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Nadie le debe nada a nadie

El Hotel Oddó es un reliquia excéntrica que fue construida a comienzos de los años treinta cuando el verdadero, el que estaba en Ahumada con Huérfanos, fue demolido para dar lugar al Pasaje Matte. El dueño era el hijo descarriado de una familia de mineros del norte que había nacido en el hotel, por lo que le tenía un cariño exacerbado al nombre. Aspirante a poeta y diplomático frustrado, Emilio Gérard North construyó el hotel en el estilo neoclásico y lo ubicó a pasos de la Estación Mapocho, por la calle Morandé con General Mackenna. Gérard construyó su hotel pensando en los viajeros de los grandes barcos que llegaban a Valparaíso y de ahí tomaban el tren a Santiago para bajarse en la vecina Estación. Muchos intentaron convencerlo de que ése no era el lugar adecuado. Tenían razón. A los pocos años de inaugurado, el confort parisino era aprovechado por bohemios que comenzaron a arrendar sus piezas como estudios, talleres o bulines.

Cuando Gérard North se suicidó por amor en la suite principal, su madre vendió el Oddó a un inmigrante checo que lo transformó en varias cosas a la vez: hotel galante, pensión universitaria y hotel de segunda para viajeros de provincia. También transformó las habitaciones más grandes en departamentos.

Hoy el hotel es un monumento nacional muy mal tenido, con el papel descascarado y humedad de sobra. Su restorán es un bar que sirve pipeño y el salón de baile es un billar. Pero hay gente a la que le gusta vivir o alojar ahí y todos se respetan. Desde los mochileros israelíes a las prostitutas del barrio, pasando por los amantes subrepticios y los tipos que están en problemas.

– Estoy buscando al señor Saúl Faúndez -dice Alfonso en el mesón.

El botones tiene la piel como papel lija y una placa que le baila en la boca. El gato que descansa sobre la alfombra persa lo mira.

El hall de entrada es lúgubre y el candelabro, cubierto de polvo, no funciona. El lobby tiene varios sillones de cuero desvencijados. En todos hay jubilados leyendo el Extra o El Clamor.

– Está en la 508.

– ¿Tiene teléfono?

– En este hotel no hay teléfonos. Hubo pero se los robaron. Suba, no más.

Alfonso camina hasta el ascensor de reja. Aprieta el número cinco. Las indicaciones están en francés. El ascensor cruje y se mueve. Cada piso está pintado de distinto color. El quinto es mostaza aunque las paredes están trizadas por cicatrices de terremoto.

Alfonso se baja. Una puerta se abre y una señora muy anciana y encorvada lo queda mirando. Busca el número. Es al fondo, cerca de la ventana biselada por donde entra el único haz de luz. Sus zapatillas chirrían sobre el mármol. La anciana cierra la puerta. El eco queda suspendido.

Alfonso toca el timbre. El sonido no es el de una campana sino el de un taladro. Al otro lado hay ruidos. Alguien se acerca. La puerta se abre.

– Don Saúl.

– Puta que te demoraste, Pendejo.

Faúndez está sin afeitar, con calzoncillos y una camiseta blanca sin mangas manchada de vino tinto. No se ha afeitado en varios días. Con la mano derecha aferra una botella de aguardiente.

– ¿Sabes lo que es el chuflay? Mitad Bilz, mitad esta huevada. ¿Quieres un poco? ¿O prefieres tomarlo solo?

Faúndez empina el codo y toma. Toma tanto que el líquido cae sobre su cuello y entra bajo su camiseta.

– Pasa, puh, huevón. Esta es mi casa ahora.

Alfonso entra y cierra la puerta. El aroma a cocodrilo y agua empantanada rebota. Por la ventana se divisa el techo de la Estación. La pieza tiene dos ambientes y una cocinilla a la vista. La puerta del baño está cerrada. La cama, más allá, está deshecha y el suelo se ve empapelado de diarios. Faúndez se tropieza con un zapato.

– Mierda.

Después se sienta en el sofá.

– Siéntate, Pendejo, no seas huevón.

Alfonso se acomoda en una silla al lado de la mesa. Hay una botella de Bilz destapada. Un frasco de remedios, un plato con sobras de comida y un ejemplar amarillento de Hijo de ladrón.

– Bueno, ¿y? Me odias. ¿Viniste a matarme, a verme o a darme el pésame?

– Las tres cosas.

– Entonces sírvete un trago.

La luz que ingresa por las persianas es ámbar, como la miel al sol. La habitación hierve y ambos transpiran. Alfonso abre la ventana para dejar que entre el atardecer. Faúndez está vestido con una guayabera negra y se peina frente al espejo de la cómoda. Alfonso se sienta en el travesaño. La brisa le mueve el pelo.

– ¿Así que eso fue lo que le dijiste?

– Sí -le responde Alfonso.

– ¿Y qué te contestó?

– Nada. Me dijo que estaba de acuerdo. Y que lo perdonara.

– ¿Y qué le contestaste?

– Que no me pidiera lo imposible. Que cuando saliera de la cárcel, quizás.

– ¿Estabas nervioso?

– Aterrado. Tenía tanta pena que no podía expresar mi rabia.

Faúndez se detiene y se da vuelta. Lo mira.

– ¿Y tu hermana?

– Con mi madre. Nunca va a poder trabajar en lo suyo. Pero se salvó. No va a ir a la cárcel. Tuvo doble suerte.

– ¿Doble?

– Igual lo pudo conocer. Eso fue lo que le dije a él, don Saúl: ¿por qué no te acercaste a mí, concha de tu madre? Hubiera robado por vos. Puta que me hubiera ahorrado sufrimientos. Tantas dudas e inseguridades eliminadas con un par de telefonazos.

– Eso le dijiste.

– Sí.

– ¿Y qué te respondió?

– Nada. Miraba para abajo, no más.

– Tu visita, Pendejo, lo va a dañar más que veinte de esos artículos que no te publiqué.

Faúndez vuelve al sofá. Se sirve otra aguardiente con Bilz. Le pasa una a Alfonso.

– ¿Te sientes mejor?

– Algo. ¿Y usted?

– Algo. Estas cosas se demoran un poco.

La noche está tocando su techo. Faúndez abraza a Fernández y lo ayuda a salir de La Piojera. Caminan en silencio, apenas. Cruzan la calle. Se internan en las sombras del Parque Forestal a la altura del Monumento al Roto Chileno.

– Así no más es -le dice Faúndez con una voz que pesa de alcohol-. Supongo que es el sufrimiento lo que hace que la gente se apegue más a la mentira.

– Me siento mal.

– Respira, el aire te va a hacer bien.

Caminan en círculos, entremedio de los árboles que tapan la luna y el pasto mojado que no deja avanzar.

– ¿Y usted qué va a hacer?

– Ya veré.

– ¿Pero va a volver al diario? Yo quiero que vuelva. Es que… no sé… este verano ha sido…

Alfonso se detiene y le agarra el hombro a Faúndez.

– Estoy demasiado borracho.

– ¿Y?

– No puedo sujetar lo que estoy sintiendo.

– No importa.

– Es que… ¿Sabe lo que quería decirle? Que, no sé, siento que le debo tanto…

La voz de Alfonso se quiebra. De inmediato se tapa la cara con las manos.

– …y no sé cómo pagarle. Es que usted ha hecho tanto por mí. Nunca nadie me había hablado como…

Alfonso respira hondo. Las piernas le tiritan.

– Nadie le debe nada a nadie, Pendejo. Uno no hace las cosas para después querer cobrar el favor. Uno hace las cosas porque quiere. Y espero que sepas que te quiero. Lo que pasa es que no sé cómo demostrártelo.

Alfonso cae al suelo y empieza a tener arcadas. Faúndez le toma la frente y le dice:

– Ya, sácalo para afuera de una vez por todas.

Alfonso comienza a vomitar. Entre el vómito se confunden sus lágrimas.