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Los tomates asesinos

Alfonso ve pasar de largo los locales donde funcionan las famosas parrilladas. El cielo está muy despejado y la cordillera, seca pero imponente, se alza como una suerte de reinterpretación de la famosa caja de fósforos Andes. El paisaje es explícitamente chileno, con álamos y sauces, vacas pastando y árboles frutales a la espera de ser saqueados para aumentar las arcas de los exportadores.

La camioneta avanza soplada por la carretera Panamericana rumbo al sur. Es un día de semana, antes del mediodía y el tráfico es mínimo.

– Camioncito, para por ahí, mira que tengo que echarme la corta.

– ¿De nuevo, Jefe?

– Esto le pasa a uno cuando ha usado más la pichula que el cerebro en la vida. La huevada se resiente. Es lógico. Mal que mal, el cabezón también es humano.

La camioneta se detiene. Faúndez se baja a la berma, ordena su guayabera gris perla y camina unos metros hacia la acequia que corre detrás de unos arbustos.

– Podríamos aprovechar de almorzar por acá -le dice Escalona al Camión-. Un poquito de campo no le hace mal a nadie.

– Le tengo ganas a una sandía, compadre.

– Si en Paine no encuentras una buena, ¿dónde?

Faúndez regresa y se sube el cierre. Los cuatro vuelven a la camioneta. El Camión señaliza e ingresa una vez más al camino.

– ¿La próstata, Jefe?

– Supongo. Señal de que uno envejece, cuando debería ser al revés.

– Mejor hacerse ver.

– No me interesa que un tipo me ande manoseando la diuca, Escalona. Además, es bueno mear harto. Botas las enzimas que te hacen mal. ¿No es así, Pendejo?

– No lo sé, don Saúl. Me imagino que sí.

– Qué vas a saber vos de problemas de pico. Todavía no aprendes a usar bien el tuyo. Esa Nadia parece que es una calienta-huevas.

– Tenemos que conseguirle una minita. Yo tengo varias -señala el Camión.

– Pendejo, disculpa la confianza, pero me preocupo. Ya que no te estás comiendo a la Nadia, al menos espero que te estés pajeando lo suficiente.

– ¿Disculpe?

– ¿Tú sabías que los tipos que no descargan su semen terminan envenenándose? La leche se te sube al cerebro y te carcome las neuronas. A veces es bueno, porque te carga de energía y hasta te purifica. Te deja como a mil, a punto a estallar, como si hubieras aspirado mucha pichicata. Pero al final, te hace mal. Por eso los curas son como son. De tanto hacerle el quite al sexo, terminan inflados de moco.

Las moscas que circundan la choza se toman en serio. Atacan a todos los que deambulan por ahí. Ni siquiera la bolsa de plástico llena de agua con vinagre que cuelga de una de las vigas sirve de amedrentamiento. La cantidad de animales sueltos tampoco ayuda. Gallinas, patos embarrados, una serie de perros quiltros, conejos con los ojos colorados. Faúndez patea un cerdo y lo hace chillar.

El sol cae recto sobre la tierra y el aire está tan espeso de polvo y temperatura que no se mueve. La choza está en una suerte de parcela-población, trozos mínimos de tierra miserable ubicados a ambos costados de la carretera Panamericana, a escasos kilómetros del pueblo de Paine.

– Oye, chica, ¿está tu madre? Llámala. Dile que somos del diario.

Según los partes policiales, Paine, la capital de la sandía, sede del festival de esa fruta roja y del grupo Los Chacareros de Paine, se está transformando en un foco de delincuencia juvenil. Una banda de chicos descarriados, autodenominados Los Tomates, justamente por dedicarse a recoger tomates, está tiñendo de sangre el fértil suelo de esta bucólica zona del Valle Central, cuarenta kilómetros al sur de la capital del país.

En efecto, alrededor de medio centenar de niños entre doce y dieciséis años se encaminan aceleradamente y sin freno por la senda del delito, la corrupción y el vicio. Hace dos semanas atracaron y agredieron a Daniel Quiñones Bello, comerciante de 52 años que tiene un puesto de menestras y frutas a un costado de la carretera Cinco Sur, a la altura de Linderos. Las diligencias efectuadas por la Decimoséptima Comisaría de la Policía de Investigaciones indican que tres muchachos, todos miembros de la pandilla Los Tomates de la cercana localidad de Paine, se confabularon para robarle a Quiñones. El hecho delictual ocurrió alrededor de las 21 horas, en momentos en que anochecía, cuando los tres chicos, el mayor de 16 y el menor de 12, llegaron hasta el local y procedieron a distraer al comerciante simulando la compra de frutas y bebidas. Mientras Quiñones atendía a dos de ellos, un tercero, identificado como Marcelo Pinilla Sazo, de 14 años, esgrimía una botella de vidrio de un litro de gaseosa y la estrellaba contra el cráneo del comerciante, haciéndole perder momentáneamente el conocimiento, ocasión que aprovecharon para despojarlo del reloj, treinta mil pesos, una cifra no aclarada de dólares y varios kilos de guindas corazón-de-paloma.

– ¿Señora Sazo?

– Sí, dígame.

– ¿Usted es la mamá de Marcelo Pinilla?

– Así es.

– Buenas tardes. Saúl Faúndez, para servirla. De El Clamor.

– ¿De El Clamor? ¿En serio?

Tres días después del asalto, el cuerpo de Marcelo Pinilla Sazo apareció muerto junto a la vía férrea en lo que se considera un accidente, aunque distintas versiones aseguran que se trata de un homicidio perpetrado por integrantes de la propia pandilla Los Tomates.

– A mi hijo lo mataron, señor, y lo hicieron aparecer como un accidente.

Sara Soza, madre del extinto Marcelo Pinilla, está curtida por el tiempo, le faltan algunos dientes y posee una mirada que denota esfuerzo. Sara Soza se ve bastante mayor de los 36 años que tiene. Madre soltera pero hija del rigor, trabaja como empleada doméstica y vendedora en una de las ramadas que se levantan junto a la ruta que lleva al sur. La señora Sara reconoce que Marcelo no era un chico ejemplar, pero también enfatiza que no era más que un niño.

– No pudo ser un accidente. A Marcelo lo empujaron. O lo mataron a golpes y después lo dejaron a la orilla de la línea para que todos creyeran que fue un accidente. Pero a mí, señor, no me cuentan cuentos. Marcelo se crió con los trenes. Pasan por aquí todos los días. Desde chico que juega en la línea. ¿Cómo justo ahora le iba a pasar algo?

– ¿Y qué hay de los antecedentes de Marcelo? -pregunta en forma inesperada Alfonso.

– Dos veces estuvo detenido allá en Santiago, en San Miguel.

Escalona se acerca a la mujer y sin pedirle permiso comienza a disparar su máquina.

– Señora -le dice-, ¿se puede poner más a la sombra? La luz está mejor ahí.

La mujer, que viste un gastado delantal, se coloca bajo una parra con uva que aún está verde. Escalona sigue fotografiando. La mujer está tomada de la mano de una niñita chica, con el torso desnudo, que exhibe un ombligo protuberante.

– ¿Estamos hablando del Centro de Diagnóstico y Prevención Delictual? -le pregunta Faúndez mientras toma algunos apuntes en su libreta.

– Sí. Claro que las dos veces se fugó. Con ayuda de los otros Tomates.

– ¿Y por qué cree que sus amigos lo mataron? ¿No eran tan unidos?

– Por plata. Y drogas. Parece que Marcelo se gastó la parte que les tocaba a los otros en pasta base. Marcelo era drogadicto, estaba mal. La firme es que lo mataron como venganza. Y para mandarles un mensaje a los otros cabros. Esos Tomates son terribles.

– Gracias, señora, creo que tenemos bastante con esto.

Faúndez y Alfonso se acercan al Camión, que está sentado arriba de una banca bajo un inmenso sauce.

– ¿Estamos listos, Jefe? -pregunta antes de lanzar un grueso escupitajo al suelo.

– Aquí sí. Ahora quiero ir a la ramada y hablar con el huevón que golpearon. Y al pueblo. A ver si los pacos nos dan pistas para hablar con alguno de los Tomates.

– Vale.

Escalona se acerca a ellos.

– ¿Listo? ¿Agarraste tus monos?

– Estamos mal, Jefe, necesito un poco más de tiempo. ¿Cómo vamos a ilustrar esto si no tenemos la foto del cadáver del chico? Necesito que esta vieja suelte la lágrima. Puta la huevona fría. No le entran balas a la vieja culeada. Ni una jueza es tan cara de palo. Déme un par de minutos y le consigo algo bueno. Fernández, ven. Acompáñame.

Escalona y Alfonso regresan a la choza. Golpean la puerta.

– ¿Sí?

– Señora, disculpe. ¿Pero no tendría alguna fotito de Marcelo? Para que pongamos en el diario.

– Sí, pero es del año pasado.

– Perfecto. ¿Me la puede traer?

La mujer desaparece dentro de la choza.

– Ahora, Fernández, fíjate bien. Vas a ver cómo trabaja un maestro.

La mujer sale a la luz. En su mano tiene una pequeña foto en blanco y negro, algo ajada, de un niño muy inocente abrazado a su perro. El chico está con pantaloncillos de fútbol y sonríe con todos sus dientes.

– Era bonito el cabro, señora. Simpático.

– Aquí todos se morían por él. Era bueno para las bromas.

– ¿Y a usted la hacía reír?

– Sí, mucho. Antes que se metiera en problemas, era mi regalón.

– Pero me imagino que incluso al final, cuando andaba en malos pasos, seguía siendo su regalón.

La expresión de la mujer se vuelve más severa, sombría. Su voz comienza a desvanecerse.

– Sí, claro. Marcelo era mi favorito. Por eso me preocupaba tanto por él.

– Y en esta foto, ¿qué edad tenía, señora?

– Es más antigua de lo que pensaba. Debe tener un par de años… Yo creo que el Marcelo tenía sus doce, algo así.

– Doce años, un niñito. Una guagua.

– Sí -dice la mujer con algo de emoción. Su pera comienza a tiritar.

– ¿Y usted lo quería?

– Mucho, sí.

Se produce un silencio. La mujer no puede hablar. Sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

– Si era el mayor. El primero que tuve.

– Cómo habrán sido sus cumpleaños…

– …

– ¿Y ese perro? ¿Su mascota? ¿Cómo se llamaba?

– Peluso.

– Morir tan joven, no hay derecho. ¿Y usted vio su cuerpito, señora? ¿Tuvo que reconocerlo?

La mujer no resiste más y comienza a llorar. El dolor es patente. Alfonso se da vuelta. Escalona agarra la cámara, enfoca y, mientras dispara, sigue hablando:

– Qué impotencia debe sentir, señora. Me imagino. Una vida así, desperdiciada… Una muerte tan inútil, violenta… Y usted sola, a cargo de todo, sin nadie que le ayude. Tome este pañuelo… Sáquelo todo para afuera, desahóguese, así, perfecto… Eso. Ahora, ¿podría moverse un poquito para el lado? Perfecto. Así me gusta.

Trescientos metros más allá del puesto de menestras de Ramón Quiñones se ve una ramada de paja repleta de sandías y melones. Detrás del improvisado local, hay un bosque pequeño y motudo que deja entrar el sol en lonjas que caen diagonalmente sobre el pasto y un par de mesas de picnic. Escalona y el Camión están sentados con sendas sandías a medio terminar. Entre ellos, un gran tarro de harina tostada. El Camión come su sandía con cuchara y escupe las pepas lejos. Escalona está descalzo tratando de airearse los pies.

– Estamos hedionditos.

– Prefiero el olor a pata al olor a ala.

En el suelo, sobre el pasto, descansa Alfonso. Está dormitando, su cabeza apoyada sobre el tronco de un pino. Tiene la polera levantada y sus manos descansan protegiendo su vientre.

Faúndez regresa de mear. Con un pañuelo se limpia el sudor de la frente. Un chico de unos doce años sale de la ramada y les lleva dos cervezas de litro y cuatro vasos. Faúndez se sirve una y la espuma es tanta que se derrama sobre la mesa de madera. Se toma el vaso al seco y con el mismo pañuelo limpia la espuma que le quedó sobre el labio. Después eructa tan fuerte que llega a producir eco.

– Perdona, Pendejo.

Satisfecho, Faúndez se toca la panza, enorme e hinchada.

– Eres flaquito, lisito -dice mirando a Alfonso, que se incorpora del sueño-. Así era yo, igualito; no creas que siempre tuve esta guata. Pero ya te va a llegar. Ya te va a llegar. La cerveza te caga, Pendejo. Te traiciona. Lo único que podría llegar a envidiarte es tu pinta, ser así flaco, moverse más fácil. Eso y que no tengas que mear a cada rato.

Alfonso acomoda su polera, se tapa el ombligo y se levanta. Se acerca a la mesa y toma otro trozo de sandía. Se sienta sobre la mesa, sus pies arriba del escaño.

– ¿Y? ¿Me vas a perdonar, Fernández? -le dice Escalona con la boca llena.

– Sí, o sea, tú sabrás… Tú sabes más que yo, pero…

– ¿Pero qué? -le pregunta Faúndez, sentándose.

– Supongo que hay modos y modos.

– Sí, le podría haber pegado para hacerla llorar. Escalona es un artista, Pendejo. Quiero que eso te quede claro y que lo respetes como tal. Es mucho más artista que tú y desde luego más que yo. ¿Quién sino Lizardo Escalona es capaz de revelar el alma del hampa y de sus víctimas a través de su lente? En serio, no estoy exagerando. Estoy haciendo justicia. Algún día, Pendejo, Escalona juntará sus mejores fotos -y puta que tiene buenas fotos- y hará una exposición en el Bellas Artes y los críticos tendrán que abrirse de patas. Porque los rostros de Escalona expresan todo lo que las víctimas y los victimarios son incapaces de expresar, ¿me entiendes o no? Da lo mismo, lo importante es que Escalona es capaz de ver más allá y entender. Porque si uno es capaz de hablar, por lo general, no mata. ¿Tengo razón, Escalona? ¿Sí o no?

– Así es, Jefe. Muchas gracias, es usted muy amable. Debería anotar todo esto.

– Te lo mereces, Escalona. No regalo cumplidos porque sí. Y deberían pagarte mucho más. Ahora, cuéntale algunos de tus principios.

– ¿Sí?

– Estamos en confianza. Fernández es uno de los nuestros. O debería tratar de serlo.

– Mira, es muy simple: todos tienen que verse atractivos porque eso es lo que atrae, lo que vende.

– Vender en el sentido de seducir -aclara Faúndez-. Eso, a la larga, se transforma en venta.

– La gallada con buena pinta tiene mejor suerte. Las puertas se les abren más fácilmente. Los feos siempre son rechazados, hasta que logran ser aceptados a la segunda o a la tercera.

– La pura verdad, Escalona. La primera vez que te vi, puta que me asusté.

– El secreto está en los ojos. Y las sombras sobre la cara. El sueño de todo editor es un asesino pintoso con ojos que asusten. Pero, por desgracia, no todo el mundo es atractivo. Como el Camión.

– Vos, poh.

– La gente que no es atractiva necesita tener algo más. Como esta vieja. Ahora bien, si a la vieja le agregas lágrimas y sollozos y dolor, se vuelve atractiva. Distinta. Te engancha. Miras la foto y algo te pasa.

– Dices: qué le pasó a esta vieja culeada. Por qué está así. Caes en nuestras redes.

– Puede ser -dice Alfonso terminando su sandía-. Pero lo que no entiendo es por qué la gente acepta que le tomen fotos. O sea, que terminen posando y acepten los flashes y hasta esos plumavit. Si a mí me pasara algo ni siquiera parecido a lo que les pasa, me encerraría en mi pieza y taparía las ventanas con frazadas.

– Porque les gusta. Por eso.

– No puede ser. Algunos ni siquiera han sido condenados.

– No seas ingenuo, Pendejo. Si alguien llega a La Pesca, no es porque sea un pobre inocente. Por mucho que no haya hecho nada, alguna culpa está pagando.

– Ya, pero ¿y los parientes? No sé si me gustaría aparecer en el diario si mataron a mi hijo o para que todos sepan que mi hermano es un violador.

– Se nota que vienes de otro mundo, Fernández -le dice Escalona-. Se nota que no entiendes éste. Que te falta comprender el engranaje humano. La mayoría de la gente quiere aparecer. Validarse.

– Pasar a la historia.

– Trascender.

– Exacto -sentencia Faúndez-. Mira, a los ricos, por ejemplo, les fascina la idea de ser famosos o tener poder. Por eso no hay artista o político que no pose para una foto. Mira la vida social, no más. Se pelean por aparecer porque saben que la gente, los mortales, los ratones que han perdido, los van a mirar con envidia. Es tal la inseguridad que tienen, que necesitan confirmar que existen a través de un tercero: nosotros. La prensa, para servirles. Eso sólo lo puede hacer una foto y, en menor grado, una nota. Abren el diario, ven su imagen en medio de la pompa y dicen «salí en el diario, existo». Los menos histéricos, los que no dan entrevistas ni posan para las fotos, así y todo les gusta que su nombre aparezca en tinta en la lista de los empresarios más ricos o en un reportaje sobre, no sé, los más inteligentes.

– Nos pusimos densos -opina el Camión, aburrido.

– Por eso las minas posan para esas fotos de novias. Quieren decirles a sus compañeras: «Miren, chiquillas, lo logré, me agarré un hombre y no me lo va a quitar nadie».

– Los pobres, en cambio, están cagados -sentencia Escalona-. No existen. Ahí entramos nosotros. La sección policial es la única parte donde los pobres aparecen con foto, nombre y apellido. Donde les damos tribuna y escuchamos sus problemas.

– Nuestras páginas son como la vida social de los pobres, Pendejo. Se hacen famosos aunque sea por un día. Esta gallada después recorta los artículos o los enmarca. Aunque uno los haya tratado mal. Te puedo contar mil casos. Así funciona la cosa, pasando y pasando. No nos aprovechamos de nadie. Así que no vengas a hacerte la mina o a sentir pena. Lo que nosotros hacemos por ellos es legitimarlos. Les damos espacio.

– Los tratamos como estrellas.

– ¿Quién sino nosotros los pondría en la portada?