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Alfonso se seca el sudor de la frente con un pañuelo y respira hondo. Ajusta la luminosidad de la pantalla del terminal. Se pone a tipear:
INFANTICIDIO DESTAPA OLLA:
MÉDICO BUITRE CÓMPLICE DE SÓRDIDOS ASESINATOS
Investigaciones descubre a doctor inescrupuloso involucrado en fraudes ligados a la extensión de certificados de defunción falsos y al tráfico de estimulantes.
(Por Alfonso Fernández Ferrer)
El triste velorio del angelito Tomás Sobarzo Meza, víctima de maltrato infantil por parte de Soraya Meza, su madre, dio pie para que la Brigada de Homicidios desvelara una sórdida red de espurias conexiones del peor tipo.
En efecto, lo que partió como la lamentable muerte súbita del cariñoso menor de siete meses, tuvo un vuelco inesperado al comprobarse, detrás del alevoso crimen contra un inocente, la no menos deleznable complicidad del médico Alfonso Fernández Martínez, un ser amoral y cobarde que, enredado en la «cultura de la paleteada» y el tráfico de influencias, se perfila como el centro de este cruel juego de dardos y corrupción que afecta a nuestra sociedad por entero. Fernández Martínez traicionó el juramento de Hipócrates y no examinó el frágil cuerpecito de Tomás antes de extender el certificado de defunción que documentaba, falsamente, que el pequeño se había ido de este mundo por muerte natural. Esa pecaminosa omisión encubrió a la desalmada madre del menor.
Fernández Martínez, 51 años, separado, es un médico internista que fue despedido del hospital de Quilpué hace más de una década por motivos poco claros. El doctor, que posee una consulta en el popular barrio de La Cisterna y que, no casualmente, no se desempeña en ningún servicio médico del Ministerio (ni en ninguna clínica particular), se ganaba la vida no sólo torciéndole el brazo a la ley, sino traicionando la confianza del Colegio Médico que lo acoge. Creyente en la moral del compadrazgo, Fernández Martínez, como tantos otros en este país, vive de pequeñas coimas y corruptelas nuestras de cada día. Hoy se encuentra -por fin- a disposición de la justicia.
Como si esto fuera poco, los detectives descubrieron que, además del negocio de los certificados de defunción irregulares, el doctor atendía en su consulta a mujeres obesas y jóvenes drogadictos, a quienes les pasaba, en forma directa y luego de un pago previo, pastillas con derivados anfetamínicos como mazindol y fenilpropanolamina. Estas pastillas eran preparadas especialmente para el doctor por la química-farmacéutica Gina Inés Fernández Ferrer, 26 años, soltera, de Viña del Mar, quien resultó ser hija del médico. El dinero, al parecer, se lo dividían los dos inescrupulosos profesionales.
HACER EL FAVOR
Tal como los «buitres» captan clientes para las funerarias, lo que doctores como Fernández Martínez hacen es «facilitar el paso al otro mundo». Y en este caso, el desconsiderado médico no extendía dos o tres certificados fraudulentos al mes (como otros de su especie descubiertos esta misma semana), sino que llegaba a firmar diariamente seis o siete cuando el alcohol lo inducía a ello.
Aunque el propio doctor manifestó a los detectives que nunca fue cómplice de un asesinato en forma consciente, la verdad es que su grado de corrupción y vileza es tal que ninguna excusa parece válida a estas alturas. Así lo entiende la ley, que lo enjuiciará como cómplice no sólo del infanticidio sino de otros casos aún en investigación. Esto, porque detrás de los cientos de certificados de defunción irregulares que fueron extendidos por el doctor perfectamente puede ocultarse otro homicidio, alguna negligencia o incluso darse el caso de que Fernández Martínez haya dado por muerto a algún criminal que anda vivo por ahí.
El modus operandi de Fernández era el siguiente. La funeraria (cuatro locales en total, ubicados en distintos puntos de la capital) les ofrecía a los deudos la posibilidad de evitarse las molestias de una autopsia. A veces esta solicitud venía incluso de los familiares. Cualquiera sea el caso, y siempre y cuando al muerto no lo hubiera revisado ni un médico ni un carabinero, la funeraria se comunicaba con el doctor Fernández vía teléfono celular. Por lo general, éste se desplazaba en colectivo al lugar de los hechos. Ahí conversaba con los familiares y, sin auscultar el cadáver (que por lo general estaba en otro sitio), extendía el certificado arguyendo causas naturales, vejez o un simple (y limpio) ataque al corazón.
Éste el fue el caso del infante Tomás Sobarzo Meza que, según la madre y el propio certificado, «falleció de muerte súbita» mientras dormía en su cuna. Tal como señalamos en la edición de anteayer de «El Clamor», la exhumación del cadáver del pequeño reveló que el niño había fallecido producto de un edema subdural (rompimiento del duramadre cerebral) luego de haber sido violentamente sacudido y azotado.
Como forma de cuidarse las espaldas, Fernández timbraba su nombre en el certificado vigilando que el número de su cédula no quedara estampado. Después aceptaba «el pago». Nunca hubo boletas de servicios de por medio. El costo era el equivalente a un «menú simple para dos» en Los Chinos Pobres de la Plaza Brasil.
Quizás lo más grave de este delito es que viola en forma flagrante la fe que depositan instituciones como el Registro Civil en la profesión médica. Así, los funcionarios del Registro sólo deben preocuparse de que «el certificado esté correctamente cumplimentado» para aceptarlo. Basta que el doctor efectivamente esté inscrito en el Colegio Médico para que el certificado sea considerado válido. El Colegio Médico, en tanto, es tajante y señala en su reglamento que «nunca se debe extender un certificado a petición de familiares o terceros». De este modo…
– Alfonso.
– ¿Qué?
– Qué te pasa -le grita de vuelta Escalona.
– Nada.
– Te llama tu vieja.
– Mamá, tienes que ver la portada de mañana.