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Otoño

Llevamos más de una hora volando sobre tierra firme y la panorámica que se abre hacia abajo está saturada de cafés, ocres, naranjas, amarillos y rojos. Los colores con que revientan los árboles en el hemisferio norte superan la oferta de una caja de lápices Staedtler. Es como estar horas mirando los tonos de las llamas del fuego. Por momentos asusta y violenta, pero a la larga, cuando uno ya lo entiende, relaja.

Esta es la visión que me acompaña desde la ventanilla. Hace un rato ubiqué el mapa de la región dentro de mi lap-top. Ya debemos andar sobre el estado de Carolina del Norte, creo. Mi destino es Durham, sede de la Universidad de Duke. Ya no falta mucho y eso me alegra tanto como me aterra. Pero es la alegría -o lo que creo que es alegría- lo que gana. Es lo que, después de tanto tiempo, me vence y me domina.

Cecilia Méndez duerme a mi lado, su cara tan cercana incrustada en una almohada gris. En su falda hay varias revistas que compramos en el aeropuerto de Miami, donde tuvimos que esperar para hacer la conexión. No las hemos leído. Cecilia no ha hecho otra cosa que dormir; yo no he parado de tomar notas, de regocijarme en este hábito que me parece tan nuevo y que se llama escribir.

¿Por dónde parto? ¿O sigo?

¿Cómo resumo todo lo que deseo resumir?

¿O ya lo habré dicho todo? ¿Es el cansancio lo que me obliga a seguir?

Quizás debo partir -continuar- con el hecho de que no he parado de escribir. No sólo durante este vuelo sino durante los últimos dos años, desde ese verano fatal cuando Martín Vergara se mató y yo renuncié a la revista y me encerré aun más en mí mismo. El resultado ya está listo y me siento satisfecho. He vuelto a crear y, más importante, a creer. Si no fuera así, las galeradas de Prensa amarilla no viajarían en mi bolso ni Cecilia Méndez sería mi mujer.

Martín Vergara se mató a comienzos de marzo, la primera noche de lluvia otoñal. La chica con que andaba quedó grave pero, más allá de unas cuantas cicatrices, ilesa. Martín la había conocido unas horas antes, en una discothèque de las afueras de Santiago. La policía dijo que iba a más de ciento sesenta por la carretera y que confundió a un conejo con una persona. La maniobra lo hizo salirse de la pista y enfrentarse a un camión. Martín estaba totalmente ebrio y con drogas de todo tipo en su sangre. El chofer del otro vehículo falleció a la madrugada siguiente. Martín tuvo la suerte de no darse cuenta. Esa era su meta durante esos últimos días en que su seguridad se vino abajo y su desamparo creció. No quería darse cuenta, pero se dio. Y eso terminó destrozándolo. Fue algo superior a lo que podía manejar. Nada tan grave, nada tan raro, sólo esa sensación de estar a la deriva. La vida, simplemente. Y la muerte.

Prensa amarilla no es exactamente una novela en el sentido clásico, sino más bien un libro de memorias novelado que se lee como si fuera la película que yo protagonicé. Supongo que es non-fiction, como dicen ahora en el mundo editorial, pero, más que nada, es verdad. Es lo que tenía que hacer. Y lo que me salió cuando ya pensaba que no tenía nada que sacar.

Decidí dedicarle el libro a Martín, porque él fue el catalizador de todo, creo. Además, pienso que le hubiera gustado. Martín no sólo me permitió volver a escribir, sino que me recordó cosas de mí mismo que se me habían olvidado. Antes de abandonar Pasaporte, publiqué el segundo cuento de Martín como un intento de materializar una vida desvanecida antes de tiempo. Quizás por tratar de vivirla en forma demasiado intensa. La publicación fue un parto, puesto que tuve que luchar contra la resistencia de sus padres, que no deseaban que secretos de ese estilo salieran así como así a la luz. El cuento se publicó igual, y varias personas que conozco se emocionaron cuando lo leyeron. El otro relato suyo obtuvo el segundo lugar del concurso de cuentos del diario El Universo.

Así no más es. Pero quizás es mejor que siga con los vivos, por muy muertos o desaparecidos que estén.

Escalona continuó en El Clamor por varios años y ahora está de editor fotográfico de La Crónica Ilustrada, donde gana más y sale menos a la calle. Varios años atrás, cuando yo recién había entrado a Pasaporte, me llamó para decirme que, vía la gestión de Leopoldo Klein, que aún vivía para desconcierto de todos, una galería de arte marginal estaba dispuesta a exhibir una muestra de sus fotos. La mirada de la muerte, así la tituló. Me pidió que le escribiera algo para el catálogo. Acepté gustoso. Recuerdo que la foto de la muestra que más me impactó fue la del joven ahogado de Cartagena.

De Roxana nunca supe más. Hay ocasiones en que me la imagino como la primera dama de alguna cárcel sureña cantando la Canción Nacional durante un acto oficial. Otras veces me la imagino flaca y pintándose las uñas en la sala de relaciones públicas de La Pesca. A veces, incluso, la recuerdo en ese taxi en medio de la lluvia. Cuando nos casamos con Cecilia, armamos algo parecido a una luna de miel y pasamos una larga temporada recorriendo México. Y fue justamente allá, en Cuernavaca, donde fui a toparme con Paquita, la del barrio. Cantaba en un restorán que estaba de bote en bote. Paquita seguía obesa, redonda como un tonel, pero ya era una señora mayor. Cecilia quedó impactada de que me supiera de memoria tantas de sus letras.

Nadia, al final, no se casó ni se dedicó a los espectáculos. Tampoco triunfó en la televisión, como yo lo anticipaba. Terminó como relacionadora pública de varios malls y, junto a unas socias, fundó una revistilla de circulación gratuita dirigida a los hogares llamada Casa-Aviso. Todas las semanas la revista aparece debajo de mi puerta.

Al Camión me lo topé por primera vez no hace mucho. Iba manejando su propio taxi. Aún no se casaba y seguía básicamente igual. Hombre de pocas palabras, recordando sus días de marino. El Camión me contó que Faúndez, al final, sí tenía cáncer a la próstata pero que, testarudo como era, se había salvado después de varias operaciones que redujeron notablemente su energía sexual. El Camión no me dejó pagarle el viaje y, aunque no intercambiamos fono ni dirección, estoy seguro de que volveré a encontrarme con él alguna vez.

Don Saúl Faúndez regresó a trabajar por unos pocos meses a El Clamor, pero Darío Tejeda no toleró sus tardanzas, ausencias y desapariciones, y lo despidió apenas se le presentó la ocasión. Yo ya no estaba ahí para defenderlo. Entre los motivos que arguyó, estaba el de que no podía permitir que un cuasi criminal, un hombre que dejó ciego a otro, escribiera en un diario tan respetable como El Clamor. Celso Cabrera, increíblemente, estuvo de acuerdo.

Ese año, Faúndez siguió viviendo en el Oddó (que finalmente fue demolido) e hizo algunas críticas de teatro para La República. Recuerdo haber ido a un par de estrenos con él, para después terminar en el 777 conversando hasta la madrugada. Roxana le dejó su puesto en la agencia Andes y ahí trabajó unos meses. Pero Faúndez quería un cambio y optó por viajar al norte. Se radicó en Antofagasta, donde reporteó asuntos judiciales y se hizo cargo de la bitácora naviera del puerto. La vida en provincia era más barata y rápidamente se integró a un círculo de jubilados y literatos que lo respetaban como a un intelectual.

Faúndez decidió nunca más cubrir el mundo policial. «Puta, cuando uno ve la muerte tan de cerca, cuando la ves que te llega de frente y te quita algo que quieres, algo te pasa, Pendejo», me escribió una vez. «La muerte dejó de parecerme cómica y normal. Cuando estábamos en El Clamor, la muerte nos llegaba procesada, lista para la foto de Escalona. Cuando te toque vivirla de cerca, verla transitar delante de ti y dentro de alguien que tú quieres, verás que es capaz de trastocarte. Y, aunque te parezca raro, te deja un poco más libre, porque terminas entendiendo más.»

Con el paso de los años, Faúndez reincidió en el mundo del hampa, aunque de manera más tangencial. Aceptó adaptar sus anécdotas y recuerdos de ciertos criminales para un muy sintonizado y sensacionalista programa de televisión que recreaba episodios de sangre. Recuerdo haber visto un capítulo sobre Aliro Caballero y comprobar con horror que el actor que lo interpretaba era uno de los de Región Metropolitana. Vi el programa en un estado de déjà-vu y embriaguez. Al final, tal como lo intuí, apareció el nombre de Saúl Faúndez encabezando los créditos.

Tengo entendido que jubiló de la Escuela de Periodismo de allá. Hace tiempo que perdimos contacto. Debe estar muy viejo, pero no creo que se haya muerto. Le pedí a mi editor, antes de partir, que lo ubicara y le enviara la novela. Cuando regrese a Chile, prometo averiguar qué fue de él, aunque hay días en que preferiría no saber. Quizás mi mayor miedo es que no se acuerde de mí tanto como yo me acuerdo de él.

Mi padre, en tanto, estuvo efectivamente preso, pero su abogado logró que le dieran una pena corta y en una cárcel relativamente decente, donde había que pagar por la celda como si fuera un hotel. Sé que ahora vive en Villa Alemana y atiende clientela particular. Nunca nos volvimos a ver. No creo que lo hagamos. Las cuentas están saldadas. Prensa amarilla me ayudó bastante en ése y en otros sentidos.

Mi hermana Gina pasó un período muy mal, pero hoy está radicada en Mendoza, Argentina, casada y con dos hijos universitarios. Viaja frecuentemente a Viña a ver a mi madre. Cuando almorzamos tenemos el buen gusto de saltarnos el pasado como si fuera un pariente al que le hemos perdido la pista.

La azafata anuncia por los parlantes que nos estamos acercando al aeropuerto de Raleigh/Durham. Por motivos de seguridad es necesario apagar todos los aparatos electrónicos. A través de la ventanilla ya se divisa el follaje de los árboles y los caminos que pasan entre ellos. El día está glorioso y parece nuevo. Benjamín debe estar esperándome allá abajo. Supongo que estoy preparado, pero no me consta. Sólo sé una cosa: ésta es una oportunidad que no llega a cada rato. Espero estar a la altura.