40279.fb2 Todo el amor y casi toda la muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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9

Clara abre los ojos en la negrura nítida.

¡Estoy muerta! ¡Estoy ciega!

Más que la primera posibilidad, muchas veces anhelada en los momentos inmediatos a la muerte de Eloy, es la segunda la que le paraliza. Evoca su miedo más hondo desde la infancia, tal vez el único jamás superado del todo: despertarse cualquier día sin visión, ciega en un mundo hostil construido a base de luz. Pero su innata frialdad acude para ayudarla. Se atreve a palparse el cuerpo, primero el vientre y los brazos, y deduce por la relativa calidez de la piel desnuda que no debe de estar muerta, que mantiene al menos la corporeidad física. Y entonces, en medio de la asfixiante ausencia de referencias terrenales, surge inesperadamente un olor reconocible. Huele a mar. Si puedo oler, no estoy muerta. Animada por la aparente evidencia, concentra de nuevo la voluntad en la oscuridad envolvente y comprende que ésta no puede ser tan perfecta si su olfato le ha permitido, así podría decirse, ver el mar. Sin embargo, el aire negro que la rodea se resiste a ceder terreno y logra parecer por completo estático, casi arrogante en su rigor de silencio, invencible en su solidez intangible. Inspira muy despacio y consigue percibir el susurro de sus propios pulmones… Respiro, estoy respirando… Es entonces cuando, de pronto, cree ver frente a ella, más bien intuye, el desplazamiento casi imperceptible de una sombra o de la sombra de una sombra, y se tensa ante la idea de no estar sola en ese lugar que remeda a la muerte.

Eloy… -no puede evitar pronunciar sin saber si pregunta o afirma, si desea o teme.

El sonido de la propia voz es una frontera repentinamente transitada hacia la realidad. Me oigo. Estoy viva. Alza el torso apoyándose sobre los codos, que se hunden levemente en una superficie blanda y suave: ¿un colchón cubierto por una sábana? Se toca otra vez, los pechos y las piernas ahora, el cuello y los antebrazos. Está completamente desnuda, pero no hay dolor en su cuerpo ni magulladuras o desgarramientos en su carne. Sin embargo, sí reconoce el olor a salitre que emana de su piel. Huelo a sal porque me adentré en el mar para reunirme contigo. ¿Lo habré logrado? Posa un pie en el suelo y siente la frialdad de una superficie plana, probablemente piedra o pizarra; la asalta de nuevo la evocación de mausoleos subterráneos, de féretros insonorizados, de criptas mudas habitadas por almas en pena. Para exorcizar al miedo da un paso sobre la gelidez, y luego otro; si la han enterrado en vida, al menos no lo han hecho en un ataúd ajustado a sus formas y tamaño. Extiende la diestra, aventurándola hacia el interior de la noche hermética limitada bajo sus pies, y acaba por topar con un objeto inanimado, sólido y perfectamente liso… ¿Mesa…, cómoda…? Entonces, justo cuando ese elemento cotidiano logra tranquilizarla un instante, sus dedos rozan una masa informe, inmóvil y peluda. Respinga, salta hacia atrás, pierde el equilibrio y cae, su omoplato derecho siente la punzada de un pico afilado, de madera o hierro, a la vez que escucha el golpe de un objeto cayendo a plomo contra el suelo frente a ella. ¿Qué ha sido eso? ¿Y la cosa peluda? Otra vez se niega a respirar para no delatarse. Le asalta la imagen de un grupo de hombres obscenos y silenciosos, provistos de gafas infrarrojas, que la rodean y observan mientras tratan de contener la risa por su torpeza, y ante ella sólo puede oponer la razón. No hay nadie. Estoy sola. ¿Y la cosa peluda? Palpa de nuevo el suelo, avanza ahora a cuatro patas mientras bate cautelosamente el aire con el brazo extendido, hasta que tropieza con un obstáculo que reconoce por el tacto: una silla caída. La comprensión de que es el objeto que ella misma derribó hace un instante le devuelve entereza. Se trata de otro triunfo de la razón. Alza la silla, la coloca con firmeza sobre el suelo y se sienta en ella, victoriosa. Ahora tiene una referencia, como un náufrago que inesperadamente encuentra entre sus harapos una brújula en funcionamiento. Pero no se detiene ahí. Inspira y se lanza a abandonar la protección de la balsa de cuatro patas. Se pone en pie. Da un paso de un metro y luego otro y luego otro, sintiendo en cada uno que la seguridad de la silla queda cada vez más atrás, a riesgo de que se la lleve de pronto alguna corriente oculta de la oscuridad. Cuando ha contado siete pasos y extiende la pierna para ejecutar el octavo, los dedos del pie topan con una pared. También es de piedra, también está fría como el suelo a cuya temperatura ya se ha acostumbrado. Alarga ambos brazos a la vez, con las palmas abiertas, y las pega contra la superficie plana como si ésta fuera la forma máxima de salvación, más que la costa tras la travesía, benefactora como la propia vida recuperada… Se pregunta si será así la muerte, un almacén infinito de celdas individuales donde cada muerto palpa en la oscuridad buscando una salida. ¿Dirigirá el puro azar el orden de las celdas, o habrá sido estipulado que cada uno languidezca junto a sus muertos queridos, aunque ni unos ni otros puedan estar seguros de la proximidad de tal consuelo? Tal vez estás al otro lado de la pared. Y los dedos no pueden evitar acariciar la piedra, ni puede el corazón dejar de sentir un estremecimiento al asomarse a ese vértigo que sabe espejismo. Pero la razón regresa, y ordena al cuerpo que inicie el desplazamiento en paralelo a la pared para reconocer la geografía de la piedra. Extiende hacia su izquierda la pierna, en amplitud que procura acercar lo más posible a la medida de un metro calculado a ciegas. A mitad del cuarto paso surge una segunda pared formando ángulo con la primera. No se deja amilanar por el temor de que la exploración pudiese revelarse absurda, no conducir a parte alguna, o peor aún, acabar por confirmarle que se halla en el interior de un cajón oscuro cuya llave han arrojado al mar demonios desconocidos. Sigue adelante, ubicando mentalmente la silla a su espalda, y esta vez resulta ser su barbilla la que de forma inesperada roza con un objeto metálico que se balancea en el aire. Tras el primer sobresalto, se obliga a tocarlo, y cuando logra identificarlo se aferra a él como si fuera la llave del paraíso: es una mínima cadenita enroscada al pasador de una ventana que, por lógica, tiene que hallarse exactamente ante ella. No se abandona a la tentación de la euforia. Si está encerrada, lo previsible es que la ventana de su celda se halle clausurada, que sea incluso otro elemento para hacer más desesperante la tortura. Asumiéndolo así, desliza los dedos por la contraventana de madera hasta hallar el mecanismo de cierre, que por su forma parece un pomo, también de madera. Traga saliva y tira de él con todas sus fuerzas, sin pensarlo dos veces. Se produce una resistencia inicial, pero enseguida la ventana cede y los batientes, al abrirse, provocan ante sus ojos un estallido pletórico de luz detrás del cual adquieren forma y se asientan, como el paisaje tras el terremoto, un turbulento día de tormenta inminente y una encrespada superficie de turbio mar verdoso. Sus pulmones, por instinto, respiran a borbotones, tanto oxígeno la llena que siente un amago de lipotimia. Disfruta el instante, y oye, muy cerca, una risita pletórica; comprende que ha salido de su propia garganta, feliz por recuperar la libertad: la vida, piensa, que nunca ni por nada se detiene. No llueve, pero el cielo, rigurosamente uniformado de gris, parece una gran bolsa transparente en cuyo interior se hincha, a punto de reventar, la masa de gotas de agua. Ante ella ve barrotes. Todavía aturdida por el salto desde el vacío a la realidad, teme hallarse efectivamente presa, y la asalta el pensamiento delirante de que alguien ha puesto rejas a la tempestad. Pero se trata de un simple enrejado de protección. Casi le brotan lágrimas ante el reconocimiento de ese elemento, también cotidiano, que la razón es capaz de catalogar y definir. Sólo un enrejado… Está de nuevo en el mundo, ya es una evidencia. En el acto recela de lo que acaba de vivir y querido creer, y se avergüenza de haber llegado a pensar, por los avales únicos de la oscuridad y el silencio, que Eloy estaba realmente ahí, oculto bajo el disfraz de una sombra intuida. Desde la ventana ve a sus pies, más allá del enrejado, un manto decrépito de hierbajos sucios que en el pasado pudo haber sido un jardín. Está en un segundo piso, el segundo piso de una casa grande, tipo palacete, que se yergue solitaria sobre el acantilado que ahora bate el brioso oleaje. Por un instante le embruja la fascinación de la naturaleza desatada, carente por completo de vestigios humanos.

No le costaría imaginar que ha volado en el tiempo hasta cien, hasta mil años atrás. Aparte de la casa y aparte del enrejado, aparte de ella desnuda y aparte de su piel desprovista del más mínimo adorno fabricado por mano humana, todo es acantilado, cielo, tormenta y mar: naturaleza sin relojes ni adjetivos. Ni una colilla, ni un trozo de papel, ni un poste eléctrico a lo lejos para contradecir el esplendor salvaje que de pronto la conmueve. Aquí, encaramada a la atalaya que podría ser el pasado, cien o mil años atrás, resuelve que es verosímil cualquier prodigio, y entonces, de repente, se le revela que Eloy podría estar diciendo la verdad. ¿Por qué no, si él jamás mentía? Si dices que viste esa figura en el fondo del mar, es que la viste. Al rememorar a Eloy rememora también su carta, y vuelve a verse entrando en el mar tras leerla. Recuerda el frío que encogió sus miembros y cómo pugnaban las olas por arrastrarla hacia el fondo. Recuerda haber tragado agua, haberse dejado mecer y llevar. También recuerda el final de la carta… Cree en mí. Ayúdame. Y entonces, con la tormenta por testigo, resuelve hacerlo sin posible marcha atrás, con la convicción de saber que se halla ante el mayor compromiso de toda su vida, también el más deseado.

Te creo, Eloy. He venido para ayudarte a demostrar que lo que viste bajo el mar es verdad.

¿Y la carta? ¿La arrastró el mar? Aterrada, regresa para buscarla. La primera obviedad es que todo el tiempo ha estado sola, sin fantasmas ni hombres de gafas infrarrojas, sin la menor sombra de sombras en movimiento. Nada, nadie. Sola. Su mirada pronto localiza la bola de papel empapado que alguna mano misteriosa ha depositado con mimo desconcertante sobre una toalla extendida en el centro de la mesa con la que antes tropezó. La bola de papel es Eloy, la carta es Eloy. Casi la roza con los dedos, pero opta previsoramente Por no moverla del lecho de toalla donde convalece, y explora la habitación bajo la perspectiva nueva que le da la luz del día. Lejos de parecer una celda, recuerda más bien a la suite de algún hotel pomposo abandonado a la devastación del tiempo. La cama de la que se acaba de incorporar es antigua, con dosel de madera noble acribillada por la carcoma, y hay sobre el colchón una sábana revuelta y otra hecha un ovillo en el suelo; al parecer, quien la acostó tuvo la delicadeza de cubrir su cuerpo con esa segunda sábana que ella, en la agitación del desmayo, debió de tirar al suelo. ¿Quién será el samaritano invisible? Sea quien sea, también previo que ella, si despertaba, podía sentirse incómoda por su desnudez, y por ello dejó sobre la mesa un grueso jersey de lana: el monstruo peludo cuyo tacto amorfo la estremeció un momento antes. Acaricia el jersey agradecida, remotamente emocionada por la ternura que parece implicar, y lo despliega ante sí, alzándolo. Es demasiado grande para ella, pero entonces suenan a su espalda golpes de nudillos contra la madera y sin dudarlo introduce la cabeza por el cuello del jersey y los brazos en las mangas, cubriéndose justo cuando la puerta se abre y aparece bajo el dintel un hombre que la mira dubitativo, tal vez incómodo por haber irrumpido sin esperar el permiso explícito de ella. Ha debido de pensar que aún dormía.

La situación, piensa, tiene algo de ridícula: ella protegiéndose instintivamente con las manos a la altura del pecho, como una novicia pudorosa sacada a la fuerza del convento, y él con una palabra a medio formar en la boca, bloqueada por la sorpresa de encontrar despierta a la mujer desnuda que recogió en la playa. Entonces, Clara se inquieta. ¿Y si después de todo quiere hacerme daño? Pero Bastian se limita a observar sus ojos, que por primera vez ve abiertos y lúcidos. Con tenacidad absurda, puede que delirante, los estudia para analizar su expresión, busca en ellos una señal que le permita creer lo increíble, que la desconocida procede de algún lugar del más allá, que ha surgido inexplicablemente del mar para traerle, aunque parezca imposible, un mensaje de Vera.