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– ¿Aló, Candelaria? Hola, habla Alfonso, el de los cuentos.
– Sé perfectamente quién eres. Estaba esperando tu llamada.
– ¿Sí?
– ¿Cómo estás?
– Bien, aunque me duelen los pies.
– ¿Los pies?
– Es una larga historia. Una larga juerga que organizó mi jefe.
– ¿El que aparece en el cuento?
– Exacto. ¿Lo leíste, entonces?
– Tres veces.
– ¿Te gustó?
– A mí sí, aunque a mi padre no.
– ¿Qué tiene que ver tu padre?
– Se metió a mi pieza y lo leyó. Te odia.
– ¿Qué le he hecho?
– Quedó asqueado con los garabatos y la escena de sexo. Dice que eres un enfermo y un degenerado. A mí, en cambio, me excitó.
– ¿Qué?
– Se me calentó la sangre. Me encantaría poder vivir algo así. ¿Es autobiográfico?
– Le pasó a él, no a mí.
– Pero escribes como si supieras mucho.
– No hay demasiadas cosas originales que se puedan hacer en la cama. Recurrí a mis experiencias.
– Has tenido hartas, parece.
– Lo normal. ¿Podríamos salir?
– ¿Leíste el mío? ¿Qué te pareció?
– Te gusta García Márquez, veo.
– Me encanta. Qué hombre con tanta imaginación.
– Te podrían acusar de plagio.
– A ti también. No creas que no he leído a Bukowski. Qué mente…
– Gran mente.
– ¿Pero te gustó mi cuento? ¿Sí o no?
– Más me gustas tú.
– Eres bueno para las palabras, Alfonso.
– ¿Salgamos? Podríamos ir al cine y después, no sé…
– Tú no vas a ir a ninguna parte -interrumpe una voz ronca y enojada.
– Papá, cuelga. Esto es el colmo. ¿Cómo puedes estar escuchando mis llamadas? ¿No habíamos llegado a un acuerdo?
– Y usted, jovencito, cuelgue inmediatamente.
– ¿Aló, Candelaria? -dice Alfonso-. ¿Qué onda?
– ¿Me podrías llamar más tarde? Después de las nueve. Antes tengo taller.