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– Te pasaste, cabro.
– Cuando quiera, don Saúl.
– No, en serio. Te debo una, Pendejo. Y te la voy a pagar.
– Da lo mismo.
– No da lo mismo. Estas cosas nunca dan lo mismo. Te la jugaste por mí. Me defendiste a pesar de todo.
– Si para eso estoy. Para ayudarlo.
– Para aprender. Y no te he enseñado nada. Puros malos ejemplos.
– Nada que ver. Me ha abierto los ojos. Lo único malo es que…
– Es que qué.
– Es que ya no los voy a poder cerrar.
Faúndez esquiva la mirada. Con el dedo dibuja una cara triste en la sal que llena un vaso de vino. Los ventiladores del techo giran lentos, sin ganas. Faúndez se sirve otro Fernet con manzanilla. Con la mano llama al mozo.
– Ya tomó harto por hoy, don Saúl, ¿no cree?
– Ni siquiera he empezado.
Están en el bar y restorán Patio Esmeralda, calle Esmeralda casi esquina Diagonal Cervantes. El ambiente está denso con el humo de los braseros y el fermento del pipeño. Ambos están al lado de la ventana que da a la galería del mismo nombre, que ya está cerrada. Desde su asiento Alfonso mira los letreros del reparador de carteras, del doctor del paraguas, del vaciador italiano.
El mozo se acerca y les pregunta qué desean.
– ¿Tiene cazuelín de menudencias?
– Los lunes, señor. Con las sobras.
– Entonces déme guatitas con arvejada.
– ¿Y el joven? ¿Lo mismo que el papá?
Alfonso le sonríe a Faúndez.
– A ver, yo quiero algo más normal. Riñones al coñac, ¿puede ser?
– Cómo no. ¿Con arroz?
– Perfecto.
– Les ofrezco borgoña con durazno. La especialidad de la casa.
– Muy bien -le dice Saúl antes de encender un cigarrillo. Deja el fósforo en una concha marina con restos de ceniza.
– ¿Le pasa algo, don Saúl?
– Estaba pensando en mis riñones. El coñac y el alcohol que han soportado. Cada vez estoy meando más veces y menos cantidad, Pendejo. Y la huevada me está comenzando a doler de verdad.
– Debería hacerse ver.
– En marzo.
El Patio Esmeralda tiene dos ambientes: el bar con su barra y la larga repisa de botellas de vino empolvadas; y el restorán, con sus mesas de formalita. La decoración pretende ser española, pero no queda tan claro. Las paredes están adornadas con grandes miniaturas de galeones y escudos de armas.
El mozo regresa con el borgoña. Les sirve a los dos.
– Salud. Y gracias.
– A usted.
Faúndez se toma el vino al seco.
– Me quedó dando vueltas eso que dijiste de abrir los ojos. Por eso uno toma, Pendejo. Para eso uno se mete con tanta mina. Para poder cerrarlos. ¿Me entiendes? Para recuperar la calma.
– Ya sé cómo te voy a pagar. Cómo voy a saldar mi deuda contigo. El sábado nos vamos a ir de juerga. Con la Roxana y Escalona y los que quieran. Y tú vas a ir acompañado.
– Lo que pasa es que…
– Nada de pendejerías. Vas a ir con la Valeskita Leiva y se acabó el cuento. Es sobrina del masajista de los Baños Anatolia. Es una gran podóloga.
– ¿Qué?
– Podóloga. La huevada de las patas, de los callos.
– La mujer de mis sueños…
– Mira, huevón, trabaja en una de las peluquerías más finas del barrio alto. Hace visitas a domicilio. La mina se moviliza en taxi. Le va muy bien.
– Así veo.
– Puta, es joven, tiene medias gomas, feroz raja, y es como tonta para el que te dije.
– ¿Experiencia personal?
– Conocimiento carnal, sí. Y hace unas cosas con los pies que te mueres.
– ¿Con los pies?
– La parte menos explotada del cuerpo.