39635.fb2 Sinuh?, El Egipcio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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LIBRO SÉPTIMO. MINEA

1

Una vez salido de la villa sin ser interrogado por los guardias, pues el río no está cerrado por la noche, me metí bajo el toldo para descansar mi cabeza fatigada. Los soldados del rey me habían despertado antes del alba, como ya he referido, y la jornada había sido rica en inquietudes e incidentes, hasta el punto que jamás había vivido otra parecida. Pero no encontraba todavía la paz, porque Minea se había desembarazado de la alfombra y se lavaba sacando agua del río y las gotas que caían de su mano brillaban al claro de luna. Me miró con aire de reproche y sin sonreírme me dijo:

– Me he ensuciado horriblemente siguiendo tus consejos y apesto a sangre y no podré desembarazarme jamás de este olor, y todo por tu culpa. Y al llevarme envuelta en la alfombra me has estrechado contra tu pecho más de lo necesario, de manera que no podía respirar.

Pero yo estaba muy cansado y estas palabras aumentaron todavía mi lasitud. Por esto ahogué un bostezo diciendo:

– Cállate, mujer maldita, porque al pensar en todo lo que me has hecho hacer mi corazón se rebela, y estoy dispuesto a arrojarte al río, donde podrás lavarte a tu antojo. Porque sin ti estaría sentado al lado del rey de Babilonia y los sacerdotes de la Torre me enseñarían toda su ciencia sin ocultarme nada de manera que sería en breve el más eminente de todos los médicos del mundo. He perdido también por culpa tuya todos mis regalos de médico y mi oro se ha fundido y no me atrevo a utilizar mis tablillas de arcilla para retirar dinero en las cajas de los templos. Todo esto me ha ocurrido por causa tuya, y maldigo verdaderamente el día en que te vi, y cada año lo recordaré cubriéndome con un saco de ceniza.

Ella llevaba la mano hundida en la corriente al claro de luna y el agua se hendía como plata líquida. Entonces me dijo con voz grave, pero sin mirarme:

– Si es así, es mejor que salte al agua como deseas. Así te desembarazarás de mí.

Se levantó para arrojarse al río, pero yo la agarré por el brazo y le dije:

– Cesa de disparatar, porque si saltas al agua, todo lo que he hecho hoy habrá sido inútil y sería el colmo de la tontería. En nombre de todos los dioses, déjame descansar un instante, Minea, y no me molestes con tus caprichos, porque estoy muy cansado.

Habiendo dicho estas palabras me metí bajo la alfombra y me cubrí con ella, porque la noche era fresca pese a que estuviésemos en primavera y las cigüeñas gritasen en los juncales. Pero ella se deslizó reptando bajo la alfombra y dijo dulcemente:

– Puesto que no puedo hacer nada más por ti, quiero calentarte con mi cuerpo, porque la noche es fría.

Yo no tuve la fuerza de protestar y me quedé dormido y pude descansar, porque su cuerpo era como una delgada estufa contra el mío.

Al alba estábamos ya muy lejos de la villa y los remeros murmuraron:

– Nuestros hombros son como de madera y nuestras espaldas están doloridas. ¿Quieres hacernos perecer con los remos en la mano, puesto que no vamos a apagar ningún incendio?

Pero yo endurecí mi corazón y les dije:

– El que dejare de bogar sabrá el sabor de mi bastón, porque no nos detendremos hasta media jornada. Entonces podréis comer y beber y cada uno de vosotros recibirá un trago de vino, y dátiles, y os animará y os sentiréis ligeros como pájaros. Pero si refunfuñáis contra mí soltaré contra vosotros todos los demonios de los infiernos, porque sabed que soy sacerdote y hechicero y conozco numerosos diablos que adoran la carne humana.

Yo hablaba así para asustarlos, pero no me oyeron, porque el sol brillaba, y dijeron:

– Está solo y nosotros somos diez.

Y uno de ellos intentó golpearme con su remo.

Pero en aquel instante la jarra que llevaba a popa comenzó a resonar, porque Kaptah daba golpes y gritaba aullando con una voz aguda y los remeros se pusieron pálidos de miedo y, echándose al agua uno tras otro, desaparecieron en la corriente. La barca comenzó a derivar e inclinarse, pero pude guiarla hacia la orilla y eché el ancla, Minea salió del tenderete peinándose y yo no tuve ya miedo de nada, porque era bella a mis ojos y el sol brillaba y las cigüeñas gritaban en los juncales. Fui hacia la jarra y rompí la arcilla diciendo en voz alta:

– ¡Sal, hombre que reposas aquí dentro!

Kaptah salió de la jarra con los cabellos erizados y dirigió a su alrededor miradas de sorpresa. Jamás yo había visto un aspecto tan estupefacto. Gimió y dijo:

– ¿Qué farsa es ésta? ¿Dónde estoy y dónde está mi real corona y mis emblemas reales? ¿Por qué me veo desnudo y tengo frío? Mi cabeza está llena de avispas y mis miembros son de plomo, como si hubiese sido mordido por una serpiente venenosa. Andate con cuidado, Sinuhé, en gastarme bromas, porque con los reyes no se juega.

Yo quería castigarlo por la arrogancia de la víspera, y por esto, fingiendo ignorancia, le dije:

– No entiendo tus palabras, Kaptah, y estás seguramente todavía borracho, porque no te acuerdas de que ayer, antes de nuestra salida de Babilonia, bebiste demasiado vino y metiste tanto escándalo a bordo que los remeros te encerraron en esta jarra por miedo a que los hirieses. Hablabas sin cesar de un rey y de los jueces y no decías más que tonterías.

Kaptah cerró los ojos y reflexionó un buen rato; después dijo:

– ¡Oh, dueño mío! No quiero beber vino nunca más, porque el vino y el sueño me han arrastrado a aventuras que no podría contarte. Pero puedo, sin embargo, decirte que por la gracia del escarabajo me imaginaba ser rey y rendir justicia y fui incluso al harén real y me divertí con una linda muchacha. Y tuve, además, muchas otras aventuras, pero no tengo ya fuerzas para pensar en ellas, porque me duele la cabeza y serías bien misericordioso si me dieses el remedio que los borrachos de esta maldita Babilonia usan al día siguiente.

Y entonces Kaptah vio a Minea y desapareció dentro de la jarra, diciendo con voz plañidera:

– ¡Oh dueño mío, no estoy bien o sueño, porque creo ver allá a la muchacha que encontré en el real harén! ¡Que el escarabajo me proteja, porque creo perder la razón!

Se tocó su ojo tumefacto y comenzó a llorar tristemente. Pero Minea se acercó a la jarra y agarrando la pelambrera de Kaptah le sacó la cabeza fuera diciendo:

– ¡Mírame! ¿Soy yo la mujer con la cual te has divertido la noche pasada? Kaptah le dirigió una mirada temerosa, cerró los ojos y dijo, gimiendo: -Que los dioses de Egipto tengan piedad de mí y me perdonen haber adorado a los dioses extranjeros, pero eres tú, y debes perdonarme, porque era un sueño.

Minea se quitó la babucha y le dio golpes en la cara diciendo:

– He aquí tu castigo por tu sueño indecente, a fin de que sepas que ahora estás despierto.

Pero Kaptah redoblaba sus gritos diciendo:

– En verdad que no sé ya si duermo o estoy despierto, porque he sufrido el mismo castigo durante mi sueño cuando esta espantosa mujer se ha arrojado sobre mí en el harén.

Lo ayudé a salir de la jarra y le di un remedio amargo para purgarlo y le até una cuerda a la cintura para sumergirlo a pesar de sus gritos y lo dejé agitarse en el agua para disipar su borrachera de vino y adormidera. Cuando lo saqué del agua lo perdoné y le dije:

– Que sea esto una lección por tu desvergüenza conmigo, que soy tu dueño. Pero debes saber que cuanto has soñado es verdad y sin mí reposarías ahora en esta jarra al lado de los demás falsos reyes.

Y le conté lo ocurrido, pero tuve que repetírselo varias veces para que se convenciera. Para terminar, dije:

– Nuestra vida está en peligro y no tengo ganas de reír, porque tan cierto como estamos en esta barca, que colgaremos de las murallas de la villa, con la cabeza abajo, si el rey nos echa la garra, y podrá infligirnos suplicios peores todavía. Por esto toda buena idea es preciosa, puesto que nuestros remeros han desaparecido y eres tú, Kaptah, quien tiene que encontrar un medio de llevarnos sanos y salvos hasta el país de Mitanni.

Kaptah se rascó la cabeza y reflexionó largo rato. Después, dijo:

– Si he comprendido bien tus palabras, todo lo que me ha ocurrido es verdad y no he soñado y el vino no me ha jugado una mala pasada. Por esto esta jornada es feliz, porque puedo beber vino sin preocupaciones para aclararme las ideas cuando creía ya que nunca más podría saborear este néctar.

Y con estas palabras se metió bajo el tenderete, rompió el sello de una de las jarras y bebió largamente alabando a todos los dioses de Egipto y Babilonia cuyos nombres citaba, y alabando también a los dioses desconocidos cuyos nombres ignoraba. A cada nombre de dios, levantaba la jarra, y finalmente se desplomó sobre la alfombra y comenzó a roncar con una voz sorda como un hipopótamo.

Yo estaba tan furioso por su conducta que me disponía a arrojarlo al agua cuando Minea dijo:

– Este Kaptah tiene razón, porque a cada día le basta su pena. ¿Por qué no beber vino para alegrarnos en este rincón al que la corriente nos ha traído, porque la campiña es bella y los cañaverales nos dan sombra y las cigüeñas gritan en los juncales? Veo también los patos volar con el cuello tendido para ir a construir sus nidos; el agua brilla verde y amarilla bajo el sol y mi corazón se siente ligero como un pájaro liberado de su cautiverio.

– Puesto que los dos estáis locos, ¿por qué no lo estaría yo también? Porque, en verdad, me da igual que mi piel se seque mañana en las murallas o dentro de diez años, porque todo está escrito en las estrellas desde antes de nuestro nacimiento, como me lo han enseñado los sacerdotes de la Torre. El sol brilla deliciosamente y el trigo verdea en las riberas. Por esto quiero nadar en el río y coger peces con la mano, como en mi infancia, porque este día es tan bueno como otro.

Y nadamos en el río y el sol secó nuestras ropas y después bebimos y comimos y Minea ofreció una libación a su dios y bailó delante de mí en la barca, de manera que yo me quedé sin aliento. Y por esto le dije:

– Una sola vez en mi vida he llamado a una mujer ‹mi hermana›, pero sus brazos fueron para mí como un horno ardiente y su cuerpo era como un desierto árido. Por esto te suplico, Minea, líbrame del sortilegio en que me tienen sujeto tus miembros y no me mires con estos ojos que son como el claro de luna en el espejo del río, porque de lo contrario te llamaría ‹.mi hermana› y también tú me llevarías por el camino del crimen y de la muerte, como aquella maldita mujer.

Minea me miró con aire sorprendido y dijo:

– Has frecuentado, verdaderamente, extrañas mujeres, Sinuhé, para hablar conmigo de esta forma, pero quizás en tu país las mujeres son así. Pero no tengo la menor intención de seducirte, como pareces temer. En efecto, mi dios me ha prohibido entregarme a ningún hombre, y si lo hago tendría que morir.

Cogió mi cabeza entre sus manos y la puso sobre sus rodillas y, acariciándome el cabello y las mejillas, dijo:

– Eres verdaderamente malvado para hablar de esta forma de las mujeres, porque si bien las hay que envenenan los pozos, otras son como un manantial en el desierto o el rocío sobre un prado seco. Pero pese a que tu cabeza sea espesa y limitada y que tus cabellos sean negros y recios, tengo con gusto tu cabeza sobre mis rodillas, porque en ti, en tus brazos y en tus ojos, se oculta una fuerza que me gusta deliciosamente. Por esto estoy desconsolada por no poder entregarme a ti como lo deseas, y estoy desconsolada no solamente por ti, sino también por mí, si esta confesión impúdica puede alegrarte.

El agua corría verde y amarilla a ambos lados de la barca y yo tenía cogidas las manos de Minea, que eran firmes y bellas. Como un ahogado me agarraba a sus manos y contemplaba sus ojos, que eran como un claro de luna sobre el río, cálidos como una caricia, y le dije:

– ¡Minea, hermana mía! En el mundo hay muchos dioses y cada país posee el suyo, el número de dioses es infinito y yo estoy saciado de todos los dioses que los hombres inventan sólo por temor, según lo que creo. Por esto debes renunciar a tu dios, porque sus exigencias son crueles e inútiles Y sobre todo crueles hoy. Yo te llevaré a un país al que no alcanza el poderío de tu dios; aunque tuviéramos que ir al fin del mundo y comer hierba y pescado seco en el país de los bárbaros y pasar las noches en los cañaverales hasta el fin de nuestros días.

Pero ella apartó la mirada y dijo:

– Adondequiera que vaya, el poder de mi dios me alcanza y deberé morir si me doy a un hombre. Hoy, al mirarte, creo que quizá mi dios es cruel Y exige un vano sacrificio, pero no puedo hacer nada y mañana todo será diferente cuando estés cansado de mí y me olvides, porque los hombres sois así.

En mí todo ardía por ella como si mi cuerpo hubiese sido un montón de cañas abrasadas por el sol y bruscamente encendidas por una tea.

– Tus palabras son vanos pretextos y sólo quieres atormentarme, como es costumbre en las mujeres, para gozar de mis penas.

Pero ella retiró su mano y, dirigiéndome una mirada de reproche, dijo: -No soy una mujer ignorante, porque hablo, además de mi lengua materna, la de Babilonia y la tuya y sé escribir mi nombre de tres maneras diferentes, tanto sobre la arcilla como en el papiro. He visitado también muchas grandes villas y he ido hasta Egipto por mi dios y he danzado delante de numerosos espectadores que han admirado mi arte hasta el día en que los mercaderes me raptaron cuando naufragó nuestro barco. Sé que los hombres y las mujeres son iguales en todos los países a pesar de la diferencia de su color y su lengua, pero adoran dioses diferentes. Sé también que la gente culta es igual en todos los países y que difieren poco en ideas y costumbres, pero se alegran el corazón con vino y en el fondo no creen ya en los dioses, porque así ha sido siempre y vale estar seguro. Sé todo esto, pero desde mi infancia he sido criada en el ambiente del dios y habiendo sido iniciada en todos los ritos secretos de su culto, ninguna potencia ni ninguna magia pueden separarme de mi dios. Si hubieses bailado también delante de los toros y saltado al bailar por entre sus cuernos afilados tocando con el pie el hocico mugiente del animal, acaso pudieses comprenderme. Pero me parece que no has visto nunca muchachas ni muchachos danzar delante de los toros.

– He oído hablar de ello -dije-. Y sé también que se han practicado estos juegos en el bajo país, pero pensaba que era para divertir al pueblo; sin embargo, hubiera debido adivinar que los dioses estaban por algo. También en Egipto se adora un toro que lleva las marcas del dios y nace solamente una vez por generación, pero no he oído nunca decir que se haya saltado sobre su nuca ni bailado delante de él, lo cual hubiera sido una profanación. Pero considero inaudito que tengas que reservar tu virginidad para los toros, pese a que sepa que en los ritos secretos de Siria los sacerdotes sacrificaban a los machos cabríos chiquillas vírgenes elegidas entre el pueblo.

Me largó dos bofetadas ardientes y sus ojos brillaron en la noche como los de un gato montés y gritó:

– Tus palabras me demuestran que no hay diferencia entre un hombre y un macho cabrío y tus pensamientos giran solamente alrededor de las cuestiones carnales, de manera que una cabra podría satisfacer tu pasión lo mismo que una mujer. Vete al diablo y deja ya de atormentarme con tus celos, porque hablas de cosas de las que entiendes tanto como un cerdo de dinero.

Sus palabras eran perversas y las mejillas me escocían, y así me calmé y me retiré a la parte posterior de la barca. Para matar el tiempo comencé a limpiar mis instrumentos y pesar los remedios. Sentada a proa, Minea golpeaba nerviosamente con el pie el fondo de la barca; después, al cabo de un instante, se desnudó y se untó de aceite antes de ponerse a bailar, y lo

hacía con tanto ardor que la barca oscilaba. Yo la observaba a hurtadillas, porque su habilidad era grande e increíble; tendía sin esfuerzo el cuerpo como un arco, sosteniéndose sobre las manos. Todos los músculos del cuerpo vibraban bajo la piel reluciente de aceite y sus cabellos flotaban sobre la cabeza porque esta danza exigía una gran fuerza y no había visto jamás nada parecido, a pesar de que hubiese admirado en muchas casas de placer el talento de las danzarinas.

Mientras la miraba, la cólera iba fundiéndose en mi corazón y no pensaba ya en las pérdidas que había sufrido al raptar a aquella criatura caprichosa e ingrata del gineceo real. Me decía también que había estado dispuesta a quitarse la vida para conservar la virginidad, y comprendí que obraba mal y cobardemente exigiéndole lo que no podía darme. Agotada por la danza, con el cuerpo lleno de sudor y los miembros deshechos de fatiga, se dio masaje y se bañó en el río. Después, volvió a vestirse, se cubrió la cabeza y la oí llorar. Entonces olvidé mis instrumentos y mis remedios y corrí hacia ella tocándole suavemente la espalda y le dije:

– ¿Estás enferma?

No me respondió, rechazó bruscamente la mano y redobló su llanto. Me senté a su lado con el corazón henchido de dolor y le dije:

– Minea, hermana mía, deja de llorar, porque en verdad no puedo pensar ya en tomarte, ni aunque me lo pidieses, pues quiero evitarte pena y dolor.

– No temo ni la pena ni el dolor, como piensas, imbécil. No lloro por causa tuya, sino por mi destino que me ha separado de mi dios haciéndome débil como un trapo mojado, hasta el punto que la mirada de un hombre basta para turbarme.

Al decir estas palabras no me miraba.

Le tomé las manos, que no me retiró; después volvió la cabeza hacia mí y dijo:

– Sinuhé el egipcio, soy verdaderamente ingrata e irritante a tus ojos, pero no puedo hacer nada, porque no me conozco ya. Te hablaría más de mi dios a fin de que me comprendieses mejor, pero está prohibido decir nada de él a los profanos. Debes saber, sin embargo, que es un dios del mar que vive en una gruta oscura y que nadie si ha entrado en ella, ha vuelto a salir jamás, pero en ella se vive eternamente con él. Algunos dicen que tiene la forma de un toro aunque viva en el mar, y por esto nos enseñan a bailar delante de un toro. Otros pretenden que es como un hombre con cabeza de toro, pero creo que es una leyenda. Lo único que sé es que cada año se echan en suerte doce iniciados que pueden entrar en la gruta, uno a cada Plenilunio, y es la felicidad más grande para un iniciado. La suerte me había designado, pero antes de que me tocase el turno mi navío naufragó, como te he dicho, y unos mercaderes me vendieron como esclava en el mercado de Babilonia. Durante mi juventud he soñado las maravillosas salas del dios, el lecho divino y la vida eterna, porque después de haber permanecido un mes con el dios, la iniciada puede regresar a su casa si lo quiere, pero no ha vuelto todavía ninguna. Por esto creo que la vida terrenal no ofrece atractivo alguno a la que ha conocido al dios.

Mientras hablaba, una sombra parecía velar el sol y todo se volvió lívido a mis ojos y me puse a temblar, porque comprendía que Minea no era para mí. Su relato era parecido al de todos los sacerdotes de los países del mundo, pero ella creía y esto la separaba de mí para siempre. Y yo no quería quebrantar su fe ni causarle pena, pero le calentaba las manos y finalmente le dije:

– Comprendo que desees volver a tu dios. Por esto te llevaré a Creta, porque ahora conozco que eres cretense. Lo había presentido cuando me has hablado del toro, pero ahora lo sé seguro, puesto que tu dios habita en una mansión tenebrosa, y los mercaderes y navegantes me habían hablado de ello en Simyra, pero hasta ahora no los había creído.

– Tengo que regresar, ya lo sabes, porque en ninguna parte hallaría la paz. Y, sin embargo, Sinuhé, cada día que paso contigo y cada vez que te veo mi corazón se regocija. No porque me hayas salvado del peligro sino porque no hay nadie como tú para mí, y ya no entraré con alegría en la mansión del dios, sino con el corazón lleno de pena. Si me lo permiten, volveré a salir para reunirme contigo, pero es poco probable, porque nadie ha regresado todavía. Sin embargo, nuestra vida es breve y del mañana nada se sabe, como dices tú. Por esto, Sinuhé, gocemos de cada día, gocemos de los ánades que vuelan sobre nuestras cabezas batiendo las alas, gocemos del río y sus cañaverales, de la comida y del vino, sin pensar en el porvenir.

Ocultos entre los cañaverales comimos y el porvenir estaba lejos de nosotros. Minea bajó la cabeza y me acarició el rostro con sus cabellos y me sonrió, y después de haber bebido vino tomó mis labios con sus labios húmedos, y el dolor que me causaba en el corazón me era delicioso, más delicioso quizá que si la hubiese violentado.

2

A la caída de la tarde, Kaptah se despertó frotándose los ojos y dijo: -Por el escarabajo, y sin olvidar a Amón, que mi cabeza no es ya como yunque en la forja y me siento reconciliado con el mundo a condición de que pueda comer, porque tengo la impresión de tener en el estómago algunos leones en ayunas.

Sin pedirnos permiso, se asoció a nuestra comida y se tragó algunos pájaros cocidos en un recipiente de arcilla, escupiendo los huesos al río. Pero al volver a verlo recordé nuestra situación, que era espantosa, y le dije:

– Mochuelo borracho, hubieras debido ayudarnos con tus consejos y sacarnos de apuros a fin de que dentro de poco no pendamos los tres boca abajo de las murallas, y en lugar de esto te has emborrachado para revolcarte como un cerdo por el fango. Dinos pronto qué podemos hacer, porque seguramente los soldados del rey están ya buscándonos.

Pero Kaptah no se atolondró y dijo:

– Había creído comprender que el rey no te espera antes de treinta días y que te arrojaría a bastonazos si aparecías antes de la expiración de este plazo. Por esto, a mi juicio, no hay prisa, pero si los portadores han denunciado tu huida o si los eunucos han enredado las cosas en el harén, todos nuestros esfuerzos serán inútiles. Pero conservo confianza en el escarabajo, y, a mi juicio, has hecho mal en darme este brebaje de adormidera que me ha puesto la cabeza como si un sastre me hubiese picado con su aguja, porque si no hubieses precipitado de esta forma las cosas, Burraburiash hubiera podido ahogarse con un hueso o caer y romperse la nuca, de manera que yo sería ahora rey de Babilonia y dueño de los cuatro continentes y no tendríamos nada que temer. Tal es mi fe en el escarabajo, que te perdono, sin embargo, porque eres mi dueño y no has podido obrar mejor. Y te perdono también haberme encerrado en una jarra de arcilla donde a poco me ahogo, lo cual es una ofensa a mi dignidad. Pero, a mi juicio, lo más urgente era curarme la cabeza, a fin de poder darte buenos consejos, porque esta mañana hubieras podido sacarlos mejor de una raíz podrida que de mi cabeza. En cambio, en este momento estoy dispuesto a poner a tu disposición todo mi ingenio, porque sé muy bien que sin mí serías como un cordero descarriado que llora a su madre.

Puse fin a sus sempiternas charlas preguntándole qué podíamos hacer para salir de Babilonia. Se rascó la cabeza y dijo:

– En verdad que nuestra barca es demasiado grande para que entre los tres podamos hacerla remontar la corriente y, además, los remos me estropean las manos. Por esto debemos bajar a tierra y robar dos asnos donde cargar nuestros equipajes. Para no llamar la atención nos vestiremos pobremente y regatearemos en las posadas y en los pueblos, y ocultarás que eres médico. Seremos una compañía de cómicos ambulantes que divierte a la gente por las noches en las eras de los pueblos, porque nadie maltrata a los cómicos y los bandoleros los juzgan indignos de ser saqueados. Tú leerás el porvenir en el aceite como has aprendido a hacerlo y yo contaré leyendas graciosas como las conozco hasta el infinito y Minea puede ganar su pan bailando. Pero debemos partir en seguida y si los remeros tratan de mandar a los guardias en nuestra persecución creo que nadie los creerá, porque hablarán de diablos desencadenados en jarras funerarias y de prodigios espantosos, de manera que los soldados y los jueces los mandarán al templo sin tomarse la molestia de escuchar sus extravagancias.

La tarde caía, de manera que había que darse prisa, porque Kaptah tenía seguramente razón al creer que los remeros dominarían su miedo e intentarían recuperar su barca, y eran diez contra nosotros. Por esto nos untamos con el aceite de los remeros y ensuciamos de barro nuestras ropas; después nos repartimos el oro y la plata ocultándolo en nuestros cinturones. En cuanto a mi caja de médico no quería abandonarla y la envolví en una alfombra que Kaptah tuvo que cargar sobre sus hombros pese a sus protestas. Abandonamos la barca en los cañaverales con comida abundante y dos jarras de vino, de manera que Kaptah pensaba que los remeros se contentarían con emborracharse sin preocuparse de perseguirnos. Una vez serenos, si se les ocurría dirigirse a los jueces, serían incapaces de explicar lo ocurrido.

Así salimos hacia las tierras cultivadas y alcanzamos la ruta de las caravanas, que seguimos durante toda la noche, y Kaptah blasfemaba a causa del paquete, que le aplastaba la nuca. Al alba llegamos a un poblado donde los habitantes nos recibieron bien y nos admiraron porque habíamos osado caminar toda la noche sin miedo a los diablos. Nos dieron papillas de leche, nos vendieron dos asnos y celebraron nuestra marcha, porque eran gente simple que no habían visto dinero sellado desde hacía dos meses, pues pagaban sus impuestos en trigo y ganado y vivían en cabañas de arcilla con sus animales.

Así, día tras día, avanzamos por los caminos de Babilonia, cruzándonos con mercaderes y apartándonos delante de las literas de los ricos. El sol tostaba nuestra piel y las ropas se iban haciendo andrajos, y dábamos representaciones en las eras de tierra apretada. Yo vertía el aceite en el agua y pronosticaba buenas cosechas y días felices, hijos varones y matrimonios ventajosos, porque sentía piedad de su miseria y no quería anunciarles desgracias. Me creían y se regocijaban. Pero si les hubiese dicho la verdad, les hubiera pronosticado preceptores crueles, bastonazos y jueces inicuos, el hambre, los años de miseria, fiebres durante la crecida del río, la langosta y los mosquitos, la sequía ardiente y el agua podrida en verano, el trabajo penoso y tras el trabajo la muerte, porque ésta era su vida. Kaptah les contaba leyendas de magos y princesas, y de países extranjeros donde la gente se paseaba con la cabeza bajo el brazo y se transformaba en lobos una vez al año, y la gente lo creía, lo respetaba y nos colmaba de vituallas. Minea bailaba delante de ellos, a fin de conservar su ligereza y su arte para su dios, y la admiraban diciendo:

– No hemos visto nunca nada parecido.

Este viaje me fue muy útil y aprendí a ver que los pobres son más caritativos que los ricos, porque creyéndonos pobres nos daban leche cuajada y pescado seco sin reclamar nada a cambio, por pura bondad. Mi corazón se compadecía de aquellos desgraciados a causa de su simplicidad y no podía evitar cuidar a los enfermos, abrirles sus abscesos y limpiar sus ojos, que hubieran perdido la vista sin mis cuidados. Y no pedía regalos a cambio de ello.

Pero no podría decir por qué obraba así aún a riesgo de hacernos reconocer.

Acaso mi corazón se sintiese enternecido a causa de Minea, a quien veía todos los días y cuya juventud calentaba mi cuerpo todas las noches en las eras que olían a paja y a estiércol. Quizá tratase de esta forma de hacerme propicios a los dioses por mis buenas obras, pero podía ser también que quisiera practicar mi arte para no perder mi habilidad manual y la precisión de mis ojos en el examen de mis enfermos. Porque cuanto más he vivido, más he comprobado que, haga lo que haga el hombre, obra por muchas causas que él ignora sin saber los móviles que lo empujan. Por esto todos los actos de los hombres son como polvo a mi pies, mientras no sé de ellos el objeto y la intención.

Durante el viaje nuestras pruebas fueron numerosas y mis manos se endurecieron y mis pies se curtieron; el sol me secó el rostro y el polvo me cegó, pero a pesar de todo, pensándolo después, este viaje por las rutas polvorientas de Babilonia fue bello, y no puedo olvidarlo, y daría mucho por poder volver a empezar tan joven, tan infatigable y tan curioso, como cuando Minea caminaba a mi lado, con los ojos brillantes como un claro de luna sobre el río. La muerte nos acompañó constantemente como una sombra, y no hubiera sido dulce si hubiésemos caído en manos del rey. Pero en aquellos tiempos lejanos no pensaba ni temía la muerte, pese a que la vida me fuese cara desde que tenía a Minea a mi lado y la veía danzar sobre las eras regadas a fin de evitar el polvo. Ella me hacía olvidar la vergüenza y los crímenes de mi juventud, y cada mañana, al despertarme el balido de los corderos, me sentía el corazón ligero como un pájaro, mientras veía el sol levantarse y navegar como una barca dorada por el firmamento azulado por la noche.

Acabamos llegando a las regiones fronterizas que habían sido saqueadas, pero los pastores, tomándonos por pobres, nos guiaron hacia el país de Mitanni evitando los guardias de los dos reinos. Llegados a una villa entramos en los almacenes para comprar vestidos, y nos lavamos y vestimos según nuestro rango para hospedarnos en una hostería de nobles. Como quedaba poco oro, estuve algún tiempo allí ejerciendo mi arte y tuve muchos clientes y practiqué muchas curaciones, porque los habitantes de Mitanni eran curiosos y aficionados a todo lo nuevo. Minea suscitaba también la curiosidad por su belleza y me ofrecieron a menudo comprármela. Kaptah se consolaba de sus penas y engordaba, y encontró muchas mujeres que fueron amables con él a causa de sus historias. Después de haber bebido en las casas de placer, contaba su jornada como rey de Babilonia y la gente se reía y golpeándose los muslos exclamaba:

– Jamás hemos oído a un embustero semejante! Su lengua es larga Y rápida como un río.

Así pasaron los días hasta el momento en que Minea comenzó a mirarme de una manera inquieta y a llorar por la noche.

Finalmente, le dije:

– Sé que echas de menos tu dios y tu país y que nos espera un largo viaje. Pero, por razones que no te puedo exponer, debo ir primero al país de Khatti, donde viven los hititas. Después de haber interrogado a los mercaderes, los viajeros y los hoteleros he recogido muchos informes que son a menudo contradictorios, pero creo que desde el país de Khatti podremos embarcar para Creta y, si lo quieres, te llevaré a la costa de Siria de donde parten cada semana los barcos para Creta. Pero me he enterado de que en breve saldrá una embajada para llevar el tributo anual de los mitannianos al rey de los hititas y con ella podremos viajar en seguridad y ver y conocer muchas cosas que ignoramos, y esta. ocasión no se me volverá a presentar hasta dentro de un año. No quiero, sin embargo, imponerte una decisión; tómala tú misma.

En mi corazón yo sabía que mentía, porque mi proyecto de visitar el país de los Khatti no estaba inspirado más que en el deseo de conservarla el mayor tiempo posible a mi lado, antes de verme obligado a entregarla a su dios.

Pero ella me dijo:

– ¿Quién soy yo para perturbar tus proyectos? Te acompañaré con gusto adonde vayas, puesto que me has prometido llevarme a mi país. Sé también que en la costa, en el país de los hititas, las muchachas y los adolescentes sueñan bailar delante de los toros, de manera que no debe de estar alejado de Creta. Y tendré también ocasión de entrenarme un poco, porque desde hace más de un año no he bailado delante de ningún toro y temo que me atraviesen con sus cuernos si tengo que bailar en Creta sin haberme ejercitado.

Yo le dije:

– Nada sé de estos toros, pero debo decirte que según todos los informes los hititas son un pueblo cruel, de manera que durante el viaje nos amenazarán muchos peligros y aun la muerte. Por esto harías mejor en esperarnos en Mitanni y te dejaré suficiente oro para vivir convenientemente.

Pero ella dijo:

– Sinuhé, tus palabras son estúpidas. Adonde vayas te seguiré; y si la muerte nos sorprende, estaré contrariada por ti, no por mí.

Así fue como decidí unirme a la embajada real como médico para llegar con seguridad al país de los Khatti. Pero al oír esto Kaptah comenzó a lanzar maldiciones y a invocar a todos los dioses, diciendo:

– Apenas acabamos de escapar a un peligro de muerte cuando ya ni dueño quiere meterse en otra aventura peligrosa. Todo el mundo sabe que los hititas son como bestias feroces que se alimentan de carne hurnana y sacan los ojos a los extranjeros para hacerles dar vueltas a sus pesadas muelas. Los dioses han castigado a mi dueño con la locura, y tú también, Minea, estás loca, puesto que tomas su partido, y valdría más atar a nuestro dueño con cuerdas y encerrarlo en una habitación y ponerle sanguijuelas en los tobillos para que se calme. ¡Por el escarabajo! He encontrado apenas mi pobre barriga, y ya hay que volver a empezar sin motivo un nuevo viaje penoso… ¡Maldito sea el día en que nací para sufrir los caprichos de un amo insensato!

De nuevo tuve que darle de bastonazos para calmarlo.

– Sea como deseas -dije-. Te mandaré a Simyra con unos mercaderes y pagaré tu viaje. Cuida de mi casa hasta mi regreso, porque en verdad estoy harto de tus continuas lamentaciones.

Pero de nuevo se excitó y dijo:

– ¿Crees acaso posible que deje a mi dueño ir solo al país de los Khatti? Sería como meter a un cordero recién nacido en una perrera y mi corazón no cesaría de reprocharse un crimen parecido. Por esto te ruego que me contestes francamente a una pregunta: ¿Vamos al país de los Khatti por mar?

Le dije que a mi modo de entender no había mar entre Mitanni y el país de los Khatti, pese a que los informes fuesen inciertos, pero que el viaje sería probablemente largo.

Y respondió:

– Que mi escarabajo sea bendito, porque si hubiese habido que ir por mar no hubiera podido acompañarte, ya que lo he jurado a los dioses por razones demasiado largas de explicar y no puedo poner nunca más los pies en un navío. Ni aun por ti, ni por esta arrogante Minea que habla y se comporta como un muchacho, podría romper este juramento hecho a los dioses, cuyos nombres puedo enumerarte si lo deseas.

Y habiendo hablado así, preparó los efectos para el viaje y yo confié en él, porque era más experto que yo.

3

He referido ya lo que se decía de los hititas en el país de Mitanni y en adelante me limitaré a exponer lo que he visto con mis ojos y sé que es exacto. Pero ignoro si se me creerá, tal es el terror que el poderío hitita ha inspirado en todo el mundo y tales son los horrores que se cuentan sobre ellos. Y, sin embargo, tienen cualidades también y puede uno instruirse con ellos, pese a que sean de temer. En su país no reina el desorden, como se ha dicho, sino un orden estricto y una disciplina, de manera que el viaje por sus montañas es seguro para el que ha obtenido un salvoconducto, hasta el punto de que si un viajero desaparece o es desvalijado por el camino, el rey le indemniza el doble de sus pérdidas, y si el viajero perece a manos de los hititas, el rey, de acuerdo con una tabla especial, paga a los parientes una suma correspondiente al valor de lo que ganaba el difunto.

Por esto el viaje en compañía de los enviados del rey de Mitanni fue monótono y sin incidentes, porque los carros de guerra hititas nos escoltaron velando para que tuviésemos vituallas y bebidas en las etapas. Los hititas son gente dura y no temen ni el frío ni el calor, porque habitan las montañas áridas y deben desde la infancia acostumbrarse a las fatigas impuestas por el clima. Por esto son gente sin miedo en el combate y no se perdonan, y desprecian a los pueblos blandos y los someten, pero respetan a los valientes y fuertes buscando su amistad.

Su pueblo está dividido en numerosas tribus y poblados, gobernados soberanamente por príncipes, pero estos príncipes están sometidos a su gran rey, que vive en la villa de Khatushash, en medio de las montañas. Es su sumo sacerdote, su jefe supremo y su gran juez, de manera que acumula toda la soberanía, y no conozco ningún otro rey que posea un poder tan absoluto. En efecto, en los otros países, como en Egipto, los sacerdotes y los jueces determinan los actos del rey más de lo que él cree.

Y voy a referir cómo es su capital en medio de las montañas, pese a que sepa que no se me creerá si se lee mi relato.

Atravesando las regiones fronterizas dominadas por las guarniciones que saquean los países vecinos y cambian a su antojo los jalones para asegurarse un sueldo, nadie podría sospechar la riqueza del país hitita, y menos todavía sus montañas estériles que el sol abrasa en verano, pero que en invierno se cubre con plumas frías, según me han dicho, pero que no he visto. Estas plumas caen del cielo y cubren el suelo, fundiéndose en agua cuando llega el verano.

He visto tantas cosas sorprendentes en el país de los hititas que doy crédito a este relato, por más que no comprenda cómo las plumas pueden convertirse en agua. Pero de lejos he visto las montañas cubiertas de estas plumas blancas.

En la llanura desolada de la frontera siria tienen la fortaleza de Karchemish, cuyas murallas están construidas con piedras enormes y cubiertas de imágenes espantosas. Allí es donde recaudan los impuestos sobre todas las caravanas y los mercaderes que cruzan su país, y así amontonan abundantes riquezas, porque los impuestos son pesados y Karchemish está situada en un cruce de numerosas rutas de las caravanas. Quien haya visto esta fortaleza alzarse espantosa sobre la montaña, a la luz del crepúsculo matutino, en medio de la llanura en la cual los cuervos se precipitan para roer cráneos y huesos blanqueados por el sol, creerá lo que cuento de los hititas y no dudará de mis palabras. Pero no permiten a las caravanas y a los mercaderes atravesar su país más que por algunos caminos determinados, y a lo largo de estos caminos los poblados son pobres y mezquinos y los viajeros ven tan sólo algunos raros campos cultivados, y si alguien se aparta del camino autorizado, es aprisionado y desvalijado y llevado como esclavo a las minas.

Yo creo que la riqueza de los hititas proviene de las minas donde los esclavos y los prisioneros extraen, además del oro y el cobre, un metal desconocido que tiene un brillo gris azulado y es más duro que todos los minerales y tan caro que en Babilonia lo utilizan para hacer joyas, pero los hititas hacen armas. Ignoro cómo se puede llegar a forjar o dar forma a este metal, porque no se funde al calor como el cobre. Además de las minas, los valles y las montañas, poseen campos fértiles y arroyos claros y cultivan los árboles frutales, que crecen en las laderas de las montañas, y en las cuestas tienen también viñas. La mayor riqueza visible de cada uno está constituida por los rebaños de ganado.

Cuando se citan las grandes ciudades del mundo se habla de Tebas y Babilonia y algunas veces de Nínive, pese a que no he estado, pero nadie habla nunca de Khatushash, que es la capital de los hititas y el hogar de su poderío, como el águila posee su nido en las montañas en el centro de terrenos de caza. Y, sin embargo, esta villa, por su poderío, resiste las comparaciones con Tebas y Babilonia, y cuando se piensa que sus inmensos edificios altos como las montañas están construidos con piedras talladas y sus murallas no pueden derrumbarse y son más sólidas que todas las que he visto, estimo que esta villa es una de las maravillas del mundo, porque no esperaba ver lo que en ella descubrí. Pero el misterio de esta villa estriba en que el rey ha prohibido el acceso a ella a los extranjeros, de manera que sólo son admitidos los enviados de los reyes portadores de regalos, y se les vigila estrechamente durante su estancia. Por esto los habitantes no hablan con los extranjeros aunque entiendan su lengua, y si se les hace una pregunta contestan: «No lo sé» o «No entiendo, y miran a su alrededor, con miedo, para ver si alguien les ha visto hablar con el extranjero. Sin embargo, no son mala gente; son de natural amables y observan las ropas de los extranjeros si son soberbias, y los siguen por las calles.

No obstante, las vestiduras de sus nobles y grandes son tan bellas como las de los extranjeros y enviados, porque les gustan mucho las ropas abigarradas y bordadas de oro y plata, y como insignias llevan almenas y un hacha doble que son los emblemas de sus dioses. Sobre sus trajes de fiesta se ve también algunas veces un disco alado. Llevan botas de cuero flexible Y pintado o zapatos con la punta larga y levantada, tienen unos altos sombreros puntiagudos y sus mangas son muy largas, llegando a veces hasta el suelo, y unos trajes también muy largos y plisados. Se diferencian de los habitantes de Siria, Mitanni y Babilonia en que llevan el mentón afeitado a la moda egipcia y algunos nobles se afeitan también el cráneo, no dejando sobre la cabeza más que un mechón de cabellos que trenzan. Tienen la barbilla fuerte y vigorosa, y la nariz es larga y ganchuda como las aves de rapiña. Los nobles y los grandes que viven en la ciudad son gordos, y su rostro es reluciente, porque están acostumbrados a una alimentación abundante.

No reclutan mercenarios, como los pueblos civilizados, sino que son todos soldados y se reparten entre sí los grados, de manera que los más elevados son los que pueden sostener un carro de guerra, y el rango no se fija según el nacimiento, sino según su habilidad en el manejo de las armas. Por esto todos los hombres se reúnen una vez al año bajo el mando de sus jefes y sus príncipes para hacer ejercicios militares. Khatushash no es una villa comerciante como todas las demás grandes ciudades, sino que está llena de talleres y forjas de donde sale sin cesar un estruendo de metal, porque forjan las puntas de las lanzas y las flechas, así como ruedas y cureñas de carros de guerra.

Su justicia difiere también de la de todos los demás pueblos porque sus castigos son extraños y ridículos. Así si un príncipe intriga contra el rey para destronarlo no es condenado a muerte, sino que es mandado a la frontera para que adquiera mérito y mejore su reputación. Y no hay casi crimen que no pueda expiarse con multas, porque un hombre puede matar a otro sin ser condenado a muerte y debe sencillamente indemnizar a los parientes de la víctima. No castigan tampoco el adulterio, porque si una mujer encuentra un hombre que le guste más que su marido, tiene el derecho de abandonar el hogar, pero el nuevo marido debe indemnizar al primero. Los matrimonios estériles son anulados públicamente, porque la ley exige a los súbditos muchos hijos. Si alguien mata a otro en un lugar desierto, no tiene que pagar tanto como si la muerte ha tenido efecto en la ciudad y en público, porque a su juicio el hombre que se va solo a un lugar solitario induce al otro a la tentación de ejercitarse. No hay más que dos crímenes castigados con la muerte, y en este castigo es donde se observa mejor la locura de su sistema judicial. Los hermanos y hermanas no pueden casarse entre sí sin incurrir en la pena de muerte, y nadie debe ejercer la magia sin permiso, pero los magos deben mostrar su habilidad delante de las autoridades y obtener la autorización correspondiente para ejercer su oficio.

A mi llegada al país de Khatti, su gran rey Shubbiluliuma reinaba desde hacía veinticinco años y su nombre era tan temido que la gente se inclinaba y levantaba el brazo al oírlo, y lanzaba vítores en su honor, porque había restablecido el orden en el país y sometido numerosos pueblos. Habitaba un palacio de piedra en el centro de la ciudad y se contaban muchas leyendas sobre sus hazañas y sus altos hechos, como es el caso con todos los grandes reyes, pero no pude verlo, como tampoco los enviados de Mitanni que tuvieron que depositar sus regalos sobre el entarimado de la gran sala de recepción, y los soldados se mofaban de ellos y los insultaban.

No me pareció al principio que un médico debiese tener mucho trabajo en esta villa, porque, por lo que comprendí, los hititas se avergüenzan de las enfermedades y las ocultan cuanto pueden, y los niños débiles o contrahechos son matados en cuanto nacen, así como los esclavos enfermos. Sus médicos no me parecieron muy hábiles; son hombres incultos que no saben leer, pero tratan hábilmente las heridas y contusiones y tienen excelentes remedios contra el mal de las montañas y las fiebres. Sobre este punto yo me instruí con ellos. Pero si alguien caía mortalmente enfermo, prefería la muerte a la curación, por miedo a quedar enfermizo hasta el fin de sus días. En efecto, los hititas no temen a la muerte, como todos los pueblos civilizados, sino que temen más la debilidad del cuerpo.

Pero, al fin y al cabo, todas las grandes ciudades son parecidas, así como los nobles de todos los países. Así fue que cuando mi reputación se hubo extendido, numerosos hititas acudieron a mis cuidados y pude curarlos, pero acudían a verme disfrazados, a hurtadillas y de noche, para que no se les desconsiderara. Me hicieron regalos generosos, de manera que acabé acumulando mucho oro y plata en Khatushash, cuando había creído marchar como un mendigo. El gran mérito le corresponde a Kaptah, que, como de costumbre, pasaba el tiempo en tabernas y hosterías donde la gente se reunía, y contaba mis alabanzas y ensalzaba mi saber en todas las lenguas posibles, y así los servidores hablaban de mí a sus dueños.

Las costumbres de los hititas son austeras, y un noble no puede mostrarse embriagado en la calle sin perder su reputación, pero, como en todas partes, los nobles y los grandes bebían mucho vino, y también unos pérfidos vinos mezclados, y los curé de los males producidos por el vino y los liberé del temblor de las manos cuando debían presentarse delante del rey, y a algunos les prescribí baños y calmantes cuando me decían que los ratones les roían el cuerpo. Permití también a Minea bailar delante de ellos y le hicieron muchos regalos sin exigirle nada, porque los hititas son muy generosos cuando alguien les gusta. Supe así ganar su amistad y pude hacerles muchas preguntas sobre temas que no me hubiera atrevido a abordar en público. Fui, sobre todo, informado por el epistológrafo real, que hablaba y escribía varias lenguas y se ocupaba de la correspondencia extranjera del rey y no estaba ligado por las costumbres. Le di a entender que había sido expulsado de Egipto y que no podría volver allí nunca más, y que recorría los países para ganar oro y aumentar mi saber, y que mis viajes no tenían otro objeto. Por esto me concedió su confianza y respondió a mis preguntas cuando le ofrecí vino mientras hacía bailar a Minea delante de él. Así fue como le pregunté un día:

– ¿Por qué Khatushash está cerrada a los extranjeros y por qué las caravanas de mercaderes tienen que seguir determinadas rutas, cuando vuestro país es rico y vuestra villa rivaliza en curiosidades con cualquier otra? ¿No sería mejor que los otros pueblos pudiesen conocer vuestro poderío para elogiaros entre ellos como merecéis?

Saboreó el vino y, dirigiendo miradas de admiración a los flexibles miembros de Minea, dijo:

– Nuestro gran rey Shubbiluliuma dijo al subir al trono: «Dadme treinta años y haré del país de Khatti el imperio más poderoso que el mundo habrá visto jamás.» Este plazo está próximo a expirar y creo que pronto el mundo oirá hablar del país de los Khatti más de lo que en realidad quisiera.

– Pero -le dije yo- yo he visto en Babilonia sesenta veces sesenta veces sesenta soldados desfilar delante del rey y el ruido de sus pasos era como el estruendo del mar. Aquí no he visto más de diez veces diez soldados juntos y no comprendo qué hacéis de los numerosos carros de guerra que construís en vuestra villa, porque, ¿qué haréis de ellos en las montañas, puesto que están destinados a combatir en llano?

Se rió y dijo:

– Muy curioso eres por ser médico, Sinuhé el egipcio. Quizá sea para ganar nuestro mezquino pan vendiendo los carros a los reyes de la llanura. Y al decir estas palabras me guiñaba el ojo y adoptó un aire malicioso.

– No creo una palabra de lo que me dices -le dije osadamente-. Antes prestaría el lobo sus garras y sus dientes a la liebre; si os conozco bien. Se echó a reír ruidosamente golpeándose los muslos, después bebió un sorbo y dijo:

– Voy a contárselo al rey y acaso veas una gran caza de liebres, porque el derecho de los hititas es diferente del de las llanuras. Si no os comprendo mal, en vuestro país los ricos gobiernan a los pobres, pero en el nuestro los fuertes gobiernan a los débiles, y creo que el mundo conocerá la nueva doctrina antes de que tus cabellos hayan blanqueado, Sinuhé.

– El nuevo faraón de Egipto ha descubierto también un nuevo dios -dije yo, afectando candidez.

– Lo sé -dijo-, porque leo todas las cartas de mi rey, y este nuevo dios quiere la paz y dice que no hay conflicto en el mundo que no se pueda solventar amistosamente, y no tenemos nada contra este dios, al contrario, lo apreciamos mucho mientras reine en Egipto y los llanos. Vuestro faraón ha enviado a nuestro rey una cruz egipcia que llama signo de vida, y gozará, ciertamente, de la paz durante algunos años todavía, si nos manda suficiente oro para que podamos almacenar más cobre y hierro y cereales y fundar nuevos talleres y preparar carros de guerra más pesados todavía; porque todo esto exige mucho, y nuestro rey ha traído a Khatushash los más hábiles armeros de todos los países, ofreciéndoles salarios generosos, pero no creo que el saber de un médico pueda responderte a la pregunta de por qué lo ha hecho.

– El porvenir que predices alegrará a los cuervos y los chacales -le dije-, pero a mí no me causa la menor alegría ni veo en él nada agradable. He observado que las muelas de vuestros molinos son movidas por esclavos con los ojos arrancados y en Mitanni se cuentan de vuestras crueldades en las regiones fronterizas, historias que no quiero repetirte para no ofuscarte, porque son intolerables para un pueblo civilizado.

– ¿Qué es civilización? -preguntó, sirviéndose vino-. También nosotros sabemos leer y escribir y conservamos en nuestros archivos las tablillas de arcilla numeradas. Por pura filantropía arrancamos los ojos a los esclavos condenados a empujar las muelas de los molinos, porque es un trabajo muy penoso y les parecería más penoso aún si viesen el cielo y la tierra y los pájaros en el aire. Esto les daría vanas ideas y habría que condenarlos a muerte por sus tentativas de evasión. Si en nuestras fronteras los soldados cortan las manos de unos y sobre los ojos de otros dan la vuelta a la piel del cráneo, no es por crueldad, porque has podido observar que somos hospitalarios y amables, adoramos a los niños y a los animalitos y no apaleamos a las mujeres. Pero nuestro objeto es despertar el miedo y el terror en los pueblos hostiles a fin de que a la larga se sometan a nuestro poderío sin luchar, evitándose de esta forma daños y destrucciones. Porque no nos gustan los destrozos y desperfectos, y deseamos encontrar los países tan intactos como sea posible y las ciudades respetadas. Un enemigo que tiene miedo está vencido a medias.

– ¿Todos los pueblos son, pues, vuestros enemigos? -le pregunté yo, irónicamente-. ¿No tenéis, según he de suponer, ningún amigo?

– Nuestros amigos son los pueblos que se someten a nuestro poderío y nos pagan un tributo -dijo con tono doctoral-. Los dejamos vivir a su antojo y no herimos ni sus tradiciones ni sus dioses, con tal de que podamos gobernarlos. Nuestros amigos son también, en general, los pueblos que no son vecinos, en todo caso hasta el momento en que llegan a serlo, porque entonces observamos en ellos muchos rasgos irritantes que perturban la buena comprensión y nos fuerzan a declararles la guerra. Este fue el caso hasta ahora, y temo que así será en el porvenir, si conozco bien a nuestro gran rey.

– ¿Y vuestros dioses no tienen nada que objetar? Porque en los demás países suelen decidir sobre lo justo y lo falso.

– ¿Qué es lo justo y qué es lo falso? -preguntó a su vez-. Para nosotros es justo lo que deseamos y falso lo que desean nuestros vecinos. Es una doctrina muy simple que hace la vida fácil y la diplomacia cómoda, y no difiere gran cosa, a mi modo de ver, de la teología de los llanos, porque, por lo que he entendido, los dioses de los llanos estiman justo lo que desean los ricos y falso lo que desean los pobres. Pero si quieres realmente informarte respecto a nuestros dioses, debes saber que nuestros dioses son el Cielo y la Tierra, y los honramos cada primavera, cuando la primera lluvia del cielo fertiliza la tierra como la simiente del hombre fertiliza a la mujer. Durante estas fiestas relajamos un poco la austeridad de nuestras costumbres, porque el pueblo tiene que poder desahogarse por lo menos una vez al año. Por eso entonces se engendran muchos hijos, lo cual es conveniente, porque un país crece a causa de los niños y los matrimonios precoces. El pueblo posee, naturalmente, un gran número de dioses menores, como todos los pueblos, pero no hay que tenerlos en cuenta, porque no tienen importancia política. En estas condiciones no creo que puedas negar a nuestra religión una cierta grandeza, si es que puedo expresarme así.

– Cuanto más oigo hablar de los dioses, más asco me dan -dije yo, desfallecido.

El epistológrafo se limitó a echarse a reír, recostándose en su asiento, con la nariz ya rubicunda.

– Si eres cuerdo y previsor -prosiguió-, te quedarás con nosotros y honrarás a nuestros dioses, porque todos los demás pueblos han dominado a su vez el mundo conocido y ahora nos toca a nosotros. Nuestros dioses son muy poderosos y sus nombres son Poder y Miedo, y vamos a elevarles grandes altares con cráneos blanqueados. Si eres lo suficientemente tonto para abandonarnos, no te prohíbo que repitas mis palabras, porque nadie te creerá, ya que todo el mundo sabe que los hititas son unos pobres pastores que no practican más que el pastoreo y viven en las montañas con sus cabras y corderos. Pero me he demorado ya demasiado en tu casa y debo ir a vigilar a mis escribas e imprimir las monedas sobre arcilla tierna para asegurar a todos los pueblos nuestras buenas intenciones, tal como corresponde a las funciones que desempeño. Se marchó y aquella misma noche le dije a Minea:

– Sé ya lo suficiente sobre el país de los Khatti y he encontrado lo que quería. Por eso estoy dispuesto a abandonar contigo este país, si los dioses lo permiten, porque aquí todo apesta a cadáver y un olor de muerte se me agarra a la garganta. Verdaderamente, la muerte planeará sobre mí como una sombra pesada mientras estemos aquí, y no dudo de que el rey me haría empalar si supiese de cuántas cosas me he enterado. Porque cuando quieren matar a alguien, no lo cuelgan de las murallas como en los pueblos civilizados, sino que los empalan. Por esto, mientras esté en el interior de estas fronteras, estaré inquieto. Después de todo lo que he oído decir preferiría haber nacido cuervo.

Gracias a mis enfermos influyentes obtuve un salvoconducto que me autorizaba a tomar un barco para salir del país, pese a que mis clientes lamentasen profundamente mi marcha, insistiendo en que me quedase y asegurándome que en pocos años acumularía una fortuna. Pero nadie se opuso a mi marcha, y yo sonreía y les contaba historias que les gustaban, de manera que nos separamos en buena amistad llevándonos ricos regalos. Así nos alejamos de las horribles murallas de Khatushash, detrás de las cuales se preparaba el mundo futuro, y pasamos montados en unos asnos cerca de los ruidosos molinos movidos por los esclavos ciegos, y vimos en el borde de los caminos los cuerpos empalados de los brujos, porque era condenado como brujo todo aquel que enseñase doctrinas no reconocidas por el Estado, y el Estado no reconocía más que una. Aceleré el paso lo más que pude y el vigésimo día llegamos a puerto.

4

A este puerto abordaban los navíos de Siria y de todas las islas del mar y era parecido a todos los demás puertos, pese a que los hititas lo vigilasen estrechamente a fin de percibir un impuesto sobre los navíos y fiscalizar las tablillas de todos los que abandonaban el país. Pero nadie desembarcaba para ir al interior del país, y los capitanes, los segundos y los marineros no conocían del país de Khatti más que este puerto, y de este puerto, las mismas tabernas, las mismas casas de placer, las mismas barraganas y la misma música siria que en todos los demás países del mundo. Por esto se encontraban en él a sus anchas y les gustaba y para mayor seguridad sacrificaban también a los dioses de los hititas, al Cielo y a la Tierra, sin olvidar, no obstante, sus propios dioses que los capitanes conservaban encerrados en sus camarotes.

Permanecimos algún tiempo en esta villa pese a que fuese turbulenta y estuviera llena de vicios y de crímenes, porque cada vez que veíamos un barco que aparejaba para Creta, Minea decía:

– Es demasiado pequeño y podría naufragar; no quiero que me ocurra otra vez.

Si el navío era demasiado grande, decía:

– Es un navío sirio; no quiero viajar en él. Y de un tercero decía:

– El capitán tiene la mirada de malvado y temo que sea capaz de vender a sus pasajeros como esclavos en el extranjero.

Así, nuestra estancia se prolongaba, y no me sentía contrariado, porque bastante quehacer tenía en recoser heridas y trepanar cráneos fracturados. El jefe de los guardias del puerto recurrió también a mí, porque sufría de la enfermedad de los puertos y no podía tocar a una mujer sin experimentar vivos dolores. Pero yo conocía esta enfermedad desde mi estancia en Simyra y pude curarla gracias a los remedios de los médicos sirios; la gratitud del jefe no tuvo límites, puesto que de nuevo podía divertirse a su antojo con las prostitutas del puerto. Era, en efecto, una de sus prerrogativas, y cada mujer que quería ejercer su profesión en el puerto tenía primero que entregarse gratuitamente a él y a sus secretarios. Por esto estaba desesperado de tener que renunciar a este privilegio.

En cuanto estuvo curado, me dijo:

– ¿Qué regalo puedo hacerte para recompensar tu habilidad, Sinuhé? ¿Debo pesar lo que has curado y darte su peso en oro?

Pero yo respondí:

– No me interesa tu oro. Pero dame el puñal que llevas en la cintura y te lo agradeceré, y así tendré un recuerdo tuyo.

Pero él protestó, diciendo:

– Este puñal es común, ningún lobo corre por su hoja y el puño no está plateado.

Pero hablaba así porque esta arma era de metal hitita y estaba prohibido darlo o venderlo a los extranjeros, de manera que en Khatushash no había podido adquirirlo, no atreviéndome a insistir demasiado por miedo a despertar sospechas. Estos puñales no se veían más que en posesión de los grandes señores de Mitanni y su precio era diez veces el de su peso en oro y catorce en plata; sus poseedores no querían deshacerse de ellos porque había muy pocos en el mundo. Pero para un hitita esta arma no tenía gran valor, puesto que no tenía derecho a venderla.

Pero el jefe de los guardias se dijo que yo abandonaría pronto el país y que podría utilizar su oro con mejor provecho que pagando un médico. Por esto acabó dándome el puñal, que era tan cortante y afilado que cortaba los pelos de la barba mejor que la más afilada navaja de sílex y podía hacer fácilmente una muesca en una hoja de cobre. Este regalo me causó el más vivo placer y decidí dorarlo y platearlo, como hacían los nobles de Mitanni cuando conseguían procurarse uno. El jefe de los guardianes, lejos de guardarme rencor, se hizo amigo mío, porque lo había curado radicalmente. Pero le aconsejé que echase del puerto a la mujer que lo había infectado, y me dijo que la había ya hecho empalar, porque esta enfermedad era, indudablemente, producto de un embrujamiento.

El puerto poseía también una pradera donde se guardaban toros salvajes como en la mayoría de los puertos, y la gente joven ponía a prueba su agilidad y su valor peleándose contra las bestias, clavándoles rehiletes en la nuca y saltando por encima de ellos. Minea estuvo encantada de ver aquellos toros y quiso entrenarse con ellos. Así fue como la vi por primera vez bailar delante de los toros; yo no había visto nunca un espectáculo parecido y mi corazón se estremecía de angustia por ella. Porque un toro salvaje es la más terrible de todas las fieras, peor incluso que un elefante, que se está quieto si no se le molesta, y sus cuernos son largos y afilados y es capaz de atravesar fácilmente a un hombre y lanzarlo al aire para pisotearlo con sus pezuñas.

Pero Minea bailó delante de los toros, ligeramente vestida, esquivando los cuernos cuando la bestia bajaba la cabeza y atacaba mugiendo. Su rostro se excitaba, y se animaba y arrojaba la redecilla de oro de sus cabellos, que flotaban al viento, y su danza era tan rápida que la mirada no podía discernir sus movimientos cuando saltaba por entre los cuernos del toro, y, agarrándose a ellos, ponía un pie en su testuz peludo para saltar en el aire y volver a caer sobre su lomo. Yo admiraba su arte y ella se daba cuenta, porque realizó proezas que hubiera considerado imposibles para un cuerpo humano si me las hubiesen contado. Por esto la miraba, con el cuerpo bañado en sudor, incapaz de permanecer en mi sitio, a pesar de las protestas de los espectadores situados detrás de mi, que me tiraban de los faldones de mi túnica.

A su regreso del campo fue generosamente festejada, y le pusieron coronas de flores en la cabeza y en el cuello y los muchachos jóvenes le regalaron una copa soberbia sobre la cual estaba pintada en rojo y negro la imagen del toro. Y todos decían:

– Es el espectáculo más bello que verse puede.

Y los capitanes que habían estado en Creta decían:

– Difícilmente se encontraría en toda Creta una bailarina igual.

Pero ella se me acercó y se apoyó contra mí, cubierta de sudor. Apoyó su cuerpo juvenil, delgado y flexible, en el que cada músculo temblaba de fatiga y de orgullo, y yo le dije:

– No he visto nunca a nadie que se parezca a ti.

Pero mi corazón estaba henchido de melancolía, porque, después de haberla visto bailar delante de los toros, sabía que los toros la separaban de mí como una magia funesta.

Poco después llegó al puerto un navío de Creta que no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño, y cuyo capitán no tenía la mirada de malvado y además hablaba el idioma de Minea. Por esto ella me dijo:

– Este navío me llevará con seguridad hacia el dios de mi patria, de manera que podrás abandonarme y alegrarte de haberte desembarazado por fin de mí, que tantas molestias y perturbaciones te he causado.

Pero yo le dije:

– Sabes muy bien, Minea, que te seguiré a Creta.

Ella me miró y sus ojos eran como el mar al claro de luna; se había pintado los labios, y sus cejas eran dos delgadas líneas negras sobre la frente, y dijo:

– No sé, verdaderamente, por qué quieres seguirme, Sinuhé, puesto que sabes muy bien que este navío me llevará directamente a mi país y que no puede ocurrirme ninguna desgracia por el camino.

Y yo le dije:

– Lo sabes tan bien como yo, Minea.

Entonces ella puso sus largos dedos en mis manos y suspirando, dijo: -He pasado por muchas pruebas en tu compañía, Sinuhé, y he visto muchos pueblos, de manera que mi patria se ha esfumado un poco en mi espíritu como un bello sueño y no aspiro ya como antes a volver a ver a mi dios. Por esto he demorado mi marcha, como ya te habrás dado cuenta, pero al bailar delante de los toros he sentido que debería morir si pusieras la mano sobre mí.

Y yo le dije:

– Sí, sí, sí, hemos hablado a menudo de eso ya, y no pondré la mano sobre ti, porque sería vano irritar a tu dios por una bagatela que cualquier mujer puede darme, como dice muy bien Kaptah.

Entonces sus ojos lanzaron llamas como los de un gato montés en la oscuridad y clavó sus uñas en mis manos, gritando:

– Ve corriendo a casa de estas mujeronas, porque tu presencia me repugna. Corre a casa de estas cochinas mujeres del puerto, puesto que sientes deseos pero debes saber bien que después no te conoceré ya, y que acaso te haga sangrar con mi puñal. Puedes perfectamente prescindir de lo que yo prescindo también.

Yo le sonreí y dije:

– Ningún dios me lo ha prohibido. Pero ella respondió:

– Yo soy quien te lo prohíbe, e intenta acercarte a mí después de haberlo hecho.

Yo le dije:

– No tengas miedo, Minea, porque estoy profundamente asqueado de lo que hablas, y no hay nada más fastidioso que divertirse con una mujer, de manera que, después de haberlo probado, no quiero renovar el experimento.

Pero ella se excitó de nuevo y dijo:

– Tus palabras ofenden gravemente mis sentimientos femeninos y estoy segura de que no te cansarías de mí.

Así me era imposible contentarla, a pesar de mi esfuerzo, y aquella noche no acudió a mi lado como de costumbre, sino que se llevó su alfombra a otra habitación y se cubrió la cabeza para dormir.

Entonces la llamé y dije:

– Minea, ¿por qué no calientas mi cuerpo como antes, puesto que eres más joven que yo y la noche es fría y tiemblo bajo mi alfombra?

– No dices la verdad, porque mi cuerpo está ardiendo como si estuviese enferma, y no puedo respirar con este calor asfixiante. Por esto prefiero dormir sola, y si tienes frío pide una estufa o ponte un gato al lado y no me molestes más.

Me acerqué a ella y le toqué el cuerpo y la frente, y estaba verdaderamente febril y temblaba bajo su alfombra, de manera que le dije:

– Quizás estés enferma; déjame que te cuide.

Pero ella rechazó su manta con el pie y dijo con cólera:

– Vete; no dudo de que mi dios curará mi enfermedad. Pero al cabo de un momento dijo:

– Dame de todos modos un remedio, Sinuhé, porque me ahogo y tengo ganas de llorar.

Le di un calmante y acabó durmiéndose, pero yo velé a su lado hasta el alba, cuando los perros comenzaron a ladrar en el crepúsculo lívido.

Y llegó el día de la marcha y le dije a Kaptah:

– Recoge todos nuestros efectos, porque embarcamos hacia la isla de Keftiú, que es la patria de Minea.

Pero Kaptah dijo:

– Me lo figuraba, pero no desgarraré mis vestiduras porque tendría que volverlas a coser, ni tu perfidia merece que derrame ceniza sobre mis cabellos, porque a nuestra salida de Mitanni me has prometido que no volveríamos a tomar nunca jamás otro navío. Esta maldita Minea acabará llevándonos a la muerte, como lo presentí cuando nuestro primer encuentro. Pero mi corazón se ha endurecido y no protesto ni aúllo por no perder la vista de mi único ojo, porque he llorado ya demasiado por culpa tuya por todos los países a los que tu sagrada locura nos ha llevado. Te digo simplemente que sé de antemano que será mi último viaje y renuncio incluso a cubrirte de reproches. He preparado ya todos nuestros efectos y estoy a punto para la marcha, y no tengo otro consuelo que saber que has escrito ya todo esto en mi espalda a fuerza de bastonazos el mismo día en que me compraste en el mercado de esclavos de Tebas.

La docilidad de Kaptah me sorprendió profundamente, pero pronto comprobé que había interrogado a varios marinos y que les había comprado muy caros diversos medicamentos contra el mareo. Antes de nuestra marcha se puso un amuleto en el cuello y ayunó, y se apretó estrechamente el cinturón y bebió una poción calmante, de manera que subió a bordo con los ojos de un pescado cocido y pidió con voz pastosa carne de cerdo grasa que, según las afirmaciones de los marinos, era el mejor remedio contra el mareo. Después se tendió y se durmió con una costilla de cerdo en una mano y el escarabajo en la otra. El jefe de los guardias me deseó buen viaje tomando mi tablilla, y después los remeros sacaron sus remos y el navío ganó alta mar. Así comenzó el viaje a Creta y, delante del puerto, el capitán ofreció un sacrificio al dios del mar y a los dioses secretos de su camarote y, haciendo izar las velas, el barco se inclinó y hendió las aguas, y el estómago se me subió a la boca, porque el mar inmenso estaba muy agitado y no se veía ya la costa.