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El local se llama Los Braseros de Lucifer y, tal como era de esperar, el color dominante es el rojo, aunque las brasas están bien escondidas dentro de las parrillas individuales que funcionan como centro de cada una de las mesas.
A través de la ventana se divisa claramente la calle San Diego y, más allá, la iluminada cúpula de la iglesia de los benedictinos. En el escenario, de pie y teñida de luz, Valeria González Mejías, vestida íntegramente de oro. La orquesta, más atrás, luce de negro, con corbatas plateadas.
– Gracias una vez más, querido público. El aplauso es el pago del artista y esta noche he recibido el sueldo de un mes.
La gente aplaude más todavía. Valeria arregla su inflado pelo, que cae sobre sus senos.
– Yo siempre me he debido a mi público y es reconfortante sentir que ustedes me quieren de la manera como lo hacen. Gracias. Y gracias, también, a los hermanos Olivares por mantener este importante centro nocturno que es una fuente de trabajo para todos los artistas chilenos. Para finalizar, voy a dar curso a un pedido que me ha llegado. Lo leo primero.
Valeria González Mejías abre una servilleta:
– Para Roxana, que ilumina mis tardes. De Saúl, que conoce sus debilidades. Este tema de Paquita que tanto te hace vibrar.
Saúl mira a Roxana y ésta le toma la mano. Sus ojos delatan emoción. Valeria González Mejías arruga la servilleta y la esconde en su escote. La orquesta comienza a sonar como si fuera una banda de mariachis.
Escalona le guiña un ojo a Alfonso. La mujer de Escalona se nota incómoda. Se ve bastante menor y sencilla. No ha hablado en toda la noche. Luce un vestido con cuello de encaje y cruz de oro. El Camión está solo y lanza besos hacia una mesa de secretarias que están de festejo.
«Invítame a pecar, quiero pecar contigo… no me importa pecar, si pecas tú conmigo…»
Alfonso aprovecha un silencio de la canción para susurrarle algo a Valeska:
– ¿A ti también te gusta Paquita?
– Primera vez que escucho esta canción, pero me gusta la letra. Estoy de acuerdo, ¿y tú?
Alfonso se apresta a responder cuando siente el pie de Valeska sobre sus muslos.
La pista de baile está repleta y el calor es espeso. La orquesta que está tocando es la Sonora Carnaval y los integrantes tienen sus trajes granates con corbata alba empapados en sudor.
«¡Ay!, qué pena, se me ha muerto el canario.»
El vocalista tiene un jopo embetunado en gomina. La gente, casi todos mayores, arriba de cincuenta años, corea la canción. Una pareja se luce armando pasos caribeños mezclados con tango.
– ¿Seguro que no quieres bailar? -le pregunta Valeska a Alfonso con una voz pastosa y poco natural-. Después te puedo curar las patitas. Yo sé mucho de eso.
Valeska anda con una peto stretch color verde y pantalones rosados muy ceñidos. Alfonso le mira las manos. Sus uñas son largas y color rosa eléctrico.
– Bonitas tus manos.
– Deberías ver mis pies.
Escalona mira la pista en silencio. Su mujer lo toma de la mano y hace lo mismo. En la pista Roxana y Faúndez coquetean ferozmente. Danzan agarrados de la cintura. El Camión tiene entusiasmada a una secretaria con el pelo zanahoria. Mientras baila, la polera se le sube y el ombligo se le escapa.
– ¿Estás seguro de que no quieres bailar, cariño?
– Más tarde.
– Más tarde yo no voy a querer bailar. Voy a querer hacer otras cosas.
Valeska lo mira sin miedo ni pudor. Sus ojos son negros y están rodeados de más oscuridad. Sus pestañas pesan con el rimmel. Su delineador tiene algo de azul escondido.
Un viejo deshidratado y enjuto se acerca a la mesa. Acarrea una aparatosa máquina fotográfica.
– ¿Un recuerdito de los Braseros?
– Por ningún motivo -responde Escalona, ofendido.
– Para la señorita -insiste el fotógrafo.
– Ya le dijimos que no. No es no, señor.
El fotógrafo se aleja un poco molesto hacia una mesa que celebra un aniversario de matrimonio. Escalona lo mira desaparecer.
– Alfonso, déjame decirte una cosa. Quiero decirlo aquí, frente a mi señora esposa. Jamás, y repito jamás, terminaré tomando fotos en una boîte. Esto es una promesa. Lo juro por mis hijos. Un artista, Alfonso, no puede trabajar en cualquier lugar. Ni vender su talento como si fuera un simple oficio. Los que dicen eso son cobardes o fracasados. Si uno no tiene dignidad, Alfonso, uno no tiene nada.