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Al final de la primera curva de la subida Ecuador hay una vieja casona típicamente porteña tapizada con planchas de metal oxidadas por el mar. El letrero encima del timbre dice Barracuda, pero nada en esa fachada sirve como indicio de lo que ocurre dentro.
Para entrar al Barracuda hay que primero decir el santo y seña de la noche y después pagar la entrada en una suerte de zaguán-guardarropía iluminado de azul. El primer piso es el living de una casa, con sillones kirsch y una biblioteca. Ahí se encuentra gente conversando en forma quieta y tranquila. Si bien el Barracuda es un bar, en el comedor del fondo, que tiene vista a la bahía de Valparaíso, se puede comer quesos y otros alimentos sólidos que salen de la cocina pintada en tonos verdes y rosa.
Sin embargo, lo que hace que el Barracuda sea el lugar de moda de este verano, es su subterráneo. La puerta de acceso está al lado de los baños y la bajada es oscura y con pendiente. A medida que uno baja, el sonido de la música late y va en aumento. Una vez abajo, uno se pierde en un inmenso sótano de cemento rodeado por los cuatro lados por una barra de metal. Arriba de la barra corren y bailan unos enanos. Son enanos jóvenes, y la mayoría son bonitos, es decir, son proporcionados, para nada deformes o contrahechos. Son todos hombres, lucen aros y melenas, y varios andan con el torso desnudo y bronceado.
– Son argentinos -dice Nadia-. En Chile no hay enanos así.
– Ni hombres así -sentencia Flavia Montessori, una amiga que anda con shorts de cuero.
Alfonso le pide a un enano de ojos azules y cola de caballo tres tequilas. El enano corre por la barra hasta el otro extremo.
– Este es un lugar muy raro -le comenta Alfonso a Nadia.
– Todavía no has visto lo mejor.
– El show de los marineritos filipinos es divino -opina Flavia.
El ambiente es una mezcla de la gente del Festival de Viña, artistas del puerto, lumpen y turistas mendocinos con demasiada droga en el cuerpo. Nadia está de negro, claro, aunque su cara brilla con rastros de mostacilla.
– ¿Y la blusa azul que te regalé? ¿No te gustó?
– Aquí hay que venir de negro.
Alfonso le lanza una mirada escéptica.
– ¿Y me has echado de menos? -le pregunta ella mientras se toma su segundo tequila al seco.
– Algunos días, sí -le responde Alfonso-. ¿Tú?
– Es que he tenido tan poco tiempo.
– ¿Poco tiempo?
– Disculpa, me encontré con alguien. Después seguimos, ¿ya?
Nadia se acerca a una joven extremadamente guapa que luce un apretadísimo traje, también negro; sus piernas, eternas, terminan en tacos muy altos. La tipa está rodeada de hombres que parecen modelos de pasarela.
– Alfonso, te presento a Érica Serrano. Ella trabaja para uno de los representantes artísticos más importantes del país. Conoce a todo el mundo.
– No a todos, a los que importan no más. Hola, encantada. ¿Qué tal? Necesito un trago y una línea, urgente.
– Y Josh Remsen, ¿viene? ¿Sí o no? Dime la exclusiva.
– Canceló. Pero parece que vamos a reemplazarlo por una bomba. Te vas a morir en tres tiempos, galla. Te juro. Oye, éste es Damián y… ¿tú eres?
– Andoni.
– Los conocí a la entrada. Dime si no son bonitos.
Alfonso se aleja de las mujeres y atraviesa la pista. Dos enanos bailan en forma sincopada. El pez espada que cuelga del techo tiene luces en vez de ojos. Un chico con guantes y el pelo rapado baila solo frente a un espejo del siglo pasado.
El segundo sótano tiene una ventana circular que mira sobre el puerto y los barcos. El resto del espacio, sin embargo, es negro y carente de luz. Está construido como un laberinto y posee muchos espejos donde sólo el rojo de los cigarrillos se refleja.
Alfonso está desparramado en un sillón de felpa. En la pista de baile, Nadia mueve sus caderas de una manera tal que, cada dos compases, le roza el paquete al tal Andoni, que danza con los ojos cerrados y las manos abiertas.
Alfonso se levanta, sube una escalera caracol y llega a la barra de los enanos. Érica Serrano le guiña un ojo. Alfonso le pide a un enano un vaso de tequila.
– Grande. On the rocks.
El enano corre al ritmo de la música y vuelve al rato con el vaso. Hay un largo pelo dentro del tequila, pero Alfonso no lo saca. Intenta tomárselo al seco pero no puede. Su cuerpo lo rechaza. Decide calmarse y beberlo a sorbos. Cuando lo termina, inicia el recorrido de vuelta. El humo de los cigarrillos se mezcla con el humo del hielo seco. Érica Serrano le toma una mano.
– Damián anda con unos saques.
– No, gracias.
– Oye, te presento a Matías, otro amigo.
– Disculpa -le dice él tratando de irse.
– ¿Y la Nadia? ¿Ustedes qué onda?
– Ninguna onda. Ya no.
Alfonso vuelve a bajar la escalera oscura. Sus ojos no se acostumbran de inmediato a la total falta de luz. Camina por el laberinto hasta que ve el reflejo de los pantalones amarillos de Andoni. Nadia ve a Alfonso y se acerca a él.
– ¿Bailemos?
– Me voy a ir. Eso quería decirte.
– Cómo te vas a ir. Llegamos juntos.
– Pero nos vamos a ir separados.
– ¿Estás enojado? Ven.
Nadia le toma la mano y lo lleva a un rincón.
– Estás borracha.
– Entre otras cosas.
Nadia le coloca una mano en la nuca y le acerca la cabeza a sus labios. Lo besa en forma profunda y global.
– Quédate.
– Si sólo pudieras hacer eso sin estar borracha, Nadia.
– No es eso, te juro. No es lo que crees -le susurra ella antes de intentar besarlo de nuevo. Alfonso la detiene:
– Siempre pensé que era yo el que tenía miedo, pero eras tú… Eso es. Ahora lo capto. Me tienes miedo a mí… Tienes miedo de que te… Pero ya no tienes nada que… ¿Sabes qué más? Me carga hablar así. No me viene. Me voy. Y pásalo súper bien.