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– Y a usted, señorita, ¿dónde le gustaría desempeñar su práctica?
– En Crónica, señor.
– ¿Y a usted?
– Creo que Deportes sería lo ideal.
– Bien, muchacho. Deportes. Así será.
Más allá de la playa de estacionamientos, a un costado de este edificio art-decó que por momentos parece un transatlántico varado, se alzan varios galpones. En uno de los muros se lee pintado El Clamor, diario masivo y popular. Obreros con cotonas azules y ribetes amarillos entran y salen. Tres camiones pintados de amarillo esperan frente a una inmensa puerta metálica. Junto a los camiones se amontonan seis rollos de lo que parece papel higiénico. Son tan voluminosos que superan en altura a los camiones.
– ¿Y a usted, señorita?
– Dígame Nadia, así me siento más en confianza.
– Nadia, entonces… ¿dónde quieres trabajar?
– Me encantaría Espectáculos.
– Espectáculos me parece muy bien. Estupendamente bien. Creo que estarás a la altura. ¿Podré confiar en ti?
– Por supuesto.
– No esperaba menos, Nadia.
El portero está vestido totalmente de amarillo y en la espalda de su chaqueta tiene impreso un ícono que semeja un megáfono. A través de la oxidada reja se divisa una larga fila de mujeres de indudable extracción popular que esperan silenciosas bajo el calcinante sol de la tarde.
Al otro lado del muro se alza el campanario gris de una iglesia. La virgen de bronce, en la cima, está notoriamente ladeada, en un ángulo de diez a doce grados, recuerdo inalterable del último terremoto que azotó con saña a este antiguo y resquebrajadizo barrio venido a menos al otro lado del río. Alfonso Fernández lucha por no morderse las uñas.
– Y a usted, joven, ¿qué sección le agradaría?
– También me gustaría Espectáculos.
Omar Ortega Petersen suelta su lapicera y una mancha de tinta roja ensucia un documento que parece oficial. El sol que entra por el ventanal impide ver a Ortega Petersen con nitidez. Su mirada no es de las que incluyen empatía.
– ¿Eres sordo o tonto?
– Ninguna de las dos cosas, señor.
– ¿Qué miras?
– Diario masivo y popular.
– «Clamor popular.» Así nos dicen. ¿Tienes algún problema con eso?
– No, señor.
– Aquí no tenemos vocación de minoría, ¿me oíste? Y esto va para los cuatro. Quiero que lo tengan claro. Aquí no van a escribir para seducir al profesor o pasar de curso. Si logran publicar algo en El Clamor, los van a leer miles, para no decir millones. Van a poder cambiar vidas. Tendrán la posibilidad de influir, de meterse en la mente de los lectores como un dedo se mete en una chucha apretada. Ahora bien, joven, en qué sección quiere desempeñarse durante este verano que ya se nos vino encima, por la puta.
Alfonso Fernández se ve inocente, nuevo, mojado detrás de las orejas, recién bautizado. Tiene el pelo levemente crespo y pareciera que aún no ha quemado todas sus onces con pan con palta. Sus modales están bien aprendidos aunque se come las uñas. Luce un terno de segunda, heredado, gris claro, el mismo con que se graduó en los Padres Franceses de Valparaíso hace un par de años. A su lado está Nadia Solís, crespa y morena, motuda, tez color canela fresca, ojos como aceitunas de Azapa. Viste un peto negro y una chaqueta de lino mostaza que vanamente intenta esconder lo que ya está a la vista.
– ¿Tú eres Fernández?
– Sí, señor.
– ¿El de la beca Presidente de la República?
– No, crédito fiscal no más. En la Universidad de Chile.
– Si sé, un colega mío te hace clases. Bascuñán, ¿lo ubicas?
– Es muy buen profesor.
– Es como el pico. No es capaz de diferenciar una coma de un punto seguido.
Cuando Omar Ortega Petersen grita, las venas de su cuello resaltan. Fernández lo mira aterrorizado. No es para menos. Omar Ortega Petersen, subdirector de El Clamor, alias «el Chacal Ortega» en el gremio, es toda una leyenda negra, un hombre con mucho poder, mejores contactos y toneladas de enemigos. Incluso en la Escuela de Periodismo, mientras juegan pimpón o enrollan pitos en la sala de fotografía, los alumnos intercambian los innumerables cuentos y mitos que rodean al Chacal. Por mucho que El Clamor sea propiedad de la familia Rolón-Collazo, todo el ambiente sabe que el viejo Leónidas no es más que un títere entre los peligrosos hilos de Ortega Petersen. Alfonso Fernández vuelve a sus uñas.
– Ya, relájate, no te vas a comer todo esos dedos aquí.
Ortega Petersen se ve mayor que en la foto que adorna su columna diaria Pan, pan/Vino, vino, costado derecho de la página 3, donde es famoso por contar lo que otros diarios no cuentan, por quebrar el off-the-record que sus reporteros prometen a sus fuentes, y por lisa y llanamente transformar la tinta en veneno.
– Nunca vayas a comerte las uñas frente a un entrevistado. Creerá que tienes miedo. Son ellos los que tienen que tenerte miedo a ti. Se supone que somos el Cuarto Poder, pero como en este país la justicia no es más que un montón de edificios mal calefaccionados, en el fondo somos el Tercero. Tercero, ¿te queda claro? Y, si nos esforzamos, a veces somos el Segundo.
El Chacal es notoriamente más petiso de lo que el público se imagina. Su prosa quema y duele y su voz, que emana furiosa todos los días a las ocho de la mañana por Radio Libertador, es de barítono popular. Pero lo más impresionante de Ortega Petersen es su pecho, la manera en que su apretadísima polera de lycra verde destaca sus músculos pectorales. Su tórax es tan ancho como el de una paloma y sus brazos son de luchador libre. En el diario dicen que parece una pirámide invertida, la famosa piedra angular de toda crónica periodística: la mayor cantidad de información arriba, donde se ve, para ir bajando hasta desaparecer. Para tener setenta años está claro que, tal como se rumorea, Omar Ortega Petersen hizo un pacto con el diablo.
– Ahora dime, ¿en qué sección te sentirías cómodo?
– En Espectáculos, señor. Me gustan mucho el cine y la música, en especial el Canto Nuevo y siempre estoy al día en…
– De nuevo: ¿eres sordo o me estás agarrando para el hueveo? Te pregunté en qué sección te gustaría trabajar estos cuatro meses… Responde rápido, cabrito, si no, te envío a donde me dé la puta gana… Ya, rápido, mira que tengo pauta.
– No sé… yo había pensado en Espectáculos…
– Tu amiguita ya está ahí. Un solo estudiante en práctica por sección. Uno.
– Disculpe, señor.
– Vas a trabajar en Policía y se acabó el cuento, ¿me entendiste?
– Sí, señor.
– Y no vuelvas a usar ese terno. Este diario será popular, pero no pobre. No podemos vernos iguales a la gente que cubrimos. ¿Te queda claro? Te prefiero de Pecos Bill y camisa que con ese traje lamentable.
– No me lo volverá a ver, señor.
– Ya lo creo que no.
Fernández mira el agua que cae a la inmensa pileta. De pronto se torna roja, espesa. El sol ha comenzado a ponerse.
– Ah, una cosa más, chico. Aquí el que manda soy yo. No es ni el viejo Leónidas ni ese roto comunacho de Tejeda. Yo sé muchas cosas. Lo sé todo, nada se me escapa. ¿Está claro? En este diario no se mueve una hoja sin que yo lo sepa. Para eso me pagan. Para estar informado. Nunca me mientas y nunca escribas una frase que te dé vergüenza ajena. Eso es todo. Y muchas gracias. Que pasen un Feliz Año Nuevo, chiquillos, no tomen demasiado. Nos vemos aquí el día dos, a las ocho y media. Si el Patrón de arriba quiere, claro.
Pagar el piso
Alfonso Fernández toma un ejemplar de El Clamor y se lo coloca bajo el brazo. El calor sigue sofocante a pesar de que la luz ya va en retirada. Las ancianas, muchas de ellas de negro, siguen en fila india afuera de la portería. Los cuatros alumnos en práctica retiran sus carnets de identidad. El chico que quedó en Deportes es bajo y camina como pingüino. Tiene el pelo chuzo, color paja, y más que galán parece líder de scouts. Se llama Juan Enrique Santos y maneja un auto de dos puertas color sandía. En el parabrisas trasero hay pegada una calcomanía que dice Club Deportivo de la Universidad Católica.
La delgadísima chica que quedó en Crónica se llama Alicia Kurth y ella sí que tiene facha de atleta: dura, fría, asexuada, mejillas apenas color rosa. Alicia Kurth se toma en serio y parece decidida a probar que no sólo es capaz de correr rápido sino también de llegar a la meta.
Nadia Solís ya ha entablado amistad con los dos.
– Me voy a ir con ellos.
– ¿En auto?
– Es más rápido.
Cuando Nadia habla, su pelo crespo se mueve. Se acerca a Alfonso, le desanuda la corbata y se despide de él dándole un beso con lengua y todo. Mientras la besa, Alfonso le acaricia el vientre, que está a la vista. Ella le sujeta la mano.
– El Chacal tiene razón. Te ves mejor sin terno.
– Nunca me ha visto sin terno.
– Entonces no sabe lo que se pierde.
Alfonso intenta mirar fijo a Nadia pero ella rehúye su mirada.
– Tú sabías que yo deseaba Espectáculos.
– Espectáculos o Política, donde está la acción.
– Tú deseabas política. Odio la política. Eso lo sabes. Sabes todo de mí.
– Una tiene derecho a cambiar de opinión.
– Uno tiene derecho a que le informen.
– Derechos, querido, ninguno. Obligaciones quizás, pero derechos no. Llámame, ¿ya?
Juan Enrique Santos enciende el motor; Nadia se sube en el asiento de adelante. Alicia Kurth, muy seria, queda atrás.
– La tradición dice que vamos a tener que pagar el piso. Los cuatro. Organizar una fiesta, una comida, no sé. ¿Ustedes qué creen?
– Después de que nos paguen el primer sueldo, eso sí -opina la Kurth.
– Nadia, ustedes organicen la fiesta. Yo acabo de pagar el piso.
– Con esa actitud, Alfonso, no vas a llegar a ninguna parte.
– O llegaré siempre detrás de ti.