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La cita venía dentro de un sobre corriente. Cada uno de los cuatro alumnos en práctica lo encontró en su casillero al llegar en la mañana. La carta estaba escrita en computador, no tenía más de tres líneas, pero venía firmada en tinta roja por Omar Ortega Petersen. Los citaba a almorzar a las dos de la tarde, en el centro. El lugar escogido era un restorán chino. Un subterráneo casi al frente del Teatro Municipal. Donde antes estaba el Nuria, como si ese dato fuese relevante para ellos. Más abajo de la firma, había una posdata: Se exige puntualidad.
Alfonso baja las escaleras del restorán y todo es tan oscuro y espeso que no ve absolutamente nada. Una mujer vestida con sedas y jade le pregunta si es parte de la comitiva de «don Omar». Alfonso responde afirmativo. La sigue por un laberinto barroco y definitivamente oriental. La alfombra es tan profunda que siente que sus pies se quedan atascados.
La mesa del Chacal está justo al frente de un inmenso acuario turquesa lleno de algas multicolores y una suerte de torreón chino que burbujea. Fantásticos peces, con alas y velos, nadan de un lado a otro. Omar Ortega Petersen resplandece de azul. Está de traje, con una corbata jazmín. A su lado, una voluptuosa mujer que hace rato pasó su mejor momento lo toma de la mano y le susurra algo en la oreja. La mujer luce un peinado rojizo con mucha laca y dos inmensos aros de brillantes. Su escote es francamente obsceno.
– Fernández, ¿me puedes decir qué hora es?
– Tres para las dos, señor.
– ¿Dónde estabas?
– En la Pablo de Rokha, señor. Mataron a un tipo por negarse a convidar cigarrillos.
– Eso le pasa por amarrete. Todo se paga, Fernández, ¿estás de acuerdo?
– Así parece.
– Así es. Bueno, ahora que estamos todos, partamos. ¿Les parece?
El Chacal llama a la mesera con un chasquido; le indica que tomarán lo de siempre.
– Y agregue esas empanaditas de camarones.
– Con salsa de tamarindo -opina la mujer con una voz muy ronca y levemente argentina-. No puedo vivir sin salsa de tamarindo.
Se produce un silencio prolongado. Ortega Petersen aprovecha para besarle la mano anillada a la mujer. Es una mano grande, tosca, con uñas de manicure. Alfonso se fija en sus compañeros. Juan Enrique está de corbata, pero luce como un colegial. Nadia está con una blusa negra floreada que se confunde con el decorado.
La mesera aparece con una ayudante, traen unos largos tragos azules con parasoles de papel. Al centro de la mesa instalan una suerte de carrusel con fritangas y potes. La voluptuosa mujer inserta su largo dedo dentro de la salsa de tamarindo y se lo lleva a la boca.
– Exquisito -dice como quejándose.
– Bueno, jóvenes aún… Salud. Un gusto que estén aquí.
– El gusto es nuestro, don Omar -dice Nadia-. Para nosotros es un honor estar aquí. Y una sorpresa.
– El éxito, pero hablo del éxito real, no el de los artistas sino el de los hombres que trascienden, que alcanzan el poder, que logran hacer las cosas que se propusieron, ese éxito, digo, ese éxito se mide por la cantidad de amigos que uno pierde. Así es, Fernández, y no me mires con esa cara. Un hombre que mantiene sus amigos a cualquier costo es un fracasado, un débil, un ser que merece ser manejado por otros. Muéstrame tus enemigos y te ahorras mostrarme tus cojones. Así es, muchachos, que no los engañen.
El Chacal Ortega pide otro trago y la voluptuosa mujer, que no ha pronunciado otra palabra desde que le trajeron su salsa, le seca la frente con un pañuelo que tiene bordadas sus tres iniciales.
– He comido como un obispo. ¿Bajativos?
Ninguno se atreve a hablar. Nuevamente llama a la mesera y ordena anís para todos.
– Anís del Mono y tráiganme la botella para asegurarme de que no me engañen, pues.
Se produce otro silencio incómodo.
– Bien, la próxima semana parto de vacaciones, y para cuando regrese ustedes van a estar a punto de irse. Por eso quiero aprovechar esta ocasión en que nos encontramos los cinco para explicarles algunas cosas sobre nuestro querido medio de comunicación. Señorita Alicia, dígame, ¿su jefe le ha explicado lo que esperamos de usted?
– Me imagino, señor.
– ¿Qué?
– Es decir… ser lo más objetivos posible, verificar las fuentes, comprobar los datos…
– ¿Eso te lo dijo tu jefe? ¿O en la Escuela?
La mesera interrumpe la respuesta con las copas y el anís.
– En la Escuela… Es lo que nos enseñan…
– No me cabe ninguna duda, mi querida niña, pero en El Clamor hacemos las cosas de otro modo, pues, y por eso le volamos la raja no sólo a la competencia sino a todos los diarios oficiales. La supuesta prensa blanca. ¿Me sigue, señorita Alicia?
– Sí, señor. Por supuesto.
– Ahora dígame, qué es más importante: ¿entretener o informar?
– Informar, señor.
– ¿Me ha estado escuchando? ¿Hablo otro idioma? ¿Usted cree que yo la invito a comer este notable almuerzo para que usted, al final, me salga con una canallada semejante?
– Disculpe…
– La disculpo, pero ahora me va a escuchar. Si quiere, tome apuntes. Va a aprender más en lo que resta de este ágape que a lo largo de toda su estadía en esa Escuela repleta de cobardes, fracasados y mediocres.
– Sí, señor.
– Usted se aprende las cosas de memoria, me han dicho. Entró por beca deportiva. Más una hija del rigor que de la respuesta rápida. No se preocupe, el mundo está lleno de gente como usted. Se atornillan en los mejores puestos. Será una gran relacionadora pública. Bien, señorita Alicia, saque su libreta y anote.
Alicia Kurth, visiblemente nerviosa, saca una libreta. Nadia Solís intenta sacar un lápiz de su cartera.
– Deje ahí. Ustedes tres escuchan. Ella hará de taquígrafa. Después, si aun así no les ha entrado por las orejas, le pueden pedir una copia de sus garabatos.
Alfonso observa a Nadia, pero no obtiene respuesta. Juan Enrique mira hacia el suelo. Alicia Kurth está por llorar y reprime sus lágrimas. Una mesera se acerca trayendo una bandeja de merengues con crema y frutas.
– Después. El postre lo dejamos para después de la lección. Lléveselos.
La mesera se pierde en el laberinto. Queda poca gente en el local, y están al otro lado del acuario. Alfonso se queda mirando un pez amaretto que muestra sus filudos dientes cada vez que respira.
– En El Clamor nuestro deber es entretener. Somos parte del espectáculo, señorita Nadia. A diferencia de los otros diarios, somos honestos y lo tenemos claro.
El Chacal mira a cada uno directamente en los ojos. En su mano derecha sostiene un par de palillos de madera. Los sujeta con tal fuerza que, en medio del tenso silencio, se quiebran y caen, astillados, a la mesa.
– ¿Por qué hablo de espectáculo, Fernández?
– Porque nuestro deber es entretener, señor. Atrapar al lector.
– Así es. El periodismo real es parte del negocio de la entretención. Muy bien. Veo que el Peligro Amarillo aún funciona. ¿Qué más? Dime.
– Bueno, yo creo que…
– Nada de creencias sino hechos. Como las fotos. Por eso son vitales las fotos, joven. Y el color. ¿Por qué?
– ¿Porque llaman la atención?
– Ilustran. Demuestran que no todo es mentira, que siempre hay algo de verdad. El Clamor primero se ve, entra por la vista, y después se lee. Recuerden que existen la televisión, la radio. No somos medios complementarios. Somos competencia directa. Competencia. El Clamor no llega gratis. Hay que pagarlo y tenemos que lograr que nuestros lectores, a los que no les sobra la plata, no puedan dejar de comprarnos. Juan Enrique Santos, ¿qué ventaja tenemos sobre la televisión y la radio? Rápido.
– Tenemos a favor el tiempo. Podemos procesar mejor las cosas. Eso nos da distancia.
– Noticia vieja, noticia muerta. Para qué quieres distancia, huevón. ¿Eres piloto? Fernández, ¿qué extra ofrece El Clamor? ¿Qué nos hace distintos?
– Que nuestra mirada…
– Contamos historias, señor. Relatamos hechos. Así no más es, jóvenes. Le sacamos el jugo a la realidad. Olemos el sexo, la sangre, el poder, la envidia, la venganza. Todo hecho, hasta los económicos, posee estos ingredientes. Si hay un humano involucrado, hay una historia. Quiero detalles, secretos, cahuines.
El Chacal los mira uno a uno. La voluptuosa mujer le sirve otro anís. El Chacal se lo toma al seco:
– ¿Qué se esconde? ¿Quién protege a quién? ¿Quién sale ganando? ¿Quién miró para el otro lado? En El Clamor, muchachos, no podemos darnos el lujo de que las noticias sean aburridas. No podemos permitir que porque el día esté fome, nosotros también lo estemos. El azar de la historia no influye en nuestra pauta, pues. No existen las noticias aburridas, solamente los reporteros ineptos y reprimidos. ¿Le quedó claro, señorita Kurth? ¿Tomó nota?