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Leonor.
Gabriel.
Han pronunciado los nombres y ahora callan, agitados los pechos como los de peregrinos exhaustos ante el recodo último del camino. Encontrarse a solas era el afán máximo, la primera puerta de un universo que ambos, aunque por distintas razones, intuyen sin límites, y ahora que lo sienten cumplido se quedan paralizados, a merced por completo cada uno del siguiente gesto del otro. Se temen a sí mismos, se temen más que al ser anhelado y anhelante que tienen enfrente.
Es Leonor quien toma la iniciativa. Su mano cautelosa osa estirar los dedos hasta rozar con las yemas el pecho de Gabriel. Da un respingo: el torso masculino es de carne real, y respira, y responde a sus dedos con latidos de ritmo creciente. Ese roce simple y a la vez complejo resulta inauditamente acogedor y constituye la primera experiencia sensual verdadera de su vida. ¿Dónde está el rechazo rotundo que experimenta en cada acercamiento del hombre con quien la casaron en transacción casi comercial, hasta llegar a considerar que ese rechazo es el natural prolegómeno del doloroso sexo seco? Su cuerpo y su alma querrían agolparse en las yemas que le arden en los dedos, infiltrarse enteras dentro de ese torso y expandirse en él. Intuye Leonor que contiene ternura y fuerza, y que es un río por el que fluyen preguntas nunca enunciadas ni sospechadas antes, y aunque teme las consecuencias de esa entrega que la reclama con urgencia rabiosa, se ampara en la convicción de que los latidos que palpan sus dedos sólo pueden deberse al deseo del poeta por corresponder a su dichosa perturbación. Si en ese instante le pidiera Gabriel que huyera con él, raptaría a su propio hijo y aceptaría en el acto. ¿Cómo podría sospechar Leonor, aun cuando fuera la amante más experimentada del mundo, que el bombeo en apariencia jubiloso de Gabriel se debe al puro terror?
Inmóvil y acobardado por sus propias razones, el poeta se imagina a sí mismo acercándose a Leonor, y en su fantasía la rodea con los brazos y comienza a contarle sin adornos ni temores la verdad sobre la maldición que, inicialmente disfrazada de amor eterno, le ha perseguido desde Cuba hasta Padrós. Es tal su prisa por exteriorizar la verdad que antepondría su relato al abrazo, al primer beso. Pero sus brazos, a pesar de esa premura, permanecen muertos a los costados, y sus labios sólo logran temblar por el deseo de pronunciar la primera sílaba, tras la que no habrá vuelta atrás. ¿Y si ella no le cree? ¿Y si lo toma por loco? El poeta mira hacia el mar que tanto teme pero sin el cual, literalmente, no puede respirar. Si la muchacha transparente que acecha en el agua ya mató a la aldeana vasca con la que osó mantener un apresurado romance de pajar, ¿con qué represalias no será capaz de castigar esta paz infinita que siente ante Leonor?
Lejanos relámpagos iluminan desde el horizonte de este atardecer la balsa apacible del mar. Al poco, un trueno es la señal para que la lluvia comience a descargar sobre los indecisos Gabriel y Leonor que, todavía tímidamente, se miden en la playa sin osar tocarse. La lluvia pronto es feroz, inmisericorde, y como una celestina incorpórea los cubre con su manto líquido, empujándolos a buscar cobijo al pie del acantilado, donde en tiempo inmemorial, y tal vez para que hoy ellos puedan aislarse del mundo sin temor, tallaron las caprichosas formas de la roca un hueco rectangular casi perfecto, con lecho de arena y techo de piedra, a salvo de las inclemencias atmosféricas y de las miradas humanas, donde resultaría natural despojarse de las ropas mojadas. Pero ellos no sabrían qué hacer con la propia desnudez ni con la del otro, y optan por la solución, también acuciante, de mirarse fijamente a los ojos, la única lumbre de que disponen para combatir la tiritona que asalta sus carnes desde los vestidos empapados. En Leonor pugna contra el pudor inculcado a lo largo de sus veintidós años de existencia la tentación de vivir, hasta apurarlo, este instante sin fin. Ha surgido en ella, previo a cualquier plan de fuga, el deseo instintivo de abrazar el cuerpo desnudo del poeta, y resulta tan desconocido y acuciante que se le agolpa en el cuello y la garganta, amenazando con ahogarla, instándola a tomar la iniciativa de quitarse las ropas si no es Gabriel quien lo hace. Él, convencido de que si la abraza despertará a la muerte que duerme en el fondo del mar, opta por parecer tan indeciso y asustado como realmente se siente, aunque en esa sinceridad encuentra a la vez valor para pegarse a Leonor en un abrazo que, lejos de querer ser posesivo o dominante, sólo demanda protección y auxilio, el simple y total amparo de los brazos femeninos. Ella, aunque desconcertada por el aplazamiento de lo sexual, le regala ese amparo sin asomo de duda, resuelta a averiguar si, como sospecha, la verdad se encuentra en las pieles desnudas que aguardan bajo los ropajes húmedos.
Poco a poco encuentran acoplamiento los ritmos de las dos respiraciones, y se estiran los cuerpos abrazados sobre la arena a pesar de los molestos vestidos. Leonor no sabe cómo quitarse o quitar al otro la primera prenda. Gabriel no se atreve a decir la primera palabra de su temida verdad. Tal vez, susurra para ganar tiempo al oído de Leonor, la cueva que han hallado es una oquedad en la roca de cuya existencia no se ha percatado el tiempo, que por ello no ha podido invadirla. Sonríe Leonor ante la idea que se le antoja tan bella como cualquier otra que pudiese pronunciar en ese momento Gabriel, y se aprieta más contra él. Es sedoso el reacomodamiento de los cuerpos, como si la arena fuese de aire y ellos flotasen a pesar del lastre de los ropajes. El sexo en cualquiera de sus formas sigue ausente, al menos por parte de Gabriel, en la intensidad de este abrazo, y piensa el poeta que se debe a ello la aparente tranquilidad de la muchacha transparente, que permanece quieta en el fondo del mar. Calla entonces la lluvia, y no relampaguea ya la línea del horizonte. Sobre esa lejanía en calma comienza a dibujarse la noche, y se apagan hasta el siguiente día los colores de la tarde. Pegado contra Leonor, percibe Gabriel el olor sagrado de la naturaleza húmeda, fundido en la atmósfera con los aromas cálidos de la mujer que late entre sus brazos. Leonor, impaciente, da el primer beso, un beso veloz y por sorpresa que se esfuerza en expandir y alargar como si sus labios y su lengua hubieran comprendido que las bocas de ambos son el único resquicio hacia la ansiada desnudez que las ropas olvidaron proteger. Ha sido sin embargo un beso inoportuno, pues ha saltado sobre los labios de Gabriel justo cuando él se disponía a decir la primera palabra, ahora otra vez aplazada. Pero es también un beso largo y cargado de respuestas mudas, un beso instructivo por el que verifican ambos que cuanto esperaban hallar en el otro existe, es real y les será donado. Un beso que los dos querrían infinito.
Y es entonces, en ese epicentro de verdad buscada y encontrada, cuando, inesperadamente, ruge el mar con un bramido de inmensidad líquida que se alza hacia el cielo como un torbellino dispuesto a arrasarlo todo y cae, desbaratado en un estallido de espuma furiosa que sólo Gabriel escucha.
Ya está aquí…
Gabriel desanuda su boca de la de Leonor, sobrecogido por el espectáculo, a pesar de todo grandioso, cuyo significado lamentablemente sólo él conoce. Se pone en pie muy despacio y sale del rectángulo de piedra donde hasta este instante no transcurría el tiempo para plantarse sobre la playa cara al mar, resignado como un cebo nacido para el sacrificio.
– ¿Qué pasa? -quiere saber Leonor. Ha corrido tras él y se pregunta, alarmada, qué ha podido Gabriel creer que veía en el mar de hoy, sereno como pocas veces, para que su rostro, hasta hace un instante dichoso y en paz, se haya contraído ahora por el miedo en estado puro.
Traga saliva el poeta. Por un instante piensa en fingir desconcierto, tomar de la mano a Leonor para alejarla de la playa y del peligro como si nada hubiera pasado, seguir huyendo, otra vez huyendo, seguir huyendo como siempre de la muchacha transparente… Pero, con la magia del beso de Leonor todavía en los labios, resuelve enfrentarse a sí mismo. Ha llegado el instante de la verdad. Se vuelve hacia Leonor. Ve en ella preocupación verdadera, amoroso afán de protección hacia él.
– Si el otro día te hubieras quedado cuando hablé a las señoras -comienza muy despacio, sin quitar la vista del mar que sabe al acecho aunque se muestre de nuevo engañosamente apaciguado-, habrías escuchado la historia que les conté… Parece un cuento fantástico, un cuento de miedo… Todo el mundo cree que lo es. Pero por desgracia es cierto. En mi libro, ese que vendo al acabar la charla, explico la maldición que me persigue. Escribirla me alivió. Hablar de ella en público, aunque sea ocultando que es verdad, me hace sentir libre.
– ¿Maldición? -se asusta Leonor. ¿Por qué tan fea palabra viene a enturbiar este momento? No es la palabra, sino lo que entraña: manía persecutoria, delirio, locura… Otra vez la locura… ¿Es posible que el destino haya inventado tan cruel castigo para ella? ¿La locura del hombre que podría llegar a amar?
– Ven conmigo, ha llegado el momento de que lo sepas.
Gabriel presiona levemente con los dedos la mano de ella, invitándola a seguirlo fuera de la playa. Cada poco, echa una mirada temerosa hacia el mar, cuya tranquila superficie parece somnolienta por la calidez del sol que acaba de asomar en el cielo. Leonor exige, aunque sea mediante la dulzura, esa historia de maldición que ahora tiene más derecho que nadie a conocer. Gabriel saca del zurrón un ejemplar de Todo el amor y toda la muerte y lo pone en sus manos. A ella el título la estremece. Convoca miedos donde había limpieza, turbulencias donde reinaba la paz. Trae oscuridad a la luz.
– Quiero que lo leas -susurra Gabriel, y le resulta inevitable lanzar otra mirada al mar-. Aquí se cuenta el precio que tiene nuestro abrazo.
Leonor inspira. Su mirada es firme, resuelta.
– No, Gabriel. Así no.
La negativa deja desarmado al poeta, que no sabe qué decir.
Leonor lo toma de la mano y tira de él de regreso a la cueva. Una vez dentro se planta ante él y comienza a quitarle las ropas aún mojadas hasta dejarlo desnudo. Gabriel se deja hacer. Sabe que la desnudez de sus cuerpos traerá represalias del mar, pero no es capaz de oponerse a las manos de Leonor. Ella se desnuda también, y otra vez tira de la mano de Gabriel, invitándolo a sentarse junto a ella sobre la arena húmeda.
– No voy a leerlo yo, Gabriel. Quiero que lo hagas tú. Quiero escucharlo de tus labios.
Escuchar es la palabra mágica, la mejor medicina que puede precisar el corazón extraviado de Gabriel, y al oírla en labios de Leonor se conmueve otra vez el poeta. No se ha equivocado con Leonor. Aquí está ante él.
Una mujer desnuda dispuesta a escucharme.