40268.fb2
Por los parlantes sale la voz de Pablo Milanés. Alfonso apaga el fuego de la cocina y la tetera deja de sonar. Se sirve un café, lo revuelve y lo lleva a la mesa.
El departamento está vacío y casi sin luz. Un alto de ejemplares recortados de El Clamor descansa arriba de una de las sillas del comedor. Dentro del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, Alfonso esconde los artículos que acaba de seleccionar.
Se levanta, va a su pieza, enciende la luz y se sienta frente a su mesa-escritorio. Enchufa su máquina de escribir. El ruido del aparato llena la pieza. Inserta una hoja blanca, la centra y tipea:
LA CELDA DELA NOCHE
por Alfonso Fernández Ferrer
Mira un rato la hoja y después alza la mirada hacia el afiche de Hemingway. Observa las palmeras. Vuelve a tipear:
Era una de esas noches en que se podía sentir la sangre coagularse bajo las veredas. Hacía tres años que en la ciudad no llovía y la gente estaba con sed. Saciarlos no iba a ser fácil.
Relee lo escrito. Se saca los zapatos y los calcetines. Los tira lejos. Abre el frasquito de liquid-paper. Lo huele. Lo vuelve a cerrar. Lo coloca en la repisa. Apaga la máquina. Saca la hoja y la arruga. La lanza sobre la cama.
Alfonso se levanta y revisa su estantería. Saca El gran Gatsby, que venía de regalo con la revista Ercilla. Regresa al living y se sienta en el sofá. Comienza a leer. Avanza varias páginas. Deja el libro sobre la mesa y entra nuevamente a su pieza. Enciende la máquina. Se sienta. Coloca otra hoja. La centra. La mira.
En la cocina se sirve un vaso de licor de menta que encontró en la despensa. Le echa dos cubos de hielo. En su pieza recoge la hoja arrugada, la estira y la esconde en una carpeta que está sobre la mesa. Se sienta sobre la cama y se toma la menta. Hojea las obras completas de Borges, ediciones Emecé, tapa dura muy usada. Con un lápiz subraya el verso de un poema. Regresa a la máquina. Tipea:
EL GASTO DEL TIEMPO
por Alfonso Fernández Ferrer
Si no se hubiera enamorado de la forma que lo hizo quizás no valdría la pena ni recordarlo. Para todos no era más que un principito millonario, un ser despojado de la realidad, desconectado, engreído y vanidoso, incapaz de preocuparse por alguien más que su propio ser. Si alguna vez un hada se le hubiera acercado a ofrecerle transformarlo en cualquier otro ser humano, educadamente habría desechado la oportunidad. Era obvio: Sebastián no se cambiaría por nada. No tenía necesidad. Hasta que conoció a mi hermana, claro, y su vida se vino abajo.
Alfonso sonríe y apaga la máquina. Coge una postal con una foto del fuerte de Niebla que está sobre su cómoda y regresa a la mesa del comedor. Bebe un sorbo del café. Hace una mueca. Da vuelta la postal. La lee:
Inepto, ¿qué tal?
Te equivocaste, hermano, debiste venir. Casi te echamos de menos. Terminamos embarrados y hasta con nieve pero fue total. Claro que lo de «carretera» es un decir. Apenas le da para huella. Matamos corazones en Puerto Cisnes y el Pera se enfermó en Balmaceda. Las mochileras, tal como nos habían precavido, van a la pelea (¡¡¡pero no teníamos condones!!!).
Llegamos a Valdivia el martes. Ya estamos en El Diario Austral. Jefe buena onda. Cero rollo que llegáramos tan tarde en el mes. Me asignaron cubrir semana valdiviana (qué penita…). Los cuatro vivimos en una casa de estudiantes en Isla Teja con vista al río. Cómo nos cambia la vida… Lo único malo: hay que quedarse hasta fines de marzo para así poder cumplir nuestra cuota de práctica.
Espero que no te asesinen los malandras. ¿Cómo va lo de la Nadia? Aquí, las minas alemanas sobran. Vente. Te esperamos. Acá tb hay crímenes. ¡Y pitos!
Un abrazo,
J. Facuse y compañía limitada.
Alfonso guarda la postal dentro del Diccionario y lo cierra. Regresa a su pieza y lo coloca en su estante. Relee lo que escribió en la máquina. Se tira sobre la cama y saca del velador un libro muy ajado. Tom Wolfe, El nuevo periodismo, editorial Anagrama. Comienza a leerlo desde la página que estaba marcada con un envoltorio de chocolate Trencito.
Después de unos minutos deja el libro sobre la almohada, saca un cortauñas del cajón del velador y parte a la cocina. Abre el refrigerador. Saca un yogur de frutilla. Del lavaplatos toma una cuchara sucia y la limpia con toalla Nova. Saca el cassette y coloca un Maxell que dice Nadia S. y, en letra chica, Los Prisioneros.
Se acerca al teléfono y marca un número. Al tercer llamado corta.
Alfonso abre la puerta corrediza de vidrio y sale a la terraza. Se sienta en una silla de lona desteñida. Come el yogur. Lo deja en el suelo. Comienza a cortarse las uñas de su pie izquierdo.