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– Ya no llega -concluye Alfonso con pesar-. Partamos solos. Él sabe el código de la camioneta. Aparecerá.
– Ocurre cada tanto -afirma Escalona-. Vámonos, no más. Para eso te tenemos a ti de periodista. Tú saca el barco de la rada.
El lugar es la sala de prensa de La Pesca. Los otros reporteros ya están en la calle recogiendo la noticia. El detective Aldo Vega termina de hablar por teléfono y se integra:
– Si resucita, lo pongo al día -promete-. No creo que esté muerto, a lo más andará de parranda.
Roxana Aceituno termina de pintarse las uñas. Tiene las piernas arriba del sillón. Sus sandalias de taco alto son amarillas, lo mismo que su vestido estampado de girasoles a lo Van Gogh.
– Espero que esté bien muerto, detective -dice con rabia. Después agrega para sí misma-: Si sale de parranda, por lo menos podría invitar.
– Nosotros partimos, detective.
– Alfonso, ¿puedo ir? Te puedo apoyar. La unión hace la fuerza.
– Roxanita, ¿usted en la calle? -le dice el detective-. No puedo creerlo.
– Muy bien -le responde Fernández-, pero te sientas atrás.
– Camioncito, mi amor, pon este cassette que me mata. Esta mujer es un genio.
Sanhueza inserta de mala gana la cinta; los mariachis no se demoran en entrar. Roxana Aceituno va de copiloto. Adelante. Fernández está atrás, mudo.
– ¿Quién es? -pregunta Sanhueza.
– Paquita, la del barrio. La prueba viviente de que una hembra voluminosa puede ser atractiva.
– Eso nunca lo he dudado -le responde el Camión mirándola a los ojos.
Paquita, la del barrio, comienza a berrear con un acento innegablemente mejicano. Roxana se sabe todas las letras. La voz de Paquita y la de Roxana se funden en un coro ronco y vengativo:
«Tú que me dejabas, yo que te esperaba, y que tontamente siempre te era fiel…»
– Puta la huevona buena -interrumpe Roxana.
«…desgraciadamente hoy fue diferente, me topé con alguien, creo que sin querer.»
– Eso.
«Tres veces te engañé, tres veces te engañé: la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer.»
– Así es.
«Y después de estas tres veces, no quiero volverte a ver. ¡Me estás oyendo, inútil!»
Roxana baja la ventana y grita de nuevo:
– ¡Me estás oyendo, inútil!
Barrio Providencia, plaza Las Lilas, calles con nombres y olor a flores. Edificio nuevo, ladrillos rojos y balcones verdes, ocho pisos, el último termina en pirámide.
– ¿Usted es el mayordomo del edificio? -pregunta Alfonso.
– Sí.
– ¿Y no sospechaba nada? Parece que usted es bastante ingenuo. Como todos los hombres.
– Mire, señora…
– Señorita, hágame el favor.
– Verá, mucha gente entraba al 703. De noche especialmente. Y yo no estoy a esa hora.
– ¿Me quiere decir que usted no sabía que eran traficantes? -lo interroga Roxana apoyándose en el mesón.
– No, que la señorita era azafata no más. Pasaban de la aerolínea a buscarla. A veces muy temprano.
– ¿Y la otra mujer? La mayor.
– Dormía. Salía poco. Recibía muchas cartas. Y flores.
– ¿Rosas?
Escalona le pide a Alfonso que se corra y se tiende en el suelo para fotografiar al mayordomo.
– ¿Qué hace?
– Su trabajo. Sigamos. ¿Usted sabía que los chicos de las pizzas trabajan para ellas?
– Como le dije, de noche no trabajo. Y de día, ellas dormían.
– Pero diez pizzas en una noche -le grita Roxana-. Ni yo cuando me siento sola.
– Sobre gustos, señorita, no hay nada escrito.
– Pero diez pizzas cada noche. Todas las noches. Y seguían flacas. ¿No le parecía eso milagroso?
El tipo comienza a perder la paciencia. Roxana está visiblemente alterada. Escalona se acerca tanto al mayordomo que su lente le roza la mejilla.
– Perdone, pero esta foto va a quedar para premio.
El mayordomo se da vuelta y aprieta el botón del ascensor.
– Disculpen, pero tengo cosas que hacer.
Alfonso lo enfrenta:
– ¿Sabía que su nochero se acostaba con las dos? ¿Que lo amarraban con tiras de cuero?
– Ahora lo sé.
– Y tendrá que buscar nochero nuevo. Alguien de más edad. Menos curioso.
– Las buenas propinas corrompen a cualquiera.
– ¿Quién descubrió el cadáver?
– La empleada, señor. Ella lo vio.
– O sea, mataron, escaparon y nadie se dio cuenta -le resume Roxana-. Puta el edificio para penca. Es mejor el mío, que funciona con citófono. ¿Cuánto se paga acá por los gastos comunes?
«Arrástrate a mis rodillas, te quiero ver llorando sangre. Vas a pagar lo que me hiciste, lo que lloré por tu traición aquella tarde…»
– Puta la mina vengativa -reclama el Camión.
– Sabia, no te confundas -le contesta, seria, Roxana.
«…como perro suplicarás pidiéndome compasión y no la tendré de ti…»
– Así es -se dice Roxana a sí misma-. No la tendrás de mí.
«Te aplastaré como a un gusano, y ya después te enterraré en mi pasado…»
– ¿Entonces qué pasó? -pregunta Escalona mientras la camioneta entra por una calle de tierra en una población de La Pintana que huele a caucho quemado.
– La mujer, cansada de ver que su conviviente se estaba tomando el local, lo despachó al otro mundo.
Roxana sonríe satisfecha y agrega:
– Vivían del clandestino pero el saco de huevas no dejaba botella llena. Se lo chupaba todo. Así que la mina, con la ayuda de sus dos hijos mayores, inventaron un asalto. Le pegaron con chuicos en la cabeza y ella lo degolló con un trozo de botella de Casillero del Diablo.
– Puta la huevona fina.
– Como todas las mujeres, no más -aclara Roxana.
Sanhueza se estaciona en medio de una turba de niños chicos empapados con el agua que salta de un grifo. El rocío del viento moja el parabrisas polvoriento.
– Esta mujer es una heroína. Espero que otras se decidan a seguir su ejemplo.
«Pero al fin, siempre todo se descubre, resultaste basura y nada más. No me gusta vivir entre la mugre, ahí te dejo, de ahí nunca saldrás.»
– Roxana, ya entendemos a Paquita -le dice Alfonso cautelosamente-. ¿Es necesario seguir escuchándola?
– Paquita entiende a las mujeres. Ha vivido lo que canta. Si yo cantara, mis temas tendrían aun más dolor. Y veneno.
«…Con la gente de tu clase no acostumbro revolverme, no tendrás gusto de verme en las garras de tu amor.»
– Bien dicho, Paquita. Enséñales.
– Apúrate, que el cuerpo todavía puede estar -le grita Roxana al Camión-. Acelera, mira que si despacho a tiempo, alcanzo los noticiarios de la una.
Otra de las torres de la remodelación San Borja, Portugal con Santa Isabel, sector de las funerarias.
– No puedes negar que la mina eligió el barrio adecuado -opina Escalona-. Cosa de agarrar una pala y meterla al cajón.
Una vieja camioneta está con el techo totalmente destrozado. Sangre fresca cubre lo que queda del parabrisas.
– ¿Y la mujer? -le pregunta Alfonso al oficial a cargo.
– Recién la trasladaron a la Posta Central. No se demoraron ni un minuto en llegar.
– ¿Vivirá?
– Parece que sí. El caballero, en cambio, no tuvo la misma suerte. Falleció al instante.
– ¿Qué hacía él en la camioneta?
– Esperaba a su mujer. Ella estaba en la funeraria.
– No le creo. ¿Haciendo qué?
– Se les suicidó el hijo. Le fue mal en la Prueba de Aptitud.
– Esto es increíble. Es demasiado bueno. Tantas coincidencias juntas.
– La vida te da sorpresas -le subraya Escalona mientras intenta fotografiar, a través del parabrisas astillado, el departamento de donde saltó la mujer.
Alfonso cruza la calle hasta la funeraria La Cruz de Salomón. Roxana está de anteojos oscuros, redondos. Tiene gotas de sudor acumuladas en la nariz.
– ¿Supiste todo?
– Acabo de despachar a la agencia. Impresionante -suspira-. Quedaron felices, eso sí.
– ¿Desde qué piso saltó?
– El diecisiete. Esa terraza con ropa colgada -apunta-. ¿La ves?
Alfonso entrecierra los ojos y mira hacia lo alto. El sol corona la torre y no deja lugar para sombras.
– No tolero la ropa tendida -exclama Roxana desganada.
– ¿Vivía sola?
– Estaba cuidando el departamento de su tía mientras andaba de veraneo.
– El caso me parece familiar.
Cruzan la calle hacia la camioneta. El cadáver del hombre está tapado con cartones que dicen Té Samba. El calor ha reblandecido el asfalto a su alrededor. Escalona está más allá, fotografiando a la viuda.
– Pobre mujer -comenta Alfonso-. Le llueve sobre mojado.
– Sí, que la tercera no sea la vencida es como mucho.
– Me refería a la señora Medina. Marido e hijo en veinticuatro horas. ¿Te parece poco?
– Es mejor un día en el infierno que años en el purgatorio. Piensa en la otra. Imagínate lo que sentirá cuando despierte. No se mató, sigue acá en esta mierda, asesinó a un inocente y el hombre que ama está de luna de miel.
– Es mejor estar vivo mal que muerto bien -sentencia Alfonso.
– No hables huevadas, mocoso.
Roxana camina hasta una palmera que se alza en medio de una suerte de convento. Se ve agotada, sin aire. Se sienta en un escaño y saca su libreta. Alfonso se acerca a un carrito que vende mote con huesillos. Compra un vaso grande, heladísimo. Se lo lleva a Roxana.
– Toma. Te hará bien.
– Gracias, encanto.
Roxana sorbe el líquido dorado. Gotas frescas caen sobre su pecho pecoso.
– ¿Me convidas tus datos?
Roxana deja el vaso y lo mira fijo, con recelo. Abre su libreta y le dicta:
– Hildegard Sandoval Greken, funcionaria del Banco del Estado. Soltera, cuarenta y cuatro años, sin hijos, vive con su madre ciega. Motivos suficientes para querer suicidarse.
– ¿Tú crees?
Roxana levanta los ojos y le lanza una mirada despectiva.
– Además la pobre fue abandonada por su amante, un cajero que ya tenía mujer legal.
– Esto es una teleserie. Como Lazos profundos.
– Más profundo que eso. La vida tiende a ser así. Pero eso no es todo.
– ¿Qué? ¿Que éste fue su tercer intento? Eso ya lo sé.
– Tendrá que volver a lo mismo, pero ahora lisiada. La vida puede ser una mierda, Alfonso. Te lo digo yo. Agradécele a Dios que no naciste mujer. Nosotras la pasamos muy mal. A veces no nos queda otra que denigrarnos y ponernos al nivel de ustedes.
Cuatro y media de la tarde. Sala de redacción de El Clamor. Alfonso revisa las fotos que le pasó Escalona.
– Están alucinantes.
– Le voy a llevar esta diapo a Tejeda. A lo mejor agarramos portada.
Alfonso mira la pantalla del computador. Relee el titular: ¡Todos murieron menos ella! Lo coloca en negritas y comienza a revisar el texto. Una mano cae pesadamente sobre su hombro.
– ¿Qué tenemos hoy?
Es Faúndez, recién bañado. Le guiña el ojo, le sonríe en forma picarona y se sienta a su lado.
– ¿Tejeda anda por ahí?
– Parece que no -dice Alfonso.
Se levanta de la silla y se acerca lo suficiente.
– No se preocupe -le susurra-. No ha pasado nada, no se dieron cuenta.
Después le toca el hombro y le pregunta:
– ¿Está bien? Estábamos preocupados.
– Tuve cosas que hacer. Una viuda muy triste -confiesa con una ironía que rebasa sus ojos-. Bailé tangos toda la noche. Terminamos en La Gota. El masajista del Anatolia tuvo que resucitarme los pies.
– ¿Almorzó? -le pregunta volviéndose a sentar.
– En El Camarón, rodeado de viejos del partido Radical. A ver, Pendejo, ¿qué tenemos hoy?
Alfonso le informa lo reporteado. Se entusiasma tanto que parece haber bebido.
– Bien, pero tengo algo mucho mejor, Pendejo. Vamos a ir con esto. Hablé con el corresponsal de Viña. Nuestro sicópata está veraneando. Mató a un chico del supermercado Santa Isabel de Reñaca. Con bolsa y todo. A ver, muévete. Déjame redactar esto para mostrárselo al comunacho de Tejeda.
– ¿Y todo lo que tengo?
– Ya lo veré. Si cabe, cabe. Esto es un notición, Fernández. Me extraña que no seas capaz de darte cuenta.