39635.fb2 Sinuh?, El Egipcio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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LIBRO DECIMOCUARTO. LA GUERRA SANTA

1

Horemheb convocó en Menfis a los nobles y los ricos y les habló de esta manera:

– Vosotros sois todos ricos y yo no soy más que un pobre pastor nacido con los pies en el estiércol. Pero Amón me ha bendecido y el faraón me ha encargado conducir sus ejércitos, y el enemigo que amenaza el país es cruel y terrible, como todos sabéis. Me he enterado de que decís que la guerra exige grandes sacrificios y que por esto habéis reducido a la mitad la ración de trigo de vuestros esclavos y aumentado los precios de las cosas en el país. Vuestros actos y vuestras palabras me prueban que estáis dispuestos al sacrificio. Está muy bien y os felicito, porque para encontrar dinero para llevar adelante la guerra, los armamentos y para el sueldo de las tropas he decidido pediros prestada una parte de vuestras fortunas y he pedido al fisco la lista de vuestras imposiciones y, además, he tenido otros informes sobre vosotros, de manera que creo saber las cantidades que habéis ocultado a los perceptores y al falso faraón. Pero ahora un verdadero faraón reina en nombre de Amón y no tenéis necesidad de disimular vuestros bienes, sino que debéis ofrecerlos abierta y generosamente para la guerra. Por esto cada uno de vosotros va a entregarme en el acto la mitad de su fortuna, y poco me importa que sea oro, plata o trigo, o en ganado, caballos y carros de guerra, con tal que os deis prisa.

Ante estas palabras los ricos se lamentaron en voz alta y, desgarrando sus vestiduras, dijeron:

– El falso faraón nos ha empobrecido y estamos casi arruinados, y los informes que te han dado sobre nosotros son ciertamente falsos. Pero, ¿qué garantía nos das por nuestros préstamos y qué interés nos pagarás?

Horemheb los miró con aire sonriente y dijo:

– Mi garantía es la victoria que cuento obtener lo antes posible gracias a vuestra generosa ayuda, amigos míos. En efecto, si no consigo la victoria, los hititas os lo tomarán todo, de manera que a mi juicio la garantía es suficiente. En cuanto a los intereses, los discutiré con cada uno de vosotros en particular, y me permito esperar que aceptaréis mis proposiciones. Pero os habéis quejado demasiado pronto, porque no he terminado todavía. Exijo, pues, inmediatamente la entrega de la mitad de vuestra fortuna a título de préstamo, de préstamo solamente, amigos míos. Dentro de cuatro lunas deberéis entregarme como préstamo la mitad de lo que os quedará y dentro de un año la mitad de lo que os quede. Sois lo suficientemente inteligentes para calcular vosotros mismos a cuánto ascenderá este resto, pero estoy seguro de que seréis todavía suficientemente ricos para llenar vuestras marmitas hasta el fin de vuestros días, de manera que no os arruino.

Entonces los ricos se arrojaron al suelo a sus pies lamentándose y golpearon la tierra con la frente y gritaron que preferían rendirse a los hititas. Fingiendo sorpresa, Horemheb les dijo:

– Si es así, me conformaré con vuestros deseos y me parece que mis soldados, que se juegan la piel y la vida, se irritarán al saber que no queréis consentir en ningún sacrificio para la guerra. Creo que no tendrán inconveniente en ataros con cuerdas y embarcaros para entregaros a los hititas como deseáis. Yo lo lamentaré mucho y verdaderamente no sé qué provecho obtendréis de vuestras fortunas abandonadas, que confiscaré, puesto que estaréis con los hititas dando vueltas a la noria con los ojos arrancados. Pero tal es vuestra voluntad y voy a decírselo a los soldados.

Ante estas palabras los ricos gritaron de terror y le besaron las rodillas y aceptaron todas sus proposiciones, si bien maldiciéndolo en su fuero interno. Pero él los consoló diciéndoles:

– Os he convocado porque sabía que amabais a Egipto y estabais dispuestos a todos los sacrificios por él. Sois los hombres más ricos y habéis adquirido vuestras fortunas por vuestra habilidad. Por esto estoy seguro de que os enriqueceréis de nuevo rápidamente, porque un rico se enriquece siempre aunque se le exprima algunas veces para sacarle el jugo superfluo. Sois para mí, mis queridos amigos, como un precioso vergel y si os estrujo como una granada cuyos granos se me escapan por entre los dedos, no pienso ni remotamente, como buen jardinero, en arrancar los árboles que me dan fruto, sino que me contento con hacer de vez en cuando la cosecha. Además, durante las guerras, los ricos se enriquecen siempre, y no hay manera de evitarlo, ni siquiera el fisco. Por esto deberíais agradecerme que os procure una larga guerra, y con esto os despido dándoos las gracias. Id en paz y trabajad para engordaros como gusanos, puesto que es inevitable. Y no me quejaré si de cuando en cuando, además de vuestra aportación obligatoria me enviáis alguna aportación voluntaria, porque voy a conquistar Siria y ya sabéis cuál será el beneficio de Egipto y en primer lugar para vosotros, si después de la victoria estoy contento de vuestra conducta. Gemid, pues, a vuestro antojo si gemir os consuela, porque vuestros gemidos resuenan en mis oídos con un tintineo de oro.

Los ricos salieron y en cuanto estuvieron fuera cesaron sus gemidos y comenzaron a contar sus pérdidas y a pensar en la manera de compensarlas. Pero Horemheb me dijo:

– Gracias a la guerra, los ricos podrán imputar a los hititas todas las desgracias que asolarán al país, y el faraón podrá acusarlos del hambre y la miseria que reinará este invierno. Será, en efecto, el pueblo quien lo soportará y lo pagará todo y los ricos sabrán todavía sonsacarle lo necesario para compensar sus pérdidas y podré sangrarlos de nuevo. Este sistema es mejor que el de imponer impuestos de guerra, porque así el pueblo bendice mi nombre y me juzga equitativo. Porque tengo que velar celosamente por mi reputación, previendo el porvenir.

Entretanto, los hititas asolaban el delta y daban el trigo verde como forraje a sus caballos y los fugitivos acudían a Menfis y contaban historias horribles sobre el furor destructivo del enemigo. Y Horemheb me dijo:

– Egipto tiene que conocer la crueldad hitita a fin de que se convenza de que no hay suerte más horrenda que la esclavitud de los hititas. Sería por mi parte una locura salir contra ellos con unas tropas mal entrenadas y sin carros de guerra. Pero no temas, Sinuhé, Ghaza es todavía nuestra, y los hititas no se atreverán a aventurarse por el desierto con el grueso de sus tropas mientras resista esta plaza, porque no tienen la primacía del mar. No permanezco inactivo como pareces creer, sino que tengo hombres en el desierto para inquietar y molestar a las patrullas hititas. Por otra parte, el peligro no es muy grande para Egipto mientras la infantería hitita no haya franqueado el desierto. Los hititas fundan su estrategia en la guerra de los carros, pero en el país negro los canales de irrigación obstruyen su avance y pierden el tiempo incendiando desgraciados poblados y pisoteando los campos de trigo. Cuanto menos trigo haya en Egipto, más hombres se alistarán en mis ejércitos, porque saben que allí hay la medida de trigo llena e incluso cerveza.

De todo Egipto acudían hombres a Menfis, gente hambrienta que lo había perdido todo a causa de Atón, y aventureros ávidos de botín. Horemheb, sin preocuparse de los sacerdotes, publicó una amnistía general de todos los que habían trabajado por Atón y liberó a los condenados a las canteras para alistarlos. Menfis fue pronto un vasto campamento militar, y la vida se hizo agitada, porque estallaban riñas en las casas de placer y en las tabernas y de noche había alborotos, de manera que la población pacífica se encerraba en casa y vivía en la angustia y el terror. Pero las forjas resonaban bajo el martillo, y el miedo a los hititas era tan grande, que incluso las mujeres pobres daban sus joyas para forjar puntas de lanza.

De las islas del mar y de Creta llegaban numerosos navíos y Horemheb los compraba a la fuerza y reclutaba marineros y capitanes a sus órdenes. Se apoderó también de navíos de guerra cretenses y decidió a sus tripulaciones a servir a Egipto. Porque los navíos cretenses erraban de puerto en puerto y no osaban regresar a Creta donde según se decía, había estallado una revuelta de los esclavos y los incendios asolaban la isla. Pero no se sabía nada cierto sobre estos acontecimientos, porque los marineros cretenses seguían mintiendo como de costumbre. Algunos afirmaban que los hititas habían invadido Creta, cosa inadmisible, puesto que no era un pueblo marinero. Otros pretendían que un pueblo blanco y desconocido había invadido Creta viniendo por el Norte. Pero todos estaban de acuerdo en atribuir todas estas desgracias al hecho de que el dios de Creta hubiera muerto. Por esto se alistaban sin protestar al servicio de Egipto, mientras los navíos cretenses que habían abordado en Siria pasaban a manos de los hititas y de Aziru.

Esta situación era favorable a Horemheb, porque la mayor confusión reinaba sobre el mar y todo el mundo trataba de apoderarse de los navíos. En Tiro estalló una revuelta contra Aziru y los rebeldes capturaron los navíos y se unieron a las fuerzas egipcias. Así fue como Horemheb pudo constituir una flota en la que embarcó unas tripulaciones adiestradas.

Ghaza seguía resistiendo en Siria y, después de la siega, al empezar la crecida, Horemheb abandonó Menfis con sus tropas. Mandó emisarios a Ghaza, asediada por tierra y mar, y un navío que pudo forzar el bloqueo con sacos de trigo llevó este mensaje: «¡Sosteneos, defended Ghaza a toda costa!» Mientras los arietes hacían temblar las murallas de la villa y las casas ardían sin que hubiese tiempo de apagar los incendios, caía un mensaje con una flecha: «¡Defended Ghaza, es la orden de Horemheb!» Y mientras los hititas lanzaban a la ciudad marmitas llenas de serpientes venenosas, una de ellas resultó contener trigo y un mensaje de Horemheb: «¡Defended Ghaza!» Yo no comprendo cómo esta villa pudo sostener el asedio de Aziru y los hititas, y el comandante malhumorado que me vio izar sobre las murallas en una cesta merece seguramente la reputación que le valió la defensa de Ghaza.

Horemheb hizo avanzar sus tropas hacia Tanis y cortó un regimiento de carros en un recodo del río. Hizo limpiar los canales de irrigación enlodados y, cuando vino la crecida, los hititas se encontraron sitiados en un islote. Nuestros soldados pudieron entonces destrozar los carros y matar a los caballos, lo cual enfureció a Horemheb, que había esperado apoderarse de todo aquel material. Por eso ordenó un ataque, en el cual sus soldados mal adiestrados consiguieron, sin embargo, vencer a los hititas combatiendo a pie. Así se apoderó de un centenar de carros y trescientos caballos e hizo inmediatamente pintar sobre los carros el emblema de Egipto y marcar a los caballos. Pero el efecto moral fue todavía más importante, porque ahora se sabía que los hititas no eran invencibles.

Horemheb avanzó entonces sobre Tanis con todos sus carros de guerra, dejando atrás a la infantería pesada y las columnas de avituallamiento. Un ardor loco animaba su rostro y me dijo:

– Si quieres dar, da el primero y con fuerza.

Por esto se dirigió hacia Tanis sin preocuparse de las tropas hititas que asolaban el Bajo País y de Tanis penetró directamente en el desierto donde batió los puestos hititas encargados de velar por las jarras llenas de agua. Así se apoderó rápidamente de varios depósitos de agua en el desierto. Los hititas habían transportado centenares de jarras de agua para avituallar las tropas durante la travesía del desierto, porque no se atrevían a intentar un desembarco en Egipto. Sin economizar los caballos, Horemheb seguía adelante y muchos caballos perecieron durante esta loca hazaña, pero los que presenciaron aquel avance dicen que centenares de carros de guerra levantaban una columna de polvo que subía hasta el cielo, de manera que Horemheb parecía llegar como una violenta tempestad. Cada noche se encendían las señales convenidas en las montañas del Sinaí, y los francos salían de sus escondrijos y atacaban los puestos hititas y los depósitos establecidos en el desierto. Poco tardó en esparcirse la noticia de que Horemheb marchaba contra la Siria, de día como una tempestad de polvo y de noche como una columna de fuego. Después de esta campaña su reputación llegó a ser tan grande que el pueblo comenzó a contar leyendas sobre él como se cuentan sobre los dioses.

Horemheb conquistó así todos los depósitos de agua del desierto del Sinaí sorprendiendo a los hititas, que no podían imaginarse que se atrevería a lanzarse a través del desierto, mientras sus vanguardias asolaban el Bajo País y sabían la debilidad de Egipto. Además, su ejército no estaba todavía unido, había tenido que diseminarse por las ciudades de Siria esperando la caída de Ghaza, porque los alrededores de esta villa y el borde del desierto no podían alimentar al enorme ejército que habían levantado para someter a Egipto. Porque los hititas eran muy minuciosos en sus preparativos militares y no pasaban a la ofensiva hasta que estaban seguros de su superioridad, y sus jefes poseían una lista de todos los pastos y abrevaderos de la región que debían atacar. Por esto quedaron sorprendidos ante la brusca ofensiva de Horemheb, porque hasta entonces nadie había osado atacarlos y pensaban que los egipcios no tenían suficiente número de carros para una ofensiva de esta importancia.

El propio Horemheb no había tenido por objetivo primitivo más que destruir los depósitos de agua de los hititas en el desierto, con el fin de ganar tiempo para adiestrar a sus tropas en una guerra penosa. Pero su éxito inesperado lo embriagó y marchó sobre Ghaza, sorprendiendo por la retaguardia a los sitiadores, destrozando sus máquinas de guerra, pero no pudo entrar en la ciudad, porque los hititas, viendo la debilidad de su ejército de carros, se volvieron contra él. Horemheb hubiera estado perdido si los sitiadores hubiesen tenido carros de guerra, pero consiguió batirse en retirada en el desierto y destrozar las reservas de agua de la frontera siria

antes de que los hititas, furiosos, hubiesen podido reunir sus carros diseminados.

Después de esta osada expedición, Horemheb se dijo que su halcón no lo había abandonado y, recordando el matorral ardiendo que había visto una vez, ordenó a sus lanceros y arqueros que acudiesen a marchas forzadas por el camino que los hititas habían jalonado de jarras de agua suficientes para abastecer a todo un ejército. Se proponía de esta forma hacer la guerra en el desierto, pese a que este terreno fuese favorable a los carros de combate.

'Pero creo que se vio obligado por las circunstancias, porque cuando hubo conseguido escapar de los hititas y ganar el desierto, los hombres y los caballos estaban tan extenuados que acaso no hubieran estado en condiciones de atravesarlo para regresar a Egipto. Por esto, cosa que no se había visto nunca, concentró un gran ejército en el desierto.

Lo que acabo de referir de esta primera campaña de Horemheb lo sé por él y por sus hombres, porque esta vez no le acompañé. Me había dejado en el Bajo Egipto diciéndome que esta vez no tendría tiempo de curar a los heridos, sino que quien cayese de un carro o fuese herido en camino debería ser abandonado a su suerte para que eligiese su propia muerte: degollarse o entregarse a los hititas.

Pero el botín de esta expedición fue muy mezquino, porque una jarra no es más que una jarra, incluso si, llena de agua, vale su peso en oro en el desierto. En cuanto a los hombres que habían bajado de sus carros delante de Ghaza para saquear un campo hitita contra la orden de Horemheb fueron todos muertos, y sus cabezas cortadas y clavadas en pértigas hicieron durante largo tiempo muecas contra los muros de Ghaza y su piel sirvió para fabricar sacos y bolsas, porque los hititas son muy hábiles en este género de trabajo manual.

Es posible que esta campaña haya salvado a Egipto, como lo pretendía Horemheb, y los soldados que lo acompañaron merecieran una gloria inmortal. Pero de momento se quejaron de la mezquindad del botín obtenido y con gusto hubieran cambiado la gloria por un puñado de plata.

Atravesando el desierto a marchas forzadas, bajo el polvo y el calor, siguiendo las trazas de Horemheb, el ejército que yo acompañaba no veía sino de vez en cuando el cuerpo medio devorado de un soldado caído del carro, o los esqueletos de los caballos muertos, o algunas jarras rotas y los cadáveres de los hititas desnudos y empalados en señal de victoria. Por esto es comprensible que tenga que narrar aquí los horrores de la guerra y no la embriaguez de las batallas.

Después de dos semanas de marcha agotadora, a pesar de la abundancia de agua acumulada por los hititas, vimos una columna de fuego que nos anunció que Horemheb nos esperaba con sus carros. Aquella noche no dormí. El desierto es frío por la noche, después del calor sofocante del día, y los soldados que han caminado descalzos durante semanas enteras sobre la arena ardiente, por entre las plantas espinosas, gimen y gritan durmiendo, lo cual ha creado, probablemente, la leyenda de que el desierto está poblado de malos espíritus.

Antes del alba sonó la trompeta y los soldados reemprendieron su marcha agotadora y muchos se caían de cansancio. En pequeños grupos, bandoleros y cuerpos francos se reunían así con Horemheb, cuya señal nos daba órdenes de apresurarnos.

Cuando llegamos cerca del campamento vimos todo el horizonte cubierto de nubes de polvo, porque los hititas llegaban por fin para reconquistar sus depósitos de agua. Sus vanguardias recorrían el desierto en pequeños grupos y caían sobre nuestros soldados, sembrando la confusión y el pánico entre ellos, poco acostumbrados a luchar contra los carros e insuficientemente adiestrados para el combate. Por esto el pánico se apoderó de nuestras filas y muchos soldados huyeron al desierto, donde los hititas los mataron con sus lanzas. Felizmente Horemheb envió en nuestro auxilio los carros que tenía todavía utilizables y el respeto de los hititas por los soldados de Horemheb era tan grande que nos dejaron tranquilos y se retiraron.

Esta retirada renovó la moral de nuestros soldados y los lanceros blandieron sus armas gritando y los arqueros dispararon en vano sus flechas contra los carros en fuga. Y, observando las nubes de polvo en el horizonte, decían:

– No hay nada que temer, porque el brazo potente de Horemheb nos protege. No hay nada que temer, porque se arroja como un halcón sobre los hititas y les vacía los ojos y los ciega.

Pero si pensaban poder descansar al llegar al campo de los hititas, se llevaron un desengaño, y si imaginaban que iban a felicitarlos por su marcha a través del desierto y sus pies desollados, se equivocaban. Porque Horemheb nos acogió con los ojos rojos de fatiga y la expresión malhumorada, y agitando una fusta llena de sangre y polvo, vociferó:

– Por dónde habéis andado, cobardes perezosos? ¿Por qué llegáis tan tarde, desgraciados? No me importa en absoluto que mañana vuestros cráneos se blanqueen en el horizonte, porque siento vergüenza de vosotros al veros. Avanzáis como la tortuga y oléis a sudor y excrementos, de manera que tengo que taparme las narices y, sin embargo, mis mejores hombres pierden su sangre por innumerables heridas y mis nobles caballos jadean agotadas sus fuerzas. Pero poneos a cavar, cavad para salvar el pellejo, puesto que estáis acostumbrados a manejar el fango, cuando no os hurgáis la nariz u otra cosa con vuestros cochinos dedos.

Y los soldados egipcios no adiestrados no se enojaron por este discurso y estuvieron encantados y se rieron entre ellos, porque todos tenían la sensación de haber escapado al peligro cuando vieron a Horemheb. Olvidaron sus pies desollados y su lengua reseca, y, siguiendo las órdenes de Horemheb, cavaron profundos fosos y hundieron palos en el suelo entre las rocas y tendieron unas cuerdas de cañas entre los palos y arrastraron grandes piedras hacia el desfiladero de las montañas.

Los hombres agotados de Horemheb salieron de sus tiendas y sus abrigos y vinieron a mostrar sus heridas y narrar sus proezas, y de los dos mil quinientos que habían partido con Horemheb no quedaban más allá de quinientos en situación de combatir.

Poco a poco todo el ejército fue llegando al campamento y Horemheb mandó en el acto a sus hombres a cavar trincheras y construir obstáculos – para cerrar el acceso al desierto a los carros de los hititas. Mandó mensajeros a los retardatarios para emplazarlos a llegar al campamento durante el transcurso de la noche lo más tarde, porque todos los que permaneciesen en el desierto después de este plazo serían cruelmente asesinados por los hititas si sus carros conseguían abrirse paso.

Pero los soldados egipcios se sentían reconfortados al verse tan numerosos en el borde del desierto y tenían una confianza ciega en Horemheb que, a su juicio, conseguiría salvarlos de los hititas. Mientras cavaban las trincheras y tendían las cuerdas de cañas entre los palos a ras del suelo y hacían rodar las enormes moles de piedra, vieron llegar los carros de los hititas en medio de una nube de polvo y oyeron sus gritos de guerra. Entonces su nariz se enfrió y comenzaron a tener miedo de los carros y de sus hoces.

Pero la noche cerraba y los hititas no se atrevieron a atacar en terreno desconocido y sin conocer la fuerza de las tropas de Horemheb. Acamparon en el desierto y encendieron hogueras y dieron pienso a los caballos con plantas espinosas, y el desierto estaba cubierto, hasta perderse de vista, de pequeños resplandores. Durante toda la noche los exploradores reconocieron los obstáculos con sus carros ligeros y mataron a los centinelas y a todo lo largo del frente hubo escaramuzas. Pero en las dos alas donde no había obstáculos, los bandoleros y los cuerpos francos sorprendieron a los hititas y se apoderaron de muchos carros.

Aquella noche fue incesantemente turbada por el ruido de los carros, los gemidos de los heridos, el silbido de las flechas y el chocar de las armas. Horemheb aconsejó a sus hombres que durmiesen si podían, pero yo pasé la noche curando a los soldados y él me daba ánimos diciéndome:

– Cúralos bien, Sinuhé, porque no hay soldados más valientes que éstos y cada uno de ellos vale por cien. Cúralos porque quiero a mis granujas y son los únicos que saben batirse y todos los demás tendrían que aprender de ellos la manera de comportarse. Te daré un deben de oro por cada soldado que pongas en condiciones de batirse.

Pero yo estaba demasiado agotado por la travesía del desierto, pese a que la realicé en litera, y mi garganta estaba irritada por el polvo y maldije a Horemheb que iba a obligarme a perecer en manos de los hititas. Por esto le respondí bruscamente:

– Guarda tu oro y distribúyelo entre tus pobres granujas para que se sientan ricos en el momento de morir. Porque mañana todos estaremos ciertamente muertos, ya que nos has traído a este desierto horrible. Si cuido con celo a estos hombres es por mí, porque a mi juicio son los únicos de todo el ejército que saben batirse, mientras los que han venido conmigo huirán en cuanto vean el primer hitita. Lo más cuerdo sería escoger los dos caballos más rápidos y huir los dos, y podrías reclutar un ejército mejor que éste.

Horemheb se frotó la nariz y dijo:

– Tu consejo es digno de tu cordura, Sinuhé. Pero no lo seguiré. Por una razón muy simple. Ahora no tenemos otro medio de salvación que batir a los hititas. Y los batiremos, porque no tenemos otro medio de salvarnos. Voy a dormir un momento y beber vino, porque cuando llevo un vaso de más soy más irritable y me bato mejor.

Se separó de mí y al poco rato oí el gotear de su jarra de vino. Ofreció también a los soldados que pasaban por allí y los llamó por su nombre, dándoles golpes en la espalda.

Así transcurrió la noche y el alba lívida se levantó en el desierto. Delante de los obstáculos yacían los caballos muertos y los carros volcados y los cuervos picoteaban los cráneos de los hititas muertos. Horemheb reunió sus tropas al pie de la montaña y les habló.

2

Mientras los hititas apagaban los fuegos del vivac con arena, poniendo los arneses a los caballos y afilaban sus armas, Horemheb, apoyado contra una roca rugosa, mordisqueando un mendrugo de pan seco y una cebolla, habló así a sus tropas:

– Al mirar ante vosotros veis un gran milagro, porque en verdad Amón nos ha entregado a los hititas y realizaremos hoy una gran hazaña. Como veis, la infantería hitita no ha llegado todavía; espera en el borde del desierto, donde hay agua en abundancia, a que los carros le hayan abierto camino para reconquistar los depósitos de agua e invadir Egipto. Sus caballos sufren ya de la sed y no tienen forraje, porque he incendiado sus depósitos y roto las jarras desde aquí a Siria. Por esto los carros hititas tienen hoy que forzar el paso o retirarse a Siria a esperar haber renovado sus depósitos. Si fuesen inteligentes, renunciarían a la batalla y se retirarían a Siria, pero son ambiciosos y han puesto todo su oro en las jarras de agua que jalonan la ruta de Egipto y no quieren perderlas sin combate. Por esto os digo que Amón nos los ha entregado, porque sus caballos tropezarán enredándose las patas en nuestras cuerdas y el asalto de sus carros, que es la fuerza de los hititas, será anulado por las trincheras que habéis abierto sin reparar en los esfuerzos.

Horemheb escupió un trozo de cebolla y mascó un pedazo de pan, y las tropas comenzaron a golpear el suelo con el pie y a reclamar como chiquillos que piden que les cuenten un cuento.

Entonces Horemheb frunció el ceño y gritó:

– ¡Por Seth y todos los demonios! ¿Es que mis cocineros han metido excremento de gato en mi pan para que apeste de esta manera? Haré colgar a dos cabeza abajo, pero no os riáis, asquerosas ratas de lodo, no los castigaré por vosotros, porque son libres de alimentaros de boñigas de vaca y el fiemo de mis caballos tiene para mí más valor que todos vosotros. No tenéis nada de soldados y sois una cuadrilla de ratas pestilentes. Recordad que los palos que lleváis en la mano son lanzas y no están hechas para rascaros las nalgas, sino para reventar las barrigas de los hititas. Y a los arqueros que se creen muy listos porque tienden el arco y lanzan al aire una flecha, les digo que hay que apuntar a los hititas, y si sois verdaderos soldados les sacaréis los ojos. Pero es inútil daros estas instrucciones, de manera que contentaos con apuntar a los caballos que son un blanco suficientemente grande para vosotros. Cuanto más los dejéis acercar, más fácilmente los alcanzaréis pese a vuestra torpeza, y acordaos de que azotaré a todo hombre que haya fallado su objetivo, porque no tenemos medios para desperdiciar las flechas. Recordad que sus puntas han sido forjadas en Egipto con las joyas de las mujeres y de las muchachas de placer, si la información os interesa. Y a los lanceros les digo: Cuando un caballo se acerque, apoyad vuestra lanza en el suelo y dirigid la punta contra el pecho del caballo; no correréis ningún peligro, porque siempre tendréis tiempo de saltar de lado antes de que el caballo se caiga. Si os caéis, sacad vuestro puñal y cortad las corvas del caballo, es vuestra única salvación, antes de que las ruedas os aplasten. He aquí lo que debéis hacer, ratas del Nilo.

Olió con asco su trozo de pan, y lo arrojó a lo lejos, después levantó la jarra y bebió un buen trago de vino antes de continuar:

– En el fondo, es inútil que os hable, porque en cuanto oigáis los aullidos de los hititas y el rugido de sus carros comenzaréis a llorar y hundiréis vuestros rostros en la arena del desierto, porque no tenéis regazo maternal a vuestro alcance. Pero quiero deciros que si los hititas fuerzan el paso y alcanzan los depósitos de agua que tenemos detrás de nosotros, estaremos todos perdidos y dentro de poco tiempo vuestra piel servirá de saco a las mujeres de Biblos y de Sidón cuando vayan al mercado, a menos que, vaciados los ojos, deis vueltas a la rueda de algún molino del campo de Aziru. Porque nos encontraremos cercados. Pero tengo que haceros observar que ahora estamos ya cercados y que no hay retirada posible, porque si abandonamos nuestra posición, los carros hititas nos perseguirán en el desierto y nos dispersarán como la crecida que arrastra las briznas de paja. Os digo esto únicamente para quitaros toda la idea de huir. Y para mayor seguridad, voy a colocar a buena distancia detrás de vosotros a quinientos de mis buenos granujas para que puedan reírse a gusto viéndoos combatir, cosa que han merecido ampliamente, pero también para que maten sin piedad a todo el que se equivoque de dirección o le hagan sufrir la pequeña operación que transforma a un toro salvaje en un apacible buey de labranza. Ya sabéis, pues, que si delante de vosotros os espera una muerte posible, detrás os espera cierta, pero delante tenéis también el triunfo y la gloria, porque si todo el mundo cumple con su deber, no dudo de nuestra victoria sobre los hititas. Para esto basta caer sobre ellos y agujerearles la piel o abrirles la cabeza con las armas que os han sido confiadas. Esta es vuestra única salvación, y yo me batiré al lado vuestro, y si mi fusta os azota más a menudo que los hititas será porque vosotros lo habréis querido, mis valientes ratas del estiércol.

Los hombres lo escuchaban fascinados y debo confesar que yo me sentía inquieto, porque los hititas se acercaban ya a los obstáculos, pero me pareció que Horemheb hablaba sólo para ganar tiempo y para comunicar su calma a los soldados abreviando la nerviosidad de la espera. Dirigió una mirada al desierto, blandió la fusta y gritó:

– Nuestros amigos los hititas se acercan con sus carros y yo doy gracias a todos los dioses de Egipto por haber cegado su entendimiento. Id, ratas de barro del Nilo, que cada cual ocupe el sitio fijado y nadie lo abandone sin orden mía. Y vosotros, mis bravos granujas, colocaos detrás de estas babosas y estas liebres y castradlos como conviene si tratan de huir. Podría deciros: batíos por la tierra negra, luchad por los dioses de Egipto, pelead por vuestras mujeres y vuestros hijos. Pero sería inútil, porque estaríais dispuestos a mearos sobre vuestras mujeres si pudieseis huir con seguridad. Por esto os digo: ratas de barro del Nilo, luchad por vosotros, luchad por vuestro pellejo y no retrocedáis, porque no tenéis otra salvación. Corred, muchachos, corred; si no, los carros hititas llegarán a los obstáculos antes que vosotros y la batalla terminará antes de haber comenzado.

Despidió a sus hombres y las tropas corrieron hacia los obstáculos lanzando grandes gritos, no sé si de valor o de miedo.

Horemheb los siguió lentamente y yo me quedé al pie de la montaña para seguir a distancia el desarrollo de la batalla, porque era médico y mi vida era preciosa.

Los hititas habían alineado sus carros en orden de batalla en el desierto. Era soberbio y espantoso ver brillar los soles alados en los pechos de los hombres y en los carros y las oriflamas y las plumas flotantes y los escudos abigarrados. Era evidente que iban a concentrar su ataque sobre el terreno descubierto, sumariamente fortificado por Horemheb, sin meterse por las gargantas de las montañas ni aventurarse a lo lejos en el desierto, donde los cuerpos francos y los bandoleros protegían los flancos de Horemheb. No se atrevían a aventurarse demasiado lejos en el desierto, porque carecían ya de agua y de forraje y contaban con su fuerza y su táctica eficaz para forzar el paso por un lugar defendido por unas tropas inexperimentadas. Sus carros combatían por grupos de seis y una sección de diez grupos formaba un regimiento, y creo que tenían en total sesenta regimientos. Y los carros pesados con tres caballos y tres hombres formaban el centro de su línea de batalla y al ver aquellos carros pesados no comprendía cómo las tropas de Horemheb podrían detener su ataque, porque se movían con una lentitud pesada, como navíos del desierto, destrozándolo todo a su paso.

Hicieron sonar las trompetas y los jefes izaron las oriflamas y los carros se pusieron en movimiento a un paso acelerado, y cuando se acercaron a los obstáculos vi con sorpresa que entre ellos corrían caballos sueltos y sobre cada caballo un hombre agarrado a las crines le golpeaba los flancos con los talones. Y no comprendí el objeto de esta rara cabalgata hasta ver los hombres bajarse y cortar las cuerdas tendidas entre las estacas a ras del suelo para hacer caer a los caballos de los carros. Pero otros hombres a caballo avanzaron por entre los obstáculos y clavaron en el suelo lanzas provistas de pequeñas banderas de colores. Todo esto ocurrió con la velocidad del relámpago, pero yo no entendía el objeto. Pronto los hombres a caballo hubieron desaparecido detrás de los carros y sólo algunos caballos heridos se estremecían en los obstáculos.

Súbitamente vi a Horemheb correr solo hacia los obstáculos y arrancando una de las lanzas la arrojó a lo lejos y entonces comprendí que los hititas las habían colocado para marcar los puntos débiles de los obstáculos y servir de guía a los carros pesados. Otros hombres siguieron el ejemplo de Horemheb y la mayor parte se llevaron las lanzas como trofeos. Yo creo que la rápida intervención de Horemheb salvó a Egipto durante aquella jornada, porque si los hititas hubiesen podido concentrar todo el peso de sus fuerzas en los sitios marcados por las banderas, los egipcios no hubiesen sido capaces de resistir su ataque.

Pronto los carros ligeros llegaron a los obstáculos y abrieron brecha en ellos. Este primer choque levantó tal polvareda que me fue difícil discernir nada de los movimientos. Pero pude, sin embargo, ver que numerosos carros habían quedado inmovilizados delante de los obstáculos y que los conductores hititas iban rodeándolos prudentemente. En algunos puntos, los carros hititas consiguieron franquear los obstáculos, a pesar de sus grandes pérdidas, pero no consiguieron su avance, sino que se agruparon y los hombres se apearon para allanar el terreno y abrir camino a los carros pesados que esperaban su turno fuera del alcance de las flechas.

Un soldado experimentado hubiera visto en el acto que todo estaba perdido, pero las tropas de Horemheb no vieron más que los caballos en el suelo y los carros inmovilizados y creyeron que el ataque había sido dominado por su valentía. Por esto se precipitaron hacia los carros ligeros inmovilizados y otros se arrastraron para ir a cortar las corvas de los caballos, mientras los arqueros disparaban contra los hititas ocupados en mover enormes bloques de piedra. Horemheb los dejó obrar a su antojo y gracias a su número consiguieron apoderarse de muchos carros, que entregaron a los soldados de Horemheb lanzando exclamaciones de triunfo. Horemheb sabía que la batalla no hacía más que empezar, pero conservaba la confianza en su suerte y en el gran foso que había hecho excavar detrás de las tropas, en medio del valle, y que habían cubierto o de ramas y arena. Los carros ligeros no habían avanzado hasta esta trinchera, creyendo haber salvado ya todos los obstáculos.

Después de haber limpiado un espacio suficiente para los carros pesados, los hititas supervivientes volvieron a subir a sus carros y se replegaron rápidamente, lo cual ocasionó una inmensa alegría en las tropas egipcias, convencidas ya de haberse llevado la victoria. Pero Horemheb hizo sonar las trompetas y ordenó colocar los bloques de piedra en su sitio y plantar las lanzas con la punta dirigida contra los asaltantes, porque se veía obligado a retirar sus tropas al abrigo de los obstáculos y dejar las brechas sin guarnecer para evitar que las hoces de los carros pesados causasen estragos entre las fuerzas defensoras.

Apenas esta orden había sido cumplida, cuando los carros pesados de los hititas, flor y orgullo de su ejército, arrancaron con estruendo. Iban tirados por enormes caballos más altos que los egipcios, cuya cabeza estaba protegida por una placa de metal y cuyos flancos estaban cubiertos por espesas corazas de lana. Las anchas ruedas separaron las piedras y el peto de los caballos quebró las lanzas clavadas en tierra y los gritos y clamores se elevaron cuando las ruedas aplastaron a los defensores y las hoces los destrozaron haciéndoles pedazos.

Pronto vi salir de la nube de polvo los carros pesados cuyos caballos galopaban como monstruos espantosos con sus caparazones abigarrados y las puntas de bronce adornando sus máscaras. Se lanzaban delante y ninguna fuerza del mundo parecía capaz de detenerlos y cerrarles el paso hacia los depósitos de agua, porque los soldados se habían retirado a las dos alas sobre las primeras pendientes de las colinas, como lo había ordenado Horemheb. Los hititas lanzaron el grito de guerra y prosiguieron su avance levantando nubes de polvo y yo me arrojé al suelo llorando por Egipto y el país sin protección y por todos los hombres que iban a perecer allí a causa de la estúpida obstinación de Horemheb.

Pero los hititas no se dejaron deslumbrar por su triunfo, los frenos de sus carros labraron el suelo, y mandaron carros ligeros de reconocimiento, porque era prudente y temían las sorpresas, pese a que no tuviesen el menor respeto por los egipcios. Pero es difícil frenar el asalto de los carros, porque los enormes caballos lanzados al galope rompen las riendas y vuelcan los carros si se los detiene demasiado bruscamente.

Así los carros continuaron avanzando por un vasto frente de terreno descubierto hasta el momento en que, de repente el suelo se abrió bajo sus pies y se los tragó. La trinchera cavada por las ratas del fango del Nilo se extendía en toda la anchura del valle y los carros pesados cayeron en ella por

docenas antes de que los conductores hubiesen tenido tiempo de frenar para seguir por el borde del foso, de manera que el frente de ataque quedó roto. Al oír los aullidos de los hititas levanté la cabeza y vi su derrota, pero pronto el polvo cubrió el campo de batalla.

Si los hititas hubiesen sabido dominarse y reconocer su derrota hubieran podido salvar, por lo menos, la mitad de sus carros y aplastar a los egipcios. Hubieran podido, en efecto, volver a atravesar los obstáculos destruidos y desencadenar otro ataque, pero no podían admitir una derrota porque era a sus ojos una cosa inconcebible. Por esto no les vino a la mente la idea de escapar a la infantería egipcia sin carros, sino que treparon por las laderas de las colinas para detenerse en la cumbre y bajaron de los carros para examinar cómo podrían franquear la trinchera y salvar a sus camaradas en cuanto se hubiese disipado el polvo.

Pero Horemheb no esperó a que hubiesen vuelto de su sorpresa, hizo sonar las trompetas y declaró a sus tropas que su ardid había aniquilado los carros hititas y que el enemigo estaba ahora a su merced. Mandó arqueros a las colinas para hostigar a los hititas y encargó a sus hombres que pisoteasen el suelo para levantar nubes de polvo, en parte para molestar a los hititas y en parte para impedir que sus hombres viesen el enorme número de carros que estaba todavía en situación de combatir. Dio orden también de hacer rodar piedras de lo alto de la colina para cerrar las brechas de los obstáculos, a fin de completar su victoria y apoderarse de los carros intactos.

Entretanto los regimientos de carros ligeros acampaban en la llanura para abrevar los caballos y reparar los arneses y las ruedas. Oían los gritos y el ruido de las armas y, al ver el torbellino de polvo, creyeron que los carros pesados perseguían a los egipcios fugitivos para aniquilarlos como ratas.

Bajo la protección del polvo, Horemheb envió a sus mejores lanceros cerca de la trinchera para impedir que los hititas socorriesen a sus camaradas y llenasen el foso. Ordenó a otros hombres que llevasen rodando grandes piedras alrededor de los carros inmovilizados y, si era posible, aislarlos por grupos para encerrarlos en un espacio estrecho donde no pudiesen evolucionar fácilmente. Por las laderas de las colinas no tardaron en rodar gruesas piedras, porque los egipcios son hábiles en manejar las piedras y en las tropas de Horemheb había muchos hombres que habían aprendido a manejar las piedras en las canteras.

Los hititas se extrañaron mucho de ver que el polvo no se disipaba, y no podían ver lo que pasaba en torno de ellos, y caían sobre ellos flechas de todas partes. Sus jefes disputaban, porque no habían visto todavía nunca nada parecido y no sabían qué hacer, porque durante las maniobras no les habían enseñado lo que había que hacer en una situación parecida. Por esto perdieron el tiempo discutiendo y mandaron algunos carros a la nube de polvo para reconocer la posición de los egipcios, pero estos carros no regresaron, porque los caballos tropezaron con las piedras y los soldados mataron a los conductores. Para terminar, los jefes hititas hicieron sonar las trompetas para que sus soldados se reunieran y lanzaron un ataque para volver a ganar la llanura a fin de preparar un nuevo asalto. Pero no reconocieron el camino que habían seguido y los caballos tropezaron con las cuerdas y en los cepos y los carros se volcaban, de manera que los hombres tuvieron que apearse y combatir a pie. Eran valientes y diestros en la batalla y mataron muchos egipcios, pero no estaban acostumbrados a luchar a pie. Por esto los soldados de Horemheb los vencieron, pero la batalla duró hasta la noche.

A la caída de la tarde el viento sopló del desierto y barrió las nubes de polvo y descubrió el campo de batalla y la terrible derrota de los hititas, que habían perdido la mayoría de sus carros pesados, y otro gran número de carros había caído en manos de Horemheb con sus caballos. Pero los vencedores, agotados y excitados por el ardor del combate, por las heridas y el olor de sangre, se asustaron al ver sus propias pérdidas, porque los cadáveres de los egipcios eran mucho más numerosos que los de los hititas. Y los supervivientes dijeron:

– Fue una jornada terrible y felizmente no vimos lo que ocurrió en torno a nosotros, porque si hubiésemos advertido la multitud de hititas y comprobado la cuantía de nuestras pérdidas, el corazón se nos hubiera subido a la garganta y no nos hubiéramos batido como leones, como lo hemos hecho.

Los últimos hititas cercados se rindieron y Horemheb los hizo atar con cuerdas y todas las ratas del fango del Nilo se acercaron a ellos para examinarlos y tocar con el dedo sus heridas y arrancarles los soles alados y el hacha doble que adornaban sus cascos y vestidos.

En medio de aquella confusión terrible, Horemheb iba de un grupo a otro y distribuía palmadas a sus hombres y elogiaba a los que se habían batido bien, llamándoles hijos suyos y escarabajos de estercolero. Les hizo distribuir vino y cerveza y les permitió desvalijar a los muertos, tanto los egipcios como los hititas, a fin de que se hiciesen la ilusión de recoger un botín. Pero el botín más precioso lo constituían los carros pesados y los caballos que coceaban y mordían rabiosamente, pero se les dio agua y forraje y los hombres de Horemheb, acostumbrados a tratar con caballos, les hablaron dulcemente y los decidieron a servir a Egipto. Porque el caballo es un animal muy inteligente, aunque temible, y entiende el lenguaje humano. Por esto, una vez bien alimentados, aceptaron servir a Horemheb. Pero me pregunto cómo pudieron entender el egipcio cuando estaban acostumbrados a entender tan sólo el incomprensible lenguaje hitita. Pero los hombres de Horemheb me aseguraron que los caballos entendían todo lo que se les hablaba y tuve que creerlo al ver cómo aquellos animales poderosos y salvajes se sometían dejándose quitar sus pesados caparazones.

La misma noche Horemheb envió un mensaje a los bandoleros del desierto y a los cuerpos francos invitándoles a alistarse en el ejército de carros, porque los hombres del desierto saben cuidar mejor los caballos que los egipcios, que tienen miedo de ellos. Todos respondieron a la llamada y estuvieron encantados de sus carros y sus magníficos caballos.

Yo no tenía tiempo de descansar, porque tenía que cuidar a los heridos y coser las heridas, poner en su sitio los miembros dislocados y trepanar los cráneos hundidos por las mazas hititas. Tenía muchos ayudantes y, sin embargo, el trabajo duró tres días y tres noches y durante este tiempo murieron todos aquellos cuyas heridas eran incurables. Me fue imposible trabajar en paz, porque el ruido de la batalla me destrozaba los oídos y los hititas se negaron todavía a reconocer su derrota. Al día siguiente lanzaron otro ataque con los carros ligeros a fin de recuperar los carros perdidos, y al tercer día trataron de franquear los obstáculos, porque no se atrevían a regresar a Siria y presentarse ante sus grandes jefes.

Al tercer día Horemheb pasó a la ofensiva con los carros tomados al enemigo y consiguió dispersar los carros ligeros de los hititas, pero los egipcios sufrieron grandes pérdidas, porque los hititas eran más rápidos y estaban más entrenados que los egipcios en la guerra de los carros. Pero, según me explicó Horemheb, estas pérdidas eran necesarias, porque sólo en el combate sus nuevos soldados podían aprender a manejar los carros y los caballos, y valía más entrenarlos contra un enemigo inferior en número y desalentado por la derrota que contra unas tropas reposadas y con buenos equipos.

– Si no tenemos carros que oponer a los carros, no reconquistaremos nunca Siria -dijo Horemheb-. Por eso toda la batalla al amparo de los obstáculos no era más que un juego de niños, y la única ventaja ha sido haber impedido la invasión de Egipto.

Horemheb esperaba que los hititas mandarían su infantería al desierto, pero eran demasiado cautos para ello y conservaron sus tropas en Siria diciéndose que tal vez en la embriaguez de la victoria Horemheb invadiría el país, donde sus hombres hubieransido una presa fácil para sus tropas aguerridas y experimentadas. Pero su derrota había suscitado una gran inquietud en Siria y numerosas Ciudades se levantaron contra Aziru y le cerraron las puertas, porque estaban cansados de la ambición de Aziru y de la rapacidad de los hititas y pensaban en granjearse la amistad de Egipto, cuya pronta victoria se daba por descontada. En efecto, las ciudades de Siria han estado siempre desunidas y los emisarios de Horemheb sembraban la discordia y propalaban rumores exagerados y espantosos sobre la derrota de los hititas en el desierto.

Mientras sus tropas descansaban en la Montaña de la Victoria, Horemheb urdía nuevos proyectos y de nuevo envió emisarios a Ghaza sitiada: «¡Defended Ghaza!» Porque sabía que si Ghaza caía no tendría punto de apoyo sobre las costas de Siria. Hizo también propalar entre sus tropas rumores sobre las riquezas de Siria y las sacerdotisas del templo de Ishtar, que tan hábiles son en el arte de seducir a los bravos soldados. No sé lo que pretendía, pero un día un hombre medio muerto de hambre y de sed se deslizó por entre los obstáculos y constituyéndose prisionero pidió ser llevado a presencia de Horemheb. Los soldados se burlaron de él, pero Horemheb lo recibió y el hombre se inclinó respetuosamente delante de él, llevándose las manos a la altura de las rodillas, pese a que fuese vestido a la manera siria. Después se llevó la mano a un ojo como si lo tuviese herido y Horemheb le dijo:

– ¿Te ha picado acaso algún escarabajo en el ojo?

Yo me encontraba en aquel momento en mi tienda y me extrañó aquella estúpida pregunta, porque un escarabajo es un animal inofensivo que no pica, pero el hombre respondió:

– En verdad, un escarabajo me ha picado en el ojo, porque en Siria hay diez veces diez escarabajos y son todos muy venenosos.

Y Horemheb le dijo:

– Te saludo, hombre valiente, y puedes hablar con franqueza, porque este médico es un hombre estúpido que no entiende nada.

A estas palabras el emisario dijo:

– ¡Oh mi señor Horemheb, ha llegado el heno!

No dijo nada más, pero por estas palabras adiviné que era un espía de Horemheb, y Horemheb salió e hizo encender un fuego en la cresta de la colina, y al cabo de un momento en todas las colinas entre la Montaña de la Victoria y el Bajo Egipto se encendieron hogueras. Así fue como Horemheb transmitió a Tanis un mensaje ordenando a la flota trasladarse a Ghaza y, en caso necesario, dar la batalla a las fuerzas navales sirias.

Al día siguiente, Horemheb hizo sonar las trompetas y el ejército emprendió el camino de Siria, y los carros precedían a las tropas y limpiaban el camino preparando las etapas. Pero yo no comprendía cómo Horemheb osaba ahora afrontar a los hititas en terreno descubierto. Los soldados lo seguían sin murmurar, porque soñaban en las riquezas de Siria y el abundante botín. Yo subí a mi litera y seguía a las tropas, y detrás de nosotros dejábamos la Montaña de la Victoria y los huesos de los egipcios y los hititas que se blanqueaban en buena armonía en el desierto.

3

Debo de hablar ahora de la guerra de Siria, pero mi relato será breve porque no entiendo gran cosa en asuntos militares, y todas las batallas se parecen para mí y todas las ciudades incendiadas y las casas saqueadas son semejantes, y las mujeres llorando y los cuerpos descuartizados son idénticos, estén donde estén. Si lo contase todo minuciosamente, mi relato sería muy monótono, porque la guerra de Siria duró tres años y fue una guerra cruel e implacable, porque muchos poblados sirios quedaron despoblados y los árboles eran cortados en los huertos y los pueblos se despoblaban.

Quiero, ante todo, contar el ardid de Horemheb, que no temió penetrar en Siria y derribar los jalones establecidos por Aziru, mientras sus soldados saqueaban los pueblos y se divertían con las mujeres sirias para saborear de antemano los frutos de la victoria. Se dirigió directamente hacia Ghaza; en cuanto se enteraron de este proyecto, los hititas concentraron sus tropas cerca de esta ciudad a fin de cerrarle el paso y aniquilarlo en alguna llanura favorable a la evolución de los carros. Pero el invierno había llegado ya y tuvieron que alimentar sus caballos con heno comprado a los mercaderes sirios y antes de la batalla los caballos comenzaron a vacilar y sus excrementos eran verdosos y muchos de ellos perecieron. Por esto Horemheb pudo dar la batalla con fuerzas iguales y una vez hubo rechazado los carros hititas acabó fácilmente con la infantería. Sus lanceros y arqueros terminaron la derrota, de manera que los hititas sufrieron el desastre más grande de la Historia, y en el campo de batalla quedaron más cadáveres sirios e hititas que egipcios, y desde entonces aquella llanura fue llamada el Llano de las Osamentas. Pero en cuanto hubo penetrado en el campo hitita hizo inmediatamente quemar el heno y el forraje, porque estaban envenenados y había mezclado a ellos unas drogas que enfermaban a los caballos.

Pero yo ignoraba entonces cómo había combinado Horemheb este ardid de guerra.

Así llegó Horemheb ante Ghaza mientras los hititas y los sirios abandonaban principalmente toda Siria del Sur para refugiarse en sus plazas fuertes, y dispersó a los asediadores. Al mismo tiempo la flota egipcia entraba en el puerto de Ghaza, pero en bastante mal estado, y muchos navíos ardieron todavía dos días después de la batalla naval que habían tenido que sostener delante de la villa. Esta batalla había quedado indecisa porque la flota egipcia tuvo que refugiarse en Ghaza y muchos navíos se hundieron antes de que el comandante de la plaza se hubiese decidido a abrir el puerto.

Por su parte, la flota unida de Siria y los hititas huyó a Tiro y Sidón a reparar sus averías.

El día en que las puertas de Ghaza invicta se abrieron para dar paso a las tropas de Horemheb se celebra todavía en Egipto como una fiesta, y es el día de Sekhmet, y los chiquillos se pelean con mazas de madera y lanzas de caña jugando al sitio de Ghaza. Y es cierto que jamás villa alguna fue defendida más encarnizadamente que Ghaza y el comandante de la plaza mereció todo el renombre y reputación que le dio su resistencia. Por esto mencionaré su nombre, pese a que me afligiese la vergüenza de ser izado en un cesto. Se llamaba Roju.

Sus hombres lo llamaban Nuca de Toro, y esto dará idea de su físico y de su carácter, porque jamás he conocido a un hombre más obstinado ni más receloso. Después de su victoria, Horemheb tuvo que esperar un día entero antes de convencer a Roju de que le abriese las puertas de la ciudad. Y, para empezar, no admitió más que a Horemheb solo y se aseguró de su identidad, porque lo tomaba por un sirio disfrazado. Cuando finalmente comprendió que Horemheb había batido a los hititas y Ghaza no estaba cercada ya, no demostró ningún júbilo y se quedó malhumorado, y encontraba desagradable que Horemheb fuese su superior y le diese órdenes en Ghaza, porque durante el curso de este sitio de varios años se había acostumbrado a ser jefe de sí mismo.

Quiero contar también algunas anécdotas sobre este Nuca de Toro, porque era un personaje muy curioso y su obstinación fue causa de no pocos incidentes. Me parece que estaba un poco loco o chiflado, pero si no hubiese sido así, los hititas y Aziru hubieran seguramente tomado Ghaza. No creo que en ninguna parte hubiese hecho una tan buena carrera como en Ghaza, donde los dioses y el Destino le habían dado un puesto adecuado a sus facultades. Lo habían relegado a Ghaza a causa de sus eternas jeremiadas y lamentaciones, porque esta ciudad era un verdadero puesto de castigo, pero más tarde los acontecimientos le dieron importancia. De hecho fue Roju quien le hizo caer este papel al negarse a entregarla a Aziru.

Ghaza fue salvada por sus altas murallas de enormes bloques de piedra que se decía habían sido un día construidas por los gigantes. Los mismos hititas fueron impotentes contra estas murallas, pero habían, sin embargo, conseguido, por su habilidad militar, practicar en ellas algunas brechas y excavando una galería provocaron el derrumbamiento de la torre de guardia.

La ciudad antigua había estado en parte incendiada y ninguna casa tenía el techo intacto. En cuanto a la ciudad nueva, la que se encontraba fuera de los baluartes, Roju la hizo arrasar en cuanto se enteró de la revuelta de los hititas, y había dado la orden por simple espíritu de contradicción, porque todos sus consejeros trataban de disuadirle. Naturalmente, los habitantes sirios de la ciudad se pusieron furiosos y se levantaron prematuramente, de manera que Roju pudo sofocar la rebelión antes de que Aziru pudiese llegar en apoyo de los sublevados. La represión fue tan brutal que nadie a partir de entonces se atrevió a rebelarse contra Roju.

Si alguien era sorprendido con las armas en la mano y pedía merced, Roju decía: «¡Degollad a este hombre, porque ofende mi equidad pidiéndome merced!» Y si alguno se rendía sin pedir gracia, Roju se enfadaba y decía: «Matad a este rebelde que se atreve a hacerme frente.» Si algunas mujeres acudían con sus hijos a implorar la gracia de sus maridos, las hacía matar sin piedad diciendo: «Matad a toda esta camada de sirios que no comprende que mi voluntad es más fuerte que la suya como el cielo es superior a la tierra.» Así nadie sabía cómo conciliarlo, porque olía una injuria o una resistencia en toda palabra que se le dirigía.

Pero el asalto de Aziru no había sido más que un juego de niños en comparación con el sitio cruel y racional de los hititas. Porque los hititas lanzaban día y noche materias inflamables a la ciudad y también serpientes venenosas encerradas en jarras y carroñas y egipcios prisioneros que se despachurraban contra las murallas. A nuestra entrada en la villa no había ya muchos habitantes vivos y sólo algunas mujeres y ancianos demacrados salieron de los subterráneos de las casas incendiadas. Todos los chiquillos habían muerto y los hombres habían perecido trabajando por reparar las murallas. Y los supervivientes no nos acogieron con júbilo, sino que nos mostraban el puño y nos injuriaban. Horemheb les hizo distribuir carne, vino y trigo y muchos murieron durante la noche siguiente, porque su estómago hambriento no pudo soportar la abundante y rica comida.

Quisiera describir a Ghaza tal como me apareció el día de nuestra entrada. Quisiera hablar de las pieles humanas suspendidas de los muros y los cráneos ennegrecidos que los cuervos picoteaban. Quisiera contar el horror de las casas llenas de escombros. Quisiera hablar del olor espantoso de la ciudad, el hedor de muerte y de peste que forzaba a los soldados de Horemheb a taparse la nariz. Quisiera describir todo esto para explicar por qué en este día de gran victoria para Egipto, mi corazón no sintió ninguna alegría.

Quisiera también describir a los soldados supervivientes de Roju, Nuca de Toro, sus costillas salientes, sus rodillas tumefactas y sus espaldas cebradas por los latigazos. Quisiera hablar de sus ojos que no tenían ya nada de humano, sino que brillaban en las ruinas como los de las fieras. Blandían lanzas en sus manos impotentes y gritaban lamentablemente en honor de Horemheb: «¡Defended Ghaza!» No creo que fuese ironía, sino que ninguna otra idea cabía en su pobre cabeza. No estaban en tan mal estado como los habitantes de la ciudad, porque Roju les había reservado víveres y Horemheb les hizo distribuir carne fresca, cerveza y vino, que tenía en abundancia después de haber saqueado el campo de los hititas y las provisiones de los sitiadores.

A cada soldado de Ghaza, Horemheb le dio una cadena de oro, lo cual no le costó mucho, porque apenas si quedaban unos doscientos. Les dio también mujeres sirias, pero estaban tan agotados que no tenían fuerzas para gozar de ellas y comenzaron a torturarlas a la manera hitita, porque durante el sitio habían aprendido muchas nuevas costumbres, como, por ejemplo, desollar vivos a los prisioneros y colgar las pieles en los muros. Pero pretendían que sólo torturaban a las mujeres sirias por odio a los sirios y decían: «No nos mostréis un sirio, porque si lo vemos le saltaremos a la garganta y lo estrangularemos.»

A Nuca de Toro, le dio Horemheb una cadena de oro esmaltada y adornada con piedras preciosas y un látigo de oro e hizo lanzar a sus hombres gritos en honor de Roju, lo cual todos hicieron con gusto, porque admiraban realmente a aquel hombre, cuya valentía había salvado a Ghaza. Después de la ceremonia, Roju le dijo a Horemheb:

– ¿Me tomas acaso por un caballo que me das un arnés completo? ¿Este látigo ha sido trenzado con oro verdadero o no es más que oro sirio mezclado? -Y dijo también-: Llévate a tus hombres fuera de la ciudad, porque su número me molesta y el ruido que hacen me impide dormir, mientras mi sueño era excelente durante el asedio al ruido de los arietes y a la luz de los incendios. Llévate en verdad a tus hombres, porque en Ghaza soy yo el faraón, y si me enfado lanzaré a mis hombres contra los tuyos para aniquilarlos y así dejarán de turbar mi sueño.

Y, verdaderamente, Roju no podía dormir desde que había cesado el sitio, y los soporíferos eran inoperantes y el vino no lo hacía dormir. Pensaba sin cesar y trataba de recordar dónde había sido empleado todo el material de los almacenes militares, y un día fue humildemente a encontrar a Horemheb y le dijo:

– Eres mi superior. Inflígeme un castigo, porque tengo que dar cuenta al faraón de todo el material que me ha sido confiado y no puedo hacerlo, porque la mayor parte de los papiros han sido quemados en los incendios y mi memoria flaquea desde que duermo tan mal. Puedo dar cuenta de todo, salvo de cuatrocientas retrancas para asnos que no sé dónde encontrar, y mi jefe de material lo ignora también pese a que lo he hecho azotar hasta el punto de que no puede sentarse. ¿Dónde estarán las cuatrocientas retrancas de las cuales no tenemos necesidad, puesto que los asnos han sido comidos desde hace mucho tiempo? Por Seth y todos los demonios, Horemheb, hazme fustigar públicamente, porque la cólera del faraón me inquieta y jamás osaré presentarme ante él como lo exige mi rango si no encuentro estas retrancas.

Horemheb trató de calmarlo y le dijo que con gusto le proporcionaría las cuatrocientas retrancas, pero Roju se enfadó y dijo:

– Buscas de una manera manifiesta incitarme al fraude, porque si aceptase tus retrancas no serían las que me han sido confiadas por el faraón. Obras seguramente así para perjudicarme acusándome de prevaricación ante el faraón, porque tienes celos de mi fama y quieres ser nombrado jefe de Ghaza. Quizás hayas ordenado a tus soldados indisciplinados robar estas retrancas en los almacenes. Pero rehúso las que me ofreces y prefiero demoler la ciudad piedra por piedra hasta encontrarlas.

Estas palabras inquietaron a Horemheb temiendo por el estado mental de Roju y le propuso ir a Egipto a encontrar a su mujer y sus hijos y descansar de las fatigas del asedio. Pero fue un error, porque desde entonces Roju estuvo más convencido que nunca de que Horemheb quería quitarlo de en medio para apoderarse de su cargo. Y dijo:

– Ghaza es mi Egipto, sus murallas son mi mujer y sus torres mis hijos.

Pero en verdad degollaré a mi mujer y cortaré la cabeza a mis hijos si no encuentro estas malditas retrancas.

A espaldas de Horemheb llamó al escriba del material que había sufrido con él todo el asedio y encargó a sus hombres registrar todas las torres. Ante estos excesos, Horemheb intervino e hizo vigilar a Roju en su habitación y me pidió mi consejo de médico. Después de haber hablado amistosamente con Roju, que se negaba a considerarme un amigo y pensaba que quería apoderarme de su cargo le dije a Horemheb:

– Este hombre no se calmará hasta que hayas abandonado Ghaza con todos tus hombres y pueda cerrar las puertas y gobernar a su antojo.

Pero Horemheb gritó:

– ¡Por Seth y todos los demonios, esto es imposible antes de que los navíos hayan traído de Egipto refuerzos de armas y provisiones para que pueda empezar la campaña contra Joppe! Hasta entonces las murallas de Ghaza son mi única protección, y si salgo con mis tropas, me arriesgo a perder todo lo que he ganado.

Yo vacilé un poco y dije:

– Para Roju sería quizá conveniente que lo trepanase para tratar de curarlo, porque sufre enormemente y hay que atarlo en la cama; si no, sería capaz de hacerse daño o hacértelo a ti.

Pero Horemheb se negó a dejar trepanar al héroe más ilustre de Egipto, porque su propia reputación hubiera sufrido con ello si Roju sucumbía en la operación, porque una trepanación es siempre peligrosa e incierta. Por esto regresé a casa de Roju con algunos hombres sólidos y conseguimos amarrarlo a la cama y le administré calmantes y narcóticos. Pero sus ojos relucían en la oscuridad de la cámara con un resplandor verdoso de ojos de fiera, se retorcía en la cama y la rabia le salía de la boca, mientras gritaba:

– ¿No soy acaso el comandante de Ghaza chacal de Horemheb? Ahora recuerdo que en la prisión de la torre se pudre un espía sirio que pesqué poco antes de la llegada de tu dueño y que otras tareas urgentes me han hecho olvidar de colgarlo de la pared. Es un hombre muy astuto, y estoy seguro de que es él quien ha robado las cuatrocientas retrancas. Traédmelo aquí a fin de que pueda hacerle confesar dónde las ha escondido y podré dormir en paz.

Insistió tanto sobre este espía que hice encender una antorcha y bajé al calabozo, donde numerosos cadáveres devorados por las ratas estaban todavía encadenados al muro. El guardián era un viejo ciego. Le pedí que me llevase al espía sirio que había sido detenido poco antes del fin del sitio, pero me juró por su vida que no había un solo preso vivo en el calabozo, porque eran torturados para interrogarlos y después se les dejaba morir de hambre y sed según las órdenes de Roju. Pero la actitud de aquel hombre me inspiró desconfianza y lo amenacé hasta que cayó de rodillas diciendo:

– Perdóname la vida, porque he servido siempre fielmente a Egipto y en nombre de Egipto he maltratado a los prisioneros y les he quitado la comida. Pero este espía no es un hombre ordinario y su lengua es maravillosa y canta como un ruiseñor y me ha prometido grandes riquezas si lo mantengo vivo y le doy de comer hasta la llegada de Horemheb, y me ha prometido devolverme la vista, porque también él estuvo ciego y un gran médico le curó uno de los ojos, y me ha jurado llevarme a casa de este médico, de manera que podré salir y gozar de mis riquezas. Me debe ya más de dos millones de debens por el pan y el agua que le he traído y no le he anunciado el fin del sitio de Ghaza ni la llegada de Horemheb a fin de que su deuda aumente cada día. Porque afirma que lo liberará y le dará cadenas de oro, y estoy convencido de ello, porque su lengua habla de una manera irresistible. Pero no lo llevaré ante Horemheb hasta que su deuda haya alcanzado tres millones, porque es una cifra redonda y fácil de retener.

Mientras hablaba, mis rodillas temblaban y mi corazón saltaba en mi pecho, porque creía ir adivinando poco a poco de quién hablaba. Pero me enderecé y, gritando le dije:

– Pobre viejo, en todo Siria y Egipto reunidos no existe esta cantidad de oro. Pero todo indica que este hombre es un granuja que merece castigo. Por esto debes conducirme inmediatamente a él, y que la desgracia caiga sobre ti si le ha ocurrido algo.

Gimiendo e implorando a Amón, el viejo me hizo entrar en una celda cuya entrada había ocultado con piedras para engañar a los hombres de Roju. A la luz de la antorcha vi a un hombre vestido de harapos sirios encadenado al muro, y su espalda estaba en carne viva y su vientre colgaba lacio sobre sus piernas. Era tuerto y su ojo único centelleaba a la luz de la antorcha. Y me dijo:

– ¿Eres verdaderamente tú, Sinuhé, oh dueño mío? Bendito sea el día que te trae aquí, pero haz pronto romper estas cadenas y que me traigan una jarra de vino para que pueda olvidar mis penas, y di a tus esclavos que me laven y me unten, porque estoy acostumbrado a la comodidad y el lujo, y las malditas losas de esta celda me han gastado la piel de las nalgas. No veo objeción alguna a que me ofrezcas un buen lecho con algunas vírgenes de Ishtar, porque bastante he estado privado de ellas.

– ¡Kaptah, Kaptah! -dije yo, acariciando su espalda desollada-. Eres incorregible. En Tebas me han afirmado que estabas muerto, pero no lo he creído, porque estoy convencido de que no morirás nunca, y la prueba es que te descubro en este antro lleno de cadáveres y respiras todavía y no estás en tan mal estado y, sin embargo, es probable que los hombres que han muerto aquí cargados de cadenas fuesen más agradables a los dioses que tú. Sin embargo, me alegro mucho de verte todavía vivo.

Pero Kaptah prosiguió:

– Sigues siempre siendo el mismo charlatán vanidoso, ¡oh dueño mío Sinuhé! No me hables de los dioses, porque en mi miseria los he invocado a todos, incluso los de Babilonia y de los hititas, y ninguno me ha ayudado, y he tenido que arruinarme para obtener comida de mi carcelero. Sólo nuestro escarabajo me ha protegido trayéndote a mí, porque el comandante de esta plaza está loco y no cree nada razonable y me ha hecho torturar y azotar, de manera que berreaba como un buey cuando estaba en el lecho de tortura. Pero he conseguido felizmente salvar nuestro escarabajo escondiéndolo en determinado sitio de mi cuerpo que es ciertamente infamante para un dios, pero que es quizás agradable para un escarabajo, puesto que has llegado aquí. Un acontecimiento tan milagroso sólo puede ser obra de nuestro escarabajo.

Me mostró el escarabajo, que guardaba todavía rastros de su reciente estancia. Unos herreros vinieron a cortar las cadenas y me llevé a Kaptah a mi habitación porque estaba débil y su ojo no soportaba ya la luz. Lo hice lavar y ungir por mis esclavos y le di ropa de lino fino y le presté una cadena de oro y brazaletes para que pudiese parecer conforme a su dignidad, y le hice cortar los cabellos y la barba. Durante todas estas operaciones comió carne y bebió vino eructando de bienestar. Pero el guardián gemía y se lamentaba detrás de la puerta y reclamaba sus dos millones trescientos sesenta y cinco mil debens de oro. Y se negaba a rebajar un solo deben de esta suma, alegando que había arriesgado su vida para salvar la de su prisionero, robando comida. Para terminar con las lamentaciones del viejo, que me cansaban, le dije a Kaptah:

– Horemheb está aquí desde hace dos semanas y este hombre te ha engañado y no debes nada, sino que voy a hacerlo azotar por los soldados y si es necesario le haré cortar el cuello, porque es un monstruo responsable de la muerte de innumerables prisioneros.

Pero Kaptah respondió enérgicamente y dijo:

– Soy un hombre honrado y como tal tengo que cumplir mis compromisos, de lo contrario mi reputación sufriría. Es cierto que hubiera podido discutir con el viejo y obtener una disminución en sus precios pero cuando notaba el olor del pan renunciaba a regatear y le prometía cuanto solicitaba. Yo me froté la frente y dije:

– ¿Eres verdaderamente tú, Kaptah? No, no es posible; hay seguramente en esta fortaleza una maldición que vuelve locos a todos los que están en ella algún tiempo. Estás indudablemente loco tú también. ¿Es que tienes verdaderamente la intención de pagar tu deuda a este repugnante viejo? ¿Y con qué?, porque supongo que después del reinado de Atón eres tan miserable como yo.

Pero Kaptah estaba ebrio y dijo:

– Soy un hombre piadoso que respeta a los dioses y cumple su palabra. Pagaré mi deuda hasta el último deben, pero pediré un plazo, y por otra parte, el hombre es tan estúpido que si le hacía pesar dos deben de oro, se contentaría con ellos, porque no ha visto nunca una suma igual. Creo incluso que estaría en el colmo de su júbilo si le daba uno, pero esto no me liberaría. No sé verdaderamente de dónde sacar todo este oro, porque la revuelta de Tebas me ha arruinado y he debido huir vergonzosamente abandonando mi fortuna cuando los esclavos se metieron en la cabeza la idea de que los había traicionado y denunciado a Amón. Pero después he prestado grandes servicios a Horemheb en Menfis, y cuando tuve que abandonar la ciudad donde me perseguía la venganza de los esclavos, les he hecho todavía más servicios en Siria, vendiendo a los hititas trigo y forraje. Por esto estimo que Horemheb me debe ya cerca de medio millón de debens de oro, sin contar que he arriesgado mi vida viniendo por mar a Ghaza. Para colmo, los hititas se han puesto furiosos contra mí cuando sus caballos cayeron enfermos después de haber comido el forraje que yo les había vendido. Pero en Ghaza un peligro más grande todavía me amenazaba, porque el comandante de la plaza estaba loco y me hizo encerrar como espía sirio y me dio tortura y me hubiera seguramente hecho ahorcar si el viejo loco guardián no me hubiese ocultado diciendo que me había muerto en el calabozo. Por esto es necesario que yo pague mi deuda.

Entonces mis ojos se abrieron y comprendí que Kaptah había sido el mejor servidor de Horemheb en Siria y el jefe de sus espías, puesto que en la Montaña de la Victoria el emisario llegado a la tienda de Horemheb había ocultado uno de sus ojos para indicar que venía de parte de un tuerto. Y comprendí también que nadie como Kaptah hubiera sido capaz de componérselas en Siria, porque nadie lo igualaba en astucia y picardía. Pero le dije:

– Admitamos que Horemheb te deba mucho oro, pero podrás extraerlo más fácilmente de una piedra estrujándola que haciéndote pagar tu crédito. Sabes muy bien que no paga nunca sus deudas.

Y Kaptah dijo:

– Sé muy bien que Horemheb es duro e ingrato, y más ingrato aún que el comandante de Ghaza, a quien he hecho lanzar trigo por los hititas, que creían que las jarras cerradas contenían serpientes venenosas. Para convencerlos rompí una jarra y las serpientes venenosas mordieron a tres soldados, que murieron, y desde entonces los hititas no quisieron abrir más las jarras. Pero, a falta de oro, Horemheb puede darme todos los derechos portuarios de Siria, que conquistará y debe cederme todo el comercio de sal de Siria para que pueda recuperar mis bienes.

Le pregunté si pensaba trabajar durante toda su vida para pagar su deuda al viejo guardián, pero él se rió y dijo:

– Después de dos semanas de permanencia sobre la piedra dura del calabozo oscuro, se aprecian los asientos blandos, el vino y la luz. No, no estoy loco hasta ese punto, Sinuhé. Pero hay que cumplir la palabra y vas a devolver la vista a este hombre para que pueda jugar a los dados con él, porque antes de ser ciego era muy aficionado a este juego. Y no será culpa mía si la suerte no le sonríe, porque jugaremos sumas importantes.

Era, en efecto, el único medio que tenía Kaptah de librarse honradamente de su deuda, y si podía escoger los dados era un jugador hábil. Le prometí, por consiguiente, devolver al guardián la vista suficiente para que pudiese distinguir los agujeros de los dados, y, a cambio, Kaptah me prometió darle a Muti dinero suficiente para reconstruir la casa del antiguo fundidor de cobre de Tebas. Hicimos entrar al guardián, que concedió un plazo a Kaptah para el pago de su deuda, y examiné sus ojos y vi que su ceguera no procedía de su estancia en los subterráneos, sino de una enfermedad mal curada. Y pude devolverle la vista con una aguja, como había aprendido a hacerlo en Mitanni, pero no supe cuánto tiempo pudo gozar de la vista, porque los ojos operados con una aguja se cicatrizan rápidamente y no pueden volver a operarse.

Acompañé a Kaptah a ver a Horemheb, quien se alegró sobremanera de verlo y lo abrazó llamándole héroe, asegurándole que todo Egipto le estaba agradecido por sus hazañas. Pero a estas palabras Kaptah comenzó a lloriquear y dijo:

– Mira mi barriga convertida en un saco arrugado a tu servicio, y mira mi espalda desollada y mis hombros devorados por las ratas por culpa tuya en las mazmorras de Ghaza. Me hablas de reconocimiento, pero el agradecimiento no me da un grano de trigo ni un vaso de vino, y no veo en ninguna parte los saquitos de oro que me has prometido. No, Horemheb, no te pido agradecimiento, sino que me rembolses mi crédito, porque tengo también deudas contraídas a tu servicio y mayores de lo que puedes imaginar.

Pero Horemheb frunció el ceño al oír la palabra «oro» y golpeándose el muslo con la fusta dijo:

– Tus palabras son como un zumbido de moscas en mis oídos y hablas como un imbécil, y tu boca está sucia. Sabes muy bien que no tengo botín que darte y que todo el oro disponible debe ser empleado en la guerra contra los hititas, y yo mismo soy pobre y la gloria es mi única recompensa. Por esto podrías escoger un momento más propicio para hablarme de oro, pero, para prestarte un servicio puedo hacer encarcelar a tus acreedores acusándolos de crímenes y hacerlos colgar en los muros cabeza abajo y así quedarás libre de tus deudas.

Kaptah protestó, pero Horemheb le dijo con un tono bastante irónico: -Me gustaría saber cómo es posible que Roju te haya hecho torturar como espía sirio y encerrar en un calabozo, porque, aunque estuviese loco, es un buen soldado y no puede haber obrado sin razón.

Entonces, Kaptah desgarró sus vestiduras en señal de inocencia, y lo hizo sin pena alguna, porque eran mías y, golpeándose el pecho, exclamó: -Horemheb, Horemheb, acabas de hablarme de agradecimiento y ahora lanzas contra mí acusaciones falsas. ¿Acaso no he envenenado los caballos de los hititas y mandado trigo a Ghaza en jarras cerradas? ¿No he sobornado hombres valientes para informarte en el desierto sobre los movimientos de las tropas hititas y hendido los pellejos de agua de los carros mandados contra ti en el desierto? He hecho todo esto por ti y por Egipto sin pensar en un salario y por esto es justo que haya prestado servicios a Aziru y los hititas, porque no te he perjudicado en nada. Por esto tenía sobre mí una tablilla de arcilla de Aziru como salvoconducto cuando huí a Ghaza escapando de los hititas enfurecidos contra mí, porque había envenenado sus caballos causando su derrota en el Llano de las Osamentas. Un hombre prudente procede con cautela y tiene más de una flecha en su carcaj y sin mi habilidad no hubiera servido de nada. Me llevé el salvoconducto de Aziru, porque Ghaza hubiera podido sucumbir antes de tu llegada, pero Roju es un hombre desconfiado y me hizo registrar y encontró la tablilla de Aziru y en vano me tapé un ojo con la mano y hablé de las serpientes venenosas como había sido convenido contigo; me hizo torturar y para no ser descuartizado tuve que confesar que era espía de Aziru.

Pero Horemheb se echó a reír y dijo:

– Que tus penas sean tu salario, Kaptah. Te conozco y me conoces, y por lo tanto debes dejar de reclamar oro, porque me molesta y enfada. Kaptah no se dio por vencido y acabó obteniendo de Horemheb el monopolio de compra y venta de todo el botín de Siria. Así tuvo el derecho exclusivo de comprar a los soldados y cambiarles por vino, cerveza, dados o mujeres el botín que se les había distribuido después de la victoria del Llano de las Osamentas, y sólo él tenía el derecho de vender el botín del faraón y de Horemheb o de cambiarlo por mercancías necesarias para el ejército. Y este solo derecho bastaría para enriquecerlo, porque ya llegaban a Ghaza numerosos comerciantes egipcios e incluso sirios para traficar con el botín y comprar prisioneros como esclavos, y a partir de entonces nadie podía cerrar un trato en Ghaza sin pagar a Kaptah un derecho por cada transacción. Y, finalmente, insistiendo con tenacidad, obtuvo el mismo derecho sobre el botín que Horemheb recogiese en Siria; y Horemheb consintió en ello, porque no le costaba nada y Kaptah le prometía ricos presentes.

4

Poco después de haber recibido refuerzos de Egipto y puesto en condiciones los carros de guerra y reunido en Ghaza todos los caballos de la Siria meridional y adiestrado las tropas, Horemheb lanzó una proclama afirmando que no llegaba como conquistador, sino como liberador. Las ciudades de Siria habían gozado siempre de la libertad de comercio y una larga autonomía bajo sus reyes y la alta protección de Egipto, pero Aziru había instaurado un régimen de terror después de haber destronado a los reyes hereditarios y percibía fuertes impuestos. Además, en su codicia, había vendido Siria a los hititas, cuya crueldad e inmoralidad podían

comprobar los sirios con sus propios ojos. Por esto Horemheb, el Hijo del Halcón, el invencible, iba a liberar a Siria, liberar cada ciudad y cada pueblo del yugo de la esclavitud, liberar el comercio y restaurar los antiguos reyes en sus derechos a fin de que bajo la égida de Egipto, Siria pudiera recuperar su prosperidad y su riqueza. Amparaba a las ciudades que se alzasen contra los hititas. Pero las ciudades que ofreciesen resistencia serían saqueadas e incendiadas, y sus murallas serían destruidas para siempre jamás y sus habitantes vendidos como esclavos.

Horemheb marchó inmediatamente sobre Joppe, mientras su flota bloqueaba el puerto. Su proclama fue mandada por emisarios a todas las ciudades de Siria y provocó discordias y alborotos entre los enemigos, lo cual era su objeto principal. Pero, hombre prudente, Kaptah no se movió de Ghaza por si ocurría el caso de que Horemheb fuese batido, porque Aziru y los hititas reunían tropas en el interior del país.

Roju, Nuca de Toro, se había reconciliado con Kaptah una vez éste le hubo curado de su obsesión contándole que los soldados se habían comido las cuatrocientas retrancas, porque eran de cuero tierno, y pudieron desligar a Roju, que perdonó a los soldados este pequeño hurto en honor a su heroísmo.

Después de la marcha de Horemheb, Roju hizo cerrar las puertas de la ciudad y juró que jamás volvería a dejar entrar tropas en ella, y comenzó a beber vino con Kaptah, viéndole jugar a los dados con el viejo carcelero. De la mañana a la noche los dos hombres jugaban y bebían vino disputando, porque el pobre hombre estaba desconsolado de perder su oro y Kaptah insistía en jugar fuerte. Mientras Horemheb sitiaba a Joppe, el juego se animaba, y Kaptah ganó de nuevo toda su deuda y cuando Horemheb consiguió abrir una brecha en la muralla de la ciudad, el carcelero le debía a Kaptah más de doscientos mil debens de oro. Pero Kaptah se mostró generoso y no le exigió esta suma, porque el viejo, al fin y al cabo, le había salvado la vida; e incluso le dio algunas monedas de plata, de manera que el viejo se separó de él llorando de agradecimiento.

No podía decir si Kaptah jugaba con dados trucados, pero en todo caso tenía una suerte fabulosa. A todos los rincones de Siria llegó la noticia de esta partida de dados que había durado varias semanas y ascendió a algunos millones de debens de oro. El carcelero terminó sus días en una cabaña al pie de los muros de Ghaza y estaba otra vez ciego, pero se complacía narrando a los numerosos visitantes las fases de esta partida memorable de la cual recordaba todas las peripecias, sobre todo aquella incidencia en la cual, en una sola jugada de dados perdió cien mil debens de oro, porque jamás se habían jugado sumas parecidas. Y los visitantes le llevaban regalos de manera que vivió desahogadamente hasta su muerte, mejor incluso que si Kaptah le hubiese fijado una renta vitalicia.

Después de la toma de Joppe por Horemheb, Kaptah se fue allá precipitadamente, y yo lo acompañé y por primera vez vi una ciudad rica en manos de sus conquistadores. Los más osados de sus habitantes se habían rebelado ya contra Aziru y los hititas al acercarse las tropas egipcias, pero Horemheb se negó a proteger a la ciudad contra el saqueo; porque esta rebelión tardía no le había servido de nada. Durante dos semanas enteras los soldados saquearon la ciudad. Kaptah acumuló una fortuna enorme, porque los soldados cambiaban, por vino y cerveza, alfombras magníficas, muebles espléndidos y estatuas de los dioses que no se podían llevar, y por dos brazaletes de cobre se compraba una siria bien educada.

En verdad fue en Joppe donde vi hasta qué punto el hombre es el lobo del hombre, porque no hubo crimen ni infamia que allí no fuese llevada a cabo durante aquellos días de saqueo e incendio. Los soldados ebrios incendiaban las casas para divertirse, a fin de ver por la noche mientras robaban y saqueaban, abusaban de las mujeres y torturaban a los comerciantes para obligarles a revelar sus escondrijos. Algunos se apostaban en una esquina y asesinaban al primer sirio que pasase, fuese hombre o mujer, anciano o niño. Mi corazón se endurecía al ver el espectáculo de la maldad del hombre, y todo lo que había ocurrido en Tebas por causa de Atón no eran más que bagatelas en comparación con lo que ocurría en Joppe por culpa de Horemheb. Porque Horemheb había dejado las manos libres a sus soldados a fin de ligarlos más estrechamente a él. El saqueo de Joppe fue inolvidable y los soldados de Horemheb le tomaron gusto al robo, de manera que nada podía detenerlos en el combate y no temían a la muerte, pensando solamente que renovarían los placeres saboreados en Joppe. Por otra parte, después de estas matanzas, los soldados comprendían que no podían esperar ya cuartel por parte de los hititas, porque los hombres de Aziru desollaron vivos a todos los prisioneros que habían tomado parte en el saqueo de la ciudad. Y, finalmente, para escapar a la suerte de Joppe, muchas pequeñas ciudades de la costa se rebelaron y abrieron sus puertas a Horemheb.

Renuncio a seguir hablando de los horrores de Joppe, porque al evocarlos siento mi corazón como si fuese una piedra en mi pecho y mis manos se hielan. Me limitaré a decir que a la entrada de Horemheb en la ciudad, ésta contaba cerca de veinte mil habitantes y que a su marcha no quedaban trescientos.

Así guerreaba Horemheb en Siria y yo le seguía para curar a los heridos y me daba cuenta de todo el mal que el hombre puede hacer al hombre. La guerra duró tres años y Horemheb batió a los hititas y las tropas de Aziru en muchas batallas y dos veces los carros hititas sorprendieron sus tropas y le causaron grandes daños, obligándolos a retirarse al amparo de los muros de las ciudades. Pero mantuvo las comunicaciones marítimas con Egipto y la flota siria era impotente. Por esto pudo recibir refuerzos y preparar nuevas ofensivas, y las ciudades de Siria eran saqueadas y la gente se ocultaba en las grutas de las montañas. Provincias enteras fueron devastadas y las tropas destruían los cultivos y cortaban los árboles frutales. Así se agotaba el Ejército egipcio y Egipto era como una madre que desgarra sus vestiduras y se vierte ceniza sobre la cabeza al ver morir a sus hijos, porque a todo lo largo del río no había ciudad o cabaña cuyos hijos no hubiesen muerto en Siria por la grandeza de Egipto.

Horemheb combatió tres años en Siria y durante estos años yo envejecí más que durante los precedentes, y perdí mis cabellos, y mi espalda se encorvó, y mi rostro se arrugó como un fruto podrido.

Me convertí en hombre de mal genio y malhumorado y hablaba con rudeza a los enfermos como hace todo médico al envejecer.

El tercer año se declaró la peste en Siria, porque la peste sigue siempre los rastros de la guerra y nace en cuanto un número suficiente de cadáveres se pudre en un mismo lugar. En realidad toda Siria no era ya más que una fosa pestilente, y tribus enteras fueron exterminadas, de manera que sus lenguas cayeron para siempre en el olvido. La peste alcanzó a aquellos a quienes la guerra había perdonado y en los dos ejércitos mató tantos hombres que las operaciones fueron interrumpidas y las tropas huyeron a las montañas y los desiertos al abrigo de la peste. Y no hacía diferencia alguna entre ricos y pobres, nobles y villanos, azotaba equitativamente a todo el mundo y los remedios ordinarios eran insuficientes y los apestados se tapaban la cabeza con sus mantas y se acostaban en el suelo y morían en tres días. Pero los que curaron conservaban cicatrices espantosas en las axilas y articulaciones, que eran las heridas por donde el pus había corrido durante su convalecencia.

La peste era tan caprichosa en la elección de sus víctimas como en su curación, porque no siempre eran las personas más robustas o más sanas las que se curaban, sino muchas veces las más débiles y enfermizas, como si la enfermedad no hubiese encontrado en ellas suficientes fuerzas para poder matarlas. Por esto al cuidar a los apestados, los sangraba lo más posible para debilitarlos y les prohibía todo alimento durante la enfermedad. Así pude curar a un gran número de enfermos, pero muchos murieron también a pesar de mis cuidados, de manera que ignoro si mi tratamiento es bueno. Yo tenía, sin embargo, que curar a los enfermos para mantener la confianza en mí, porque un enfermo que pierde la esperanza de la curación o la que ha depositado en su médico, muere más seguramente que el que confía en él. Mi manera de tratar la peste valía, con toda seguridad, más que cualquier otra, pero no costaba nada.

Los navíos llevaron la peste a Egipto, pero no mató allí a tanta gente como en Siria, porque era más débil, y el número de curaciones fue superior al de defunciones. Con la crecida, la peste desapareció de Egipto aquel mismo año, y el invierno la suprimió en Siria, de manera que Horemheb pudo reunir a sus tropas y reanudar las hostilidades. En primavera, llegó a través de las montañas a la llanura vecina de Megiddo y batió a los hititas en una gran batalla, después de la cual pidieron la paz porque, viendo los triunfos de Horemheb, el rey Burraburiash había recobrado la confianza, recordando su alianza con Egipto. Se mostró arrogante con los hititas, e invadiendo el antiguo país de Mitanni, arrojó a los hititas de sus pastos de Naharani. Viendo que no podían conseguir ya nada de una Siria devastada, los hititas ofrecieron la paz, porque eran soldados prudentes y hombres económicos, y no querían arriesgar por una simple cuestión de honor los carros de guerra que necesitaban para dar una merecida corrección a los babilonios.

Horemheb fue muy feliz al firmar la paz, porque sus tropas se habían agotado y la guerra había arruinado a Egipto, y quería emprender la reconstrucción de Siria a fin de reanimar el comercio en provecho de Egipto. Pero exigió corno condición la entrega de Megiddo, de la que Aziru había hecho su capital y estaba dotada de murallas infranqueables y de torres. Por esto los hititas aprisionaron a Aziru y su familia en Megiddo y se apoderaron de los enormes tesoros que había acumulados y entregaron a Horemheb a Aziru, su mujer y sus dos hijos, cargados de cadenas. Habiendo dado así un rehén a los egipcios, que comenzaron a saquear Megiddo y a empujar hacia el Norte, fuera de los terrenos que debían abandonar, todos los rebaños y ganados del país de Amurrú. Horemheb no se lo impidió, sino que hizo sonar las trompetas para anunciar el fin de la guerra y ofreció banquetes a los jefes hititas y a los príncipes, bebiendo todas las noches con ellos y jactándose de sus hazañas. Y al día siguiente haría ejecutar a Aziru y su familia delante de las tropas reunidas y los jefes hititas, para señalar la paz eterna que reinaría en adelante entre Egipto y el país de Khatti.

Por esto rehusé tomar parte en el festín y por la noche fui a la tienda donde Aziru estaba cargado de cadenas, y los centinelas me dejaron pasar porque sabían que era el médico de Horemheb y que alguna vez incluso le hacía frente. Quería ver a Aziru, porque sabía que no tenía ya un solo amigo en toda Siria, porque no era más que un vencido, condenado a morir. Sabía que amaba la vida y yo quería asegurarle que, después de todo lo que había visto, la vida no valía la pena de ser vivida. Y como médico quería decirle que la muerte era fácil y más dulce que el dolor, la pena y el sufrimiento de la vida. La vida es como una llama ardiente que quema, pero la muerte es el agua sombría del olvido. Quería decirle todo esto porque tenía que morir al día siguiente al alba, y aquella noche no podía dormir porque amaba la vida. Pero si se negaba a escucharme, me sentaría a su lado en silencio, para que no estuviese solo. En efecto, un hombre puede vivir sin un amigo, pero es difícil morir sin él, sobre todo si durante la vida se ha sido jefe y testa coronada.

Cuando lo llevaron a Horemheb bajo los ultrajes y las mofas de la soldadesca, que le arrojaban barro y boñigas de vaca, yo me tapé la cara para que no me viese. Conocía su orgullo y no quería que sufriese al mostrarse a mí en aquel estado de inferioridad infamante cuando lo había conocido en el apogeo de su poderío.Los guardias me dejaron pasar y se dijeron: «Dejémoslo entrar, porque es Sinuhé el médico, y su gestión es seguramente lícita. Si lo detenemos nos dirigirá injurias o nos hará perder magníficamente nuestra virilidad, porque es malvado y su lengua pica más cruelmente que el escorpión.»

En la tienda, dije:

– Aziru, rey de Amurrú, ¿quieres recibir a un amigo en la víspera de la muerte?

Suspiró en la oscuridad, sus cadenas chirriaron y respondió:

– Ya no soy rey ni tengo amigos; pero, ¿eres verdaderamente tú, Sinuhé, de quien creo reconocer la voz?

Y yo dije: -Soy Sinuhé. Y entonces él dijo:

– ¡Por Marduk y todos los demonios del infierno! Si eres Sinuhé, haz traer un poco de luz, porque estoy cansado de estar en la oscuridad. Cierto es que estos malditos hititas han desgarrado mis vestiduras y torturado mis miembros, de manera que no soy agradable de ver, pero como médico estás acostumbrado a espectáculos peores y ya no siento vergüenza, porque delante de la muerte no hay que sonrojarse de la miseria. Sinuhé, trae un poco de luz para que vea tu rostro y pueda tener tu mano entre las mías, porque mi hígado está dolorido y mis ojos vierten lágrimas cuando pienso en mi mujer y en mis hijos. Si puedes procurarme un poco de cerveza fuerte para humedecerme la garganta, mañana cantaré tus alabanzas a todos los dioses del infierno. No estoy en condiciones de pagar ni una gota de cerveza siquiera, Sinuhé, porque los hititas me han quitado hasta la última pieza de cobre.

Di orden a los guardias de que trajesen una lámpara de aceite y la encendiesen, porque el humo acre de las antorchas me irrita los ojos, y me llevaron también una jarra de cerveza. Aziru se incorporó quejándose y yo le ayudé a beber cerveza siria, que es muy espesa. Tenía el cabello enmarañado y gris y su barba había sido arrancada por los hititas, de manera que le faltaban algunos trozos de carne en su barbilla. Tenía los dedos machacados y las uñas negras de sangre y las costillas hundidas, de manera que gemía al respirar y escupía sangre. Cuando hubo bebido a placer, miró la lámpara y dijo:

– ¡Ah, cuán dulce y clara es la luz a mis ojos fatigados, pero vacilará y se apagará una vez como la vida humana! Te doy las gracias por la luz y la cerveza, Sinuhé, y a gusto te haría un regalo, pero no tengo nada, porque los hititas me han arrancado incluso los dientes dorados que me habías puesto.

Es muy fácil ver las cosas claras después de ocurridas, y por esto no quise recordarle que lo había puesto en guardia contra los hititas, y cogí su mano machacada y él colocó su orgullosa cabeza sobre mis manos y lloró, y sus lágrimas brotaban de sus ojos hinchados y corrían sobre mis manos. Y después me dijo:

– No he tenido vergüenza delante de ti de mi risa ni mi alegría durante los días de poderío y felicidad; ¿por qué habría de tener vergüenza ahora de mis lágrimas y mi dolor? Debes saber, Sinuhé, que no lloro por mí, ni por mis riquezas, ni por mis coronas perdidas, sino por mi mujer Keftiú, y lloro por mi valiente hijo mayor y por su hermano pequeño tan tierno, porque mañana deben morir conmigo.

Y yo le dije:

– Aziru, rey de Amurrú, recuerda que toda la Siria no es más que una fosa llena de cadáveres podridos a causa de tu ambición. Innumerables son los que han muerto por tu causa. Por esto es justo que mueras mañana, puesto que estás vencido, y es justo también que tu familia perezca contigo. Debes saber, sin embargo, que he pedido a Horemheb la vida de tu mujer y de tus hijos ofreciéndole un fuerte rescate, pero se ha negado, porque quiere destruir la simiente de tu nombre y tu recuerdo en Siria. Por esto te niega incluso una tumba, y las fieras descuartizarán tu cuerpo. Porque no quiere que los sirios puedan reunirse junto a tu tumba para prestar juramentos en tu nombre, Aziru.

Ante estas palabras Aziru sintió miedo y dijo:

– Por mi Baal, Sinuhé, ofréceme una libación y un sacrificio de carne humana ante el Baal de Amurrú; si no, erraré eternamente hambriento y sediento por el sombrío reino de los infiernos. Presta el mismo servicio a Keftiú, a quien un día amaste antes de cedérmela por amistad, y haz lo mismo por mis hijos a fin de que muera sin inquietud por ellos. No le guardo rencor a Horemheb, porque yo hubiera obrado probablemente de la misma manera con él si hubiera sido el vencedor. Pero en verdad, Sinuhé, soy feliz de que mi familia perezca conmigo y que nuestra sangre corra junta porque en los infiernos me atormentaría constantemente pensando que otro se divierte con Keftiú. Porque tiene muchos admiradores y los poetas han cantado sus pródigos encantos. Vale más también que mis hijos mueran, porque han nacido reyes y llevan coronas desde la cuna. No quisiera que fuesen esclavos de Egipto.

Volvió a beber más cerveza y se embriagó un poco en medio de sus sufrimientos, y dijo:

– Sinuhé, amigo mío, me acusas falsamente al decir que la Siria es una vasta fosa de cadáveres podridos por mi causa, porque mi única culpa ha sido haber perdido la partida y dejarme engañar por los hititas. En verdad, si hubiese ganado, culparían de todo a Egipto y se celebraría mi nombre. Pero como he perdido me acusan de todos los males y toda Siria maldice mi nombre. -La cerveza fuerte lo excitaba y gritó-: ¡Oh, tú, Siria, mi desgracia, mi tormento, mi esperanza, mi ardor! Por tu grandeza he penado, por tu libertad me rebelé, y he aquí que el día de mi muerte me rechazas y maldices. ¡Oh, soberbia Biblos! oh, próspera Simyra; oh, Sidón; oh, poderosa Joppe; oh, vosotras, todas las ciudades que centelleabais como perlas en mi corona!, ¿por qué me habéis abandonado? Os amo demasiado para detestaros, porque amo a Siria porque es pérfida, cruel, caprichosa y pronta a la traición. Las razas desaparecen, los pueblos se levantan y se borran, los imperios se suceden y la gloria huye como una sombra. Pero seguid alzando vuestras murallas blancas sobre la ribera al pie de las montañas rojas, ¡oh, ciudades queridas!, vivid eternamente, y del desierto mis cenizas correrán con el viento para besaros.

Estas palabras me llenaron de melancolía y me di cuenta de que era prisionero de su sueño y no quise contradecirlo, porque era un consuelo para él. Continué sujetándole las manos y prosiguió:

– Sinuhé, no lamento mi muerte ni mi derrota, porque tan sólo con mucha audacia puede ganarse mucho, y la victoria y la grandeza de Siria estaban al alcance de mi mano. Todos los días de mi vida he sido poderoso en amor y en odio y no me arrepiento de un solo acto de mi vida, pese a que estos actos hayan acabado formando una cuerda sólida que me arrastra a una muerte infamante, de manera que mi cuerpo será arrojado como pasto a los chacales. Pero siempre he sido curioso, porque tengo sangre de comerciante, como todos los sirios. Mañana moriré y la muerte suscita en mí una viva curiosidad, de modo que quisiera saber si existe alguna manera de engañar a la muerte y sobornar a los dioses. Tú, que has reunido en ti toda la cordura y el saber de los demás países, Sinuhé, dime si hay una manera de corromper la muerte.

Moví negativamente la cabeza y dije:

– No, Aziru el hombre puede corromperlo y engañarlo todo menos la muerte y el nacimiento. Pero quiero decirte hoy, en el momento en que la lámpara de tu vida está próxima a extinguirse, que la muerte no tiene nada temible, la muerte es buena. Al lado de todo el mal que flagela al mundo, la muerte es la mejor amiga del hombre. Como médico, no creo mucho en el reino de los infiernos, y como egipcio no creo ya en el reino de Occidente ni en la conservación eterna de los cuerpos, sino que para mí la muerte es como un largo sueño, como una noche fresca después de una jornada bochornosa. En verdad, Aziru, la vida es como una ceniza caliente, y la muerte es una onda fresca. En la muerte cierras los ojos y no vuelves a abrirlos; en la muerte tu corazón se calla y no volverá a gemir; en la muerte tus manos se agotan y no arden en deseos de obrar; en la muerte tus pies se inmovilizan y no aspiran más el polvo de las rutas infinitas. Tal es la muerte, Aziru, amigo mío, pero por mi amistad hacia ti ofreceré sacrificios al Baal de Amurrú, por ti y toda tu familia. Haré un sacrificio digno de tu jerarquía, si esto puede consolarte, pese a que no crea ya en los sacrificios. Pero vale más estar seguro y sacrificaré para que no sufras hambre ni sed en los infiernos, que quizá no existen.

Aziru estuvo encantado de mis palabras y añadió:

– Cuando sacrifiques, ofrece por mí los corderos de Amurrú, porque son los más gordos y su carne se funde. No olvides ofrecerme riñones de cordero, porque son un regalo para mí, y, si puedes, haz libaciones con vino de Sidón mezclado con mirra, porque mi sangre ha preferido siempre los vinos pesados y las comidas grasas.

Enumeró, además, una serie de cosas que debería sacrificarle y se divertía como un chiquillo al pensar en todas las exquisiteces de que podría disfrutar en los infiernos, y especialmente de un lecho sólido donde poder divertirse con Keftiú. Pero pronto cayó de nuevo en la melancolía, y, poniendo su cabeza dolorida sobre mis manos, dijo:

– Si quieres hacerme todos estos favores, Sinuhé, serás verdaderamente un amigo, y no comprendo por qué lo haces, porque te he causado también mucho daño como a todos los egipcios. Has hablado elocuentemente de la muerte, y es quizá, como dices, un largo sueño y una onda fresca. Pero, a pesar de todo, mi corazón se acongoja al pensar en una rama de cerezo en flor en el país de Amurrú, y al oír el balido de los corderos y ver los cabritillos saltar por las colinas. El corazón me arde, sobre todo, al evocar las primaveras de Amurrú y el florecer de los lirios y el olor de pez y el bálsamo de los lirios, porque el lirio es una flor real. Sufro al pensar que no veré nunca más el país de Amurrú, ni en primavera ni en otoño, ni bajo los calores del verano ni en los rigores del invierno. Y, sin embargo, el dolor de mi corazón es delicioso al pensar en el país de Amurrú.

Así conversamos toda la larga noche evocando nuestros recuerdos comunes y nuestros encuentros cuando yo vivía en Simyra y éramos los dos jóvenes y fuertes. Al alba, mis esclavos nos llevaron comida y los guardianes los dejaron pasar, porque tuvieron también su parte, y nos sirvieron cordero bien graso y harina amasada cocida en la grasa, y nos escanciaron vino fuerte de Sidón mezclado con mirra. Dije a mis esclavos que lavasen y peinasen a Aziru y le hice cubrir la barba con una redecilla tejida en oro. Por encima de sus vestiduras desgarradas y de sus grilletes vistió un manto real, y mis esclavos hicieron lo mismo con Keftiú y sus dos hijos, pero Horemheb no le permitió a Aziru que los viera antes de la ejecución.

Por la mañana, cuando Horemheb salió de su tienda con los principales hititas ebrios, riendo con ellos y agarrándose por el cuello, yo me acerqué a él y le dije:

– En verdad, Horemheb, te he hecho muchos favores y te he salvado quizá la vida en Tiro cuidando tu muslo herido por una flecha envenenada. Por esto te pido también un favor y es que concedas a Aziru una muerte sin infamia, porque es rey de Siria y se ha batido valientemente. Tu gloria no hará sino aumentar si lo haces perecer sin tratamientos infamantes, y tus amigos hititas lo han torturado ya suficientemente para obligarlo a revelar sus tesoros ocultos.

Horemheb se ensombreció al oír mis palabras, porque había imaginado ya una serie de medios hábiles de prolongar la agonía de Aziru, y todo el ejército se había reunido para gozar del espectáculo y se disputaban los mejores sitios, Horemheb no obraba así más que para proporcionar una diversión a sus soldados y amedrentar a toda Siria, a fin de que el ejemplo terrible desanimase a cualquiera ante la idea de una rebelión. Debo decirlo en honor de Horemheb, porque no era cruel por naturaleza, pero era soldado y la muerte no era más que un arma entre sus dedos. Y pensaba también que el pueblo respetaba más a un soberano duro y cruel y tomaba la dulzura por debilidad. Por eso se ensombreció y dejó el cuello del príncipe Shubbatú y vaciló delante de mí golpeándose el muslo con su fusta de oro. Y me dijo:

– Sinuhé, eres como una espina en mi flanco y comienzo a cansarme de ti, porque contrariamente a la gente razonable eres amargo y criticas con acidez a los que triunfan y alcanzan las riquezas y los honores, y en cambio, si alguien cae y se derrumba, eres el primero en arrullarlo y consolarlo. Sabes muy bien que he convocado de cerca y de lejos a los verdugos más hábiles, y la instalación de sus aparatos de tortura ha costado ya mucho. No puedo en el último momento privar a mis ratas de barro de su diversión, porque todos han soportado muchas penas y vertido su sangre por culpa de este Aziru.

El príncipe Shubbatú le dio una palmada en la espalda exclamando:

– Bien hablado, Horemheb. No vas a privarnos de nuestro placer, porque para que sea completo para ti también hemos evitado arrancarle las carnes, limitándonos a pellizcarlo tan sólo con tornos y tenazas.

Pero Horemheb se sintió ofendido por aquellas palabras halagüeñas para él y no le gustaba que lo molestasen. Por esto frunció el ceño y dijo:

– Estás borracho, Shubbatú, y no tengo otro objeto con Aziru que demostrar a todo el mundo la suerte que le espera a cualquiera suficientemente loco para fiarse de los hititas. Pero puesto que hemos pasado esta noche fraternizando y hemos vaciado buena cantidad de copas, voy a respetar a tu aliado Aziru y dispensarle una muerte fácil a causa de vuestra amistad.

Shubbatú se sintió vivamente afectado por estas palabras y su rostro se convulsionó y palideció, porque los hititas son muy susceptibles, pese a que todo el mundo sabe que traicionan y venden a sus aliados sin pensar en el honor, en cuanto éstos no les son ya útiles y pueden sacar algún provecho de su traición. Por otra parte, así es como obra todo el pueblo y todo soberano hábil, pero los hititas lo hacen más imprudentemente que los demás sin preocuparse de encontrar pretextos ni explicaciones. Y, sin embargo, Shubattú se enfadó, pero sus compañeros le pusieron la mano en la boca y se lo llevaron, y acabó calmándose después de haber vomitado el vino.

Pero Horemheb hizo traer a Aziru y quedó muy sorprendido, al verlo avanzar con la cabeza alta y orgulloso como un rey bajo su manto real. Bien alimentado por mí, Aziru caminaba con arrogancia y reía al dirigirse al lugar de la ejecución y gritaba burlas a los jefes egipcios y a los guardias. Su rostro relucía de grasa y su barba estaba rizada y por encima de la cabeza de los soldados interpeló a Horemheb.

– ¡Eh, Horemheb, egipcio grasiento, no tengas ya miedo de mí porque estoy encadenado y no tienes necesidad de esconderte detrás de las lanzas de los soldados! Acércate para que pueda secar el estiércol de mis pies en tu manto, porque no he visto en mi vida un campamento más asqueroso que el tuyo y quiero presentarme ante Baal con los pies limpios. Horemheb estuvo encantado de estas palabras y se rió en voz alta diciéndole:

– No puedo acercarme a ti porque tu pestilencia siria me da náuseas, pese a que hayas conseguido robar una manta para ocultar tu asqueroso cuerpo. Pero eres ciertamente un hombre valiente, Aziru, puesto que te ríes de la muerte. Por esto te concederé una muerte fácil, para aumentar mi gloria.

Mandó a sus soldados que escoltasen a Aziru e impidiesen a los soldados arrojarle barro y excrementos, y los guardias daban lanzazos a todos los que trataban de burlarse de Aziru. Llevaron también a la reina Keftiú y sus dos hijos, y Keftiú iba arreglada y pintada y los chiquillos caminaban orgullosamente como hijos de rey y el mayor llevaba al pequeño de la mano. Al verlos, Aziru palideció y dijo:

– Keftiú, mi Keftiú, mi yegua blanca, niña de mis ojos y amor mío. Estoy desconsolado de arrastrarte a la muerte, porque mi vida sería todavía deliciosa para ti.

Pero Keftiú le dijo:

– No te entristezcas por mí, ¡oh rey mío!, porque te sigo a gusto hacia el reino de los muertos. Eres mi marido y fuerte como un toro, y creo que nadie podría satisfacerme como tú. Te he separado de todas las demás mujeres uniéndote a mí. Por esto no me permitiría que fueses solo al reino de los muertos, sino que te acompaño para vigilarte e impedirte que te diviertas con otras mujeres, porque te esperan seguramente todas las bellas damas que han vivido antes que yo. En verdad, me estrangularía con mis cabellos para seguirte, ¡oh mi rey!, porque no soy más que una esclava y has hecho de mí una reina, y te he dado dos bellos chiquillos.

Aziru gozó con estas palabras y se hinchó de júbilo, y dijo a sus hijos: -Hijos míos, nacisteis hijos de rey. Morid como hijos de rey, a fin de que no tenga que sonrojarme de vosotros. Creedme, la muerte no es peor que la extracción de un diente. Sed valientes, hijos míos.

Y, habiendo pronunciado estas palabras, se arrodilló delante del verdugo y, volviéndose hacia Keftiú, le dijo:

– Estoy asqueado de ver a mi alrededor a todos estos egipcios pestilentes, y asqueado de ver sus lanzas ensangrentadas. Por esto ábreme tu pecho opulento, Keftiú, a fin de que vea tu belleza al morir y muera tan feliz como he vivido contigo.

Keftiú descubrió su opulento pecho, y el verdugo levantó su pesada espada y de un solo golpe le separó la cabeza del tronco. La cabeza rodó a los pies de Keftiú y la sangre salió del tronco y salpicó a los dos chiquillos y el pequeño comenzó a temblar. Pero Keftiú cogió la cabeza de Aziru y besó sus labios tumefactos y acarició sus mejillas laceradas y estrechó la cabeza contra su pecho diciendo a sus hijos:

– Daos prisa, hijos míos, seguid sin temor a vuestro padre, porque me impaciento también por seguirlo.

Y los dos chiquillos se arrodillaron gentilmente y el mayor seguía teniendo al pequeño de la mano, como para protegerlo, y el verdugo les cortó prontamente la cabeza. Después, habiendo apartado con el pie las cabezas cortadas, cortó también de un solo golpe el cuello blanco y graso de Keftiú, de modo que todos tuvieron una muerte fácil. Pero Horemheb hizo arrojar los cuerpos en una fosa para que sirvieran de pasto a los animales salvajes.

5

Así murió mi amigo Aziru sin tratar de corromper la muerte, y Horemheb hizo la paz con los hititas, sabiendo, sin embargo, tan bien como ellos que todo no era más que una tregua, porque Sidón, Simyra, Biblos y Kadesh seguían en poder de los hititas, que hicieron de esta última ciudad una plaza fuerte y una base en la Siria del Norte. Pero los dos bandos estaban cansados de la guerra y Horemheb era feliz de haber llegado a una paz con ellos, porque tenía que velar por sus intereses en Tebas, y tenía que pacificar también el país de Kush y los negros que se habían embriagado con su libertad y se negaban a pagar su tributo a Egipto.

Durante estos años el faraón Tutankhamon reinaba sobre Egipto, pese a que no fuese más que un muchacho preocupado tan sólo por su tumba, y el pueblo le atribuía, sin embargo, todos los males de la guerra y lo detestaba diciendo: «¿Qué podemos esperar de un faraón cuya esposa es de la sangre del falso faraón?» Y Ai no intentaba contradecir al pueblo, porque estas quejas redundaban en ventaja suya, y, al contrario, hacía propalar por el templo nuevas leyendas sobre la indiferencia de Tutankhamon y su codicia que le llevaba a acumular todos los tesoros de Egipto para su tumba. El faraón estableció también un impuesto especial para la edificación de su tumba, de manera que toda persona que hacía conservar eternamente su cuerpo debía pagar un impuesto al faraón. Pero fue Ai quien le sugirió esta idea, porque sabía que sembraría el descontento entre el pueblo.

Durante todo este tiempo estuve ausente de Tebas acompañando a las tropas que tanta necesidad tenían de mis cuidados, y conociendo las penas y la escasez, pero los hombres que llegaban de Tebas contaban que el faraón Tutankhamon era débil y enfermizo y que una enfermedad secreta lo devoraba. Decían que la guerra de Siria parecía minar sus fuerzas, porque cada vez que se enteraba de una victoria de Horemheb caía enfermo; pero si Horemheb sufría una derrota sanaba y abandonaba el lecho. Decían también que era algo como de hechicería y que todo el mundo podía comprobar que la salud del faraón dependía de la guerra de Siria.

Pero con el tiempo Ai se impacientaba más cada día y enviaba a Horemheb mensajeros diciendo: «¿No acabarás ya de pelear y darás la paz a Egipto, porque soy ya viejo y estoy cansado de esperar? Date prisa en sanar y trae la paz a fin de que reciba mi salario y me ocupe también del tuyo.»

Por todas estas razones no quedé en lo más mínimo sorprendido cuando, mientras remontábamos el río en los navíos de guerra empavesados, recibimos un mensaje diciéndonos que el faraón Tutankhamon había subido a la barca dorada de su padre Amón a fin de ganar el reino de Occidente. Por esto tuvimos que arriar las banderas y ennegrecernos el rostro con ceniza de hollín. Se decía que el faraón Tutankhamon había tenido un grave ataque de su enfermedad el mismo día en que le había llegado la noticia de la capitulación de Megiddo y de la firma de la paz. En cuanto a saber de qué enfermedad había muerto, los médicos de la Casa de la Muerte no estaban de acuerdo entre ellos y algunos pretendían que las entrañas del faraón estaban ennegrecidas por el veneno, pero el pueblo decía que había muerto de despecho al ver el final de la guerra, porque gozaba viendo sufrir a Egipto. Pero yo sabía que al poner su sello en el tratado de paz, Horemheb lo había matado tan seguramente como si le hubiese hundido un puñal en el corazón, porque Ai no esperaba más que la paz para desembarazarse de Tutankhamon y subir al trono como faraón de la paz.

Por esto tuvimos que ennegrecernos el rostro y arriar las banderas de victoria, y Horemheb, muy contrariado, tuvo que arrojar al río los cuerpos de los jefes hititas y sirios que había hecho colgar cabeza abajo en la popa del navío, a la manera de los grandes faraones de antaño. Y sus hombres, que llevaba a Tebas para que gozasen de su victoria, dejando a las ratas de fango que pacificasen la Siria y se engordasen con los despojos del país después de las miserias de la guerra, quedaron también muy decepcionados y maldijeron al faraón que seguía molestándolos.

Mataban el tiempo jugándose a los dados el botín que habían recogido en Siria y peleándose por las mujeres que llevaban para venderlas en Tebas después de haberse divertido con ellas. Se hacían heridas y chichones berreando obscenidades, con gran escándalo de la gente piadosa que estaba reunida en las riberas. Y estos hombres no tenían ya casi aspecto egipcio, porque muchos iban vestidos a la manera siria o hitita y utilizaban palabras sirias y blasfemaban en sirio y muchos se habían puesto a adorar a Baal en Siria. Yo no podía censurárselo, porque también yo había ofrecido a Baal de Amurrú un importante sacrificio de vino y carne en recuerdo de mi amigo Aziru, pero cuento esto para demostrar por qué el pueblo teme a esta gentuza aun enorgulleciéndose de sus victorias.

Por su parte, los soldados de Horemheb contemplaban con sorpresa aquel Egipto que no habían visto desde hacía varios años, porque ya no lo reconocían y yo también estaba sorprendido. Porque doquiera que bajásemos para pasar la noche, no veíamos más que luto, miseria y desesperación. Las ropas del pueblo eran grises a fuerza de haber sido lavadas y zurcidas, y los rostros estaban demacrados y resecos por falta de aceite; las miradas eran desconfiadas e inquietas y las espaldas de los pobres llevaban la marca de los bastonazos de los perceptores. Los edificios públicos estaban destartalados y las aves anidaban en los áticos de las casas de los jueces y las tejas caían de los tejados a la calle. Los caminos no habían sido cuidados desde hacía muchos años, y las paredes de los canales de irrigación se habían derrumbado.

Sólo los templos estaban florecientes y las paredes resplandecían de imágenes e inscripciones en oro y rojo, a la gloria de Amón, y los sacerdotes estaban gordos y sus cráneos relucían de aceite y ungüentos. Y mientras se hartaban de la carne de sus víctimas, el pueblo bebía agua del Nilo para regar su pan seco, y los hombres que un día fueron ricos y bebían vino en copas adornadas eran felices si cada luna podían procurarse una jarra de cerveza floja. Y en las riberas no resonaban ya las risas de las mujeres ni los gritos de alegría de los chiquillos, sino que las mujeres blandían en sus manos débiles las palas de lavar y los chiquillos rondaban por los caminos como animales asustados y maltratados, y hurgaban el suelo para encontrar las raíces de que se alimentaban. He aquí lo que la guerra había hecho en Egipto, porque la guerra se había llevado todo lo que había dejado Atón. Por esto la gente no tenía ya fuerzas para alegrarse del retorno de la paz y miraban con ansiedad los navíos de Horemheb que remontaban el río.

Pero las golondrinas volaban rápidas como flechas sobre el espejo del Nilo y en los cañaverales de las riberas los hipopótamos gruñían y los cocodrilos se hacían limpiar los dientes por los pájaros. Nosotros bebíamos agua del Nilo, que es la mejor del mundo y la más refrescante. Respirábamos el olor del barro y oíamos a los pájaros murmurar bajo el viento, y los ánades graznaban y Amón cruzaba el cielo rutilante en su barca de oro y nosotros sentíamos que llegábamos a nuestra patria.

Pero vino el día en que vimos las tres colinas de Tebas, y el techo del templo y las punta doradas de los obeliscos lanzaban rayos fulgurantes. Volvimos a ver las montañas de Occidente y la ciudad infinita de los difuntos, y el puerto con sus muelles y callejuelas del barrio de los pobres formadas por cabañas de tierra y los palacios de los nobles en el esplendor de las flores y el verdor de sus céspedes. Entonces respiramos profundamente, y los remeros, con un ardor creciente, hundieron sus remos en el agua, y los soldados de Horemheb comenzaron a cantar y gritar, olvidando el luto a que les obligaba la muerte del faraón.

Así fue como regresé a Tebas y decidí no salir de ella nunca más, porque mis ojos habían visto ya la maldad de los hombres y no podían contemplar ya nada nuevo bajo el cielo. Por esto decidí instalarme en Tebas y acabar mi vida en la pobreza de la mansión del barrio de los pobres, porque todos los regalos que mi arte me había procurado en Siria fueron consagrados a la ofrenda hecha por Aziru, porque no quería conservar estas riquezas. Porque a mi olfato estas riquezas apestaban a sangre y no me hubiera proporcionado ningún placer utilizarlas. Por esto le di a Aziru todo lo que había ganado en su país y regresé a Tebas.

Pero mi medida no estaba todavía llena, porque una misión me esperaba; una misión que me repugnaba y asustaba, pero a la que no podía negarme, y por esto tuve que abandonar Tebas al cabo de pocos días. Ai y Horemheb habían creído, en efecto, combinar hábilmente su intriga y realizar sus planes, y creían que el poder les pertenecía por fin, pero el poder estuvo a punto de escapárseles de improvisto y simplemente por el capricho de una mujer. Por esto debo hablar nuevamente de la reina Nefertiti y de la princesa Baketamon antes de terminar mi relato y conseguir la paz. Pero para esto tengo que comenzar un nuevo libro, que será el último, y explicaré cómo yo, que había sido creado para curar, fui llevado a asesinar.