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– ¿Ustedes se quedan?
La pregunta la formula Senén Villalón como pidiendo permiso. La amargura de la cerveza y de la tarde se escurre por sus poros y golpea a Alfonso.
– Sí -le responde sin levantar los ojos-. Nos quedamos un rato más.
Villalón se toma las manos y busca algo más que decir.
– En todo caso, muchacho, si Faúndez llegara a aparecer, le dices que lo estuvimos esperando. Que hemos llorado por él -agrega Villalón. Leopoldo Klein, que está a su lado, asiente con complicidad.
– No creo que vuelva -les explica Roxana desde su silla-, yo creo que se va a quedar con su mujer. Estaba muy mal.
– Tuvieron que doparla, ¿no? -le pregunta Klein en forma discreta.
– Una inyección para los nervios.
– Era su único hijo, su única compañía -comenta Villalón.
– Así es -replica Roxana-. Debe ser tremendo para una madre.
– Y para un padre.
– Bueno, hasta luego entonces -dice Villalón.
– Gracias por venir -le contesta Roxana con una sonrisa.
– Era lo menos que podíamos hacer. Lo conocemos hace tanto.
Villalón sale y deja abierta la puerta del local para que pase Leopoldo Klein, quien arrastra las piernas de puro viejo. El agua de la lluvia sobre el sudor de las flores en descomposición se cuela dentro de la fuente de soda. Es un aroma fúnebre, adecuado.
– Viste cómo está lloviendo -comenta Roxana.
– Y ya está oscuro. El verano se está acabando.
– Por fin.
– Parecías dueña de casa. Te daban el pésame a ti.
– ¿Acaso no me lo merezco?
Alfonso no le responde. Vuelve a llenar los dos vasos con lo que queda de la botella de tinto. En la mesa del fondo, mirando sobre Recoleta y el Cementerio General, están otros periodistas que llegaron al Quita Pena a desparramar la tarde y dar el pésame. Quedan cuatro y juegan dominó. Fuman hasta desaparecer tras el humo. Son el Chico Quiroz, el Negro Soza, el Topo Ulloa y Galvarino Canales viejo. No están de luto pero sí de oscuro.
– Vino harta gente.
– Saúl mueve masas. Siempre lo ha hecho. En esta profesión somos solidarios, Alfonso. Buenos para las fiestas pero secos para los funerales. Ven, ayúdame.
Alfonso se levanta y la ayuda a colocarse un chaleco gris.
– ¿Te dio frío?
– He estado helada toda la tarde.
Alfonso se sienta y bosteza en forma larga y desordenada.
– Estoy muerto de sueño.
– Es la pena. Cuando uno tiene pena y no sabe cómo llorar, le da sueño.
– ¿Sí?
– Llevo una vida entera bostezando. Créeme.
Alfonso procesa la respuesta y estudia lo básico del local. Roxana se desabrocha su reloj y lo coloca al centro de la mesa. Alfonso bebe el vino y corta el silencio:
– Y don Saúl, ¿cómo crees que está?
– No tan mal. Creo que fue importante que tratara de matar a ese huevón. Yo creo que botó mucha rabia esa noche. De alguna manera se liberó.
– Escalona una vez me dijo que…
– ¿Qué?
– Da lo mismo. No es el momento.
– Es sobre el Nelson, ¿no?
– Sí, ¿cómo lo sabes?
– Intuición femenina, supongo. Además de tirar, Alfonso, yo hablaba con él. ¿Quién crees que soy?
– Una gran mujer.
Los ojos de Roxana se abren al máximo.
– No deberías dejar que te traten como te tratan -agrega Alfonso-. La fidelidad no te hace menos hombre ni te quita libertad.
Roxana se llena de color. Aprovecha de terminar su vino. Después comienza a mirar a Alfonso sin necesidad de pestañear.
– ¿En qué estábamos, cariño? -le dice después de un par de latidos.
– En el Nelson.
– El Nelson.
– ¿Tú crees que era su ancla? ¿Lo que lo amarraba y lo hundía? Cuando estábamos en el entierro, pensaba en eso. Pensaba si alguna vez ese niño lo hundió. Y si ahora iba a hundirse más o salir a flote.
– Va a salir a flote y se lo va a llevar la corriente.
– No entiendo.
– Mira, Alfonso, con la muerte de ese niño no sólo se perdió una vida sino que además dos mujeres nos vamos a quedar solas.
Alfonso la observa. Está seria y su voz no tiene rastros de humor.
– Tienes razón: no debería haberle aguantado mil cosas, pero cada uno se merece el trato que obtiene. Pero eso ya es pasado y tampoco me importa tanto. La gorda, en cambio, me da pena. Faúndez me dijo a la entrada de la iglesia que ya había tomado su decisión.
– ¿Qué decisión?
– Que a partir de mañana en la mañana dejaba a su mujer. Ellos tenían un acuerdo: seguir juntos por el niño. Y el niño, como sabes, ya no está. El muy concha de su madre es hombre de una palabra y la va a cumplir. Un trato es un trato. La va a dejar. Y a mí también. ¿Pidamos más vino?
La lluvia cae con rencor y revienta como balines sobre el parabrisas del taxi. Alfonso y Roxana viajan en el asiento trasero. Los dos están seriamente borrachos. Por la radio habla América Vásquez en su programa Solitarios de la Noche. El taxista maneja despacio y mira hacia adelante.
– ¿Y no lo vas a echar de menos?
– Voy a seguir topándome con él. Por ahora.
– Eso es lo peor: terminar y seguir viéndose.
– ¿Y tu mina?
– Ya no es mi mina. Creo que nunca lo fue. Ahora estoy libre, sin amarras.
El rebote de las gotas sobre el techo anula la música de la radio. El reflejo de los autos en la calle mojada parece sangre.
– Me voy a casar, Alfonso.
– ¿Con Faúndez?
– ¿Cómo con Faúndez? Con otro. Claro que no estoy segura. Pero a lo mejor me caso. Me vería bien de blanco.
– ¿Con quién?
– Con un gendarme amigo, uno de mis contactos. Me he acostado un par de veces con él. Está arriba del promedio. Lo nombraron alcaide de la cárcel de Lota. Sería parte de la aristocracia de la ciudad. Tendría que almorzar con la esposa del alcalde. Me podría tirar al gobernador.
– O a los presos. Te encierras con ellos y les das como caja.
– A ti te voy a dar como caja, cabro atrevido.
– Vos, puh. Habló la más santa.
– Vos no tenís pelos en la lengua, huevón.
– Porque tú no quieres, no más.
– Estás muy borracho.
– Y tú estás muy gorda -le dice agarrándole uno de sus rollos.
Roxana le devuelve la gracia haciéndole cosquillas. Alfonso se larga a reír, trata de detenerla.
– Córtala.
– ¿Qué?
– Nada. No sigas.
– ¿Que no siga? ¿Seguro?
– Puta, es que se me está parando.
– Veamos.
– Sácame la mano del muslo -le susurra él-. Ahí es donde más me caliento.
– Como Saúl.
– Como todos.
Roxana le lengüetea la oreja.
– Escucha, Alfonso, es Paquita. Esto es buena suerte.
Alfonso la mira y le lame la mejilla.
– Señor, ¿podría subir el volumen, por favor?
El taxista gira la perilla y la voz de Paquita inunda el auto. Alfonso mira a Roxana y le acaricia el cuello.
– Estoy muy curado. Yo no respondo.
Ella se acerca y comienza a besarlo hasta hacer ruido.
– Yo sí. Dejémoslo hasta acá no más, Pendejo.