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– La foto del ahogado en Cartagena. Eso se llama tener cueva, ¿no?
– Buena cueva para nosotros, no para el pobre huevón -le responde Escalona a Fernández.
– Sí, claro. Pero la foto va a quedar buena. Eso es lo que importa. El tipo se ahogó igual. No es culpa tuya.
– Espero.
– ¿No estarás con dudas?
– Dudo que se publique. Creo que ni siquiera voy a presentarla.
– ¿Pero por qué? Un cabro joven, símbolo del verano popular. El ahogado más bello del mundo. ¿Leíste ese cuento?
– No, pero tienes razón: era bello.
– ¿Viste cómo las minas le miraban la pichula? -comenta el Camión.
– Es difícil verse bien cuando uno se muere -reflexiona Escalona obviando a Sanhueza-. Los que mueren tranquilos son los que mejor quedan para la foto. Ese cabro se dejó morir. O había tomado mucho. Eso se le nota en la mirada. Tenía una mirada tranquila.
– ¿Su mirada?
– La mirada de la muerte. El ojo se fija en la última imagen que el tipo vio. Tengo cientos de fotos de ojos muertos en que, si uno se fija bien y abre su corazón, ve lo que vio el muerto.
– No te creo.
– Los trozos de piernas son una imagen menos fuerte que los ojos. Pero esas cosas no se pueden publicar en el diario porque impactan demasiado. Mientras más humana es la muerte, menos centímetros te dan en el diario.
– En otros países uno puede publicar lo que quiere -interrumpe el Camión sin entender-. Puta, en Ecuador los diarios te muestran los pedacitos, las tripas en el suelo. En Panamá igual. Eso sí que es periodismo, no como este país cartucho que todo lo tapa.
Alfonso, Escalona y Sanhueza están en el Liverpool, al frente de la entrada al puerto de San Antonio. En la mesa hay tres botellas de pisco vacías y varias de Coca-Cola.
– Hey, amigo, me trae otra -le grita el Camión al mozo.
– Yo no quiero más, Camión. Recuerda que tenemos que levantarnos temprano. Hay que estar en la morgue, ir al juzgado. Quiero entrevistar a ese salvavidas en Cartagena. Una nota humana, algo así.
– Invéntala -le contesta Sanhueza mientras mezcla otra piscola.
– Mira, si nos dejaron quedarnos a alojar es porque la noticia es buena, así que hay que cumplir. Reportearla hasta que no dé más jugo.
– Tiene razón el Camión. Es puro relleno, ¿no te das cuenta?
– ¿Qué te pasa?
– Mochileros se agarran en El Quisco. Media huevada. Esto no es el caso de los sicópatas de Viña, huevón.
– ¿Y para qué nos mandaron, entonces?
– Porque te lo ganaste.
Alfonso toma su piscola y piensa. Su cara está roja por el sol de la tarde. Comienza a mordisquearse una uña.
– Yo creo que me están probando -confiesa-. Quieren ver cómo funciono en terreno. Sin Papá Faúndez. Ver cómo me las arreglo con ustedes.
– Te ponen a prueba hasta que se acostumbran -le dice Escalona-. Después se olvidan.
– ¿Sí?
– ¿Vos creís que les preocupa si les robo cargas de fotos? Cumplo. No perfectamente, pero algo es algo.
– ¿Otro? -pregunta el Camión.
En el puerto está atracado un barco con bandera coreana, por lo que el bar está lleno de marineros orientales que hablan bajo. Un grupo de polacos está trenzado en una competencia de gallitos. Del wurlitzer sale una voz femenina que sigue una melodía peruana.
«…mi sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo…»
– Gran mujer la Palmenia -comenta el Camión.
– Y chuchas que ha sufrido la pobre -agrega Escalona-. Con eso de ser yeta.
– Yo una vez la vi cantar en vivo -confiesa Sanhueza.
– ¿Sí?
– En Guayaquil, la axila del mundo. Me gasté un turro pero valió la pena. Le dije que también era chileno y que estaba de paso. Me regaló una flor.
– Eso es clase.
Los polacos gritan y se abrazan y besan al gordo que finalmente venció. Uno de ellos le pasa una botella de vodka y él se la toma al seco.
– Puta que me gustan los puertos, Fernández. Lo que tú tienes que hacer es viajar. Como yo.
– Quizás, Camión. Pero antes de irme hay un par de cosas que me gustaría hacer acá.
– ¿Como qué?
– Como transformarme en alguien.
– ¿Lo hueles?
– Es la harina de pescado -le contesta Alfonso tapándose la nariz-. La fábrica está al frente.
– Me encanta -le responde Sanhueza caminando por la costanera-. Aroma a mina. Necesito un hoyo pronto, huevón. Conozco una casa de putas. Está cerca del hotel. ¿Vamos?
– No creo.
– Acompáñame, Fernández. Si te gusta una, vale. Y si no, vas a pajearte al hotel. Estas maracas hacen precio. Además, nos dieron viático.
– Que pudimos gastar en un hotel mejor -comenta Escalona-. El nuestro es una pocilga. Por suerte no me toca dormir con vos. Te compadezco, Alfonso.
Alfonso le hace el quite a un montón de cabezas de pescados que están tiradas en el suelo. Desde el centro de la ciudad llega la melodía de una cumbia.
– Hay hueveo. Bien.
– Deberíamos habernos quedado en esa residencial de El Tabo.
– Aquí está todo pasando, huevón.
Frente a la estatua de San Pedro, Alfonso se detiene a amarrarse el zapato.
– Oye, Camión, ¿tú nunca te has casado?
– Estoy bien como estoy. No le rindo cuentas a nadie, tengo mi pieza, puedo partir cuando me dé la puta gana.
Sanhueza inhala y escupe un gargajo al mar.
– En Chile a las esposas no les gusta chupar pico. Prefiero pagar.
– ¿Y no te sientes solo?
– Un marino nunca se siente solo.
– ¿Y tampoco te has enamorado?
– No preguntes huevadas, ¿quieres? Pareces mina.
Las luces de los barcos se reflejan en el mar, que está calmo y muerto. La noche está como una cocina caldeada donde ha hervido durante mucho tiempo un caldo de choros.
– Prefiero gastar mi plata en trago y no en leche para un pendejo que después va a pensar mal de mí.
Sanhueza enciende un Liberty con furia. Apaga el fósforo con sus dedos.
– Ya, me voy. Nos vemos.
El Camión se pierde dentro de la noche. Escalona y Fernández caminan hacia el hotel.
– Extraño personaje -comenta Fernández-. Como que uno no sabe lo que piensa.
– Yo creo que uno sí sabe exactamente lo que piensa. Ese es el problema.
– ¿Y tus hijos, Escalona?
– Durmiendo, espero.
– ¿Tú crees que te joden?
– A mí no pero a Faúndez sí. Es la cruz que carga. El Nelson es el ancla que lo amarra y lo hunde, huevón. No puede partir porque el cabro nunca se le va a ir. Aunque tenga sesenta años, va a tener una edad mental de cuatro. Lo va a tener al lado suyo hasta el último día de su puta vida. Y eso él lo sabe. Me lo ha dicho.
Las piezas del hotel Colonial no tienen ventanas ni ventiladores. Tampoco baño privado, sólo un lavatorio y un pequeño espejo saltado. Las fonolitas del techo guardan la temperatura del día, por lo que el calor se deja sentir.
Alfonso abre los ojos con el portazo. El Camión, incontrolablemente borracho, enciende la única ampolleta que cuelga del techo.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco. Tempranito aún pero ya descargué la pila. Dos veces. Y me dejó chuparle la zorra.
No cualquier puta te deja, pero hice que la maraca acabara con los toquecitos de la sin hueso -dice mientras juega con su lengua y desenfunda su pistola Luger.
– Estaba durmiendo. ¿Puedo continuar?
– Sigue, huevón. Huevada tuya. ¿Qué me dices a mí? ¿O me vas a pedir que te lea un cuento, concha de tu madre?
Alfonso vuelve a cerrar los ojos pero el ruido que hace Sanhueza al desvestirse recuerda un temblor en una hojalatería.
– Silencio.
Sanhueza lanza sus pesados zapatones contra la pared. Uno cae cerca de la cabeza de Alfonso. Después comienza a cantar fuerte, desentonado, borracho:
– Yo me alejé de ti, puerto querido, y al retornar de nuevo te vuelvo a contemplaaaar… La Joya del Pacífico te llaman los marinos…
– Por favor -le suplica Alfonso.
– Puta la huevona -y sigue-: Mas yo quisiera cantarte con todito el corazón, Torpederas de mi ensueño, Valparaíso de mi amor…
Alfonso se incorpora y antes de hablar se enfrenta al espectáculo del Camión completamente desnudo, la marca de su camisa contrastando con el quemado severo de los brazos y el cuello. Sus tatuajes saltan a la vista en forma grotesca e inhumana y adquieren vida con cada inspiración. De entre sus piernas parece colgar una prieta recocida y aceitosa.
– Está bien. El recital se acabó -dice con una sonrisa etílica antes de darse vuelta y abrir la llave del lavatorio.
Alfonso se tapa con la almohada unos instantes, hasta que escucha el ruido del agua chapoteando y cayendo al suelo.
– ¿Me puedes decir qué chuchas estás haciendo? -le grita.
– Lavándome la coyoma. No quiero que se me llene de quesillo. No sé cuántos chinos culeados la llenaron de chuño antes de que se lo enchufara yo.