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Cuarta parte. EL FIRMAMENTO LLENO DE CUERVOS

INTRODUCCIÓN

Desde mi amplia ventana de Bfevnov, allí mismo donde terminaba mi pequeño huerto, veía yo el verdor de los brotes del campo desde el otoño hasta el verano siguiente. Detrás del campo había unas canteras abandonadas que en verano se llenaban de esbeltos tallos de perejil. Más allá de las canteras, la carretera bajaba a un valle, luego había otro campo y, después, un bosquecillo pedregoso. Cuando en marzo abría la ventana de par en par y acercaba mi silla, podía escuchar las alondras como desde un palco del Teatro Nacional.

Hace tiempo que el espacio que había delante de mi ventana está tapado. Algún tiempo atrás, los brotes se cambiaron en las alambradas que cercan las casas y las villas. Las perdices y los faisanes que antaño entraban en nuestros huertos, ya no se dejan ver ni en invierno, y las liebres que a menudo correteaban entre nuestros pies, han huido más lejos. Sólo los cuervos han permanecido fieles a nosotros y parece que, a cada nuevo año, su número aumenta. Llegan siempre a finales de octubre, cuando ya es casi seguro que no hará un solo día bueno. Se reúnen en bandadas, llenan el aire con sus gritos ominosos y les gusta posarse sobre las débiles ramas de los abedules, que bajo su peso se inclinan hondamente.

Una vez, en otoño, enterré en el abono una liebre destrozada y ya maloliente. La desenterraron en seguida y a partir de entonces prestan una especial atención a nuestro huerto. Desasosegados y estrepitosos, vuelan arriba y abajo. Y tengo la sensación de que debajo de nuestras ventanas están montando un catafalco.

A partir de su mitad, el otoño suele ser aún más triste. Cada uno de nosotros se detiene a pensar un momento y mira perplejo a su alrededor.

El espacio de vida que hemos atravesado se llena entonces de rostros amables y amados, que nuestros ojos buscan allí mientras los invocan en el alma.

Entre miles de ellos he descubierto un rostro olvidado y estoy evocando un conocimiento. Desde mis años estudiantiles yo encontraba en la actual Avenida Nacional a un caballero de edad, con un bastón y un aplastado sombrero negro. Yo le saludaba cortésmente. Él me sonreía y, con un gesto amistoso, se llevaba la mano al sombrero. Era Ignát Herrmann. Al cabo de muchos años, al final de los veinte, me paró y, por lo visto movido por la curiosidad, me preguntó quién era. Así, sin más, nos conocimos.

– Joven -me dijo Herrmann-, de mi generación ya no me queda nadie en el mundo. Todos han muerto y estoy completamente solo.

En torno a nosotros retumbaba la Avenida Nacional, llena de gente que pasaba de prisa o estaba parada, y yo me negaba a dar crédito a sus palabras. Si aquí mismo había una multitud de los que le conocían y le leían. No, él no estaba abandonado.

Un otoño, a principios de los veinte, publicamos una antología de nuestro grupo Devétsil. Herrmann me lo recordó con una leve sonrisa. Ya no puedo decir para qué destacamos especialmente aquel otoño también en la portada. El libro levantó entonces una polvareda. ¿Cuántos quedamos de los que entonces nos habíamos reunido en torno a aquel libro y cuyos nombres venían mencionados en una de sus últimas páginas? ¡Sólo dos o tres! Y yo soy el único que todavía grita por lo bajo «¡Hurra!» y moja la pluma en el tintero. Todos los demás han muerto. Miro atrás buscando sus rostros. Los encuentro, pero en seguida se confunden en el gris de mi mala memoria.

Abro aquella lectura antigua y siento tristeza. El perfume de los recuerdos me ahoga. El amargo aliento de las viejas caricias se ha enfriado hace mucho. ¡Cuántos nombres había! Ivan Goll, Foujita, Georg Grosz, Zadkin, Kisling, Archipenko… Pronuncio nombres que hoy ya no me dicen tanto. ¡Y estoy pensando en otros!

¡Qué felicidad habría sido la mía, si hubiese podido estrechar la mano de Vancura! ¡Qué no daría por poder fumar una pipa en Slávie con Teige! Si, por casualidad, yo no tuviese una pipa, me la prestaría gustoso. Siempre tenía los bolsillos llenos de ellas y las iba cambiando. ¡Cuánto me gustaría tomar en Suter una botella de vino con Vítézslav Nezval! En este momento no puedo pasar por alto los días en que nos recitaba temperamentalmente «El asombroso mago» que justamente acababa de ser publicado por primera vez en aquella antología nuestra. Fui yo mismo quien lo llevó a la imprenta y hasta hoy vuelven a mí, como por ensalmo, sus maravillosos primeros versos:

Sueñas con una cultura nueva y yo te canto otra vez, llena de

reverberos, fuente con la tigresa…

Vuelvo las páginas amarillentas, y tampoco puedo dejar de recordar las últimas líneas del artículo programático de Karel Teige que cierra la antología:

La belleza del nuevo arte es de este mundo. La misión del arte es la de crear bellezas análogas y cantar, con imágenes arrebatadoras y con insospechados ritmos poéticos, toda la belleza del mundo.

También en el libro las cinco últimas palabras vienen resaltadas con mayúsculas y encerradas entre dos manos impresas, con los índices extendidos. Nos gustaba mucho aquel signo, e incluso lo insertamos en algunos poemas.

Desde la publicación de la antología de Devétsil han pasado mucho más de cincuenta años. Está haciendo un melancólico día de octubre. He estado de nuevo en la Ave nida Nacional. La vida fluía alrededor de mí con tanta prisa que la mirada no conseguía seguirla. Pero me ha parecido que estoy solo en el mundo.

72. El camino a Nelahozeves

A aquella diminuta y pobre planta, perdida entre otras vistosamente teñidas de un rojo llamativo, la llamábamos ortiga. La cogíamos en los prados de Kralupy, la secábamos y, en otoño y primavera, cuando padecíamos de tos, bebíamos una tisana de ella.

No era la ortiga roja. La flor no tiene ese nombre. Sólo hace poco me he enterado de su nombre verdadero, mientras estaba ingresado en el hospital de Motol, cuando hojeé el libro que me había prestado una de las enfermeras. Era la Botánica de Jaroslav Petrbok, ilustrada con un esmero enternecedor por Svolinsky. Así me enteré por fin, al cabo de casi setenta años, de que la flor que cogíamos se llamaba correctamente «ozanka kalamandra», y en las páginas siguientes conocí a su pariente próxima, la también pobre y parecida a ella «marulka pringamoza».

¡Dios mío, qué hermosos nombres ha inventado nuestro pueblo para dos flores completamente vulgares!

¡Ozanka kalamandra y marulka pringamoza! Pronunciaba esos dos nombres como si acariciara su sonido, que mi aliento deslizaba por mi paladar y por mi lengua, y no llegaba a saciarme de su cadencia. Sólo por poder pronunciarlos una vez más juntos, confundí sus nombres: marulka kalamandra y ozanka pringamoza. Ay no, ozanka kalamandra y marulka pringamoza. ¡Qué bien sabe hechizar el checo y lo que logra hacer con una palabra extraña y difícil de pronunciar!

Hacia la noche, al igual que en las horas de la mañana, en una clínica hay más animación. Las enfermeras tienen prisa por llegar de su trabajo a casa, y las que vienen a reemplazarlas por la noche deben dispensar sus cuidados a los pacientes. Reparten las medicinas para la noche, instan a los enfermos para que se duerman, sacuden sus almohadas. Y, ya cansadas, continúan su trajín en torno a los pacientes.

– Enfermera, usted no deja de sonreír. ¡Es usted la mejor de todas!

– ¡Todas seríamos buenas y sonrientes si tuviésemos tiempo para eso!

Habían pasado casi setenta largos años, reflexionaba yo, con la cabeza apoyada en la dura almohada. Dos grandes guerras. Me habían operado varias veces. Una de las intervenciones fue grave. Diez veces estuve internado en la clínica, conocí muchos amores, odios y rencores, amistades y enemistades y la undécima vez que tuve que ingresar en una clínica me enteré por fin de cómo se llamaba exactamente aquella flor de mi infancia.

Ahora estoy aquí tumbado, demasiado viejo ya para hacer grandes proyectos para el futuro, pero no tan viejo todavía como para acariciar al menos algunas esperanzas, mi pobre, mi seductora ozanka kalamandra.

– ¿Estás aquí? -me preguntó la enfermera de guardia que, entornando la puerta, se asomó a mi cuarto-. Tengo que ponerle una inyección.

Pero yo no estaba allí. Estaba sentado en un campo agostado y caluroso, encima del camino, largo y estrecho, de Nelahozeves. Alrededor de mí había muchas flores. Y aquel río, hermoso y perfumado, fluía lenta y silenciosamente junto a todos mis sentimientos jóvenes e impetuosos.

73. La casa Halánek

Jugábamos al molino en la escalinata de la iglesia de San Procopio, de donde nos echaba un irascible sacristán que llevaba un ridículo gorro negro. También nos expulsaba de los rincones de fuera del templo, donde teníamos la necesaria tranquilidad para hacer quesitos. Allí nadie nos los pisaba. Correteábamos por los desvanes y los sótanos hasta que sobre las puertas colgaron los candados. Y nos gustaba sentarnos en los bordillos de las aceras, delante de las tabernas y de las tiendas donde vendían vino a granel. Las primeras nos atraían con la armoniosa belleza de sus canciones; y las orras, porque podíamos mirar a los beodos. Aquellas tiendas, o tascas, estaban llenas desde las primeras horas de la mañana y sus clientes se sucedían rápidamente. Allí estallaba a cada momento una discusión estrepitosa y nosotros, curiosos, aguzábamos los oídos. íbamos a los sótanos de aquellas casas para sorber el aroma del vino guardado en pequeños toneles. En uno de aquellos edificios vivía un compañero mío del colegio. Iba a verlo y juntos, desde la galería, respirábamos el prohibido y picante aroma. Olía no sólo el sótano, sino también el patio y toda la casa.

A veces, cuando la tienda estaba abarrotada de gente y nadie nos hacía caso, nos asomábamos con curiosidad a su interior y leíamos los nombres de las grandes botellas que había en los estantes.

El Magadot era siniestramente oscuro, diablo verde como el tapete verde de la mesa de billar, igual que otro aguardiente que en nuestro país sustituía al entonces inasequible ajenjo. El aguardiente de centeno, el de cebada y el de comino eran casi incoloros. El de ciruelas y el de enebro, tenuemente dorados. La Griotka era roja como la pulsera de granates de mi madre. La Svétluska era de un verde claro. Una vez, en Zizkov, se intoxicaron con ese licor ocho hombres. Según parece, se elaboraba con alcohol metílico.

En la tienda no había ni mesas ni sillas. Los clientes estaban de pie delante del mostrador o apoyaban sus espaldas contra las paredes pintadas de un gris sucio. De tarde en tarde un estruendoso grupo de hombres sacaba a la calle a un borracho hecho una cuba. Una vez en la calle, el hombre se iba dando traspiés, arrimándose a las casas. Algunas veces, llegaba al final el coche de la policía para llevar bajo su protección al desgraciado que ya no podía andar con su propio pie. Era un espectáculo emocionante, alrededor del cual, además de nosotros, se coagregaban muchos otros transeúntes.

Las peculiaridades, algo misteriosas, de aquello, se agrandaban gracias a una circunstancia placentera. El dueño de la tasca, huraño y taciturno, tenía una hija muy bonita. La veíamos correr por la calle con su enorme lazo rojo. Un compañero y yo nos enamoramos los dos de ella un poco, aunque no sabíamos cómo comunicárselo. Compartíamos nuestro entusiasmo amoroso como buenos amigos. Lo mismo que compartíamos la sonrisa que ella nos dirigía algunas veces, pues no podíamos apartar nuestros ojos de ella.

Lo cierto es que, fuera como fuere, todo quedó en un dulce sueño compartido.

Al cabo de unos años, cuando yo era ya alumno del gimnasio, nuestro profesor de geografía nos envió al Museo de Náprstek. Entré en el amplio pasaje de la casa Halánek y me detuve sobresaltado en la puerta: el pasaje estaba inundado por el intenso perfume de los alcoholes que yo conocía tan bien por la tienda de Zizkov. Lo despedían los muros del pasaje, se propagaba por el viejo patio y toda la desvencijada casa estaba empapada de él. No lo sé, pero supongo, pues el delicioso olor era muy fuerte, que entonces todavía seguían haciendo allí el aguardiente. Pero aquello no se prolongó mucho tiempo.

Cuando la producción casera cesó, el aroma no desapareció del pasaje. A lo largo de varios años, siempre que me encontraba en la plaza Belén, no dejaba de acercarme a la casa y olisquear su pasado.

Y aún hoy encuentro en aquel pasaje la sombra rosada de una mujer. La que, otrora indescriptiblemente guapa, caminaba a menudo por aquellos lugares llorando, triste y enferma. Ella misma lo confiesa. Bozena Némcova iba a casa de Vojta Náprstek para pedirle unas coronas cuando el dinero no le alcanzaba y los niños tenían hambre. Vojta Náprstek la ayudaba de buena gana, aunque se había dado cuenta de que tenía que conformarse con el papel de un admirador no del todo afortunado y sólo amigo.

Por aquel pasaje de la casa Halánek, justo cien años antes -estoy escribiendo estas líneas en otoño de 1973-, fue sacado el féretro con los restos de la anciana señora Anna Náprstkova.

¡Qué glorioso fue aquel sepelio! Media Praga estuvo presente.

Aquélla era todavía la época de los mecenas. Eramos un pueblo pobre y los mecenas no abundaban aquí. La señora Náprstkova era uno de ellos y destacaba por su excepcional generosidad. Más de dos mil hogazas de pan se repartían durante la semana en aquella casa a los necesitados y los hambrientos. Pero no era sólo pan lo que se daba. La señora Náprstkova había conocido durante su vida mucha miseria y, cuando se hizo rica, no olvidó aquellas vivencias. Conocía bien las privaciones y el sabor del hambre.

Hoy, quizás, muchos esbozarán un gesto de desprecio ante tales limosnas. Sin embargo, en aquellos tiempos nadie se preocupaba de los pobres. Poco a poco se iban muriendo de hambre.

En el momento en que aquella dama abandonaba definitivamente su casa, a su alrededor se habían amontonado las coronas de toda Praga. Allí estaba el alcalde de la ciudad, con una cinta dorada cruzándole los hombros; y, a su lado, todos los concejales. La clase de dignatarios que eran aquellos hombres, lo supieron los habitantes de la ciudad cuando fue erigido el puente Hlávküv, que conducía a la isla Stvanici. Sobre el puente habían sido instalados unos gigantescos medallones de piedra con sus efigies. ¡Y no estábamos en el siglo pasado, sino en el primer cuarto del nuestro!

Además de los concejales, asistieron al entierro los jefes de departamentos locales y los representantes de las autoridades austríacas, uniformados y sin uniforme, con espadas y sin ellas. Les sucedían las personalidades de la vida cultural de Praga, los amigos de Vojta Náprstek, poetas, pintores y otros artistas que frecuentaban su casa. También acompañaron el féretro las damas del Club Americano, vestidas de negro y con velos cubriéndoles los rostros. Y la guardia local de francotiradores, con sus altos gorros rojos de piel sujetos por una hebilla bajo el mentón, llevando sus fusiles con las bayonetas caladas, y muchos habitantes de Praga. El pasaje relucía de chisteras negras.

Apenas se puso en marcha el cortejo fúnebre, ocurrió algo inesperado y sorprendente. Desde las vecinas callejuelas, que confluían en la explanada que se abría ante la casa, se precipitaron hacia el ataúd aquellos que semana tras semana acudían allí en busca de su limosna o de una hogaza de pan. Había un sinnúmero de pobres que salían de sus habitáculos subterráneos y angostos, de sus sórdidas chabolas y cuevas, dispersas no sólo dentro de la ciudad, sino también por los suburbios más alejados. También ellos venían a despedirse de su bienhechora. Tenían derecho a hacerlo.

Se acercaban en filas desordenadas y se agolpaban detrás de los invitados oficiales, con el consiguiente sobresalto de éstos.

Simplemente: habían estropeado el funeral.

Fue una manifestación inesperada y espontánea, un augurio del porvenir, la protoimagen de los eventos futuros de aquella tierra. Cuando la gente no lo vislumbraba aún y no supo comprenderlo bien.

En esta relación se me ocurre pensar cuántos nombres tiene el checo para estos pobres: «chudina, holota, láj, lüza, sbéf, chamrad, chátra» (miserables, gente de poca ropa, desharrapados, chusma, morralla, gentuza, hez). Y todavía hay más. Sé que es menester distinguir entre estos términos. También depende de la boca que los pronuncia y de la ocasión en que lo hace; pero, a fin de cuentas, es así como se designaba desde siempre a los pobres que no sabían acatar debidamente la moral de su época.

«¡Viva el socialismo!», exclamaba el protagonista de una narración corta de Ch. L. Phillipp, cuando intentó sin éxito llevar a sus hijos metidos debajo de su abrigo, como cachorros, para que la quisquillosa casera no pudiese contarlos.

¡Viva el socialismo!

No hace mucho he estado en la casa Halánek. Todos sus característicos olores de antaño se habían extinguido, aunque creí percibirlos todavía en el imperceptible fluir del tiempo.

Pero ya sólo eran los colores de los recuerdos, meras apariencias, mera añoranza, mera tristeza y nada más.

74. Tres primeras colecciones

Es frecuente que los adultos no se den cuenta de con cuánta atención y, a la par, con cuánto dolor percibe un niño cada contratiempo y cada pena de sus seres queridos. Se mantiene la antigua creencia de que la infancia no sólo es completamente inocente, sino que a la vez está coronada con ramilletes de alegrías, que es despreocupada y feliz. No siempre es verdad. La infancia está llena de discordias y dudas, de sorpresas desagradables, de disgustos y pesares de los que no se habla porque todavía no han encontrado las palabras adecuadas.

Todo esto es, seguramente, bien conocido. Y lo digo en un susurro y para mis entretelas, al recordar mi propia niñez. No tuve una infancia feliz; no, no la tuve.

Mi padre tenía quince años más que mi madre, que vivía constantemente atormentada por el miedo de que mi padre se muriese. También sufrió todos los temores de su patria durante la guerra, cuando no tenía nada que meter en la olla y el dinero escaseaba. Mi padre había perdido su trabajo y quería contratarse para desactivar los campos de minas. Pero mi madre se opuso. Yo sentía un amor infinito por mis padres, pero mi infancia no tuvo nada de bonita.

En la escuela básica y en los primeros años del instituto figuraba entre los buenos alumnos. En los certificados anuales que el gimnasio nos extendía al finalizar cada curso académica, junto a mi nombre brillaba una estrella. Así se destacaba a los alumnos sobresalientes.

Sin embargo, en el cuarto año empeoré. En el certificado anual tenía un «suficiente» en matemáticas. Para mis padres iba a ser una sorpresa desagradable. Me lo temía y se lo confié a mi compañero Josef Suchánek, cuando lo encontré. Me llevaba un año, pero vivía en una casa cercana y nuestras madres se conocían. Y se daba la circunstancia, decisiva para nuestra amistad, de que también escribía poesía.

Suchánek me dio un consejo audaz. ¡Cambia «suficiente» por «bien»! No sería sobresaliente, pero mis padres no iban a quedar tan apenados. Yo tenía miedo. Era un pequeño delito. Era la falsificación de un documento oficial, para la que estaba previsto un castigo determinado. Pero, al acordarme de mis padres, acepté su peligrosa proposición. Suchánek era más hábil y más valiente.

La manipulación del certificado tenía que llevarse a cabo en algún lugar apartado, en secreto. Hacerlo en el jardín era imposible. Nos decidimos por el cementerio de Olsan. Allí estaba enterrada mi hermana. Murió cuando era niña. Junto a su tumba me sentía seguro. Conocía cada rincón del cementerio de Olsan. Había vivido entre sus tumbas infinitas horas de mis años infantiles. En realidad, yo no era nada solitario, sino todo lo contrario, pero me gustaba ir al cementerio solo. Transitaba de una cruz a otra, de una tumba a otra. Más tarde buscaba sepulcros de checos célebres. Junto a la entrada principal del cementerio había una lista de ellos. Visitaba con frecuencia la mayor parte de ellos y el profesor Hysek, que, probablemente como ningún otro conocedor de la literatura, sentía un vivo interés por aquellos sepulcros y velaba por ellos con toda su alma, estaría satisfecho de mí. Cuando, años después, le hablé de aquella afición mía, le hice relatarme cosas curiosas sobre los destinos humanos de los que descansaban bajo la tierra de Olsan. Las tumbas de Havlícek, Manes, Karolína Svétlá y los monumentos de Tyrs, de Fügner; los estudié uno a uno. Nunca pasaba de largo el sepulcro de Erben. Me sabía casi de memoria sus «Ramos» y amaba el noble rostro de su autor. Lo mismo que la efigie metálica de Karel Havlícek sobre el monumento de piedra. Emocionado, permanecía allí mucho tiempo. Sobre su tumba solía haber coronas y ramos frescos, y velas apagadas entre ellos. Yo encendía las velas, miraba las llamas y arrancaba de las coronas unas ramitas como recuerdo.

La tumba de mi hermana, con su imprescindible ángel de porcelana desparramando rosas, estaba en la parte infantil de la zona alta del cementerio de Vinohrady. A unos pasos de allí se encuentra el conocido sepulcro de la familia Hrdlicek. Es el monumento más grande y más suntuoso de todo el cementerio. Delante de un murete de mármol negro que está al fondo, hay unos anchos escalones y sobre ellos cuatro figuras de tamaño natural de blanco mármol de Carrara: el ángel de la muerte se lleva a un hombre joven vestido de uniforme de oficial austríaco; luego, una madre afligida se hinca de rodillas, mientras el padre contempla aquel espectáculo trágico con un gesto de impotencia.

Sobre el monumento están grabados los famosos versos de Sládek. En invierno, las figuras de mármol siempre estaban cubiertas con una envoltura de protección para que nuestro clima nórdico no perjudicase la piedra.

Llevé hasta la tumba de mi hermana a mi solícito amigo, que no sólo había traído un milagroso líquido que hacía desaparecer la tinta, sino también un tintero portátil y una pluma. Entonces, las estilográficas no existían aún. Sobre un pequeño asiento redondo, bajo un alto fresno cuyas raíces habían inclinado el diminuto monumento, llevamos a cabo la complicada manipulación. Lo que estaba escrito se marchó, ciertamente, con ayuda de aquel líquido; pero el papel quedó bastante áspero y lo que escribimos encima, salió algo borroso.

Cuando les entregué a mis padres el certificado corregido, sentí los latidos del corazón hasta en la cabeza. A mi madre la engañé con facilidad. Mi padre examinó el certificado con más atención. Se notaba que estaba receloso. Lo miró incluso a trasluz. No dijo nada, pero precisamente aquel silencio me inquietó y prolongó mi tormento.

Después de las vacaciones, al pasar a la clase superior, cada alumno tenía que presentar su último certificado. Tuve que pedir un duplicado y fingir que sencillamente había perdido el mío. El tutor del curso me miró con cierta sospecha. ¿Cómo es posible perder un certificado? Pero al final me dieron el duplicado. Valía dos zlotys. En aquel entonces era una cantidad considerable. Ya no recuerdo cómo los conseguí.

Nuestras ventanas estaban enfrente de las de los Suchánek y yo le hablaba a mi compañero gritándole desde nuestra galería para que saliese a la suya.

Nuestra colaboración en el cementerio nos unió con estrechos lazos. Nos convertimos en fieles amigos por muchos años y aún más tarde continuamos siéndolo. Me encontraba con Suchánek después de que terminamos la escuela. El se había encontrado ya el seudónimo de Ivan Suk; había prendido tan bien que su verdadero nombre casi cayó en el olvido. Sólo cuando fundamos Devétsil, nuestros caminos literarios se separaron por completo. Pero nuestra unión personal se reanudó en la redacción de Pravo lidu.

En el cuarto curso del instituto atrajimos hacia nosotros a Frantisek Némec, más tarde el conocido crítico de Ceske üovo. Por aquellas fechas, los tres intentábamos escribir poesía lo mejor que podíamos, los tres empezamos a profesar una frenética veneración por St. K. Neumann. Era nuestro dios literario y político. Los tres nos unimos a los anarquistas.

Aquella amistad con mis dos compañeros de estudios tuvo una influencia fatídica sobre mi vida; y mi infancia, si aquella edad puede llamarse todavía así, se había acabado.

La escuela dejó de interesarme y mis progresos en el quinto curso, el del latín, flojearon notablemente. Pero aquella vez me resigné. También las notas de Frantisek Némec empeoraron seriamente. Jan Suchánek se las apañaba, mal que bien, y obtuvo su diploma de madurez en el instituto de Zizkov, mientras nosotros dos, Némec y yo, fuimos obligados a dejar el instituto.

Al finalizar el año académico, la suerte de Némec parecía estar echada. Le amenazaba la repetición del cuarto curso. Y claro está, eso no le hacía gracia. Por eso inventó un plan osado. Iba a intentar suicidarse. Se iba a colgar en el water, pero de tal manera que yo abortase su intento en seguida.

Yo tenía toda suerte de reparos, miedos y temores, ¿pero qué no haría yo por un amigo? Y nos pusimos de acuerdo. Una mañana comprobamos la precisión de nuestros relojes de bolsillo, Némec preparó la soga; yo, una navaja afilada.

Nervioso, durante la clase yo vigilaba por lo bajo el reloj y, llegado el momento, salí del aula. Por desgracia, no estaba lo bastante experimentado en la salvación de ahorcados. Y ocurrió que, al abrir la puerta del lavabo del alumnado, y al ver a mi amigo resollando, yo, en vez de acercarme de un salto a su lado y de cortar el nudo de la soga, perdí todo mi valor, volví corriendo como un loco al aula y di la voz de alarma.

Por supuesto, Frantisek Némec fue salvado. El profesor lo liberó de la soga y Némec recuperó en seguida el conocimiento, si es que lo había perdido de verdad. Su plan y su cálculo resultaron eficaces. Un modélico gimnasio clásico de Zizkov soportaría mal la censura que habría atraído hacia su dirección y sus profesores el suicidio de un estudiante. Némec obtuvo un certificado anual anticipado con unas notas aceptables, bajo la condición de que abandonara la escuela. La cumplió con sincera satisfacción. En cuanto tuvo el dichoso certificado en su bolsillo, no desperdició ocasión para vanagloriarse del ingenio que había empleado para conseguirlo. Por otra parte, en el colegio ya tenían sus sospechas. Nuestra amistad nos ponía en evidencia. Cuando se enteraron de las manifestaciones de Némec, me trataron sin piedad. Lo que le había esperado a Némec, fue aplicado a mí unos días más tarde. Recibí dos «insuficientes» y, por añadidura, las indispensables amonestaciones. Y fui expulsado del instituto de Zizkov.

Después de las vacaciones me matriculé en el instituto de Hálkov. No mostraron excesivo entusiasmo al admitirme y me recomendaron que diese clases particulares. Así no tendría que ir al colegio y sólo estaba obligado a comparecer en los exámenes semestrales y anuales. También Némec se matriculó allí para las clases particulares.

Tenía las mejores intenciones, pero no me esforcé mucho en estudiar. Némec tampoco. Hasta hace muy poco me perseguía un sueño recurrente. Me iba a examinar y no estaba preparado. El sueño se repetía dos o tres veces al año y siempre me despertaba sobrecogido y aterrado.

Apenas dijimos adiós a los verdes pupitres escolares, marcados con toda clase de iniciales, Némec y yo salimos al mundo, que empezaba en la Casa del Pueblo y terminaba también en la Casa del Pueblo. Al cabo de algún tiempo, y gracias a la mediación de Antonin Zápotockí, Némec se encontró en Svoboda de Kladen, donde había colaborado ya con unos poemas satíricos. Y luego, yo me fui a trabajar con Artus Cerník en Rovnost de Brno.

Cuando volví de Brno, St. K. Neumann me recomendó a la editorial comunista, donde trabajé como redactor.

Así terminaron nuestros años de primera juventud y para nosotros llegó una época mucho más significativa. Ivan Suk publicó en seguida un libro en la editorial de St. Minafík. Era un libro de poemas: Bosques y calles. Luego, Neumann publicó un libro de Nemec en la editorial de Borovy. Fue el propio Neumann quien le dio el título: A mí y a vosotros, fragmento de un verso. Más tarde, también yo publiqué un libro. Era una colección de poesías revolucionarias: La ciudad en lágrimas. La tirada no fue grande, pero pronto salieron dos ediciones más.

Así, después de comenzar juntos en Cerven de Neumann, también en la literatura entramos juntos, aunque luego nos separamos. Cada uno se fue a un lugar distinto y en un momento distinto, y literariamente, ya no volvimos a encontrarnos nunca.

75. La calle Cerná

El padre de Karel Teige vendió al convento vecino su pequeño inmueble de la calle Cerná, en la Ciudad Nueva de Praga. Las religiosas comunicaron ambos edificios, cerraron la entrada de uno de ellos y las visitas de Teige tenían que llamar en el convento. Las hermanas acudían a abrirnos. Eran amables. Una de ellas era muy joven y «hezulinká» (guapa), como dicen en Eslovaquia. Yo le suplicaba un beso en vano. No se enfadaba, siempre se echaba a reír, pero no me dio el beso.

Al morir el anciano señor, la familia Teige se quedó un piso de muchas habitaciones en la segunda planta. Ocurrió que Jifí Wolker, al decidir cambiar su no demasiado acogedor piso de Smíchov, se encontró en la calle Cerná, donde Teige le ofreció una de las habitaciones. Allí estaba a dos pasos del aula de la facultad de Filosofía situada en el edificio Kaulich, donde Wolker seguía el curso con aplicación y en la que enseñaba entones el profesor Nejedly. Un poco más tarde otra habitación fue ocupada por el poeta Jindrich Hofejsí. A éste lo encontrábamos en casa muy raras veces. Por la mañana, se marchaba al departamento de estadísticas, donde tenía un empleo y donde no se sentía muy a gusto. Con frecuencia se quejaba de su ambiente. Desde la oficina iba a Tomüvka, sita en la esquina de Lazarská, donde trabajaba sobre sus traducciones. A veces hasta la caída de la tarde, otras veces hasta la noche. En casa no trabajaba nunca. No podía. No sabía. Por lo visto, para trabajar necesitaba el barullo del café, el tintineo de los vasos y la algarabía de los clientes. Fumaba un cigarrillo tras otro y tomaba un café tras otro. Mantenía con sus traducciones a la reducida familia. El empleo de la oficina estaba muy mal pagado. Traducía allí al francés contratos y otros documentos. En el café, traducía poemas y nuevas obras para el Teatro Nacional.

Hofejsí fue también un buen amigo nuestro, aunque no pertenecía a nuestra generación. El era mayor. Se situaba entre nosotros y Toman. En aquel entonces, Hora resultaba mucho más próximo.

Como subarrendatario de la calle Cerná, Hofejsí fue algo especial. Vivía permanentemente sin dinero. Por la tarde se tomaba en Tomüvka un sinfín de cafés solos y a menudo no tenía ni para comer ni para cenar.

Cuando no pudo pagar el alquiler por primera vez, se deshizo en largas disculpas ante la señora Teigova. Era una amable dama que no esperaba ni apremiaba el pago. Al cabo de un mes, la conversación se repitió. Al tercer mes se limitó a declarar fríamente que seguía sin tener el dinero. En el cuarto y el quinto meses ya no dijo nada. Al cabo de medio año dio portazo, murmuró para sus adentros una grosería y, aunque nadie le había dicho nada, se fue.

Todo aquello se veía con cierto aire de entretenimiento, sin enojo, como creía Hofejsí. Pero era algo que formaba parte de su desequilibrio personal. No sabía manejar el dinero. Por lo demás, como nunca había tenido lo suficiente, no se le había presentado la ocasión de aprender a hacerlo. Ya en París se había acostumbrado a un estilo de vida indolente, cuando conoció a Toman. Por otra parte, Jindrich era un hombre honrado, siempre dispuesto a compartir de buena fe con cualquiera su última corona o su último cigarrillo.

En cambio, Wolker, como inquilino, era enteramente ordenado y ejemplar.

Fui un visitante asiduo de la casa de Teige. En un rincón del espacioso despacho, Teige agregó a la extensa biblioteca histórica, reunida con criterios profesionales, sin mucho sentido de armonía, la suya propia compuesta principalmente de la moderna literatura francesa y de sus traducciones al checo.

En aquel despacho nos sentábamos a elaborar nuestros primeros proyectos a largo plazo. Durante toda la tarde, hasta el anochecer, cuando para nosotros llegaba la hora de ir al café.

En casa de Teige, no sólo nos encontrábamos con Wolker, sino también con los pintores y arquitectos del Devétsil inicial. Con Wachsman, Süss, Honzík y Havlícek y, sobre todo, con Krejcar. Más tarde, por supuesto, con Nezval. Cuando Sima regresó de París, también lo vimos por allí. Aquello fue la primera sede de Devétsil, hasta que nos trasladamos a Slávie. En la pared colgaba un retrato de Teige, pintado por Sima, y un gran paisaje, dibujado al carbón por Jan Zrzavy.

Detrás del cuarto de Teige estaba el llamado «salón», cuyas ventanas daban a la calle Cerná. Tenía una cómoda poltrona tapizada de peluche verde y una alfombra persa. En el centro de la estancia había un gran piano de cola. Wolker solía tocarlo.

Cuando empezó a venir Nezval, tocaban juntos a cuatro manos. Para Wolker, aquellas ejecuciones conjuntas eran una prueba de paciencia. Nezval, impetuoso y temperamental, se le adelantaba siempre en algunos compases y Wolker trataba en vano de contenerlo. Creo que los dos eran buenos intérpretes. Sobre todo Nezval. ¡Qué hermosos eran aquellos minutos, en la armonía de la juventud!

Fue en aquel cuarto donde escuché por primera vez una obra de Janácek. Nezval tocó y cantó su Hijastra con una pasión muy inspirada.

Apoyado en el piano, Nezval nos recitaba de memoria «El asombroso mago», un poema suyo que nos embelesaba. Nos gustaba escucharlo y a él le gustaba recitarlo. Más de una vez.

No me atrevo a decir que recitaba bien, pero sí que sabía arrastrar con su inspiración. Y no ahorraba temperamento.

Teige se sentaba en su despacho en una postura bastante incómoda. Encogía las piernas y se acurrucaba sobre la silla. Y así, sin signos de cansancio, nos leía, para en seguida traducirlos, poemas de Apollinaire. De este modo conocimos, además de «Alcoholes», sus «Caligramas», la poesía de Jacob, de Cocteau, de Cendrars, obras de Réverdy y de otros poetas modernos, pero el hermoso Libro de amor de Vildrac, que tanto nos gustaba, tuvo que quedar atrás, porque hacia nosotros se precipitaban, sobre todo gracias a Teige, el cubismo, el futurismo y el dadaísmo de Tzara.

En la librería de Topic, Teige compraba todas las monografías sobre el arte moderno. Así conocimos a Picasso y a Braque y todos los fenómenos dignos de atención de la moderna pintura francesa e italiana.

También Marinetti estuvo en aquel despacho, durante su visita a Praga. Alardeó ante nosotros de haber heredado de un familiar de El Cairo siete casas de citas. Todas, sin excepción, eran negocios muy lucrativos. Decía que, con sus ingresos, financiaba las corrientes futuristas de Italia. También nos recitó sus «Palabras liberadas». Declamándolas, paseaba arriba y abajo por la estancia, arremolinaba los brazos, daba saltitos y se sentaba en cuclillas. Era un italiano increíblemente vivaracho y simpático. Adoraba el checo. Era el único idioma en el que Marinetti tenía varios nombres. Una vez oyó claramente Marinettiho, otra, Marinettimu, Aquello le gustó mucho; en ningún otro idioma había nada semejante. Por desgracia, se hizo tristemente famoso en la guerra de Abisinia, en la que participó como aviador. Se apartó de nuestro corazón.

Una vez -era un triste día de noviembre y Nezval nos estaba tocando el aire de «El organillo» de Petruska de Stravinsky-, Teige me tiró de la manga y me llevó a la ventana. En una ventana de la casa de enfrente, un piso más abajo, se estremeció la pesada cortina y sobre su orla apareció una pequeña mano de mujer contrahecha por el reumatismo y, sobre ella, un diminuto rostro lleno de arrugas y con gafas de alambre en los ojos.

Era Eliska Krasnohorska.

76. El palacio real de verano

Durante algo menos de dos años estuvimos viviendo en Hrad, bajo la Torre Negra, en una casita de una sola planta pegada al edificio del municipio condal. Las cuatro ventanas de nuestro piso daban a un pequeño patio soleado sobre el cual se proyectaba la sombra de la torre y del palacio Lobkoviky. La ventana del pequeño cuarto trasero, en cambio, daba al verde abismo del foso Jeleni (de Ciervos). Estaba protegida por una reja. El desabrimiento de la reja quedaba un poco mitigado, pues estaba pintada de blanco, como se hacía en los antiguos edificios de conventos y hospitales y, además, debajo crecía un arbusto de escaramujo cuyas ramas llegaban hasta la ventana. Cuando en primavera «el arbusto se desabrochaba la blusa desparramando estrellas rosadas», como hermosamente escribía en sus rapsodias J. S. Kubín, se estaba bien en aquel fresco cuarto. Me gustaba sentarme allí. En parte, porque desde su ventana se veía el palacio real de verano. Se alzaba cerca de allí, entre las frondosas copas de los árboles. Era una maravilla. Sus suaves contornos recordaban los cuadros de Morstadt, como si sus dos arquitectos italianos, junto con el tercero, Bonifác Wohlmuth, hubieran erigido el palacio de verano siguiendo sus coloreados dibujos.

Daliborka no era sólo una sombría torre en la inmediata proximidad de nuestra casa, sino también un simpático café de Dejvice. Cuando Slávie estaba repleto y demasiado ruidoso, el café Daliborka se convertía en el lugar de las reuniones periódicas de Devétsil. Así una vez, camino del café, sugerí a Teige que fuésemos a visitar el palacio de verano, que precisamente estaba abierto. Aquello era bastante raro. Durante unos instantes se resistió. Vivía de cara a la actualidad en todos los sentidos, y cualquier museo le era ajeno. No se dejaba encantar por la historia. En eso discrepaba incluso de Le Corbusier, quien durante su posterior visita a Praga se quedó sorprendido al ver aquella nuestra delicada y amada antigualla magistralmente situada sobre el puente de Carlos.

Teige y yo nos sentamos unos instantes en la balaustrada, mirando al Jardín Real. Al ver la catedral y las lúgubres torres de la fortaleza mi corazón latió más de prisa. Pero me callé. Me temía que Teige sonriera amigablemente y me enviara a escribirlo para la redacción de Národne listy, un diario de nacionalismo empedernido y de reacción cultural

Dimos una rápida vuelta por los aposentos de la planta baja y la sala de pinturas históricas de la principal. De pronto, Teige se detuvo y sus ojos brillaron de asombro.

– Esto sería un magnífico salón de baile. ¡Bar Belveder! Y la muerta edificación histórica se incorporaría sin esfuerzo al presente, moderno y rebosante de vida, que es el único camino válido hacia el mantenimiento de los viejos monumentos históricos.

Puesto que no le gustaba lanzar las palabras al viento, Teige telefoneó en seguida al arquitecto Krejcar y lo invitó a venir a la reunión. Aquella misma tarde fundamos el Club por la Nueva Praga.

Y en seguida se me designó una misión. Tenía que escribir en forma de proyecto un extenso artículo que hiciese hincapié en aquella inusitada adaptación. Sobre el relieve, Ferdinand I ya no ofrecería las rosas a la reina Anna, sino a las chicas vestidas para el baile, sentadas sobre los altos taburetes del bar. No habría extranjero que resistiese ante aquel local excepcional. La propia adaptación tenía que correr a cargo de Jaroslav Krejcar. El artículo, acompañado de dibujos, iba a ser enviado a la administración de Hrad de Praga, a cuya área pertenecía el palacio de verano.

Tengo que decir, por encima de toda modestia, que no se equivocaron al elegirme a mí. Hacía tiempo que yo sentía un entrañable amor por el palacio de verano.

Muy pronto, siendo aún un niño pequeño, aprendí de las canciones de mis tías la famosa historia del Belveder. Luego, más tarde, obedecí de buena gana a las palabras de la canción. Por último, me enamoré de verdad de aquella edificación. Ocurrió en la época en que fui a ver varias veces seguidas una película sobre un estudiante de Praga protagonizada por Wegener. En una de sus escenas, el estudiante se encuentra por primera vez con su propia imagen reflejada en el espejo del pórtico del palacio real de verano.

Desde allí miraba yo a Hrad de Praga y olvidaba todo purismo, toda arquitectura constructiva, los helicópteros aterrizando sobre los tejados de los rascacielos de Praga y la belleza computada por las máquinas, cosas que en Devétsil nos dictaba Teige rigurosamente. Y me entregué de lleno al hechizo de los viejos rincones y de la vieja historia que hasta hoy se había conservado en la vista singular que se abría del palacio de verano. Escribí el artículo. La idea del bar no me desagradaba en absoluto.

Creo que describí bastante sugestivamente la atmósfera del palacio de verano y sus particularidades respecto a nuestro frío clima del norte. Perturbé la quietud de las noches de Praga con la oscura silueta de la catedral de San Vito dejando retumbar los golpes de un tambor de jazz y el angustioso llanto de los saxofones plateados. Las atractivas chicas se levantaban de sus asientos para entregarse a un baile moderno, y un barman blanco sacudía con regocijo sobre su cabeza una coctelera. Junto al mostrador del bar los clientes bebían cócteles de toda clase. Y la noche traía desde los jardines unos aromas hechiceros.

Llevé mi trabajo a Krejcar para que adjuntase sus proyectos arquitectónicos. No obstante, Teige estaba apresurando a Krejcar en balde. Al cabo de un tiempo le confesó que no podía encontrar mi artículo y que no tenía ganas de ocuparse de aquel trabajo. Lo haría gratuitamente, pues el proyecto, con toda seguridad, sería rechazado. Tenía razón. Y Teige no bailó en el bar Belveder.

Transcurrieron unos años. Mirando desde la ventana de mi cuarto de Hracane el palacio de verano, decidí dedicarle un largo poema. Y me propuse que también fuese bello. Pero llegó el otoño de 1937. El estandarte negro cayó de la Torre Negra y los días despreocupados empezaron a llenarse de preocupaciones. Antes de la ocupación nos trasladamos de Hrad a Bfevnov y durante la guerra me olvidé del poema.

No lo escribí hasta que terminó la guerra. Tengo que reconocer en seguida que no me salió. Parecía que había en él cuanto yo quería que hubiese, pero los versos y la propia composición no estaban del todo logrados. Mas hay algunos detalles que hacen que el poema me guste. Durante mucho tiempo me prometí retocarlo. Ya no lo haré.

Cuando se estaba restaurando el palacio de verano, en los años cincuenta, aconteció algo inesperado. El obrero que estaba descubriendo los cimientos de las columnas en la parte sur, al dar un martillazo, vio desaparecer su piqueta en la fábrica de piedra. Al examinar aquel sitio más detenidamente, se descubrió que las columnas, al ser erigidas, no fueron afianzadas en la tierra, sino con unos troncos gigantescos. A lo largo de los siglos la madera se había podrido y las columnas colgaban en el aire casi sin cimentación.

Y ahora me digo que, si años atrás hubiera retumbado allí el tambor de jazz, tal como lo pretendíamos, podría haberse producido una gran desgracia.

77. La Guayana B ri tánica

Entre Pfíkopy y el Mercado de Fruta de Praga había un callejón muy poco frecuentado. Era tranquilo y en él se abrían unas tiendecitas antiguas. Algunas de ellas todavía cerraban por la noche con unas puertas de madera que, abiertas, semejaban unas alas desplegadas en vuelo. Por la noche las sujetaban con unas cadenas de hierro, y unían éstas con un pesado candado. Mientras que Pfíkopy imitaba a Viena y era más moderno, las tiendas del callejón atraían con su encanto provinciano a los ocasionales compradores. Eran como un recuerdo guardado desde los siglos pasados. No sé siquiera lo que vendían allí. Sólo recuerdo una tienda. Era un pequeño comercio de sellos. De sellos de correos. Quizás era el único en toda la ciudad. No sé de ningún otro. Para mí era una tienda donde vendían el perfume de tierras exóticas y de hermosas aventuras. También había algunas grandes papelerías que ofrecían sellos: los tenían pegados sobre tiras de papel, expuestos en el escaparate entre las tintas y los lápices. Pero no era lo mismo. Las papelerías olían de un modo completamente distinto y tenían otros atractivos. El comercio del callejón era irrepetible y cautivaba. Puesto que se trataba de una tienda especializada, resultaba encantadora. Atraía a cualquiera al que le gustasen los sellos. La filatelia, en aquellos tiempos, estaba en sus principios y poseía un cariz platónico y personal. Antes de la Pri mera Guerra Mundial no había muchos filatelistas en Praga. Delante de la tienda se reunían unos hombres mayores a quienes el coleccionismo de sellos ayudaba, más bien, a llenar sus horas libres. Pero también en los niños despertaba un auténtico interés. Era su primer juego serio.

A la par, el coleccionismo de sellos representaba para ellos su primera aventura. Gracias a ella, sus ojos y sus corazones viajaban a través del mundo entero. Los sellos que estaban al alcance de los pequeños coleccionistas apenas si tenían algún valor. Eran ordinarios y fácilmente asequibles. Pero mayor aún era la felicidad de los niños cuando conseguían unos sellos más raros, como los de las colonias francesas o inglesas. Para ellos eran todo un tesoro.

Al principio pegábamos los sellos en los cuadernos escolares usados, y sólo más tarde pasamos a los gruesos cuadernos de tapas negras lisas que se llamaban «Vikslajvant». Aquello duró bastante tiempo, hasta que llegamos a métodos mejores.

Pero vuelvo al viejo comercio del callejón. Estaba permanentemente lleno de hechizos y nos sorprendía con descubrimientos siempre nuevos. Al principio nos quedábamos pensativos ante sus pequeños escaparates hasta que alguien nos dijo que se podía entrar incluso con un solo krejcar en el bolsillo. Junto a la entrada había un saco, enorme y ancho. Estaba lleno hasta los bordes de sellos recortados de los sobres de cartas dirigidas a los más variados destinatarios.

La mujer que tricotaba sentada detrás del mostrador de la oscura tiendecita, tendía la mano, despacio, pero de buen grado, hacia el saco con los sellos. Echaba en mi gorra todo lo que habían cogido sus dedos. Y yo depositaba en su mano mi único krejcar. En aquella época, era muy poco dinero. Poco para los adultos. Una hogaza de pan costaba dos krejcars. Pero allí se podía comprar con un krejcar un poco de alegría.

Si a la vendedora le parecía que a sus dedos se les habían adherido demasiados sellos, volvía a hundirlos en el saco. Y cogía los sellos sólo con dos o tres dedos. Según las circunstancias.

Debo confesar que, probablemente, yo le caía bien. Siempre me recibía con una sonrisa, me preguntaba cómo me llamaba y qué curso estaba haciendo. Y yo me llevaba en la gorra casi dos puñados de sellos. Regresaba a casa a toda prisa, con la cabeza descubierta, y volcaba mi tesoro sobre la mesa, junto a la ventana. Allí estaba casi todo el mundo conocido. Por lo menos, aquel del que yo sabía algo o del que algo barruntaba: Europa y América.

Evidentemente, no había allí ningún tesoro, pero mis pequeñas decepciones no me privaban de la esperanza de que algún día se produjera el milagro. Aunque el milagro no llegó a producirse nunca, descubrí entre los habituales sellos europeos alguno que otro más raro, que hasta entonces no tenía y ni siquiera había visto. Más de una vez encontré alguno de las colonias, que yo consideraba raro y que me causaba alegría. ¡Qué podía desear por un krejcar! Por un krejcar sólo se podía tener un cigarrillo austríaco de los más baratos. Nada más. Pero la esperanza y la alegría a cambio de aquella moneda resultaban entonces realmente baratas.

Pasaba horas enteras sentado ante el cuaderno lleno de sellos. En invierno, cuando estaba nevando y los pesados copos de nieve se pegaban a la ventana, dejaba escapar un suspiro; qué hermoso sería si, en vez de los copos, cayeran sellos de correo y yo pudiese recogerlos en la misma ventana.

En aquella época yo tenía un amigo. Era hijo de un rico comerciante de la principal avenida de Zizkov. El chico tenía buen corazón y nos llevábamos bien. También él coleccionaba los sellos. Una vez, después de las vacaciones navideñas, trajo al colegio un gran libro cuidadosamente envuelto. Era un hermoso álbum de sellos de correos. Aquellas tres palabras estaban impresas con letras de oro troqueladas sobre las duras tapas. En cada hoja se reproducía el primer sello de una serie. En aquello ya había un auténtico orden y profesionalidad. Me quedé fascinado mirando el álbum. Para mí era algo semejante a un sueño irrealizable. Al ver mi pesadumbre, mi amigo me propuso que coleccionásemos los sellos juntos. Acepté gustoso. Traje mi cuaderno y pegamos una parte de sellos en el hermoso álbum. Yo no vi en ello nada incorrecto, como tampoco lo vio mi compañero. Cambiábamos los sellos que teníamos repetidos, y así el número de los sellos del álbum iba en aumento.

Sin embargo, pronto llegó mi desventura. Cuando el padre de mi amigo se enteró de nuestra actividad compartida, le quitó el álbum a su hijo para encerrarlo en su caja fuerte de la trastienda. Lloroso, fui a verlo. Fue inflexible. Declaró que el álbum era propiedad de su hijo y me echó de la tienda.

Pero nuestra amistad continuó. Al cabo de poco tiempo empezó a traerme un sello tras otro y me prometió que me devolvería todos cuantos yo le había dado. Pero ya era tarde. El infortunado hecho que había vivido me había quitado el amor por los sellos. Aunque los pegué de nuevo en mi cuaderno, lo hice sin cuidado y dejé de coleccionarlos.

Era el final de una gran alegría. ¡Lástima! Me había proporcionado tantos momentos gratos que aún ahora, al cabo de tres cuartos de siglo, la sigo recordando con ternura.

¡Adiós, Marianna de gorro frigio; adiós, señor presidente Lincoln; adiós, tigres y jirafas y extrañas flores de la luz!

En comparación con el de ahora, el tiempo de aquellos años fluía, al menos a mi lado, mucho más despacio. Entonces yo tenía una prisa descomunal por vivir la vida. ¡No sé para qué! Ansiaba con todas mis fuerzas liberarme de mi infancia y de mi adolescencia. ¡Ya lo creo que era un disparate! A veces me raspaba la cara con la navaja de afeitar, aunque no tenía nada sobre ella, y al salir de casa me ponía en las muñecas unos puños duros. Al principio, los de tela de mi padre, que se enviaban a lavar, almidonar y planchar, y eso valía dinero; luego, los de celuloide, que se podían lavar en casa. Los puños de celuloide emitían un leve tintineo, y cuando quería abrazar a alguien, ese tintineo resonaba en sus oídos. Por eso me los quitaba y los dejaba a mi lado en el banco. Hasta que un día los olvidé allí. Mi mujer sonríe todavía, al recordarlo.

Pero nada más ponerme aquellos puños, empecé a mirar mi alrededor con altanería. Lo primero que vi fue, por supuesto, una moza de buen ver.

Tenía unos sellos en mi cuaderno, al fondo del cajón, pero ya ni los miraba siquiera. Mi cabeza estaba llena de otras cosas. Yo estaba convencido de que eran mejores.

La amorosa brisa primaveral jugaba con la falda de una joven de Zizkov y con mis cabellos, cuando subíamos la escalera de la atalaya de Petfín. En su cimborrio encristalado nos vimos completamente solos. Durante unos instantes estuvimos dando vueltas por él, mirando a todas partes. Cuando nos disponíamos a bajar, me decidí rápidamente. El ansia me apremiaba. Abracé a la chica por el cuello y le di un presuroso beso.

¡Por amor de Dios, aquél fue un acto de heroísmo! Al menos, eso fue lo que pensé. Mi primer beso en la vida. El susto fulguró en los ojos de la chica, que rompió a llorar. Pero cuando nos dirigimos a casa, íbamos de la mano y éramos felices.

¿Pero para qué os cuento estas tonterías? Después de dar aquel beso casi pueril, me sentía como si acabara de encontrar en la gorra un maravilloso sello extranjero. Pegué aquel beso en mi memoria con el mismo cuidado que si fuera el álbum de sellos de correos. ¡En el lugar más ostensible! Y allí sigue todavía.

Empezó para mí una época espléndida. Los días de mi vida pasaban como bailando, regocijadamente, uno tras otro, hasta que caía el crepúsculo. Y entonces se transformaban en perfumados anocheceres llenos de misterio y de hechizo.

Petan, por la noche, sonaba a besos de cientos de parejas, como si estallaran los pimpollos, queda, pero distintamente. Estábamos viviendo nuestra juventud, la época más fascinante de la vida, cuyo único fallo es el que no tengamos una conciencia más honda de nuestra felicidad, única e irrecuperable en el resto de la existencia.

¡Ay! De nuevo estamos coleccionando algo. Aunque ya no es tan festivo como los sellos de nuestra infancia. Primero, las experiencias amargas que, sin embargo, no creo que no sirvan para nada en la vida. Luego, decepciones y decepcioncitas. La vida pasa volando. Deja arrugas en la cara y pelos blancos en la cabeza. Hasta que. al final, el hombre consigue alcanzar esa verdadera y paciente resignación que llamamos vejez. Nuestra madre decía que los jóvenes sueñan y los viejos sólo recuerdan. Pero si no fuera cierto que los viejos sueñen también, vivirían sumidos en la desesperación. Creo que no hay viejo que no sueñe. Los anhelos mitigan el empuje del tiempo. Dan fuerza e inclusive rejuvenecen un poco.

Si volvemos al mundo de aquellos minúsculos papelitos coloreados, veremos que todo aquel que los colecciona, aunque no se atreva a confesarlo ante sí mismo, acaba soñando con el mauricio azul y con la rarísima Guayana Británica.

Yo también. Aunque no son los sellos lo que guardo en mi corazón. Es algo bien distinto. ¡Algo perfectamente diferente! ¡Y más hermoso! Y también inalcanzable. Así hasta la vejez es más llevadera, como decía Bfezina.

En mi vida conocí a dos grandes filatelistas. Eran St. K. Neumann y su amigo Antonin Boucek. Para el primero, la filatelia era más bien el amor al arte. Le gustaban los sellos como pequeñas obras pictóricas. Antonin Boucek era un periodista, un editor, un idealista impenitente y un hombre honesto. Para él la filatelia era una pasión vital. En aquel entonces, el periodismo era una ocupación absorbente y aventurera. Al menos para los periodistas al estilo de Boucek. Requería inventiva, rapidez y presteza. Estar al mismo tiempo en todas partes, Todo eso lo tenía Boucek y sabía utilizarlo. Además, coleccionaba sellos y vaciaba todas las papeleras de las redacciones y oficinas.

Yo pasaba horas enteras en casa de Boucek. Slávka, su mujer, nos preparaba el café, solo, lo más cargado posible, y Boucek desarrollaba maravillosos proyectos editoriales y filatélicos. Neumann fumaba y escuchaba. Conocía demasiado bien a aquel su fiel amigo. La filatelia entonces era completamente distinta de como es ahora. Se coleccionaban todos los países del mundo. No había aún tantos sellos y se coleccionaban principalmente los sellos ya usados. Los limpios no inspiraban tanta confianza. Si mal no recuerdo, entonces no había especialización alguna todavía. Boucek ataba los sellos repetidos por centenares con un hilo. Había en ello cierta intención interesada, pero tengo la impresión de que jamás consiguió venderlos.

Me gustaba escucharlos cuando hablaban de sellos. Neumann empezaba ya su tercera colección. Las anteriores se las había regalado a alguien. Los dos envidiaban al rey de Inglaterra sus tesoros filatélicos. Sobre todo, sus mauricios rosados y azules, de los cuales tenía arcones llenos.

Por otra parte, Antonin Boucek fue el editor más idealista de nuestra tierra. Sus iniciativas no le aportaban nunca nada y le costaban caro. Me publicó mi traducción de Los Doce de Blok. La traducción era espantosa.

Los sellos de correos no caían del cielo, pero entre el tumulto de la gente yo pisoteé montañas de ellos. En Praga llovieron varios millones, que llenaron las cuatro enormes salas y los dos gigantescos pabellones del Viejo Recinto Ferial de Stromovec. En la exposición internacional de sellos de correos Praga-78 nadie llegó a recorrer toda la muestra. Estaban allí los sellos más raros: los de los misioneros de Hawai, los mauricios rosados y azules y el más raro de todos, una auténtica joya: la carmínea Guayana Británica. Era sencillo, simple e inasequible.

Soy viejo y, por tanto, estoy en la mejor época para volver a coleccionar sellos de correos. Me convenció de ello una dama de Plzen, aún merecedora de atención, que empezó a adjuntar a sus cartas, inteligentes y divertidas, nuestros nuevos sellos checoslovacos. Eran, decía, tan bonitos, que no podía resistirse a mandármelos. Durante unos instantes estuve dando vueltas a los sellos, mirándolos desconcertado. Y al cabo de poco tiempo era de nuevo coleccionista. Tranquilo y completamente desapasionado: sólo coleccionaba Checoslovaquia. Desde luego, es un pasatiempo sumamente placentero.

Mientras se celebraba la exposición, en las calles de Praga se podía ver un viejo furgón postal del Museo de Correos. Desde su pescante, el cochero, ataviado con el uniforme de la época, hacía sonar la trompeta. Cuántos corazones filatélicos y no filatélicos se encogieron, mientras aquellos que sintieron cómo bajo sus chaquetas se aceleraban sus latidos, recordaron cómo de niños se sentaban en el regazo de su madre o sobre la rodilla de su padre para escuchar la sencilla canción infantil sobre el muñeco que se iba a Rokycany.

En los días de la exposición vino a verme el poeta Jaromir Hofec que, además de escribir poesía, es un consagrado conocedor de la filatelia. En la exposición de Praga conoció al hombre que era el afortunado propietario de la Guayana Británica y había traído el sello a la exposición. Le regaló a Horec un dije de plata bajo cuyo cristal estaba inserta una reproducción de aquel famosísimo sello. Entonces lo examiné de cerca. No tenía nada de espectacular ni de especial. Pero su precio es exorbitante. ¡Es único en el mundo!

Se me ocurrió pensar entonces que los dos oficiales de la SNB (Cuerpo de Seguridad del Estado) que, con una pistola en el cinto, estaban vigilando el sello asegurado en la exposición por una alta cantidad de dinero, a lo mejor no custodiaban sino su reproducción exacta y que no valía más de unos hellers, mientras el sello auténtico estaría guardado en alguna inalcanzable caja fuerte.

Hace poco, mi nieta me trajo un puñado de arrugados sellos extranjeros y me pidió que se los pegase cuidadosamente en el cuaderno. ¡En un usado cuaderno de colegio! ¡Pues claro! ¡Viva la filatelia!

78. El champán del rey Fuad

Debo de pensar en Jan Neruda con frecuencia. El poeta de Motivos sencillos y de Los cantos de viernes supo llenar sus versos de tanto amor y tanto arte que su carga, como se acostumbra a decir hoy, transportó aquellos poemas por encima de todo un siglo. Pero no le envidio sólo su arte sublime, sino también sus dotes para el baile. Desde su juventud hasta la edad madura era capaz, según cuentan, de estar bailando una noche entera. Se lo envidiaban tanto como se lo reprochaban. También yo se lo envidiaba. Una vergüenza estúpida no me permitía siquiera asistir a los bailes. Tenía miedo de parecer torpe ante las chicas. No aprendí a bailar. Tampoco podía, desde luego, comprarme un esmoquin.

Sólo en contadas ocasiones me atreví a bailar en público. Hablando con propiedad, una sola vez. A altas horas de la noche, en el Olympik de Praga. Cuando todos se levantaron de la mesa, ante una botella de vino quedamos sólo nosotros dos: Hora, que tampoco bailaba, y yo. Los saxofones estaban aullando zalameros y seductores, cuando de repente Hora se incorporó y me invitó a bailar. Apenas dimos unas vueltas, cuando se nos acercó el encargado:

– Señores, está muy bien, pero ¡no puede ser!

Retornamos a nuestros asientos y desde entonces yo no volví a danzar nunca más.

Karel Teige, en cambio, bailaba con pasión. La visita a una sala de fiestas, el jazz y el baile formaban parte, obviamente, y con pleno derecho, de toda la belleza del mundo. Y toda la belleza del mundo era una de las ideas del programa poético artístico proclamado entonces por Devétsil. Sobra aclarar que procurábamos aplicar aquel programa a algo más que a nuestros poemas y pinturas.

Nos sentábamos frecuentemente en alguno de los bares de Praga y escuchábamos con admiración las estridencias de un negro que, con sus manos y sus pies, aporreaba el tambor, los timbales, los címbalos y demás instrumentos de percusión. En bares más baratos, en los que había pocos músicos, el ruido era especialmente ensordecedor. Para ir a los caros no nos llegaba el dinero.

Teige se las arreglaba para no perderse ni un solo baile. Las bailadoras se sentaban sumisamente junto a las mesitas vacías y esperaban con paciencia a que alguien las invitase. Nezval y yo sólo mirábamos de soslayo a las parejas que bailaban y, al ver a las chicas, no dejábamos de pensar, claro está, en algo más hermoso aún que el vals o el bostón. Tampoco Nezval bailaba. Parece ser que más tarde, cuando se enamoró, lo intentó. Creo que sin especial éxito.

No ocurría con frecuencia que Teige percibiese inesperadamente un honorario sustancioso. Pero en cuanto tenía un poco de dinero, nos invitaba generosamente al Pabellón Sekt. Aquel establecimiento, sito en la Ciudad Vieja, se consideraba de lujo. Sus precios eran más elevados que los de cualquier otro local, lo cual quiere decir que era realmente caro. Por otra parte, unas muchachas elegantes y muy atractivas aceptaban allí gustosas las invitaciones al baile.

También fue allí donde encontré a Marcelka Siráckova, una pequeña zarrapastrosa de la calle Cimburková. Antaño jugaba con nosotros a hacer quesitos y nos peleábamos con ella si no queríamos darle su premio. Se había obrado una metamorfosis sorprendente. Una zagala de suburbio se había transformado en una abigarrada mariposa nocturna cubierta de un tierno polen de aceites. Era elegantemente lánguida, fumaba cigarrillos con una boquilla de oro larguísima que sostenía elegantemente con sus dedos llenos de extravagantes anillos. Desde luego, simuló no conocerme.

En el bar no había alma viviente. No se veía ni una chica sentada entre las mesas. Estábamos solos alrededor de una copita de cherry brandy, que bebíamos lentamente y con esmero.

Sólo al cabo de un rato nos enteramos de dónde estaban las muchachas. En la sala apareció Svatopluk Necásek, funcionario del Ministerio del Exterior. Conocía bien a Nezval y se dirigió, afable, hacia él.

Necásek, al que se le había apodado Celestino, era un hombre alegre y esplendoroso. Ginebra y París, donde pasó bastante tiempo durante la primera república, acrecentaron su brillantez. También el vino francés tuvo su mérito. Era un interlocutor ameno y ocurrente. Estaba destinado en la sección informativa del ministerio y a los extranjeros les agradaba. No molestaba a nadie. También dominaba magistralmente el juego de cartas. Una noche, en una gran aldea bretona, ganó a las cartas a todos los jugadores autóctonos y bebió más que nadie. Aquello les gustó mucho y todos le llamaban honrado ciudadano extranjero.

Aquel hombre excepcional, templado en países extraños, nos explicó por qué estábamos solos. Por aquellos días había llegado a la república, para ver la exposición, el rey egipcio Fuad, y Necásek lo acompañaba. Incluso había conseguido liberar a Su Majestad de la impertinente policía política. No nos contó cómo lo había logrado, pero el caso es que había traído al rey a Sekt: Fuad estaba sentado en un reservado, rodeado de todas las chicas.

El quehacer monárquico, que en realidad Fuad no tomaba demasiado a pecho y que las más de las veces le ahorraban los ingleses, lo rehuía de la manera más agradable. Prefería sentarse en los locales de diversión de toda Europa, donde su propio pueblo no le podía ver, antes que en el despacho de su palacio real. La fama del indolente monarca corría delante de él como si fuera una alfombra que se desenrollaba rápidamente bajo sus pies.

Sus posibilidades, desde luego, eran ilimitadas y con el beneplácito de Inglaterra iba derrochando aquello que no habían derrochado en su día Cleopatra y sus antecesores más inmediatos. Aquello que no se había llevado Napoleón y a lo que no habían metido mano los ingleses de la época actual. Todavía le quedaba más que suficiente.

Llegó a Praga con un cofre de marinero repleto de medallas y galardones. Fue repartiéndolos con una generosidad tan imprudente que, en la vecina Alemania, adonde fue desde nuestro país, le manifestaron con mucho tacto que no iban a aceptar sus condecoraciones.

Incluso Necásek lucía ya, por supuesto, sobre la solapa de su chaqueta, una insignia egipcia.

La explicación despertó nuestra curiosidad, pero no nos tranquilizó en absoluto. Se lo dijimos a Necásek. Se apartó de prisa, y en su lugar apareció un camarero con un cubo de hielo y una botella de champán francés. La rechazamos. Pero al cabo de un instante, Necásek estaba allí de nuevo y nos persuadía cordialmente de no hacer tonterías. Dijo que había sido él quien encargó el champán.

Entonces nos bebimos, de un tirón, tres botellas, pues a nuestra mesa se había sentado una encantadora muchacha deseosa de bailar. Casi de inmediato, Teige revoloteaba sobre el parquet, satisfecho, mientras desde el reservado se oían las risas de las chicas y las estruendosas carcajadas del rey egipcio.

Mentiría si dijera que nos resultó difícil embotar nuestros sentidos. Nos bebíamos el champán y no pensábamos en Fuad. Era tarde cuando, a pasos ligeros y con pensamientos más ligeros todavía, salimos para ir a casa. El cherry brandy y el precio del baile estaban pagados con una parte del oro del tesoro de los antiguos faraones.

Pero tengo que relatar cómo terminó la visita del rey a Checoslovaquia. Terminó de una forma harto sorprendente, sin sombra de realeza.

Después de Praga, Fuad, acompañado de Necásek, se fue a visitar los baños del occidente de Checoslovaquia y se detuvieron por unos días en Karlovy Vary. Este balneario era indicado para el estado de salud del rey, pero, desafortunadamente, éste no tuvo la paciencia y terminó el tratamiento antes de tiempo. Allí también consiguió Fuad liberarse de la importuna escolta policial. Una tarde, tras someterse a una breve cura de aguas en el manantial del Molino, abandonó Karlovy Vary y desapareció junto con Necásek. Nadie tenía la menor idea de a dónde se habían ido.

Cundió el pánico. La policía se puso en acción de inmediato, y la búsqueda empezó. Rastrearon todo Vary, pero el rey no estaba en ninguna parte. Era como si hubiese caído por un agujero del queso de emmental, ante la honda consternación de la embajada egipcia.

Hasta el tercer día no lo encontraron en un local nocturno de Ustí, sobre Lab. Tal vez no era Ustí, tal vez era Liberec. Ya no me acuerdo. No soy un historiador ni aspiro a una especial precisión. Además, poco importa.

Tres días y tres noches largas se había estado divirtiendo el rey en aquel establecimiento nocturno cerrado a cal y canto. Cuando entraron sus guardaespaldas, las chicas, agotadas hacía tiempo, dormían sobre las sillas y las mesas, pero el rey Fuad y Necásek permanecían sentados, con los vasos llenos, abrazándose por el cuello, y cantando viejas canciones francesas sobre el amor y el vino.

Eso fue, por lo menos, lo que nos contó Necásek, funcionario del departamento de información del Ministerio del Exterior, cuando Su Majestad el rey Fuad abandonó nuestra república.

79. MI TRÁFICO DE JAMONES

Mi buen amigo Vincenc Masek, que en paz descanse, trabajaba en la poligrafía situada en el pabellón trasero de la Casa del Pueblo. Había aprendido el oficio de carpintero y, con una pequeña sierra, hacía soportes para los clisés. Desde su banco veía, a través del estrecho patio, mi mesa de redacción. Pasaba por allí con frecuencia, trayendo los clisés ya preparados para los periódicos. Como el empleado de la redacción no daba abasto con todos los encargos y recados, Masek siempre estaba dispuesto a ayudarle. Los redactores le enviaban en busca de bocadillos y cerveza. Pronto se hizo irreemplazable para la redacción; y a veces, en la poligrafía, que estaba enfrente, le buscaban en vano. Pero hacían la vista gorda. Masek era rápido y de buen talante y cualquiera podía pedirle lo que fuera en el momento que fuera. Las más de las veces se encontraba a mi lado. Y no sólo porque yo fuese especialmente generoso y compartiera con él algún que otro trago de vino. Me quería. Yo le confiaba misiones importantes. Corría a traerme la cartera olvidada y, si no la encontraba en seguida, me compraba otra exactamente igual para que no se enterasen en casa. También me salvó en dos ocasiones el abrigo olvidado. Algunas veces iba a buscarme la cerveza y el vino a la vieja taberna que había en el mismo edificio. Lo hacía todo con rapidez y de buena gana. En la redacción le llamaban «secretario». ¡Con toda justicia! Porque sabía guardar secretos.

Aquel idilio sólo duró en la redacción de Pravo lidu hasta los aciagos días en que llegaron los alemanes. Entonces todo empezó a marchar mal. Pravo lidu fue cerrado y Ndrodnfprace tuvo que sustituirlo. La vida en la redacción se agrió muy pronto. Algunos de los redactores fueron detenidos, muchos de los funcionarios del partido socialdemócrata huyeron al extranjero. Entre ellos, el diputado Jaromfr Ñecas, que desde el comienzo de la ocupación venía a la redacción con mayor frecuencia y preparaba el periódico para los tiempos difíciles. Ñecas era un hombre interesante y simpático, y un socialista honesto. Le queríamos. En Londres, adonde se marchó en seguida, se convirtió en un miembro del gobierno de Checoslovaquia; pero, por desgracia, murió prematuramente. Dejó a su mujer y a una hija muy guapa, todavía estudiante. Recordábamos sus consejos, aun cuando se había equivocado en muchas cosas. La situación evolucionó de forma distinta a como él se lo imaginaba y nosotros mismos suponíamos.

La guerra se extendía por el mundo progresivamente, pero con rapidez, y los alemanes estaban alarmantemente cerca de Moscú. Me acuerdo de un encuentro con el escritor Ladislav Khás que tuvo lugar por aquellas fechas. Acababa de asistir a una sesión de espiritismo en la que los iniciados se sentaron alrededor de la mesa para preguntar si los alemanes iban a tomar Moscú. La mesita, según me contó, escribió con letras grandes y desiguales una sola palabra: JAMÁS.

Praga se vio muy pronto invadida por las privaciones, la indigencia y el hambre.

Cierto día vino a verme Masek, con aire misterioso y emocionado. Se apresuró a comunicarme que un compañero suyo, dueño de una pequeña salazón de jamones, sita casi en el centro del Pequeño Berlín, como entonces llamábamos a unos bloques de viviendas próximas a la plaza Strossmayer de Holesovice, le había hecho una oferta excepcional. Fuimos a verlo en seguida y llegamos al comercio en el momento en que estaba sacando del fuego un trozo de carne salada que se le había caído del gancho. Nos cortó a cada uno una porción del trozo chamuscado, que acompañó con un pedazo de pan fresco. Desde entonces, no he vuelto a probar nunca un jamón tan bueno.

El dueño de la salazón nos propuso entonces un negocio bastante arriesgado en aquellos tiempos. Algo más tarde, se condenaba a muerte por hechos parecidos. Mediante una maquinación audaz había estafado a la administración alemana treinta y seis jamones recién elaborados. Quería vendérnoslos.

En aquel entonces, el jamón en Praga sólo era un hermoso recuerdo. Y allí, en las negras pértigas mugrientas, colgaban treinta y seis piezas, con gruesas lonas envolviendo su aroma. El industrial estaba esperando una revisión: los jamones debían desaparecer.

Rechazó resueltamente nuestro plan de transportarlos poco a poco en el tren eléctrico hasta la Casa del Pueblo. Nos iba a preparar dos grandes cestas de embutidos y la lona, para que en alguna parte nos procurásemos un carretón y nos lleváramos los jamones cuanto antes.

Masek encontró un forcaz. Él también vivía en Holesovice y tenía conocidos en todas partes. A altas horas de la noche sacó el jamón a las oscuras calles. Le ayudé a llevar las cestas por el edificio de la poligrafía, entonces vacío, hasta el andén de madera del patio. Llamamos al vigilante nocturno para que nos ayudase. Le dimos un poco de jamón. Así subimos felizmente la carga hasta mi cuarto.

Yo ocupaba el mismo cuarto donde otrora Marie Tilschova había redactado sus Flores multicolores. Estaba lleno de viejos muebles desvencijados. Por otra parte, tenía una situación bastante recóndita, al final del pasillo, detrás de los estantes con las colecciones anuales de Pravo lidu, por lo que yo soportaba gustoso los viejos trastos. Por la tarde había vaciado uno de los armarios oportunamente, había cubierto sus estantes con papel de periódico y almacenamos el jamón allí.

Di un jamón a Masek y me llevé otro a casa. Tuvimos que ir andando, porque los tranvías no funcionaban. Los jamones despedían un intenso olor.

Aquel producto fue exquisito, un auténtico jamón de Praga. Eran piezas más bien pequeñas, doradas y risueñas como señoritas. El armario estaba repleto de ellas y daba gusto abrirlo. Te inundaba una vaharada de olor. Cerré el armario, abrí la ventana en la fría noche y nos fuimos a casa.

Por la mañana, al llegar a la redacción, ya noté el olor en la escalera. Se nos había olvidado la mujer de la limpieza, que venía por las mañanas. Tenía que recibir un jamón. Era fácil que hubiese descubierto ya el olor, pero era una mujer de confianza.

Incluí el jamón repartido en el precio, me consolé a mí mismo y saqué el lápiz. Pero también el redactor jefe había descubierto el olor. Se asustó. Me ordenó tajantemente que los jamones desapareciesen antes de la noche. Le vendí uno. Luego, uno tras otro, acudieron otros redactores. Obviamente, no podíamos pesar el jamón, de modo que lo vendíamos por piezas. A cada una de las familias de los detenidos, Masek les llevó a casa un jamón gratis.

Me acordé también de la señora Necasova.

A ella y a su hija las había conocido un verano en Cachrov de Sumava, donde pasábamos nuestras vacaciones. La señora Necasova, una dama con apenas algunas canas, de rostro afable y simpático, y su hija, morena y de pelo negro, Veruska, una deliciosa flor fresca que rebosaba gracia femenina, vivían después de la fuga de Ñecas inmersas en una ansiedad harto fundada y no ocultaban sus temores.

En Cachrov pasamos con ellas unos días agradables. Por la noche, en la taberna, siempre había alguien que tocaba el piano y se bailaba. A veces, Veruska también bailaba. Cuando Masek llegó a casa de las dos mujeres, encontró en su puerta un sello de la Gestapo.

Las dos habían sido detenidas, y pronto, creo que aquel mismo año, fueron asesinadas. No quisiera ver la cara animal del que fue capaz de destruir la hermosa vida de aquella joven.

Hacia la noche, en el armario sólo quedaban tres jamones. El jefe compró uno más. Masek y yo nos quedamos con los dos últimos. Al día siguiente el armario estaba vacío y todos respiramos con alivio.

Me faltaba recoger el dinero a mis colegas de la redacción y pagar los jamones. Cuando lo reuní y lo conté, resultó que no me llegaba. Comprobé que, de dedicarme al comercio, habría fracasado. Así que, como dice Swinburne, «expresé en breves palabras mi gratitud a Dios, si es que está en alguna parte», porque al menos podía escribir poesía. Porque sabía escribir poesía mucho mejor que vender. Dicho sin circunloquios: contaba espantosamente. Nunca había sabido contar. Pero no me estoy vanagloriando de eso. Hoy es un defecto considerable.

Aquello me costó una paga mensual. ¡Era lo de menos! De todos modos no valorábamos el dinero del protectorado. Algunas personas lo habían pasado bien durante unos días. Yo entre ellos. Masek y sus hijos recordarían aquellos momentos con agradecimiento durante todos los años de la guerra. El viejo armario desvencijado, que yo abría a veces, siguió oliendo a jamones hasta medio año después.

Y todo eso lo tuvimos por aquel dinero.

80. Corrig von Hopp

Hace un tiempo turbio de día de los difuntos. El cielo es de un mate lechoso, como las ventanas de una consulta médica, para que se vea sólo un poco. El bajo sol luce húmedamente. El melancólico día no me deja rehuir los recuerdos. El cielo está lleno de ellos.

En el arenoso cementerio, entre tantos sepulcros, hay uno especial. Tendría que ir allí y detenerme ante él, agradecido. Por lo menos, en esa hora de recuerdos. Vilém Kostka fue un buen compañero mío. No sería justo que su nombre quedase borrado por el tiempo y cubierto de indiferencia. No se lo había merecido. Al menos, en aquellos días que vivimos juntos.

Originario de Kopidlen, sirvió durante la primera república en el departamento de información del estado mayor central. Cuando los invasores nazis disolvieron aquella unidad, el presidente del gobierno del protectorado general Elias destinó a Vilém Kostka al Ministerio de Enseñanza y Cultura encomendándole los cuidados del libro checo.

Los que ya no podían ponerse fuera del alcance de los uniformes negros de las SS y habían decidido, a pesar suyo, respirar el aire envenenado del protectorado, creo que recuerdan sin placer alguno aquel truculento baile de disfraces uniformados, aunque los días y las noches salpicados de sangre humana ya están muy lejos de nosotros.

Las armas no me habían interesado nunca en mi vida. El oficio de militar me era ajeno. No había estado en la guerra y, por tanto, no aprendí a matar. Tampoco soy de los que sólo reconocen esta clase de heroicidad. Y sin embargo, viví unos instantes en que envidié sinceramente a aquellos de los nuestros que habían escapado en su día y sostenían un arma en la mano. Qué conmovedor debió de ser para ellos el poder empuñar una pistola. Había esperanza y seguridad. Era un ala de la libertad, en medio de aquella mala época en que la sensación de estar inerme era desesperante.

Pero todo eso ha quedado muy lejos. Sólo permanecen unas inscripciones deslucidas -«Al agua», «Al jardín»- sobre las casas de Praga cuyas fachadas no han sido restauradas desde la guerra. Y luego, claro, el dolor y la tristeza de los que han enterrado a sus muertos en aquel pardo vendaval.

Antes de que Kostka ocupara su puesto en la oficina en el Ministerio de Enseñanza y Cultura, fue nombrado como jefe de la sección de la supervisión de la Prensa el doctor Augustin Hopp, un alemán de Praga que durante la primera república había trabajado como redactor de Prager Presse. Aquello fue bueno y malo al mismo tiempo. Lo bueno era que Hopp no pertenecía a los enemigos empedernidos de todo lo checo y su espíritu alemán estaba pulido por el ambiente checo. No era buena, evidentemente, aquella circunstancia de que Hopp entendiese los asuntos checos. Tanto más difícil sería engañarlo.

A veces también se acuerda del bueno de Kostka Bohumil Novák, que lo conoció más tiempo y fue su amigo. Tengo prisa por cederle la palabra. Que hable él.

Se encontró por primera vez con Vilém Kostka todavía en el verano de 1940, cuando, como redactor de la editorial de Frantisek Borovy, tenía que negociar la continuidad de La edición del Diccionario de Vásov-Trávnícek. Pero su amistad se inició más tarde, cuando coincidieron varias veces en un tren. Novák vivía en Hofátva, cerca de Nymburk; y Kostka, en su Kopidlen natal. Era la misma línea. Allí se les brindaba una ocasión mucho mejor para conocerse que en la oficina de Kostka. Kostka despertó en seguida su interés con su conocimiento de la cultura checa, afición rara en un militar. Sobre todo, era un buen conocedor de las modernas artes plásticas checas. Le apasionaba Tichy, le gustaban Jan Zrzavy, Josef Capek, y Svolinsky. Y también conocía la nueva poesía checa. Había leído a Hora, a Halas, a Nezval y a Hrubín. Sabía sobre sus libros más de lo que se podía esperar de un lector corriente. Novák comprendió muy pronto que Kostka era buena persona y un verdadero checo. Su información y sus intereses le guiaron luego en su trabajo, a primera vista feo. En su oficina de la calle Vorsilská, trasladada más tarde al palacio de Valdstejn, hablaba de libros, autores y editoriales, permitía a Novák conocer su trabajo sin ocultarle nada y le tenía al corriente de sus problemas. Que lo eran todo, menos leves.

Sería una pena desperdiciar esta ocasión y no mencionar la historia de un libro de Vlastimil Rada: Hostal La mesa de piedra. Con él se ofreció una oportunidad para poner a prueba el carácter de Kostka.

En otoño de 1940, Kostka citó a Novák a su oficina. Un anónimo le había advertido que el libro no era de Rada, sino que Rada estaba encubriendo a su autor verdadero, Kareí Polácek, un judío, que no se atrevía a publicar su libro en la época del protectorado.

Y entonces se mantuvo entre Kostka y Novák la siguiente conversación:

– Mire usted, Novák, alguien me ha advertido (y al parecer ese alguien pertenece al entorno de su algo incauto jefe) que van ustedes a publicar una novela de Polácek y que la ha firmado el pintor Vlastimil Rada. He leído el manuscrito y le voy a decir abiertamente que, si lo ha escrito Rada, no ha hecho más que plagiar a Polácek en todo. Cuando me diga que lo ha escrito Polácek, tendrá el permiso en su bolsillo. Si se empeña en afirmar que el autor es Rada, no daré el permiso para el libro, convocaré a Rada y le diré que haga el favor de renunciar al plagio, si no quiere avergonzarse luego.

Novák, cauteloso, inquirió por qué le importaba tanto saber el autor: Polácek o Rada.

– Me importa, porque no quiero aparecer ante sus ojos como un simple que no ha reconocido a Polácek y ha caído en la trampa tan fácilmente. Y si, por cualquier casualidad, no saliese y me amenazase con el despido, no pienso defenderme con ayuda de la verdad que me sea conocida, sino que inventaré una mentira que presentaré a la Gestapo de tal manera que será más verdadera que la propia verdad. Y si, pese a todo, me despidieran, ¡quiero saber por qué!

Después de escuchar aquellas persuasivas palabras, Novák confesó la verdad y se marchó llevándose, además del permiso para la novela, una feliz convicción de que no se había equivocado y de que Kostka era un hombre justo.

En 1940 salieron dos nuevos libros de poesía: El torso de la esperanza de Halas y mi selección Las luces apagadas. ¡Luces apagadas! Estas dos palabras eran un grito de alarma que resonaba en las calles de Praga desde los primeros días en que se introdujo el oscurecimiento.

Del libro de Halas no fueron eliminados ni siquiera sus hermosos y apasionados poemas antinazis sobre Praga. Aunque el censor los había tachado, Kostka anuló su intervención. Tampoco desapareció un solo verso de mi libro, que el lápiz rojo marcó en algunos sitios. Allí quedó el poema sobre la movilización de septiembre, junto con unos versos demasiado claros acerca de nuestro destino. Y por cierto: los dos libros aparecieron más tarde en una edición nueva, sin permiso oficial, pero con el silencioso beneplácito de Kostka.

Sería mucho mejor que hablase de los libros de mis amigos, los de Hora, Holán, Halas y Nezval. Tengo miedo de que me reprochen ambiciones vanidosas. Y me gustaría que no se relacionase conmigo esta desagradable propiedad. Desde luego, yo no estaba muy al tanto de las intervenciones de la censura en los textos. Pero sé a ciencia cierta que, en cuanto a sus libros, Kostka no cambió su modo de actuar. Anuló las tachaduras de la censura y los libros salieron tal como sus autores los habían escrito, aunque eran libros que en su mayor parte iban dirigidos contra los acontecimientos de aquellos días. A veces de forma velada, a veces velada sólo a medias y las más de las veces completamente abierta.

En mi libro, el censor tachó estos versos transparentes:

/Luces apagadas! No quiero asustar al rocíoque se ha estremecido en las puntas de las pestañas.Sólo diré, suavemente, quedamente, sin énfasis;¡ cuánto fulgor habíaaquella noche en la que todo se oscurecióy en la que cada uno se ovilló como una sombra en el suelo!Ya sé. Ya sé que hubiera sido mejor entoncesoír un trueno.

Así pues, Kostka, autorizó estos versos y en la licencia tachó «Bewilligt-nein» y puso: «Bewilligt-ja». La licencia llevaba una firma: Corrig von Hopp. Desde luego, era él mismo quien había firmado por von Hopp. Sabía reproducir aquella firma magistralmente y la utilizaba con frecuencia. El censor tachó numerosos versos en El abanico de Bozena Némcová. Pero en vez de continuar la lista, aprovecharé la ocasión para explicar cómo fueron creados este libro y el de Halas, Nuestra señora Bozena Némcova. Surgieron del mismo impulso, dedicados a un tema común, pero sin que el uno supiera del libro del otro. Aquel año se iba a celebrar el aniversario de Bozena Némcova; habían transcurrido ciento veinte años desde su nacimiento. Ruda Jílovsky, después de marchase a Fürthov el jefe de la editorial, Frantisek Borovy, encontró en su caja fuerte una carpeta con casi una veintena de dibujos en colores para La abuelita de Petr Dillinger y trató de convencerme para que escribiese unos versos para ellos, porque pensaba publicar el libro en el aniversario. Yo no tenía muchas ganas de hacer aquel trabajo. No le dejé convencerme, pero le propuse escribir un largo poema dedicado a Némcova. Lo aceptó gustoso y llevó los dibujos a Halas. Se reprodujo allí la misma escena. Halas accedió a escribir un ciclo de poemas sobre Bozena Némcova. No hablamos con Halas sobre nuestro compromiso, movidos por la creencia de que no se debe hablar antes de tiempo de los planes creativos para que no se malogren. Jílovsky también guardó silencio, así que no nos dijimos nada hasta que sobre la mesa del director se encontraron ambos manuscritos, y los dos nos desternillamos de risa. No se trataba de un concurso, como se escribió entonces en alguna parte.

Pero volvamos al lápiz del censor. En El abanico de Bozena Némcova tenían que quitar, no sólo unos versos aislados, sino también algunas estrofas. La primera empezaba con el verso: «A quién podía invocar aquella gente…», la segunda: «Pero en la oscuridad sólo tronaba la oscuridad…» hasta el final: «La llamé cuando llegó el miedo.» El poema se pubicó sin estos recortes y Kostka sustituyó el permiso original, en el que los versos tachados se calificaban de indeseables, por otro nuevo, en cuanto Novák diera a copiar todas las páginas marcadas con el lápiz rojo sobre el mismo papel. En presencia de Kostka las puso dentro del manuscrito inicialmente presentado a la revisión. Las páginas antiguas con los versos marcados, claro está, fueron apartadas. Las tiraron a la chimenea.

También «Vestida con la luz», el poema que yo prefería a los demás y que me gusta recordar, aunque este privilegio no se debe a sus cualidades, sino a las circunstancias en que apareció, estaba tan amenazado por el rojo del censor que le faltaba poco para comenzar a sangrar. Lo escribí durante la guerra en la mesa de la cocina, sobre la que mi mujer estaba preparando al mismo tiempo la comida. A los censores les desagradaron los versos sobre los encajes del altar desgarrados, sobre las pesadas botas pisando el suelo del templo de San Vito. La estrofa: «Hoy ya sé para qué vuelve la golondrina…» hasta el verso: «más fuerte que el opio y el hashish» les pareció intolerable, y el censor lo tachó. Inútilmente. Kostka suprimió en todas sus partes aquella opresión de las tachaduras y puso los versos en libertad. Redactó un nuevo permiso, lo firmó con el nombre de Hopp y el libro salió indemne, junto con estos versos, que con tanta claridad se referían a una cita exacta de los versos de Kollar que cualquier colegial conocía:

El preso sabe que los tiempos cambian el tiempo, el preso sabe adonde le lleva su tiempo.

La misma historia se repitió cuando presenté mi último libro del protectorado, El puente de piedra. Numerosos versos ardieron en las llamas del lápiz rojo del censor, pero el libro, cuyo verdadero significado era obvio, salió íntegro.

Debo recordar aquí que aquello ocurría en los días en que nuestros oídos zumbaban aún con los tétricos golpes de los tambores cubiertos de tela negra y en nuestros ojos relucían aún las antorchas alzadas sobre las cabezas de los monstruos de medianoche, mientras un cortejo fúnebre se ponía en marcha y se llevaba al muerto Heydrich a Hrad. ¡Allí lo estaba esperando el vivo Himmler! En los días en que apenas nos habíamos recobrado del horror. Frank amenazó entonces a Praga con ejecutar a cada décima parte de la población masculina, si hasta tal fecha y a tal hora no se había encontrado al autor del atentado. Estaban humeando aún los incendiados Lidice y Lézak y lloraban las madres a las que les habían quitado sus niños. Aquello ocurría en una época horripilante y peligrosa, cuando las cabezas checas rodaban una tras otra y entre ellas una, hermosa y noble: la de Vladislav Vancura.

Me da vergüenza estar hablando sin cesar de mis libros. También La afinación de Halas, El primer testamento de Holán, y varios poemas de Hora estaban llenos de tachaduras de la censura que Vilém Kostka eliminaba con tenacidad. Y los versos únicos, conjurantes: «Tierra pobre, pobre, pero sólo una, y quiero verla una», resonaron gloriosamente en el tiempo oportuno. La grata caricia de la mano de Kostka alcanzó también el libro de Nezval Cinco minutos detrás de la ciudad, el Jan el violinista de Hora, el ¡Arde Hromnice! de Cassius. ¡Cuántos hermosos versos de estos libros habrían caído en aquella época debajo de la mesa! Muchos de los libros no habrían salido, mientras que otros habrían aparecido tan tergiversados y mutilados como para ponerse a llorar. Pero fueron publicados todos y, además en la misma forma en que los leemos hoy en ediciones nuevas.

Y todavía no he hablado de las impresiones ilegales. Eran innumerables y no menos arriesgadas, pues en el peligroso juego tomaban parte demasiados testigos. Si se trataba de un libro que permitía suponer que se iba a agotar, los editores pedían a la imprenta no descomponer los clisés y guardarlos. Al agotarse la primera edición se imprimía, utilizando, de acuerdo con Kostka, el permiso antiguo de 1942-1943-1944, una edición nueva, llamada reimpresión, sin cambiar la tirada. Dado que los nazis sólo autorizaban un reducido número de ejemplares, Kostka organizaba, mediante aquel procedimiento, un verdadero escamoteo que, como regla, tenía que completarse con una imitación de la firma de Hopp.

De este modo, mi Adiós, primavera salió dos veces más, igual que Vestida de luz. El puente de piedra se publicó al final hasta en cinco ediciones.

Cualquiera que haya vivido los años del protectorado, sabrá apreciar el valor de Kostka respecto a los libros de Eisner. Los firmaba Vincy Schwarz, más tarde ejecutado como un alemán traidor.

En la selección Veo una ciudad grande hubo trescientos recortes hechos por la censura. Kostka los dejó en unos cuantos. Con su conocimiento, yo firmé un libro de Eisner para la Cooperativa de trabajo: El amor en las canciones de todo el mundo.

Sin desconcertarse y sin largas reflexiones, autorizó la traducción de Fischer de Fausto. La firmaba Vojtéch Jirát. Bajo la traducción de Hamlet hecha por Saudek puso su nombre Aloys Skoumal.

No obstante, Kostka no se limitaba a ejercitar esos mimetismos y camuflajes literarios. Ayudó activamente al desventurado Orten, que se ocultaba en sus libros detrás de los nombres de K. Jílek y J. Jakub.

Pero, ¡qué incompleta es esta lista! ¡Qué fragmentaria! Ni Novák, ni, menos aún, yo, podíamos saber todo lo que pasaba por sus manos desinteresadas. Los poetas de Borovy no podían ser los únicos. Quizás sólo él mismo lo sabía todo.

Después de la guerra, me unió con Kostka una estrecha amistad. Tuvo algunas dificultades como antiguo funcionario del protectorado; pero los que estaban al corriente pronto consiguieron solucionarlas.

Una vez le pregunté si no había tenido miedo. Sobre todo, después del atentado contra Heydrich.

– Claro que lo tuve -sonrió Kostka-; pero, ¿qué iba a hacer!-' El que dice que nunca ha temido nada, no dice la verdad. Cada hombre en deteiminados minutos ha conocido el miedo. Pero el miedo es, justamente, una especie de preludio. Después de él ha de seguir una acción. Así que lo que cuenta es lo que el hombre haga después de sentir el miedo y a causa del miedo.

Vilém Kostska fue un checo valeroso.

81. Una botella de borgoña

Vítézslav Nezval murió prematuramente. Todavía no era viejo. Pero murió con facilidad. Con la misma facilidad con que escribía sus poesías. Nadie sospechaba que su enfermedad fuera mortal. Pensaban en una simple gripe. Sólo inclinó la cabeza entre los brazos de su mujer, y en ese instante perdió esta tierra a uno de sus grandes poetas.

Me estaba recuperando después de una operación en el hospital de Motol cuando su mujer me contó sus últimos momentos; yo la había llamado por teléfono.

Para mí fue más que suficiente. Mis ojos reconstruyeron rápidamente, sobre el sombrío techo, los años felices extraídos de lo más profundo de mi memoria. Cómo Nezval llegó a Praga, cómo me encontré con él en una velada poética de la Casa Comunal, cómo nos acercamos a Devétsil. Aquéllas eran las horas de una paz beatífica, de ocurrencias descabelladas y de un compañerismo excepcional. El enorme talento de Nezval influyó sobre todos nosotros. Le dio algo a cada uno, a cada uno le contagió algo. ¡Hasta a Teige! ¿Para qué negarlo? Pero hay una cosa en que yo tengo un mérito ante él. Le presenté a mi viejo amigo, al dramaturgo Jan Bartos, el autor del famoso Cuervo. Desde aquel momento, Nezval sucumbió a los misteriosos elementos que le quitaron el sueño.

También Bartos se dedicaba a las ciencias ocultas, pero tenía un estilo superior. También él sabía leer la mano y descifrar los horóscopos. Le dejé a Nezval ver el horóscopo que me había hecho Bartos, y Nezval quedó fascinado. La admirable personalidad de Bartos, original y sutil, le cautivó. Dejando aparte su mente materialista, Nezval aprendió lo más fácil de la lectura de la mano. Sobre todo, le fue útil para tratar a las chicas que le interesaban. Pero también tuvo paciencia para estudiar los complicados cálculos de los horóscopos. Había vaticinado que moriría en las pascuas de la Semana Santa. Y no se equivocó.

En aquellos años de mi juventud yo estaba trabajando en la Editorial comunista. Mi cargo de redacción y de propaganda consistía en ayudar donde fuese necesario. Así, sobre mi mesa aterrizaba a diario todo el correo.

Un día llegó a mis manos una tarjeta postal que un aficionado de provincia dirigía a nuestro departamento de ventas. Pedía para su agrupación dos libros de teatro y escribía:

Envíenme un libro de comedias, algo alegre y divertido. Para otro espectáculo, además, un libro bien triste, algo triste.

Cito el pedido con precisión, pero he distribuido las frases en versos deliberadamente. Invitan a hacerlo. El mismo día enseñé la tarjeta a Nezval. Estaba entusiasmado. Tenía que regalarle la tarjeta. Estaba decidido a utilizarla:

– Te daré por ella una botella de vino.

Se la dejé. Sabía que lo iba a olvidar. Y lo olvidó. Por entonces, él tenía dificultades para ganar dinero. Pero los versos sí los utilizó bajo su nombre y los imprimió en un libro.

Desde aquella simpática época de nuestra juventud han transcurrido treinta años largos. En aquellos tiempos nos alejamos y volvimos a acercarnos repetidas veces, aunque nuestra amistad ya nunca fue tan cordial como al principio. La gente se une y se desune, dice Macha en sus memorias. El surrealismo no me atraía. Después de dejar gloriosamente este movimiento, que el propio Nezval gloriosamente había fundado, a veces venía a verme. Había perdido a muchos de sus amigos. También me trajo su último libro, Los azulejos y las ciudades. Cuando estaba escribiendo una dedicatoria sobre su portada, de repente apartó los ojos de la página y me sonrió:

– Te debo una botella de vino.

Luego cogió su cartera y sacó de ella una botella de borgoña. Se quedó mirándola con seriedad un instante, como si desde su promesa no hubieran pasado tres décadas. Y de pronto los dos nos echamos a reír estrepitosamente.

Tuvieron que transcurrir unos meses antes que pudiera visitar su tumba en el cementerio de Vysehrad, al lado de la del poeta Nebesky. Había allí un busto de Nezval, obra del escultor Svec. Cuando lo vi, se me cortó la respiración. Nezval, entornando los ojos, está mirando hacia alguna parte, a alguien, y una leve sonrisa ilumina su rostro. Yo conocía muy bien aquella mirada suya.

Asumía esta expresión cuando estaba recitando sus poesías. Así miraba cuando hablaba a las mujeres y se proponía obtener de sus ojos el amoroso gesto de aprobación.

Y, por supuesto, aquélla era la sonrisa del instante en que estaba contando un picante chiste erótico.

No sabía contar los chistes.

82. El pintor y la muerte

Hace mucho tiempo ya alguien declaró que en París se puede vivir hasta sólo del aire. Yo no lo he intentado; pero, por lo visto, es perfectamente posible en aquella hermosa ciudad. El pintor Alen Divis añadía a eso que allí también se podía vivir del perfume de las rosas y del canto de los pájaros del Jardín de Luxemburgo. Y podéis creérselo. Él lo intentó.

Años antes de la guerra, el pintor Divis aborreció Praga y, con las manos y el bolsillo vacíos, se marchó a París. Se encontró entre miles de pintores de todo el mundo que allí, con diverso éxito, intentaban pintar y vivir del aire. Los que conocieron a Divis durante aquellos años de París, no recuerdan qué era lo que pintaba entonces. Algunos dicen que nada. Tampoco él hablaba nunca de eso. ¿De qué se mantenía vivo entonces? Pues, claro está, del aire.

No obstante, cada mañana se apresuraba a acercarse al mercado parisién en el momento en que los vendedores se deshacían de todos los excedentes no vendidos y marchitos de verduras u otros alimentos que ya no se podía vender. Con aquellos desechos, decía, se podía saciar el hambre de maravilla y así engañar, más o menos, el estómago. Es el aire de París. Aunque a veces resulta difícil. Yo mismo estuve en Les Halles. Allí había muchos como él. A veces encontraba a Frantisek Tichy en aquel lugar.

Ni siquiera sus primeras necesidades le preocupaban mucho. Despreciaba la moda taxativamente. A veces no llevaba ni calcetines ni ropa interior. Se ponía el pantalón y la chaqueta sobre el cuerpo desnudo.

Bromeaba sobre aquel modo de vestirse. Sostenía que así iban ataviadas también las modelos en un café de Montparnasse para no tener que ponerse la ropa cuando bajaban del estudio a tomarse un café solo. Las ricas americanas las imitaban gustosamente y se sentaban allí, a su lado, también desnudas, aunque, en cambio, con caros abrigos de piel.

Por añadidura, Divis llevaba siempre, impenitente, un duro abrigo negro que él llamaba chilaba.

Llevaba a su estudio los desperdicios de alimentos que conseguía recoger. La cueva donde dormía y trabajaba recibía el nombre de estudio sin justificación alguna. No estoy inventando nada; lo decía él mismo. A pesar de su mísera organización, consiguió hacerse con un hornillo. Desde luego, aquello era todo un lujo, pues los demás se lo comían todo, hambrientos, en el sitio.

Viva el arte culinario, una de las grandes artes de Francia que hizo tan famoso al señor Savarin.

La guerra puso fin a ese duro idilio. Junto con otros checos que por entonces vivían en París, Alen Divis fue detenido y encarcelado en La Santé, prisión famosa también en la literatura francesa. Junto con él estuvieron allí Adolf Hoffmeister y Antonin Pele.

¡Viva Francia, viva la amistad entre Checoslovaquia y Francia!

Desde La Santé los llevaron al campo de concentración de Martinica, de donde consiguieron escapar; así que, al comienzo de la guerra, los tres llegaron a América. Pero no me contó mucho sobre aquel camino.

En Nueva York, gracias a los checos allí residentes, Divis vivió toda la guerra. Volvió a pintar y al final obtuvo éxito.

La amarga experiencia de La Santé no había pasado en vano para él. Pintó para los americanos unos óleos pequeños en los que rememoraba las paredes de la cárcel de París. Sobre aquellas paredes estaban trazados y grabados los dibujos más variados. Había allí horcas, rostros de los guardianes, mujeres desnudas, toda clase de inscripciones, monogramas y símbolos, así como esbozos del sexo de mujer. Pintados al óleo y sobre un lienzo, aquellos dibujos resultaron curiosos y la ocurrencia del pintor de elegir un temario tan insólito tuvo éxito. Parece que Divis vendió en América un número apreciable de aquellas pinturas. Al menos, él así lo sostenía.

Cuando la guerra terminó, dio las gracias, tras una breve vacilación, a la Estatua de la Libertad por su hospitalidad y regresó; pero no a París, sino a casa, a Praga. Digo a casa. No tenía aquí casa alguna; se vio obligado a buscarla. Fue entonces cuando lo conocí. En el estudio de Jan Bauch, en Bubenec. Ya a primera vista, Divis era un hombre simpático, afable, de complexión nada frágil… ¿Cómo, si no, habría aguantado tanto y salido de todo sano y salvo?

Me invitó a su estudio de la calle Plynárná en Holesovice. El estudio estaba situado en un destartalado inmueble de suburbio. Igual de destartalado y pobre era su mobiliario. Pero aquél sí era un estudio. ¡Tenía una lucerna en el techo! Las dos cajas sobre las que dormía estaban cubiertas con mantas; en el centro había un caballete de pintor, con un abrigo y un impermeable colgados encima, y en el suelo, debajo del caballete, se veían una paleta y un pincelero. Todo muy familiar.

Pero sobre la desvencijada mesa había una botella de procedencia extranjera, el vino a cuyo sabor nos habíamos desacostumbrado durante la guerra, y unas raras golosinas extranjeras, casi desconocidas en nuestro país. Una caja de higos, queso francés y una lata de langosta. Unas cosas procedían de sus reservas, otras se las enviaban sus amigos de USA.

Después de regresar, apenas se hubo establecido, reanudó su trabajo. Pintó unos cuadros más de La Santé, luego dibujó trece bocetos en color para Las camisas de boda de Erben. Adolf Hoffmeister le organizó una exposición en la sala de la plaza de San Wenceslao de Melantris. La exposición no fue grande, pero todos los cuadros se vendieron. Dediqué a su exposición un poema.

Las ilustraciones en color al poema de Erben fue lo mejor que en aquellos años salió de su mano. Más tarde la editorial Vysehrad publicó los dibujos y el texto poético, presentados con un bello diseño de Frantisek Tichy. No obstante, el pintor se quejó diciendo que las reproducciones no eran fieles. Estaban impresas en offset y, por aquellas fechas, después de la guerra, las tintas no eran de la mejor calidad. Pero aun así, la publicación tuvo éxito y se agotó en seguida.

Vladimír Holán quedó hechizado con los dibujos. Al final, el entusiasmo le llevó a la conclusión de que el texto de Erben estaba por debajo de la calidad de los dibujos. Aunque también a mí me encantaban aquellas ilustraciones, creo que Holán las había sobrevalorado.

Al parecer, la balada de Erben condujo a Divis hacia el luctuoso ámbito de la destrucción humana y de la muerte. Empezó a pintar la Muerte. La pintaba con parcialidad, como otros pintores hacen retratos a sus queridas.

Entré en su estudio y desde la pared me miraron las cuencas vacías de unas calaveras humanas. Acto seguido me regaló un dibujo a carbón. Representaba huesos de hombre y una calavera, como si hubieran sido excavados de un campo de batalla. En casa fui cobrando hábito y confianza con aquel dibujo.

El poema que improvisé para su exposición tiene su historia pictográfica. Más bien inusual. El poema no era nada del otro mundo, y no lo estoy diciendo por modestia. Que yo sepa, sólo gustó a dos personas. Al propio pintor y a un funcionario del departamento de Cultura de la embajada americana que sabía bastante bien el checo y compró uno de los dibujos de Divis al carbón. Representaba un frágil cráneo de mujer y su nuevo propietario estaba convencido de que la calavera sonreía dulcemente. Tuve que copiar mi poema con tinta china y lo hice de mala gana y a pesar mío. De aquellos versos mediocres, sólo a título de curiosidad cito dos estrofas.

Un pintor puede pintar hasta con el lodo,con el lodo de un sepulcro o cualquier otro.Puede dibujar con las tinieblas y cenizasaquello que vio en un sueño sin dormir.Pintor, pintor, pintor por vez tercera,pinta también con humo de velas apagadascon un color para el que un poeta carece de palabras:el de la quietud azul, la quietud de terciopelo.

Pero no me arrepentí. El americano me envió una botella del entonces raro whisky y dos cartones de Camel.

Cierto día estaba sentado con Divis en su estudio, en unas sillas más bien desvencijadas; pero, en cambio, delante de dos botellas del estupendo vino de Burdeos. Era un vino espeso y, al mismo tiempo, sedoso. Su insólito sabor tardaba mucho en desprenderse de la lengua. Entonces, alguien llamó.

Era una buena compañera suya, la escultora Hedvika Z. Había llegado en moto desde un pueblo de las cercanías de Praga. Llevaba la moto como si estuviera haciendo carreras. Y a la espalda traía un saco grande y pesado.

– Alen, trae un trozo de papel, voy a sacar esto -le dijo. Bajó el saco del hombro y lo volcó. Eran cráneos humanos, huesos de toda clase y las inevitables mandíbulas llenas de dientes. Todo estaba manchado todavía de lodo húmedo.

»Me lo dio el sepulturero del pueblo. Estaban removiendo una parte del viejo cementerio.

Divis exultaba. Hasta entonces había dibujado sus naturalezas muertas tan muertas mirando las frías y muertas fotografías. Ahora disponía de modelos adecuados. ¡Y qué bellos y pacientes!

¡Viva el pintor Alen Divis! Desafortunadamente, este vítor llega retrasado. Murió en el hospital de Motol. Antes íbamos allí a coger las violetas que crecían junto a su tapia.

Ya no crecen.

Sufrió un infarto. No era grave, todo podía haber terminado bien. Pero le mató su propia bondad.

A su lado había un enfermo grave. De los que no se levantan, como dicen las enfermeras. El enfermo se despertó por la noche y llamó a la enfermera. Quizás el timbre no funcionaba, quizás la enfermera estaba ocupada en otra parte… La estuvo llamando en vano; la enfermera no venía. El enfermo se lamentaba a voz en cuello. Divis, que se despertó, bajó de la cama, cogió a su vecino en brazos y lo llevó al lavabo. Luego lo trajo de vuelta, lo acostó y se echó él mismo, muy tranquilo. Antes del amanecer estaba muerto.

Recuerdo su estudio. Tenía entonces sobre la mesa un grueso cirio pegado sobre un tarro de compota vuelto boca abajo; a su lado había una botella de vino medio vacía y un bote de mostaza.

¿Qué hicieron sus amigos con el saco de cráneos y huesos, amontonados en un rincón de su estudio triste y vacío? No tengo la menor idea.

83. Manzanas chinas a la provenzal

(Y la felicitación de Jan Zrzavy para su octogésimo aniversario)

Junto a la Nueva Escalinata del castillo y las antiguas tabernas de Praga, cerca del Hrad de Praga había unas casas del siglo dieciséis. La escultora Hana Wichterova se compró una de ellas, en la que vive y trabaja el pintor Jan Zrzavy. Ocupaba un pequeño piso de la segunda planta. Sus escaleras se habían desgaseado tanto hacía tiempo que andar por ellas daba vértigo. En el más grande de los dos cuartos el pintor había organizado un modesto estudio.

Durante años había vivido en Bubenci. Tenía allí un hermoso piso moderno en una casa nueva cuyas ventanas daban a Stromovka. Pero no estaba satisfecho. Echaba de menos la vieja Praga. Dejó de buena gana la necesaria comodidad y se trasladó a aquella casa vieja.

Desde las dos ventanas más pequeñas del estudio se veían los tejados del palacio de Thunov, Mala Strana y Petfín. Aunque el panorama que se divisaba desde allí era espléndido, uno no podía evitar el recuerdo de los estudios de lo más alto de los modernos edificios de Praga, espaciosos, lujosos y, sobre todo, inundados de sol y de blanca luz. La casa de Zrzavy no era precisamente oscura, pero allí apenas había luz. El pintor estaba contento. Vivía allí apaciblemente.

En una de mis visitas me llegó desde la cocina un olor fuerte y agradable. Un olor desconocido de un plato desconocido.

– He estado haciendo las manzanas chinas como las preparan en Provenza. Son muy buenas. Le daré la receta. Me marcho a Benátky. Acabo de escribir a los capuchinos de allá. Me hospedo con ellos. Quiero pintar Benátky una vez más.

¡Benátky! Una ciudad antigua, rebosante de belleza en descomposición, esa «guitarra llena de agua» pintada miles de veces -y aun así, muy pocas- por artistas de todas las tierras y de todos los tiempos, era el lugar del amor duradero y constante de Jan Zrzavy. De un amor nada infructuoso.

– Aquí está un poco oscuro para pintar.

– Eso no me importa en absoluto. Lo que cuenta es que pueda vivir entre estos viejos muros de Praga. Estaba echando de menos todo esto.

– ¿Y por qué, entonces, no pinta Praga como pintaba Benátky y Bretaña?

– No puedo. Y le voy a decir por qué. En Benátky puedo permitirme el pintar una torre donde en realidad no la hay o quitarla de donde está si no me conviene. Pero en Praga esto es imposible. Así que prefiero no pintar Praga. Pero antes de que se me olvide, tengo que decirle cómo se hacen esas manzanas. No, no hace falta que tome notas, es fácil.

»Sobre el fondo de una olla grande se ponen las manzanas de China y se les echa encima abundante aceite. Luego sobre un plato pequeño se cortan dos grandes cabezas de ajo, se esparce el ajo sobre las manzanas y se deja todo en el fuego hasta que las manzanas se vuelvan completamente blandas.

La cantidad de ajo me asustó.

– ¡No, no es verdad! El ajo se convierte en este aroma agradable que tanto ha llamado su atención.

Jan Zrzavy llevaba ya varios años viviendo y pintando en aquel espacio tan arcaicamente atrayente. En todas partes se mantenía una limpieza impecable, la despensa de la cocina que se había traído desde el mismo París estaba adornada con blancos encajes de su madre, lo mismo que hacían las amas de casa de antaño. Las ventanas relucían de pulcritud, los pinceles y los lápices estaban colocados en orden. El viejo reloj producía un sonoro tictac. Y entre aquellos objetos familiares celebró Zrzavy su ochenta aniversario.

«Querido señor Zrzavy:

»En su obra, importante y extensa, hay muchos cuadros que poseen una fuerza casi mágica y nos arrastran poderosamente hacia su propio mundo. Nos fortalecen y nos atan a ellos para siempre. Ya no nos liberamos nunca de su hechizo. Una de estas obras maestras es Las amigas.

»La luz de una vela que alumbra a las dos mujeres, la mesa, las dos cartas y el respaldar de la silla tienen la elocuencia de un profundo silencio. Ya llevo cincuenta años escuchándolo con atención. Como es lógico, no sé de qué hablan estas dos mujeres que han llegado de alguna parte de los huertos de Zeyer, pero comprendo el silencio apasionado de este cuadro. Esos cincuenta años son un buen trecho de tiempo. Al menos, de nuestro tiempo. Y puedo hablar de la buena suerte que me ha permitido seguir, a veces incluso de cerca, su obra desde sus mismos comienzos, cuando expuso por primera vez sus cuadros ante el público.

»Éramos entonces todavía jóvenes, teníamos unos veinte años, pero usted nos cautivó en seguida. Aquello fue como una revelación, algo que nos traía un gran mensaje desde el mundo hacia el que nos estábamos dirigiendo. Eran los límites de una nueva fantasía y de un lirismo ardiente que por aquel entonces sólo presentíamos, pero que no habíamos tenido la posibilidad de alcanzar, aunque el valor no nos faltaba. Amamos el arrebato de sus visiones.

»No tardamos mucho en conocerle personalmente. Fueron aquéllos unos años ricos, llenos de esfuerzos creativos y de hermosas amistades.

»En las personalidades grandes y excepcionales encontramos de forma regular y, al parecer, inevitable, muchas paradojas. Lo mismo nos pasó con usted. Permítame que en este minuto solemne, y digamos que también inolvidable, le exprese en breves líneas mi admiración y mi modesta opinión.

»Fue usted el más perseverante de todos los "contumaces", y debió de ser usted quien inventó el nombre para el grupo con el que había empezado. Con el tiempo, fue usted quien lo justificó más que nadie. Con la misma tenacidad, fiel a sí mismo, apartó a todos cuantos intentaron hacerlo suyo de alguna forma o sólo incorporarlo. En eso fue usted extremadamente honesto.

»Josef Sima contaba en París la visita que le hizo uno de los marchantes de pinturas modernas. Había visto su Viuda y le ofrecía un acuerdo muy lucrativo referente a todos los cuadros que iba a pintar en adelante. Es decir, eso que acostumbra a ser un ansia vana de tantos pintores. No obstante, usted no aceptó el trato y le hizo comprender que no iba a seguir pintando de la misma manera que entonces. Despreció una oportunidad que le habría asegurado una acomodada existencia y trabajo permanente en París.

»En realidad, es usted un hombre que no se dejó derrotar, y que no pudo ser conquistado por ninguna de las estéticas que conoció y contra las cuales se levantó en una tenaz defensa propia, para adentrarse con más libertad en su propio e íntimo microcosmos artístico y humano, celosamente guardado y herméticamente cerrado. Y dentro de ese mundo propio se ocultaba, si hablamos de las tendencias pictóricas, una sola constante. De veras una sola, aunque podemos llamarla con varios nombres: antiimpresionismo, antinaturalismo, antimaterialismo o, del mismo modo, simbolismo. Era y hasta ahora sigue siendo la búsqueda de un estilo que no fuese estilo y que no se convirtiese en estilo. Es usted único, es usted singular y ningún artista se atrevería a seguirle en su camino detrás. Al principio usted les provocaba y ofendió a muchos, tanto con sus "deformaciones" como con la premura de sus mensajes. Luego, poco a poco, se encaminó hacia la sencillez que obliga al propio pintor a mantenerse en lejanía, tanto más tranquilo cuanto más palpable es la realidad auténtica y veraz de una obra vital, que es única. Usted se introdujo en lo que con indudable despreocupación incluimos en el cómodo, aunque no ineludible concepto del arte moderno, si bien podemos decir que el así llamado arte moderno en su casi totalidad le es esencialmente ajeno. Estoy pensando principalmente en el cubismo y en el surrealismo, pero también en la abstracción gélida y amarga a la que todos sucumben por un tiempo. Pero usted se mantiene en un cielo propio y presente de la pintura. Quizás el cielo no es para usted sólo un espacio donde vive en soledad, sino también el objeto y el tema, por indirecto que sea, de su pintura.

»Es usted un fanático del arte -más exactamente, de su propio arte- y al mismo tiempo se está apartando cada vez más de la habilidad para buscar una proyección inmediata en la espiritualidad, en la interioridad, en el ardor. Desprecia el virtuosismo artístico, y la destreza.

»Cuando hace unos años se celebró en Mainz ana gran exposición suya, se escuchó y salió en los periódicos un comentario digno de atención. ¡Que nunca se olvide! Delante de uno de sus cuadros de Benátky, una joven desconocida dijo con un suspiro a su acompañante: "¡Es tan hermoso que no debería exponerse!" Aquella expresión de encanto no era tan ingenua como podría parecer. Algunos de sus cuadros merecen llamarse joyas de la corona del arte checo. Y con el tiempo, su originalidad y consagración van en aumento. Es usted el primero de nuestros grandes pintores al que le ha salido bien el camino de la vida y del arte.

»Ya he hablado de mi buena suerte, que quiso que yo pudiera seguir su obra y su vida de cerca a lo largo de tantos años. Desde el principio mismo. También quiero referirme al honor que se me ha concedido hoy, de felicitarle y de estrechar su mano como amigo.»

Durante una de sus exposiciones, cuando yo ya me iba, Zrzavy me dirigió una mirada expresiva y me preguntó si me había enseñado ya el taller de alquimia que había en el patio. Pegada al muro de Hrad hay una pequeña edificación de puertas oscuras, detrás de las cuales, al menos según Zrzavy, se encontraba otrora un laboratorio de alquimista. Pronunció estas palabras con una expresión de misterio.

Silencio, noche, sueños, estrellas, todas las cosas indescifrables y ocultas, tremendas y bellas atrajeron a Zrzavy a lo largo de su vida. Así que, en su vejez, se abrió un camino invisible desde la escalinata del castillo hasta los Capuchinos de la plaza de Loretán. La pequeña iglesia de aquella orden, de aspecto arquitectónico casi idéntico en todo el mundo, le invitaba, con su propia pobreza, a rezar. Zrzavy es creyente, pero la doctrina eclesiástica le provoca inevitables objeciones. No cree en la vida después de la muerte.

La pequeña plaza, que hay ante la iglesia, con su cruz de hierro y los instrumentos de la pasión de Jesús, fue el tema de muchos cuadros de Zrzavy. La representó varias veces y de varios modos.

Cuando los ingleses descubrieron en 1922 la tumba de Tutankhamen, el hallazgo apasionó a Zrzavy durante mucho tiempo. Teige le sorprendió un día en Slávie cuando examinaba atentamente las imágenes de los objetos encontrados en el sepulcro, que había publicado Graphika. Despertaba en él una especial curiosidad el respaldo del trono, con su relieve repujado en oro. Es una magnífica obra de arte.

– Señor Zrzavy: ¿sabe que en el sepulcro encontraron una lamparilla de barro que todavía estaba ardiendo?

– Eso es imposible.

– Pues sí -le dice Teige-. ¡Era una llama eterna!

El pintor se quedó atónito, miró a Teige con expectación y hasta al cabo de unos instantes no se echó a reír.

Un extraño sueño había determinado su camino en la vida. Zrzavy recuerda que su padre, cuando se discutía su futuro, le aconsejaba ingresar en la escuela mercantil. Pero en el último momento, Zrzavy tuvo su sueño. Soñó que le habían traído una caja. Estaba llena de maravillosas pinturas y se la enviaba Leonardo da Vinci. Aquel sueño determinó su vida.

Jan Zrzavy ya está viejo, pero sigue trabajando todavía. Hasta que un día deje a un lado sus pinceles y su paleta y diga: «Ya está bien, ya basta» -Dios mío, qué triste es ese minuto lejano-, y el timbre de su puerta resuene fuertemente. El visitante cumplirá la indicación que el pintor ha fijado al lado del timbre, pidiendo llamar y golpear fuerte, pues oye mal.

Y entrará un ángel. Grave y digno.

Conozco bien a este ángel. Zrzavy lo dibujó hace muchos años. Posee una gracia femenina y sobre su hermoso rostro caen dos trenzas ondeantes. Cuando yo publiqué uno de mis libros, el pintor me lo puso en la portada.

Una vez en el estudio, el ángel recogerá la paleta con las pinturas aún húmedas y volverá de nuevo a la galería. Allí se inclinará sobre la barandilla, manteniendo la paleta con las yemas de los dedos de ambas manos; se elevará sobre los tejados de las casas, sobre las torres de Hrad, y desaparecerá en la lejanía. Y allí, en alguna parte, entre las estrellas -¿como vamos a saber dónde están los cielos?-, la depositará a los pies de Leonardo da Vinci.

84. El don de la poesía

En el momento mismo en que salgáis del edificio de la estación de Hofice, un vientecillo fresco y perfumado acariciará vuestro rostro. Es la brisa de los cercanos Krkonos. Respiraréis ávidamente el aroma de los bosques y de las aguas de los Krkonos. Los lugareños ya no hacen caso de ese aroma, se han acostumbrado a olerlo, pero nosotros, que llegamos dejando atrás las nubes de humo, de hollín y de polvo de Praga, nos encontramos de pronto en un mundo completamente diferente y mucho más hermoso.

¡Viva Hofice el de la ladera de los Krkonos, la ciudad de piedras y de escultores!

Desde Jicín, que yo conozco tan bien, Hofice no queda muy lejos, pero el paisaje de Hoficko es muy distinto, aunque también atrayente y hechicero. Está rodeado de montañas, es hermoso, hay muchos bosques. Y varias canteras, en las que se sigue trabajando, definen el carácter del terruño. Igual que nosotros escogemos entre el pan blanco y el negro, el blando o el más duro, allí se cortan para los escultores bloques de arenisca. Son unas canteras antiquísimas. Los escultores góticos ya modelaban con sus piedras sus hermosas y tiernas Vírgenes checas y Matyás Braun elegía entre ellas los trozos apropiados de las «Virtudes» y los «Pecados» para Kuks de Sporek.

Cuando el escultor Josef Wagner se ponía delante de uno de estos bloques de arenisca, decía que en aquella piedra oía una voz de muchacha. Yo, por desgracia, no oía nada, pero una vez que me senté al borde de una cantera creí ver en seguida, junto a una frondosa mata de tomillo, los senos de las muchachas ocultas en las piedras. Escuchar las voces en una materia muerta sólo les es dado a los escultores.

Desde la estación de Hofice hasta la casa del escultor Wagner hay poca distancia. Unos minutos andando. Esta vez, Wagner ya no saldrá a recibirme. Está muerto y fue enterrado entre sus familiares, sobre la colina, al lado de San Gothard.

Junto a su escultura de Las nubes voladoras, en la escalera de la casa, aparece su mujer, Marie. Es escultora también. Y de ningún modo una escultora cualquiera, aun cuando constantemente trata de ocultarse en la sombra de su esposo. Es modesta. Es algo más que modesta. Diminuta y grácil, saluda al invitado, que no consigue imaginarse a aquella mujer blandir el cincel y el martillo y golpear con ellos la dura piedra.

Me parece oportuno decirle en ese momento un piropo, enteramente inocente y simpático.

– ¡Ojalá fuera cierto! ¡Tenía que verme en Mainz, cuando jugaba a los bolos fumando Virginias!

No, es imposible. ¡Pero sí! Recordé cómo Wagner contaba que en los trabajos pesados le ayudaban su mujer y su hermano.

Por lo demás, Marie no sólo sabe manejar el cincel y el diente de perro. Tiene fama de haber sido la alumna predilecta de Pomian y también domina los utensilios que hoy desprecian muchas mujeres: la sartén y la parrilla de acero. Es una anfítriona infatigable.

Y sabe hacer unos rollos de Hofice únicos.

Una obra suya, tres muchachas de finas cinturas en la fachada de la Academia de Bellas Artes de Brno, me quita el sueño. Me escapo a verlas y no sólo a causa de su gracia juvenil. Son un testimonio de lo que puede lograr una mano de mujer, si esa mano pertenece a una escultora de verdad.

Entro y paso por las estancias en que Wagner vivía y por los sitios donde trabajaba. Me parece que sobre todos los objetos de esta casa sigue reposando, como una quieta luz, su mirada. Era una persona buena, cariñosa, el afecto hecho carne. Su rostro abierto y sincero despertaba confianza. Era un hombre incapaz de ofender. Ni siquiera en pensamientos. Sin él, todo está vacío y triste. Pero su mujer conserva celosamente todos sus recuerdos.

Por eso se le parece como una gota de agua puede parecerse a otra, como suelen parecerse los modales y hasta los rostros de un matrimonio tras largos años de convivencia, así que todo está seguro. ¡Y, por añadidura, tiene esta femineidad!

Estoy desmenuzando en la boca el tercer rollo crujiente de Hofice y escucho con curiosidad que todo en esta casa está todavía por hacer. Tiene dos hijos. Uno es pintor; el otro escultor; pero entienden de todo. En el huerto de la casa quieren construir un pabellón lleno de luz donde colocarán las esculturas de su padre y los principales moldes de aquellas obras cuyos originales hace tiempo se habían esparcido por las galenas de las ciudades checas y moravas. Marie habla de la obra de su marido con admiración y amor.

– Usted no conoce todavía el Belén, donde vivíamos y donde Wagner trabajaba. Tampoco ha visto aún las magníficas y sorprendentes esculturas de Braun en los lugares donde vivíamos. Iremos allá esta misma tarde. Aquello es hermoso. Pasaremos por Miletín de Erben. ¡Seguramente conoce los misales de Miletín!

¿Los misales de Miletín? ¡Cómo no! Se los compraba a mis hijos en la feria de Jicín. Son dos pequeños melindres unidos con un relleno de avellanas. Sobre la superficie de uno de ellos hay unas almendras que forman una crucecita. Era una golosina de niños muy popular en aquella tierra; y muy buena, como precisó el hijo menor de Wagner, Jan, el escultor.

¡El Belén de Sporek! Es una maravillosa tarde de primavera. Cuánta armonía acertada recopiló la naturaleza y, a la vez que ella, los hombres, en este rincón del bosque. Nos sentamos en la piedra sobre la que, según dicen, se sentaba el conde para mirar el relieve de La adoración de los Reyes Alagas. Es un altorrelieve cincelado sobre una roca apaisada cuya superficie cubre el musgo. En la piedra que está enfrente, Braun modeló un asiento bajo, para que el conde pudiera sentarse con comodidad. Desde un manantial cercano Marie ha traído un agua increíblemente fresca y ha cortado un trozo del pan hecho por ella misma. Las dos cosas representarían un manjar exquisito para cualquier gastrónomo exigente. Allí mismo, entre el Belén, el derruido Pozo de Jacob y el Beato Onofrio, al que Braun esculpió en un peñasco apropiado que sobresalía de la tierra y que tanto había encantado a Erben, Wagner se construyó una cabaña bonita y cómoda. La quietud del bosque y los golpes del cincel de Wagner llenaron de armonía aquel rincón feliz e idílico. Aquí mismo, bajo las ramas entrelazadas de los viejos abetos, entre los cantos de los pájaros iba emergiendo desde la profundidad de la piedra el rostro de La Poesía de Wagner, con su cabeza ligeramente inclinada. El escultor modeló la estatua obedeciendo a un ímpetu creativo y no sin arrebatadora vehemencia. Cuando la vio terminada, su punzón trazó sobre la piedra una dedicatoria muy propia de Wagner. ¡La dedicaba a todos los poetas malditos!

Callemos por unos minutos. Marie está recordando.

Ella y Wagner vivieron en aquel rincón del bosque sólo durante unos años, antes de la guerra. Fueron unos años felices. En verano, a primeras horas de la mañana, cuando en lontananza las liebres mordisqueaban los suculentos tréboles y desde los árboles caía un rocío semejante a una tibia lluvia perfumada, se ponían las botas altas y se iban a coger setas. Al volver, marchaban juntos a una aldea cercana, a hacer la compra. Regresaban con una hogaza de pan de cinco kilos, una leche espesa y una bola de mantequilla envuelta en hojas de repollo. El sol calentaba ya cuando Josef se ponía a trabajar. Había que ver con cuánta alegría se escupía en las manos y con cuánto regocijo daba los primeros golpes en la piedra que él mismo había picado en una cantera cercana. Sí, aquélla iba a ser La Poesía , una escultura sorprendentemente hermosa que tiene las sienes ceñidas con una corona de laurel. En la estatua lo monumental se alia a una pasión que tarda en ser correspondida. Estaba allí, tendida sobre el musgo, bajo el sol del mediodía y llena aún de polvo. Josef, feliz y contento con su obra, todo él sucio todavía, comenzaba a acariciar y a limpiar la estatua.

– ¡Usted mismo debe de conocer esta alegría, esa satisfacción, cuando un poema le ha salido y se levanta de la mesa!

A todo esto, un poco de la inevitable prosa: ¡en la cocina huele a rollos de seta! ¿Qué más se puede desear?

En la frondosa hierba, a pocos pasos de aquí, todavía pueden verse hoy los restos de los cimientos. Junto a ellos florecen los dientes de león, el único oro que ha quedado de aquellos tiempos.

Los recuerdos encienden en los ojos de la mujer de Wagner un brillo que sólo conocen ios ojos de las jóvenes que acaban de saborear la primera felicidad de su vida.

A veces también invitaban a Belén a sus amigos de Praga, a los escultores y pintores de Mainz, y se entablaban unas conversaciones animadas y alegres sobre arte, unas conversaciones que no terminaban nunca. Eran unos minutos sin los cuales aquella felicidad no habría sido completa.

En invierno, el matrimonio Wagner iba al bosque a buscar leña. En algunos troncos, Josef tallaba pequeños torsos, que no tuvieron tiempo de sacar cuando empezó la ocupación. Después de la guerra encontraron la cabaña saqueada y destruida. Sobre la puerta desfondada estaba escrita con lápiz una palabra soez en alemán. Ya no volvieron a construir la cabaña de nuevo y, con la pena en el corazón, dijeron adiós al hermoso idilio del Belén.

Wagner fue luego profesor de la Escuela de Artes Plásticas y empezó a trabajar en sus monumentos, el de Smetana y el de Vrchlicky, después de ganar los dos concursos. No obstante, todo se hacía cada vez más difícil, y poco a poco se iba acercando el final prematuro y lamentable de su vida.

A comienzos de marzo de 1976 llegaron a Horice algunos de los antiguos alumnos del profesor Wagner para conmemorar en su tierra natal, junto a su tumba, un setenta y cinco aniversario al que no había llegado. Traían varias decenas de cartas que habían escrito a Wagner sus alumnos y que pusieron en una caja de latón sobre cuya tapa estaba grasada un ala. Adjuntaron a las cartas las fotografías de sus nuevas obras. También están allí las fotografías de los que murieron durante aquellos veinte años. Ya son varios.

En las cartas recuerdan a su excepcional preceptor; de hecho, es un solo canto cantado a coro, un canto compuesto casi de las mismas palabras y de la misma melodía apasionada. Wagner quería a sus alumnos y ellos le querían a él. Así surgió una unión que no se puede olvidar en la vida. Todas las cartas hablan de respeto y de reconocimiento, todos sus autores expresan su sincera gratitud y hablan con amor de su legado. Se me permitió echar un vistazo a aquellas cartas. Las leí completamente absorto y me conmovieron hondamente.

«En aquella época de expectativas y de confianza (corría el año 1945) tuvimos la buena suerte de que nuestro profesor de la escuela fuese Josef Wagner, escultor cuya obra estaba armoniosamente complementada por su comportamiento humano, y la una y el otro nos formaban con su ejemplo», escribe Milos Chlupác en la nota preliminar.

«Me siento feliz de haber podido dar mis primeros pasos como escultor guiado por el profesor Wagner», empieza su carta otro de sus alumnos. Y esta idea, expresada con otras palabras, se repite en la mayor parte de los escritos.

La escultora Zorka Soukupova-Kofánova narra una escena hermosa, llena de elocuente calor humano.

Wagner no quería que sus auxiliares interviniesen en el trabajo de sus alumnos, a no ser en forma de consejo. Cuando la joven escultora estaba trabajando en la estatua de un hombre de pie, una pierna no acababa de salirle. El auxiliar Malejovsky se dio cuenta de su desesperación, le corrigió y le terminó la pierna. «Me tocó la pierna», dice la autora, divertida. El profesor vino a ver los trabajos. «Algo falla en esta pierna, no le ha salido.» La escultora que, como ella misma reconoce, a menudo habla sin pensar y lo cuenta todo, le soltó: «Me la hizo justamente el señor auxiliar Malejovsky.» El profesor se calló y sus ojos se humedecieron. ¿Qué habría hecho cualquier otro en su lugar? Reñir a la alumna y explicarse con el auxiliar. Pero el profesor se apartó y lo sufrió todo en soledad.

La escultora Eva Kmentova vivió en la escuela un minuto perentorio: cuando una vez estaba en el estudio viendo trabajar a Wagner, algo infinitamente significativo y esencial se le reveló para toda su vida. No, no sabe describir aquella escena con exactitud. Sólo sabe que fue una extraordinaria felicidad unida a cierta magnificencia que llenaron todo el espacio exterior y el de su alma. Jamás podrá olvidarlo. Está convencida de que su vida sería distinta, si no hubiera vivido aquel momento.

Confieso que no me cuesta creerle. He vivido algo semejante. No, no pretendo afirmar que comprenda el arte escultórico. Pero después de vivir cierto minuto en el estudio de Wagner, puedo decir ahora que sé de qué se trata.

Los alumnos depositaron sobre su sepulcro coronas y ramos de flores. La cinta de una de las coronas llevaba la inscripción: «Por el legado a la poesía.»

Estoy mirando los Torsos de Wagner. Son un Torso erguido sobre un pedrusco, un Torso volando y, quizá el más hermoso de todos, el Torso tumbado. Sin recurrir a efectos escultóricos baratos y atrayentes, sólo a fuerza de parcos aciertos del cincel sobre la madera o la piedra, el escultor despertó la materia muerta a la vida para que la perfección de su obra perdurase mucho tiempo. Estos torsos llaman mi atención. Entre su extensa obra amo y admiro las esculturas de las jóvenes, su Primavera, su Arte, su hermoso Lauro y, sobre todo, su Tierra, cuyo rostro y amable gesto han robado mi corazón. Me dan ganas de sentarme frente a aquella estatua y quedarme mirando largamente su oscuro esplendor, su ademán, su semblante inspirado. ¡Qué hermosa es la vida humana mientras pueden aparecer ante nuestros ojos esculturas semejantes!

Las maravillosas chicas de Artemisa, como las llama Peciírka, tienen el regazo tapado, pero así queda más descubierto el amor de sus rostros, sobre los cuales apenas está aflorando su joven belleza de mujer. Nos cautivan con su poesía. Pero es una poesía sin literatura. Una melodía apasionada que hace vibrar el peso de la piedra. La piedra nos convence con su profundo silencio. Es una poesía resplandeciente de sencillas resonancias de los utensilios y del arte del escultor. Como si antaño una suave mano de hombre hubiera trabajado la áspera piedra de su país natal para que de tarde en tarde un punzón afilado volviera a tejer un tierno velo sobre un rostro de mujer. El cincel y el martillo, esos dos trozos de pesado hierro, sobre la superficie de las estatuas pierden su peso y su gravidez, siguiendo tan sólo las delicadas líneas del ensueño del escultor.

Wagner amaba la música y la poesía y fue correspondido en su amor. Sus estatuas de las muchachas son más ligeras gracias a la canción de amor que escuchan los ojos humanos. Era un escultor que escribía poemas sobre la piedra, y un poeta que, en lugar de las rimas, pulía las estatuas.

La Poesía de Wagner se envió a la Exposición Universal de París de 1937. Fue galardonada con el Grand Prix, Cuando los escultores Maillol y Despiau se acercaron a su estatua, Maillol esbozó el gesto simbólico de quitarse el sombrero: «¡Este sí que es un escultor!»

En marzo, el día del setenta y cinco aniversario de Wagner, me dirigí al monumento a Jaroslav Vrchlicky en el jardín de Lobkovice, uno de sus últimos trabajos. Su tumba en Hofice quedaba demasiado lejos para mí. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, el aire era húmedo y perfumado. Los mirlos se apoderaban ya de los árboles para sus amoríos y sus cantos primaverales. Pero me pareció que las dos musas del monumento del poeta estaban llorosas.

Pero no, ¡no lo estaban! Era yo quien se sintió triste al recordar el enrevesado destino de aquel hombre magnífico que sólo se me había cruzado en la vida brevemente.

Le conocí bastante tiempo en Mainz, pero no trabé con él una amistad más estrecha hasta los días en que estaba restaurando estatuas aquí en Bfevnov, en el monasterio de los benedictinos de San Marcos.

Una tarde, después del trabajo, él estaba sentado con el pintor Tichy en el jardín del restaurante Loreta. Cuando yo pasaba bajo la arcada, Tichy me vio y me llamó. ¡Ay! Estábamos bien allí. Unos días antes habíamos ido, Frantisek Tichy y yo, a una sala de baile de Marjánka a ver actuar a un humilde prestidigitador, y ahora Tichy reprodujo con gran virtuosismo todos sus escamoteos y trucos, y Wagner se divirtió mucho. Aceptamos con placer acompañar a Tichy a su taberna predilecta, la de Hora en la calle de las Carmelitas. Pero allí cerraban pronto, y nos fuimos a otra taberna cercana, en la plaza Maltesa, donde se reunían los pintores. Saliendo de allí, cruzamos el puente Carlos y entramos en Binder, cerca del ayuntamiento de la Ciudad Vieja. El vino allí era bueno, pero había demasiada gente. Así que, al cabo de una hora, nos levantarnos y nos dirigimos a Réva, donde encontramos a Halas, solitario, que nos saludó efusivamente. Cuando, pasada la medianoche cerraron allí también, fuimos a la cercana calle Spálená. a Sup. Allí estaba sentado Olbracht, quien había perdido el último tren de Krec. ¡Y ya no sé nada de lo que pasó luego! Dicen que, por la mañana, Mane estaba bastante enfadada; pero su enojo no fue ni muy grande ni muy duradero.

Wagner me había invitado a visitarlo en su estudio de la escuela. Fui allá con gusto y alegría. No había quitado todavía la mano del tirador de la puerta, cuando él ya estaba abriendo una botella de tinto. No era un borracho. Le gustaba beber un poco durante una conversación. Aquel día trabamos una amistad que duró hasta la muerte. Por desgracia, fue breve. La muerte estaba ya detrás de la puerta. La gente buena y honesta hace amigos con facilidad y está alegre siempre que eso sea al menos un poco posible.

Miro la capa desabrochada de Jaroslav Vrchlicky y los recuerdos no me dejan levantarme del banco.

Cuando de niño acompañaba a mi madre a Olsan, a visitar las tumbas de los familiares, y me aburría junto a alguna tumba, mi madre me decía que rezase. Y yo hacía como que estaba rezando. Hoy me gustaría rezar de veras y sinceramente, pero no sé hacerlo. He olvidado las palabras. El breviario de mi madre, sobre cuyas tapas había una imagen de la Virgen María con el corazón atravesado por siete espadas, se lo llevó de casa mi hermana; y no tengo otro.

¡Si por lo menos tuviese aquellos misales de Miletín! Pero ni siquiera este devocionario se fabrica ahora en Miletín.

85. La porcelana de Meissen

Ocurrió en el año cincuenta. ¿O quizá más tarde? De veras, ya no puedo decirlo. Me estaba tratando en Marienbad y disfrutaba del hermoso paseo de septiembre hasta la columnata, donde, despreocupado, me tomaba una copa tras ocra de agua de Rudolf.

¿Despreocupado? No del todo. Las preocupaciones van detrás de nosotros hasta cuando creemos que somos felices. La orquesta terminaba de tocar El postillón de Lonjumeau, cuando decidí tomar un café y entré en Alexandria. Es una simpática pastelería situada justo debajo de la columnata. Y, mientras que en la columnata se intercambian miradas y sonrisas desde lejos, en Alexandria los ojos se miran de cerca e incluso por encima de una misma mesa.

Ya desde la puerta vi allí a Ivan Olbracht. Yo sabía que tenía una casa en la montaña, en alguna parte, detrás de Kladska, pero no lo había encontrado nunca en el balneario. Estaba sentado con un hombre vestido de verde al que yo no conocía. Comencé a buscar una mesa vacía, pero antes de que me sentara, Olbracht me llamó. Desde que se separó de Helena Malífova y desde que ella murió, su trato era todo menos caluroso. Y no sólo conmigo. Su acompañante se iba. Era un ingeniero forestal que había traído a Olbracht y le prometía que le devolvería a casa.

Llevábamos mucho tiempo sin vernos, y Olbracht me preguntó sobre eso y aquello. Había oído hablar de mi enfermedad. Cuando yo me interesé por sus cosas, y le pregunté si se estaba tratando en Marienbad, sólo movió la mano con indiferencia. Luego, mientras charlábamos, en la mesa de al lado, junto a Olbracht se sentó una mujer joven, de una belleza llamativa y nada checa. Tenía el pelo negro y sus expresivos ojos eran también oscuros. Hacía tiempo que yo había visto a mujeres como ella en la antigua Rusia de los Cárpatos, a veces en Uzgorod, pero más aún en Mukachov. Me recordó a la protagonista de un hermoso y conocido relato de Olbracht. Me incliné hacia él. Hana Karadzicova ha venido aquí, ¡mírala! Y Olbracht volvió la cabeza con discreción.

– ¿Qué dices? -replicó Olbracht-. ¡Esos ojos no tienen el menor parecido con los de Hana Karadzicova!

¡Los ojos de Hana Karadzicova!

Y me citó, o más bien, simplemente canturreó, las primeras palabras de su relato:

– Eran los ojos más hermosos de toda Polana. Tenían una forma peculiar, almendrada. Eran negros, oscuros, extraordinariamente grandes, y cuando uno miraba en ellos, la cabeza le daba vueltas. Estaban rodeados de largas pestañas que atenuaban una dulzura y un brillo que, sin ellas, un corazón de hombre soportaría difícilmente.

Sí, es así, más o menos, como empieza el relato. Luego durante unos minutos estuvimos recordando algunos lugares maravillosos de los montes Cárpatos en Rusia, Polana y los hermosos campos bajo Menchul, los tarritos de crema de leche de la vaquería situada en lo alto de la colina que podían compararse con la crema de leche alpina. Olbracht había vivido mucho tiempo en aquella tierra y regresó a casa con Suhaj y Golet del valle. Suhaj me arrebató y el relato sobre Hana de Golet me dejó hechizado para siempre. Fui el primero que leyó la novela sobre la proletaria rusa Hana; y la entregué a la imprenta con cierta indecisión, cuando estaba redactando con Neumann Reflector.

Era uno de esos hermosos días de septiembre bastante frecuentes en Marienbad. Y aunque Olbracht se quejaba del corazón desde hacía algún tiempo, en aquellos minutos se sentía bien, estaba de buen humor y se enfrascó en joviales recuerdos de su estancia entre los judíos de los Cárpatos. Los había conocido bien, a ellos y su humilde vida, sus costumbres religiosas y sus misteriosos ritos fuertemente influidos por los rabinos polacos. Estos, por aquellos tiempos, eran famosos y populares. Le pregunté a Olbracht sobre los secretos del Talmud y sobre las actividades de los rabinos milagreros. Uno de ellos había estado hacía poco en Marienbad.

– Te voy a contar algo -me dijo Olbracht, en vez de contestar a mi pregunta-. Pero debes prometerme que no vas a escribir ni a hablar de ello en ninguna parte. -Se lo prometí, pero no cumplo mi promesa. ¡Fue hace tanto tiempo! Sonrió y empezó a contar.

– Hace una semana mi mujer vino a verme a mi casa de montaña. Venía para marcharse en seguida. Había estado en Karlovy Vary y al día siguiente regresaba a Praga. Cuando el coche se detuvo, sacó de él, con mucho cuidado, un paquete grande, pero que, al parecer, no pesaba mucho. Me dijo que era porcelana antigua. Yo no había coleccionado nada jamás en mi vida, pero mi mujer es una gran enamorada de las antiguallas. Compró aquel servicio de café de Meissen en el Campo Viejo de Karlovy Vary.

»Tengo que confesar que de porcelana no entiendo gran cosa. En nuestra casa de Semily, mi madre guardaba en un aparador unas jarras y teteras en las que, según decía, había bebido Neruda; pero nosotros no las usábamos para no romperlas, decía ella. Mamá les quitaba cuidadosamente el polvo con mucha frecuencia.

»Slávinka desenvolvió un poco el paquete y sacó, para enseñármela, una taza blanca. Cuando iba a ponerla de nuevo junto con las demás, le pedí que me dejase al menos aquella taza. Compartía la casa con un cuartelillo de gendarmes, de vez en cuando alguno de ellos venía a verme y yo no tenía en qué ofrecerle un café.

»Slávinka me miró enojada. ¡No se figuraba que fuese tan bárbaro! Se trataba de una antigua porcelana de Meissen, de excepcional rareza en todo el mundo.

Estuve a punto de interrumpir por un momento a Olbracht. ¡La antigua porcelana de Meissen! Blanca como la nieve recién caída, tierna como el pañuelo de boda en la mano de una muchacha. Si das un golpecito con la uña contra la taza, lanza un tenue sollozo. Y en el fondo de cada taza, de cada platillo, hay una preciosa rosa diminuta. Dulcemente roja. ¡Semejante belleza para los bigotudos gendarmes del Bosque Imperial! Tuve ganas de entonar la hermosa canción de Goethe:

Rosa, rosa, pequeña rosa, rosa roja en la ladera.

Olbracht proseguía:

– Si no me la da, pues no me la da, está bien -me dije-, ¿qué importa? Mi mujer envolvió con cuidado la taza en las virutas de madera de nuevo y la devolvió a las demás. Al día siguiente se marchaba a Praga y con sumo cuidado metió el paquete de nuevo en el coche.

»Como sabes, en esta temporada los trenes van bastante llenos. Por eso cogió un billete de primera clase; pero el vagón estaba lleno también. Camino de la estación discutimos un poco más, ¡ya se sabe! Cuando se sentó, le di el paquete con la porcelana por la ventanilla. Al mismo tiempo, medio en broma, medio en serio, le eché una maldición. Una maldición de rabinos, antigua y terrible. ¿No me preguntabas sobre los misteriosos rabinos? Vi que la pobre de Slávinka se quedaba algo sobrecogida. Había palidecido, pero ya sonaba el silbido de la locomotora.

«Llegó a Praga sin novedad, sosteniendo el paquete sobre las rodillas. Pero la maldición no la dejaba tranquila.

Cuando el tren se detuvo junto al andén, esperó un poco, hasta que bajaran los demás pasajeros, llamó al mozo y le confió, con mucho cuidado, el raro trofeo cíe Karlovy Vary. Éste cogió el paquete, echó a andar con atención, pero justo entonces ie alcanzó la alborotada e impetuosa ola de los pasajeros de los vagones de atrás.

Estaba empezando el otoño, la gente volvía de las vacaciones, aquella buena tarde de domingo, y muchos regresaban de sus casas de campo. Uno de los viajeros, descuidado, tropezó con el mozo e hizo saltar el dichoso paquete de sus manos. Sobre los adoquines sonó el tintineo quejumbroso de la porcelana. Los demás, apresurados, no llegaron a apartarse y el paquete fue pisoteado por nuevos pasajeros que no tenían ni idea de lo que había ocurrido, sólo quedó el envoltorio bajo sus pies, y la obra de destrucción fue consumada.

Cuando, de vez en cuando, Olbracht se quejaba de su corazón, sus amigos le consolaban diciendo que iba a vivir mucho tiempo. ¡Había salido a su padre! Se suele decir eso. El anciano caballero tenía ochenta años cuando murió apaciblemente. Pero Olbracht movía la cabeza negativamente. «¿Qué dices?» En efecto, murió antes de cumplir los setenta. Habían pasado cinco lustros cuando me enteré de las circunstancias de su muerte.

Yo estaba enfermo, me encontraba en la clínica de Vinohrady, cuando vino a verme Karel Novy. No vivía lejos. Y charlamos. Ya se sabe, de qué íbamos a hablar, de las enfermedades. De los amigos y de los compañeros que ya habían muerto.

Novy me miró extrañado:

– ¿No sabes cómo murió Ivan Olbracht? -Y continuó:

»Ño conoces al doctor Racenberg. Durante algún tiempo estuvo trabajando en esta clínica. Luego fue director de un hospital del occidente. Una tía suya trabajaba en el Balneario Estatal de Smíchov donde estaba ingresado Olbracht. Cuidaba de Olbracht, junto con la mujer de Ivan. Una vez, Slávinka salió para hacer una llamada y, cuando desde el lecho del enfermo llegó un lamento, la enfermera acudió a toda prisa y comenzó a arreglar la almohada bajo su cabeza. Se inclinó hacia él y el enfermo le susurró:

»"¡Esos ojos!" Miró su rostro con fijeza: "¡No sé de dónde conozco yo esos ojos! ¿De dónde? Áy, Dios, ¡Hanele! Si son los ojos de Hana…" Su cabeza cayó de nuevo sobre la almohada y unos instantes después expiró.

86. DESDE LA TUMBA DE MACHA

Por lo general, septiembre suele ser un mes bonito, a menudo más hermoso que el frío mayo. El otoño se va acercando por su pasarela dorada y el racimo de uvas se tiende cómodamente sobre su hoja, que tan bien conocemos por el regazo de Eva.

El aire se llena de una lánguida angustia.

En septiembre de 1936 estuve, junto con Hora y Halas, en Litoméfice. Habíamos ido para asistir a la inauguración del monumento a Macha. Pasamos a ver a los Sustrmandel y permanecimos unos instantes pensativos frente a la tumba de Macha. Al regresar del cementerio encontramos al profesor Albert Prazák. Nos dirigimos a Zernoseky, donde queríamos tomar un vaso de vino del país. Él fue con nosotros.

En Zernoseky no tardamos en dar con una pequeña taberna. Pero no entramos. Junto a la taberna había una simpática glorieta oculta casi por completo entre las vides. Los racimos que no habían madurado aún -los viñadores les llaman agraz- colgaban de sus paredes y entre los racimos y las hojas se veía la campiña, ancha y despejada, que llegaba hasta Praga. Aunque, claro está, la vista no alcanzaba tan lejos. Estábamos bien allí, aun cuando la atmósfera de aquella tierra se notaba ya cargada de la rabia de Hitler. La taberna era alemana.

Al mirar los racimos resultaba difícil no hojear en el alma el Antiguo Testamento y no evocar los famosos versículos amorosos del Cantar de Salomón. Yo tenía treinta y cinco años, estaba enamorado y adonde quiera que dirigiese la mirada, en todas partes mis ojos topaban con los racimos apetitosos y dulces.

¡Dios, cuánta belleza había allí! ¡Y la sigue habiendo todavía!

Contemplábamos el hermoso paisaje que se abría en lontananza y charlábamos de Macha y de sus estrambóticos viajes de Litoméfice a Praga. Al anochecer, cuando Macha terminaba su trabajo en la oficina, dejaba la pluma, cogía sus cosas y se marchaba a Praga andando. Aunque ya era de noche al llegar a Praga, iba a ver a Lora y, como era terriblemente celoso, en lugar de besar y abrazar a su amante, le dirigía aquellas palabras violentas. Lástima que no pueda aquí repetir lo que en aquella ocasión dijo Hora. No, ¡no puedo! Luego el poeta se levantaba y, enfurecido, emprendía su viaje de vuelta. Por la mañana estaba de nuevo trabajando en la notaría.

El anciano caballero sonreía. Una visión nueva y verídica de los historiadores de la literatura sobre el poeta del Mayo, formulada por Hora, le resultaba algo drástica y chocante, aun cuando de veras sabía mucho de su vida. Pero no le agradaba.

¡Vaya por Dios! ¡Digo anciano caballero, cuando sólo tenía entonces cincuenta y seis años! Yo ya tengo ahora veinte más de los que tenía entonces, pero cuando alguien se refiere a mí como a un anciano caballero, no es que me enfade, pues tan tonto no soy, pero lo cierto es que no me siento aún lo suficientemente viejo como para que me llamen de este modo. ¿Qué es eso de anciano? ¿A qué viene tanto honor?

Volvimos a Praga solos en un pequeño compartimento del vagón. Como hacía unos minutos escasos que estábamos pisando el polvo de los últimos caminos del poeta, durante nuestro regreso a casa no abandonamos el mundo de la poesía. El profesor Prazák empezó a hablar de Vrchlicky, al que había conocido bien. Hablaba de corazón, con todo su afecto. La sonrisa que a veces suavizaba sus palabras, sólo se la dirigía a sí mismo. Amaba a Vrchlicky abnegadamente y le tenía respeto. Estuvo hablando durante todo el viaje. Cuando se callaba, le pedíamos que continuase. Hablaba con pasión, y nos contó muchas cosas de las que sabíamos poco y tan sólo sospechábamos. Y él sabía mucho de lo que ignorábamos.

Contó la visita de Vrchlicky a su natal Chroustovice, donde su padre se encontró con el poeta en el jardín que cuidaba. Luego, su propio primer encuentro en Hradec Krá-love. Vio allí al poeta por primera vez, cuando Vrchlicky recitaba sus poemas en una velada. Y, finalmente, cómo le habló por primera vez, cuando de estudiante asistía a sus conferencias. Relató cómo Vrchlicky le pidió que escribiese el texto de Los tres mosqueteros, que él iría dictando mientras traducía. Fue así como conoció a su familia y fue testigo de sus alegrías y pesares. Era amigo de todos ellos, especialmente de la señora Vrchlická, y pudo observar con tristeza la penosa desunión de su familia. Habló efusivamente de aquellos dolorosos acontecimientos. Pese a todo su amor y su inconmensurable respeto por el poeta, criticaba a la señora Vrchlická, contra la cual se volvió con cierta frecuencia la opinión de los amigos y de la sociedad, cuando los lamentables episodios llegaron a ser del dominio público.

Jakub Seifert, un lejano familiar mío, según afirmaba Prazák, fue el culpable de aquella desunión. Una vez, cuando este actor, especialmente querido por el público de Praga, se vanagloriaba en el camerino del teatro de su triunfo amoroso, Eduard Vojan se le enfrentó, indignado y severo.

Luego, lo recuerdo vivamente, Prazák nos describió con una delicadeza excepcional el episodio amoroso entre Vrchlicky y la señora Bezdíckova. Esta atractiva dama que recordaba ciertamente a la protagonista de Bel ami de Maupassant, rechazó invariablemente el afecto de Vrchlicky. Obedecía a su confesor exactamente igual que lo hacía la parisiense señora Walter. Desde luego, el proceder del señor Duroy fue mucho más violento del que pudo y llegó a seguir Vrchlicky. Al final, la señora Vrchlická tomó cartas en el asunto. Con discreción y, al parecer, con una verdadera sutileza, emprendió la delicada tarea de situar a la señora Bezdíckova en favor del amor. Por lo demás, Las flores de Perdita, el libro de poemas dedicado a Bezdíckova, habla de aquello con suficiente claridad.

Prazák supo encontrar palabras apropiadas y, al mismo tiempo, expresivas y suaves, para contar todas aquellas aventuras. ¡Escucharle era un placer! En su relato no había ni sombra de lo que se hubiera podido esperar.

Cuando el tren se acercó a Praga y nos levantamos de nuestros asientos, hablé a Prazák de escribir aquellos recuerdos. No había duda de que Druzstevnípráce los publicaría con mucho gusto.

Prazák me lo prometió y no me lo prometió. Pero su insegura promesa me dio derecho a recordárselo una y otra vez. Ningún otro sería más indicado. Sería una verdadera pena si no era él quien lo escribía. De los que sabían algo de aquello, ya quedaban muy pocos. Pero él se disculpaba diciendo que no se atrevía a escribir sobre un tema tan íntimo y que tenía que pensarlo.

Durante los meses angustiosos, si no desesperantes, de la guerra, comenzó a escribir y terminó el libro. Como Karel Capek, que en los días de la primera guerra buscaba refugio en las traducciones de los poetas franceses, Prazák se volvió hacia el pasado, hacia aquel checo excepcional al que tanto había querido.

Al lado de Vrchlicky es un libro hermoso. Uno de los libros más cautivadores de Prazák y uno de los mejores que se han escrito sobre Vrchlicky.

Fue publicado por Druzstevnt práce en diciembre de 1945 y obtuvo un considerable éxito entre los lectores. Con entera modestia, me atribuyo un cierto mérito en la aparición de aquel libro.

¿Y si volviese una vez más a aquellos breves minutos pasados en la taberna de Zernoseky?

Una jovencita nada repugnante, con un mandil rojo y verde, no sólo nos sirvió el famoso lucio al aceite de anchoas, sino también un vino blanco excelente, o será mejor decir simplemente que exquisito.

El profesor Prazák se lo agradeció con una galante reverencia. La chica se sonrojó intensamente y se puso aún más guapa. ¡Ojalá no se convirtiera después en una nazi!

Mi amigo Frantisek Cebis decía del vino de Zernoseky que tenía el bouquet más delicioso de todos los vinos de nuestra tierra.

¡Y Cebis entendía de eso!

87. LA DANZA MACABRA DE SMICHOV

Los hombres saben manejar muchas cosas; bueno, digamos que todas. Dominan mecanismos complicados y se inclinan sobre un equipo cibernético con menos perplejidad que una mecanógrafa sobre su máquina de escribir. Pero cuando se acercan a una mujer, suele suceder que no entienden nada. Ya lo sé, me vais a decir que una mujer no es una máquina. Desde luego que no, pero ¡aun así! Hay hombres que calculan con esplendor las desviaciones que se producen en los trayectos de las estrellas invisibles e imperceptibles, pero no alcanzan a entender a las mujeres que se cruzan en sus propias rutas orbitales a diario. Aquello que es tan propio y singular en los actos y gestos de las mujeres, sencillamente se les escapa.

¡Lo mismo les ocurre a los escritores! Sobre las páginas de sus libros hablan convincentemente del alma de la mujer y saben interpretar su psicología; pero sus propios matrimonios fracasan penosamente por su culpa. Y se trata de escritores famosos y respetables. Los que pasean por los jardines de la filosofía, pueden pasarlo peor que nadie.

Como si el atractivo misterio de la mujer fuese realmente un misterio. ¿Acaso lo es de verdad?

Quiero contar la muerte de Karel Teige y, del modo menos apropiado, empiezo casi por el final. Hace falta que lo cuente todo desde el principio mismo. El propio difunto así lo desearía.

Cuando Teige y yo decidimos ver por primera vez París, él me persuadió para que me encargase un buen traje nuevo para el viaje. Para que representásemos bien a esta tierra, aunque nadie nos lo había pedido; pero también, para que representásemos hasta cierto punto a nuestro arte moderno, y eso lo deseábamos nosotros mismos. Para andar por Praga, nos vestíamos de cualquier manera.

Teige conocía a un sastre de la Avenida Nacional, al señor Turek, que tenía su taller encima del antiguo café Unionka. No era un sastre cualquiera ni, mucho menos, barato. Yo tenía poco dinero y vacilé algo antes de que al final le dejara llevarme allí. El señor Turek nos escogió una tela inglesa gris que él llamaba «sal y pimienta» y en seguida tuvo los trajes hechos. Catorce días más tarde ya paseábamos con ellos puestos y con unos sombreros «cariñosamente ladeados» como decía Milena Jesenská, una comentarista de modas de entonces, por los bulevares.

La Torre Eiffel, que antes habíamos invocado con tanta devoción, nos contemplaba indiferente.

París es hermoso, incluso cuando llueve. Sin hablar ya de cuando hace buen tiempo. Era un perfumado día estival y teníamos una cita con el pintor Sima. Estábamos buscando el 14 rué Ségnier, cuando, delante de nosotros, bajó de un coche una bella joven. ¡Y, por supuesto, elegante! Parecía haber salido de una novela de Colette. El velo no ocultaba sus ojos y en su muñeca tintineaba una reluciente pulsera de oro. Revoloteó junto a nosotros envuelta en nubes de perfume y nosotros, hechizados, nos detuvimos y nos miramos.

– Siento no tener tiempo -dijo de repente Teige-. ¡Ya me ocuparía de ella!

Me quedé bastante sorprendido, pero Teige lo había dicho con tanta firmeza que me callé. Por lo demás, no hablábamos nunca de esas cosas.

Ahora, cincuenta años más tarde, reconozco que mi extrañeza fue gratuita. ¡Teige tenía razón! Un hombre es un hombre, y siempre ha de apuntar por encima de sus posibilidades. Además, sólo así es como surgen los amores desgraciados, maravillosos y apasionantes, esos que los lectores leen con tanto gusto.

¡Adiós, París! ¡Ya no volverás nunca a ser tan bello!

Cuando regresamos a Praga, teníamos veinticinco años y las ojos llenos de inspiración. ¡Y de deseos! Es una lástima que entonces casi no nos diéramos cuenta de la presencia de nuestra felicidad. Qué pena que uno se entere de ello sólo cuando ya ha pasado.

Devetsil había crecido y seguían llegando nuevos miembros. Por eso fue mayor nuestra extrañeza cuando Teige comenzó a faltar a las reuniones del Slávie. Sólo acudía de tarde en tarde y nunca sabíamos dónde encontrarlo. Ya no nos llamaba por la noche a los bares donde los saxofones nos invitaban al baile con tanta persuasión y las danzantes nos tendían sus brazos.

Toyen -a la que llamábamos todavía Manka- le dijo a Teige directamente:

– Te ha dado fuerte, ¿eh?

Y Teige, bastante atónito, asintió. Desde joven, Teige había predicado el derecho al amor libre. El matrimonio era un prejuicio burgués.

Por aquellas fechas vimos cierto día en la calle a Nezval, que llevaba una tabla de planchar a su casa. Al parecer, no le habían dejado subir al tranvía. La sostenía como una guitarra y tenía un aspecto bastante cómico. Toyen se echó a reír y Teige se puso exageradamente irónico. Nezval, todo rojo, estaba desesperado.

Luego la vida se fue arrastrando y corriendo, tronando y enmudeciendo. Cada día nos moríamos un poco, como aconsejaba Tristan Tzara, pero nadie pensaba en el tiempo. Publicábamos un libro tras otro y ya teníamos los bolsillos llenos de versos. Queríamos «aterrar a los burgueses»; pero, por lo que parecía, los aterrábamos muy apaciblemente. No nos tenían miedo alguno.

En 1929 puse mi firma bajo un manifiesto de siete escritores. Yo era el más joven de los siete. Mi amigo Teige, Nezval, Halas, Pisa y otros autores publicaron un antimanifiesto y yo, por iniciativa de Julius Fucík, fui excluido de Devetsil.

Pero no me dolió mucho. Devetsil iba terminando poco a poco su misión creativa en la vida cultural checa y el final de su historia, hermosa y rica, estaba ya próximo.

Sus miembros empezaban a prescindir de la joven agrupación que les había ayudado en su trabajo. Varios de los objetivos de la generación de vanguardia estaban superados y todos nosotros estábamos ya lo suficientemente preparados para decidirnos a elegir cada cual el propio camino sin sentirse atado por las reglas de juego compartidas que habíamos inventado para Devétsil y que Teige observaba escrupulosamente.

Luego, directa o indirectamente, nuestras damas empezaron a atentar contra la regularidad de las reuniones y, cuanto más pasaba el tiempo, más sillas quedaban vacías alrededor de la mesa.

Pero eso lo sabéis muy bien. Las mujeres, si se lo proponen, consiguen desordenar imperios enteros. Y mucho más fácilmente, una agrupación artística. Pero no fueron las mujeres las que desmoronaron la hermosa amistad de una asociación joven. ¡No fueron las mujeres!

Nezval cuenta en sus memorias cómo cada tarde, al despedirme de mi novia, me apresuraba a llegar al lugar en donde pensaba encontrar a mis amigos. Sí, tenía razón; era así. Pero al que yo buscaba en especial era a Teige, al que siempre tenía que contarle algo. Era un consejero y un amigo incansable y eficiente.

Lo que más me afectó de la separación fue mi amistad truncada con Teige. Nos encontrábamos cada vez más raramente, aunque al principio los dos nos habíamos propuesto evitarlo. Pero más tarde, cuando Nezval y Teige trajeron de París el surrealismo, empecé a verlos menos. Ellos habían entablado nuevas amistades con los artistas franceses, y Nezval, con toda su violenta robustez, se arrojó en la corriente de la nueva tendencia. Luego Teige, además del surrealismo, concentró su interés en la arquitectura moderna.

Así que empecé a faltar a las reuniones de Slávie. Asistía con mayor frecuencia a Réva, en la calle Vorsilska, adonde iba principalmente en busca de Hora y de Halas. También iban allí Mathesius y, a veces, Holán. Y muy de tarde en tarde, Josef Palivec. Y con el tiempo, Devétsil se convirtió para mí en un recuerdo querido, pero algo amargo y alejado en el pasado.

Vivo bastante cerca del hospital de Motol. Cada año, antes de la llegada del invierno, sobre el hospital se reúnen los cuervos y sus gritos disonantes perturban el silencio. Y aquí, en este lugar de mi libro, en el minuto en que su canto me llega como una recordación del tiempo que ya se me va escapando, quisiera dar las gracias a mi amigo muerto. ¡Mientras me quede aún algo de tiempo! ¡Antes de que sea tarde!

No fue poco lo que me dio, además de su hermosa amistad. Fue más de lo que yo, con mi joven osadía, admitía antes.

Poco a poco, él iba abriéndome el mundo del arte moderno, que yo desconocía y que, dado mi escaso dominio de los idiomas, no podía conocer. Me gustaba la poesía, pero Teige me enseñó a amar igualmente el arte plástico. Me enseñó a mirar las pinturas y esculturas modernas. Me enseñó a tratar el mundo del arte con el necesario cuidado. No es arte todo lo que se llama así, todo lo que se nos ofrece como tal y lo que un día nos fue impuesto.

Recuerdo cómo Teige, muy joven todavía entonces, iba con su amigo Vladimír Stulc, que escribía sobre música y que más tarde fue miembro de Devetsil, iba a los ensayos del Cuarteto Checo. Se trataba de una relación familiar, ya no recuerdo cuál. Teige amaba la música, pero estaba lejos de entenderla como un especialista. Después de uno de los ensayos expresó un reparo característico, diciendo que el primer violinista X. Hoffmann no tocaba su instrumento con la misma belleza con que pintaba Svabinsky. Cuando alguien en el periódico expuso un llamamiento gratuito para que se encontrase una palabra checa que sustituyera a la alemana kitsch (cursilería), Teige, sin dejarse desconcertar y con cierta brusquedad, propuso: R.U.R. Nosotros conocíamos bien a los hermanos Capek y sus Simas radiantes o El jardín de Krakonosy nos gustaba La pasión de Dios. También el nombre de Devetsil se lo debíamos a los Capek.

Tan sólo hubo una cosa en la que los esfuerzos de Teige fracasaron conmigo. Durante mucho tiempo, pero en balde, trató de convencerme para que aprendiese a bailar bailes modernos. Al final me propuso enseñármelos él mismo. Nezval tocaría el piano para acompañar las clases de baile.

Teige bailaba con placer, con un verdadero apasionamiento. En la biblioteca tenía clavada con una chincheta la portada de un viejo número de L'lllustration que llevaba un espléndido dibujo de Gavarni: representaba a una joven que, al volver de un baile, se había dormido, sin quitarse su traje de noche, apoyada en la mesa. Bajo el dibujo se leían las palabras de Cristo parafraseadas: «Mucho le será perdonado, pues mucho ha bailado.»

En los años treinta ya sólo veía a Teige raras veces y de forma más bien casual. Pero durante la guerra, cuando Druzstevní práce se propuso, en la medida de sus posibilidades, hacer más llevadera la vida de los escritores que no podían o no se atrevían a publicar, me encontraba con Teige con mayor frecuencia. Junto con Pavei Eisner, Teige fue uno de los que se guarecieron bajo su acogedor techo. Existía una especie de acuerdo que le permitía a Teige cobrar anticipos. Pero yo no estaba al corriente de aquel asunto.

Después de la guerra veía a Teige más a menudo. Iba a la librería de Otto Girgal. En la pequeña y angosta estancia de Ángel en Smíchov se reunía a veces mucha gente. Antes se podía ver allí a Josef Hora, que se detenía un momento cuando iba a casa de Kosifek. También acudía St. K. Neumann. Girgal le compraba a Teige, pagando con verdadera generosidad, libros antiguos y raros, pues al terminar la guerra las cosas seguían sin marcharle bien a Teige.

Con el entusiasmo de antes, que yo conocía tan bien por la primera época de Devétsil, Teige me hablaba de un grupo más reducido de amigos, pintores y poetas surrealistas, con el que se reunía. Entre ellos estaban Mikulás Medek y Vratislav Effenberger. Por aquel entonces estaba trabajando en un libro sobre la «fenomenología del arte moderno» que había venido proyectando desde la época de la guerra y que estaban esperando en Druzsttvníprdce.

Ya se quejaba entonces de una dolencia del estómago. Estaba tratando la enfermedad, pero los dolores no cesaban. No era ni el estómago, ni un cáncer. Era el corazón. Algo en lo que él no había pensado.

Teige murió el 1 de octubre de 1951. Era un melancólico día de otoño. El electrocardiograma había mentido. El médico que se lo tomó poco antes de que Teige muriese, no pudo, basándose en los datos del aparato, decir otra cosa que su corazón estaba funcionando con entera normalidad. No funcionaba así. Hacía mucho tiempo que había dejado de funcionar con normalidad. El corazón de Teige estaba tan desgastado que el médico que realizó la autopsia se negaba a creer que hubiera vivido con aquel corazón.

Era consecuencia de un trabajo intenso que, literalmente, apenas le dejaba dormir. Trabajaba las noches enteras. Pasadas las diez de la noche, se sentaba a la mesa de su casa y trabajaba hasta que despuntaba el día. El tiempo le apremiaba. Tenía miedo a no terminar el libro. Por aquellas fechas le acosaban sistemáticamente unas críticas desfavorables e injustas de la prensa de Praga. Puesto que estaba completamente indefenso, después de su muerte comenzaron a circular varios rumores suscitados por el silencio que súbitamente rodeó su final, su nombre y, como es obvio, sus libros.

André Bretón, en su monografía dedicada a la pintora Toyen, menciona como verídico uno de aquellos rumores, según el cual Karel Teige se envenenó en el momento en que fue detenido, y que su mujer se mató poco después arrojándose por la ventana. Es preciso aclarar que Teige no fue ni detenido ni interrogado.

Los acontecimientos, no menos dramáticos, sucedieron de otro modo.

Hay mujeres -y suelen ser mujeres bastante jóvenes, aunque a veces no lo son tanto- que, cuando les ocurre la desgracia de que muera su marido, regresan del entierro llorando. Siguen llorando durante varios días. Luego se enjugan las lágrimas, se empolvan la nariz y echan una mirada de curiosidad en torno suyo. No, no se lo reprocho. Son cosas de la vida. Estoy de parte de las mujeres.

El estupendo poeta francés Alfred de Vigny, cuyo matrimonio se estaba tambaleando, dijo que las mujeres son las destructoras del ardor. ¡No todas! A nuestro Petr Bezruc le gustaba citar este aforismo sobre las mujeres: la madre es la única mujer que ama al hombre desinteresadamente; y precisaba que lo decían los franceses, ¿y quién mejor que ellos para entender de mujeres? No obstante, esto no siempre es cierto.

No dejaré que nadie destruya el mito de la mujer con que los hombres venimos coronando su belleza desde siempre. Ni la vejez, ni la enfermedad, ni siquiera la desilusión, que es lo peor, privarán a mis ancianos ojos de esta hermosa visión de la mujer. Soy un feminista empedernido. Y defiendo a las mujeres, aunque hoy ya es innecesario. Se defienden perfectamente ellas solas.

Estas breves líneas sobre mujeres son una obertura. El telón se levanta y en el escenario aparecen el marido y la mujer. Alguien llama y entra otra mujer. No, por amor de Dios, no es el comienzo de una comedia sobre el matrimonio de las que hemos visto docenas en todos los teatros. Todo lo contrario: es el comienzo de un espectáculo único. La tragedia de un hombre y de dos corazones femeninos.

«Como sabe -me escribía el joven amigo de Teige, Vratislav Effenberger-, el romanticismo de Karel Teige le condujo al entusiasmo por el amor libre. Amaba a su mujer sinceramente. Pero en los comienzos de la guerra, cuando conoció a la señorita E., consiguió demostrarse a sí mismo y a las dos mujeres que su relación podía ser feliz y armoniosa.»

Yo conocía la nueva unión de Teige. Y conocía a su mujer desde su juventud. Era una mujer seria, atractiva, excepcional. A su amiga no la había conocido hasta aquel verano, en casa de Girgal. Tampoco era una mujer corriente, sino igualmente atractiva e interesante de verdad. Una vez, al encontrarnos, me invitó, cordial, a su Salamounka de Smíchov. No fue mucho antes de su muerte. Cuánto lamento no haber aceptado entonces su invitación. Después ya fue demasiado tarde.

Nunca tuve dudas respecto a la seriedad de su relación con las dos mujeres. Él no quería, ni podía, ser protagonista de un vulgar triángulo matrimonial. Pero me extraña que aquel hombre, extraordinariamente brillante e inteligente, fuese capaz de suponer que iba a establecer entre las dos mujeres una relación apacible y armoniosa. Cómo podía ignorar que, cuando se trataba de un amor verdadero, algo semejante era imposible entre las dos mujeres. El mismo tal vez podía amar a las dos sinceramente; pero una mujer, si quiere a alguien, no sabe compartir el amor. Aquello pesaba sobre él como una enorme losa y le producía una tensión permanente. Y no añadía fuerzas a su corazón ajado y débil. A lo que parece, estaban sufriendo los tres.

Teige trabajaba cada noche en su casa. No se acostaba hasta el amanecer y dormía hasta el mediodía. Por la tarde, iba a ver a su amiga. Esta vivía cerca de la plaza de Arbes de Smíchov. Allí comía y por la tarde la señorita E. le ayudaba a hacer las fichas para su libro. Así pasaba los días y transcurrieron tres años: desde 1949 a octubre de 1951.

Aquel fatídico día de octubre, como Teige tardaba en llegar, la señorita E. decidió salir a su encuentro. Le estuvo esperando en vano. Se habían cruzado por el camino. Cuando regresaba, vio a Teige en la plaza de Arbes. Se apoyaba en un pilar de hierro fundido y la estaba llamando. Un espasmo de dolor retorcía su rostro. Era ya un rostro marcado por la muerte. A duras penas pudo acompañarlo hasta su piso. El caminar agravó más aún su sufrimiento. Una vez dentro del piso, se sentó; estaba cansado y se sentía mal. Ella se apresuró a llamar al médico. Tardó algún tiempo en dar con él. Cuando volvió, Teige estaba muerto.

Sin reflexionar, decidió que también ella debía morir. Pero antes tenía que comunicar su muerte a la mujer de Teige. Escribió una nota: «Karel ha dejado de existir. Ha muerto esta tarde.» Envió la nota a Salamounka con un taxista.

Su mujer, en cuanto leyó la nota, quemó toda la correspondencia de Teige. Que no era poca. Aunque veía a las dos mujeres cada día, les escribía cartas a las dos casi a diario. Después de cumplir con aquel rito sombrío, se asfixió con el gas.

La señorita E. vivió sólo unos días más. Empleó aquel tiempo para poner en orden los manuscritos que Teige guardaba en su casa y para entregárselos a sus amigos. Después de lo cual, hizo lo mismo que la mujer de Teige: abrió la espita del gas.

Su muerte dio fin a aquel horripilante baile de la muerte del que el público no llegó a enterarse «gracias» a las medidas que fueron tomadas a la muerte de Teige.

¡Al lado de qué hermoso y excepcional hombre y artista habíamos vivido! ¡Cuánta fuerza irradiaba su rica personalidad!

Durante el funeral de Teige, la sala de actos estaba casi vacía. Sólo había allí unos jóvenes, amigos suyos, que yo entonces no conocía aún.

De los amigos y compañeros de nuestra generación -fue la generación de Teige y en absoluto la de Wolker, como se acostumbra a llamarla- no acudió nadie. Sólo el fiel pintor Muzika y yo estuvimos allí, detrás de las sillas vacías.

88. En el andén de Kralupy

Ocurrió ya al final mismo de la maldita guerra. En la segunda mitad de marzo del cuarenta y cinco, una de mis parientes llamó con premura a la puerta de nuestra casa. Era una mujer mayor. Antes había vivido en Kralupy, pero desde que se mudó, sólo viajaba a Kralupy de vez en cuando para ir al cementerio. Vivía en Praga, cerca de nosotros. En el cementerio de Kralupy presenció los instantes del rabioso bombardeo de la ciudad un aciago día de marzo.

Vino a vernos en seguida, al día siguiente, toda aterrada todavía. Las bombas que cayeron sobre la ciudad la sorprendieron en medio del cementerio. El cementerio situado sobre la ciudad, al lado de una vieja refinería de petróleo, Petrolejky, como la llamaban allí y que nunca fue conocida bajo otro nombre.

La anciana señora se echó entre dos tumbas y apretó su rostro contra una de ellas. Presa de un tremendo espanto, empezó a rezar a los muertos que estaban en la tierra, debajo de ella, y a los cuales había conocido tan bien.

El aire estaba ya primaveralmente húmedo y el barro, despertado, empezaba a oler. No sólo lo tenía en el cabello, sino también en la boca: le rechinaba entre los dientes. ¡Qué cerca del barro está el hombre!

Sin orden, pero no por eso con menos pintoresquismo, nos relató el transcurso del bombardeo. Le parecía que las bombas estaban cayendo al lado de ella, sobre el mismo cementerio. Las tumbas se estremecían como si estuvieran vivas. Y junto a ellas, los monumentos. ¡Qué espectáculo más sobrecogedor, un sepulcro vivo que se mueve! No se levantó ni siquiera cuando dieron la señal del final del ataque. Estuvo allí tumbada como muerta, un largo rato. Desde su refugio entre las tumbas no podía ver casi nada de lo que pasaba abajo, en la ciudad. Lo único que veía eran los torbellinos de aire y las nubes de polvo que se levantaban sobre las casas ennegrecidas como siniestras alas negras, mientras los muros se derrumbaban sobre sus cimientos. Después de cada detonación, el resoplido de una onda expansiva arremetía violentamente contra el cementerio, haciendo crepitar las flores de papel sobre las coronas del año pasado. Cuando el silencio se prolongaba ya bastante tiempo, se enderezó poco a poco y con paso inseguro salió del cementerio. Desde el camino que une el cementerio con la ciudad tampoco podía ver qué ocurría en las calles. El camino pasa junto al viejo matadero, al que se baja desde la carretera por unos escalones. Por allí se podía atajar el camino hasta la ciudad, ahorrando unos minutos. Cuando se pasaba junto al matadero en verano, zumbaban allí enjambres metálicos de moscas verdes y negras que aterrizaban sobre los charcos de sangre o sobre las palanganas con menudillos puestos a remojo.

A unos pasos del matadero había una casita rústica que le pertenecía y que se encontraba semioculta en un huerto. Desde mi primera infancia, aquel huerto me atraía desmesuradamente. Hasta su triste final. Pasábamos a su lado y siempre nos deteníamos delante de él, al menos por un minuto, en primavera y en verano. Mirábamos con curiosidad su frondosa vegetación y su desvencijada empalizada, que bajaba al camino envuelta en un verde silencio. Por las rendijas que había entre las tablas se escapaban los densos aromas de la melaza y de la hierbabuena, cuyo perfume ocultaba también el olor a sangre humana que percibíamos cuando aplastábamos entre los dedos una hoja fresca. Al parecer, el huerto se abonaba con desechos podridos del matadero. Todo allí crecía con una rara pujanza, sin orden ni concierto, tupidamente. El huerto, trazado por lo visto otrora en el esmerado estilo de nuestras abuelas, y tatarabuelas, tenía un aspecto más bien inusual. Yo conocía otros que eran mucho más bonitos. Pero en aquél crecían muchas flores que me gustaban Y que me siguen gustando todavía. Eran flores antiguas que han pasado de moda hace tiempo. Aún me gusta el frágil cornejo de primavera. Había varios arbustos de cornejo. Sus corazoncitos rosados, con una llamita blanca, que trepan por la rama pasando de los más diminutos a los más grandes, son tan delicados y tiernos que dan ganas de llorar. Cualquiera que se quede mirándolos con gusto, tiene que pensar en algo agradable. Esta flor de los jardines antiguos me gusta de verdad, y ya me gustaba aun antes de leer el cordial elogio que Capek le dirigió en un artículo suyo. Sería imperdonable por mi parte si olvidase la modesta reseda verde, que nunca falta en el perfume dominical de las chicas de provincia. También los claveles eran hermosos. Sus flores olían apenas, pero parecían ramilletes de lágrimas atadas con un hilo de algodón. A la llegada del verano, el huerto se llenaba con las flores de las maravillosas pastinacas y a su lado exhalaban su olor las oscuras violetas pardas. Su aterciopelado aroma era embriagador. Detrás de ellas, como acechando, estaban unos rosales bajos. Eran muchos y sus capullos resplandecían desde lejos. Más allá había un banquillo cubierto de pálido liquen verde. Pero nadie se sentaba nunca en él.

¡Cuánta belleza había allí! Antiguamente, las chicas bordaban flores semejantes sobre sus ajuares de boda. Y perfumaban con aquellas flores secas sus armarios roperos.

Cuando aquella pariente mía corrió por la escalera hacia la casita, de sus muros medio derruidos estaban sacando a una mujer muerta. Un proyectil había destruido una parte de la casa, cuando dentro había gente que se había guarecido allí ocasionalmente. Alrededor de la casita, el huerto estaba casi todo revuelto por las tejas y los trozos de ladrillos.

Cuando la mujer vio a la muerta, salió de allí corriendo. La muerta era una amiga nuestra. Pero mi pariente huía del terror a otros. Las calles de Kralupy ofrecían un espectáculo espeluznante. Las víctimas eran muchas. También eran muchas las casas destruidas. Dos terceras partes de los tejados se habían desplomado total o parcialmente. Según las estadísticas europeas oficiales, Kralupy se encontraba entre las diez ciudades más afectadas de esta parte del mundo. Después de Guernica, Coventry, Varsovia y Nuremberg.

Toda la ciudad estaba cubierta por una densa capa de polvo gris. Adondequiera que fuera un transeúnte, dejaba detrás sus huellas.

Sólo la factoría, que parecía estar especialmente indicada para quedar destruida, había permanecido indemne. Sus enormes depósitos de petróleo y de nafta, oscuros y feos, parecían mirar con una sonrisa a la ciudad en minas. También el cementerio quedó intacto. Es más bien grotesco, pero a los muertos no ocultos en sus poco profundos refugios no les pasó absolutamente nada.

Después de la penosa visita de la portadora de malas noticias, adopté la decisión de ir a ver en seguida la desgraciada ciudad donde en mi juventud pasaba cada año unas semanas felices que, aunque no tenían ningún atractivo especial, se habían quedado para siempre en mi corazón. Pero la guerra se iba acabando rápidamente y los frentes se acercaban. Se esperaba que los alemanes diesen un rabioso portazo en nuestras tierras y se sabía que no tardarían en marcharse de aquí, así que aplacé mi viaje por tiempo indefinido.

Fui a Kralupy, como cada año, en víspera de las fiestas navideñas. Es una época deliciosa, sobre todo cuando el invierno se ha dejado notar ya un poco, y está nevando, y la luz de los escaparates resplandece en medio de la nevisca. En aquella época me gustaba estar cerca de los muertos. Allí están todos los que antes estuvieron próximos a mí y a quienes yo quería de verdad. Están todos juntos, y se me antoja que me están mirando con sus ojos vacíos, y yo les sonrío. ¿Cómo estáis, queridos? ¡Ya sé que es una tontería! Hace mucho que están muertos, pero todavía pueden despertar muchos recuerdos maravillosos y agradables. Sobre todo, en los días navideños.

A veces se me ocurre pensar en la fuerza que posee el pasado, sobre todo el reciente o no demasiado lejano. Nos absorbe, nos arrastra hacia él, hacia esa profundidad cercana del tiempo que, con demasiada frecuencia, se nos presenta como más hermosa y más festiva. Aun cuando no sea verdad. En balde imploramos y suplicamos en nuestro interior su reaparición en el presente, en balde repasamos los errores, los fallos y las vilezas patentes del día de ayer. El presente se nos antoja demasiado vulgar, escueto, indeseable y evidente. Nos gusta sentarnos alrededor de la mesa en que se sentaban nuestros padres y abuelos, nos gusta beber en las viejas tazas y copas, con las que ellos habían bebido, y miramos con curiosidad por las ventanas por las que ellos también habían mirado, y quisiéramos descubrir en ellas el movimiento de sus abrigos o el ondular de unos antiguos vestidos floreados. Como si pudiéramos entrever en ello algo de nuestra felicidad pasada. A menudo recuerdo los macizos vasos aristados para el té. Eran cómodos para beber y se podía calentar sobre ellos los dedos entumecidos de frío. Y en este instante me pregunto si somos nosotros los que volvemos a nuestros muertos, o si son ellos quienes vienen a visitarnos. Hace mucho que no veo aquellos vasos de té.

Cuando llegué a Kralupy por Navidad, llamé a la familiar puerta y la puerta se abrió y me envolvió en un aroma conocido. Sobre una bandeja del horno había ocho hermosos panes navideños. Cada uno idéntico al otro, todos perfectamente iguales. Todos dorados y cubiertos con un velo de azúcar de lustre incrustado con las piedras preciosas de unas almendras trituradas. Eran para las tres hijas que estaban en Praga. La cuarta se había quedado en casa, estaba enferma y no se casó nunca. Pero mandaba sobre toda la familia, con una cariñosa adustez. Sobre mí también. Me inspiraba un auténtico temor. Yo tenía, y sigo teniendo todavía, una letra infame, y durante todas las vacaciones me obligaba a escribir vanas páginas dianas en un cuaderno, para quebrar la mano, como se decía entonces. En aquella época, una letra bonita no era nada despreciable. Las máquinas de escribir no existían aún, todo se escribía a mano y para un empleo de oficina se admitía sólo a aquellos que tenían una letra bonita y elegante. Mis esfuerzos fueron infructuosos. No me salía. Mi tía estaba desesperada, y yo también.

Aquel histórico año cuarenta y cinco, en cuanto salí del edificio de la estación de Kralupy y di unos pasos por las calles, reconocí que la sombra de la catástrofe de marzo se cernía aún sobre la ciudad. Me pareció similar a un paciente gravemente herido al que las enfermeras están lavando y preparando para ir a la cama. En Praga, los escaparates estaban ya iluminados y las calles llenas de gente. Las de Kralupy estaban oscuras y casi desiertas. Nada recordaba en ninguna parte las entrañables fiestas. Como si el viento estuviera barriendo en los cruces, en lugar de la basura, el llanto, las lágrimas y los suspiros. Uno iba pisando recuerdos tristes y feos por todas partes. Al volver del cementerio, fui de unas ruinas a otras, de un descampado a otro, reconstruyendo en mi interior los edificios que allí habían estado. Conocía sus antiguas fachadas casi íntimamente y también había conocido a la mayor parte de la gente que los habitaba. Casi todas las ruinas estaban ya desescombradas; pero los descampados, vacíos y tétricos, daban pena. Fui a ver las tres casas en que habíamos vivido. No nos mudábamos de una a otra por variar, sino buscando un alquiler mas bajo. Los tres pisos eran espaciosos y, a su modo, bonitos. Sobre todo, claro está, me acuerdo del tercero, que estaba en el edificio de Correos. Allí vivimos más tiempo. La segunda casa, Jutersky, la encontré bastante desconchada. Pero no fueron las veloces bombas las que habían dejado su fachada tan desportillada, sino, paulatinamente, el paso del tiempo.

En aquella casa viví horas amargas. Una vez, a medianoche, en su patio estalló un incendio. Estaba ardiendo una industria de carnicería y salazón. Junto a ella había un cobertizo donde se guardaban toneles de gasolina. Al cabo de un rato llegaron los bomberos. Y resonaron sus gritos. No conseguían abrir la pesada puerta de roble. El miedo me asaltó. Me acordé de que aquella tarde, mientras daba vueltas por el patio, metí en el ojo de la cerradura un botón de hojalata de mi pantalón, pero no pude sacarlo y allí lo dejé. Al final, después de nuevos esfuerzos, lograron desfondar la puerta y así pudieron llegar hasta la casa y extender la manguera. El incendio fue apagado en seguida, pero ya en el último momento. El cobertizo empezaba a arder y las llamas hacían imposible sacar los toneles. Todo terminó bien, pero hasta el amanecer estuve sentado en la cama; me castañeteaban los dientes y el corazón me latía en las sienes.

Debo confesar que fue la primera vez que yo huí de Kralupy cobardemente. Sólo al pisar el andén, sentí un alivio. Como si de un solo salto me hubiera puesto a salvo de algo penoso y exasperante. No sabía cuándo iba a salir un tren para Praga. Todavía no había un horario de trenes exacto. Por añadidura, el tren de Podmokly llevaba un retraso de una hora. Caminé arriba y abajo por el andén, como antaño, cuando se desplazaba allí el paseo popular del atardecer. Los domingos se paseaba por la plaza, pero los días de la semana se hacía, de forma irregular, por el andén de Kralupy. Quizás porque en el andén siempre pasaba algo, la gente llegaba y se marchaba, las locomotoras silbaban y los trenes de mercancías hacían maniobras. Allí había más movimiento que en las quietas calles. Aquel andén recordaba la columnata de Marienbad. Pero era pobre y más triste. A veces había mucho humo; pero de tarde en tarde soplaba un vientecillo fresco que disipaba el humo y se notaba el olor del monte que había enfrente.

Cuando, de niño, bajaba en el andén de la estación de Kralupy, me echaba a llorar de alegría. Y al marchar, me caían unas lágrimas de tristeza.

Flotando desde alguna parte de las cercanías de Melmk, se reunían sobre Kralupy unos pesados nubarrones negros, cargados de nieve.

Había dado varias vueltas arriba y abajo, cuando de pronto una mujer desconocida me cortó el paso. Me obligó a detenerme con una sola sonrisa.

– ¿Ya no se acuerda de mí?. -La miré en la cara, todavía apreciablemente bella, pero ya marcada por el sufrimiento y por los años, y se me escapó súbitamente:

– ¡Elsicka!

Con una gran alegría me tendió las dos manos:

– Es estupendo que aún me haya reconocido. Ya ni mis amigos saben quién soy. Yo le conocí en seguida. Quizás no he envejecido tanto todavía.

¡Elsa, Elsicka! En Kralupy, antes de la guerra, había muchas familias judías, sobre todo entre los comerciantes, y Elsa pertenecía a una de ellas.

– Imagínese que de toda mi familia de Kralupy sólo me he salvado yo. Ahora estoy aquí, esperando a mi hermana de Canadá, que me ha invitado a su casa. ¡Voy a ir! Aquí todo me atormenta. Aquí me desespero.

Elsa había sido una de las chicas más guapas de Kralupy. La conocía desde que era una niña, pero casi sólo de vista. Le había hablado dos o tres veces, pero siempre unas palabras ocasionales y dichas de pasada. Y cada vez se ruborizaba de vergüenza. Vivía cerca de nosotros y me gustaba. La saludaba con timidez y ella me devolvía el saludo sonriente. Eso era todo. Ella me llevaba dos o tres años y yo nunca me habría atrevido a hablarle. En cada ocasión fue ella quien me obligó. Era guapa. Era tan llamativamente guapa que hasta las mujeres la seguían con su mirada. Quizá no era tan altiva ni tan arrogante como parecía a primera vista. Pero su andar sí era arrogante. Mi tía decía que caminaba como la reina de Francia. No sé a cuál de ellas se refería. También erguía su hermosa cabeza de tal modo que daba la impresión de que despreciaba a los demás.

Elsa me cogió del brazo con confianza y empezó a contarme, emocionada y atropelladamente, la luctuosa tragedia de toda su familia.

Hacía cuatro años que sus padres habían muerto, todavía en Teresin, el uno poco después que el otro. Ella y sus dos hermanos fueron llevados a Oswiecim. Su marido fue detenido poco después de la boda y murió en Mauthausen, donde tenía que subir unos pesados troncos de madera por una empinada escalera. Sus dos hermanos murieron en las cámaras de gas. Le estaba llegando el turno a ella. Cuando los alemanes se disponían a huir ante el Ejército Rojo, ella y unas desdichadas judías más lograron escapar y se fueron acercando, siguiendo al Ejército Rojo, a sus casas. Su casa de Kralupy, que los alemanes habían saqueado después de la sublevación, estaba ocupada por unas familias cuyas casas habían sido destruidas. Ahora vivía en Kralupy, en casa de unos amigos. No podía vivir aquí. Ni lo deseaba. Luego volvió a manifestarme lo mucho que se alegraba de que yo la hubiese reconocido.

Paseamos juntos por el andén, y me pidió que le hablase de aquel Kralupy en que había sido feliz, joven y despreocupada. Cuando le mencioné lo guapa que había sido y cuánto le gustaba a todo el mundo, sonrió, pero en seguida se echó a llorar.

Un instante después, silbaba el tren de Podmokly, en el que yo me marchaba a Praga y en el que llegaba su pariente. Sus hondos ojos oscuros brillaron como antes, cuando me sonrió.

Por la boca hermosa pero desesperada de Francesca de Rimini, Dante, en el quinto canto de su «Infierno», dice:

Nohay mayor dolor

que recordar un tiempo venturoso

en el infortunio.

¡Son versos conocidos, muchas veces citados! ¡Pues ahí está! El poeta, a pesar de todo, no tenía razón en estas líneas. No, Dante no tenía razón en eso.

El tren con destino a Praga estuvo parado en Kralupy unos veinte minutos. No tenía vía libre. Pero ya no volví a ver a Elsa. Desde el lóbrego cielo empezó a caer la nieve. Primero, grandes copos; luego, más pequeños, pero cada vez más espesos. Después se desató una feroz tormenta de nieve. Primero desapareció ante mí el oscuro andén; después, todo el edificio de la estación y, por último, Kralupy entero, con todas sus heridas, sus penas y sus tormentos.

¡Adiós!

Muchos, muchos años más tarde me puse a traducir el Cantar de los Cantares de Salomón, y cuando buscaba palabras para los apostrofes amorosos, aparecía ante mí el rostro joven y adorable de Elsa de Kralupy. Emergía desde la profundidad de varios milenios, venía hacia mí y yo le recitaba los versos del poeta hebreo:

«Eres como el lirio entre los espinos. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus pechos a los racimos. Tus ojos relucen como palomas junto a los arroyos de las aguas. Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, ¡y ven! Porque ha pasado el invierno, el tiempo de la canción ha venido y se ha oído la voz de la tórtola. Tus brotes son un paraíso de granados, de frutos exquisitos, de flores de alheña y nardos. Tus labios destilan miel, bajo tu lengua hay miel y leche.»

Estaba sentado en un tren parado y miraba por la ventanilla, detrás de la cual sólo se veía la tempestad. Miraba por la ventanilla con atención y fijeza, como si estuviera mirando por un caleidoscopio, pero lo único que veía eran los copos que caían. Me asombraba la vehemencia con que aterrizaban, e iba reflexionando: cuántos tipos de besos humanos hay en este mundo hermoso pero triste. Qué imaginativo es el amor, cuando un rostro de hombre se acerca al de una mujer. ¿Y las mujeres?

Hay un primer beso y un último beso. Pero, ¿a qué viene este canto de amor sombrío?

Hay besos apasionados, en los que los amantes sólo por un milagro no se arrancan sus lenguas de cuajo. Y también hay besos cariñosos, cuando la pasión se sublima en la languidez. Son besos húmedos, largos y ardientes, y el aliento humano es como una flor invisible que acaricia el rostro y las alas de la nariz al mismo tiempo.

Además, hay besos que recuerdan la mano tendida de un mendigo, y hay besos que son como las monedas que se echan en ella.

Hay besos totalmente desesperados, pero no hablemos de ellos.

También hay besos en los que los labios besan el corazón de la mujer. Tienen el efecto de una inyección intracordial. Alientan el corazón perezoso y despiertan el corazón todavía adormecido. Y si hablase del cuerpo de la mujer, hay muchos besos más. ¡Dios mío! Hay besos llenos de sonrisas y de alegría. Besos llenos de deseo y, a la par, besos de la realización de ese deseo.

También hay besos sin amor y sin calor. Apenas si rozan la carne. Vienen dictados por la costumbre, nada más. Hay besos dulces y besos amargos.

Y no cuento el beso de Judas.

No, es imposible enumerarlos todos. Como es imposible contar los copos de nieve que caen detrás de esta ventanilla del vagón.

De pronto se oyó la conocida señal y el tren se puso lentamente en marcha, camino de Praga.

¡Pero hay un beso más todavía! El beso de gratitud por recuerdos evocados, hermosos aunque ya postergados, anegados en lágrimas y aplastados por piedras: los recuerdos de la juventud.

Es uno de los besos dulces. O quizás de los más dulces.

89. El rizo de pelo dorado

Se suele decir que cada edad humana tiene sus alegrías. Tal vez. Al parecer, se trata de un consuelo para los viejos. No obstante, la verdad es que la vejez es la edad que tiene menos de esas alegrías. Lo sé bien. La vida se me escurre entre los dedos como las últimas gotas de agua y no llego a seguir con la mirada a las horas que pasan y a los años que se van volando sin piedad.

Cuando el hombre nace y prorrumpe en llanto, lo recogen las suaves manos de la enfermera para entregarlo a unas manos amorosas, las más amorosas del mundo. Estas consiguen devolverle el calor que ha perdido para siempre en el instante en que ha entrado en nuestro mundo duro y cruel.

Cuando un hombre se hace viejo, suele estar triste. La gente viene y se va, y el hombre se siente, cuanto más adelante, más solitario. Y esa soledad que no tiene consuelo, le va cercando poco a poco. A medida que se va aproximando el momento crucial, la muerte empieza a arrancarle el alma del cuerpo y muere absolutamente solo. En fin, ¿qué clase de alegrías puede haber en esta edad?

Hubo un tiempo en que me gustaba beber vino. Con el paso de los años, iba aprendiendo a beber cada vez mejor. Sobre todo, después de hacer dos cursos de vinicultura. El primero, con mi amigo Fr. R. Cebis, y el segundo, con un amigo suyo y mío, Jan Goldhammer. Creo que conozco los vinos un poquito. Cuando menos, pasivamente. Pero, ¿de qué me sirve ahora este saber si sólo me atrevo a mojar los labios en una o dos copas? ¡Sólo para sentir su aroma y su sabor! Luego acaricio tristemente la etiqueta de la botella y la devuelvo al armario. ¡Y hay quien dice que el vino es la leche de los viejos!

Durante la Primera Guerra Mundial pasamos mucha hambre. A veces esperábamos el pan junto a las persianas de la tienda, bajadas toda la noche, y luego, cuando cortábamos la hogaza, se deshacía en puñados de migajas doradas. Al terminar la guerra supe apreciar la buena comida. Comía con gusto y hasta la saciedad.

Más tarde profundicé en este arte con ayuda del profesor Cibulka. Ahora sigo tres regímenes y, cuando leo la carta de algún restaurante, me dan ganas de llorar.

¿Qué me queda, pues? Suerte que puedo leer maravillosas poesías y mirar a las mujeres guapas. Si no, mis ojos no servirían más que para el llanto.

Cada año, en primavera, cuando todo empieza a florecer, me apresuro a llegar al Jardín del Seminario de Petfín. Desde la parte alta de Brevnov, no queda lejos. ¡Pero qué digo, me apresuro! Tardo casi una hora, renqueando con mis dos bastones franceses. Pero debo arrastrarme hacia allá a toda costa para poder recoger al menos un recuerdo agradable. Y también quiero ver Praga en flor. Por lo menos, aquella su parte más hermosa. Los edificios de bloques de pisos no me interesan. Son iguales todos y en todas partes. En Praga como en París, y en París como en Kalkat.

Esta primavera estuve sentado junto a la garita del jardín de Petfín, cerca del vacío restaurante con su huerto, el más bonito de toda Praga. Cuando menos, por la preciosa vista que se abre de allá a Hradcane, mientras los raíles del funicular no hayan reventado como los viejos tirantes de caballero. Nunca he podido saciarme de aquel panorama de la ciudad. Cada año me digo que quizás es la última vez que lo esté viendo, y no consigo apartar de él la mirada. Cuando me levanté, fui cuesta abajo hacia el monumento de Macha, donde pensaba descansar.

En un cruce, los niños estaban jugando a la gallina ciega. En sus bocas volvía escuchar, tras muchos años, un sencillo adagio. En plena primavera florescente me sonó como un breve himno sagrado de la infancia que en otros tiempos entonaba yo también, a los cinco o seis años, en las calles de un suburbio gris, entre las hediondas acequias y los negros pasajes que separaban las casas.

¿Adonde te llevo, gallina ciega?A un rincón. ¿Qué tienes en aquel rincón?Un gallo.¿Quémás? Un hilo de oro. ¡Anda, gallina ciega, a ver si me coges!

Los niños echaban a correr y daban palmaditas al que tenía los ojos tapados, para despistarlo, mientras éste se precipitaba detrás del sonido de sus voces. El más pequeño, de pelo crespo y con pecas, al que cualquiera alcanzaría fácilmente, cada vez saltaba al bajo pedestal del monumento y se ocultaba casi bajo los mismos faldones del abrigo de Macha. Allí nadie podría descubrirlo.

Ojalá yo también pudiera esconderme así, detrás, tal vez, del miriñaque de la poesía, cuando venga a buscarme la muerte que, aunque sabe encontrar a cualquiera, ¡algunas veces también puede estar ciega!

Al cabo de un rato los niños se fueron corriendo a otra parte y me quedé solo, sumergido en aquella hondura verde y rodeado de silencio. De tarde en tarde sonaban los címbalos de la torre de San Vito. Su canora voz parecía alzarse desde lo más profundo de los muros del viejo Hrad, haciendo estremecerse las lentas nubes. Su tono nítido y aterciopelado aconsejaba a los jóvenes que no perdiesen el tiempo y se agarrasen al momento, mientras que a los viejos les recordaba la perfecta vanidad de esas cosas. Para los jóvenes era un canto; para los viejos, el horripilante graznido del cuervo del poeta.

¿Los viejos? Se les atribuye erróneamente la sabiduría de la ancianidad. Los viejos no son sabios. Las más de las veces suelen ser disparatados. Tienen una experiencia bastante valiosa. ¿Y qué? Los jóvenes desprecian las experiencias y a los viejos no les sirven absolutamente para nada. ¿Qué les queda, entonces, si se persigue la felicidad, cuando se está ya cerca de la muerte?

Les queda una cosa. Soñar largamente, con delirio. Soñar con algo que, como ellos bien saben, ya nunca podrán conseguir. Para hundir más a gusto el rostro en la almohada y no ver nada a su alrededor. Porque en el momento de ver el mundo real que les rodea, se darían cuenta de su propia ingenuidad y sus ensoñaciones perderían su encanto en seguida.

Hay personas que repiten con frecuencia que se han reconciliado con su vejez. Sé que podría ser perfectamente cierto. Pero no les creo. Otras, en cambio, pretenden convencernos de que ya, por nada del mundo, quisieran volver a ser jóvenes. ¡Mienten! ¡Con cuánta alegría retornaría cualquiera de ellas a los contratiempos más desagradables de su juventud, si la vida fuese una cinta de magnetófono y fuese posible volverla atrás!

¡Con qué falta de firmeza, qué mal soporta la gente sus primeras arrugas y sus primeras canas! Sobre todo, las mujeres, claro está.

La señora Jifinka K., esposa de un conocido escritor checo, era famosa por su encanto, realmente excepcional. Cuando Hanus Jelínek, aquel zascandil simpático y ocurrente, la ayudaba después de algún estreno teatral a ponerse el abrigo, no se le olvidaba nunca manifestarle que hubiera preferido quitárselo. A eso la mujer, cauta e inteligente, le replicaba, haciendo rechinar levemente los dientes, que, si pudiese, prohibiría a las mujeres jóvenes y guapas llevar vestidos bonitos. Lo decía con una sonrisa. Y sin embargo…

Por el camino, delante del monumento donde yo estaba sentado, pasaban parejas jóvenes. Yo seguía con la mirada sus invisibles huellas y habría jurado que se dirigían hacia la puerta de amor primaveral de ese jardín exclusivo que pertenece a los amantes. Conozco bien los sitios adonde van con tanta prisa. En el Jardín del Seminario había un árbol henchido de injertos. Quizá sigue allá todavía. Sus ramas descendían hasta la tierra y cubrían un banco apoyado en su tronco, como un quitasol vivo y florescente.

Desde el Club Gramofónico me han enviado hace poco un disco en que están grabadas algunas populares arias del repertorio de Erna Destinova. El aria de Mafenka de La novia vendida, el aria de Carmen de la ópera del mismo título, el aria de la desventurada japonesa de Madame Butterfly y algunas otras. En la funda del disco hay una pequeña fotografía antigua de Erna Destinova, de los tiempos de su fama. Una mujer joven, segura de sí misma, con un sombrero calado sobre la frente, como se estilaba entonces, a comienzos de siglo. Era desafiantemente guapa y tenía unos ojos profundos y cautivadores. Me quedé mirando largamente aquel rostro atractivo y singular de la modesta fotografía. Al día siguiente volví a sacar el disco para ver una vez más aquellos ojos. Y al siguiente, lo hice de nuevo, y la espléndida señora Mariposa lloró en mi habitación repetidas veces. Cuando al cuarto día algo me empujó a sacar el disco una vez más y volví a mirar aquel rostro, de hecho horrendamente reproducido, tuve que reconocer que me había enamorado de la hermosa mujer. No importaba que, desde tiempo atrás, su glorioso nombre estuviese grabado sobre una lápida de Slavín. Para mí, en aquellos instantes, estaba de pronto más que viva. Y a pesar mío, un suspiro agitó mi corazón.

Ansié ver aquellos ojos, deseé acercarme a aquellos labios apretados que habían exhalado al mundo tanta belleza. Soñé con reposar rozando su cuerpo para que me invadiese una ola de su femineidad suculenta.

¡Qué más daba que su voz excepcional y única hubiese dejado ya de sonar sobre los escenarios!

La oí cantar todavía de niño. Mi madre decía que su voz se levantaba hasta el firmamento y que en el cielo se convertía en rosas. Me dejaba unos pequeños gemelos de teatro, ya antiguos. Eran de madreperla. Miraba con ellos aquel rostro fijamente, pero no veía nada aún o, mejor dicho, no sospechaba.

En aquel entonces yo era, claro está, terriblemente joven y no tenía la menor idea de lo que es el amor. Nadie me había enseñado aún que bastaba con saborearlo sólo con la punta de la lengua para que el que lo catara pudiese caer fulminado al suelo. El amor es más peligroso que la cicuta que, como es sabido, contiene en sus flores y tallos cinco venenos atroces.

Aquello fue hace mucho, por supuesto, cuando Destinova todavía pescaba en el Canal Dorado de Jakub Krcín de Jelcan, en el parque de su castillo.

Durante algún tiempo más, seguí trastabillando en aquel mágico ruedo de amor hasta despertar de la embriaguez amorosa que yo protegía de la luz y de los vendavales. Sus altivos ojos no me dejaron desprenderme de ellos tan pronto. A cada instante oía su voz cantar las arias operísticas populares y antiguas y constantemente tenía delante de mis ojos a aquella mujer, que tenía la alcurnia de las bellas mujeres renacentistas.

¿A qué mujer le es dado vivir la vida con toda la pasión que le vaticina su propio corazón? Vivía sin conocer obstáculos algunos. Despreciaba las riquezas, pero las poseía y sabía disfrutar de ellas. Por su propia voluntad, conseguía condimentar cada minuto de su vida con la felicidad que encendía y alimentaba con placeres y pasiones que no disimulaba y, además de todo eso, poseía algo grande: su arte.

Luego me despedí de ella, convertida hacía ya tiempo en un recuerdo.

A veces, aunque no muchas, aparecía sobre nuestras tumultuosas alturas de Bfevnov el musicólogo y escritor Jan Wenig. Uno de la gran familia cultural de los Wenig de Praga. Estaba escribiendo entonces sus memorias. Era sobrino de Erna Destinova. Pero de esto no me enteré hasta que me envió un capítulo de su libro: La tía Erna. Leí el manuscrito con avidez. Ya conocía mucho sobre la vida de Destinová y supe mucho más gracias a Wenig. Entre otras cosas, menciona en sus memorias los nombres de algunos amantes y admiradores de Erna Destinova. Desde el corredor de motos Jindra Vodílek hasta el oficial zuavo Alzíran Dinh Gilly y, finalmente, su marido Joe Halsbach. Era oficial de aviación y, en la época en que estaba haciendo la corte a su futura esposa, le tiraba coronas de flores desde el aeroplano al patio del castillo de Straz. Cuando ella murió, arrancó de las paredes del castillo hasta los interruptores. La sobrevivió treinta años. Wenig menciona también a los admiradores que Destinova había rechazado. En primer lugar, tres italianos célebres: Enrico Caruso, Arturo Toscanini y Giacomo Puccini. Como buena patriota que era, quería casarse sólo con un buen checo. Pero no lo encontró.

Al devolver su manuscrito a Wenig, le confesé mi tardía aventura platónica, aunque acto seguido le pedí que no engrosara su lista de admiradores y amantes con mi nombre. Fue hace ya algunos años.

Todavía añoro a veces las dulces flexiones de la Mafenka de Smetana y el lamento de Madame Butterfly, y saco el disco. El aparato y el disco suenan exactamente igual que sonaban años atrás, cuando me quedaba escuchando a Erna Destinova con verdadera ansiedad; pero ahora se me antoja que su voz me llega de algún lugar distinto. Suena como desde una angustiosa lejanía, ya ensordecida para siempre por la cortina de los años.

Y me deja muy triste, porque, si así puede decirse, ya está un poco muerta.

Como está muerto el rizo de pelo de la belleza rubia de Lucrecia Borgia en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, donde Lord Byron se enamoró de sus dorados cabellos.

90. ¡Vale!

Últimamente oigo a menudo esta asombrosa expresión. Al principio no la entendía del todo. Hasta que alguien me aclaró qué significa: ya está, listo, fin, se acabó.

Pero quiero confiaros algo más.

Sé por qué muchos médicos jóvenes no se buscan esposas donde sea y no andan en pos de ellas por caminos lejanos y azarosos, por valles y barrancos. Echan dos o tres vistazos a su alrededor en el lugar donde trabajan, y se celebra la boda.

En fin, también a mí me gustaban las cofias, blancas como la nieve y, sobre aquellas tocas rígidamente almidonadas, los garfios de las horquillas en el cabello.

A las enfermeras no les gusta demasiado llevar esas tocas. En verano les resulta más agradable ir destocadas: pero la enfermera supervisora las riñe. Se ve que no saben lo bien que les quedan. ¡Tonterías! ¿Cómo no van a saberlo? Lo saben hasta demasiado bien.

Cuando estuve ingresado en la clínica, a pesar de encontrarme en una posición poco propicia, no por eso me gustaba menos ver revolotear incansablemente las blancas alas de un lecho a otro, de una dolencia a otra y de un sollozo a un suspiro. Y así, de sol a sol.

Una vez, en uno de los policlínicos me prescribieron la ionoforesis. Estuve esperando con otros enfermos a que me llamaran. Cuando llegó mi turno y oí mi nombre, la enfermera me puso la compresa de calcio. Luego me miró con fijeza y me preguntó de sopetón:

– ¿Le gustan las poesías?

– Sí -respondí sorprendido-. ¿Por qué me lo pregunta?

– Pues como se llama usted igual que Jaroslav Seifert…

Y eso es todo. Cuanto quería y podía decir, lo he dicho. He terminado mi relato. Fin.

¡Vale!