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Once y media de la mañana, sector carnicería del matadero Franklin. Calor quieto, en suspensión. Fernández y Escalona terminan de entrevistar a un empleado con una cotona salpicada de sangre. No queda claro si la sangre es humana o animal. Alfredo Guerrero Cepeda, 28 años, empleado del local 32, carnicería «Bambi», fue testigo del hecho. A su lado reposan unos cuartos de novillo, a la espera de ser despostados. En un balde de lata un montón de intestinos frescos y viscosos atrae a una horda de moscas danzantes.
Un par de horas antes, cuando el local estaba atestado de clientes, llegó a la carnicería Mauricio Bustos Gómez, 36 años, empleado, quien solicitó al jefe de Guerrero, Héctor Barraza Jara, 47 años, dueño de la carnicería, quinientos gramos de asiento. Barraza procedió a entregarle cuatrocientos gramos de tapa-pecho. Bustos reclamó e intentó sacar la carne de la romana. Barraza, visiblemente alterado, lo increpó y antes que nadie pudiera hacer nada, tomó un afilado cuchillo plateado y le rebanó la mano derecha a la altura de la muñeca. Bustos cayó desmayado; la mano -que se movía como si estuviera despidiéndose- cayó sobre el aserrín. Los clientes intentaron linchar a Barraza, pero éste se encerró en el freezer hasta que llegó la policía.
– ¿No sabe nada más, entonces? -pregunta Fernández, que anda con camisa blanca de manga corta y una corbata tan vieja que llega a ser moderna.
– ¿Le parece poco?
– Está bien. Gracias.
Fernández y Escalona salen del local. Caminan en forma pausada, leve. El suelo está emplastado de sangre y grasa; el olor a fruta podrida es intenso y se tiñe con la bosta de los burros y la orina fresca de las yeguas.
– ¿Agarraste buenos monos?
– No te preocupes, Fernández: soy tus ojos. Tranquilito. Aprende a confiar. Te podré cagar de mil formas, pero nunca te dejaré sin fotos, ya te lo he dicho. Tomé apaisadas y color… Y el título, ¿lo tienes?
– Carnicería sangrienta. ¿Te parece? Había pensado Mano en la masa, pero eso si hubiera ocurrido en una panadería.
– Vas a llegar lejos, Fernández. Estás aprendiendo.
– De ti, Escalona, de ti. No todos tienen mi suerte.
– Algún día me lo agradecerás.
– ¿Y el jefe?
– Se siente mal. Achacado. La caña. Además, el olor de la carne lo enferma. Dice que se le pega a la piel, se le mete a los poros como el polvo de Carrascal abajo. La sangre le recuerda a su viejo. Claro que ése era matarife de Lo Valledor…
– ¿Y qué fue de él?
– Apurémonos será mejor, no ves que se puede emputecer.
Llegan a la estrecha calle principal y la imagen remite a Bombay: autos mal cilindrados, micros repletas, vendedores de helados Panda, lustrabotas. Franklin está convertido en un mercado persa ambulante y la muchedumbre les bloquea el paso. Cientos de comerciantes informales que se confunden con los mendigos vociferan sus camisetas estampadas, bolsos para gimnasia, buzos de plush, cientos de zapatillas fosforescentes traídas de contrabando desde Taiwán y Paraguay. Un carro destila vinagre y las aceitunas parecen pasas de tanto esperar al sol. Escalona se detiene frente al carro de una mujer con rasgos indígenas que vende bolsitas de polvos, sahumerios, uñas de gato. Fernández huele el denso aroma de la pimienta, el comino, el legendario aliño Negrita. Escalona compra dos bolsitas de polvillo blanco.
– ¿No se supone que es ilegal? Yo pensaba que los ratis se ponían. O la OS-7.
– Es óxido de zinc.
– ¿Para las mermeladas? ¿Para que no se echen a perder?
– Para las patas, saco de huevas. Ese otro es el ácido sórbico. ¿No te enseñaron química? Esto es para apalear los hongos. ¿No ves que tengo problemas? Es para el olor.
– Habérmelo dicho, Escalona. Te hubiera comprado un kilo.
Frente a El Rey del Tallarín está estacionada la camioneta amarilla. Fernández la toca y es como una caldera. El sol se refracta en sus ojos.
– Con mi primer sueldo, sin falta me compro esos anteojos oscuros que vi la otra tarde en la Galería España.
– Vas a parecer rati.
Fernández ve al Camión que sale del angosto local comiendo a mordiscos medio melón calameño. Un fluido anaranjado le chorrea la abultada camiseta blanca, manchándola de color y pepas.
– Camioncito, ¿y el Jefe?
– Se sentía como las huevas. Feroz mona. Se fue aquí cerca, a los Baños Anatolia. Dijo que nos encontráramos más tarde. A almorzar. Propuso El Hoyo.
– ¿Algún crimen más? -pregunta Fernández.
– Un asalto en Colón. Otra panadería. Lo está cubriendo la Roxana.
– Mano en la masa.
– Yo me voy a los Baños -informa Escalona-. Después paso a mi casa que está al lado y me echo una siestecita.
– Si Faúndez no está, el que manda soy yo. Te quedas aquí, vestido.
– No te vengas a hacer el choro conmigo, cabrito.
– Nos vamos a Colón. Y tú, Escalona, vas a estar ahí para atestiguarlo. Un cambio de ambiente no nos vendrá nada de mal.
Fernández se fija en unos cargadores raquíticos, sin camisa, que descienden de un camión acarreando unos corderos recién faenados. Los ojos rojillos de los corderos parecen mirarlo. La sangre fresca les empapa las espaldas y los pantalones de saco de harina.
– Pero después nos vamos a almorzar a El Hoyo -sentencia Escalona con algo de rencor-. Mira que le toca al Chico Quiroz pagar la fianza.
– Se me quitó el apetito.
– Pero más tarde, Fernández. Si uno no comiera cada vez que siente asco, nos moriríamos de hambre.
– Camión, ¿estamos listos?
– Usted manda, Jefe.
– Así me gusta -pero después se ríe y toda su autoridad se escurre por la puerta de la camioneta.
El Hoyo se fundó en 1912 y tiene historia en abundancia, pero uno de los herederos se las dio de moderno y un buen día refaccionó el frontis transformándolo en una suerte de iglú con ladrillos en forma de huevos. Pintó el edificio de cal, le puso un techo de tejas falsas, cerró todas las ventanas e intentó legitimarse como si estuviera en un mall. Pero la remodelación llegó hasta ahí no más. Adentro quedó históricamente igual, una cantina con vigas a la vista, ventiladores pegoteados de fritanga y barriles negros en vez de mesas, donde la gente de la Estación Central puede tomarse un vaso de chicha o comerse un causeo de patitas bien picante.
La camioneta amarilla de El Clamor se estaciona en la calle Gorbea y los tres reporteros caminan en fila hasta la esquina de San Vicente. Fernández escucha el pito del tren que viene entrando a la Estación Central un poco más allá, al otro lado de la calle Exposición.
El contraste con el exterior es grato; el olor a chicha de Villa Alegre y al orégano de la plateada los cubre de inmediato. Se agradece la falta de ventanas y la poca luz. A pesar de la cantidad de hombres presentes, la mayor parte dueños de negocios cercanos, algunos camioneros recién descargados, la temperatura es baja y el murmullo constante. Escalona saluda a un veterano garzón de cotona verde y los tres son conducidos a un comedor privado lleno de afiches de gaseosas y cervezas.
En una mesa, picando charqui seco y trozos de queso de cabeza, la diminuta presencia del Chico Quiroz se hace sentir de inmediato. El Chico está transpirando copiosamente y la gomina del pelo se le deposita en el cuello. Cuando los ve entrar, el Chico levanta los brazos en un gesto mussoliniano. Uno de los botones de su empapada camisa color caqui salta y cae dentro del vaso de un invento bautizado como terremoto: pipeño fresco y helado de piña. Cada vaso siguiente es una réplica.
– Cada día más gordo, Chico.
– Y cada día más cachero, también.
El Chico saca el botón del helado de piña que se está derritiendo en el vino blanco, lo lame y se lo guarda en el bolsillo delantero que tiene miles de lápices. En la mesa tiene un aparatoso teléfono celular que dice Radio Libertador. El Chico Quiroz besa en la mejilla a Escalona y al Camión, pero saluda en forma fría y sospechosa a Fernández.
– Es nuevo. Es el hijo perdido de Faúndez.
– ¿Uno de los tantos?
– Está haciendo la práctica con nosotros.
– Las huevadas que va a aprender con ustedes tres.
– Más que con vos, Chico -dice el Camión.
– Alfonso es de los buenos, respétalo -aclara Escalona mientras se amarra una gran servilleta blanca al cuello-. Va a terminar quitándote la pega. Acuérdate.
– ¿Se supone que tengo que pagarle?
– Un trato es un trato -le contesta el Camión ajustándose los testículos dentro de su pantalón-. ¿O quieres que llame a tu editor?
La fianza del Chico Quiroz consiste en lo siguiente. La mayoría de los reporteros policiales no cuenta con movilización propia y pocos pueden apoyar su trabajo con un presupuesto digno. Buena parte de los cronistas rojos debe movilizarse en micro, en metro o simplemente a pie. Como la mayoría de los crímenes ocurre en la periferia, el proceso es largo y engorroso. Algunas radios y diarios más pequeños admiten el sistema de vales: el reportero toma un taxi al sitio del suceso, reportea, consigue una cuña con declaraciones de alguno de los afectados y regresa al centro en otro. El profesional anota sus gastos y sus respectivos medios se ven en la obligación de cancelarlos a fin de mes. Como los taxis no otorgan recibos (las radios chicas no tienen convenios con la compañías de radiotaxis), el acuerdo se transforma en un asunto de fe. Claro que la pura fe no basta para mover montañas. Un periodista no puede exceder un límite máximo diario establecido. Lo que los jefes no saben (o saben pero se hacen los desentendidos porque, en rigor, no pueden hacer nada al respecto) es que esa cifra, que siempre suma lo máximo posible, no se gasta en taxis sino en comilonas en restoranes, bares, prostíbulos, garitas o picadas como El Hoyo. A veces, claro, al reportero radial no le queda más remedio que tomar un taxi, pero por lo general lo comparte con algún colega y la diferencia queda para él.
Con Saúl Faúndez y El Clamor, el juego posee otras reglas. En la camioneta hay espacio para dos personas más, apretadas, en el asiento de atrás. El viaje (ida y vuelta) es gratis y se aprovecha de cultivar «la cofradía del intercambio informativo», pero al final nada es del todo gratis y un-trato-es-un-trato, por lo que Faúndez, puntillosamente, anota en su libreta lo que le pudo haber costado al reportero el periplo en cuestión. Sus pasajeros habituales son tipos como el Chico Quiroz de radio Libertador o el canoso Senén Villalón de la Panamericana. Roxana Aceituno, de la agencia Andes, viaja gratis y es considerada «uno de los muchachos», aunque ella también paga. A su modo.
Cada tanto, por lo general a comienzos de mes, Saúl Faúndez se comunica con cada uno de ellos, les dice lindezas, amenaza con extorsionarlos, los insulta bien insultados y después termina organizando una comida, un almuerzo, una celebración a cargo de ellos. Lugares no faltan: la Casa de Cena, el Costa Verde al final de Carlos Valdovinos, el Sol y Mar de San Pablo si se trata de mariscos, Las Tres B si la idea es ahorrar. La fianza consiste en gastar el 80 por ciento de lo que se estafó al medio. Faúndez dice que vigila las cuentas porque, mal que mal, los almuerzos son un rito. No cumplir es provocarlo e insultar al sector, a la profesión y al mismísimo Colegio de Periodistas, del que todos son miembros, cuotas atrasadas quizás pero socios de carnet en mano, aunque ninguno de ellos jamás pisó una universidad.
Saúl Faúndez es poderoso. Tiene un aura que sobrepasa su físico, su séquito y sus contactos. Entrar en guerra con Faúndez es una muy mala idea. Pocos colegas están dispuestos a disputarse o contradecir al Peligro Amarillo, como lo apodan. Como bien dice el canoso Villalón, «les tengo menos miedo a los patos malos que a Faúndez; por lo menos con ellos uno sabe qué representan, en qué están».
– ¿Me están pelando?
Todos se dan vuelta y bajo el dintel Saúl Faúndez aparece en toda su gloria. La luz que se cuela de la cocina lo despega del fondo y su imponente garbo transforma su silueta. Faúndez se queda ahí un instante, inspeccionando el lugar como si fuera un guardaespaldas encargado de la seguridad.
– Siéntese, Jefe. ¿Qué va a pedir?
– Qué me recomiendas, Chico. ¿Cuánto piensas gastar en mí?
Faúndez se acerca, le revuelve el pelo a Fernández, deja su carterita de cuero en la mesa y se sienta en la otra punta, al frente del Chico Quiroz, de espaldas a la entrada.
– A ver, Chico, demuestra cuánto me quieres. Pide por mí, pero no te equivoques. No me pidas algo que sea barato, pero tampoco algo que no me guste. Deposito, una vez más, mi confianza en ti.
El Chico Quiroz se queda pensativo, compungido.
– Veamos lo que hay en la carta -dice Fernández, intentando brindarle algún apoyo. El resto se ríe.
– En El Hoyo no hay carta-menú, Pendejo. Aquí cada uno sabe a lo que viene. Como en las casas de putas.
– Pero ahí te muestran lo que uno se quiere comer.
– Cierto.
Faúndez se sirve un vaso de chicha y con sus dedos gruesos coge unos trozos de queso de cabeza. Luce recién afeitado, limpio, una piel tan rosada que llega a brillar de sana.
– ¿Cómo estuvo el vapor, Jefe?
– Celestial. Debería volver más a menudo. Con lo mal que trato a este pobre esqueleto, de vez en cuando hay que sacarlo a pasear y dejar que se ventile.
Entra el mozo y el Chico lo llama para que tome el pedido. Algunos piden cazuela de pava, arrollado huaso, un par de réplicas. El Chico Quiroz mira a Saúl Faúndez por unos instantes y después le pide al mozo una lengua entera, pelada, con papas cocidas y pebre.
– ¿Te parece? -le pregunta.
– Una sin hueso. Bien, muy bien. Tú sabes, no hay nada más rico que un poquito de lengua de vez en cuando.
– ¿Y? ¿Muchos lengüetazos anoche, Jefe? En la mañana ni hablaba. Parece que le dieron como caja.
– No sabes nada, huevón. No sabes lo que me fue a pasar. Todavía me duele la diuca. En la que me fui a meter… Eso me pasa por caliente, no más. Por gil. Si mientras más envejezco, más chucha de mi madre me pongo.
– Eso es verdad. Cada día uno se calienta más. Yo pensé que esto se iba a quitar. Tirarse a la vieja en la mañana ya no basta -opina el Chico mientras disecta una prieta que expulsa sus jugos sobre un par de papas cocidas.
– Ya pues, Jefe, cuente. Estamos en confianza.
El mozo sigue repartiendo los platos. Frente al Camión, un plato de porotos granados humea e impregna la mesa de un fragante aroma a albahaca.
– Bueno, ya, pero nada de andar publicando la huevada, miren que los conozco. No son capaces de cerrar la jeta, lo cuentan todo como si fueran minas.
– ¿Pero qué pasó?
– Después de despachar, me fui al centro y me junté con el Negro Soza, del Extra, y nos tomamos unos borgoñas y picoteamos unas pichanguitas hasta que llamaron a mi compadre, tenía que partir para Vivaceta, un atropello múltiple, no ven que el socio pitutea para la radio Sensación. Medio entonado, decidí irme, mejor, no me iba a quedar solo, así que pagué la cuenta y me enfrenté a la noche. Estaba fresquita. Caminé un poco y me fui rumbo a la Estación Central, por la Alameda. Ahí pensaba tomarme un colectivo a la casa. Pero, viejo caliente, se me ocurrió meter la nariz donde no debía…
– La pichula será… -grita Escalona.
– Déjame contar el cuento completo, ¿quieres? ¿Quién es el narrador aquí?
Faúndez parte la lengua en dos, la llena de mayonesa, mostaza y chancho en piedra. Después se sirve un largo vaso de chicha que está del mismo color de su piel.
– El asunto es que me metí a ese pasaje donde estaba el cine Alessandri. Está lleno de topless…
– ¿Se acuerda de la mina a la que le tajearon las tetas? Ahí fue.
– Cállate, Escalona. Es mi cuento. No te voy a soltar la bajada de título así como así. ¿Dónde iba?
– El topless.
– Correcto. Fui a echar un vistazo, a ver cómo estaba la mercancía. En eso estaba, mansito, mirando esas fotos que ponen de las minas, cuando sale del subterráneo una tipa extraña que me pega una mirada que me caló entero… Yo la miré alejarse y vi que se detenía: se quedó en el pasaje mirando una tienda de ropa interior que estaba cerrada. También caché que me miraba, sabía perfectamente que le había echado el ojo, que la tenía en la mira…
– Eso ocurre… Hay minas así…
– …la mina dijo que se llamaba Magnolia y ya no era un lirio, tenía sus años y sus historias a cuestas. Tenía facha de cabrona retirada, pero más flaca, muy flaca, con los huesos a la vista…
– Son las mejores, tiran mejor que esas modelos de la tele…
– Córtala… Te lo voy a advertir sólo una vez más…
– Perdone, Jefe.
– La cosa es que igual me gustó, con su pelo teñido de negro y su vestido rojo… La invité a tomar algo y llegamos a El Chiflón del Diablo, ahí a la entrada de Chacabuco… Pedimos unos tintolios y nos largamos a chupar… y a comer… pernil, longanizas de Chillán… un valdiviano a medias… La mina resultó ser vendedora de matute, traficaba cosas robadas, viajaba en bus a Iquique y traía radios, tragos y su resto de coca, para vender y para pichicatearse ella sola… Yo le conté lo que hacía y sentí cómo su sapo empezaba a palpitar, casi como si me aplaudiera: más que asustarse, la comadre no quería más. Resultó ser fanática de El Clamor, no se perdía mis crónicas… Recordamos el degollamiento múltiple que ocurrió en el Cerro Blanco; según ella, la víctima era clienta suya…
– Ya puh, Jefe, no la alargue más… ¿Escupió la diuca o no?
– Terminamos en una pieza en El Túnel, en Bascuñán Guerrero. El dueño es un coreano que me debía un favor. La Magnolia ésta estaba muy borracha y no digamos que olía a flores, pero yo estaba muy caliente y si hay algo que me mata es el olor a panty mojado…
– Rico.
– La minita era de ésas que se lo tragan todo y que son buenas para hablar; se recitó todo el glosario coa, no paraba, era como si mi pedazo de huachalomo le hubiera activado no sé que chucha de mecanismo… Tiramos no sé cuántas veces y seguíamos tomando; la Magnolia andaba con sus motes, así que también, por qué no, y dale que dale, como huaraca, y me llenó el cabezón de jale y después lo lamió todo hasta que quedé insensible…
– Como el Stud 2000 -le grita el Camión.
– Así que dale que suene, a patadas y combos, se notaba que hacía tiempo que a la mujercita no se la afilaban como Dios manda. Todo bien hasta que me pidió que se lo metiera por el chico. Me agarró la corneta y la masajeó con vino y Crema Lechuga para que entrara más fácil…
– Por el chico, como a usted le gusta.
Faúndez vuelve a su plato de lengua. La corta en tajadas muy delgadas.
– Por qué no te pides más chicha, ¿o piensas seguir con esas réplicas culeadas? Pídete un trago de hombre, maricón.
Nadie habla. Faúndez sigue comiendo. Todos esperan atentos. El Camión interrumpe el silencio:
– ¿Qué pasó, Jefe? Un cuento tan largo tiene que tener final…
– Nos quedamos dormidos, ¿ya? O sea, muertos, como troncos, cambio y fuera… No sé con qué soñé, pero de repente comencé a sentir algo raro. Hasta que, de puro desesperado, abrí los ojos y el hachazo cayó de inmediato entre mis dos cejas… Estaba empapado… lleno de sangre, pensé… algo viscoso… tibio… que no me dejaba levantarme… Así que me toco y noto que sí, estoy mojado, cubierto de algo, pero es algo grueso, como espeso… y el olorcito, puta la huevada.
– Te cagaron, Faúndez.
– Me cagaron ¿Cómo supiste?
Alfonso Fernández se sienta atrás, sube la ventana y huele el jabón y el eucaliptus que emanan de Faúndez. Las casas de la calle Gorbea son todas iguales, chatas y provincianas, y el sol cae tan a plomo que ni siquiera hay sombras. Escalona está totalmente borracho pero Faúndez, a pesar de los dos litros de chicha, se ve firme.
– Al diario, mira que tenemos que llenar un par de páginas. ¿Cómo estuvo el asalto?
– Bueno, Jefe.
– ¿Algún muertito?
– No para tanto.
– ¿Y lo del carnicero?
– Puede ser portada.
– Bien. Nos vamos con eso.
La camioneta llega a la Alameda. El tráfico es insobornable: no se mueve. Fernández mira la entrada del hotel El Túnel. Al lado hay una tienda de artículos de cumpleaños atendida por un montón de coreanos.
– Sabe, Jefe -le dice Escalona-, estaba pensando en lo que le pasó.
– ¿Y?
– Que la vida tiene sus vueltas. Sus sorpresas. Uno nunca sabe lo que va a pasar.
– Así es, pues, Escalona. No sólo la lluvia moja.
– ¿Habla por experiencia?