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Es la hora de salida de las oficinas. Seis y media de la tarde y el sol sigue arriba; el calor ha cedido y la brisa huele a escape de auto. Aun así es preferible quedarse en el único lugar tolerable: las salas de cine con aire acondicionado.
La angosta calle San Diego está atestada de micros repletas de pasajeros que ya no caben dentro. Obreros de la construcción van colgando de las pisaderas.
Alfonso camina por San Diego hacia la Alameda. Avanza más rápido que las micros aunque no es tan fácil, puesto que la vereda también está intransitable. Los carritos con libros usados no facilitan las cosas. El derroche de letreros, ofertas y mal gusto tampoco.
En las disquerías suenan cumbias y rancheras, y en los grandes almacenes que dan a la vereda cientos de televisores sintonizan la misma imagen con distinto color. Los chocolates fabricados con tierra que venden por kilo en las dulcerías están blandos y viscosos.
El ambiente, en rigor, tiene algo de festivo; el calor de hoy recuerda el infierno de diciembre y el feroz ajetreo navideño. Todas las fuentes de soda están al tope, hay olor a pollo asado y grasa de papas fritas, y en las vitrinas los maniquíes ya están modelando ropa escolar o luciendo tenidas de verano en franca rebaja.
Alfonso sujeta un sobre tamaño oficio color amarillo. La transpiración de su mano ha manchado y corroído el grueso papel. Cuando llega a la Alameda, baja unas escaleras y cruza por un pasaje que da al paso bajo nivel Bandera. Una mujer vende incienso. El aroma del sándalo choca con el de la harina recién tostada.
El centro de Santiago es un solo coro de bocinazos. El sol rebota en los vidrios de los cientos de taxis. Alfonso mira un reloj que dice El Clamor, diario masivo y popular: faltan diez para las siete. Comienza a correr. No se detiene en las calles. Pasa frente a La Moneda sin mirar a los guardias. Cuando llega al Ministerio de Educación, no lo dejan entrar.
– ¿Cómo que no?
– Hay que entrar por Valentín Letelier.
Alfonso corre por la callejuela hasta toparse con la puerta de servicio. Un guardia le pide su carnet.
– Vengo a dejar un cuento al concurso.
El guardia le señala una puesto que está ubicado a un costado del ancho hall de entrada de mármol. Las sombras están en bloque. Alfonso se coloca al final de la fila. Hay tres personas más. Justo delante de él, una chica con una larga cabellera negra que brilla. Anda con jeans y una polera a rayas como marinero francés. Ella se da vuelta. Lo queda mirando.
– Hola -le dice.
– Hola.
Se ve muy joven y bronceada. Tiene ojos verdes y es un poco bizca.
– ¿Tú también escribes? -le pregunta.
– Sí, supongo. Veamos lo que dice el jurado.
– ¿Crees que vas a ganar?
– Puedo quedar entre los finalistas.
– ¿Cómo sabes? ¿Cómo tan seguro? No conoces a los otros participantes.
– Pero me conozco a mí.
Ella se ríe con su respuesta. El sobre que sujeta en sus manos es rosado y tiene mariposas y pajaritos.
– Te invito a una bebida -le propone muy suelta de cuerpo-. Nunca he conversado con un escritor. Es mi primera vez.
– ¿A qué te refieres con primera vez?