40279.fb2
¡El timbre del móvil!
Los pitidos rasgan la soledad de la habitación barata en Madrid, y se aterran al unísono los dos hombres que habitan el mismo cuerpo, crispados como siameses pugnando por desgajarse sin asistencia quirúrgica: el que siempre ha sido pero sabe que debe dejar de ser Sebastián Díaz y el otro, todavía sin nombre, que para que sobreviva físicamente el primero no tiene más remedio que nacer de golpe, irrumpiendo sin gestación ni parto en ese cuerpo ya adulto que está, y lo sabe, en el punto de mira de los sicarios de Humberto, condenado a la muerte del serrucho y el alfiler.
El teléfono es el único y acuciante sonido en el cuarto a oscuras de la pensión situada en la calle Fuencarral, frente a un neón vertical verde con la mitad de las letras apagadas que señala un bar de copas al otro lado de la calle. Pero Sebastián no atiende la llamada. Se limita a tragar saliva, progresivamente inquieto por la insistencia del timbre, y elige seguir mirando a través del cristal hacia el bullicio enmudecido por la ventana cerrada de la cercana zona de Chueca, como si el simple hecho de observar la generalizada alegría nocturna constituyera una guarida donde refugiarse de los verdugos que acaban de marcar su número, tal vez desde mucho más cerca de lo que él imagina. Es la primera llamada en varios días, la única desde el tiroteo, la única desde que hace unas horas llegó a Madrid huyendo de Padrós.
Aguanta la respiración, aferrándose a la idea que constituye la columna vertebral de su frágil serenidad: No saben que estoy aquí, he recorrido quinientos kilómetros, nadie me ha seguido… Aun así sólo expulsa el aire cuando cesan los pitidos tras saltar el contestador, pero la tregua apenas dura lo que tarda en vibrar el aviso del buzón de voz, y sólo cuando éste calla osa Sebastián volverse hacia el teléfono, que resulta visible en la oscuridad gracias al parpadeo luminoso del mensaje entrante. Tienen que ser ellos. Ellos, los hombres de Humberto, porque Vera está muerta. ¿O no?, prueba a mentirse… En realidad, nada es palpable, científico, irrefutable, excepto la bolsa con el dinero y el arma en su mano, nada excepto el disparo que escuchó dentro del caserón y la paranoia de la fuga. Pero ¿cómo han logrado el número si sólo Vera y él lo conocían? Juntos, plenos de alegría física compartida en fase de esplendor, compraron tres teléfonos nuevos de numeración correlativa: uno que Vera necesitaba para asuntos de trabajo y los otros dos dedicados a comunicarse exclusivamente entre ellos. Fue otro de los juegos eróticos que inventaron sobre la marcha, muy al principio de su relación, en la primera salida a la calle tras el primer y determinante encuentro sexual. «Cuando vibre -le había susurrado Vera al oído mientras el vendedor, ajeno a las osadas palabras de sus clientes al otro lado del mostrador, desplegaba un catálogo ante ellos -querrá decir que mi boca y mi coño están pensando en tu polla». Esa frase, pronunciada en realidad tan cerca en el tiempo que Sebastián casi cree oírla rebotar viva contra las paredes de su memoria, es ahora el pasado remoto y sólo sirve para estimular el miedo, porque la llamada que le acaba de azorar se ha realizado desde un número sin identificar, y porque los muertos no llaman por teléfono. ¿Tendrá voz aguardentosa el verdugo que acaba de dejarle el mensaje, o habrá querido que entrevea él mismo los espantos que le aguardan mediante inflexiones sádicas en tono sedoso? ¿Qué se escuchará de fondo, el motor del coche que los trae hacia Madrid aunque él pensase que era imposible localizar su rastro o el ambiente del bar de la esquina, donde hace un rato se ha comido un pincho de tortilla para taponar el repentino agujero del hambre? ¿Y el alfiler? ¿Lo torturarán con el alfiler? Ese suplicio que Vera le presentó como la especialidad de Humberto resulta lo peor de todo. Un alfiler, un solo alfiler en manos del sádico Humberto. «¿Para qué más, si un solo alfiler le basta para traerte el peor de los infiernos?», había explicado ella en voz alta. Sebastián busca con la mirada su coche, que aparcó en la calle Infantas tras comprobar que resultaría bien visible desde la pensión; una estratagema de seguridad que ahora se le antoja disparatada y altamente peligrosa: usar de cebo el coche, como una cabrita atada en un claro del bosque de Chueca para atraer a los invisibles tigres de la noche. Un enemigo con rostro es más débil que un enemigo sin rostro, y por esa razón había puesto en práctica ese absurdo plan: una estratagema de seguridad ideada por un hombre que nada sabe de estratagemas de seguridad. ¿Y si han visto ya el coche y están esperando a que sea yo el que aparezca? Sebastián se deja derrumbar sobre la cama, sobresaltándose por el gemido de muelles que provoca su peso, y cuando queda sentado y, todavía estremecido, alza la vista, le asusta verse sin verse en el espejo frente a él: una silueta negra sentada sobre la cama, que escruta a la silueta negra sentada sobre la cama que mira hacia el espejo. Nada en ella, ni la desvalidez identificable en la oscuridad por el encorvamiento de hombros caídos, ni el temblor de las manos refugiadas como cachorros ateridos entre los muslos, ni el contagio febril a todo el cuerpo de la respiración agitada, le resulta tan desasosegante como el contorno de su cabeza calva, vislumbrada por primera vez desde que hace dos horas escasas, al poco de llegar a Madrid, antes incluso de buscar dónde pasar la noche, entró en una barbería de barrio para que le raparan su abundante y siempre impecable cabellera, única y burda operación de camuflaje personal que su imaginación fue capaz de planear. Encogido en el sillón giratorio y ajeno a la trivial conversación del peluquero, con los ojos clavados sobre la bolsa del dinero de la que bajo ningún concepto se separa encajada entre los pies, y ceñida a la cintura el arma que ni siquiera sabe amartillar, intentaba decidir cuál debía ser su siguiente paso cuando la realidad, inopinadamente, había lanzado la primera ofensiva surgiendo como una revelación traidora desde su propio cerebro:
Vera está muerta. No desaparecida, ni perdida, ni huida. Muerta.
Hasta este instante su mente había bloqueado la información que ahora le parece tan fatídicamente obvia. La implicación de Vera en el breve tiroteo había pasado por distintas fases dentro de su cabeza: primera, la convicción irracional de que los muertos habían sido otros, de que los muertos tenían que haber sido otros; luego la duda, una ansiedad intensa, muscularmente fatigosa, ramificándose dentro de él a medida que pasaban las horas sin noticias. ¿Y si la han herido? ¿Y si se está desangrando en algún descampado? Incertidumbre sólida y racional, progresivamente verosímil desde el instante en que el pánico le forzó a huir de Padrós sin mirar atrás. Y por último, esta brutal comprensión sin retorno en el sillón giratorio mientras el peluquero rasuraba con la maquinilla su nuca desnuda, como el verdugo que prepara al condenado para la silla eléctrica… Está muerta… Hasta este momento, se había defendido contra esa revelación a sablazos de pura cabezonería: algo le impide llamar, pero tiene que estar viva. Antes o después llamará, pero tiene que estar viva. El miedo a la verdad avalaba las mentiras. Al salir de la barbería a toda prisa, sin recoger el cambio y tropezando con el siguiente cliente, le sorprendió en la calle el alivio mínimo, puramente físico, del aura de frescor que parecía masajearle la cabeza, liberada de repente del sudor pegajoso de los últimos días, y aferrado al vestigio húmedo del agua de colonia como si constituyera un presagio venturoso, pudo pensar con un poco de calma.
Los treinta y tantos euros sueltos que llevaba en el bolsillo, los últimos legítimamente suyos, fueron los que decidieron el hotel en que se hospedó. Se resistía a abrir en público la bolsa, y al iniciar la huida no había tenido la previsión de coger dinero en efectivo. Temía a esa masa de billetes, a todos y cada uno de ellos, como si pudieran hablar y delatarle. Todos podían traerle la muerte lenta. Todos y cada uno de ellos. Llevo conmigo seis millones de traidores. Tras preguntar en distintas pensiones, eligió la única que podía pagar por adelantado con el billete de veinte, el billete de diez y las monedas sueltas, y en la recepción, el gesto mínimo de mostrar su carné de identidad, tantas veces realizado en su ahora casi extinta vida anterior, desencadenó un terremoto interior. No puedo usar mi nombre auténtico. Ahí, en ese instante, resolvió que nunca más lo volvería a hacer. Y por ello, cuando entró en la humilde habitación y echó el pestillo, y probó a trabar la puerta encajando una silla inclinada bajo la cerradura, y la volvió a quitar sintiéndose ridículo por haberla colocado allí o tal vez porque el gesto contenía una aceptación física, real, de que lo estaban persiguiendo, y cuando se desnudó y entró en la ducha tras depositar la bolsa con el dinero junto a la bañera y bien a la vista, y puso sobre el lavabo, lo más cerca posible de su mano, el arma que ignoraba cómo utilizar caso de tener que hacerlo, y se abandonó por un instante al placer del agua caliente, dedicó el primer pensamiento a buscar el nombre nuevo que había de adoptar cuanto antes. El cuerpo comienza en el nombre. Es lo primero que tenemos tras nacer, fuera del cuerpo desnudo cubierto de sangre. Y por ello había dedicado las horas siguientes a buscar un nombre nuevo para él, para ese fugitivo que nacía adulto en el baño de una pensión de Madrid. Cada poco, la tarea en apariencia sencilla adquiría una dimensión descomunal, que lo derrumbaba. ¿Era todo este desorden verdad?, se preguntaba cada poco. ¿En serio él, un hombre que hasta sólo dos semanas antes se hallaba deprimido por el monótono fracaso de su vida, estaba efectivamente empeñado en buscar un nombre nuevo para burlar a los hombres del serrucho y el alfiler? Fue entonces, mientras miraba por la ventana hacia la calle, hipnotizado por el neón verde de letras muertas, cuando lo había sorprendido, repentino y feroz, el pitido del móvil.
Ante su latido mudo de parpadeos rojos sigue ahora ensimismado, paralizado, aterrorizado. Tienen mi número. Vera se lo dio. ¿Cómo la habrán obligado? Esa opción implica que ella lo ha traicionado, pero también que sigue viva. ¿Y si es ella? Extiende la mano hacia el móvil. ¿Y si son ellos? Tal vez sea una llamada del banco, o de publicidad, alguna nimiedad semejante… Pero ¿y si son ellos?
Vuelve a parar la mano en el aire, y cuando cae en la cuenta de que ha realizado por tercera vez el gesto, comprende también que la única manera de no desquiciarse es escuchar el mensaje. Se vuelve a ver a sí mismo en el espejo, un hombre calvo que pulsa la tecla del buzón y se lleva ansiosamente el aparato al oído. Debe hacer un esfuerzo para que los latidos del corazón no se impongan sobre la voz metálica de mujer que anuncia con amabilidad excesiva el mensaje nuevo. La pausa, eterna, forma en su mente un interrogante absurdo que no llega a formular, aunque tampoco sea capaz de dejar de pensarlo: ¿Estás ahí? ¿Podrías ser tú? En el silencio sucio que anuncia el comienzo del mensaje flota por un momento el rumor casi inaudible de lo que podría ser una garganta absorbiendo aire. Estás ahí… La respiración del otro lado de la línea crece, abarca espacio sonoro como si buscara valor para decidirse a hablar, y por fin suena la voz. Pertenece a un hombre. Humberto, deduce en el acto. ¿Quién si no? Sebastián traga saliva al imaginarlo jugueteando con un alfiler en la mano, mientras, hace apenas unos segundos, grababa el mensaje que él escucha ahora.
– Sebastián Díaz -comienza pausadamente, pero su parsimonia tiene cuchillas entre las sílabas. Así que ésta es la voz de Humberto-. De Padrós se llevó usted algo que no le pertenece. Sería conveniente que lo devolviera. Llamaré hasta que me atienda. Le conviene hacerlo. Porque también… También quiero que hablemos de Vera.
Y al pronunciar ese nombre la voz del verdugo se ha vuelto insegura, casi rota, humana. ¿Amorosa… a punto de echarse a llorar? En la primera mitad de una décima de segundo, el inconsciente de Sebastián vislumbra una idea que su razón, en la segunda mitad del mismo segundo, emborrona y arroja al olvido: la posibilidad de que Humberto siga todavía enamorado de Vera, a pesar de todo. Ella había olvidado su vieja relación hacía mucho, y lo odiaba, según explicó mil veces. Pero ¿y él? ¿Quién dijo nunca que había dejado de amarla? Fin del mensaje. El silencio de la habitación, de nuevo protagonista, parece un ser vivo que repta sobre la moqueta sucia, al acecho, volviendo a dibujar en el aire la cuestión acuciante. ¿Cómo es que Humberto tiene mi móvil? El silencio se convulsiona de repente, removido por algún sonido cotidiano de la habitación contigua, y Sebastián se apresura a empuñar el revólver. No hay amenaza definida, pero sostener con la diestra sudada el arma que no sabe manejar le otorga protección y seguridad, y poco le importa que sean falsas. Tiene el número porque se lo dio Vera… Del móvil que aún sostiene en la zurda, a la altura del muslo, surge otra vez el susurro metálico femenino. Sebastián se acerca el aparato al oído.
– … siete mensajes de voz guardados… -termina de informar la voz. Y cae de pronto en la cuenta de que tienen que ser los mensajes de Vera. Él no los borró en ningún momento, seducido por la tentación de atesorar esas fetichistas cápsulas, pero la posibilidad de que ahora surjan literalmente desde el más allá lo sitúa con los pies sobre el abismo. Le atrae la idea de escucharlos. Tu voz, tu risa, un instante de paz falsa… Para eludir el impulso, corta la comunicación a toda prisa y arroja el móvil sobre el colchón, al otro extremo de la cama. ¿Cómo pudiste darles mi número, Vera? ¿Es que te torturaron? ¿Es que estás en sus manos? ¿Viva? La angustia, como si fuera una dolorosa estructura mecánica adherida a su esqueleto, le obliga a ponerse en pie, a dar zancadas absurdas aquí y allá, repitiéndose mientras se frota las manos que debe ordenar los pasos a seguir. Huir sigue siendo la prioridad y la única ley, y la lucidez que ha sido necesario convocar para constatarlo le regala inesperadamente ese nombre nuevo que está buscando. Porque ve justo entonces, al recalar ante la ventana en su epiléptico deambular, el neón que al otro lado de la calle anuncia un local de copas. Sus dos primeras letras están apagadas, definitivamente muertas, y las demás parpadean a intervalos agónicos, anunciando el chispazo que las arrojará sin retorno a la oscuridad. Sebastián siente una ternura histérica por esas moribundas letras de neón. También a mí me queda poco, piensa que le gustaría decirles. Y las letras le hablan, al menos las dos letras apagadas; son ellas, con su muerte eléctrica a cuestas, las que le sugieren el camuflaje mínimo, pero acaso efectivo, de cercenar la primera sílaba de su nombre.
Sebastián sin la ese y la e… Bastian.
¿Por qué no? Parece un nombre francés. Mejor como apellido. Bastian, cuando ellos buscan a Díaz… Sí, ¿por qué no?
Decide que Bastian está bien, que no va a darle más vueltas. Pensar más en ese asunto se le antoja traicionar a las generosas letras moribundas de neón, y adopta el nombre con irresponsabilidad casi alegre, infantil. Todavía hay zonas de su cerebro a salvo del trauma de la irreversible realidad acontecida, apacibles lagunas neuronales no anegadas por el maremoto que representa la bolsa de billetes. Bastian… Y por nombre de pila el más simple y antiguo de todos, tan masivamente utilizado que su misma vulgaridad será el más tupido camuflaje: Juan. Sí, ¿por qué no? Juan Bastian…
En el exterior la luz del neón se extingue de pronto en ese instante, como cortada por un hachazo seco. El dueño está cerrando ya el local, o las letras han muerto definitivamente, pero él lo entiende y acepta como un bautismo simbólico: Sebastián Díaz agarra el tirador de la persiana, la cierra de un solo golpe que suena con chasquido de tabla al partirse, y echa luego las cortinas para sentir que refuerza su aislamiento del exterior. Jadea como si se hubiera castigado con un número abusivo de flexiones y se concentra en recuperar el sosiego de los pulmones. En la oscuridad hermética, decide ingenuamente que esa respiración serena es el último acto consciente de Sebastián Díaz, y se quiere convencer de que quien percibe cómo el aire va recuperando poco a poco fluidez por los conductos de su cuerpo es ya su artificial gemelo repentino Juan Bastian, un bebé adulto sin destino ni esperanza, alumbrándose a sí mismo desde un lúgubre útero materno enmoquetado, con papel pintado en vez de humedades amorosas sobre las paredes. Bastian, un condenado a muerte de ochenta kilos al nacer, se desplaza hacia la cama sin ruido, temeroso de que el rumor de su movimiento por el cuarto pudiera ser un confidente a sueldo de sus verdugos y, como si la oscuridad absoluta le resultara refugio insuficiente, cubre completamente su cuerpo con la sábana, cierra con fuerza los ojos y de forma inconsciente adopta la postura fetal alrededor de la bolsa del dinero, que iza desde el suelo como si cualquier ser invisible al acecho pudiera robársela y dejarlo sin nada, a solas con el arma que ni siquiera sabría cómo amartillar para poner fin a la existencia prestada que en estos instantes comienza a vivir. El miedo, al asentarse en sus tripas transcurridos minutos u horas, parece remitir, y le concede valor para abrir los ojos y enfrentarse, podría decirse que por primera vez, al nuevo mundo exterior que le aguarda: tiniebla sin geografía, significativamente negra y uniforme, en cuyo centro late una luz roja con regularidad tal que él imagina un corazón humano, puede que el suyo propio, que casi al alcance de su mano pide auxilio, como un náufrago a la deriva entre las sombras de la cama. La intermitencia roja, al acostumbrarse sus ojos ansiosos a la oscuridad, se expande y parece iluminar la habitación, pero también adquiere su sentido simple y terrible: es el aviso de mensaje del móvil, que no borró antes de lanzar el teléfono sobre la cama. Y sin embargo, no es el miedo a las amenazantes palabras masculinas todavía agazapadas dentro del aparato lo que le lleva a recuperar el móvil y aproximarse la pantalla a los ojos, sino la conciencia de que ahí dentro sobrevive también, aunque sea en un tiempo pasado y muerto, aunque sea así de paupérrimamente archivada, la voz de Vera: «Vamos a probar los teléfonos nuevos», anunció ella mirando a Sebastián a los ojos apenas regresaron al caserón a mitad de la primera tarde, justo después de haber comprado los tres móviles. En el salón, Vera marcó el número de él y se llevó luego el móvil al oído, con alguna ocurrencia lasciva nítidamente señalizada en su sonrisa. Sebastián sintió en el acto la vibración en el bolsillo del pantalón, y sonrió sin hacer ademán de responder. Cuando saltó el buzón, Vera le miró a los ojos, luminosa y sucia: «¿Alguna vez has visto follar a dos teléfonos?». Y sin cortar la comunicación dejó sobre la mesa su móvil antes de comenzar a desnudarse. Sebastián, obediente y excitado, sacó su teléfono, abrió la línea, lo puso junto al otro y luego Vera y él se abrazaron… No hace ni dos semanas de ese momento. La rememoración de la escena de sexo, que ambos interpretaron exagerando al máximo, caricaturizando casi el despliegue sonoro de jadeos y obscenidades ante el público único de los micrófonos de los móviles, le resulta doliente bajo la sábana, Y un sentimiento de repulsión le empuja a lanzar el teléfono hacia el otro lado de la cama; es un rechazo débil además de ficticio o impostado, porque sus ojos abiertos continúan hipnotizados por la intermitencia roja, anclados sin poderlo remediar en el invisible universo sonoro, ahora necrofílico, que representa, y que él, aunque se opone con todas sus fuerzas, es incapaz de negarse a escuchar. Temblorosamente, como un atemorizado voyeur de su felicidad muerta y enterrada, se pega el móvil al oído a tiempo de escuchar con pudor doloroso su propio orgasmo. Luego, silencio. Luego, la voz de Vera. Poderosa, salvaje, también jocosa, inofensivamente frívola, llena de luces de amor y de vida que entonces parecieron verdaderas y por lo tanto lo fueron:
Cuidado… ¡Mira que si entras en mí ya no podrás salir!