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Alfonso Fernández esconde la corbata en el bolsillo como en su época de escolar, cuando se perdía por el plan de Valparaíso y pasaba las tardes fugitivo en los cines o jugando flippers antes de tomar el tren y regresar a su casa en Chorrillos.
Camina por la Avenida Perú, pero en vez de internarse hacia el vecino barrio Bellavista continúa hasta Patronato y sus alrededores. Pasa frente a los restoranes árabes y a pasos de la inmensa casona de los Facuse. Sigue.
Alfonso no se detiene a mirar las tiendas de baratillos, los bazares que los turcos les cedieron a los coreanos recién llegados. Telas por metro, calzoncillos por kilo, jeans que imitan las marcas que a él le gustaría tener. En una vitrina unos desganados maniquíes sobrevivientes de los años sesenta modelan unos trajes de hombre sin corte, sin caída, sin estilo. Una pareja sale del negocio con un paquete envuelto en papel color verde-agua. Alfonso divisa un basurero tapizado de afiches de un inminente recital de rock. Se saca la chaqueta, se fija en que no tenga nada adentro aparte de esa corbata con caballitos de mar, y la deposita en la basura. Desde una tienda de utensilios plásticos, una huesuda jovencita coreana lo mira con atención.
Los bazares comienzan a cerrar pero Alfonso no tiene apuro. En un almacén árabe compra un pegajoso pastel lleno de nueces y almíbar y se lo va comiendo por la calle. El destino de Alfonso es Diagonal Paraguay y Lira, remodelación San Borja, a pasos del centro y de La Placa, de su Escuela y el Campus Marcoleta. Es la torre de la punta de diamante, la de las terrazas con plástico naranja. De aquí la ve, sobre los árboles. En esa torre con olor a gas y a incinerador vive Alfonso Fernández.
Unas cuadras más allá cruza el escuálido río Mapocho. Decide recorrer las sombras del Parque Forestal. Detrás del Museo de Bellas Artes una muchedumbre aplaude a unos actores que gritan arriba de unos zancos mientras otros, sin camisa y con el cuerpo pintado, practican malabarismo.
Alfonso se sienta en un escaño bañado por la luz cremosa de un farol. El aroma que llega es a pasto regado y maní recién confitado. La música de los actores deja oír campanillas y tambores. Alfonso abre su arrugado ejemplar de El Clamor y comienza a leerlo de principio a fin.