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Al amanecer, un disparo rasga el silencio interior del caserón.
Estalla en Sebastián Díaz el pánico, que no había comparecido durante las casi cuarenta y ocho horas transcurridas desde el tiroteo en el pueblo. Ha consumido todo ese tiempo hundido en un sofá mirando hacia la puerta, empecinadamente inmóvil a lo largo de un día y una noche y de otro día y otra noche. Pero el disparo lo pone en marcha, lo conecta, lo activa. Un disparo. Único. Suficiente. El pistoletazo de salida para una carrera sin fin: la suya.
¿Quién ha disparado? No hay nadie, aparte de mí.
Sin respuestas, la mente exhausta de Sebastián, que rebosa terrores imaginados, ordena a su también rendido cuerpo ponerse en pie de un salto y abandonar la casa. Por instinto aferra la bolsa del dinero como si fuera el único salvoconducto posible contra males todavía difusos, pero siniestramente presagiados por ese disparo iniciático.
Cierra de un portazo, sin detenerse a meditar que ésta podría ser la última vez que tire del pomo metálico de la puerta del caserón donde ha vivido durante años, y corre hacia el automóvil. Su zurda rebusca en el bolsillo las llaves del contacto. El sol matinal le golpea el rostro como la luz a un vampiro y la sangre de la cabeza, tal vez por la carrera, le cae hacia los talones. La realidad se disuelve, y los elementos que la componen se vuelven transparentes, blancuzcos ante sus ojos al borde del desmayo. Comprende que es la repentina conciencia de incertidumbre la que le asalta, la súbita verbalización, con precisas palabras negras, del hecho principal:
¡Vera no ha dado señales de vida en dos días!
Llevaba las cuarenta y ocho horas de angustia logrando difuminarlo a base de creerse, o de intentarlo, esperanzas que sabía falsas. Pero ¿y el disparo? ¿Quién acaba de disparar? ¿Humberto, alguno de sus hombres? ¿Quién ha podido disparar? Esta cuestión se agiganta y gana puestos en el escalafón de sus inquietudes.
Absurdamente, frena en seco la carrera a cinco metros escasos del coche, perdiendo casi el equilibrio por el impulso descontrolado. Echa a correr de nuevo hacia la casa, abre la puerta con la llave, atraviesa el descansillo hasta el salón, coge su chaqueta de lino color crema, y sólo cuando tras salir de nuevo tira del pomo para cerrar comprende, aferrado a la bola metálica, lo demencial que resulta su gesto de perder tiempo buscando una chaqueta cuando acaba de verse involucrado en un crimen, en una carnicería, cuando es posible que los mercenarios que custodiaban el botín arrebatado a Humberto estén en ese momento enfilando la penúltima curva de la carretera en dirección hacia el caserón, cuando el fantasma que acaba de disparar no se sabe a quién, tal vez a él, podría estar apuntándole de nuevo. Y sin embargo se detiene, toma aire, mira hacia la puerta y permanece así, callado y grave durante un segundo que desea infinito, porque sabe que cuando inevitablemente transcurra se habrá cerrado para siempre la puerta tras la cual tuvieron lugar muchos de los años de su larga vida gris, monótona y aburrida, pero también toda, toda entera, la salvaje felicidad falsa que vivió junto a Vera en ese puñado de encuentros salpicados a lo largo de casi tres semanas de relación, que tal vez siempre estuvieron predestinadas a esta frontera final, el instante en que él desprende los dedos del pomo metálico, el instante en que Sebastián Díaz acaba de perder para siempre el destino legítimo que le correspondía.
La puerta de la casa es la tapa de mi ataúd. La cierro. Me quedo ahí adentro, haciendo compañía al fantasma que ha disparado.
Se sienta al volante y, cuando enciende el motor tras acomodar la bolsa a los pies del asiento del copiloto, siente estupefacción por su abulia de las últimas cuarenta y ocho horas. ¿Cómo ha coqueteado así con su suerte? Es raro que nadie, ni la policía ni los hombres de Humberto, hayan subido hasta el caserón. ¿O no lo es tanto? A Vera y a mi sólo nos han visto juntos dos o tres veces, en el Pedrín cuando nos conocimos, en la estación de autobuses cuando la recogí, ¿qué más? Y eso sólo los vecinos. Vera puso buen cuidado en que ni Humberto ni sus hombres la vieran merodear por Padrós. Puede que nadie haya reparado en ellos, que nadie haya unido los hilos que lo relacionan a él con el tiroteo, y a esa posibilidad decide jugárselo todo. Calma, todavía soy el apacible Sebastián Díaz… Un tipo normal al que, simplemente, las cosas no fueron bien en Madrid y hace meses regresó fracasado a su pueblo, eso es todo. Sebastián, el hombre de vida mediocre que conduce parsimoniosamente y saluda a los conocidos que se cruza en la plaza y comenta los lunes la jornada de liga para intentar romper su soledad agregándose a los grupos de vecinos. Oculto bajo la máscara perfecta de Sebastián Díaz, el hombre que pronto va a dejar de ser Sebastián Díaz conduce camino de Padrós muy despacio, como hace siempre, aunque lleve consigo el botín arrebatado a una brutal banda mafiosa, aunque el miedo pugne por desgarrarle las tripas, aunque la mujer por la que se ha convertido en criminal esté casi con seguridad muerta y lo haya abandonado en la incertidumbre.
El coche desemboca en la plaza. Despacio, despacio, todavía más despacio, que no noten mis nervios… Una bocina insistente, irritada, rasga el aire a su espalda y le hace botar en el asiento. Se gira. Si los ocupantes del coche que viene detrás resultan ser dos siluetas masculinas teme que lo fulmine un infarto, pero quien va al volante es una mujer madura, con un adolescente a su lado, que vuelve a tocar la bocina y alza los brazos en señal de impaciencia. Sebastián, a causa paradójicamente de la prisa, venía conduciendo con tanta lentitud que ha taponado el tráfico. Se aparta y aparca a un lado, en un hueco junto al quiosco de prensa, para recuperar el aliento. Le arde la garganta, siente que si la apretara se quebraría como un barquillo. ¿Y ahora qué? ¿No sería lo mejor apearse con tranquilidad, dar una vuelta por la plaza, husmear como un vecino curioso más entre los rescoldos del suceso de cuarenta y ocho horas atrás para tratar de aclarar la oscuridad sobre él? Pero lleva seis millones en efectivo y tiene que cargar con ellos, no puede dejarlos solos en el coche ni por un instante, tampoco en ningún otro lugar, y no se atreve a pasear por la plaza con tanto dinero a cuestas, teme delatarse, o no sabe en realidad qué teme. Los seis millones ya son parte de él, ya son él, ya son lo principal de su vida y puede que lo único. Soy seis millones de euros. Ese dinero, con sus dos cadáveres a cuestas, uno seguro, el de Amir o Amin desangrado en la plaza, y otro posible, el de la desaparecida Vera en el que le da vértigo pensar, se ha adherido a Sebastián sin remedio ni retorno, unidos para siempre su futuro de hombre sin futuro con la bolsa de billetes, igual que se funde el asfalto con la carretera por la que se dispone a iniciar la huida de sí mismo. Descartada la opción de apearse, se limita a observar. La tranquilidad casi le agravia: ¿cómo es posible que en tan pocas horas no quede vestigio alguno de la muerte y de la sangre? El quiosquero apila suplementos dominicales sobre el mostrador, y la precisión de sus movimientos evidencia que sólo piensa en lo que está haciendo, que los hechos que contempló no le impresionaron más allá del estupor pasajero o la curiosidad. Tampoco los turistas en camiseta y chanclas que van hacia la playa, unos cargados de bolsas o tirando de los niños, otros riendo desenfadados, parecen conscientes de que pisan restos de sangre apresuradamente lavada por los funcionarios del ayuntamiento. Las ciudades olvidan antes que las personas, todavía antes. Quiere interpretar como buena señal que no haya policías a la vista, que lo más cercano a la noción de autoridad sea un agente de tráfico que ayuda a un conductor a interpretar un mapa, cuando gira la mirada y vuelve a encenderse el terror interior: a veinticinco metros, Julián, con su uniforme de guardia municipal, fuma apoyado contra la base de uno de los arcos de la plaza con parsimonia intranquilizadora. En el pueblo siempre se ha dicho de Julián que es observador, listo y receloso. No está fumando tranquilamente, ni hablar. Está meditando. Está investigando lo que ha pasado, seguro. Está buscando.
Enciende el motor con sigilo absurdo, como si temiera que Julián pudiera oírlo desde el otro lado de la plaza y al hacerlo dedujera que él es cómplice de lo ocurrido. Pero el coche atraviesa la plaza en paz, sin que lo intercepten ululantes coches policiales surgidos de repente de las callejuelas adyacentes, y pronto se encuentra Sebastián acelerando por la carretera general.
¿Y si todo, duda de pronto, ha sido o está siendo un comportamiento paranoico por su parte? Nos vieron juntos dos veces, puede que tres… Pero enseguida se aproxima al primer peaje y, con ello, a la primera decisión: regresar o seguir siendo el hombre que acaba de comenzar a huir. Al buscar la cartera para tener a mano la tarjeta de crédito descubre en el bolsillo lateral de la americana el revólver que Vera dejó allí, argumentando medio en serio medio en broma que era mejor que estuviese armado. Se sobresalta. Le parece una señal del infierno, o una condena a la irreversibilidad de su huida. Tal vez su inconsciente, cuando le dictó regresar por la chaqueta, sabía que el arma estaba allí. Un hombre con un arma, aunque como él no la sepa manejar, siempre es más culpable que un hombre desarmado.
Es más fácil pasar inadvertido en una ciudad grande. Cuanto más grande, mejor. Y esa lógica, unida al peso simbólico del arma en su bolsillo, le lleva a tomar de forma instintiva el carril que conduce hacia la autopista de Madrid, la ciudad que abandonó meses atrás jurándose que jamás volvería a pisarla.
Sin embargo, el hombre que se fue no es el mismo que horas más tarde, cuando comienza ya a perder intensidad la luz de ese día interminable, se adentra en el tráfico de Madrid. En rigor, piensa, sigue intacta su promesa de no volver, porque él ya no es Sebastián Díaz.
Ahora soy nadie. Nadie con un arma en el bolsillo. Nadie con seis millones de euros en una bolsa de tela manchada de sangre.