro un aviso, una profecía: el trozo de tela negra, inconfundible, que anuncia el próximo ritual. Se me ocurre algo: vivir con los ojos cerrados hasta el sábado, para otorgarle un adecuado prólogo. O para fingir que despierto contemplando su figura. Pero es una felicidad tan exquisita que me asusta.

Hay un giro simple sobre mi y mi sostenido, como el revoloteo de un pájaro, en este Nocturno: música para ciegos. Al tacto, las teclas de la mano izquierda se desprenden de las sombras como asperezas de Braille y adoptan volumen, forma, identidad. Todo lo que gira es voluptuoso: y hay voluptuosidad en esa nota obsesionante. He repetido la partitura varias veces con los ojos cerrados, pero es peligroso. No ver es ver demasiado. Las tinieblas y los sueños se parecen en algo: ambos provocan visiones intensas. Es peligrosa esa oscuridad repleta, esa forma suave que palpamos en la oscuridad. Porque la oscuridad es el deseo, y es arriesgado abandonarse a ella, liberar el instinto como un aliento de niebla.

Los días se acortan, como si ya faltara el tiempo: lo decidí ayer, de pie en la acera, junto a la pared entre dos comercios, mientras veía encenderse a mi alrededor las luces de las farolas. Eran sólo las ocho menos cuarto, pero ya había caído la noche completa, y en lo que a mí respecta me tomó por sorpresa, como la muerte.

Ella salió puntual, envuelta en una trenca oscura con medias azules: su altura y sus piernas delineadas siempre visibles hasta el comienzo de los muslos parecen detalles irremediables. Al salir se detuvo para colgarse del hombro una especie de mochila, de continuo con esa equívoca rapidez de quien se cree perseguido o debe llegar cuanto antes a ninguna parte. Me acerqué, quizás con demasiada violencia -posiblemente debido a la oscuridad, que falsea las distancias-, y dije: «Hola». Su gesto de susto me asustó: giró de repente, protegió la mochila, por un instante su rostro no fue suyo -por un instante fue la mueca del miedo, como antes recordaba yo la de su placer-, y al final mostró, según creo, cierta alegría genuina. Caminamos juntos hacia la gran avenida, donde las voces, y hasta la noche, se pierden; yo, sin mirarla, hablando como si me confesara ante mi propia conciencia; de vez en cuando contemplaba sus pies -grandes pero bien hechos- y su calzado plano azul oscuro.

– He venido para disculparme -dije.

– No es preciso -dijo ella-. No ha ocurrido nada.

No hubo ironía en su voz; en general fue una conversación agradable, mucho más de lo que esperaba.

Intenté hablar todo lo que pude: temía su silencio, pero también sus palabras, aun sus gestos; no quería obligarla a relacionarse sino solamente explicarme.

– Por increíble que te parezca, yo no soy así -dije, y me apresuré antes de oír su voz-. Me refiero a lo del otro día. Tengo sensibilidad…

– El presidente de la Hermandad de los Amantes de la Música -replicó,pero, aunque la oí reír, siguió desprovista de burla: más bien era una declaración resignada, incluso triste.

– Es posible. Aquello fue como un deseo repentino de ser de otra forma.

– ¿Más normal?

– Llámalo así.

Caminó un instante con la sonrisa pendiente, como si le faltara expresar algún pensamiento alegre. Entonces me miró para decirme:

– Creo que me gusta más tu sensibilidad.

Sonreímos juntos, pero sospecho que sólo ella, mucho más sincera que yo, tenía deseos reales de hacerlo.

– He hablado con Lázaro -dije de repente-: no creo que acepte venir conmigo a la consulta. Eso me preocupa.

– ¿ Cómo se encuentra ahora?

Me encogí de hombros. Decidí no mentir:

– No lo sé. Probablemente sigue fumando mierda.

Hace tres o cuatro días que no le veo.

Movió la cabeza lentamente y enfrentó mis ojos: yo los desvié.

– No le dejes solo, Héctor -dijo-. Recuerda: tú eres su mundo.

– Pero él tiene su propia vida-me defendí-. Es un chico muy especial: se basta a sí mismo.

– Nadie se basta a sí mismo.

– Es cierto -admití.

Aguardamos junto a un semáforo. Yo no miré las señales: comencé a atravesar la calzada cuando ella lo hizo. Me di cuenta, por el alboroto de coches repentino, de que había infringido las normas: corrimos hacia la acera opuesta.

– ¿Sabes? No es él quien me preocupa ahora, y perdóname-dijo de repente-. Creo que cuando le pediste a tu hermano que acudiera a una consulta, eras tú quien estaba buscando ayuda. Incluso me comentaste algo parecido en broma…

– ¿Crees que necesito ayuda?

– Creo que tienes un problema.

Habíamos llegado a Plaza de España, y la vastedad del lugar me pareció impropia para confesiones. Sin embargo, sentía la necesidad de hablar de mí.

– Adelante -la tenté-. ¿ Qué clase de problema?

– Ya me lo dirás tú.

El tiempo en la noche no transcurre igual: parece evaporarse con las palabras; de repente emergió una boca de metro: gente como expulsada salía en torrente de su interior. Aguardamos un instante allí: ella tenía que entrar, yo no. Por prim~ra vez en aquella cita la contemplé completa, arrebujada en su trenca azul. Sus ojos resplandecían como una noche de ciudad.

– Necesito verte de nuevo -pedí.

– Muy bien -respondió enseguida-. Hoy es imposible, pero podrías venir a casa el sábado.

– El sábado no -me apresuré-. Tengo compromisos.

Me observó con esa fugacidad que sin embargo consigue parecer siempre más intensa que la mirada fija. De inmediato desvió la vista.

– Ya. ¿Y el jueves?

Hemos quedado el jueves en el mismo sitio. Quiere que conozca su casa. Planea incluso una pequeña cena. He pensado mucho en esa noche próxima, y me he decidido a compartir con ella mis secretos.

Elisa, con sus rizos africanos y su oscuridad, su cuerpo ligeramente bronceado, volvió a tocar hoy. Entonces me atreví. La noche se hizo prematura a nuestro alrededor: sólo permití la pequeña luz amarilla, casi de hoguera, de la lámpara de pie junto al sofá. Eso me alentó. Le pedí que tocara con sordina, muy suave, en un ritmo semejante a los seisillos que acompañan al Nocturno opus 27, número 1. Lo hizo con la recién creada costumbre de llevar su camiseta del símbolo vacío, descalza y sin gafas. Se equivocaba, pero parecía no importarle. Tampoco se aturdía por el hecho de mi presencia, como antes. Por fin se había abandonado, incluso a sus propios errores, o quizás se trataba tan sólo de miedo, el miedo de ambos, pero el suyo me dio valor. Poco a poco fui sintiéndome una amenaza: de haber pensado en un peligro en ese instante, habría pensado en mí. Me acerqué a ella, o mejor: al conjunto de esa pequeña espalda que se arqueaba bajo el símbolo de la O, las vértebras levemente dibujadas y los rizos negros y los codos a ambos lados moviéndose con la música. Me acerqué hasta que ella me sintió -un instante antes de que yo lo hicieray se detuvo. Rocé su espalda inmensamente joven y tibia con mi cuerpo.

– Continúa -dije.

Las notas balbucearon un poco cuando me obedeció: después se hicieron más firmes. Volvió a inclinarse, a arquear la espalda. Yo la imité con cierta indecisión.

Extendí la mano entonces, bajo sus brazos, sin tocarla, subrepticia como una criatura nocturna, y cogí con la suavidad de la brisa el borde de su camiseta, que cruzaba los muslos; tiré de él con lentitud. Volvió a detenerse y giró la cabeza, pero apenas, como si en realidad no lo hubiera hecho para mirarme.

– Continúa -repetí con neutralidad.

Mi intento había colocado los bordes de la camiseta en la parte superior de sus muslos; ella no hizo nada por descenderla. Siguió tocando en un tono casi de pregunta, en voz baja. Con la atención leve que emplearía en examinar una flor pétalo a pétalo, volví a atrapar el borde de la camiseta y tiré un poco más hacia mí hasta que resultó imposible debido a la presión que ella misma ejercía sobre el asiento. Pero continué tensándo1a con silenciosa terquedad, intentando no tocar su piel. ¿Provoqué su gesto o se debió exclusivamente a ella? No puedo saberlo. Lo cierto es que se incorporó durante un segundo y los obstáculos desaparecieron, por lo que conseguí llevar la prenda hasta su cintura. Las nalgas pequeñas, firmes, se hundían con levedad en el taburete. Estaban cubiertas por el triángulo amplio de unas bragas blancas muy sencillas. Ella se removió y percibí que la música variaba: ahora los arpegios seguían una adormecedora repetición que casi parecía silencio puro. Al balancearse, depositaba el peso en una u otra nalga, exagerando un poco el músculo. Era prodigioso, aturdidor, pensar que se trataba del cuerpo de Elisa, de una muestra parcial de sus intimidades.

Mantuve su camiseta enrollada en el vientre y palpé la cinta de sus bragas con el dedo índice: ella, que se limitaba ahora a hacer susurrar al piano con voz de viejo, se echó hacia delante, irguiéndose. Me sorprendió la increíble tibieza y humedad de su ropa, como proveniente de otra estación; a nuestro alrededor las cosas eran otoñales, pero aquel elástico parecía puro verano. Tocar sus bragas, además, era como tocar nervios abiertos: mi dedo apenas hacía presión, pero todo su cuerpo se envaraba al sentirme, la música parpadeaba, proseguía ya como un decorado, se hacía menos importante que los ruidos.

– ¿Te molesta? -pregunté entonces.

Negó con la cabeza sin hablar y sin volverse, inclinada sobre el teclado, concentrada en algo que parecía más allá del mecanismo ocioso que estaba interpretando, una armonía oculta.

Atrapé entonces la cinta elástica de uno de los bordes, el que cruzaba en diagonal,la nalga izquierda; al hacerlo, inevitablemente, la uña de mi dedo índice palpó la tersura caliente de su piel bajo ella, el próximo abismo de separación entre ambos cachetes; cerré los ojos: era como tocar la piel de una fruta. Introduje más el dedo y hallé el otro borde: junté ambos, cerrando el dedo como un gancho, y tiré hacia mi cuerpo de tal manera que la estrecha línea que se formó se introdujo en la separación entre sus nalgas, como un dedo de seda. Fue entonces cuando noté que sus manos se habían muerto de repente sobre las teclas. Volvió a removerse, percibí el simulacro de un jadeo, un gemido inexperto; los óvalos morenos de las nalgas se contrajeron, oscilaron; se incorporó de nuevo para regresar al asiento casi al mismo tiempo: sus bragas eran ahora una arrugada línea entre la sensible carne de sus cúpulas. Volví a recogerle la camiseta sobre la cintura, ya que había descendido con los movimientos. Levanté los bordes laterales de las bragas, como alas de pájaro tenso, separándolos con dificultad de la carne, y puse todo mi empeño en alzados hasta que la columna sedosa de la prenda se perdió por su mitad inferior, casi los tres cuartos últimos, hundiéndose hacia arriba.

Golpeé una tecla y Elisa -ojos cerrados, boca abierta, respirando profundamente- se sobresaltó como si despertara de un sueño violento.

– Continúa -le dije.

Lo hizo, pero apenas era música: notas dispersas, como al azar, casi las que podría producir un niño pequeño. La observé desde alguna distancia: salvo por la camiseta que pendía de su cintura, se hallaba casi desnuda; las bragas parecían haber desaparecido, y la finura de bramante que permanecía entre sus cachas. y se tensaba muy por encima, sobre el hueso de sus caderas, era como una demostración de su desnudez auténtica.

Me acerqué por detrás, la atraje un poco de los hombros, le indiqué de nuevo que prosiguiera -sentí su temblor de hoja por todo el cuerpo- y llegué con las manos hasta la cercanía arriesgada de sus ingles. Cuando toqué las bragas allí, hundiéndose en las líneas más suaves que podrían imaginarse, Elisa golpeó una nota que sonó a grito y dejó de tocar. Juntó los muslos y me impidió proseguir, pero no se volvió: agradezco esto último; su rostro me hubiera condenado en el mismo instante en que lo viera, así que preferí que continuara de espaldas: era mejor imaginar su vergüenza a contemplada.

A pesar de todo, su rigidez me hizo proseguir: rodeé el pequeño cuerpo con mis brazos, me incliné, palpé la carne suavísima del comienzo de los muslos, toqué las bragas sobre una piel sin vello, limpia, intenté realizar la misma operación que por detrás: ella puso entonces ambas manos sobre las mías y retrocedió tan rápido que tuve que apartarme para que su cabeza no me golpeara.

Se deslizó entre mi cuerpo y el piano y dio varios pasos torpes y veloces hacia la puerta. Su camiseta descendió por un lado pero se mantuvo tercamente en la cintura por el otro, dejando al descubierto la nalga, que tembló con sus prisas. La llamé:

– ¿ Adónde vas?

Se detuvo, pero hizo el mismo ruido que si caminara, descalza y silenciosa sobre la moqueta.

– Ven-dije.

Se dio la vuelta y noté su angustia, sus ojos desmesurados, la expresión de pavor, el cansancio de sus jadeos de adulto. Se había bajado la camiseta por completo, se arreglaba. Las huellas de su cuerpo aparecían y desaparecían bajo la prenda como burbujas. Se acercó por fin, recelosa, despejándose la cara de rizos.

– Siéntate: no voy a hacerte nada -le indiqué.

No lo hizo: permaneció de pie frente a mí con cierta frigidez de manos cruzadas sobre el centro de su cuerpo, los muslos juntos.

– ¿Vas a decírselo a tus padres? -dije percibiendo con inmensa felicidad que no me importaba que lo hiciese.

Respondió que no con la cabeza, pero muy rápido, de tal manera que no supe si su respuesta era puro miedo o sincera convicción. Tampoco me interesó saberlo: caminé hasta situarme entre ella y la única luz del salón, y mi sombra de hombre la ocultó por completo.

– Soy un pervertido -le dije sin esfuerzo-. Un pervertido absoluto.

No respondió: el blanco de sus ojos traspasaba mi propia sombra como pequeñas luces.

– Pero juro que no voy a hacerte daño -y entonces sí me esforcé en hablar, porque era mi propio sentimiento lo que narraba-: Estás tan hermosa así… Tan hermosa… Pero no voy a tocarte, sólo deseo verte. N o te tocaré nunca: te descubriré como ahora. O tú lo harás, de igual manera que haces con los zapatos o las gafas. Pero la decisión es tuya.

Decírselo todo me excitó más que su propia desnudez. Me acerqué a ella soslayando el piano y la oscuridad de mi figura creció a su alrededor, como una noche íntima.

– Por favor -gemí-, déjame verte.

Esa expresión suya entonces: la blancura instantánea de su rostro, como con las emociones disueltas, la mirada sin párpados fija en la mía, la boca a punto de una palabra pero tan semejante a la del beso. Sentí al verla, diciéndole todo lo que le dije, el anuncio de un sorprendente orgasmo que quise demorar. Mi miembro, erguido, rozaba las vestiduras. Pensé con insatisfacción que todo acabaría en ese instante: ella se volvería entonces una excusa más, un medio más, un objeto sin vida desprovisto de otras sensaciones. Cerré los ojos, controlándome. Ella malinterpretó mi temblor y retrocedió hasta tropezar con una silla.

– Vete ahora-dije.

Cuando abrí los ojos ya no estaba. Pero hasta mucho tiempo después, con un silencio ya antiguo, no pude reaccionar: llegó la noche, la noche completa, con su propio silencio, su oscuridad invasora, su cansancio.

Soporté la ausencia de alivio: volví al piano y toqué con sordina. Percibí el calor del asiento -su calor, olvidado allí- y me mantuve alerta, tenso, expectante.

Hemos caminado hasta su casa: le gusta hacerlo, es fuerte y ágil. En su apartamento de Juan Bravo todo es similar: hay desorden, pero plagado de color, como un paisaje del trópico; muchas habitaciones pequeñas, lámparas ocultas o demasiado evidentes, escabeles en diversos tonos de mezcla, una alfombra roja con el tacto de la angora en el salón. Me ha sorprendido con su afición a la pintura: le gustan los temas geométrico s, particularmente circulares o elípticos, sobre distintos fondos monocolores; me contó que había expuesto en una pequeña galería de la Costa del Sol, pero que apenas lo consideraba un pasatiempo. Todo lo demás está repleto de muebles de diseño: es una casa curiosa, parece preparada para una multitud de seres invisibles, porque todo tiene uso, todo es variado y se repite -interruptores inútiles, luces sin significado, butacas en ángulos que nadie ocuparía, pantallas verdes de televisores; incluso el simulacro de una chimenea-, pero apenas hay espacio real para que convivan a gusto más de d6spersonas con sus respectivos cuerpos. Su decoración, como sus cuadros, es un vértigo, y éste se prolongó en la bebida. Al principio hubo vermuts y brindamos, ella agazapada en su sofá rosado de cojines malvas, sin zapatos, como un animal doméstico. Los vasos chocaron y Verónica pronunció la primera intimidad:

– Por los desconocidos.

La frase me sorprendió y traté de indagar:

– ¿Quieres decir que es mejor no conocernos mutuamente?

– ¿Tú no piensas lo mismo?

Sellamos el pacto: pensé que también se puede firmar con un seudónimo. Aquel preámbulo me tensó: además, la notaba bastante diferente del otro día, deseosa de hacer algo inolvidable, con la necesidad urgente de la locura en su mirada. No permanecía quieta un solo instante: se levantaba, controlaba la comida en la cocina, volvía a sentarse, olvidaba el vaso, olvidaba la botella, parecía acorralada por algo distinto a mi presencia. En un momento dado puso música en el admirable equipo del salón: eran los Preludios que yo le había regalado. Me escuché a mí mismo tocar a través del tiempo y el espacio, lo que interpreté como una caricia invisible por parte de ella.

Sirvió la comida y cambiamos de bebida, un denso vino tinto en copas finas. En contra de lo que esperaba, comimos en absoluto silencio, salvo algunos comentarios sobre el plato -un asado que elogié merecidamente-. Pero nos mantuvimos fieles a nuestro pacto y continuamos desconocidos: en ella me pareció aquel deseo un exceso de heridas viejas; en mí, el temor a la primera.

No había vuelto a calzarse desde los vermuts, pero casi era lo mismo, porque había llevado zapatos planos.

Vestía esa noche un moldeado conjunto rojo, tan tenso que pensé que conservaría su figura como un maniquí cuando ella se lo quitara: por encima era una flor y un escote sin tirantes, oblicuo, dejando los hombros desnudos; por abajo, de nuevo tajante, con una horizontal prieta sobre. la carne superior de los muslos, sus ubicuas piernas siempre descubiertas, ese día tras la fina oscuridad de unos panties negros y lisos. Iba elegante y maquillada, pero sus manos continuaban desnudas y limpias, las uñas como uñas de muchacho.

La cinta llegó al final y un mecanismo sin inteligencia la hizo retroceder. Por entonces ya no nos importaba la repetición de la música: habíamos empezado a crear una leve incomodidad con las miradas. Volvimos a brindar y dije:

– Por el placer.

Ella no lo repitió. Entrechocó su vaso y dijo también algo, aunque muy distinto, con cierto acento de tristeza:

– Por la Hermandad de los Amantes de la Música.

De repente tuve ganas de descubrir su pasado, de saber por qué se hallaba tan herida, de espiar en la historia que no quería contarme, pero me sentí más impúdico que si deseara su desnudez. Bebimos sin dejar de mirarnos y el silencio pareció una burla tácita, el preámbulo a las risas o a los aplausos que suceden siempre a una broma excitante. Observé su figura frente a mí, en la mesa. Había escogido para la comida una enorme mesa de cristal transparente, redonda, y sus piernas 'cruzadas parecían como hundidas en un lago de agua clara.

Cuando regresamos al sofá rosado y malva, aún sin hablar, me ofreció coñac en una copa fantástica: pensé en todos los objetos que la rodeaban, en los colores y las formas rebeldes que escogía, en el contraste de geometría y tonalidades atractivas que reflejaban sus propios cuadros inundando las paredes del salón. Entrometido en ella, aunque en silencio, quise imitarla con una estúpida observación psicológica: «Le gusta todo lo exótico, pero hay algo dentro de ella que maldice ese deseo».

A los dos sorbos de coñac me sentí completamente liberado de pensamientos. Hice oscilar mi copa entre las manos hasta encontrar, como un joyero, el reflejo justo del licor, una luz mortecina semejante a la del propio salón. Dije:

– Los Amantes de la Música, como tú y yo, disfrutan solamente con experimentos.

– Adoro los experimentos -dijo.

– Pero odian mantener relaciones -continué.

Guardó silencio un instante sin perder la sonrisa:

entonces extendió los largos y fuertes brazos desnudos sobre el respaldo del sofá.

– ¿Así te llevas con tu chica de los sábados? -preguntó.

– Sí: ése es justo nuestro pacto.

Pareció interesada de repente por sus propias piernas extendidas hacia mí, o por algún punto en el suelo, más allá de ellas. Entonces murmuró:

– Tan sólo dime cómo se llama. N o quiero saber nada más.

– Blanca.

– ¿Es bonita? -aguardó un instante la respuesta, pero añadió, rápida-: De acuerdo, agoté mis preguntas, lo siento.

– Déjame preguntarte yo ahora y te responderé después -dije.

– Adelante. Lo que quieras.

– ¿Por qué quieres saber si es bonita?

– Porque cuando hablas de ella, aunque apenas la menciones, tus ojos se iluminan como lámparas -contestó con suavidad, sin titubeos.

Medité un instante lo que había dicho. Ella malinterpretó mi silencio y añadió:

– Perdona: pura deformación profesional.

– No, me parece bien -dije-. Ahora voy a responder a tu pregunta: no. No es bonita.

La respuesta la hizo palidecer de una forma tan repentina y extraña que casi pensé que había entendido justo lo opuesto. Pero entonces dijo:

– La adoras, ¿verdad?

Mis ojos se perdieron en una larga mirada inmóvil.

Mi mente se hallaba igual: fija en un punto sin significados. No respondí.

– Dios mío -respiró ella profundamente-, qué suerte has tenido. ¿Cómo la conociste? -se echó a reír sin transición-. ¡Hay que ver! ¡Quedamos en ser dos desconocidos y yo ahora salgo con este interrogatorio!

– No importa -dije y agregué: La conocí un día.

No sé nada sobre ella, salvo que se llama Blanca. Ella tampoco sabe nada sobre mí. Nos reunimos los sábados y hacemos cosas…

– ¿Experimentos? -sonrió.

Asentí con un gesto. Me sorprendió hallarme tan excitado: hablar de Blanca era como contar un secreto; y toda exhibición de un secreto tiene algo de placentera impudicia. Además, era la primera vez que hablaba con alguien sobre ella: en ese instante me asombró la monstruosa soledad que me había rodeado siempre.

– Tiene que ser maravilloso mantener una relación así sin pretender nada más que el goce… -murmuró ella-. Es la mejor terapéutica que conozco -sus ojos, húmedos y brillantes, estaban fijos en los míos.

– Ella nunca me habla…

– ¿Nunca? -se mostró divertidamente incrédula.

– Nunca: ya no recuerdo cómo era su voz. Todo lo demás son cosas que hemos aprendido a fuerza de repetidas. Yo las llamo «rituales».

– Gracias -dijo al cabo de un instante, en voz baja.

– ¿Por qué?

– Por contármelo.

Llevó el borde de la copa hasta sus labios con la actitud de beber de un cáliz. N os mirábamos en silencio. Al final, casi como si la pausa hubiera sido una especie de pulso entre ambos, sonrió con aire de derrota:

– Nuestra relación aún no es tan perfecta -dijo-: no hemos conseguido todavía dejar de hablar.

Me sorprendió el tono de repugnancia con que me lo decía. Sonreímos sin ganas y continuamos bebiendo. Entonces propuse:

– ¿Hacemos experimentos?

– De acuerdo -replicó con suavidad.

Le pregunté si había pensado alguna vez en caminar a ciegas, en sentir, sólo en sentir, como si todo su cuerpo fuera una mano abierta.

– Dime cómo -susurró, conmovedora.

Le expliqué que sucedía a veces cuando se oye una música muy hermosa, o durante ciertos sueños. Entendió la primera comparación pero no supo a qué me refería realmente. Sin embargo, se mostró dócil y dispuesta. Le pregunté entonces, en voz baja, con un tono casi pueril: -¿Te quitarías ahora mismo la ropa?

Durante un instante buscó en mis ojos algún indicio de broma. Después pareció recobrar la tranquilidad con la que estaba sucediendo todo. Dijo:

– Claro que sí.

Se puso en pie y se desnudó sin afectación. Fue casi un desnudo reflexivo, porque se detenía a veces como si quisiera meditarlo. Más tarde pensé que era su manera de evitar la expresión del placer que sentía al mostrarse poco a poco, sin excusas. Se desprendió del vestido rojo, deslizó los panties con dificultad a lo largo de sus inmensas piernas, quedó desnuda por completo -incluso pendientes, pulseras, reloj- con rapidez y eficacia, como en la soledad blanca de un cuarto de baño. La ropa y los objetos se amontonaron en la alfombra y ella los reunió con sus pies descalzos. Cuando habló, sin embargo, mientras se echaba toda la espesa melena de pequeños rizos hacia atrás, percibí su temblor:

– ¿Y ahora?

A mi derecha, cerca de donde me hallaba sentado, se erguía una lámpara de pie. Enfoqué su luz sobre el atlético cuerpo desnudo y la pared que había detrás se convirtió en pantalla de una sombra enorme de mujer, casi simbólica, repleta de curvas exactas, de pechos increíbles y oscuros donde los pezones destacaban más que en su propio cuerpo iluminado. Encontré un regulador y aumenté la intensidad de la luz hasta un grado de escenario. Verónica se protegió los ojos con las manos para mirarme.

Se hallaba alta y espléndida, los hombros firmes, los pechos copiosos, la cintura apretada por una argolla invisible, el vientre suavemente ondulado, la figura del ombligo como una perforación exacta, las caderas amplias, los muslos largos y firmes. El sexo formaba apenas un espacio de vello oscuro donde convergían las ingles.

– ¿Tienes algo con que pueda vendarte los ojos? -pregunté.

– Espera.

Regresó con un largo pañuelo negro. Me levanté, cogí el pañuelo y le di dos vueltas sobre su rostro antes de atarlo con firmeza en la nuca, dividiendo inevitablemente su melena rizada. Ella se mantuvo de espaldas durante la actividad, y lo bastante cercana como para que yo la rozase. Yeso fue lo que hubo: roces; y creo que la electricidad fue mutua y ambos resultamos excitados por el contraste de tactos, mi pantalón de lana deslizándose con la indiferencia del aire sobre la redondez extrema y fuerte de sus glúteos, las mangas de mi jersey contra su espalda.

– Ya -dije.

Volví a sentarme y bebí otro sorbo de coñac. Ella no se había movido: me mostraba todavía su espalda, entre la inmensa sombra de la pared y yo, con las nalgas tan abultadas y prietas que la línea que las separaba constituía apenas una leve curva que parecía dibujada sobre la piel.

– Camina de un lado a otro -le pedí.

Empezó a moverse. No caminaba, claro: tentaba. Buscaba con los pies las oquedades seguras de la alfombra, vacilaba exquisitamente antes de cada paso, y ese titubeo era como un reflejo delicioso de su cuerpo, un molde trémulo de sus formas. Por ejemplo: no movía los brazos, los hacía vibrar como varas; los pechos se agitaban, pendientes y esféricos, con cada paso, como abultados adornos; las caderas se balanceaban con algo más que provocación consciente: un reflejo sin voluntad, como el paso casual de un hermoso caballo indómito. La seguí con la mirada, observando ya el rastro de sus huesos en la espalda, ya el escalofrío de sus nalgas. Dio la vuelta en un cierto punto, bajo mi mirada silenciosa, y regresó insegura por el mismo camino, las mejillas calentándose más allá de la venda. Dijo algunas cosas a las que no respondí:

– Me excita.

O bien:

– ¿Y ahora?

O bien:

– ¿Ya?

Su ceguera era como una cuerda que apretara sus músculos, como una red bajo la que se tambaleara, apresado, su cuerpo desnudo. Se hallaba indefensa como una obra de arte sobre una pared. Detrás, su sombra gigantesca me fascinaba.

– Ven -le dije por fin cuando daba otra vez la vuelta.

Supo de repente que no podía hacer preguntas: tan sólo moverse a ciegas. Se detuvo al oírme y avanzó torpemente hacia mí, o hacia su creencia de mí. Supo también no extender los brazos sino abandonarlos junto al cuerpo: esa atadura otorgó a su andar una cualidad casi obscena, una desnudez superior. Era como si me hubiese regalado la visión de sus propios ojos y yo contemplara su cuerpo con doble intensidad.

Caminó perdida hasta que su muslo derecho rozó el sofá donde yo me sentaba. Pero no le hablé. Giró su cuerpo adulto con torpeza y los pechos temblaron con el gesto. Las piernas golpearon el brazo del sofá y ella gimió: se aturdió un instante y volvió a girar, recorriendo la longitud del mueble y, al perderlo, mis propias piernas, el tacto endurecido de mis zapatos. Entonces se detuvo frente a mí. Jadeaba. Sus pezones se habían desplegado, recios. Todo su cuerpo transpiraba con un brillo oscuro y fuerte de metal.

Bebí un sorbo de coñac mientras la contemplaba.

Hubiera querido no hablarle: que ella sintiera mi voluntad como un aura o el roce del viento. Decirle: «Aléjate» sin que la palabra surgiera, sin sonidos, como a mil metros de una oscura y enorme profundidad. La observé. Sus rodillas se tensaban, los dedos acariciaban los muslos distraídamente, el sexo permanecía cercano y aun así persistía pequeño, en la convergencia de los pliegues de la carne.

La abandoné a la mirada hasta obligada a hablarme:

– ¿Por qué no me tocas? -dijo.

Movió la cabeza: no supe si me veía. Respetó mi silencio con el suyo y se mantuvo en aquella postura, de pie frente a mí, rozando con los dedos de los pies la piel rígida de mis zapatos. Dejé pasar el tiempo, que sin embargo no transcurrió: pareció hacerse húmedo y lento como su cuerpo. Dije por fin:

– Siéntate frente a la mesa.

Abrió la boca como para replicar, pero giró con lentitud y se alejó de mí, un paso tras otro, hasta que su erróneo cálculo le hizo golpear con los muslos el borde de la mesa de cristal donde habíamos comido. Frotó su carne contra ese borde hasta encontrar la silla. Se sentó sin valerse de las manos, recogió las piernas, quedó erguida, esperando.

Entonces salí del comedor y entré en la cocina: no tardé en encontrar un tarro de mermelada de fresa casi lleno y dos cucharillas de café. Regresé con las tres cosas y las deposité desordenadamente sobre la mesa, frente a ella, que se tensó con los ruidos del cristal pero no habló.

Hundí una de las cucharas en la mermelada y la acerqué a su rostro. No la avisé: toqué su boca entreabierta y ella gimió y se retiró. Volví a tocada con el borde dulce de la cuchara y se la introduje entre los labios: sacó un poco la lengua y la lamió con lentitud; erró en los gestos, y la mermelada se deslizó por su barbilla. Alcé un poco la cuchara y ella alzó la cabeza, persiguiéndola; se incorporó aún más, inclinándose hacia atrás en el asiento.

Con la mano derecha llevé la otra cucharilla, vacía, hacia su pecho izquierdo, mientras proseguía el juego en su boca. Rocé apenas el pezón erguido y ella volvió a gemir y se retiró hacia el respaldo. Repetí el gesto con ambas cucharas: hacia los labios y hacia el pezón. Se tensó, cerró los puños, se sujetó al borde de la silla como si se hallara cabeza abajo, a punto de caer. Sostuve su pezón tieso con el óvalo de la cuchara, como un bocado de algo: se hallaba tan recio que apenas se venció con mi suavidad; también muy sensible, ya que su garganta soltó un gemido leve, en sordina, apagado como la propia luz del salón, un conjunto de emes enhebradas que escaparon de entre sus dientes; la fresa que tentaba su boca se derramó otra vez.

Dirigí el pezón a un lado y a otro con el borde metálico; lo abandoné pronto. N o supo en qué momento exacto decidí abordar el otro: percibí toda su piel erizada. No aparté la cuchara de su boca, pero jugué a hacerlo, provocando que ella la buscara. Volvió a gemir cuando rocé el otro pezón, acariciándolo con levedad. La sorprendí regresando al anterior de inmediato y golpeando su base rojiza: abrió mucho la boca, lamió el extremo de la cuchara que la atosigaba. Se movió entonces como si fuera a levantarse del asiento pero lo que hizo fue afirmarse más en él, respirando con fuerza. La dejé: me fascinó la tensión de su torso, los pechos alzados con la erección potente de los pezones, la boca enrojecida.

Apretaba los muslos, pero los rocé con el frío tibio de la cuchara vacía y los separó de inmediato.

Allí, en la convergencia de los músculos y el pubis, distinguí su sexo rojizo, húmedo; ella temblaba; jugaba a repasar el contorno de su boca con la lengua manchada. Acerqué la cuchara vacía hasta un punto en el que su ceguera no podía advertirle de mi intención, y sin embargo la intuyó, porque juntó de repente los muslos. Los volvió a separar cuando la rocé de nuevo: tenía la piel erizada, como si la hubiese dejado a la intemperie toda la noche. Rocé su pubis con el borde metálico, vencí los vellos lentamente, me dirigí con absoluta paciencia hacia los carnosos pliegues ofrecidos, semiocultos. «Ooohh», murmuró, pero con una voz repleta de sinceridad. Me detuve y repitió su plegaria desde la profundidad de la garganta. Llegué hasta su intimidad con mis improvisados dedos curvos, romos, metálicos, desprovistos de tacto. Se venció cuando quise separar delicadamente sus pequeños pétalos, juntó de nuevo los muslos, se protegió el sexo con las manos, respiró con un sonido potente, como si hablara. No volvió a abrir las piernas, se inclinó sobre la mesa de cristal, derramó sus compactos rizos sobre la superficie, escondió la cara enrojecida.

Permanecí un rato observándola hasta que la vi sonreír.

He llegado a casa y me he entrenado de nuevo en la oscuridad del primer opus 27. De repente me dejé llevar por la tentación de los sueños, y retorné a mi biografía falsa de Chopin, y en concreto a su estancia en Valldemosa.

Tuve una idea que fue casi una imagen: la soledad abre los ojos. La ciudad ciega, pero la vida en un remoto monasterio provoca complejas visiones, aun en el hombre sobrio. Por ejemplo, la luna: la he mirado (ahora está completa) y la he visto sólida y blanca como un ojo de mujer vieja. Eso me ha inspirado la continuación de los retazos oníricos de Valldemosa: Fryderyk Chopin escribe una carta al editor Pleyel, un poco antes o un poco después de remitirle el manuscrito con los Preludios:

«1839, Valldemosa.

Amigo Pleyel: me gustaría poder comunicarle que mi salud corre pareja a mi estado de inspiración, pero por desgracia no es así: mi cuerpo no me obedece, salvo las manos, que uso para escribirle a usted y para tocar. Estoy enfermo de tisis: vomito hilos rojos que trenzan un telar desde mis labios hasta las paredes de mi celda, incluso rellenan los filos de las teclas largas en el piano. Mitos, amigo Pleyel, está resultando semejante a mis últimas obras: concisa, constante, seca, debilitadora. Parece la palabra de un hombre muerto. M e atormenta, amigo mío, la idea de terminar mis días en la caverna fría y oscura de esta celda, pero debo resignarme ante el destino que me aguarda. Y, sin embargo, qué contarle de mis visiones. Asómbrese ante esta revelación: George (Aurore) no existe. Ayer vi su rostro entero en la noche, fuera del monasterio. Quiero decir que lo contemplé en el cielo, gigantesco como Dios: el perfil lo formaban los árboles desgarrados, la luz de la luna y los jirones de nubes partidas. No le miento: la cara de Aurore abarcaba todo el cielo. Su ojo era el círculo albino de. la luna, y su contorno un halo de estrella lejana; los labios eran la madeja de la niebla nocturna: tan enormes eran sus labios que al abrirse para hablarme me envolvieron, y aunque no entendí sus palabras, percibí el aliento helado de la noche y la humedad infinita de una lengua invisible. Regresé al monasterio empapado por ese beso descomunal, cubierto por el rocío de su boca.

Usted replicará para tranquilizarme: ¡no existe, sólo es una visión! Yo le respondo: precisamente por eso me tortura. Es una visión, en efecto, y, por lo mismo, inalcanzable y perfecta como la música o la propia luna.

El terror de un sueño es su absoluta indefensión: se tiende junto a nuestra conciencia como un perro blanco, escuálido y fiel.

Todo lo que no existe permanece para siempre.

Mi cruda enfermedad, que casi palpo en mi pecho, me llevará a la muerte, pero ¡ese sueño inagotable y vacío que levita por encima de mi cuerpo moribundo…!»

Toco el primer opus 27 y la noche se cierra sobre mí. Debo volver con Verónica: necesito encontrar un camino seguro y firme en medio de esta noche eterna. Pero, ¡Dios mío, el luminoso sueño de Blanca! Abandonarla es tan imposible como ella misma.

Estamos contagiados de silencio: Lázaro y yo no nos miramos al vernos durante las breves ocasiones en que nos cruzamos al entrar o salir de casa. Pero en estos días ha invitado a un amigo a compartir su propia indiferencia: es joven como él, y es un gato; al menos, así es su rostro: ojos verdes de gato, pasos sigilosos de gato, encuentros inesperados de gato en los rincones. Sus labios son finos y rojos y sus pómulos altos y modelados, los rasgos con aires de oriental, el rostro creado para sonreír, el cabello muy negro y abundante, rizado, lleno de brillo. Son como dos duendes: Lázaro y él-no sé aún su nombre- avanzan con rapidez suave por los pasillos, y al encontrarnos por sorpresa apenas si nos saludamos. No sé qué es lo que más me molesta de todo: quizás que su amigo también participe del juego de la indiferencia. ¿Qué hacen juntos? Ha dejado de importarme.

En su día ya abandoné todo interés por insistirle a Lázaro para que estudiara: sé que lleva varios meses -quizás más de un año- sin acudir al colegio donde tantos cursos ha repetido. Hace tiempo que me he acostumbrado al trámite de pasarle una pequeña cantidad de dinero para sus gastos diarios sin hacer más preguntas. Por lo mismo, apenas me interesa lo que hace o con quién lo hace, adónde va cuando sale por las noches y dónde pasa estas últimas cuando no regresa. Así que tampoco me importa la compañía que traiga a casa.

Mi tiempo, breve y ocupado como el de un moribundo, no me deja oportunidad para interesarme por su

vida. Salvo por sus recientes coqueteos con la droga, sé que Lázaro puede cuidarse por sí mismo.

No son necesarias las explicaciones entre nosotros.

He querido seguirla con lentitud, como corresponde al ritual, y mientras lo hacía pensaba en el mismo símil: la música no requiere ojos. La seguí ayer sábado sin dificultades: había nubes negras que apresuraron la noche y cierta atmósfera resbaladiza de lluvia. Su pelo blanco, traicionado por las luces artificiales de la calle, resultaba llamativo; se desplomaba denso sobre su figura envuelta en ese vestido negro y entallado de chaqueta y falda ceñidas, esta última con la profunda abertura en el costado que cierra tan sólo un grueso imperdible dorado, aquélla con un elegante corte muy femenino, estrecha en la cintura, sosteniendo un broche con la figura de un ojo egipcio bordeado de khol. Después, el resto de los detalles: las gafas negras, de cristales grandes y opacos; el bastón blanco sin empuñadura con el que tantea la acera mientras camina; las medias negras, preciosas, llenas de reflejos; seguramente el portaligas debajo, su única prenda íntima; y los guantes blancos de doncella elegante.

Su ceguera es real, pero sólo yo sé la razón: lleva una venda bajo las gafas, muy ajustada, presionando sus ojos cerrados, invisible debido al tamaño de los cristales y al pelo que se agolpa alrededor de su rostro.

Hemos ido juntos hasta las calles del centro y nos hemos abandonado a una lánguida persecución: ella ignora cuándo le daré alcance, ya que su maravillosa lentitud al moverse lo deja todo a mi voluntad, eso es lo único que varía con cada ritual. Sonrío como siempre al comprobar que la gente se aparta para dejarle paso e incluso algunos parecen ofrecerle ayuda en los cruces. La piedad que despierta no me parece sólo divertida: ella camina a ciegas, verdaderamente. De igual manera, su recorrido no es una elección consciente: hay algo de instinto en sus pasos, en la decisión de doblar una esquina o seguir calle adelante. Nunca elegimos un rumbo: ella se tambalea por las aceras, sumergida en su negrura elegante, destinada a encontrarse conmigo en algún punto; su ceguera me aguarda, yeso me estremece.

Mientras la sigo -manteniendo la distancia-, me gusta imaginar que no la conozco, que me ocurre como a todos los que la observan, que de repente puedo cruzarme con una muchacha ciega y hermosa como ella, de cabellos tan puros y traje enlutado.

En cuanto a ella, ¿qué siente? La imagino húmeda. Pienso que entre sus piernas se extiende cada vez más la sensación de calor de una presencia que la sigue. Envidio su terrible incertidumbre: los roces casuales, las palabras que oye desde labios extraños, el aliento repentino de alguien junto a ella, tantas amenazas leves en esa oscuridad por la que camina, sintiendo su cuerpo desnudo bajo el decorado de un traje clásico, sabiendo que yo lo sé, y que estoy tras ella. Tanto le daría, a mi entender, mostrarse desnuda frente a esos ojos que la compadecen: porque realmente ella no puede verse, siente tan sólo el frío entre los muslos, bajo el débil corte de la falda, frío sobre el calor de su vientre, frío en las nalgas descubiertas, frío en el torso sin ropa oculto por la chaqueta. Su vergüenza ya existe, porque no puede cerciorarse de que nadie sabe la verdad salvo yo. En el fondo es una máscara: al veda avanzar a pasos cortos, medidos, golpeando el suelo con la punta roma del bastón, me dan deseos de gritar: «Oh Dios, es una pequeña puta desnuda con los ojos vendados; cualquiera, en cualquier momento, puede tomarla: ni siquiera protestará; cualquiera, en cualquier momento, puede hacer con ella lo que yo voy a hacer».

Tantea en las aceras: la inexperiencia la obliga a caminar con tal lentitud que tengo que entretenerme en disimular frente a varios comercios para no alcanzarla y terminar el juego. Tampoco sé lo que haré: existe el acuerdo tácito, que se ha hecho costumbre, de que será algo violento, inesperado, humillante; pero la perenne amenaza de testigos me impulsa a ser prudente y aguardar la mejor ocasión.

La vi llegar hasta una esquina y situarse frente a un paso de cebra, rechazando con silenciosa amabilidad los ofrecimientos de varias personas para ayudada a cruzar. La calle, próxima a Recoletos, es concurrida pero pequeña. Me acerqué hasta una distancia que a nadie intrigó y me entretuve en contemplar su silueta inmóvil. Justo entonces comenzó la lluvia.

Fue como una improvisación más en nuestro ritual: al principio breves gotas, después un recio aguacero. Alguien -un hombre elegante y apresurado de aspecto extranjero- se acerca a Blanca y le dice algo: entonces ella se deja conducir dócilmente hasta la protección de una cornisa cercana a la mía. El hombre la abandona, y pronto la calle se convierte en un río negro de coches inmóviles y gente que huye. La contemplé: se hallaba a dos metros de distancia de mi mano derecha, tranquila, erguida, con las hombreras de su traje manchadas de lluvia, los dedos enguantados sobre el extremo del bastón.

Todo se transforma en una neblina fugaz, como el tránsito hacia el sueño.

(En la partitura: piu mosso en crescendo hasta llegar a un appassionato fortísimo.)

Es la hora de mi propia ceguera: la calle a nuestro alrededor se vacía pronto; sólo una pareja de jóvenes escoge la cornisa más cercana para protegerse de la salvaje fuerza de la lluvia, pero no importa. Me acerco más a esta muchacha ciega, que no me conoce, que no me espera -y en algún instante esto puede llegar a ser cierto-, con los zapatos negros y altos tan mojados, su extraño y elegante traje de luto, su porte distinguido y la excitante evidencia de su indefensión.

Me acerco y ella lo nota: no sabe quién soy, aunque me supone en toda presencia repentina; su rostro se alza, con las grandes gafas negras, los labios muy rojos y entreabiertos, la expresión preocupada de una dama solitaria, aunque confiada. No puede verme, pero me mira con exactitud.

Me acerco y permanezco adrede muy próximo a ella, mientras a nuestro alrededor las aceras estallan con la lluvia. Estorbo su cuerpo, la empujo levemente, se tambalea sin peligro, su lengua repasa cándidamente los labios, baja de nuevo la cabeza con cierta resignación inconsciente. Permanezco así, a una distancia tan íntima de su cuerpo que ya todos los que pueden vernos nos suponen juntos. En un momento dado, llevo mi mano abierta hasta su trasero y aprieto con fuerza sobre la falda: está desnuda, es fácil descubrirlo. Si la lluvia la empapara, ni siquiera el vestido podría ocultarla por más tiempo: dibujaría su cuerpo como otra piel. He oído su respiración, pero no ha gemido siquiera. La sorpresa de sentirse tocada de repente la impulsa a moverse: da dos breves pasos pero se detiene y retrocede. Manoseo su culo sobre la falda una y otra vez, y mi ímpetu la empuja de nuevo hacia delante. Entonces la abandono. Ella no me abandona a mí.

Miro a mi alrededor: hay bares cerrados, comercios oscuros, un portal y una cabina telefónica, todo bajo la agresión de la tormenta. Entonces, sin prevenirla, la cojo con fuerza del brazo izquierdo y avanzo hacia la calle desprotegida. Al moverla casi resbala sobre sus tacones, pero no me preocupo demasiado y de un tirón la hago avanzar. La pareja de jóvenes ya se ha marchado, corriendo de cornisa en cornisa: mejor así. Tras un breve instante de lluvia recia entro con ella en la cabina telefónica cercana. Al cerrar la doble puerta percibo aún más la tremenda humedad de nuestras ropas empapadas. Fuera, tras los rectángulos de cristal protegidos por anuncios, el mundo ha empezado a derretirse en negro; la gente sólo existe cuando alguna luz la ilumina, pero incluso entonces todo se resuelve en breves siluetas. Me arriesgo a pensar que, al menos durante un instante, dispondremos de intimidad.

Por supuesto, no hablamos: la empujo de cara contra una de las paredes de cristal y sus gafas golpean el vidrio; se aplasta contra él y eleva los brazos, las manos enguantadas arañan siempre en silencio la superficie; el bastón de ciega resbala dos veces y choca en dos esquinas.

El lugar no deja suficiente espacio para nuestros movimientos, pero tampoco necesito demasiados: me uno a ella con la misma fuerza que ella lo hace con el cristal; mi mano derecha atrapa su cintura y la sujeta, percibiendo el mecanismo creciente de sus jadeos; la mano izquierda tantea su falda con violenta torpeza, la desgarra tirando con fuerza desde el grueso imperdible. Ella, inmóvil, de espaldas, no se protege.

Vigilo el cristal opuesto: algunas figuras se acercan. Abandono su falda un instante, simulo abrazarla, descuelgo el auricular, las figuras toman forma, pasan junto a nosotros, nadie nos observa, o quizás alguien, pero nuestra ternura no les interesa.

Cuando se alejan, vuelvo a empujarla y le arranco la falda del todo, aunque la presión de mi propio cuerpo contra ella impide que la prenda se caiga. La estrechez de la cabina se llena de vaho y empezamos a respirar nuestros propios jadeos. Imagino hacer sexo bajo sábanas de acero, en pulmones artificiales, o en alguna profunda máquina submarina: violar a Blanca entre los abismos negros del océano.

Sus nalgas están ahora descubiertas: la debilísima luz de la calle las muestra como dos hermosas semilunas gemelas; las rayas negras del portaligas cruzan en vertical su carne tensa. Ella se aprieta aún más contra el cristal. Con la mano izquierda golpeo el interior de sus muslos, separándolos: Blanca colabora de forma tan dulce que casi parece burla, y abre las piernas todo lo que permite el pequeño espacio que ocupamos. Pero vuelvo a golpear el interior de nailon negro de sus muslos, cada vez con más fuerza; ella se equilibra a duras penas sobre los tacones, golpea la puerta metálica con un pie, se aturde por no poder abrirse más, flexiona un poco las rodillas y proyecta toda su intimidad hacia mí arqueando la espalda. La dejo así un instante: inmovilizada contra el cristal, las piernas en una uve inconstante, temblorosa, la desnudez ofrecida de sus nalgas. Cuando llevo mi mano izquierda hacia la abierta separación entre las cachas la veo apretar los dedos contra el cristal y resbalarlos con lentitud como las gotas de lluvia por fuera; el vaho de sus labios aureola la proximidad de su rostro; la mejilla derecha se aplasta contra el vidrio.

Finjo innecesaria violencia, jadeo sobre su oído, como insultándola, mientras mi mano busca entre los pliegues secretos de su carne. Palpo la cerrada roseta del ano y clavo allí el dedo medio; su músculo me ciñe, tibio como una boca, y responde a mi intromisión con leves sacudidas: me dejo envolver por esa carne y llevo mi dedo hasta el límite; los suyos, entre guantes blancos, se abren y cierran sin daño sobre el cristal de la cabina mientras ella exhala jadeos de enferma. Su gemido en sí no existe, pero todo en ella parece preparado para gemir: el cuerpo tenso, las piernas temblando muy separadas, el rostro golpeando el vidrio, la boca abierta, la lengua trémula, todo así, pero en silencio.

Cuando muevo mi dedo en el interior de ese guante de carne suave la noto temblar; juego con la inconsciencia de sus músculos, con el vacío que engulle mis falanges dentro de ella: distiendo los contornos de ese ojo con otro dedo y amenazo con introducirlo. El silencio le cuesta: se echa hacia atrás con tal violencia que mi hombro golpea el auricular del teléfono y lo desprende; la cabina se llena de un silbido leve y perenne, una sola nota electrónica, la o si, que grita como un niño lejano.

La presencia de gente vuelve a amenazar, pero no me importa: hundo en ese ojo ciego mi otro dedo; los gestos se repiten con más fuerza; su equilibrio es tan tenue que se desploma sobre mí; su cadera derecha acaricia mi sexo sin voluntad pero con asombrosa eficacia; las gafas se desprenden solas, descubriendo la ceguera de la venda. Está hermosa así, abriendo la boca para morder lo invisible: el gélido vapor del cristal, su escurridiza materia, tan a salvo de nuestra obsesión. La beso en el cuello con un cariño que desmienten con violencia mis dedos dentro de ella. La veo alzar los brazos, las manos rígidas buscando el techo o alguna clase de ángulo donde sostenerse; el balanceo creciente de sus caderas ha terminado con el equilibrio de la falda, que cae sin ruido. Pronuncio algunas palabras a su oído, insultos, humillaciones, mientras mi orgasmo acude con enloquecedora rapidez. Ella no sabe cuándo finalizará mi placer, en qué instante la dejaré: la exquisita conciencia de ese hecho acaba con mis fuerzas y gimo mientras mi cuerpo se estremece y noto una densa y tibia lengua ensalivando mi vientre.

Blanca, mi locura.

Ella permanece con las piernas abiertas, semidesnuda, aun cuando ya he retirado mi mano y me he apartado de su cuerpo; se halla rígida, helada y húmeda como el cristal sobre el que se apoya. Vuelvo a besar su cuello, recibo su hermoso perfume, cierro los ojos y la amo así, durante esa fugacidad, como un nuevo orgasmo.

Regreso hasta el coche con lentitud, bajo la lluvia. Los letreros luminosos de la calle se diluyen en mis ojos: la lluvia a veces es un artificio del llanto, y en ese instante imito a la tristeza y lloro sus gotas continuas. Pienso: «Todo puede ser arte, y todo arte es falso». Y concluyo: «Por eso te amo, Blanca».

Cuando entro en casa y me enfrento al silencio íntimo del salón, nada se me ocurre. Contemplo esa hogareña oscuridad con ojos cansados.