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Aún no habíamos llegado y el anticuario ya estaba ansioso por abandonar Hankow. Decía que allí no íbamos a estar seguros, que era una ciudad violenta y peligrosa y, de hecho, en el puerto, además de los sampanes, los juncos, los remolcadores y los vapores mercantes que atestaban el río, había una cantidad respetable de grandes buques de guerra de todas las nacionalidades. Esta visión, además de sobrecogerme, me persuadió de la necesidad de marcharnos cuanto antes pero, al parecer, no podíamos hacerlo hasta que el Kuomintang nos proporcionara un destacamento de soldados para nuestra protección. El patrón del sampán no ocultaba su nerviosismo mientras, con las manos clavadas en el timón, maniobraba esforzadamente entre la niebla para franquear los inmensos armazones metálicos.
Hankow [26], situada en la confluencia del Yangtsé con uno de sus grandes afluentes, el Han-Shui, era el último puerto al que las embarcaciones podían llegar desde Shanghai, a más de mil quinientos kilómetros aguas abajo. Después, el gran río Azul se volvía impracticable, de manera que las potencias occidentales, por motivos comerciales, habían convertido la ciudad en un gran puerto franco y habían levantado en ella unas espléndidas Concesiones que, para su desgracia, sólo habían atraído desde el principio la mala suerte: durante la revolución de 1911 contra el emperador Puyi, la urbe fue prácticamente arrasada y sólo siete meses antes de nuestra llegada habían tenido lugar en ella duros enfrentamientos y matanzas entre miembros del Kuomintang, del Kungchantang -el joven Partido Comunista, fundado apenas dos años atrás en Shanghai- y de las tropas de los caudillos militares que dominaban la zona.
Mientras los rickshaws nos llevaban hacia el cuartel del Kuomintang, los dos soldados disfrazados de marineros que nos habían acompañado desde Nanking corrían a nuestro lado con los pies descalzos y las manos en los revólveres que ocultaban bajo la ropa. Hubiera preferido, con diferencia, buscar alojamiento en algún lü kuan anodino; estar en manos de un partido militarizado empezaba a gustarme menos que los ataques de la Banda Verde, aunque no por ello dejaba de reconocer que nos hacía falta su amparo. Ahora, en Hankow, de nuevo en tierra firme, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que los esbirros que nos hostigaban desde Shanghai nos atacaran de nuevo?
Pasamos junto a unas viejas murallas destrozadas, dejamos atrás la -en otro tiempo- elegante Concesión Británica y llamó mi atención un soberbio edificio victoriano cuyas columnas corintias parecían haber sido abatidas a tiros. El hermoso estilo arquitectónico colonial estaba por todas partes pero también por todas partes había caído sobre él un odio destructor difícil de comprender. Al igual que había ocurrido poco antes en Europa, en China la guerra también estaba haciendo retroceder a la gente hacia el vandalismo, la necedad y la barbarie. Hankow debía de ser un polvorín y, en opinión de Lao Jiang y mía, no era una buena idea permanecer allí mucho tiempo.
Por suerte para nosotros, en el cuartel lo tenían todo preparado. Alguien había avisado por telegrafía al comandante del puesto y, desde días atrás, los transportes, avíos y escoltas aguardaban nuestra llegada listos para partir. Fue entonces cuando nos enteramos del golpe militar ocurrido en España y, mientras yo me lamentaba e intentaba explicarle a mi ignorante sobrina el alcance de la desgracia, el señor Jiang, viendo que había un teléfono, pidió permiso para ponerse en comunicación con el cuartel general de Nanking y preguntar por el estado de salud de Paddy Tichborne. Las noticias, por desgracia, no fueron buenas:
– La pierna se le ha gangrenado y van a tener que amputársela -me contó cuando se reunió con nosotros en el patio trasero del recinto, donde aguardaban los caballos-. Le trasladaron ayer mismo a un hospital de Shanghai porque se negaba a ser intervenido en Nanking. Por lo visto, armó un escándalo terrible cuando le dieron la noticia.
– ¡Es espantoso! -murmuré, apesadumbrada.
– Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang. No se preocupe por Paddy -me recomendó con una sonrisa-. Tendrá que dejar la bebida durante algún tiempo y, luego, cuando se encuentre mejor, escribirá uno de esos libros insufribles de los suyos sobre esta experiencia y conseguirá un gran éxito. En Europa gustan mucho las historias sobre el peligroso Oriente.
Tenía razón. A mí también me encantaban, sobre todo las de Emilio Salgari.
– Pero ¿y si en ese libro cuenta algo que no debe sobre la tumba del Primer Emperador?
Lao Jiang entornó los ojos y sonrió misteriosamente.
– Aún no tenemos la tercera parte del jiance. Nadie sabe en realidad dónde está el mausoleo y a nuestro amigo Paddy le quedan por delante muchos meses de dolorosa convalecencia antes de que pueda siquiera empezar a pensar en escribir -sonrió-. ¿Está lista, madame?Nos espera un largo viaje por tierra hasta las montañas Qin Ling. Debemos llegar al antiguo monasterio taoísta de Wudang. Calculo que tardaremos un mes y medio en recorrer los ochocientos li que tenemos por delante.
¿Un mes y medio? Pero ¿cuánto era un li?, me pregunté rápidamente. ¿Un kilómetro…, quinientos metros?
– Desde Hankow hasta Wudang hay unos cuatrocientos kilómetros en dirección oeste-norte [27], madame -me aclaró el anticuario, leyéndome el pensamiento-. Pero no es un camino fácil. Cruzaremos un valle durante muchos días y, luego, habrá que ascender hasta la cumbre de Wudang Shan [28]. Allí fue donde el Príncipe de Gui envió a su tercer amigo, el maestro geomántico Yue Ling, con el último fragmento del jiance, ¿lo recuerda?
Inesperadamente, el anticuario cerró el puño de una mano dentro de la otra a la altura de los labios y se inclinó respetuosamente ante mí.
– Sin embargo, antes de partir, madame, debo disculparme -dijo manteniéndose en esa humilde postura-. Tenía usted razón en Nanking cuando afirmó que les estaba utilizando para conseguir mis objetivos. Debe perdonarme. No obstante, aprovecho la ocasión para pedirle disculpas también por el futuro, puesto que voy a seguir haciéndolo. Le agradezco su compañía y le agradezco, sin duda, sus puntos de vista occidentales y las cosas que intenta enseñarme.
¡Vaya, aquello era casi una declaración de paz en su sentido más amplio! Siempre me quedaría la incertidumbre, dado lo retorcido del carácter y el lenguaje de los celestes, de si esa mención a las enseñanzas que él decía recibir de mí no sería un educado recordatorio de las que yo estaba recibiendo de él y que bien podían ser el pago por la utilización de nuestras personas. En aquel mismo momento decidí que sí, que lo eran, así que tanta disculpa y tanta inclinación no significaban otra cosa que la firma de un tratado, no de paz, como yo había pensado, sino comercial. Bueno, así funcionaba el mundo.
– Admito sus disculpas -dije imitando el gesto de las manos y la reverencia-, y le doy las gracias por su sinceridad y por todo lo que me está enseñando. Pero, aprovechando el momento, me gustaría pedirle que supere su desprecio hacia las mujeres y que trate a mi sobrina con la misma consideración con que trata al joven criado. Este detalle sería muy importante para nosotras y le colocaría a usted en una posición más propia del mundo de hoy.
Lao Jiang no hizo el menor gesto que indicara que aquello le había molestado o, quizá, todo lo contrario, así que partimos de Hankow con una buena actitud y una nueva relación de confianza que, a la postre, hizo un poco menos desagradable el largo y penoso viaje.
Nuestro convoy estaba formado por una recua de diez caballos y mulas cargados con cajas y sacos, cinco soldados disfrazados de campesinos y nosotros cuatro, que marchábamos a pie junto a los animales entre otras cosas porque ni Fernanda, ni Biao, ni yo sabíamos montar y Lao Jiang, que sí sabía, prefería caminar ya que, decía, aumentaba el vigor, la circulación sanguínea y la resistencia a las enfermedades, además de permitirle estudiar de cerca las elegantes arquitecturas internas de la naturaleza y, por lo tanto, del Tao ya que, sin ser lo mismo, una era la imagen del otro. Apenas dejamos Hankow, saliendo por la puerta Ta-tche Men, descubrí que mi sobrina ya no era la sobrina gorda y fea que apareció cierto día en mi casa de París con una cursi capotita negra en la cabeza. Ahora se cubría con un sombrero chino y las ropas azules de criada empezaban a bailarle alrededor del cuerpo. Había perdido muchos kilos y su figura, aunque invisible bajo el lienzo de algodón, se adivinaba más armoniosa. Al igual que su abuela y su madre, la gordura de Fernanda venía del pecado de la gula, pecado del que, en aquel viaje, estaba completamente a salvo ya que las comidas chinas eran de lo más frugales. Además, el sol que recibía en la cara ponía en su piel un brillo trigueño que, aunque resultaba muy poco elegante, le daba un aspecto saludable y confería mucha más credibilidad a su disfraz.
Como no debíamos llamar la atención, todo cuanto necesitábamos estaba dentro de las cajas que acarreaban los animales: alimentos secos, pastillas de té prensado, cebada para los caballos, gorros de piel, gruesos abrigos para la montaña, esteras trenzadas de bambú blando para dormir, mantas, vino de arroz, algo llamado licor de tigre para el frío, sandalias de cáñamo de repuesto y un botiquín (¡chino, un botiquín chino!, que, por supuesto, no tenía ninguno de los medicamentos conocidos en Occidente y sí cosas como ginseng, tisanas de junco, raíces, hojas, begonias secas para los pulmones y la respiración, píldoras de las Seis Armonías para fortalecer los órganos y algo llamado Elixir de los Tres Genios Inmortales para tratar el estómago y las indigestiones). Con todo ello esperábamos no tener que abastecernos en los mercados de las poblaciones que aparecerían en nuestra ruta y que trataríamos de esquivar dando fastidiosos rodeos. Tras la derrota sufrida en Nanking por la Banda Verde, y como no había quedado ni un solo esbirro vivo, era probable que hubieran perdido nuestra pista y que no los volviésemos a ver pero, por si acaso, convendría pasar lo más desapercibidas posible. También era verdad que quizá conocían nuestro siguiente destino y que podían encontrarse allí, listos para embestirnos en cuanto asomáramos la nariz por el monasterio. El señor Jiang estaba convencido de que, una vez dentro de Wudang, ya no correríamos ningún peligro porque no había ejército en China que se atreviese a atacar a un grupo de monjes taoístas maestros en lucha.
– ¿Lucha Shaolin? -pregunté al anticuario mientras caminábamos cierta tarde sobre un ancho terraplén levantado entre bancales, en dirección a la puesta de sol. Nos acercábamos a un pueblecito llamado Mao-ch'en-tu, situado en el centro de un pequeño valle.
– No, madame, la lucha Shaolin es un estilo externo de artes marciales budistas muy agresivo. Los monjes de Wudang practican estilos internos taoístas, pensados para la defensa, mucho más poderosos y secretos, basados en la fuerza y la flexibilidad del torso y de las piernas. Son dos técnicas marciales completamente diferentes. Según la tradición, los ejercicios taichi del monasterio de Wudang…
– ¿También practican taichi en Wudang? -pregunté, ilusionada. Durante las últimas semanas, mientras mi sobrina jugaba al Wei-ch'i con Biao, yo aprendía taichi con Lao Jiang y, no sólo había descubierto que me encantaba, sino que, además, la concentración que requería calmaba mis nervios y el esfuerzo físico ponía en condiciones los descuidados músculos de mi cuerpo, acostumbrados a la inactividad. La lentitud, suavidad y fluidez de los movimientos (que tenían nombres tan curiosos como «Coger la cola del pájaro», «Tocar el laúd» o «La grulla blanca despliega las alas») los volvía mucho más agotadores que los de cualquier gimnasia normal. Sin embargo, lo más complicado para mí era la extraña filosofía que envolvía cada uno de esos movimientos y las técnicas de respiración que los acompañaban.
– De hecho -me explicó Lao Jiang-, los ejercicios taichi, tal y como los practicamos hoy día, nacieron en Wudang de la mano de uno de sus monjes más famosos, Zhang Sanfeng.
– Entonces ¿no proceden del Emperador Amarillo?
Lao Jiang, sujetando con firmeza las riendas de su caballo, sonrió.
– Sí, madame. Todo el taichi procede del Emperador Amarillo. Él nos legó las Trece Posturas Esenciales sobre las que Zhang Sanfeng trabajó en el monasterio de Wudang en el siglo xiii. Cuenta la leyenda que, cierto día, Zhang estaba meditando en el campo cuando, de pronto, observó que una garza y una serpiente habían iniciado una pelea. La garza intentaba inútilmente clavar su pico en la serpiente y ésta, a su vez, intentaba sin éxito golpear a la garza con su cola. Pasó el tiempo y ninguno de los dos cansados animales lograba vencer al otro de modo que terminaron separándose y marchándose cada uno por su lado. Zhang se dio cuenta de que la flexibilidad era la mayor fuerza, que se podía vencer con la suavidad. El viento no puede romper la hierba, como usted ya sabe, así que Zhang Sanfeng se consagró a partir de entonces a aplicar este descubrimiento a las artes marciales y dedicó toda su vida como monje a cultivar el Tao, llegando a poseer unas asombrosas capacidades marciales y de sanación. Estudió en profundidad los Cinco Elementos, los Ocho Trigramas, las Nueve Estrellas y el I Ching y ello le permitió comprender cómo funcionan las energías humanas y cómo conseguir la salud, la longevidad y la inmortalidad.
Me quedé muda de asombro. ¿Había oído bien o es que el murmullo del riachuelo que discurría junto a nosotros me había confundido? ¿Lao Jiang había dicho «inmortalidad»?
– Supongo que no me dirá que Zhang Sanfeng sigue vivo, ¿verdad?
– Bueno… El empezó a estudiar en Wudang a los setenta años y dicen las crónicas que murió con ciento treinta. Eso es lo quenosotros, los chinos, llamamos inmortalidad: conseguir una larga vida para poder perfeccionarnos y alcanzar el Tao, que es la auténtica inmortalidad. Claro que ésta es la versión de los últimos mil o mil quinientos años. Antes, muchos emperadores murieron envenenados por las píldoras de la inmortalidad que les preparaban sus alquimistas. De hecho, Shi Huang Ti, el Primer Emperador, vivió obsesionado por encontrar la fórmula de la vida eterna y llegó a hacer verdaderas locuras para conseguirla.
– ¡Vaya! Yo creía que las supuestas píldoras de la inmortalidad, el elixir de la eterna juventud y la transmutación del mercurio en oro se habían cocinado en los hornos europeos medievales.
– No, madame. Como muchas otras cosas, la alquimia nació en China y tiene miles de años de antigüedad respecto a la de su Europa medieval, que no era más que una burda imitación de la nuestra, si se me permite decirlo.
¡Mira por dónde ya teníamos ahí el sentimiento de superioridad de los chinos respecto a los Diablos Extranjeros!
Aquella noche acampamos en las afueras de Mao-ch'en-tu. Llevábamos tres días de viaje y los niños -y quienes ya no éramos tan niños- empezaban a estar cansados. Sin embargo, según Lao Jiang, avanzábamos con mucha lentitud y debíamos apurar la marcha. Repitió unas cuantas veces aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» pero Fernanda, Biao y yo estábamos cada día más magullados por culpa de dormir sobre el suelo y con los pies más lastimados y las piernas más doloridas por las larguísimas caminatas. Era una marcha demasiado extenuante para unos andariegos de nuevo cuño como nosotros. Algunas noches nos alojábamos en hogares campesinos que aparecían solitarios en mitad de la nada, pero mi sobrina y yo preferíamos mil veces pernoctar a cielo abierto con serpientes y lagartos antes que someternos a la tortura de las pulgas, las ratas, las cucarachas y los insoportables olores de esas casas donde personas y animales compartían una misma habitación llena de salivazos del dueño y excrementos de cerdos y gallinas. China es el país de los olores y es necesario crecer allí para no sufrir por ello como sufríamos nosotras. Por fortuna, el agua abundaba en aquella extensa región de la provincia de Hubei, por lo que podíamos asearnos y lavar la ropa con cierta regularidad.
Pronto se hizo evidente que no éramos el único grupo de personas que se desplazaba por los inmensos campos de China con un larguísimo viaje por delante. Familias enteras, aldeas en pleno avanzaban lentamente como caravanas de la muerte por los mismos caminos que nosotros huyendo del hambre y de la guerra. Era una experiencia espantosa y triste contemplar a madres y padres cargando en brazos con sus hijos enfermos y desnutridos, a viejos y viejas llevados en carretillas entre muebles, fardos y objetos que debían de ser las exiguas pertenencias familiares que no habían podido ser vendidas. Un día, un hombre quiso darnos a su hija pequeña a cambio de unas pocas monedas de cobre. Quedé horrorizada por la experiencia y aún más al saber que era una práctica habitual, ya que las hijas, al contrario que los hijos, no eran muy valoradas dentro del seno familiar. Quise, con el corazón roto, adquirir a la niña y darle de comer (estaba hambrienta), pero Lao Jiang, enfadado, me lo impidió. Me dijo que no debíamos participar en el comercio de personas porque era una manera de fomentarlo y porque, en cuanto la noticia se supiera, serían cientos los padres que nos hostigarían con las mismas pretensiones. El anticuario me explicó que la gente había empezado a emigrar hacia Manchuria huyendo del bandolerismo, de las hambrunas provocadas por las sequías y las inundaciones y de los impuestos abusivos y las matanzas de los caudillos militares, indiferentes a las amarguras del pueblo. Manchuria era una provincia independiente desde 1921, gobernada por el dictador Chang Tso-lin [29], un antiguo señor de la guerra, y, como en ella reinaba una paz relativa que estaba permitiendo el desarrollo económico, los pobres intentaban llegar masivamente hasta allí.
Inmersos en aquellos ríos de gente seguíamos nuestro camino hacia Wudang, pasando junto a pueblos recientemente saqueados e incendiados cuyas ruinas aún humeaban entre campos sembrados de tumbas. Con frecuencia nos cruzábamos con regimientos de soldados malcarados que disparaban sobre cualquiera que se resistiera a sus hurtos y violencias. Por fortuna, nosotros no sufrimos ninguno de estos percances pero había días en que Fernanda y Biao no podían dormir o se despertaban sobresaltados después de haber visto morir a alguien o de contemplar los cuerpos despojados que quedaban a un lado del camino. Era muy significativo, decía Lao Jiang, que en un país donde los antepasados y la familia tenían tanta importancia, los vivos abandonaran a sus muertos en tierra extraña y sin darles sepultura.
A los quince días de haber salido de Hankow -y justo un mes después de que Fernanda y yo hubiéramos llegado a China-, cerca de una localidad llamada Yang-chia-fan, un grupo armado de jóvenes harapientos y sucios se plantó frente a nosotros impidiéndonos el paso. Nos llevamos un susto de muerte. Mientras los soldados les apuntaban rápidamente con sus fusiles, los niños y yo nos parapetamos detrás de los caballos. Uno de los mocetones avanzó hacia Lao Jiang y, sacudiéndose antes las manos en los deshilachados pantalones, le presentó una especie de carpeta de mediano tamaño que el anticuario abrió yexaminó con atención. Empezaron entonces a parlamentar. Ambos parecían muy tranquilos y Lao Jiang no hizo ningún gesto que delatara peligro. Aunque me moría de curiosidad, no me atrevía a preguntarle a Biao de qué estaban hablando, ya que temía que el resto de la banda, que permanecía en pie detrás de su compañero, se alterara y empezara a disparar o a cortarnos los tendones de las rodillas. Al cabo de unos minutos, el anticuario regresó junto a nosotros. Le dijo algo al cabecilla de los soldados y éstos bajaron las armas, aunque no por ello cambiaron el gesto adusto de la cara y alguno, incluso, hizo una mueca de profundo desagrado que no me pasó desapercibida.
– No se alarmen -nos dijo Lao Jiang, apoyando una mano en la silla del caballo tras el que estábamos escondidos-. Son jóvenes campesinos miembros del ejército revolucionario del Kungchantang, el Partido Comunista.
– ¿Y qué quieren? -murmuré.
Lao Jiang frunció el ceño antes de contestar.
– Verá, madame, alguien del Kuomintang se ha ido de la lengua.
– ¡Qué me dice!
– No, no…, por favor, calma -pidió; se le veía preocupado-. No quiero pensar que haya sido el propio doctor Sun Yatsen, viejo amigo de Chicherin, el ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética -reflexionó en voz alta-. En cualquier caso, al día de hoy, los nacionalistas y los comunistas tenemos buenas relaciones, así que va a ser muy difícil averiguar cómo se han enterado.
– Entonces, ¿saben toda la historia de la tumba del Primer Emperador?
– No. Sólo saben que se trata de dinero, de riquezas. Nada más. El Kungchantang, por supuesto, también quiere su parte. Estos jóvenes van a unirse a nuestros soldados para protegernos de la Banda Verde y de los imperialistas. Ésa es su misión. Quien les dirige es ese muchacho con el que he estado hablando. Se llama Shao.
El tal Shao no le quitaba el ojo de encima a Fernanda y eso no me gustó.
– Adviértales que no se acerquen a mi sobrina.
Quizá las relaciones políticas entre los nacionalistas del Kuomintang y los comunistas del Kungchantang fueran buenas, no digo que no, pero, durante todo el tiempo que duró nuestro peculiar viaje, ni los cinco soldados nacionalistas, ni Shao y sus seis hombres cruzaron media palabra como no fuera para pelearse a gritos. Creo que, de haber podido, se habrían matado y yo, también de haber podido, los hubiera dejado atrás a todos en algún pueblo abandonado del que no supieran salir. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas: de vez en cuando, en el momento más inesperado, escuchábamos disparos en la distancia y gritos que nos ponían los pelos de punta. Entonces, nuestros doce paladines, sin importarles sus diferencias políticas, sacaban sus armas y nos rodeaban, apartándonos de los caminos o escondiéndonos tras cualquier montículo o loma cercana y no dejaban de protegernos hasta que consideraban que había pasado el peligro. Con todo, la convivencia se había vuelto muy incómoda y para cuando llegamos a las montañas Qin Ling, cerca ya de mediados de octubre -un mes desde que habíamos dejado el Yangtsé en Hankow-, no veía la hora de entrar por la puerta del monasterio. Sin embargo, aún nos quedaba la parte más dura del viaje porque el ascenso a las montañas coincidió con el principio del frío invernal. Los hermosísimos paisajes verdes bañados en brumas blancas nos dejaban sin aliento. Lo malo era que también dejaban sin aliento a nuestros caballos, que se agotaban pronto con las subidas a pesar de que su carga había disminuido mucho. Apenas nos quedaban alimentos y sandalias de repuesto y, aunque nosotros llevábamos abrigos de mangas muy largas -llamadas «mangas que detienen el viento»- y gorros de piel, los jóvenes campesinos de Shao afrontaban las heladas nocturnas y los vientos glaciales con la misma ropa raída con la que aparecieron en Yang-chia-fan. Esperé inútilmente a que se marcharan, a que desistieran de seguir viaje con nosotros, pero no fue así. Las primeras nieves les hicieron reír a carcajadas y con un pequeño fuego tenían suficiente para sobrevivir a las gélidas noches; sin duda, estaban acostumbrados a la dureza de la vida.
Por fin, una tarde, llegamos a un pueblo llamado Junzhou [30], situado entre el monte Wudang y el río Han-Shui, el mismo afluente del Yangtsé que habíamos dejado en Hankow un mes y medio atrás. En Junzhou se levantaba el inmenso y ruinoso palacio Jingle, una antigua villa de Zhu Di, el tercer emperador Ming [31], devoto taoísta, que mandó construir la casi totalidad de los templos de Wudang a principios del siglo xv. Al tratarse de un pueblo montañés aislado, solitario y venido a menos, decidimos que sería un buen lugar para pasar la noche pero, por supuesto, no había posadas, así que tuvimos que alojarnos en casa de una familia acomodada que, previo pago de una considerable cantidad de dinero, nos cedió sus cuadras y nos proporcionó una olla grandísima llena de un cocido hecho con carne, col, nabo, castañas y jengibre. Los niños y yo bebimos agua, pero el resto, por desgracia, se empapó de un terrible licor de sorgo que les calentó la sangre y les mantuvo despiertos buena parte de la noche entre enardecidos discursos políticos, cantos de los himnos de sus partidos y ruidosas disputas. La brutalidad de aquellos muchachos no estaba, por desgracia, iluminada por la reflexión. No vi al anticuario cuando los niños y yo nos acurrucamos al calor de los animales para dormir, entre la maloliente paja seca y las mantas, pero, al día siguiente, antes de la salida del sol, allí estaba el anciano practicando silenciosamente sus ejercicios taichi sin haber bebido siquiera el tazón de agua caliente que tomaba por todo desayuno desde que iniciamos el viaje. Sin despertar a Fernanda y a Biao, y helada de frío, me incorporé a los ejercicios viendo cómo las primeras luces de la mañana iluminaban un cielo perfectamente azul y unos inmensos y escarpados picos cubiertos de selva que cambiaban de matiz verdoso sin perder ni un ápice de intensidad.
Al acabar, tras el movimiento de cierre, Lao Jiang se volvió hacia mí.
– Los soldados no pueden venir con nosotros al monasterio -me dijo, muy serio.
– ¡No sabe cuánto me alegro! -se me escapó. Un calorcillo agradable recorría mi cuerpo a pesar de las bajas temperaturas del amanecer. Los ejercicios taichi tenían la curiosa propiedad de entibiar el organismo a la temperatura adecuada, ni más de la necesaria ni tampoco menos, ya que, según decía Lao Jiang, alcanzada la relajación, la mente y la energía interna se acomodaban entre sí como el yin y el yang. Aunque el agua estuviese congelada en los pucheros, yo me sentía espléndidamente, como todas las mañanas después del taichi. No en vano había sobrevivido a una marcha de casi cuatrocientos kilómetros después de muchos años de total inactividad.
– La Banda Verde podría infiltrarse en el monasterio de Wudang, madame.
– Pues que vengan con nosotros.
– No lo entiende, Elvira. -Aquella mención de mi nombre, por primera vez, me hizo dar un respingo y mirarle como si se hubiera vuelto loco, pero el anticuario, sin darle importancia, continuó hablando-. Los militares del Kuomintang podrían, quizá, quedarse en las inmediaciones del monasterio con algún permiso especial del abad, pero los soldados del Kungchantang, por principio, están en contra de todo lo que consideran superstición y doctrina contraria a los intereses del pueblo y, posiblemente, la emprenderían a tiros y culatazos contra las imágenes sagradas, los palacios y los templos. No podemos llevar a unos y dejar a otros. Si los comunistas se quedan, los nacionalistas también.
– ¿Y nuestra seguridad?
– ¿Cree que más de quinientos monjes y monjas expertos en artes marciales serán suficientes? -me preguntó con ironía.
– ¡Oh, vaya! -repuse muy contenta-. ¿Monjas también? Así que Wudang es un monasterio mixto, ¿eh? Eso no nos lo había dicho.
Como hacía siempre que algo le molestaba, el anticuario se dio la vuelta y me ignoró, pero yo estaba empezando a comprender que esa forma de actuar no era tan ofensiva como había pensado, sino la torpe reacción de alguien que, ante una situación incómoda a la que no sabe replicar porque carece de razones, da la callada por respuesta y huye. El anticuario también era humano, aunque a veces no lo pareciese.
Así que nuestros milicianos se quedaron en Junzhou, con serias protestas por parte del teniente del Kuomintang y de Shao, el jefe de los comunistas, aunque yo lo sentía más por las gentes del pueblo que iban a tener que soportarles hasta que volviésemos por ellos. Sin embargo, la orden de Lao Jiang fue tajante y sus razones eran lógicas: había que respetar a los monjes y monjas de Wudang y no convenía a nuestros intereses aparecer acompañados por militares armados. La exhibición de fuerza era un error que no nos podíamos permitir, sobre todo porque, esta vez, no íbamos a rescatar algo escondido -o eso creíamos entonces- sino, tal y como indicaba el mensaje del Príncipe de Gui, a pedir humildemente al abad de Wudang que fuera tan amable de entregarnos un viejo pedazo de jiance que obraba en poder del monasterio desde que, unos cuantos siglos atrás, lo dejara allí un misterioso maestro geomántico llamado Yue Ling. No dije nada a nadie, por supuesto, pero tenía muchas y muy serias dudas sobre el éxito de esta empresa ya que, sinceramente, me preguntaba por qué motivo el abad de Wudang iba a acceder a algo así.
De manera que el anticuario, los niños y yo nos dirigimos, todavía acompañados por nuestros doce guerreros custodios, hacia la primera de las puertas del monasterio, Xuanyue Men, que significaba nada más y nada menos que «Puerta de la Montaña Misteriosa», cosa que, de entrada, ya me preocupó. ¿Montaña misteriosa…? Aquello sonaba mal, tan mal como poner una puerta en una montaña. ¿Había algo más absurdo? Pero Xuanyue Men, en realidad, sólo era una especie de arco conmemorativo de piedra de unos veinte metros de altura perdido en mitad de la floresta, con cuatro columnas y cinco tejadillos superpuestos. Era bonito, desde luego, y no inspiraba la desconfianza que producía su nombre. Nos despedimos de los soldados, que regresaron a Junzhou, y, cargados con nuestras bolsas de viaje, iniciamos el ascenso hacia la cumbre subiendo los anchos peldaños de piedra de una solitaria y antigua escalera que Lao Jiang llamó «Pasillo divino» porque así estaba escrito en la roca. El primer templo que divisamos fue el llamado Yuzhen Gong [32] y era de unas dimensiones descomunales, pero estaba vacío y sólo pudimos vislumbrar desde la puerta una inmensa estatua plateada de Zhang Sanfeng, el gran maestro de taichi, colocada en el salón principal.
Estuvimos ascendiendo tanto tiempo que la noche se nos echó encima. A ratos la escalera se volvía camino empinado y, a ratos, estrecho desfiladero junto a un grandioso precipicio. Pero no perdí los nervios, ni temblé de miedo ante la posibilidad de una caída; la vida se había vuelto mucho más sencilla desde que afrontaba peligros reales. Por suerte, la Montaña Misteriosa era un lugar de peregrinación taoísta y disponía de una humilde posada para atender a los fieles, así que pudimos cenar adecuadamente y dormir sobre calientes k'angs de bambú. A la mañana siguiente reanudamos la subida dejando atrás hermosos bosques de pinos sumergidos en un mar de nubes y nos dirigimos hacia la cumbre en la que ya podían divisarse, esparcidos por aquí y por allá, numerosos y extraños edificios de muros rojos y tejados cornudos verdes que lanzaban al aire limpio y ligero de la mañana centelleantes reflejos dorados. La escena volvía a tener, como en la casa de Rémy, un aspecto simétrico, ordenado, armonioso, como si cada una de aquellas construcciones hubiera sido puesta en el lugar perfecto que le estaba destinado desde el principio de los tiempos. Mis piernas, mucho más fuertes que antes, caminaban a buena marcha sin que yo notara el cansancio. Podía sentir cómo se flexionaban mis músculos al afirmar en el suelo un pie y después el otro. Bajo la luz del sol, las mil hierbas y matorrales que alfombraban el suelo exhalaban al aire fragancias nuevas que fortalecían mis sentidos y los chillidos y aullidos de los monos salvajes que poblaban la Montaña Misteriosa le daban a aquella ascensión el brillo de una gran aventura. ¿Dónde había quedado mi triste neurastenia? ¿Dónde todas mis enfermedades? ¿Era yo ya aquella Elvira ocupada y preocupada de París y Shanghai? Casi decido que no en el preciso momento en que mi atención se quedó prendada de los movimientos de un feo insecto que revoloteaba a un lado de las escaleras de piedra y que desprendía unos increíbles destellos incandescentes.
Por fin, alcanzamos el primero de los edificios monásticos habitados de Wudang. Lao Jiang golpeó una campana con un tronco que colgaba en horizontal de unas cadenas. Al poco, salieron del Gong, o sea, del templo, un par de monjes vestidos con el habitual traje chino de color azul pero con la cabeza cubierta por unos curiosos gorritos negros y unas polainas blancas que les llegaban hasta las rodillas. Ambos sonreían educadamente e hicieron numerosas inclinaciones a modo de saludo. Tenían la cara arrugada y la piel curtida por el sol y el aire de la montaña. ¿Aquéllos eran los grandes maestros de artes marciales? Pues no hubiera dicho tal cosa ni en diez mil años, la cifra mágica china que simboliza la eternidad.
Lao Jiang se les acercó cortésmente y habló con ellos durante un buen rato.
– Se ha presentado y ha pedido hablar en privado con el abad sobre un asunto muy importante relacionado con el antiguo maestro geomántico Yue ling -nos explicó Biao. Si Fernanda había perdido diez kilos como mínimo, Pequeño Tigre había crecido diez centímetros o más desde que salimos de Shanghai. Pronto sería un gigante y, por desgracia, se movía con la torpeza y el desgarbo que le imponía su estatura: andares de pato, hombros cargados y huesos descoyuntados. De momento ya era más alto que yo y le faltaba poco para superar la estatura del anticuario.
– ¿Sólo se ha presentado él? -observó, molesta, Fernanda-. ¿De nosotros no ha dicho nada?
– No, Joven Ama.
Mi sobrina bufó y dio la espalda a la escena, entreteniéndose, en apariencia, con el paisaje. El cielo estaba empezando a nublarse y pronto comenzaría a llover.
Al cabo de un instante, Lao Jiang regresó a nuestro lado. Uno de los monjes inició una rápida ascensión por el «Pasillo Divino» como si la empinada escalera no fuera más que un prado suave.
– Debemos esperar aquí hasta que seamos llamados por el abad, Xu Benshan [33].
– ¿Seamos llamados? -repetí con sorna.
– ¿A qué se refiere?
– A mí también me gustaría encontrarme con el abad.
El anticuario reflejó contrariedad en el rostro.
– Usted no habla chino -objetó.
– A estas alturas -repliqué muy digna- conozco bastantes palabras y puedo entender mucho de lo que se dice. Me gustaría estar presente cuando seamos recibidos por el abad. Biao podrá explicarme lo que no comprenda.
El silencio fue la única respuesta que obtuve de Lao Jiang pero me dio lo mismo. Ahora éramos él y yo los adultos responsables de aquel viaje y, aunque mi condición de occidental me colocaba en una posición incómoda y poco útil, no estaba dispuesta a convertirme en una simple herramienta al servicio de los intereses políticos del anticuario.
Tuvimos que refugiarnos en el Tazi Gong porque la lluvia empezó a caer con fuerza y el mensajero del abad tardaba mucho en volver. Nos sentamos sobre unas esteras de caña y dos jóvenes monjes vestidos de blanco nos sirvieron un agradable té. Fue mi sobrina la que se dio cuenta de que uno de aquellos monjes era una chica de su edad.
– ¡Tía, fíjese! -exclamó emocionada señalando con la mirada a la novicia.
Sonreí complacida. Wudang empezaba a gustarme. De pronto, Fernanda se volvió hacia el anticuario.
– ¿Se ha dado cuenta, Lao Jiang, de que uno de los monjes es una joven monja?
No llegué a tiempo de darle un pellizco o un manotazo para hacerla callar, pero yo sí que enmudecí de asombro cuando el anticuario giró la cabeza hacia ella y, con absoluta parsimonia, respondió:
– Así es, Fernanda. Me había dado cuenta.
¡Cielo santo! ¡Lao Jiang estaba hablando directamente con mi sobrina! ¿Qué había ocurrido para que se produjera el milagro? A mí me había llamado por mi nombre de pila el día anterior y ahora se dirigía a la niña con absoluta normalidad después de ignorarla durante casi dos meses. O había un plazo prudencial y protocolario para estas cosas (plazo que ya debía de haber transcurrido) o al anticuario le habían hecho mella todas nuestras pullas y comentarios (algo que a mí me parecía bastante improbable). En fin, por lo que fuese, allí estaba el prodigio y no debíamos permitir que cayera en saco roto.
– Gracias, Lao Jiang -dije con una reverencia.
– ¿Por qué? -preguntó complacido, aunque se notaba que sabía de qué iba el asunto.
– Por usar mi nombre y el de mi sobrina. Le agradezco la confianza que demuestra.
– ¿Acaso no utiliza usted mi nombre de amistad desde hace meses?
Tras unos segundos de sorpresa descubrí que tenía razón, que tanto los niños como yo habíamos estado usando, inapropiadamente, el nombre de amistad (Lao Jiang, «Viejo Jiang») por el que le llamaba Paddy Tichborne. Sonreí complaciente y seguí bebiendo mi té mientras Fernanda, ajena ya a la conversación, seguía con la mirada a la joven monja que, por semejanza de edad y disparidad de cultura, despertaba en ella una gran curiosidad.
Al cabo de una hora, poco más o menos, regresó el monje-mensajero con la noticia de que seríamos recibidos inmediatamente por el honorable Xu Benshan, abad de Wudang, en el Pabellón de los Libros de Zixiao Gong, el Palacio de las Nubes Púrpuras, y que, para protegernos de la lluvia que se había transformado en aguacero, el monasterio ponía a nuestra disposición unas elegantes sillas de mano con ventanas de celosía. De esta guisa ascendimos el último tramo hasta el mismo corazón de la Montaña Misteriosa.
El Palacio de las Nubes Púrpuras era una edificación enorme, casi como una ciudad medieval amurallada. Atravesamos un puente de piedra sobre un foso antes de llegar al templo principal, levantado sobre tres terrazas excavadas en la falda de un monte y construido con madera lacada de rojo y brillantes tejas de cerámica verde ribeteadas de dorado. Las sillas se detuvieron y, al bajar, nos encontramos frente a una elevada escalinata de piedra. No parecía haber ninguna duda, pese a que los porteadores no dijeron nada, sobre la necesidad de ascender aquella gradería para poder encontrarnos con Xu Benshan. El lugar era imponente, majestuoso, casi diría que imperial, aunque la implacable lluvia nos impidiese disfrutar de una tranquila contemplación. Chapoteando en los charcos, con las sandalias y los sombreros absolutamente mojados, comenzamos a subir a toda prisa mientras unos monjes ataviados como los de Tazi Gong descendían hacia nosotros llevando en las manos sombrillas de paja encerada. Ambos grupos nos encontramos en un rellano entre dos tramos de escalera, junto a una especie de caldero gigante de hierro negro con tres patas, y, con gestos amables, los monjes nos protegieron del diluvio y nos acompañaron hasta el interior del pabellón en el que, con la sencillez y, al mismo tiempo, la suntuosidad propia de un abad taoísta tan importante, Xu Benshan nos esperaba sentado al fondo de una habitación iluminada por antorchas en la que, a derecha e izquierda, se apilaban cientos o quizá miles de antiguos jiances hechos con tablillas de bambú. El lugar era tan impresionante que cortaba la respiración, pero no parecía el salón adecuado para recibir la visita de unos extraños excepto en el caso de que el abad supiera por qué estábamos allí y qué queríamos exactamente, así que supuse que el mensaje de Lao Jiang incluyendo el nombre del viejo maestro geomántico Yue Ling había sido como una flecha que se clava en el centro de la diana.
Nos fuimos acercando al abad con unos pasos cortos y ceremoniosos que imitábamos de los monjes que nos precedían. Una vez frente a él, todos ejecutamos una profunda inclinación. El abad no tenía ni barba ni bigote, así que no contaba con ningún indicio que pudiera servirme para adivinar su edad porque, además, llevaba la cabeza cubierta por un gorro parecido a una tartaleta puesta del revés. Vestía una rica y amplia túnica de brocado con motivos en blanco y negro y sus manos quedaban ocultas dentro de las largas «mangas que detienen el viento». En lo que sí pude fijarme al hacer la inclinación fue en sus zapatos de terciopelo negro, que me dejaron absolutamente perpleja: disponían de unas alzas de cuero de casi diez centímetros de grosor. ¿Como podía caminar con ellos? ¿O es que no caminaba…? En fin, por lo demás, y a pesar de su porte indiscutiblemente aristocrático, Xu era un hombre muy normal, más bien menudo, delgado, con una cara agradable en la que destacaban dos pequeños ojos rasgados muy negros. No parecía un peligroso guerrero aunque también era verdad que en aquel monasterio nadie lo parecía y, sin embargo, ésa era su característica más famosa.
– ¿Quiénes sois? -se interesó, y me sentí muy contenta al darme cuenta de que le había comprendido. Para sorpresa de los niños y mía, Lao Jiang le respondió con la verdad, ofreciéndole al abad toda la información sobre nosotros, incluyendo mi nombre español y el de Fernanda. Biao seguía representando su papel de traductor porque mi sobrina se empeñaba en no aprender ni una sola palabra de chino y a mí me venía bien porque todavía había muchos términos y expresiones que no conocía o de los que no identificaba correctamente el tono musical que les daba un significado u otro.
– ¿Qué asunto es ése relacionado con el maestro geomántico Yue Ling del que queréis hablar conmigo? -preguntó el abad después de las presentaciones.
Lao Jiang tomó aire antes de responder.
– Desde hace doscientos sesenta años obra en poder de los abades de este gran monasterio de Wudang el fragmento de un viejo jiance que fue confiado a su custodia por el maestro geomántico Yue Ling, amigo íntimo del Príncipe de Gui, conocido como emperador Yongli, último Hijo del Cielo de la dinastía Ming.
– No sois los primeros en venir a Wudang reclamando el fragmento -repuso el abad tras una breve reflexión-. Pero, al igual que a los emisarios del actual emperador Hsuan Tung del Gran Qing, debo informaros de nuestra completa ignorancia sobre este asunto.
– ¿Los eunucos imperiales de Puyi han estado aquí? -se inquietó Lao Jiang.
El abad se sorprendió.
– Veo que sabéis que se trataba de eunucos del palacio imperial. En efecto, el Alto Eunuco Ghang Ghien-Ho y su ayudante el Vice-Eunuco General visitaron Wudang hace sólo dos lunas.
Se hizo tal silencio en el salón que pudimos oír el tenue chasquido de las tablillas de bambú y el leve crepitar del fuego de las antorchas. La conversación había llegado a un punto muerto.
– ¿Qué ocurrió cuando les dijisteis que no sabíais nada del fragmento del jiance?
– No creo que sea asunto vuestro, anticuario.
– Pero ¿se enfurecieron?, ¿os agredieron?
– Repito que no es asunto vuestro.
– Tenéis que saber, abad, que nos vienen persiguiendo desde Shanghai, donde miembros de la Banda Verde, la mafia más poderosa del delta del Yangtsé…
– La conozco -murmuró Xu Benshan.
– … a instancias de los eunucos y de los imperialistas japoneses, nos atacaron en los Jardines Yuyuan, lugar en el que recogimos el primer fragmento del viejo libro. También nos atacaron en Nanking, nada más recuperar el segundo fragmento, y hemos hecho el camino hasta aquí ocultándonos durante ochocientos li para pediros el último pedazo que nos falta y así poder completar nuestro viaje.
El abad permaneció silencioso. Algo de lo que había dicho Lao Jiang le estaba haciendo cavilar.
– ¿Tenéis aquí los dos fragmentos del jiance de los que habéis hablado?
Los ojos de águila de Lao Jiang brillaron. Estaban entrando en su terreno; era la hora de negociar.
– ¿Tenéis en Wudang el tercer fragmento?
Xu Benshan sonrió.
– Dadme vuestra mitad del hufu, de la insignia.
Lao Jiang se sorprendió.
– ¿De qué insignia habláis?
– Sí no podéis darme la mitad del hufu, no puedo entregaros el tercer y último fragmento del jiance.
– Pero, abad, no sé a qué os estáis refiriendo -protestó el señor Jiang-. ¿Cómo os lo podría dar?
– Escuchad, anticuario -suspiró Xu Benshan-. Por mucho que estéis en posesión de los dos primeros fragmentos del jiance de nada os servirá conseguir el tercero si no tenéis, o tenéis sin saberlo, los objetos imprescindibles para alcanzar vuestra meta. Observad que no os he preguntado en ningún momento por el propósito final de vuestro viaje y que pongo todo mi interés en ayudaros porque he visto sinceridad en vuestras palabras y creo que en verdad tenéis los dos primeros pedazos de la antigua carta del maestro de obras. Pero lo que no debo hacer en ningún caso es quebrantar las instrucciones del Príncipe de Gui que nos fueron transmitidas por el maestro Yue Ling. El tercer fragmento es el más importante y recaen sobre él protecciones especiales.
La cara de Lao Jiang era una máscara de estupor. Casi podía escuchar el ruido de su cerebro intentando recuperar algún recuerdo sobre una insignia del Príncipe de Gui relacionada con el jiance. También yo cavilaba desesperadamente, evocando palabra por palabra la escena en la que el Príncipe hablaba con sus tres amigos en el texto original que encontramos en el libro miniaturizado. Pero, si la memoria no me fallaba, allí nadie mencionaba insignia alguna. Ni insignia, ni emblema, ni divisa de ningún tipo. Quizá estaba en el propio jiance, en la propia carta de Sai Wu a su hijo Sai Shi Gu'er, en las tablillas. Pero no porque, según yo recordaba de lo que leyó Lao Jiang en la barcaza del Gran Canal, tampoco allí se hacía referencia a un objeto semejante. En realidad, todo aquello era completamente absurdo porque la única insignia que habíamos visto y tenido en nuestras manos desde que empezó aquella loca historia de tesoros reales y tumbas imperiales se encontraba en el «cofre de las cien joyas» y, desde luego, no tenía nada que ver con el Príncipe de Gui ni con el jiance. Se trataba de aquella cosa…, aquel medio tigre de oro. Mi pensamiento se detuvo en seco. El medio tigre. De repente, comprendí: ¡El tigre de oro y el Tigre de Qin!
– Lao Jiang -le llamé con voz queda y con el corazón latiéndome a toda prisa-. Lao Jiang.
– ¿Sí? -respondió sin volverse.
– Lao Jiang, ¿recuerda aquella figurilla de oro que vimos en el «cofre de las cien joyas» y que representaba medio tigre con el lomo lleno de ideogramas? Creo que el abad se refiere a ella.
– ¿Qué dice? -masculló, enfadado.
– «El Tigre de Qin», Lao Jiang. ¿No lo recuerda? La insignia militar de Shi Huang Ti.
El anticuario abrió los ojos desmesuradamente, comprendiendo.
– ¡Biao! -tronó.
– Sí, Lao Jiang -repuso el niño con voz asustada.
– Tráeme mi bolsa. Inmediatamente.
Habíamos dejado los fardos con nuestras cosas en la entrada del templo, así que Biao se lanzó a una loca carrera que el abad aprovechó para entablar conversación conmigo.
– Mme. De Poulain, ¿qué motiva a una extranjera como usted a realizar un viaje tan peligroso como éste por un país desconocido?
La pregunta me la tradujo Lao Jiang, que me hizo un gesto para indicarme que hablara con confianza. En cualquier caso, pensé, dijera lo que dijera no podía meter la pata porque el anticuario lo arreglaría al pasar mis palabras al chino.
– Problemas económicos, monsieur l’abbé. Soy viuda y mi marido me dejó muchas deudas que no puedo pagar.
– ¿Quiere decir que está obligada por la necesidad?
– Exactement.
El abad permaneció silencioso unos segundos durante los cuales Biao regresó junto a Lao Jiang y le entregó su bolsa de viaje. El anticuario empezó a buscar en el interior y, mascullando entre dientes, completamente abstraído, dijo:
– El abad me pide que le traduzca estas frases del Tao te king <strong>[34]</strong>de Lao Tsé: «Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar, cuando todo se puede superar, nadie hay que conozca los límites de su fuerza.»
– Dígale al abad que se lo agradezco -repuse, intentando memorizar el largo pensamiento taoísta que Xu Benshan acababa de regalarme. Era realmente hermoso.
Lao Jiang extrajo de su bolsa el precioso «cofre de las cien joyas» envuelto en seda. Lo había llevado consigo durante todo nuestro viaje y yo ni siquiera me había preocupado por saber qué había sido de él, si el anticuario lo había ocultado adecuadamente antes de salir de Shanghai o si, como era el caso, lo llevaba encima. Me sentí una irresponsable, una insensata… Así me iba en la vida. Ya me lo decía mi madre: «Hija mía, estás en el mundo para que haya de todo.»
En la palma de la mano del anticuario brillaba la mitad longitudinal del pequeño tigre de oro mientras se acercaba al abad con un rostro inescrutable. Podíamos estar equivocándonos, naturalmente, así que no era el momento de echar las campanas al vuelo.
Pero Xu Benshan, abad del monasterio de Wudang, en la Montaña Misteriosa, esbozó una alegre sonrisa cuando vio lo que le llevaba el señor Jiang e, introduciendo la mano derecha en su gran manga izquierda, sacó de ella algo que ocultó en el puño cerrado hasta que el anticuario le entregó el medio tigre del «cofre de las cien joyas». Entonces, con una gran satisfacción, unió los dos pedazos de la figurilla y nos la mostró.
– Este hufu perteneció al Primer Emperador, Shi Huang Ti -nos explicó-. Servía para garantizar la transmisión de las órdenes a sus generales ya que ambas partes tenían que encajar a la perfección. La caligrafía del lomo pertenece a la antigua escritura zhuan, de modo que este tigre es anterior al decreto de unificación de los ideogramas y tiene, por tanto, más de dos mil años de antigüedad. En él pone: «Insignia en dos partes para los ejércitos. La parte de la derecha la tiene Meng Tian. La de la izquierda procede del Palacio Imperial.»
¿Dónde había oído yo el nombre de Meng Tian? ¿Era aquel general a quien Shi Huang Ti había encargado la construcción de la Gran Muralla?
– ¿Vais a darnos ahora el tercer fragmento del jiance? -preguntó el anticuario con un tono duro en la voz que no me pareció muy oportuno. El buen abad sólo estaba cumpliendo las instrucciones del Príncipe de Gui y, además, parecía muy dispuesto a ayudarnos en todo cuanto pudiera. ¿A qué venía, pues, aquella actitud? Lao Jiang estaba impaciente; extraña incorrección para un comerciante.
– Aún no, anticuario. Os dije que sobre el tercer pedazo del jiance recaían protecciones especiales. Todavía falta una.
Hizo un gesto con la mano a los dos monjes que permanecían firmes en la puerta del Pabellón, al fondo de la sala, y ambos salieron a toda velocidad para regresar, instantes después, con paso vacilante, cargados con una gruesa percha de bambú sobre los hombros de la que colgaban, atadas con cuerdas, cuatro grandes losas cuadradas que oscilaban en el aire. Dejaron las piedras con cuidado en el suelo y las liberaron de sus amarres y, luego, las colocaron erguidas una al lado de la otra, mirando hacia nosotros. Cada una de ellas mostraba, bellamente tallado, un único ideograma chino. El abad empezó a hablar pero nuestro traductor, el joven Biao, estaba tan embobado contemplando las losas -y, sin duda, tan cansado del esfuerzo que suponía su trabajo de voluntarioso truchimán-, que se olvidó de cumplir con su papel, así que mi dulce sobrina, toda ella ternura y comprensión, le ladró algunas palabras poco amables y el pobre Biao tuvo que regresar de golpe a la dura realidad de su vida.
– El emperador Yongle ordenó tallar en nuestro hermoso Palacio Nanyan -estaba diciendo el abad-, estos cuatro caracteres fundamentales del taoísmo de Wudang. ¿Sabrían ustedes ponerlos en orden?
– Como no sepa Lao Jiang… -musité para mí, contrariada. ¿Creía el abad que los cuatro leíamos chino? ¿Acaso no se había enterado de que Fernanda y yo éramos extranjeras y de que era tinta china lo que sesgaba nuestros ojos?
– El primero de la izquierda es el ideograma shou, que significa «Longevidad» -empezó a explicarnos el anticuario. Era un ideograma muy complicado, con siete líneas horizontales de distinta longitud-. El siguiente es el carácter an, cuyo principal sentido es «Paz». -Por suerte, an era bastante más sencillo y parecía un joven bailando el foxtrot, con las rodillas dobladas y cruzadas y los brazos extendidos-. Después está fu, el carácter que representa «Felicidad». -Pues la felicidad tenía un ideograma de lo más peculiar: dos flechas en fila apuntando hacia la derecha en la parte superior y, debajo de ellas, dos cuadrados y una suerte de martillo con brazos colgantes-. Y, por último, el ideograma k’ang que, aunque les suene parecido, no significa «Cama» sino «Salud». -Rápidamente memoricé la figura de un hombre atravesado por un tridente, con un látigo extendido en la mano izquierda y cinco piernas retorcidas.
– ¿Y qué se supone que tenemos que ordenar? -pregunté, desconcertada.
– Ya hablaremos de eso luego -masculló Lao Jiang con tono de rabia contenida.
– Piénsenlo -concluyó el abad poniéndose en pie-. No tengan prisa. Hay veinticuatro posibilidades pero sólo admitiré una en una única ocasión. Pueden quedarse en Wudang todo el tiempo que quieran. Aquí estarán a salvo. Además, ha comenzado la época de lluvias y, en estas condiciones, resulta peligroso abandonar el monasterio.
Fuimos amablemente alojados en una vivienda con un pequeño patio interior lleno de flores alrededor del cual se distribuían las habitaciones. Lao Jiang ocupó la principal, Fernanda y yo la mediana y Biao la más pequeña, que también servía para recibir a las visitas. El comedor y el cuarto de estudio estaban en la planta superior y daban a una estrecha galería de madera y con celosías que discurría alrededor del patio, siempre lleno de los charcos causados por el interminable aguacero. Las paredes estaban decoradas con hermosos frescos de inmortales taoístas y había por todas partes un penetrante olor al aceite perfumado que se quemaba en las lámparas, al incienso de los altarcillos y al que desprendían los antiguos y pesados cortinajes que cubrían las entradas. Pero se trataba del mejor alojamiento que habíamos tenido en cerca de dos meses y no era cuestión de ponerle pegas porque, en verdad, no las tenía. Durante los días siguientes, dos o tres niños de poca edad aparecieron en distintos momentos para traernos comida y hacer la limpieza, a pesar de la cual la casa producía la impresión de ser un lugar particularmente sucio por culpa del barro y la lluvia.
Aquella noche, después de hablar con el abad y mientras cenábamos una magnífica sopa con sabor a minestrone, Lao Jiang nos planteó de una forma más comprensible el asunto de los cuatro caracteres de piedra:
– ¿Qué es lo más importante para un taoísta de Wudang? -preguntó, mirándonos de hito en hito-. ¿La longevidad o, quizá, conseguir la paz, la paz interior?
– La paz interior -se apresuró a responder Fernanda.
– ¿Estás segura? -inquirió el anticuario-. ¿Cómo podrías tener paz interior si sufres una dolorosa enfermedad?
– ¿La salud, entonces? -insinué yo-. En España decimos que las tres cosas más deseables son la salud, el dinero y el amor.
– Pero es que, entre los cuatro ideogramas que nos han enseñado, no estaban los del «Dinero» ni el «Amor» -objetó mi sobrina.
– Esos no son conceptos importantes para los taoístas -farfulló el anticuario.
– ¿Y cuáles son? -preguntó Biao engullendo un gran pedazo de pan mojado en la sopa.
– Precisamente eso es lo que nos ha preguntado el abad -repuso Lao Jiang, imitándole.
– Es decir, que tenemos que combinar por orden de importancia los objetivos taoístas de longevidad, paz, felicidad y salud -concluí.
– Exactamente.
– Pues sólo hay veinticuatro posibilidades -recordó Fernanda, de no muy buen humor-. Será fácil, desde luego.
– Creo que deberíamos aprovechar el tiempo que las lluvias nos van a obligar a pasar en este monasterio para preguntar a los monjes y conseguir la información -comenté-. No puede ser tan complicado. Sólo debemos encontrar a uno que nos lo quiera decir.
– ¡Es cierto! -sonrió Biao-. ¡Mañana mismo podemos saber la respuesta!
– Ojalá sea cierto -deseó Lao Jiang, llevándose a los labios el cuenco con los restos de la sopa-, pero mucho me temo que no va a ser tan sencillo. Hay que conocer y comprender la sutileza y profundidad del pensamiento chino para ser capaz de resolver un problema tan aparentemente sencillo. Opino que los libros entre los que nos ha recibido Xu Benshan, esos jiances que llenaban la sala, pueden ser también una buena fuente de información.
– Pero sólo usted sabe leer chino -observé.
– Cierto. Y de ustedes tres sólo Biao sabe hablar la lengua. Así que les propongo lo siguiente: yo buscaré la información en las bibliotecas del monasterio y usted, Elvira, con la ayuda de Biao, hablará con los monjes.
– ¿Y yo qué? -preguntó Fernanda con un dejo ofendido en la voz.
– Tú te unirás a las prácticas taoístas de los novicios del monasterio. Lo que aprendas de las artes marciales de Wudang quizá nos ayude también con el problema.
Por raro que parezca, la niña no protestó ni montó en cólera pero sus labios se quedaron blancos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo último que ella hubiera deseado en este mundo era una inmersión semejante en una cultura y unas prácticas que rechazaba de plano. De todas formas, no le iba a venir nada mal. Ahora que tenía una figura tan bonita y que su cara redonda había dado paso a un rostro fino y agraciado, un poco de ejercicio físico tendría sobre ella un efecto higiénico muy beneficioso.
Así que, a la mañana siguiente, después de los ejercicios taichi, de lavarnos y de desayunar un cuenco de harina de arroz con vegetales en vinagre y té, cada uno empezó con sus tareas. Lao Jiang pidió a los sirvientes un buen montón de libros que le fueron traídos en cajas cerradas y se recluyó con ellos en la habitación de estudio de la planta superior. Fernanda recibió un atavío completo de novicia y desapareció con cara abatida en pos de dos monjas jóvenes que a duras penas podían sostener, al mismo tiempo, los paraguas y la risa. Y el niño y yo, muy animados, nos lanzamos a la caza y captura de algún monje parlanchín saludando con simpatía a todos con cuantos nos cruzábamos por aquellos señoriales caminos empedrados. Sin embargo, y para nuestra desgracia, nadie parecía dispuesto a entablar una agradable conversación bajo el aguacero, envueltos por una luz oscura más propia del anochecer que de primera hora de la mañana. Por fin, cansados y mojados, nos recluimos en uno de los templos donde un viejo maestro estaba impartiendo una clase a un grupo de monjes y monjas que, sentados en el suelo sobre almohadillas de colores, parecían estatuas.
– ¿Qué dice?
Biao frunció el ceño e hizo un gesto de aburrimiento.
– Habla de la naturaleza del universo.
– Bueno, pero ¿qué dice?
– ¡Pero si no se entiende nada! -protestó.
Una mirada gélida bastó para que empezara a traducir precipitadamente. El Tao, explicaba aquel anciano maestro de blanca barbita, es la energía que anima todas las cosas. En el universo hay un orden que podemos observar, un orden que se manifiesta en los ciclos regulares de las estrellas, los planetas y las estaciones. En ese orden podemos descubrir la fuerza original del universo y esa fuerza es el Tao.
Sí que era complicado el asunto, pensé, aunque adjudiqué buena parte de tal complejidad a la desganada traducción de Pequeño Tigre.
Del Tao nació el qi, el aliento vital, y ese aliento vital se condensó en los Cinco Elementos de la materia: el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego, que representan transformaciones distintas de la energía y que se organizan bajo un orden dual conocido como yin y yang, los opuestos complementarios, que, al apoyarse y oponerse recíprocamente, generan el movimiento, la evolución y, por lo tanto, el cambio, que es lo único constante del universo. El yin se asocia a conceptos como quietud, tranquilidad, línea partida, Tierra, femenino, flexibilidad… El yang a dureza, potencia, línea continua, Cielo, masculino, actividad… Estudiando el Tao podremos unirnos a la fuerza original del universo pero, como no todas las personas son iguales, decía el maestro, ni tienen las mismas necesidades y destinos, existen cientos de maneras de realizar tal propósito.
A pesar de mi interés, aquellas ideas me parecían muy complicadas y, además, no terminaba de ver qué relación tenían el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego con el yin y el yang. Sin duda, me dije, en esta vida todo tiene su yin y su yang, es decir, su cara y su cruz, aunque el maestro no parecía estar haciendo una valoración simplista en el sentido de bueno o malo sino que aseguraba, sencillamente, que ambos opuestos, al relacionarse, generaban el movimiento y el cambio de las cosas.
– Es muy importante que aprendáis las relaciones de los Cinco Elementos -decía- porque la armonía del universo se basa en ellas y es la armonía lo que permite la vida. De este modo, recordad que el elemento fuego se asocia también con la luz, el calor, el verano, el movimiento ascendente y las formas triangulares; el agua, con lo oscuro, el frío, el invierno, la forma ondulante y el movimiento descendente, el metal, con el otoño, la forma circular y el movimiento hacia el interior; la madera, con la primavera, la forma alargada y el movimiento hacia el exterior; y la tierra, por último, con las formas cuadradas y el movimiento giratorio. El yang nace como madera, en primavera, y alcanza su culminación con el fuego, en verano. Entonces se detiene y, al ir deteniéndose, se convierte en Yin, que aparece como tal en otoño, con el metal, y que, a su vez, alcanza su cénit en invierno, con el agua, poniéndose de nuevo en movimiento y pasando a ser yang. El elemento tierra es el que equilibra el yin y el yang. Los Cinco Elementos están asociados también a las cinco direcciones. Como la energía benéfica viene del sur su elemento es el fuego y está representado por un Cuervo Rojo; por su parte, el norte pertenece al elemento agua y su figura es la Tortuga Negra; al oeste corresponde el metal y está simbolizado por un Tigre Blanco; el este se asocia con la madera y su imagen es la de un Dragón Verde; y, por último, el centro corresponde al elemento tierra y su forma es la de una Serpiente Amarilla.
Aquello era demasiado. En menos que canta un gallo, saqué de uno de mis bolsillos mi libreta Moleskine y anoté aquel galimatías con dibujos y símbolos utilizando mis lápices de colores. Biao, sin dejar de repetir la lección en castellano y francés, según le resultase mas cómodo, me miraba como si tuviera delante al Dragón Verde o al Tigre Blanco.
Aunque el maestro hablaba con parsimonia y Biao se pensaba mucho algunas palabras, creo que nunca he dibujado, garabateado y ensuciado una hoja con tanta rapidez como lo hice aquel día durante aquella clase en Wudang. En realidad, todo me parecía muy interesante, una teoría que me abría un mundo de posibilidades para pintar, para crear, para trabajar las composiciones de mis futuros cuadros y no podía permitir que se me escapara ni un solo detalle. Sin embargo, por increíble que parezca, el discurso sobre los Cinco Elementos aún no había terminado ya que éstos no sólo tenían una intensa y complicada vida propia sino que, además, se relacionaban entre sí de maneras muy originales:
– Los Cinco Elementos están sujetos a los ciclos creativo y destructivo del yin y el yang -explicaba calmosamente el maestro-. Cada uno de ellos puede ser nutrido por su aliado y aniquilado por su contrario. En el ciclo creativo, el metal genera el agua, el agua genera madera, la madera genera fuego, el fuego genera tierra y la tierra genera metal. En el destructivo, el metal destruye la madera, la madera destruye la tierra, la tierra destruye el agua, el agua destruye el fuego y el fuego destruye el metal.
Se había creado tal batiburrillo de conceptos en mi cabeza que ya no era capaz de entender lo que iba traduciendo Biao. Me conformaba, desde luego, con tenerlo anotado. Algún día, en París, todo aquello daría su fruto y la gente nunca sabría el origen de mi inspiración, como no sabían tampoco que el llamado Cubismo, inventado por mi compatriota Picasso, había nacido de una exposición de máscaras africanas que él había visitado en repetidas ocasiones en el Museo de la Humanidad de París. Sólo hacía falta ver las caras de su famoso cuadro Las señoritas de Avignon, primer lienzo cubista del mundo, para descubrir cuánto le debía Pablo al arte africano.
De todas formas, y viendo el angustioso aburrimiento del pobre Biao, pensé que ya estaba bien de filosofía taoísta por un día y que era hora de ponernos de nuevo en marcha para encontrar un monje que tuviera ganas de charlar con una extranjera y un niño sobre los objetivos de su vida. Guardé mi libreta -mi más preciado tesoro- en uno de los muchos bolsillos de mis calzones chinos y, con los pies todavía húmedos, recuperamos nuestras sombrillas de papel aceitado que aún chorreaban agua de lluvia sobre el suelo de piedra. Aquel tiempo era una calamidad y no parecía que fuera a parar de llover en los próximos días.
Como era de esperar, el niño y yo tuvimos muy poca suerte. Cerca del mediodía nos sentamos junto a una vieja monjita que pasaba el tiempo contemplando los picos de las montañas cercanas sentada con las piernas cruzadas sobre un bonito cojín de satén en la entrada de un templo. Era tan vieja y tan diminuta que los ojos apenas se le distinguían entre las arrugas de la cara. Llevaba el pelo canoso recogido en un moño y las uñas muy largas. La pobre mujer desvariaba. Decía que había nacido bajo el mandato del Cielo del emperador Jiaqing [35] y que tenía ciento doce años. Quiso saber nuestro lugar de origen pero no pudo comprender el mío pues, para ella, fuera del Imperio Medio no existía nada y, por lo tanto, yo no podía venir de allí. Hizo un gesto despectivo con la mano para darme a entender que yo era una mentirosa y que no iba a creersemis ridículas falsedades. Antes de que la conversación se estropease, quise que Biao le preguntara, con todo el respeto del mundo y destacando mucho que, a una edad tan avanzada como la suya y con tanta experiencia, seguramente sus palabras resolverían mis dudas, si conseguir la longevidad era más importante que tener buena salud.
La anciana se revolvió en su cojín y dejó ver unos ojillos blanquinosos antes de decir, muy enfadada:
– ¡No entiendes nada, pobre tonta! ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz. Y, ahora, dejadme. Estoy cansada de tanto hablar.
Nos despidió con un gesto y se concentró nuevamente en las montañas cercanas. Lo cierto es que no debía de verlas en absoluto: estaba claro que la cortina blanca que velaba sus ojos la había dejado ciega mucho tiempo atrás. Sin embargo, sonreía mientras Biao y yo nos alejábamos en dirección a nuestra casa. Realmente, parecía feliz. ¿Sería la felicidad el primer ideograma que podíamos colocar en su sitio?
Encontré a Lao Jiang en el cuarto de estudio del piso superior, leyendo al calor de un brasero de carbón. Ambos estuvimos de acuerdo en que había que empezar por ahí. Sin duda, la aspiración principal de cualquier ser humano era la felicidad y, aunque nos costara comprenderlo, los monjes de Wudang, con su vida retirada, también deseaban lo mismo.
– Lo malo es que sólo tenemos una oportunidad -comenté-. Si nos equivocamos, no habrá forma de conseguir el tercer pedazo del jiance.
– No hace falta que me recuerde lo evidente -gruñó.
– Si usted fuera muy feliz, ¿qué querría después? ¿Salud, paz o longevidad?
– Mire, Elvira -rezongó el anticuario, dejando caer la mano sobre uno de los volúmenes que tenía abiertos encima de la mesa-, no se trata sólo de averiguar cuál es el orden de prioridades vitales de los taoístas de Wudang. Esa anciana monja ha podido darle, en efecto, el primero de los cuatro ideogramas, pero lo realmente importante es conseguir pruebas que avalen esa disposición. No tenemos margen para el error. El abad no admitirá ni un solo fallo. Necesitamos pruebas, ¿comprende?, pruebas que respalden el orden de los caracteres.
En el almuerzo, al que no asistió Fernanda, tomamos fideos de harina de garbanzos, vegetales y un pan de forma y sabor extraños. Los pequeños novicios aparecieron a media tarde para llevarse los cuencos, barrer de nuevo la casa (lo hacían dos veces al día) y fumigar la habitación de estudio con unos vasos que desprendían vapor de agua aromatizado con hierbas que, al parecer, servía para proteger los libros de los gusanos que se comían el papel. Como Biao y yo no salimos aquella tarde por culpa del mal tiempo -llovía torrencialmente-, Lao Jiang nos estuvo contando algunas cosas sobre uno de los textos clásicos en los que trabajaba. Se trataba del Qin Lang Jin, escrito durante la dinastía Qin, la del Primer Emperador, que versaba sobre algo llamado K'an-yu, una filosofía milenaria muy importante que había cambiado de nombre con los siglos pasando a llamarse «Viento y agua» o, lo que es lo mismo, Feng Shui, y que trataba de las energías de la tierra y de la armonía del ser humano con la naturaleza y con su entorno. Lao Jiang, naturalmente, no había tenido tiempo de leerlo entero porque, además de ser difícil de comprender por su lenguaje arcaico y oscuro, quería hacerlo con mucha atención; estaba seguro de poder encontrar en él lo que buscábamos, ya que había descubierto repetidas menciones a los cuatro conceptos de los ideogramas.
Preocupada por la ausencia de Fernanda, cuando salimos del cuarto de estudio le dije a Biao que la buscara y la trajera inmediatamente a casa. Era muy tarde ya y la niña llevaba fuera todo el día. Además, se había marchado enfadada y triste y no quería que hiciera alguna tontería. Así que Biao partió a la carrera en busca de su Joven Ama y yo me quedé sola en el patio, bajo el porche, oyendo el potente ruido de la lluvia y mirando cómo el agua regaba las plantas y las flores. De repente, el corazón me dio un salto en el pecho y se me desbocaron las palpitaciones. Hacía tanto tiempo que no había tenido trastornos cardíacos que me asusté muchísimo. Empecé a dar vueltas como una loca de un lado a otro, luchando contra la idea de que iba a morir en aquel mismo instante fulminada por un ataque al corazón. Intentaba decirme que sólo era una de mis crisis neurasténicas, pero eso ya lo sabía y saberlo no me servía de nada. ¡Qué poco me habían durado los efectos saludables del viaje! En cuanto me había establecido de nuevo en una casa, la hipocondría se había adueñado otra vez de mí. Acallada por las distracciones de los últimos meses, la vieja enemiga se alzaba ahora poderosa aprovechando la primera ocasión. Por suerte, la niña y Biao hicieron su entrada por la puerta armando mucho alboroto y distrayéndome de mis negros pensamientos.
– ¡Ha sido estupendo, tía! -exclamaba Fernanda sacudiéndose el agua de encima como un perro. Estaba absolutamente empapada y traía las mejillas y las orejas encendidas. Pequeño Tigre la miraba con envidia-. ¡He pasado todo el día en un patio muy grande con otros novicios y novicias, haciendo una gimnasia muy parecida a los ejercicios taichi!
Lao Jiang se asomó desde la galería del piso superior con cara de pocos amigos.
– ¿Se puede saber qué ocurre?
– Fernanda ha vuelto encantada de su primer día como novicia de Wudang -comenté en tono de broma sin dejar de contemplar a la niña. Daba gusto verla tan contenta. No era lo normal.
El anticuario, de pronto muy satisfecho, empezó a bajar la escalera hacia nosotros.
– Eso es magnífico -comentó sonriente.
– Será magnífico -atajé muy seria, dirigiéndome a mi sobrina-, pero ahora vas a ir a secarte y a cambiarte de ropa antes de coger una pulmonía.
La cara de Fernanda se ensombreció.
– ¿Ahora?
– Ahora mismo -le ordené señalando con el dedo la entrada de nuestra habitación.
Como la lluvia hacía mucho ruido, mientras la niña volvía nos dirigimos hacia el cuarto de Biao, el de recibir a las visitas, y nos sentamos en el suelo, sobre cojines de raso hermosamente bordados. Lao Jiang me miraba sonriente.
– Creo que este viaje -dijo complacido- va a ser muy enriquecedor para usted y para la hija de su hermana.
– ¿Sabe lo que yo he aprendido hoy? -repuse-. La extraña teoría del yin y el yang y los Cinco Elementos.
Sonrió ampliamente, con manifiesto orgullo.
– Están conociendo ustedes muchas cosas importantes de la cultura china, las ideas principales que han dado lugar a los grandes modelos filosóficos y que han servido de base para la medicina, la música, las matemáticas…
Fernanda apareció como una tromba en ese momento, secándose el pelo con una fina tela de algodón.
– O sea -dijo mientras entraba y tomaba asiento-, estaba claro que yo no iba a entender nada, ¿verdad? Todos eran chinos y hablaban en chino y yo pensaba que aquello era una tontería. Además, llovía a mares y quería volver aquí. Pero, entonces, el maestro, el shifu, se me acercó y, con mucha paciencia, empezó a repetir una y otra vez los nombres y los movimientos hasta que fui capaz de imitarlos bastante bien. El resto de los novicios nos seguía pero, al principio, se reían de mí. Sin embargo, al ver que shifu les ignoraba y que sólo estaba conmigo, empezaron a trabajar en serio.
Tiró la larga toalla sobre una mesita de té y se puso en pie de un salto en el centro de la habitación.
– No irás a escenificarnos lo que has aprendido, ¿verdad? -me espanté. Le vi en la cara una primera reacción de rabia pero la presencia del anticuario la contuvo.
– Quisiera acompañar mañana a la Joven Ama -declaró Biao en ese momento.
– ¿Qué has dicho? -repuso Lao Jiang, mirando al niño con severidad.
– Que quiero acompañar mañana a la Joven Ama. ¿Por qué no puedo aprender yo también artes marciales?
Por muy alto que fuera, sólo tenía trece años y aquel día, conmigo, se había aburrido demasiado.
– Por supuesto que no. Tu deber es servir de intérprete a tu Ama Mayor.
– ¡Pero yo quiero aprender lucha! -protestó Pequeño Tigre, tan enfadado que me sorprendió.
– ¿Qué es esto? -bramó el anticuario, mirándome-. ¿Va usted a consentir que un criado se tome estas confianzas?
– No, claro que no -titubeé, no muy segura de lo que debía hacer. Lao Jiang se puso en pie y se acercó hasta un hermoso jarrón que descansaba sobre el suelo, en una esquina, para coger un largo tallo de bambú.
– ¿Quiere que proceda yo en su nombre? -me sugirió al ver mi cara de aprensión.
– ¿Es que va a pegarle? -exclamé horrorizada-. ¡De ninguna de las maneras! ¡Deje ese bambú!
– Usted no es china, Elvira, y no sabe cómo funcionan las cosas aquí. Incluso los altos funcionarios de la corte imperial admiten que recibir unos buenos azotes cuando lo han merecido es un castigo honroso que debe aceptarse con dignidad. Le ruego que no intervenga.
Ni que decir tiene que Fernanda y yo lloramos a lágrima viva mientras fuera, en el patio, se oía el silbido del bambú cortando el aire antes de golpear el trasero de Pequeño Tigre. Cada chasquido nos dolía a nosotras en el corazón. Desde luego, el niño se merecía un castigo, pero con mandarlo a la cama sin cenar hubiera sido suficiente. En China, sin embargo, una ancestral costumbre ordenaba que los criados que se tomaran excesivas confianzas con sus amos recibieran una buena somanta de palos. Por fortuna, las consecuencias de aquel mal trago fueron leves: el niño no pudo sentarse durante un par de días. Por lo demás, a la mañana siguiente apareció en nuestra habitación para abrir las ventanas y airear los k'angs como si nada hubiera ocurrido.
Seguía lloviendo a raudales y no hay ánimo que pueda soportar un tiempo tan desapacible sin caer en una cierta melancolía. La cosa se agravó cuando Fernanda fue incapaz de ponerse en pie para desayunar y descubrí que tenía una fiebre altísima. Inmediatamente, Lao Jiang mandó a Biao a por uno de los médicos del monasterio que no tardó en aparecer con todos sus extraños útiles de galeno chino. Fernanda tiritaba bajo la montaña de mantas que le habíamos puesto encima y mi preocupación tocó techo cuando vi que el monje trituraba unas hierbas no muy limpias y se las hacía ingerir a mi sobrina disueltas en un poco de agua. Estuve a punto de gritar y de lanzarme como una fiera contra el brujo que iba a matar a la niña con potingues alquímicos venenosos, pero Lao Jiang me contuvo, sujetándome por los brazos sin misericordia y susurrándome al oído que los médicos de Wudang eran los mejores de China y que la Montaña Misteriosa era la herboristería donde compraban sus productos los doctores más importantes. No me convenció. Me sentí culpable por no haber previsto que podríamos necesitar algunos medicamentos occidentales (Novamidón, Fenacetina…) y me dije que, si le pasaba algo a la niña, no podría perdonármelo nunca. Ella no tenía a nadie en el mundo más que a mí y yo, ahora que Rémy había muerto, sólo la tenía a ella y a mi edad y con mis alteraciones cardíacas, perder a las dos personas más importantes de mi vida en menos de un año sería sin duda mi fin. No lo soportaría.
Permanecí toda la mañana sentada a su lado, viéndola dormir y oyéndola gemir entre sueños inquietos. Lao Jiang y Biao tuvieron que cuidar de las dos. A mí me trajeron té muy caliente en varias ocasiones -no quise comer nada- y a Fernanda le hicieron beber la infusión de hierbajos que le había prescrito el brujo de Wudang. En una ocasión en que las lágrimas me resbalaban copiosamente por las mejillas sin poder evitarlo, el anticuario, acercando un cojín al mío, se sentó a mi lado.
– La hija de su hermana se curará -afirmó.
– Pero ¿y si ha contraído esa peste pulmonar que está matando a millones de sus compatriotas por todo el país? -objeté, desesperada. Me costaba hablar porque me costaba respirar.
– ¿Recuerda las palabras del Tao te king que le dijo el abad?
– No, no recuerdo nada -dejé escapar, molesta.
– «Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar; cuando todo se puede superar, nadie hay que conozca los límites de su fuerza.»
– ¿Y qué?
– Que usted, Elvira, necesita trabajar su moderación. El Tao te king insiste siempre en que la mente debe estar sosegada y en paz, las emociones contenidas y bajo el dominio de nuestra voluntad, el cuerpo descansado y los sentidos tranquilos. Lo contrario es nocivo para la salud. Una mente excitada por unas emociones sin control, en un cuerpo cansado y con los sentidos agitados es una invitación a la desdicha y la enfermedad. Su objetivo debería ser siempre la moderación, el justo término medio. Fernandina no va a morir. Sólo tiene un enfriamiento que, mal tratado, podría ser grave, no se lo discuto, pero está en las mejores manos y pronto volverá a sus clases con el resto de los novicios.
– ¡No volverá, puede estar seguro! ¡No pienso dejar que asista a ninguna clase más!
– Moderación, madame, por favor. Moderación para afrontar la enfermedad de la hija de su hermana; moderación para enfrentarse a sus problemas económicos; moderación para resistir a sus miedos.
Acusé con dignidad el golpe y le miré de soslayo, un tanto ofendida.
– ¿De qué está hablando?
– Durante nuestro viaje hasta aquí, siempre que la vi tranquilamente sentada, con la mirada perdida, el gesto de su cara era de ansia y preocupación. Sus movimientos taichi son rígidos, jamás fluyen. Sus músculos y sus tendones están agarrotados. Su energía qi se encuentra bloqueada en múltiples puntos de los meridianos de su cuerpo. Por eso el abad le aconsejó moderación. Debe usted saber que puede superarlo todo en esta vida porque los límites de su fuerza son inabarcables. No tenga tanto miedo. La moderación es uno de los secretos de la salud y la longevidad.
– ¡Déjeme en paz! -atiné a decir entre lágrimas. Mi sobrina estaba ahí delante, terriblemente enferma de vaya usted a saber qué, y el anticuario se creía con derecho a soltarme un sermón sobre unas rancias palabras escritas en un viejo libro desconocido en el mundo civilizado.
– ¿Quiere que me vaya?
– ¡Por favor!
Al cabo de un rato, aún enfadada, terminé por quedarme dormida sobre el suelo, con la cabeza apoyada en el k'ang de Fernanda. Por suerte, no pasó mucho tiempo (hubiera podido enfermar, con la humedad y el frío) antes de que mi sobrina se despertara y empezara a revolverse bajo las mantas.
– ¡Quite la cabeza de mis piernas, tía! Me estoy muriendo de calor.
Abrí los ojos, atontada por el sueño.
– ¿Cómo estás? -farfullé.
– Perfectamente. No me he encontrado mejor en toda mi vida.
– ¿En serio? -No podía creerlo. En menos que canta un gallo había pasado de unas fiebres que casi la hacían delirar a la normalidad más absoluta.
– Y tan en serio -repuso, destapándose y dando un pequeño brinco desde el k'ang hasta el suelo-. Quiero mi ropa.
– Hoy no irás a ninguna parte, muchacha -objeté muy seriamente-. Aún no te has recuperado del todo.
Tras una larga -larguísima- mirada de indignación vino una interminable retahíla de protestas, condenaciones, promesas y lamentos que me dejaron absolutamente fría. Ni por todo el oro del mundo iba a permitirle salir de casa aquel día, aunque, a última hora de la tarde estaba profundamente arrepentida de mi decisión: sus lloros y quejas se oían de tal modo en el silencio del monasterio que un grupo numeroso de monjes y monjas se había congregado frente a nuestra puerta para saber qué ocurría. De todos modos, yo estaba contenta: mejor llorona y escandalosa que no taciturna y muda como antes.
Habíamos perdido un día entero de trabajo, así que, tras una buena noche de sueño y unos ejercicios taichi en los que me esforcé por demostrarle a Lao Jiang lo muy flexibles que eran mis tendones y mis músculos, Biao y yo salimos de la casa con el ánimo bien dispuesto para conseguir nuestro objetivo. Se me había metido entre ceja y ceja que aquella viejecita del templo iba a ser una buena fuente de información, así que le dije al niño que, sin más demora, debíamos dirigirnos hacia el lugar donde la habíamos visto dos días atrás. Pero, cuando llegamos, resultó que la anciana no estaba, aunque sí su cojín, y también una joven monja que limpiaba de barro las puertas y el atrio del templo con mucha energía. La lluvia no había cesado; fuera de los caminos de piedra que unían los edificios, podías hundirte en el fango hasta los tobillos, así que aquella tarea parecía un tanto inútil. Biao habló con la barrendera para interesarse por la supuesta centenaria.
– Ming T'ien viene más tarde -le explicó aquélla-. Es tan mayor que no la dejamos levantarse hasta la hora del caballo.
– ¿Cuál es la hora del caballo? -pregunté a Biao.
– No lo sé, tai-tai, pero me parece que a media mañana.
Un niño más pequeño que Biao apareció corriendo por el camino bajo un paraguas. Llevaba el traje blanco de novicio que practica las artes marciales y no el atuendo de algodón azul que vestían los criados que venían a casa para hacer la limpieza.
– ¡Chang Cheng! -gritaba.
– ¡Qué raro resulta ver correr a alguien en este lugar! -le dije a Biao mientras empezábamos a alejarnos del templo de Ming T'ien-. Aquí todos caminan con pasos de procesión de Semana Santa.
– ¡Chang Cheng! -repitió el niño, agitando la mano en el aire para llamar nuestra atención. ¿Nos buscaba a nosotros?
– ¿Qué significa Chang Cheng? -le pregunté a Biao.
– Es el nombre chino de la Gran Muralla -repuso. A esas alturas ya no quedaba ninguna duda de que el niño venía tras nosotros.
– ¡Chang Cheng! -exclamó sin resuello el pequeño corredor, deteniéndose ante mí y haciendo una reverencia-. Chang Cheng, el abad quiere que te acompañe a la cueva del maestro Tzau.
Miré a Biao, sorprendida.
– ¿Estás seguro de que ha dicho eso y de que me ha llamado «Gran Muralla»?
Biao, sonriendo entre dientes, asintió. Pero yo estaba indignada.
– Pregúntale por qué me llama así.
Los dos niños intercambiaron algunas palabras y Pequeño Tigre, intentando mantenerse serio, dijo:
– Todo el mundo en el monasterio la llama Gran Muralla desde ayer, tai-tai, desde que los llantos de la Joven Ama se oyeron por toda la montaña Wudang. A usted la llaman Chang Cheng y a ella Yu Hua Ping, Jarro de lluvia.
Los poéticos nombres chinos, tan rimbombantes, podían ocultar también una ironía que pretendía ser graciosa.
– Debemos acompañar al novicio, tai-tai. El maestro Tzau nos espera.
¿Por qué querría el abad que visitara a ese maestro que vivía en una cueva? La única manera de averiguarlo era seguir al niño, así que, confiando en terminar dicha visita antes de la hora del caballo, iniciamos un largo camino bajo la lluvia torrencial. Durante nuestro trayecto pasamos junto a muchos templos impresionantes, subimos y bajamos muchas escaleras y cruzamos muchos patios en los que novicios y monjes practicaban complicadas artes marciales, afanándose bajo la lluvia con esos vestidos blancos como la nieve que ofrecían una hermosa oposición contra el gris oscuro de la piedra y el rojo de los templos. Algunos trabajaban con lanzas larguísimas, otros con espadas, sables, abanicos y todo tipo de extraños artilugios para la lucha. En una de aquellas explanadas, varios metros por debajo del gran puente que los dos niños y yo cruzábamos en aquel momento, una figurilla blanca agitó los brazos para llamar nuestra atención. Era Fernanda, que nos había visto y nos saludaba. Me pregunté cómo había sabido que éramos nosotros si las sombrillas nos cubrían las cabezas y había otra mucha gente deambulando por aquel laberinto de puentes, caminos y escaleras de piedra decorados con mil esculturas de calderos, grullas, leones, tigres, tortugas, serpientes y dragones, algunas de las cuales daban verdadero miedo.
Por fin, tras mucho caminar y mucho ascender por uno de los picos que formaban la Montaña Misteriosa, llegamos junto a la entrada de una gruta. El novicio le dijo algo a Biao y, tras una reverencia, echó a correr colina abajo.
– Ha dicho que debemos entrar y buscar al maestro.
– Pero si está oscuro como la boca de un lobo -protesté.
Biao se mantuvo en silencio. Creo que hubiera preferido que nos marchásemos de allí lo más rápidamente posible. Como a mí, no le hacía ninguna gracia entrar en una cueva tenebrosa en la que a saber qué clases de bichos y animales podían picarnos o atacarnos. Pero no había más remedio que obedecer al abad, así que, cada uno se tragó su miedo y, plegando los paraguas, entramos en la cueva. Al fondo se veía una luz. Nos dirigimos hacia ella caminando muy despacio. El silencio era absoluto; apenas llegaba, amortiguado, el sonido del aguacero que íbamos dejando atrás. Fuimos serpenteando por pasadizos y galerías tenuemente iluminados por antorchas y lámparas de aceite. El camino descendía hacia el interior de la montaña y una sensación opresiva empezaba a atenazarme la garganta, sobre todo cuando se volvía tan estrecho que teníamos que avanzar de lado. El aire era pesado y olía a humedad y a piedra. Por fin, tras un rato que se me hizo eterno, llegamos a una cavidad natural que se abría súbitamente al final de un angosto corredor. Allí, sentado sobre una ancha protuberancia de roca que surgía del suelo como un grueso tronco talado a escasa altura, un monje tan viejo que lo mismo podía ser centenario que milenario permanecía inmóvil, con los ojos cerrados y las manos cruzadas a la altura del abdomen. Al principio me asusté muchísimo porque me pareció que estaba muerto pero, luego, al oír que nos acercábamos, entreabrió los párpados y nos examinó con unos ojos extraños, como de color amarillo, que casi me hicieron soltar un grito de terror. Biao dio unos pasos rápidos y se colocó detrás de mí; así que allí estaba yo, la más valiente del mundo, sirviendo de escudo entre un diablo y un niño asustado. El diablo alzó lentamente una mano con unas uñas tan largas que se enroscaban sobre sí mismas y nos hizo un gesto para que nos acercáramos. La cosa no estaba clara. Algo en mi interior me impedía avanzar un solo milímetro hacia aquella aparición infernal y no sólo porque despidiese un repugnante hedor a mugre y a estiércol de buey que podía percibirse desde donde estábamos. Entonces habló, pero Biao no tradujo sus palabras. En la boca del viejo faltaban casi todos los dientes y los pocos que le quedaban eran tan amarillos como sus ojos y sus uñas. Le di un codazo al niño y le oí soltar una exclamación ahogada.
– ¿Qué dice? -La voz no me salía del cuerpo.
– Dice que es el maestro Tzau y que nos acerquemos sin temor.
– ¡Ah, bueno, pues nada! Ya está claro -repuse sin moverme.
De algún lugar a su espalda, el maestro extrajo un tubo forrado de cuero negro, muy desgastado, y lo destapó, quitándole la parte superior. No era muy alto, un palmo poco más o menos y del ancho de una pulsera de caña. Al abrirlo, el montón de palitos de madera que contenía hicieron un sonecillo tranquilizador que reverberó contra las paredes de la caverna. Fue entonces cuando descubrí que éstas estaban cubiertas de extraños signos y caracteres labrados en la piedra. Alguien había pasado muchos años de su vida tallando pacientemente bajo aquella pobre luz un montón de rayas largas y cortas, como de Morse, y un montón de ideogramas chinos.
El espíritu de ojos amarillos volvió a hablar. Su voz recordaba el chirrido de las ruedas de un tren contra los raíles. Creo que se me erizó todo el vello del cuerpo.
– Insiste en que nos acerquemos. Dice que tiene muchas cosas que enseñarnos por orden del abad y que no puede perder el tiempo.
Claro, ciertamente, ¿cómo no lo había pensado? Era natural que un anciano de mil años sentado todo el día sobre una piedra en el interior de una cueva subterránea tuviera un montón de cosas que hacer.
Más muertos que vivos nos aproximamos hacia la gran roca mientras el maestro Tzau, con gestos idénticos a los de cualquier mujer que aún tiene húmeda la laca de uñas, extraía los palitos de madera del cilindro de cuero.
– Dice que ya basta -susurró Biao-, que nos detengamos aquí -estábamos como a un par de metros de la roca- y que nos sentemos en el suelo.
– Lo que faltaba -mascullé, obedeciendo. Desde esa altura, el maestro parecía la estatua de un dios imponente y pestífero. El pobre Biao, que no podía sentarse, se arrodilló y le costó un poco encontrar una postura más o menos cómoda.
La mano seca del espíritu de ojos amarillos se alzó en el aire para enseñarnos los palillos que sujetaba.
– Siendo usted extranjera -dijo-, es imposible que entienda la profundidad y el sentido del IChing, también conocido como el Libro de las Mutaciones, por eso el abad me ha pedido que se lo explique. Con estos palillos puedo decirle muchas cosas sobre usted misma, sobre su situación actual, sus problemas y sobre cómo actuar de la mejor manera posible para resolverlos.
– ¿El abad quiere que me hable de videncia y adivinación? -No pude poner un gesto más expresivo sobre lo que pensaba al respecto pero, seguramente, mi cara era tan inescrutable para los chinos como las suyas lo eran para mí porque el maestro continuó con su perorata como si yo no hubiera dicho nada.
– No se trata de videncia ni de adivinación -replicó el viejo-. El I Ching es un libro con miles de años de antigüedad que contiene toda la sabiduría del universo, de la naturaleza y del ser humano, así como de los cambios a los que están sujetos. Todo lo que usted quiera saber se encuentra en el I Ching.
– Ha dicho que se trataba de un libro… -comenté, mirando a mi alrededor por si veía algún ejemplar de ese I Ching.
– Sí, es un libro, el Libro de las Mutaciones, de los cambios. -El demonio de ojos amarillos soltó una risita siniestra-. No puede verlo porque está en mi cabeza. He pasado tanto tiempo estudiándolo que conozco de memoria sus Sesenta y Cuatro Signos, así como sus dictámenes, imágenes e interpretaciones, sin olvidar las Diez Alas, o comentarios, añadidas por Confucio y los numerosos tratados que eruditos más grandes que yo escribieron sobre este libro sapiencial a lo largo de los milenios.
¿«Eruditos más grandes que yo»…?
– El I Ching describe tanto el orden interno del universo como los cambios que se producen en él y lo hace a través de los Signos, de los sesenta y cuatro hexagramas mediante los cuales los espíritus sabios nos informan de las diferentes situaciones en las que puede encontrarse un ser humano y, de acuerdo con la ley del cambio, pronosticar hacia dónde van a evolucionar dichas situaciones. Por eso los espíritus que hablan a través del I Ching pueden aconsejar a las personas que les consultan sobre acontecimientos venideros.
¡Dios mío!, pensaba yo irritada, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo? No me interesan en absoluto los espíritus.
– En todas las calles de China hay adivinos que utilizan el I Ching para leer el futuro por unas pocas monedas, Ama -me susurró Biao en ese momento-. Pero no son muy dignos de respeto. Es un gran honor para usted que el maestro Tzau quiera hacerle su oráculo.
– Será como tú dices -comenté, despectiva.
Biao miró a hurtadillas al maestro.
– Deberíamos disculparnos por la interrupción.
– Pues hazlo. Date prisa. Quiero hablar con la anciana Ming T'ien antes de la comida.
– El Libro de las Mutaciones -siguió diciendo el maestro Tzau, ajeno a mi desinterés- fue uno de los pocos que se salvó de la gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador, que era un devoto seguidor de la filosofía del yin y el yang, los Cinco Elementos, el K'an-yu o Feng Shui y el I Ching. Gracias a ello, hoy podemos seguir consultando a los espíritus.
Eso ya era otra cosa, me dije aguzando el oído. Si seguía hablando del Primer Emperador, le prestaría de nuevo atención. Pero, claro, no lo hizo. Sólo había sido una mención colorista.
– Dice que le pregunte usted lo que desee saber para que pueda lanzar los palillos.
No me lo pensé dos veces.
– Pues dile que quiero saber, por orden de importancia, cuáles son los cuatro objetivos de la vida de un taoísta de Wudang. Pero aclárale que no los objetivos de cualquier taoísta chino sino, particularmente, los de los taoístas de este monasterio.
– Muy bien -respondió el maestro cuando Biao le repitió mi petición. Por supuesto, no le creí. ¿Acaso el abad nos iba a regalar la respuesta a su propia pregunta a través de un médium o lo que quiera que fuera aquel extraño anciano? Anciano que, por cierto, ya había empezado su particular ceremonia cogiendo las varillas y extendiéndolas frente a él sobre la piedra como un tahúr que extiende una baraja sobre la mesa de juego. Lo primero que hizo fue separar una de ellas y dejarla al margen y, luego, agrupó las restantes en dos montones paralelos, extrayendo otra más del lote de la derecha y poniéndosela entre los dedos meñique y anular de la mano izquierda. De esta guisa y con esa misma mano cogió el montón que tenía debajo y empezó a retirar metódicamente varillas en grupos de a cuatro. Cuando ya no pudo quitar más porque le quedaban menos de esa cifra, se colocó dicho resto entre los dedos anular y corazón de la mano que ya empezaba a parecer un alfiletero o un cactus. Después, repitió la operación con el montón de la derecha y se puso el resto sobrante entre los dedos corazón e índice. Entonces, anotó algo con el pincel en un pliego de papel de arroz y, para mi desesperación, le vi comenzar de nuevo todo el ritual desde el principio hasta que lo repitió cinco veces más, momento en el que, al fin, pareció quedar satisfecho y yo tuve que regresar rápidamente del lugar al que me había llevado hacía bastante rato mi aburrido pensamiento. Los ojos amarillos del maestro Tzau se quedaron prendados en mí mientras, con una de sus enroscadas uñas, me indicaba uno de los signos de la pared:
– Ahí tiene su respuesta. Su primera figura es ésa, «La Duración».
Miré hacia donde señalaba y esto fue lo que vi:
– Como hay un Viejo Yin en la sexta línea -continuó diciendo-, tiene también una segunda figura, aquella de allá -y señaló en otra dirección-, «El Caldero».
Me quedé absolutamente desconcertada. El asunto del oráculo debía de estar pensado sólo para los chinos porque yo no había entendido nada de nada. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora, dar las gracias al maestro por aquella absurda predicción según la cual un caldero muy firme y permanente era la respuesta a mi pregunta sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? El anciano había señalado dos de los peculiares dibujos de la pared, cada uno de ellos compuesto por seis líneas superpuestas, unas continuas y otras partidas por la mitad, con un ideograma chino encima que debía de ser su nombre. Los que a mí me habían correspondido, gracias al baile y manoseo de varillas, eran «La Duración» -dos trazos partidos, tres continuos y, al final, otro más partido- y «El Caldero» -un trazo continuo, otro partido, tres continuos y, el último, partido; es decir que eran idénticos salvo por la raya superior, lo que me llevó a pensar que aquélla debía de ser el Viejo Yin de la sexta línea al que había hecho alusión el brujo y que, por lo tanto, aquellos hexagramas se leían de abajo arriba y no de arriba abajo.
– Usted es una de esas personas -empezó a decirme el viejo- que vive en un estado de permanente desasosiego. Esto le ha traído y le trae grandes infortunios. No es feliz, no tiene paz y no encuentra descanso. «La Duración» habla del trueno y del viento obedeciendo a las leyes perpetuas de la naturaleza, así como de los beneficios de la perseverancia y de tener un sitio adonde ir. Además, el Viejo Yin de la sexta línea indica que su perseverancia se ve alterada por su desasosiego y que su mente y su espíritu sufren mucho por su nerviosismo. Sin embargo, «El Caldero» le informa de que, si usted rectifica su actitud, si actúa siempre y en todo con moderación, su destino la llevará a encontrar el significado de su vida y a seguir el camino correcto en el que obtendrá gran ventura y éxito.
No era exactamente la respuesta a mi pregunta pero se acercaba mucho a una descripción bastante buena de mí misma así que, igual que los ríos se desbordan bajo las lluvias torrenciales, yo empecé a sulfurarme lenta pero imparablemente por esa manía china de hacerte un examen médico del alma y cantarte La Traviata con el propósito de que hicieras no sé cuántos cambios en tu personalidad por no sé qué extrañas razones. Era verdad que detrás de sus sentencias no se ocultaba esa cargante moralina cristiana en la que me había criado, pero tenía demasiado orgullo para aceptar que cualquier celeste de pelo blanco se sintiera autorizado a decirme lo que me pasaba y lo que sería bueno que hiciera. ¡No se lo había consentido jamás a mi familia y no se lo iba a consentir ahora a unos extraños de otro país que, encima, comían con palillos! Pero el maestro Tzau no había terminado:
– El IChing leha dicho cosas importantes a las que debería hacer caso. Las entidades espirituales que hablan a través del Libro de las Mutaciones sólo quieren ayudarnos. El universo tiene un plan demasiado grande para ser comprendido por nosotros, que sólo vemos pequeños pedazos inexplicables y vivimos en la ceguera. Fueron los antiguos reyes Fu Hsi y Yu quienes descubrieron los signos formados por combinaciones de líneas rectas Yang y líneas quebradas Yin que forman los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching. Todo eso ocurrió hace más de cinco mil años. El rey Fu Hsi encontró, en el lomo de un caballo que surgió del río Lo, los signos que describen el orden interno del universo; el rey Yu, en el caparazón de una tortuga gigante que emergió del mar al retirarse las aguas, los que explican cómo se producen los cambios. El rey Yu fue el único ser humano que pudo controlar las crecidas y las inundaciones en la época de los grandes diluvios que asolaron la Tierra. Yu viajaba con frecuencia hasta las estrellas para visitar a los espíritus celestiales y éstos le entregaron el mítico Libro del Poder sobre las Aguas, que le permitió encauzar las corrientes y secar el mundo. Aún hoy, los maestros taoístas y los que practican las artes marciales internas ejecutan la suprema danza mágica que llevaba a Yu hasta el cielo. Es una danza muy poderosa que debe interpretarse con mucho cuidado. Para terminar, debo hablarle del rey Wen, de la dinastía Shang [36], que fue quien, reuniendo y combinando matemáticamente los signos encontrados por el rey Fu Hsi y el rey Yu, compuso los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching que aparecen tallados en las paredes de esta cueva.
¿Sería ya la hora del caballo? No quería parecer grosera y por eso aparentaba prestar mucha atención al discurso del maestro Tzau frunciendo el ceño y asintiendo con la cabeza pero, en realidad, lo único que me preocupaba en aquel momento era encontrar a la vieja Ming T'ien antes de la comida. Me daban lo mismo los antiguos reyes chinos y sus diluvios universales. Nosotros, en Occidente, también habíamos tenido el nuestro y, además, un Noé salvador.
– Y, ahora, pueden marcharse -dijo inesperadamente el maestro, cerrando los ojos y adoptando otra vez aquella postura de absoluta concentración que tenía cuando llegamos. Colocó una mano sobre la otra a la altura del vientre y pareció que se dormía. Era la señal que estaba esperando. Biao y yo, todavía un tanto sorprendidos por el súbito desenlace de aquella conversación, nos pusimos en pie y abandonamos la cueva siguiendo el mismo laberíntico camino que habíamos hecho para llegar hasta allí. Cuando volví a escuchar, a lo lejos, el agradable ruido de la lluvia y el fuerte tronar del cielo, sentí un gran alivio en mi corazón y aceleré el paso para llegar al aire libre y limpio de la montaña. Qué asfixiantes resultaban los espacios cerrados y más aún si olían penosamente a inmundicia.
Una vez con nuestros paraguas en las manos, el niño y yo nos miramos, desorientados.
– ¿Sabremos volver al monasterio? -pregunté.
– A algún sitio llegaremos… -me respondió, haciendo una brillante deducción.
Caminamos durante mucho tiempo por la montaña. A veces, tomábamos caminos que terminaban en las entradas a otras cuevas o en manantiales de los que, obviamente, brotaba el agua en abundancia. El fango se nos adhería a los pies como unas pesadas botas militares. Al fondo, en las laderas de los picos de enfrente, teníamos los edificios de los templos e intentábamos avanzar hacia ellos pero nos perdíamos una y otra vez. Por fin, después de mucho tiempo, encontramos un trecho de «Pasillo divino» y lo seguimos, tremendamente reconfortados. Nos limpiábamos los pies en los charcos pero las sandalias de cáñamo estaban deshechas y llegamos descalzos al primero de los palacios que se nos apareció en el camino. Era una escuela de artes marciales para niños y niñas muy pequeños. Del techo colgaban lo que parecían sacos de arena y extrañas piezas de madera, que servían para que los críos realizaran extraños ejercicios que no nos entretuvimos en observar. Yo tenía mucha prisa por hablar con Ming T'ien. Estaba segura de poder sonsacarle el segundo ideograma del acertijo y, con dos en nuestro poder, obtener el tercero sería coser y cantar. El cuarto y último, pensé con una sonrisa, no había que buscarlo. Saldría por eliminación.
Pero, cuando por fin llegamos a su templo, Ming T'ien estaba descansando después de comer. Resulta que habíamos pasado muchísimo tiempo dentro de la gruta con el maestro Tzau y dando vueltas por las montañas. Una novicia nos informó de que no volvería a su cojín de satén hasta la hora del Mono [37], de modo que al niño y a mí no nos quedó más remedio que regresar a casa con las manos vacías.
Lao Jiang estaba cómodamente sentado en una esquina del patio viendo llover. El cielo retumbaba como si se estuviera resquebrajando, con fuertes y ensordecedores truenos. Todo vibraba y se estremecía pero el anticuario lucía una expresión de gran satisfacción en la cara y sonrió con alegría cuando nos vio entrar por la puerta.
– ¡Grandes noticias, Elvira! -dijo levantándose y caminando hacia nosotros con los brazos abiertos. El ruedo de su túnica tenía manchas de humedad por culpa del suelo mojado.
– Me alegro, porque a mí sólo me han leído el futuro -exclamé desolada, dejando el paraguas apoyado contra una pared. Lao Jiang pareció quedar muy impresionado.
– ¿Quién?
– El abad quiso que visitara a un tal maestro Tzau que vive en una cueva subterránea, dentro de una montaña.
– ¡Qué gran honor! -murmuró-. Sólo puedo decirle que no se tome a broma lo que le haya dicho el maestro, si me permite el comentario.
– Se lo permito, pero los oráculos y los médiums no son asuntos de mi agrado. Quizá a usted también le inviten a visitar su cueva para que el maestro le lea el futuro.
La cara del anticuario cambió durante unos segundos. Me pareció ver miedo en sus ojos, un miedo raro que se desvaneció tan rápidamente como había surgido y que me dejó con la duda de si no habría sido un efecto de mi agitada imaginación.
– Puedo contarle, eso sí -continué explicándole, quizá demasiado rápidamente-, que el IChing fue una de las pocas obras que se salvó de una gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador.
Lao Jiang asintió.
– Es cierto que Shi Huang Ti ordenó quemar los textos de las Cien Escuelas, las crónicas de los antiguos reinos, toda la poesía y también los documentos de los viejos archivos. Su intención era eliminar cualquier rastro de los sistemas de gobierno anteriores al suyo. Tras unificar «Todo bajo el Cielo» y crear el Imperio Medio quiso que las viejas ideas desaparecieran y, con ellas, cualquier intento de volver al pasado.
– Eso me recuerda su obsesión por impedir la Restauración Imperial.
El anticuario bajó la mirada al suelo.
– Shi Huang Ti tenía razón al sospechar que, cuando el mundo avanza, siempre quedan peligrosos nostálgicos capaces de cualquier cosa, madame, y si no me cree, mire el golpe de Estado militar ocurrido en su país, la Gran Luzón. Por eso el Primer Emperador ordenó la quema de libros y archivos. Quiso provocar el olvido, pero no debemos dejar de lado que también ordenó destruir todas las armas de los ciudadanos de su nuevo imperio y, con el bronce que consiguió después de fundirlas, mandó fabricar enormes campanas y doce gigantescas estatuas que colocó en la entrada de su palacio de Xianyang. Ideas y armas, Elvira. Tiene sentido, ¿no cree?
Era una pregunta extraña, especialmente por el tono con el que me la había formulado. Pero todo era raro en aquella Montaña Misteriosa y yo tenía muy clara mi respuesta.
– Las armas sí, Lao Jiang -repuse, dirigiéndome hacia el comedor; me había dado cuenta de que estaba hambrienta-, pero no los libros. Las armas matan. Recuerde nuestra reciente guerra en Europa. Los libros, por el contrario, alimentan nuestras mentes y nos hacen libres.
– Pero muchas de esas mentes caen en las redes de ideas peligrosas.
Suspiré.
– Bueno, así es el mundo. Siempre podemos intentar mejorarlo sin destruir ni matar. Me sorprende que un taoísta como usted que perdonó la vida a los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan de Shanghai, me esté diciendo estas cosas.
– Yo no defiendo las armas ni la muerte -repuso él, tomando asiento frente a mí que me había colocado ante mis apetitosos cuencos de comida fría; Biao se había retirado con los suyos a un rincón y los de Fernanda, naturalmente, no estaban-. Sólo digo que debemos impedir que las viejas ideas ahoguen a las nuevas, que el mundo cambia y evoluciona y que volver al pasado nunca ha hecho grande a una nación.
– Mire, ¿sabe qué? -repuse llevándome a la boca un poco de arroz-, no me gustan ni la política ni los grandes discursos. ¿Por qué no me cuenta esas buenas noticias que quería darme cuando he llegado?
Su rostro se iluminó.
– Tiene razón. Le pido disculpas. Voy a traer el libro y, mientras usted come, le leeré lo que he encontrado.
– Sí, vaya, por favor… -le animé engullendo mis verduras con verdadero apetito. Pero su ausencia no duró mucho, apenas unos minutos. Pronto le tenía sentado nuevamente frente a mí con un antiguo volumen chino desplegado sobre las piernas.
– ¿Recuerda que le hablé en cierta ocasión de Sima Qian, el historiador chino más importante de todos los tiempos?
Hice un gesto vago que no quería decir nada porque eso era exactamente lo que recordaba: nada.
– Cuando íbamos en la barcaza por el río Yangtsé -continuó él, imperturbable-, le conté que Sima Qian, en su libro Memorias históricas, afirmaba que todos cuantos habían participado en la construcción del mausoleo del Primer Emperador habían muerto con él. ¿Lo recuerda?
Afirmé con la cabeza y seguí comiendo.
– Pues ésta es una maravillosa copia del llamado Shiji, Memorias históricas, de Sima Qian, escrito hace más de dos mil años, poco después de la muerte del Primer Emperador. Estaba seguro de que en Wudang debía de haber un ejemplar. No hay muchos, no crea. Éste valdrá una verdadera fortuna -ahora hablaba como comerciante, sin duda-. Pedí el libro porque quería estar seguro de los datos que daba el cronista sobre la tumba, ya que es la única fuente documental que existe sobre ella, y escuche lo que he encontrado en la sección llamada Anales Básicos. -Suspiró profundamente y empezó a leer-: «En el noveno mes fue enterrado el Primer Augusto Emperador cerca del monte Li. Cuando Shi Huang Ti ascendió al trono, comenzó a excavar y a dar forma al monte Li. Más tarde, una vez se hubo apoderado de Todo bajo el Cielo, mandó trasladar allí a más de setecientos mil condenados procedentes de todo el imperio. Se excavó hasta encontrar tres canales subterráneos de agua y se recubrió todo con bronce fundido. Se construyeron réplicas de palacios, pabellones, torres, edificios gubernamentales y de los cien funcionarios, así como instrumentos extraños, joyas y objetos maravillosos para llenar la tumba. A los artesanos se les ordenó la fabricación de arcos y ballestas automáticas, colocados de tal modo que se dispararan si alguien intentaba violar la tumba. Se utilizó mercurio para hacer los cien ríos, el río Amarillo y el Yangtsé, así como los grandes mares, realizándolos de tal manera que parecían fluir y se comunicaban entre ellos.»
A esas alturas, yo había dejado de comer y le escuchaba embobada. ¿Mercurio en grandes cantidades para construir ríos y mares? ¿Réplicas de palacios, torres, soldados, funcionarios, además de instrumentos y objetos maravillosos…? Pero ¿de qué estábamos hablando?
Lao Jiang seguía leyendo:
– «En la parte superior estaba representado todo el Cielo y en la parte inferior la Tierra. Se utilizó aceite de ballena para alumbrar las lámparas calculando la cantidad para que la luz jamás se extinguiera. El Segundo Emperador decretó que las concubinas de su padre que no habían tenido hijos le siguieran a la tumba y murió una multitud de ellas. Luego, un alto dignatario dijo que los artesanos y los obreros que habían construido la tumba e inventado todos aquellos artificios mecánicos sabían demasiado acerca del mausoleo y de los tesoros que escondía y que no se podía estar seguro de su discreción, por lo que, apenas el Primer Emperador fue colocado en la cámara mortuoria rodeado de sus tesoros, se cerraron las puertas interiores y se bajó la exterior, dejando encerrados a todos los que habían trabajado allí. No salió ninguno. Después, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.»
Levantó los ojos del texto y me observó, triunfante.
– ¿Qué le había dicho? -exclamó-. ¡Es un lugar lleno de tesoros!
– Y de trampas mortales -maticé-. Por lo que dice ese historiador, hay una insospechada cantidad de arcos y ballestas esperando para dispararse automáticamente en cuanto pongamos el pie en el mausoleo, sin contar con esos artificios mecánicos de los que nada sabemos, pensados expresamente para los ladrones de tumbas como nosotros.
– Como siempre, Elvira, su pensamiento negativo va demasiado rápido. ¿Acaso no recuerda que nosotros tenemos el mapa de Sai Wu, el jefe de obras? Lo preparó para su propio hijo, Sai Shi Gu'er, así que ¿duda, acaso, de que en el tercer pedazo del jiance están las soluciones para salir airoso de cualquier trampa que proteja la tumba?
El Viejo Yin de mi Caldero Duradero me impedía confiar ciegamente en las palabras de Lao Jiang. Desasosiego y nerviosismo. ¿No eran ésos los términos que definían mi temperamento, según el IChing?Pues no podía quedarme tranquila, confiando en el amor de Sai Wu por su pobre hijo huérfano, después de oír lo de los arcos, las ballestas y los artificios mecánicos. No, señor, no podía. Y, además, aún no teníamos el tercer fragmento del jiance, lo que me recordó que no sería bueno perder más tiempo comiendo si no quería que Ming T'ien se me escapara de nuevo.
– ¿Es ya la hora del Mono? -pregunté en chino, limpiándome los labios con un pañuelo y poniéndome en pie.
El anticuario sonrió.
– Se está convirtiendo usted en una auténtica hija de Han, Elvira.
También yo sonreí.
– Creo que no, señor Jiang. Tratan ustedes demasiado mal a sus mujeres como para que sea una condición deseable. De momento, prefiero seguir siendo europea, pero no niego que su idioma y su cultura están empezando a gustarme.
Pareció ofenderse pero me dio igual. ¿No afirmaba él que el mundo estaba cambiando y que debíamos impedir que las viejas ideas ahogaran a las nuevas? Pues quizá debería aplicar sus grandes pensamientos políticos a la situación desfavorecida de la otra gran mitad de la población de su inmenso país.
– Sí, ya es la hora del Mono -gruñó.
– Gracias -exclamé saliendo a toda prisa por la puerta del comedor en busca de un nuevo par de sandalias-. ¡Biao, vamos!
Me sentía contenta mientras el niño y yo corríamos por las calzadas de piedra y subíamos y bajábamos las interminables escaleras de Wudang cubriéndonos con nuestros paraguas de papel. Sin darme cuenta, le había dicho a Lao Jiang una gran verdad: la cultura china, el arte chino, la lengua china me gustaban muchísimo. Me resultaba imposible mantener la actitud de los extranjeros que habitaban las concesiones internacionales, encerrados siempre en sus pequeños grupos de occidentales sin mezclarse jamás con los nativos, sin aprender su idioma, despreciándolos como ignorantes e inferiores. Aquel largo viaje por un país agonizante dividido entre partidos políticos, imperialistas, mafias y señores de la guerra me estaba aportando tantas cosas que iba a necesitar mucho tiempo para asimilarlas todas y sacarles el partido que merecían.
Pero aún me alegré más cuando, desde la distancia, vi a la anciana y diminuta Ming T'ien sentada en su cojín en el pórtico del templo. Como la última vez, sonreía mirando al vacío, contemplando unas montañas que sus ojos no eran capaces de apreciar y un cielo encapotado y lluvioso que no podía ver. Pero, sin duda, era feliz. Cuando nos oyó llegar, adivinó que éramos nosotros.
– Ni hao, Chang Cheng -dijo con aquella vocecilla rota con la que me había llamado «pobre tonta» la última vez. Sin duda, que ahora me nombrase por mi nuevo apodo de «Gran Muralla» indicaba lo muy rápido que circulaban las noticias por el monasterio.
– Ni hao, Ming T'ien -respondí-. ¿Cómo estás hoy?
– Pues esta mañana me dolían un poco los huesos, pero después de hacer mis ejercicios taichi me he encontrado mucho mejor. Gracias por interesarte por mi salud.
¡Cómo no le iban a doler los huesos! Estaba tan encogida sobre sí misma, tan doblada y retorcida por la edad, que lo extraño era que aún pudiese practicar taichi.
– ¿Recuerdas que te enfadaste conmigo el otro día porque fui tan ignorante que no supe adivinar que lo más importante de la vida es la felicidad?
– Claro.
– ¿Y es la felicidad lo más importante para un taoísta de Wudang?
– Así es.
– Entonces, para un taoísta de Wudang, ¿qué sería lo más importante después de la felicidad?
Ming T'ien, haciendo honor a su nombre [38], resplandecía de satisfacción ante mis preguntas. Quizá nunca hubiera tenido discípulos y le encantaba la idea o, por el contrario, los había tenido y echaba de menos su antigua condición de maestra, el caso es que su pequeña cara arrugada ya no le permitía sonreír más.
– Imagínate que en este momento eres muy feliz -repuso-. Siéntelo dentro de ti. Eres tan feliz, Chang Cheng, que tu deseo principal sería…
¿Mi deseo principal? ¿Cuál sería mi deseo principal si yo fuera feliz? Sacudí la cabeza con desolación. ¿Qué era ser feliz? No podía reproducir a voluntad un sentimiento que desconocía. Había vivido momentos alegres, apasionados, divertidos, emocionantes, eufóricos… y todos ellos se hubieran podido calificar como felices, pero no tenía ni idea de lo que era exactamente la felicidad. Así como la tristeza y el dolor duraban el tiempo suficiente como para reconocerlos y poder definirlos, la felicidad era tan efímera que no dejaba el rastro necesario para seguirle la pista. Podía imaginar algo parecido si creaba una mezcla de sentimientos (alegría, pasión…) pero hacer eso era remendar un descosido para salir del paso. Bueno, de cualquier modo, si yo fuera muy, muy feliz, lo más probable es que deseara prolongar ese estado el mayor tiempo posible ya que la característica principal de la felicidad era, precisamente, su escasa duración.
– Pues tú misma te has dado la respuesta -repuso Ming T'ien cuando le resumí mis cavilaciones-. Cuando eres feliz, anhelas la longevidad, porque una vida larga te permite disfrutar más tiempo de esa felicidad que has alcanzado. Yo tengo ciento doce años y he sido feliz desde que emprendí la senda del Tao hace ya más de cien.
¡Por el amor del Cielo! Pero ¿qué estaba diciendo aquella mujer? Por un momento, sentí que le perdía todo el respeto.
– Seguro que tú piensas mucho en la muerte -añadió.
– ¿Por qué estás tan segura? -repliqué desafiante, conteniendo a duras penas el enfado.
Ella soltó una risita pueril que me exasperó. No quise mirar a Biao para que el niño no creyera que le estaba dando vela en aquel entierro.
– Ahora, vete -ordenó Ming T'ien en ese momento-. Estoy cansada de tanto hablar.
Debía de ser costumbre nacional terminar las conversaciones de forma tan abrupta (con lo ceremoniosos que somos los occidentales para despedirnos quedando bien), así que lo mejor era acostumbrarse a esos jarros de agua fría que usaban para echarte de los templos, palacios y cuevas de Wudang. No valía la pena tomárselo a mal. Recogí mi palmo de narices y me incorporé para marcharme.
– ¿Puedo volver a visitarte? -le pregunté.
– Tendrás que hacerlo, al menos, una vez más, ¿no es cierto? -repuso, cerrando sus malogrados ojos y adoptando, como el maestro Tzau, aquella actitud de silenciosa e impenetrable concentración que parecía indicar que ya no estaba allí.
Me quedé de piedra. ¿Sabía Ming T'ien por qué la visitaba y por qué le hacía aquellas preguntas sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? Si era así, la cosa se complicaba. Yo, que creía estar consiguiendo una información importantísima de una fuente tan discreta y acertada, resulta que había sido descubierta. Entonces, ¿por qué no darme directamente la solución completa? ¿Por qué Ming T'ien se empeñaba en facilitarme sólo uno de los ideogramas en cada conversación? Aquello era una manera de prolongar innecesariamente nuestra estancia en Wudang, aunque también era cierto que, con aquellas lluvias, salir de allí resultaba un tanto arriesgado. Bueno, arriesgado sí, pero no imposible, de modo que dosificar la información sólo nos hacía perder el tiempo. Tenía que decírselo a Lao Jiang.
Pero cuando se lo conté, sentados ambos en la habitación de estudio, el anticuario no mostró demasiado interés. Nunca había sentido una gran fe por Ming T'ien. Él quería pruebas tangibles e irrefutables, y por eso seguía empecinado en leer antiguos volúmenes taoístas escritos en la época del Primer Emperador -como aquél sobre Feng Shui que hablaba acerca de la armonía de los seres vivos con las energías de la tierra-. Mi preocupación no le afectó, como tampoco mi alegría por haber conseguido el segundo ideograma del acertijo del abad. Le parecía muy lógica la conclusión y estaba de acuerdo en que podíamos tener ya la mitad del problema resuelto: primero la felicidad y luego la longevidad, pero nada de lo que había leído había corroborado todavía la exactitud de tales suposiciones, así que continuaba escéptico.
– Y, ¿no le parecería más lógico -le pregunté- leer libros escritos por monjes que vivieron en este monasterio y que, en algún momento, pudieron mencionar los objetivos de sus vidas?
– Cree que utilizo un criterio equivocado en mis lecturas, ¿no es cierto?
– No, Lao Jiang, creo que debería ampliarlo. Si usted lee obras sobre Feng Shui será por algo, pero dudo que pueda encontrar ahí lo que buscamos.
– ¿Quiere saber por qué lo hago? -replicó con sorna-. Pues verá, el Primer Emperador creía en el K'an-yu tanto como cualquier chino que se precie. Todos los hijos de Han, pero sobre todo los taoístas, pensamos que hay que vivir en armonía con el entorno y con las energías del universo y, por eso, estamos convencidos de que, según el lugar donde construyamos nuestra casa o coloquemos nuestra tumba, las cosas nos irán bien o mal. La salud, la longevidad, la paz y la felicidad dependerán en buena medida de nuestra relación con las energías que tenga el lugar elegido para vivir y con las que circulen por el interior de nuestra casa, nuestro negocio o nuestra tumba, porque también los muertos necesitan ser enterrados en un lugar con energías beneficiosas para que su existencia en el más allá sea feliz y plácida. ¿Cómo cree que se construyeron todos estos templos y palacios de Wudang? Antiguos maestros geománticos estudiaron la montaña minuciosamente para encontrar las mejores ubicaciones.
¡Ahora lo entendía! El Feng Shui era la razón por la cual, desde que había llegado a China, todas las edificaciones me habían parecido tan exquisitamente armoniosas. Lo increíble era que hubiera una ciencia milenaria dedicada sólo a eso. Los celestes eran muy peculiares, desde luego, pero esas rarezas les habían acercado a la belleza de una manera desconocida para nosotros, los occidentales. ¿Sería también ése el motivo de que sus muebles estuvieran dispuestos siempre simétricamente en las habitaciones?
– Sin embargo, aún hay otra razón para estudiar estos antiguos libros de Feng Shui-siguió diciendo Lao Jiang-. El Primer Emperador tenía un auténtico ejército de maestros geománticos trabajando para él. Según dice Sima Qian -y puso la mano sobre el volumen que me había estado leyendo a mediodía-, todos sus palacios, que eran muchos, se construyeron conforme a las leyes del Feng Shui y es evidente que su tumba también. Como los emplazamientos correctos presentan unas características fácilmente reconocibles a simple vista, he creído que deberíamos tener claras ciertas nociones de Feng Shui para cuando llegue el momento de localizar el monte Li y el mausoleo.
– Pero eso ya nos lo dirá el tercer fragmento del jiance.
– ¿Y si no lo conseguimos? -farfulló-. Podemos equivocarnos en la combinación de los ideogramas, ¿no lo ha pensado? Tiene usted tanta fe en esa anciana, Ming T'ien, que ni se le pasa por la cabeza que podamos fallar. -Se recogió el borde de la túnica en un pliegue sobre las rodillas y suspiró-. De todas formas, voy a hacerle caso. Como el sirviente que me trae los libros no tardará en venir, le pediré que se lleve todos estos volúmenes de Feng Shui y que me traiga obras escritas por los monjes de Wudang.
Biao y yo teníamos algo de tiempo libre hasta la hora de la cena, así que le pedí al niño que posara para mí y le hice un retrato rápido que le dejó fascinado. No me salió todo lo bien que hubiera deseado, entre otras cosas porque la luz era pésima y, sobre todo, porque el niño no paraba de resoplar, rascarse las orejas o la cabeza, acercarse a mirar y hacerme preguntas.
– Me gustaría aprender a dibujar, tai-tai -comentó girando la cabeza hacia la puerta por donde entraba la luz.
– Tendrás que estudiar mucho -le advertí mientras dejaba que mi muñeca oscilara para bosquejar las crenchas de su pelo-. Díselo al padre Castrillo cuando regresemos a Shanghai.
Él me miró, preocupado.
– Pero…, ¡si no quiero volver al orfanato nunca más!
– ¿Qué tonterías estás diciendo?
– No me gusta el orfanato -rezongó-. Además, soy chino y tengo que aprender las cosas de aquí, no las de los Yang-kwei.
– No me gusta que utilices esa expresión, Biao -protesté; el orgulloso nacionalismo de Lao Jiang estaba dando también sus frutos en el niño-. Creo que ni Fernanda ni yo merecemos que nos llames «diablos extranjeros». Que yo recuerde, no te hemos ofendido en nada.
Él se azaró.
– No hablaba de ustedes, tai-tai, hablaba de los agustinos del orfanato.
Preferí cambiar de tema y continuar dibujando.
– Por cierto, Biao, ¿y tu familia? Nunca te he preguntado por ella.
La cara de Biao se contrajo en una mueca extraña y comenzó a mordisquearse el labio inferior con nerviosismo.
– Discúlpame -le rogué-. No tienes que contarme nada. -Su cuerpo larguirucho parecía querer encogerse hasta desaparecer.
– Mi abuela murió cuando yo tenía ocho años -empezó a explicar con la mirada fija en la puerta-. Yo nací en Chengdú, en la provincia de Sichuan. A mis padres y hermanos los mataron durante los disturbios de 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó al emperador. Los vecinos nos quitaron las tierras y expulsaron a mi abuela, que consiguió salvarme escondiéndome en una cesta de ropa y embarcando de noche en un sampán hacia Shanghai. Vivíamos en el Pudong. Mi abuela pedía limosna y yo, en cuanto aprendí a caminar…
Se detuvo unos instantes, inseguro. No podía imaginar lo que iba a decir a continuación pero la mano con la sanguina se me quedó flotando en el aire sobre la libreta de dibujo.
– Bueno, como todos los niños del Pudong, en cuanto aprendí a caminar… tuve que trabajar para la Banda Verde, para Surcos Huang -murmuró-. Fui uno de sus correos hasta que el padre Castrillo me encontró.
No podía creer lo que estaba oyendo. De hecho, fui incapaz de articular una sola palabra. ¿Qué vida había llevado aquel niño?
– Esperábamos en el callejón que hay detrás de la casa de té [39] donde Huang hace sus negocios -siguió contando-. Cuando necesitaba enviar o recoger algo, nos llamaban. Pagaba bien y era divertido. Pero mi abuela se murió y, un día, cuando tenía diez años, me crucé con un extranjero muy grande que me preguntó dónde vivía y si estaba solo. Le respondí y, entonces, me cogió de un brazo y me llevó a rastras por todo Shanghai hasta el orfanato de los agustinos españoles. Era el padre Castrillo.
Imágenes de Biao saltando como un mono sobre los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan cruzaron rápidamente por mi cabeza, como si este recuerdo significara algo importante en la historia del niño. Pobre Pequeño Tigre, pensé. Qué vida tan difícil.
– No te avergüences de haber trabajado para la Banda Verde -le dije con una sonrisa-. Todos hemos hecho cosas que nos duele recordar pero lo mejor es seguir adelante y no volver a cometer los mismos errores.
– ¿Se lo dirá a Lao Jiang? -quiso saber, preocupado.
– No, no le diré nada a nadie.
Los sirvientes con los platos de la cena aparecieron poco después de que hubiese terminado de trazar los grandes ojos de Pequeño Tigre, que ya no volvió a despegar los labios mientras siguió posando. Cuando le enseñé el dibujo se entusiasmó. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi sobrina no había regresado y de que no sólo era la hora de cenar sino que afuera ya estaba oscuro como la boca de un lobo. Le regalé a Biao el dibujo, que cogió y guardó con una gran sonrisa de satisfacción, y le mandé a buscar a la niña. Si continuábamos en Wudang iba a tener que hablar con sus profesores para que la hicieran volver a una hora correcta porque estaba claro que ella no encontraba el momento de abandonar sus estupendos ejercicios.
Ambos niños regresaron calados por la lluvia y la atlética Fernanda llevaba barro hasta en las orejas. Quién me hubiera dicho dos meses atrás, con lo remilgada, estirada y cursi que era, que mi sobrina acabaría convertida en una joven espléndida, deportista y sucia. El cambio de Fernanda había sido espectacular y, sólo por el gusto de molestar un poco, hubiera dado cualquier cosa porque mi madre y mi pobre hermana hubieran podido verla en aquel momento.
Aquella fue una noche rara. Algo me despertó de madrugada y no supe qué era hasta que estuve completamente despejada: había dejado de llover. El silencio que envolvía la casa era completo, como si la naturaleza, agotada, hubiera decidido sumirse en un tranquilo reposo. Estaba tan espabilada que no creí posible poder volver a dormirme, así que me levanté sigilosamente para no molestar a Fernanda, me envolví en la manta porque hacía mucho frío y salí al patio con la intención de sentarme un rato a mirar el cielo. Pero, cuál no sería mi sorpresa al ver salir a Biao de la iluminada habitación de estudio de Lao Jiang con un farolillo en la mano y dirigirse hacia las escaleras con paso adormilado.
– ¿Adonde vas, Biao? -susurré.
El niño dio un brinco y miró en todas direcciones con cara de susto.
– Aquí abajo -le indiqué.
– ¿Tai-tai? -preguntó, temeroso.
– ¡Pues claro! ¿Quién iba a ser? ¿Qué haces despierto a estas horas?
– Lao Jiang me llamó. Me ha pedido que la despierte y le pida que suba a verle.
– ¿Ahora? -me sorprendí. Como pronto, debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Algo había sucedido y la única explicación posible era que el anticuario había encontrado algo importante en sus nuevas lecturas.
Pequeño Tigre me esperó arriba alzando el farol hasta que llegué a su lado chapoteando con las sandalias sobre los escalones mojados y, luego, me iluminó el camino hasta la habitación de estudio. Me asomé con cautela para mirar lo que estaba haciendo el anticuario y le vi, a la luz de las velas, leyendo con absoluta concentración. Ni siquiera se dio cuenta de que yo entraba en el cuarto y me colocaba a su espalda. Sólo cuando, aterida,me abrigué más estrechamente con la manta, levantó la cabeza y se giró sobresaltado.
– ¡Elvira! ¡Qué rapidez! Me alegro de que haya venido tan pronto.
– Ya me había despertado el silencio antes de encontrarme con Biao. Y usted, ¿por qué no se ha acostado?
Pero no me respondió. Su cara expresaba una gran agitación contenida.
– Permítame que le lea algo, por favor -solicitó, invitándome con un gesto a tomar asiento.
– ¿Ha encontrado un dato importante?
– He encontrado la solución -dejó escapar con una risa nerviosa, acercando una de las muchas velas que había sobre la mesa al libro que tenía delante. Biao trajo un taburete, lo puso junto a Lao Jiang y se retiró a una esquina de la habitación; me senté con el estómago encogido-. Este libro es una joya bibliográfica que alcanzaría un precio exorbitante en el mercado. Se titula Los verdaderos fundamentos secretos del reino de lo puro elevado y lo escribió un tal maestro Hsien durante el reinado del cuarto emperador Ming, a mediados del siglo xv.
– ¡Dígame ya la solución al enigma del abad! -proferí, impaciente.
– Su querida Ming T'ien le ha estado diciendo la verdad. Este libro sólo tiene cuatro capítulos y estoy seguro de que puede adivinar cómo se llaman.
– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Paz» y «Salud»? -aventuré.
Lao Jiang se rió.
– No. No hubiera usted pasado la prueba.
– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz»?
– Exactamente -aprobó-. Le haré un resumen: según el maestro Hsien, los taoístas deben ser, en primer lugar, personas felices, de manera que su felicidad les lleve a desear una larga vida que les permita disfrutar mucho tiempo de ese bienestar y esa satisfacción que han conseguido. Mediante las técnicas taoístas para la longevidad, alguna de las cuales usted ya conoce, obtienen, al mismo tiempo, una buena salud, algo muy importante porque sin salud resulta imposible ser feliz. Por lo tanto, cuando son felices y saben que, gracias a su diario trabajo desarrollando ciertas cualidades físicas y mentales, van a gozar de una larga vida llena de salud, entonces, y sólo entonces, aspiran a la paz, una paz interior que les permitirá cultivar las virtudes taoístas del Wu wei.
– ¿Wu wei?
– «Inacción». Es un concepto difícil para ustedes, los occidentales. Significa no actuar frente a las situaciones de la vida. -Se pasó los dedos con suavidad por la frente buscando la forma de explicarme algo tan simple como la holgazanería-. Wu wei no significa pasividad, aunque a usted pueda parecérselo ahora. El sabio taoísta, como tiene la mente en paz, permite que las cosas discurran por sí mismas, sin interferir en los acontecimientos. Al renunciar al uso de la fuerza, a las emociones agitadas, a la ambición por las cosas materiales, descubre que intentar imponerse al destino es como remover el agua de una charca y enfangarla. Si, por el contrario, su acción consiste en no removerla, en dejarla como estaba, el agua permanecerá limpia o se limpiará por sí sola. La inacción del Wu wei no implica no actuar sino hacerlo siempre bajo el signo de la moderación del Tao, retirándose discretamente una vez que se ha terminado el trabajo.
– Eso de la moderación, ¿lo ha añadido usted de su cosecha por alguna razón?
Me observó divertido y movió la cabeza.
– Su desconfianza llega a extremos sorprendentes, Chang Cheng -dijo utilizando el sobrenombre que me había dado la Montaña Misteriosa. ¿Cómo se había enterado del mote, encerrado todo el día como estaba en la habitación de estudio?-. Lo dice el Tao te king, ya lo sabe, en un hermoso fragmento que se le ofreció como regalo. En fin, deberíamos mandar aviso al abad y pedirle que nos reciba para comprobar si hemos acertado.
– ¿Sabe la hora que es? -me escandalicé, descubriendo en ese momento que el control de las emociones y el Wu wei no entrarían nunca a formar parte de mi vida.
– Está a punto de amanecer -repuso-. Hace horas que el abad debe de estar celebrando las ceremonias matinales del monasterio.
– Mi sentido del tiempo está muy alterado desde que llegué a Wudang -admití con resignación-. Esas horas dobles con nombres de animales me confunden.
– Ésas son las auténticas horas chinas. Sólo han dejado de utilizarse en los territorios ocupados por ustedes, los occidentales -replicó Lao Jiang poniéndose en pie-. Biao, acércate al Palacio de las Nubes Púrpuras y pide una audiencia con el abad. Di que hemos resuelto el enigma.
– Quizá debería visitar a Ming T'ien y confirmar los dos últimos ideogramas antes de hablar con el abad -propuse.
– Hágalo -convino, disimulando un bostezo-. Creo que puedo irme a dormir un rato con la satisfacción de haber resuelto el enigma. No lo hubiera conseguido sin su ayuda. Me alegro de que me animara a dejar el Feng Shui y a buscar en los textos taoístas de Wudang. Pronto tendremos el tercer y último fragmento del jiance.
Sorprendentemente, mi sobrina Fernanda recibió la noticia con absoluta indiferencia. En el fondo, su transformación había sido sólo de intereses:
– Entonces, ¿nos marcharemos pronto de Wudang? -preguntó frunciendo el ceño-. No quisiera dejar mis clases en este momento.
Mientras desayunábamos en el comedor, un sol agobiado entre gruesas capas de nubes luchaba por abrirse paso en aquella primera mañana sin lluvia.
– Biao y yo podríamos quedarnos aquí -propuso, terca. Al niño se le iluminaron los ojos pero no se atrevió a decir esta boca es mía. Había vuelto hacía sólo unos minutos del palacio del abad con la noticia de que un servidor vendría a buscarnos a la hora de la Serpiente [40] para acompañarnos a la audiencia.
– Tú vendrás conmigo adonde yo vaya, Fernanda -declaré, armándome de paciencia. Fui yo quien quiso que se quedara en Shanghai con el padre Castrillo para no exponerla a peligros innecesarios y fue ella la que se empeñó en no separarse de mí y ahora estaba dispuesta a verme marchar con Lao Jiang y los soldados con tal de no abandonar Wudang-. ¿Cómo voy a dejarte sola en este monasterio taoísta, perdido en el interior de la China?
– Pues no sé por qué no, tía. Aquí estamos más seguros que en cualquier otra parte y Biao y yo no somos necesarios para encontrar la tumba de ese dichoso emperador Ti Huang… lo que sea.
– Se terminó la cuestión, Fernanda -ordené, levantando una mano en el aire-. No permitiré que te quedes aquí. Vete a tus clases ahora pero regresa en cuanto el niño vaya a buscarte.
No se lo pensó dos veces y, sin terminar su desayuno, salió a grandes zancadas de la habitación. Lao Jiang apareció en ese momento con cara de sueño. Aquella mañana había sido la primera que yo había hecho sola mis ejercicios taichi y, aunque los errores se habían sucedido uno tras otro, había disfrutado de una magnífica soledad frente a las serenas montañas.
– Ni hao -saludó el anticuario-. ¿Qué novedades tenemos?
– Dentro de una hora… de una hora occidental quiero decir, vendrá un sirviente del abad para acompañarnos al Palacio de las Nubes Púrpuras.
– ¡Ah, perfecto! -exclamó con gran satisfacción, sentándose a desayunar-. ¿No quería usted visitar antes a Ming T'ien?
– Ya nos marchábamos, ¿verdad, Biao? -repuse, levantándome. No estaba muy segura de que la anciana monja estuviera tan temprano en su cojín de satén pero había que intentarlo. Podía ser la última vez que la viera.
Caminamos por las avenidas de piedra, aún húmedas, dejando en el aire nubes de vaho que salían de nuestras bocas. Monjes vestidos con largas túnicas negras se esforzaban por barrer los corredores, puentes, patios, palacios y escalinatas de Wudang para quitar el barro acumulado. El frío revitalizaba el cuerpo y las imágenes que se ofrecían ante mis ojos eran, tras tantos días de lluvia, una auténtica embriaguez para los sentidos. Al pasar por un camino que daba a un acantilado, vimos una alfombra de nubes blancas varios cientos de metros por debajo de nosotros. El templo de Ming T'ien se distinguía a lo lejos, tras un puente, construido en una ladera. Wudang era tan grande que sus paisajes cambiaban cada día sin que te dieras cuenta. Era una ciudad, una ciudad misteriosa donde la paz entraba en los pulmones junto con el aire puro. En el fondo, mi sobrina tenía razón; no me hubiera importado quedarme algún tiempo allí para reflexionar tranquilamente sobre las cosas que había visto y oído pero, ante todo, para recapacitar sobre las que había aprendido quizá demasiado rápidamente y con exagerados prejuicios y prevenciones por mi parte.
En ese momento, el corazón me dio un vuelco de alegría al divisar la diminuta figura de la anciana sentada en el portal.
– ¡Vamos! -urgí a Biao y ambos aceleramos el paso.
Al llegar frente a ella, y para mi sorpresa, Ming T'ien nos recibió con una buena reprimenda.
– ¿Por qué vas siempre corriendo de un lado para otro? -me espetó a bocajarro, muy enfadada. El tono suave de Biao al traducir su pregunta distaba mucho de la voz malhumorada con la que ella me hablaba.
– Perdón, Ming T'ien -repuse haciendo una inútil reverencia con las manos unidas a la altura de la frente-. Hoy es un día muy especial y tenemos un poco de prisa.
– ¿Y qué importa eso? ¿Acaso crees que esas esculturas de tortugas que adornan todo el monasterio están puestas sólo para decorar? Aprende de una vez que la tortuga posee la longevidad porque se conduce de manera pausada. Actuar precipitadamente acorta la vida. Repítelo.
– Actuar precipitadamente acorta la vida -repetí en chino.
– Así me gusta -declaró exhibiendo una gran sonrisa-. Quiero que recuerdes este pensamiento cuando estés muy lejos de aquí, Chang Cheng, ¿lo harás?
– Lo haré, Ming T'ien -le prometí, no muy convencida.
– Bien. Me das una gran alegría. -Sus ojos blanquecinos se giraron de nuevo hacia las montañas-. Siento que ya no tengamos otra oportunidad de volver a hablar, pero me gusta que hayas venido a despedirte.
¿Cómo sabía ella…?
– Deberías estar camino del Palacio de las Nubes Púrpuras -añadió-. El pequeño Xu os recibirá dentro de poco.
– ¿El pequeño Xu? -pregunté. No podía estar hablando de Xu Benshan, el gran abad de Wudang. ¿O sí?
Ella se rió.
– Aún recuerdo el día que llegó a estas montañas -me explicó-. Al igual que yo, nunca ha vuelto a salir de aquí, ni lo hará.
Pero ¿cómo sabía ella todo eso?, ¿cómo sabía que habíamos resuelto el enigma?, ¿cómo sabía que teníamos una audiencia con el abad?
– No quisiera que llegaras tarde, Chang Cheng -dijo adoptando nuevamente el tono de amonestación con el que nos había recibido-. Sé que necesitas confirmar el orden de los ideogramas, así que, dime, ¿cuál es el resultado correcto?
– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».
Ella sonrió.
– Ve, anda -dijo agitando su mano huesuda como si estuviera espantando una mosca-. Tu destino te espera.
– Pero ¿es correcto? -pregunté, insegura.
– ¡Claro que es correcto! -se enfadó-. ¡Y márchate ya! Empiezo a estar cansada.
Biao y yo dimos media vuelta y comenzamos a alejarnos de ella. Una gran tristeza me invadía. Me hubiera gustado quedarme allí, aprender más de Ming T'ien.
– ¡Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad! -exclamó y, luego, la oí reír. Me volví para mirarla y levanté la mano a modo de despedida aunque sabía que no podía verme. Valía la pena acortarse un poco la vida y salir corriendo antes de que las lágrimas me impidieran ver el camino. «Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad», había dicho. Sonreí. ¿Pretendía decirme que llegaría, como ella, a los ciento doce años…? En ese caso moriría, ni más ni menos, que en el lejanísimo 1992, casi a finales del siglo que acababa de comenzar. Llegué a la casa riendo todavía y seguía haciéndolo cuando, acompañados por un sirviente ricamente ataviado, iniciamos el camino hacia el gran palacio del «pequeño Xu».
El imperial Palacio de las Nubes Púrpuras aún me impresionó más que la primera vez que lo vi, el día de nuestra llegada bajo la lluvia. El cielo seguía cubierto, plomizo, pero afortunadamente no cayó ni una sola gota mientras atravesábamos el gran puente sobre el foso y ascendíamos por las grandiosas escalinatas que salvaban las tres alturas del edificio. El abad nos recibió, de nuevo, en el Pabellón de los Libros, al fondo del cual nos esperaba sentado con gran dignidad, flanqueado por los miles de jiances hechos con tablillas de bambú que se apilaban, enrollados, unos sobre otros a cada lado de la sala y que ahora estaban iluminados por la luz que entraba a través de las ventanas cubiertas con papel de arroz. No había antorchas, ni fuego; sólo cuatro grandes losas de piedra colocadas delante del abad mostrándonos su lisa parte posterior.
Cuando, después de avanzar con los pasos cortos protocolarios, llegamos al límite de la proximidad permitida, los monjes que nos acompañaban se retiraron con una profunda reverencia. Volví a fijarme en las inmensas plataformas de los zapatos de terciopelo negro del abad, aunque ahora, con luz natural, llamaba más mi atención el brillo de la seda azul de su túnica.
– ¿Tenéis buenas noticias? -nos preguntó Xu Benshan con voz suave.
– ¡Como si no supiera que sí! -farfullé en voz baja mientras Lao Jiang daba un paso adelante hacia las losas de piedra y, señalándolas con un dedo, decía:
– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».
El «pequeño Xu» asintió satisfecho con la cabeza e introdujo su mano derecha en la amplia manga izquierda de su túnica. A mí el corazón se me desbocó cuando le vi sacar un rollo de viejas tablillas sujetadas con un cordón de seda verde. Era nuestro tercer fragmento del jiance.
Ceremoniosamente, el abad se incorporó y descendió los tres escalones que le separaban de las piedras al tiempo que dos monjes vestidos de púrpura giraban las losas para que comprobásemos el resultado. Allí estaban, por orden, el ideograma fu, «felicidad», el de las fechas y los cuadrados; luego shou, «longevidad», con sus múltiples rayas horizontales; después, k'ang, «salud», con su hombrecillo atravesado por un tridente; y, por último, an, «paz», cuyo protagonista bailaba el foxtrot.
El abad atravesó la línea de las losas y, con el brazo extendido, hizo entrega a Lao Jiang del último fragmento del jiance escrito por el arquitecto e ingeniero Sai Wu más de dos mil años atrás. Visto tan de cerca, Xu Benshan parecía muy joven, casi un niño, pero mis ojos se apartaron de él para seguir al jiance desde su mano hasta las de Lao Jiang. Ya era nuestro. Ahora sabríamos cómo encontrar la tumba del Primer Emperador.
– Gracias, abad -escuché decir al anticuario.
– Sigan disfrutando de nuestra hospitalidad todo el tiempo que deseen. Empieza para ustedes la parte más difícil de su viaje. No duden en pedirnos cualquier cosa que necesiten.
Hicimos nuevamente una profunda reverencia de agradecimiento y, mientras el abad se quedaba allí, mirándonos, Lao Jiang, Biao y yo emprendimos, conteniendo a duras penas la impaciencia, el interminable y lento camino hacia el exterior del palacio para poder examinar nuestro ansiado trofeo. ¡Al fin teníamos el tercer fragmento! Y, por lo que veía de reojo, era idéntico a los dos que ya obraban en nuestro poder.
– Esperaremos a estar en la casa antes de abrirlo -dijo Lao Jiang, levantando victoriosamente en el aire la mano con las tablillas-. Quiero unirlo a los otros fragmentos para hacer una lectura completa.
– Biao -exclamé llena de júbilo-. Ve a buscar a Fernanda y volved los dos sin perder un minuto.
<a l:href="#_ftnref26">[26]</a> Junto con Hanyang y Wuchang, Hankow forma parte hoy de una única ciudad llamada Wuhan, capital de la provincia de Hubei.
<a l:href="#_ftnref27">[27]</a> Al revés que en Occidente, los chinos mencionan el Este o el Oeste antes que el Norte o el Sur. Así, nosotros diríamos Noroeste mientras ellos dicen Oestenorte o Estesur por Sudeste.
<a l:href="#_ftnref27">[28]</a>Shan, «montaña».
<a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Zhang Zuolin, 1873-1928.
<a l:href="#_ftnref30">[30]</a> La actual ciudad de Danjiangkou.
<a l:href="#_ftnref30">[31]</a> Nombre de reinado Yonle (1403-1424).
<a l:href="#_ftnref32">[32]</a>Gong significa templo o palacio.
<a l:href="#_ftnref33">[33]</a> Famoso maestro de artes marciales y abad de Wudang (1860-1932).
<a l:href="#_ftnref34">[34]</a>Tao te king Dao de jing, s. iv a. n. e., tratado filosófico fundamental del taoísmo atribuido a Lao Tsé (Lao Zi).
<a l:href="#_ftnref35">[35]</a> Emperador de China desde 1796 hasta 1820. Séptimo de la dinastía Qing.
<a l:href="#_ftnref36">[36]</a> 1766- 1121 a. n. e.
<a l:href="#_ftnref37">[37]</a> Las horas chinas son dobles. La hora del Mono abarca desde las 15.00 h. hasta las 16.59 h.
<a l:href="#_ftnref38">[38]</a>Ming T'ien, «Cielo brillante».
<a l:href="#_ftnref39">[39]</a> La famosa Cornucopia Tea House, situada en la zona baja del Bund, en Shanghai.
<a l:href="#_ftnref40">[40]</a> Entre las 9.00 y las 10.59 h.