40268.fb2 Tinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 40

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Hora de cierre

La luz fluorescente, unida al reflejo que emiten las pantallas de las decenas de terminales, tiñe levemente de verde la piel de los reporteros que circulan a esta hora por la redacción. El ruido es tal y tan diverso que los sonidos de los teléfonos y las conversaciones parecieran trenzarse en una sola e insistente melodía cerrada.

Alfonso dobla las páginas que ha estado leyendo, las guarda en su bolsillo trasero e inserta dos monedas en la máquina de café.

– Buenas tardes, señor Fernández. ¿Un poco de cafeína para enderezar la prosa?

– Así es, señor Tejeda.

– He estado leyendo sus cosas. Espero que no se contagie mucho con sus pares. Recuerde que el periodismo es más que la sección policial. Por lo general, señor Fernández, uno parte ahí y va subiendo. Me imagino que eso lo tiene claro. No me gustaría que tomara como decálogo ciertas mañas que puedan ser expresadas por alguien que nunca fue capaz de salir de donde está. No sé si me hago entender con claridad.

– Creo que sí -le responde mirándolo directamente a su corbata humita.

– ¿Señor Fernández?

– ¿Sí?

– Su café. Sáquelo de la máquina. Se le va a enfriar. Yo también quisiera tener la oportunidad de enriquecer mi torrente sanguíneo con algo de cafeína, azúcar y lactosa.

Alfonso sorbe su café y observa la inmensa sala de redacción. Los cubículos son lo suficientemente bajos para poder divisar el centenar de cabezas de gente que escribe, edita, diseña y habla por teléfono. Fernández camina unos pasos e ingresa a la sala de los periodistas. Hay una inmensa mesa y la sala está llena de diarios, casilleros de madera con llaves, sillones, sofás y casillas de correo.

En una de las paredes están pegadas una serie de hojas con el logotipo de El Clamor. Las hojas están escritas en una máquina que tiene la s corrida. Son los mensajes y comentarios diarios que el Chacal le envía, en forma pública, a cada uno de los periodistas. A veces, antes de sus dardos acusatorios e hirientes, resume en un par de líneas lo que le pareció el número que salió esa mañana y pautea el día que viene, insistiendo en a qué noticias se les puede sacar más partido. Ortega Petersen llega muy temprano, por lo que, antes de las ocho y media, ya están pegadas esas hojas. La idea es que lo primero que los reporteros lean, sean esas páginas.

Alfonso relee las hojas. El Chacal parte insultando a todos los de la sección Deportes por no estar enterados de la lesión de un jugador y felicita a la chica de Municipalidades por una entrevista exclusiva que consiguió con un alcalde acusado de estupro. En el párrafo siguiente, Ortega Petersen se despide y anuncia sus vacaciones.

Fernández lee, uno a uno, los mensajes. Casi todos son irónicos y contienen saña de sobra. Incluso hay insultos y alusiones a la vida personal: «Si crees, Mariana, que el hecho de que tu marido ande con otra y tú hayas engordado ocho kilos es motivo suficiente para que el país deje de enterarse de la corrupción que aqueja a nuestros gremios, lamento decirte que estás equivocada. Quizás no seas buena en la cama (¿por qué, si no, te deja por esa cajera?) ni tengas los atributos de la Lollobrigida, pero recuerda que sí eres una gran reportera. Vuelve a tu redil y saca la cara. ¡De una vez por todas!».

– Las cosas que escribe este hombre, ¿no?

Alfonso se da vuelta asustado, pero vuelve a respirar cuando se da cuenta de que solamente es Florencio López Suárez.

– Hoy se libró su jefe.

– Pero a él no le entran balas. Pobre Mariana, eso sí. No sabía que su marido le era infiel.

– Ortega lo sabe todo. Tiene informantes en todos los sectores. Goza haciendo leña de árbol caído.

– Si escribiera eso de mí, quedaría destrozado. No podría levantarme de la cama en tres días.

– Yo también, muchacho -le responde López Suárez con calma antes de sentarse en el sillón.

Está vestido con un terno virado que así y todo brilla de viejo. Sus colleras tienen el escudo de armas de la ciudad de Curicó.

– Por suerte que a los columnistas nos obvia -continúa-. Claro que una vez al semestre nos invita a almorzar a un restorán chino del centro y nos dice unas cuantas verdades. A mí me toca siempre con Guillermina Izzo. Quizás porque somos los mayores. Después del postre, saca un montón de fotocopias rayadas con rojo. Son nuestras columnas, disectadas y analizadas como conejillos de Indias.

– Es preferible eso a que a uno lo humillen en público.

– Así es, muchacho. ¿Y leyó lo que le pasé? ¿Tuvo tiempo?

– Sí, claro -le responde mientras saca las hojas de su bolsillo.

– Lo arrugó bastante.

– Pero tiene otra copia, ¿no?

– Tipeo sólo una. El papel calco me es ajeno.

– ¿Y por qué no usa el computador, don Florencio?

– No le pida peras al olmo. Ahora dígame, ¿qué le pareció la columna? ¿No le pareció un poco fuerte? Mi idea es denunciar pero no herir. Yo no soy ni intento ser como Ortega Petersen.

– Está perfecta, don Florencio. Muy bien redactada. Queda claro cuál es el problema.

– ¿No le parece arrogante, entonces? ¿Cáustica?

– Para nada.

– Me ha quitado un peso de encima, muchacho. No quisiera entrar a vituperar a la Sociedad de Filatelia en público. Pero usted entenderá que mi deber como periodista es tirarle las orejas.

– Lo entiendo. Le encuentro toda la razón: no puede ser que sean tan benévolos con aquéllos que no han pagado sus cuotas.

– No le parezco injusto, entonces.

– Creo que es una denuncia del todo justificada.

– Hola, guapa.

– Hola -le responde Nadia sin dejar de teclear-. ¿De qué hablabas tanto con ese viejo?

– Le ha dado con mostrarme sus columnas para que se las revise. Encuentra importante la opinión de un joven. Tiene miedo de sobrepasarse en sus denuncias.

– ¿Como la falta de mantequilla en el Café Santos? Ese viejo está gagá. No entiendo cómo te haces un tiempo. Yo ya no estoy para sacar ciegos a mear.

Alfonso está a punto de decirle algo pero calla.

– ¿En qué estás? -le pregunta al fin.

– Un artículo sobre teatro callejero. Y un reportaje para el domingo sobre un garaje que hay por la Estación Central donde se junta la vanguardia y tocan unos grupos de rock. ¿Escuchaste el que te pasé? ¿Te gustó?

– Buenísimo, pero no creo que puedan llegar a ser muy masivos. Demasiado puntudos.

– ¿Y cómo te fue en Til-Til?

– Mal, no había muertos. Falsa alarma. Un par de heridos leves, nada de sangre, cero posibilidades de foto. Fue un viaje perdido. Pero me tocó un buen caso en La Cisterna. Ese me gustó.

– Te estás corrompiendo, Alfonso.

– Me estoy profesionalizando. No confundas las cosas.

Un vaho de perfume invade el cubículo. Alfonso y Nadia se dan vuelta y miran a dos mujeres llenas de curvas y bustos sintéticos que se balancean sobre sendos pares de zapatos de taco alto. Una luce una peluca plateada y la otra una melena crespa y anaranjada. Ambas visten mallas de lycra. Una va de leopardo, la otra de zebra.

– ¿Señorita Nadia? -pregunta la que tiene más maquillaje y menos escote.

– ¿Sí?

– Yo soy Denise de la Rouge. Buenas tardes. Hablamos por teléfono hace un rato. ¿Se acuerda usted?

La mujer recalca las eses. Alfonso intenta contener la risa.

– Pero claro -le contesta Nadia-. Son del Cabaret Montecarlo, ¿no?

– Así es. Venimos a ver al señor Francisquito Olea. Queremos que nos entreviste.

– Creo que las estaba esperando.

– Qué bueno porque, usted sabe, sin el apoyo de la prensa es muy difícil que artistas como nosotras podamos hacer nuestro trabajo.

– ¿Quedó bien, entonces?

– Sí, pero le cambié el final -responde Faúndez con un cigarrillo en la mano.

– ¿Puedo hacer algo?

– Revisa el despacho del corresponsal de Concepción. Un bus se cayó al Bío-Bío.

Alfonso se sienta al lado de Faúndez. Entre las terminales hay vasos de café llenos de ceniza y colillas, y hojas sueltas garabateadas con apuntes.

– Buenas tardes, don Saúl -le dice una mujer con rasgos indígenas.

– Ya la estaba echando de menos, Eduvigis. ¿Qué me tiene hoy?

– Le tengo queso de cabra, fresquito. Y queso chanco, también.

– ¿Y los locos?

– Usted sabe que están en veda. Para el viernes. ¿Lo anoto?

– Una docena. Y uno de esos frascos de erizos.

– También ando con mermeladas. De unas monjas. Están bien buenas.

– ¿Y qué tiene para comer ahora? Tengo hambre. Pendejo, ¿quieres algo?

– Esos cuchuflís cubiertos de chocolate.

La mujer se agacha para sacarlos de su bolso.

– ¿Y usted, don Saulito? -le pregunta mientras le pasa los dulces a Alfonso.

– Déme uno de sus sandwiches. Y un kilo del de cabra. ¿Manjar no tiene?

– Se me acabó. Me los compró todos don Darío.

– Eso es todo, entonces -remata Faúndez.

– ¿Quiere que se lo anote, como siempre?

Alfonso aprieta el botón que justifica el texto y ve que aun debe editar la nota para que alcance a entrar en el espacio que el diseñador le adjudicó.

El teléfono suena. Fernández lo contesta al primer ring.

– Clamor, policía, buenas tardes.

– Amor, ¿qué tal?

– Soy Alfonso, Roxana.

– Ah, perdona. Pero te quiero igual. ¿Cómo va todo? ¿Algún caso que valga la pena compartir?

– Nada, Roxana. Estoy terminando de editar. Te paso a don Saúl, espérate.

Faúndez lo mira y su cara se ilumina de picardía. Antes de tomar el auricular, se arregla el pelo con las manos.

– Estaba esperando tu llamada, empanadita -le dice con voz baja-. ¿Me ha echado de menos? Le compré unos locos para que me los apalee, tal como a mí. ¿Y su señora madre cuándo regresa? ¿Hasta cuándo podemos aprovechar ese nidito de amor?

Alfonso intenta revisar la ortografía de los apellidos de las víctimas del bus, pero la conversación de Faúndez no lo deja concentrarse.

– Sí, pues, usted sabe que sí -le susurra antes de quedarse callado un rato y dedicarse a escuchar.

Alfonso mira a Pancho Olea conversar con una de las vedettes del Montecarlo. Desconcentrado, hojea el diario de la tarde que llegó hace un rato. Se fija en el reportaje sobre las colonias de veraneo.

– Mira, esta noticia es buena -le dice Faúndez a Roxana-. Te puede servir. Anota, amorosa… ¿Lista? Nosotros vamos a titular así: Fue a darle el pésame a una mujer y la violó para que se le pasara la pena. Es tal cual. Sí, eso fue lo que ocurrió. ¿Cómo? En La Cisterna. Fue a consolarla por la muerte de su marido, pero agarró papa y se le tiró al dulce.

Alfonso deja el diario y mira de tal manera a Faúndez que éste nota su disgusto. Con la mano le hace señas de que se calme, no es para tanto.

– El caradura fue identificado como Raúl Francisco Miranda Pincheira, de 31 años, quien muy suelto de cuerpo les dijo a los pacos que había cometido la violación como una forma de apartar a la mujer del dolor provocado por la muerte de su cónyuge. Puta el rufián cara de raja. Aprovecharse de una viuda es lo más bajo, ¿no crees?

Faúndez le guiña un ojo a Fernández mientras al otro lado de la línea Roxana le dice algo que lo entusiasma.

– Le voy a tener que colgar, amor. Ah, y las iniciales de la tipa son M.E.M., 39 años. Hablemos más tarde, ¿ya? Yo la llamo. Un besito. Eso.

Faúndez cuelga y comienza a editar de inmediato el artículo que está en la pantalla.

– ¿Don Saúl?

– Dime.

– Mire, no es por meterme, pero…

– ¿Pero qué…? ¿Me vas a recordar que estoy casado?

– No, no me refiero a eso. Es que, no sé, a lo mejor no me corresponde, pero esa noticia de la violación era exclusiva. Yo la conseguí. Nadie la tenía. Pensé que podíamos golpear mañana, pero como ahora se enteró Roxana, ya lo van a saber todos, no sé si me explico. Las radios van a transmitirla. Se va a enterar el Extra. Todos los que tengan el servicio de la agencia cablegráfica.

– No seas tan egoísta con la información, Fernández.

– Quizás, pero no sé, yo no se la hubiera dado. Nosotros hacemos el trabajo sucio, estamos en la calle, y Roxana se queda todo el día en La Pesca o donde los pacos o en la agencia. Sale poco y nada. Es decir, el otro día salimos a reportear juntos, usted sabe, y me cae bien y todo…

– ¿Y? Te escucho.

– Usted sabe que casi siempre se queda encerrada y, sin embargo, termina con más exclusivas que todos los reporteros del sector. La agencia Andes nos gana siempre. Eso me parece injusto, don Saúl.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. Tenía que decírselo alguna vez.

Faúndez da vuelta la silla y le toma una mano.

– Mira, Pendejo, estoy de acuerdo. A lo mejor es cierto que la Roxi no es tan buena reportera, pero puta que chupa bien el pico. Y uno es humano. Cómo le voy a decir que no. Pasando y pasando, así funciona la cosa.

Fernández intenta soltarse, pero Faúndez se la agarra con fuerza hasta inmovilizarla. Lo mira tan directamente a los ojos que lo taladra.

– Me costó muchos años darme cuenta de cuáles eran mis prioridades. Muchos hombres pasan su vida tratando de entender qué es lo que los mueve. A estas alturas de mi vida, Fernández, ya sé qué es lo que me importa. Y una buena mamada me hace más feliz que una sonrisa del comunacho ése de Darío Tejeda.