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– Leonor…
Por fin pronuncia Gabriel en voz alta y cara a cara ante la mujer elegida el nombre que por ocho veces le ha sido imposible pronunciar. Lo sabe bien porque después del éxito de la velada poética fue invitado a quedarse unos días en Padrós, y desde entonces ha contado una por una, moribundo de impaciencia, las ocasiones en que teniendo cerca a Leonor no ha podido dirigirse a ella, pues se había prometido que la primera vez que pronunciara su nombre sería cuando ambos se hallasen a solas. Ocho veces. Una, el mismo día del recital, al concluir éste y durante la merienda posterior ofrecida por los anfitriones, mientras alrededor del artista revoloteaban las asistentes, extasiadas por el trágico cuento de amor y muerte que creían inventado, y Gabriel sólo tuvo ojos para la tímida muchacha, quien se ruborizó entrañablemente cuando, casi a la fuerza, sus alborotadas amigas la trajeron para presentarlos y el roce de los labios de él sobre el dorso de la mano de ella fue su único contacto físico. Dos, esa misma noche, tras haber caído ya la oscuridad, cuando salía camino de la pensión a bordo del carruaje del marido de Leonor y señor de la casa, el indiano Tomás Montaña, y vio recortada contra la luz del dormitorio principal del segundo piso la anhelada figura femenina, ante cuya visión se permitió Gabriel recrearse hasta que con fiereza súbita irrumpió en su ángulo de visión una negra forma masculina, corpulenta y tosca que se pegó a la frágil nitidez de la silueta en la ventana, emborronándola, y luego, al aferrarla posesivamente por detrás, la absorbió en el interior de su contorno como engullida por un bocado brutal de monstruo devorador de sombras. Tres, cuando compareció Leonor como involuntaria convidada en los sueños siniestros que cada noche estremecen al poeta, y él la soñó aterrada, llorosa como una niña perdida ante el conocimiento de esa puntual pesadilla nocturna, plagada de mares en cólera, vertiginosos orgasmos submarinos y cadáveres de mujeres ahogadas por una inimaginable fiera invisible. La cuarta, de venturoso y sanador contraste, al despertar el siguiente día e imaginar vividamente, con los párpados aún cerrados, la presencia de Leonor en la estancia, pero no desnuda e impúdica entre las sábanas, como antaño evocaba Gabriel a sus amantes en los amaneceres del pasado, sino sentada sobre la cama junto a él, maternal y protectora en el gesto simple, pero vencedor sobre la ponzoña de oscuridad, de enjugarle el sudor de la frente con un pañuelo empapado en agua recién extraída del pozo mientras él, por fin, comenzaba a contarle cuál era la horrible esclavitud de su vida. La quinta, otra vez de retorno a la realidad, cuando después de ocupar la mañana y parte de la tarde en deambular por las calles de Padrós saludando a una y otra espectadora de sus exitosas actuaciones optó por apostarse a la salida del pueblo, al pie del cruce donde desemboca el camino del caserón, fingiendo que alumbraba un poema nuevo cuando en realidad asumía que esa espera bajo el sol era la prueba de que su urgencia de hablar con Leonor había adquirido categoría de obsesión. Sin embargo, no bastó ese presagio enfermizo que le instaba a huir para imponerse sobre la excitación ante la llegada de la carroza negra, que se desvió hacia el pueblo sin prisas, permitiéndole correr detrás a tiempo de ver cómo el cochero detenía el carruaje en la plaza y la joven, acompañada en esta ocasión por una mucama que la ayudaba cargando al bebé, se apeaba y entraba a dos o tres comercios de los que salió al poco para iniciar de inmediato el camino de regreso sin haber dejado un solo instante de mirar empecinadamente al suelo, enrojecida de perturbación como si hubiera intuido la mirada de quien parecía un pretendiente osado que anunciara tormentas para su tranquila vida, y quisiera esquivarlo, correr despavorida para refugiarse de él. Devastado entre los soportales quedó Gabriel por el terremoto de la duda: tal vez Leonor, en contra del espasmo místico que él había sentido al besarle la mano, no era sino una mujer normal, incapacitada como todas las demás para entender y aceptar su terrible, su anormal biografía. La sexta vez no vio a la joven, sólo la olió, pero tan física y palpable resultó para su olfato la presencia de esa ausencia que multiplicó su ansiedad, enloqueciéndolo cuando, tras ver la carroza parada frente a la iglesia del pueblo el siguiente domingo por la mañana, atravesó el sagrado umbral aun a sabiendas de que Dios, caso de existir, difícilmente podría ponerse de su lado en contienda alguna. Localizó a Leonor arrodillada ante el confesionario, caminó de puntillas hasta acomodarse en la bancada más cercana fingiendo actitud piadosa y, así apostado, inspiró hondo y fue desechando uno por uno los efluvios de incienso, velas ardiendo y santidad al acecho que llegaban hasta su nariz, hasta que logró aislar el aroma de ella, aroma de mujer llena de vida entre el laberinto rancio de olores sacros a sotana, crucificados resecos y cera derritiéndose. La séptima vez tampoco la vio, pero oyó su voz nunca escuchada antes, aparte del vago suspiro que había emitido cuando los presentaron. Su voz… Insólita desnudez, bella y brutal, la de descubrir con el oído el sonido real creado por las cuerdas vocales bajo el cuello de la incertidumbre hecha mujer. Oyó esa voz justo en la décima de segundo posterior a la captura del olor femenino, cuando tras hincarse Gabriel de rodillas sobre la piedra del templo para arrimarse otros pocos milímetros a ella, Leonor susurró hacia el hombre sin rostro agazapado en el confesionario un compungido discurso casi inaudible en el que, sin embargo, por dos veces refulgió nítida, o creyó Gabriel que refulgía nítida, la última palabra del diccionario que él habría querido escuchar en esos labios, la terrible palabra «locura»… ¿Locura referida a él? El significado colmado de abismos del simple vocablo lo mareó, y lo arrasó y aterrorizó, y le forzó a buscar la salida entre náuseas que le ahogaron, aunque no lo suficiente para impedirle percibir de reojo cómo un hombretón con ojos de fuego y mandíbulas prietas, transmutación en hostil carne viva de la sombra caníbal que tres noches atrás había devorado tras la ventana a la sombra de Leonor, abandonaba la fila de comulgantes para perseguirlo con la mirada durante su huida hacia la calle. La octava fue ensoñación turbulenta, al intuir, empapado en sudores espasmódicos entre las sábanas bajo las que hubo de buscar cobijo tras vomitar a la salida del templo y comenzar a sentir frío y enseguida calor y enseguida más frío y enseguida más calor, que Leonor podía no ser la mujer tanto tiempo esperada, y en un destello lúcido que le alumbró como un faro en el mar de fiebre donde flotaba náufrago, razonó que no tenía más que dos opciones: huir sin saber o quedarse y averiguar, sabiendo que esta segunda opción podía despertar a la muerte que yacía en el fondo del mar. Las dos ideas ardieron en su cabeza durante las largas horas de la noche, enfrentadas como ejércitos implacables empecinados en vencer o sucumbir, hasta que al amanecer, desbaratado por el sueño o por la vigilia, la imaginó a ella, salvadora en medio de ese campo de batalla segregado por la fiebre, etéreamente inmóvil entre los muertos ficticios y la sangre inexistente, luminosa, sencilla y eterna en el gesto simple de alzar la mano, invitándole a dejar la cama para enfrentarse junto a ella a lo que hubiera de venir. Y lo hizo, esa octava vez desató la decisión y la valentía, también la rabia por sufrimientos pasados. Milagrosamente curado o todavía enfermo sin percatarse, se vistió y salió a la calle, recorrió a pie el camino del caserón desviándose hacia la playa bajo el acantilado, entró retadoramente en el mar helado del amanecer para rematar así a la fiebre y a los miedos o matarse él, y luego, como si siguiera con fidelidad absoluta un rito que no había existido hasta ese instante y del que, sin embargo, conocía con seguridad cada paso, se plantó en pie sobre la arena sin apartar la vista del lejano caserón y de su balcón principal, donde una vez había visto la silueta de Leonor, y se atrevió a pensar o supo con certeza que ella le devolvía la mirada. Por esa convicción permaneció allí horas y horas y horas, retando a la muchacha transparente del fondo del mar que podía estar revolviéndose ya a su espalda, pero amparado a la vez en la seguridad de que en algún momento se asomaría la mujer soñada al balcón y entonces, apenas lo viese, sabría, tendría que saber, que esa figura plantada en la arena era la de él, pidiendo ser escuchado. Y allí permaneció sin flaquear ni contar el tiempo detenido hasta que, de pronto, vio bajar por el camino a una diminuta figura que parecía correr hacia él, y pronto la figura pareció ser de mujer, y enseguida resultó efectivamente serlo, y luego pareció tener el rostro de ella y enseguida resultó efectivamente tenerlo. Leonor llegó hasta él y Gabriel permaneció callado, inmóvil aunque con un pie resignadamente adelantado sobre el abismo sin fondo del No que tal vez ella se disponía a pronunciar, expectante ante el silencio de esos ojos femeninos que escrutó sin imaginar que, si le escrutaban a él en silencio riguroso y solemne era porque ilustraban la magnitud que el decisivo instante contenía para la muchacha. Y entonces sí, por fin pronunció, por fin pronuncia, por fin ha pronunciado el poeta ese nombre mágico por el que vivirá o morirá:
– Leonor…
Calla la mujer, paralizada por el temblor de lo desconocido, que no expresa rechazo sino incertidumbre al rememorar las ocho veces que tampoco pudo ella, porque no se encontraban a solas, acercarse a este hombre venido de lejos para intentar averiguar si, como intuyó nada más verlo, podía ser él quien la ayudaría a escapar de su encierro. Una, durante la merienda posterior al recital que tanto había conmovido a las asistentes, cuando permaneció cautelosamente apartada del círculo de mujeres arracimadas alrededor del conferenciante, y alguna de sus amigas más cercanas, al interpretar como timidez lo que en realidad era pánico por despertar el iracundo temperamento celoso de su marido Tomás, que debía de hallarse trabajando en su despacho en el otro extremo de la planta baja, vino y la tomó de la mano para llevarla hasta el poeta, y entonces los presentó. Cuando besó su mano, había sentido irracionalmente Leonor que él podía sacarla del reinado de la locura que es Padrós, ayudarla a escapar con su hijo de este diminuto universo sometido a la férrea tiranía del demente Montaña. Siempre percibe Leonor que cada ser vivo de Padrós es un ojo espía a sueldo de Tomas, en permanente acecho sobre sus movimientos temerosos de mujer aplastada por una rutina inexorable que la consume y la seca en vida. Por ello implicó riesgos su segundo contacto visual, todavía mudo, con el poeta, cuando esa jornada, tras haber partido todas las invitadas del recital, vio ella desde su ventana cómo el cochero de la casa llevaba a Gabriel hasta su lugar de hospedaje en el pueblo, y sintió cómo retornaba la convicción de que ese hombre delicado y dulce, hecho para el sentimiento y la palabra, escucharía su urgente petición de ayuda contra el todopoderoso que había trastocado a su antojo la realidad en este pueblo aparentemente acogedor y normal. Apoyada contra el cristal del dormitorio, su cuerpo oculto a medias tras los visillos, se dejaba arrastrar por los excitados latidos de la salvación entrevista cuando otros latidos también virulentos pero detestados se apretaron contra su espalda para anunciar el inminente abrazo, familiarmente inmisericorde, del señor de la casa. Se olvidó por el momento del mundo de promesas hermosas que se alejaba a bordo del carruaje y hubo de abandonarse dócil y crispada a los brazos que la arrebataban hacia el lecho donde, como cada día, habría de encastillarse en su perpetua languidez impostada para mostrar ternura donde sólo surgía rechazo hacia la peor de las agresiones del hombretón, infinitamente más angustiosa que sus embestidas físicas: la exigencia, a veces expresada con lágrimas de gigantesco niño extraviado en el mundo, a veces sacudida por la ira del torturador contrariado, de una muestra de cariño por parte de su esposa que él pudiese sentir real, palpable y evidente; la necesidad, en suma, de ver correspondido el amor sin límites que afirmaba profesar por ella. Y como cada noche, también esa noche el alma de Leonor se las apañó para flotar hasta el techo, adhiriéndose con la imaginación al dosel de la cama hasta que concluyeron las convulsiones físicas del hombre que la poseía, y sólo cuando él, también como todas las noches, hubo abandonado el dormitorio para rumiar a solas sus frustraciones y su rabia, descendió sigilosamente desde las alturas, volvió a entrar en su ser de carne y, tras verificar que el bebé dormía en paz y no había por tanto percibido las vibraciones de la agresión contra ella, se arropó oculta bajo las mantas para retomar el temor a su porvenir, tan bien definido por la aterradora palabra que había pronunciado su madre poco después de la boda y pronunciaban hoy las pocas amigas a las que dejaba entrever su infelicidad, o el párroco cuando la recibía cada domingo en confesión: resignación, resignación, resignación… Todos son cómplices cobardes del delirio de Montaña, todos le dan sumisamente la razón, codiciosos del dinero que a cambio de su pleitesía continuamente suministra al pueblo y a sus habitantes. ¿Es que quieren verla morir asfixiada? Esa palabra hedionda, resignación, la penetra y posee con violencia intangible, más intensa que el vigor inagotable de su marido, y la hunde en una desolación que siente crecer día a día. Menos esta vez en que, por atreverse a evocar desde el lecho al poeta, logró su primera victoria contra la vida sumisa en una escaramuza mínima pero esclarecedora y euforizante. Sintió que es posible vencer a la piedra que la enclaustra, y merced a esa alegría lanzó la mente al vuelo tras la carroza en la que había partido Gabriel, y llegó volando hasta el pueblo y hasta el hostal. En esta tercera ocasión, su mente dibujó desde la distancia al poeta, insomne y sudoroso sobre la cama, entregado a musitar febriles incoherencias que, vistos sus sufrimientos, sólo en el infierno pudieron haberse adquirido. Tormentos del alma que ella se atrevería a enfrentar y desbaratar. Por eso su cuarta unión con Gabriel, todavía incumplida, fue la resolución de alinearse junto a él para ampararlo y protegerlo con su vida si así fuera necesario, para refrescar con paños mimosamente empapados en agua fresca su mente alucinada. A medida que los caminos de la fantasía se volvían más tentadores e intensos, más altos y sólidos fueron los diques que contra ellos alzaba la previsora realidad, y en consecuencia también crecía la fuerza con que la voluntariosa Leonor trataba de derrumbarlos, a pesar de lo cual la quinta vez vino para ella Presidida de nuevo por los viejos miedos enraizados, que la llevaron a estremecerse cuando, camino del pueblo en la carroza, al atardecer de cualquiera de los días posteriores, atisbo al poeta en una vuelta del camino, aparentemente enfrascado en la lectura o composición de unos versos, y aunque supo que era su deber pedir al cochero que lo rebasase y dejase atrás, le ordenó por el contrario aminorar la carrera de los caballos y enfilar el último tramo todo lo despacio que fuera posible, a fin de permitir a Gabriel ir tras ellos y llegar a la plaza del pueblo a tiempo de ver cómo, precedida por su señorita de compañía con el bebé en brazos, descendía ella de la carroza y entraba en uno de los comercios bajo los soportales, donde se aturulló de repente al suponer que su querencia por el poeta podía estar resultando demasiado notoria, obvia para cualquiera que quisiera verlo, y por ello, al concluir sus gestiones, regresó azorada a la carroza, con el fuego del miedo en el rostro y la mirada fijamente clavada en el suelo, como si quisiera demostrar al mundo su rechazo repentino hacia la incipiente necesidad que la invadía, hacia la infidelidad que implicaba, hacia el escándalo que podría desatarse y, por supuesto, hacia el consiguiente castigo que por todo ello la aguardaría. Y a cambio de todo ese riesgo, ¿qué compromiso por parte del poeta tenía? El domingo siguiente, en la iglesia, decidió confiarse al párroco. Esa sexta oportunidad adquirió inquietantes tintes de prodigio turbio cuando al llegar en la carroza a los aledaños de la iglesia en compañía de su esposo vio a Gabriel sin llegar realmente a verlo. Una intuición insistente e imposible de verificar le dijo que rondaba por la plaza, moribundo por ella, y por esa convicción se dejó llevar mientras descendía del vehículo y caminaba del brazo del gigante Montaña hacia el portalón de madera del templo, y también cuando avanzó hacia el banco de madera que por deferencia de la autoridad religiosa les estaba reservado. Al poco se puso en pie para dirigirse hacia el confesionario, y entonces la atravesó como un relámpago la seguridad de que Gabriel acababa de acceder a la iglesia y la buscaba con la mirada con la misma fiereza con que le habría gustado a ella buscarlo a él. Pero si había un lugar peligroso era la iglesia, llena de feligreses contagiados por la epidemia de demencia instaurada por Montaña en Padrós. Casi al borde del desmayo alcanzó el confesionario y, más que arrodillarse, se dejó caer contra su estructura para apoyarse en ella. El confesor era el mismo de siempre, ese hombre silencioso y severo ante el que había enumerado Leonor las decepciones de su vida matrimonial hasta que entendió que se trataba de otro sicario de Montaña, uno de los más astutos y malvados. Pero esta vez, por una osadía loca que no pudo y acaso no quiso evitar, se lanzó a abrir su corazón con ritmo más veloz y resuelto a medida que desgranaba las infelicidades, sinsabores y desprecios que entrañaba la vida de esposa del señor del caserón. No quería seguir sumida en la locura, dijo atreviéndose a levantar la voz. No quería seguir sumida en la locura… Latía tanto en su pecho la intuición materializada en la plaza sobre la cercanía de Gabriel, sentía tanto su apoyo invisible, que alzó los ojos para buscarlo, convencida de que iba a localizarlo al primer golpe de vista, como efectivamente ocurrió. Desencajado y pálido esta séptima vez, la escrutaba el poeta desde el banco más próximo al confesionario, arrodillado a tan poca distancia de ella que de haber extendido ambos las manos sus dedos se habrían rozado. Pero Gabriel, en vez de darle el apoyo que ella esperaba para seguir cargando contra la condena a resignación perpetua, se puso en pie y huyó a toda prisa en busca de la salida, como si de repente le hubiese faltado el aire. Su carrera, frenética y titubeante, resultó ofensivamente ruidosa en un lugar consagrado al silencio y convocó todas las miradas y alzó a su paso rumores de reproche, acallados al unísono cuando Tomás Montaña puso en pie su corpulencia entera y, estático en el centro de la iglesia, usurpó la autoridad de los curas y hasta de Dios para clavar sin prisas sus ojos de acero sobre la figura que escapaba. Fue un derrumbamiento doble en el alma de Leonor; el primero, al suponer que Gabriel huía del compromiso de ayudarla, y el segundo, porque supo que Montaña se había puesto en el acto a atar cabos, sosteniendo con la mano de la inteligencia un extremo de la cuerda y con el de la extrema paranoia celosa, el otro. Resultó inútil, e implicó a la vez un presagio negro, tratar de volver, temerosa y descarnada, al redil del confesionario. El rencoroso cura, otra vez dueño de su poder, le cerró la trampilla del confesionario en la cara, dejándola de rodillas a merced del mundo. No cruzó Leonor una palabra con su marido de regreso a casa, o más bien fue él quien no le dedicó una sílaba o una mirada siquiera de reproche, probablemente concentrado en rumiar los posibles significados del lamentable espectáculo ofrecido por el titiritero poeta, como con desprecio había llamado a Gabriel alguna vez que se había referido a él. Esa noche no buscó su marido abrazarla, y ello resultó a Leonor inquietante, premonitorio de inminentes tormentas originadas en los celos. Sumida en la oscuridad del dormitorio, la ahogó la angustia de quien viviendo acompañado se siente irrevocablemente solo, y no resultó suficiente la presencia tierna y amorosa del bebé dormido en la cuna a pocos metros de ella para desbaratar la desolación. La noche jugó a su antojo con el fluir del tiempo. El insomnio acabó por hipnotizar a Leonor, desbarató su razón para arrojarla a pozos de alucinación cuyas paredes parecían susurrarle el peor futuro concebible… Su vida, toda su vida, consistiría en envejecer sin pausa junto al hombre que la aplastaba física y moralmente, sin más aliciente que volcarse, también toda entera, en el cuidado y educación de ese niño al que adoraba. Pero ¿cómo crecería en ese mundo hecho a medida y semejanza de Montaña? A veces le aterraba pensar que ese bebé se iría transformando sucesivamente en un niño Montaña, un adolescente Montaña, un joven Montaña y por último un adulto Montaña. ¿Y ella? ¿Qué sería entonces de ella? Respingó con el corazón detenido un instante por la presión de la zozobra, y ese choque alzó su cuerpo sobre el lecho, como un resorte. Quiso respirar, pero el aire se había evaporado o tornado sólido, y no podían los pulmones absorberlo. A tientas, cada vez más asfixiada en la oscuridad que se le antojaba creciente y en movimiento, buscó una ventana al exterior y acabó por encontrarla, palpando la pared mientras creía morir mil veces. La abrió, bebió el aire fresco hasta hartarse, lo escupió entre toses y lo volvió a beber. Los miedos de la noche huían desplazados por las pálidas luces del alba, que con trazo calmoso comenzaban a dibujar el horizonte del mar, la inmovilidad infalible del acantilado, la playa en marea baja… Un ser vivo diminuto y frágil reclamaba valientemente la atención de Leonor sobre la inmensidad de la naturaleza. Volvió a sentir que se ahogaba, pero ahora por la presión incontrolable de la euforia. Era él. ¿Qué hacer? Algunas vidas se deciden en unos pocos segundos, y Leonor pensó que ése era el momento que le había correspondido a ella. Fue inútil que buscara en la tentación de paz y resignación que representaba su hijo plácidamente dormido en la cuna razones que la retornaran al odiado sentido común, la hicieran olvidarse de la figura de la playa, pues supo al vislumbrarla sobre la orilla, retadora y poderosa en su insignificancia, que moriría si no intentaba, si al menos no intentaba, la aventura intuida junto al poeta de los caminos. Fue, pues, un asunto de vida o muerte, y no inobservancia de las protocolarias formas sociales, lo que la lanzó escaleras abajo hasta la planta baja y, desde allí, hacia la sala principal y la puerta para atravesarlas y correr por el jardín dejando atrás la casa y a las madrugadoras mucamas, estupefactas cuando la vieron pasar como el aire furioso que precede a la tempestad, e incluso a la sempiterna vigilancia del marido que, encerrado en el despacho, no supo de la turbulencia emocional que acababa de sacudir los cimientos de su casa. Y así, presa de un delirio lúcido, fue Leonor descendiendo por el camino del acantilado hacia la playa, atrapada en un impulso sin retorno que la llevó en volandas hasta la octava vez, la definitiva, el momento de atreverse a poner todo su corazón y todo su futuro en la pronunciación del nombre mágico de quien había venido para desmontar su resignación y, tal vez, hacer hermosamente peligrosa su vida:
– Gabriel…