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¿Les surgen imprevistos a los asesinos a sueldo? ¿Son impuntuales los torturadores?
Bastian se impaciencia ante su cuarto café en el hotel Palace. No, se responde a sí mismo. Hay demasiado dinero en juego.
Pero ¿y si se hubieran matado entre ellos?
Esa esperanza ha ido cobrando verosimilitud a medida que los minutos goteaban uno tras otro sin rastro de los verdugos.
Se habrán matado entre ellos, podría ser… Ya empezaron en Padrós, al fin y al cabo.
A pesar de haber transcurrido por entero en el marco del horario diurno, con el sol abrasando las calles de Madrid en el exterior del hotel, las horas consumidas esperando a Humberto han conformado para él una suerte de exclusiva noche imaginaria, con su crepúsculo angustioso, su travesía en silencio a lo largo de las solitarias horas de oscuridad y, por último, su alba vivificadora gracias a la súbita convicción.
¡Se han matado entre ellos, seguro! ¡Estoy a salvo!
Y en ese instante, envalentonado por la súbita sensación de libertad, resuelve tomar la iniciativa. En pie de un salto, cruza el amplio vestíbulo del hotel hasta la puerta giratoria y sale a la calle. Le golpea el retorno a la realidad encarnado en el bochorno de las siete de la tarde. El grato frescor del interior era ficticio como su repentina euforia. Parado en la esquina, entre turistas afables que entran y salen del hotel, se pregunta cuántas personas en la ciudad querrían cambiar su identidad, desgajarse del pasado, desaparecer y reaparecer en otro lugar. Bastantes, más de los que crees, se figura que le responde Madrid, aunque lo que realmente abunda es la gente a la que le disgusta su vida pero no puede hacer nada para cambiarla. En ese sentido, le susurra la ciudad, eres un privilegiado, aunque te acosen tipos con un serrucho y un alfiler. Calle arriba, hacia la Puerta del Sol, se cruza con los leones de hierro que vigilan la fachada del Congreso. Una placa explica que fueron fundidos con metal de cañones arrebatados al enemigo. Así que han sido sucesivamente mineral bajo la tierra, y hierro, y cañones, y luego otra vez hierro al que se dio forma de leones; pero lo que nunca han sido estos que todo el mundo llama «los leones del congreso» es, precisamente, leones. Toda impostura es posible. Cualquier resurrección puede abordarse, siempre que sea una resurrección falsa: la muerte no puede maquillarse de vida, ahí está el límite.
Decide que el kilómetro cero de la Puerta del Sol ha de ser también el kilómetro cero de Juan Bastian, su cara a cara con el miedo. Y, aún cargando a la espalda el lastre de la ausencia de Vera, logra poner su inteligencia en movimiento. El primer afán es borrar de la mente a los sicarios de Humberto, extirpar las imágenes aterradoras de los serruchos y, sobre todo, del alfiler. No me buscan. No me acechan. No me esperan. Ya no.
Toma un taxi que lo lleva de regreso al piso de San Blas. Ocasionalmente, le sacuden durante el trayecto temores nuevos: Humberto lo ha retenido como a un imbécil en el Palace para entrar con impunidad en el piso y recuperar el dinero, y ahora lo estará esperando cómodamente instalado en el salón. También teme que en la portería pueda hallarse aguardando la policía, hasta ahora no convocada entre sus fantasmas, con una simple y terrible orden de detención como sospechoso del tiroteo de Padrós, de la muerte de Amir o Amin, del robo del dinero y de quién sabe cuántas cosas más… Ser acusado de la muerte de Vera sería el peor de los castigos, y prefiere no detenerse a analizar esa posibilidad no menos plausible que las otras. Acobardado por sus fantasías, pide al taxista que lo deje en el cruce próximo a su nueva casa, y desde allí camina cauteloso y rígido como un absurdo aprendiz de guerrillero urbano, hasta que se encuentra frente al portal y comprende que sus opciones son permanecer allí indefinidamente o entrar.
Sube por las estrechas escaleras que, caso de una celada, se le antojan más seguras que el ascensor, y ante la puerta de madera del piso consume casi una hora entera, dubitativa y tensa, antes de decidirse a meter la llave en la cerradura. Abre. Hay oscuridad. Lo lógico en una emboscada. Pero recuerda que apagó las luces antes de salir, y esa certeza, paradójicamente, incrementa la incertidumbre. Sin cerrar la puerta de la calle, acerca la mano al interruptor y enciende la bombilla del techo que ilumina el mínimo recibidor. Ve el pasillo, con su horrenda cómoda de imitación madera, la puerta entreabierta de la cocina y la de su habitación, cerrada como él la dejó pero también como pueden haberla vuelto a dejar los verdugos para que él no sospeche nada. La inmovilidad que reina en la casa, al ser absoluta y silenciosa, hace más exasperante el sonido de un partido de fútbol televisado que llega desde una de las viviendas contiguas. Al lado hay gente, podría gritar pidiendo ayuda. ¿Y si no me oyen por el fútbol? Grotescamente, como un actor de vodevil en una escena de alcoba, carraspea de la forma más ruidosa que puede con la idea de sorprender a los asesinos y hacerles realizar algún movimiento delator de su presencia. Cuando transcurran unos meses y la nueva identidad de Juan Bastian sea una realidad endeble pero relativamente cierta, hará un día recuento de todos los gestos ridículos que ha hecho por culpa del miedo a Humberto, y esta engolada tos falsa puntuará como uno de los más humillantes para su dignidad. Dado que nadie reacciona, decide aventurarse en el pasillo a pesar de las imágenes inconcretas, transferidas desde la memoria cinéfila, de curtidos pistoleros que aguardan tras la puerta revólver en mano. Pero encuentra vacías la cocina y su habitación, y también la habitación de invitados y el baño y la sala, y cuando siente que se tranquiliza le asalta un nuevo terror y corre otra vez por el pasillo, ahora en sentido inverso, para cerrar de un golpe la puerta que dejó abierta y echar los pestillos. Atrincherado por fin, se cree a salvo y con ánimos para volver a la habitación, encaramarse sobre una silla y rescatar del altillo del armario la bolsa con el dinero. La abre, comienza a contarlo. Cuando lleva doscientos ochenta y cinco mil euros comprende que si un intruso hubiera entrado en la casa se habría llevado todo el contenido de la bolsa, y no sólo una parte. La cantidad de dinero, su volumen físico, es ciertamente el primer problema que debe sacudirse de encima. Ya le hartan la esclavitud de cargar con la bolsa para el menor desplazamiento y la opción, aún peor, de ocultarla en la casa temiendo todo el tiempo que puedan llevársela. Pero ahora tiene una idea de camuflaje que considera genial. Se le ha ocurrido en la pastelería a la que entró la víspera para comprar una botella de agua. Detrás del mostrador, una señora mayor, maternal y aristocrática, que envolvía en papel satinado una tarta de cumpleaños para otro cliente, interrumpió la tarea para sacar la botella de agua del gran refrigerador que tenía a su espalda. Ante la apacible dama sintió una paz infinita, debido a que su paranoia había decidido considerarla la primera persona de las que se cruzó desde su llegada a Madrid de apariencia suficientemente inocente para descartar su relación con los sicarios, y ese breve amago de felicidad, al que siguió aferrado mientras ella, tras atenderle, continuaba doblando mimosamente las puntas del papel de regalo, le había sugerido la idea que ahora pone en práctica en el piso.
Envuelve uno por uno los fajos de billetes enrollados en papel de aluminio bien prieto, y luego los va amontonando ordenadamente en el congelador de la nevera. Su botín adquiere así la apariencia inocente de solomillos o rodajas de merluza, a los que coloca delante, como sacos terreros de una barricada, dos cajas de polos de chocolate y una bandeja con langostinos. Apostaría su vida, y de hecho en parte lo está haciendo, a que ni el más sagaz profesional imaginaría que tras el marisco en oferta se esconde una pequeña fortuna. Aun así, y para redondear la estrategia, deja casi desperdigados dos mil y pico euros en billetes diversos bien a la vista en el cajón de la cómoda. Le parece rentable apostar esa cantidad a cambio de que cualquier posible ladrón se dé por satisfecho al encontrarla y no se arriesgue a buscar más. Sin reparar en la esencia demente de la faena que acaba de concluir, contempla con satisfacción el congelador abierto, que entre alientos de vaho muestra el primer hecho ordenado de su nueva vida.
La iniciativa tan endeblemente retomada le concede sin embargo un punto de serenidad y otro de valor, y se anima a sumarlos ambos para comenzar el siguiente día dirigiéndose muy de mañana, cuando apenas ha amanecido, hacia el barrio donde durante años vivió Sebastián Díaz. La plaza del Carmen, a pesar de la proximidad con la Puerta del Sol, habitualmente plagada de turistas, se muestra a esta hora casi vacía, a excepción del vehículo del ayuntamiento que riega con parsimonia ruidosa las aceras. En el centro de la plaza se alza una curiosidad arquitectónica sobre el aparcamiento subterráneo: un puente curvado que siempre se le antojó triste, pues no corre cauce alguno bajo él. Se acoda en la baranda de piedra, de cara al viejo teatro que ha estado allí desde siempre, y ve la ventana de su antiguo piso. Está entreabierta, con la persiana bajada casi por completo, lo que indica que tiene inquilinos nuevos esa casa donde él… ¿vivió? Se esfuerza por buscar un verbo de sentido más veraz. La gente suele decir «en esta casa fui feliz» o «en esta casa estudié la carrera» o «en esta casa se rompió mi matrimonio»… Bastian tarda en hallar el verbo. Dubitativo, inquieto, se sienta en el banco de piedra junto al puente, y allí, poco a poco, con una valentía que jamás tuvo Sebastián, se atreve a formar en la mente la frase: «En esta casa perdí dieciséis años de mi vida». Le pasma su repentina y cruel precisión. ¿Acaso Bastian es más inteligente que Sebastián, más lúcido, más libre? Entonces, como un psicoanalista en la primera sesión con el paciente nuevo, comienza a hacerse más preguntas, que para su sorpresa surgen con nitidez inmisericorde:
– ¿Por qué viniste a Madrid desde Padrós? -formula en voz alta. El sonido de su voz da solidez a la verdad rigurosa con la que se responde a sí mismo:
– Quería triunfar en el mundo del espectáculo, o en los medios de comunicación. No sé si como actor, director o hasta productor, la verdad es que no lo recuerdo. Productor de cine, de televisión, me daba igual. Quería la fama, y tenía la herencia de mis padres para intentarlo. Pero todo salió mal.
– ¿Por qué?
Traga saliva, duda. No por miedo, o no sólo por miedo, sino sobre todo porque le gustaría hallar los términos exactos. Definir su pasado merece ese esfuerzo. A pocos metros de él, un mendigo de larga barba sucia y gris que acaba de desperezarse en un banco cercano lo observa mientras abre un cartón de vino.
Calla como si meditase sobre la pregunta que acaba de escuchar y también pronunciar. Ahora la pausa sí está hecha de miedo.
– Porque no me lo tomé en serio. Ni pensé bien los pasos que daba. Iba a ciegas. Produje una obrita de teatro con un grupo de amigos. Alquilé un sitio para ensayar, empezamos a hacerlo, pero no nos entendíamos y lo dejamos. Produje un corto porque me gustaba la actriz que lo iba a protagonizar, ése sí llegamos a hacerlo, me costó bastante dinero y pasó sin pena ni gloria. Nunca supe más de la actriz después de aquello. Monté una revista de cine, y tuvimos que cerrar en el tercer número. Yo era muy simpático, salía todas las noches, tenía dinero y amigos. El dinero se iba acabando y los amigos se fueron detrás. Tuve que volver al caserón de Padrós, que por suerte habían comprado mis padres hacía mucho, en los años sesenta, y seguía siendo mío.
– Resumiendo…
– Resumiendo… fracasé.
– ¿Por culpa de quién?
– Por mi culpa.
Se queda mudo, pensando si es posible ampliar la respuesta y culpabilizar a alguien más, pero sabe que no. Tampoco encuentra otra pregunta. Tal vez tengo que plantarme en ésta y meditar largamente la respuesta… Mi culpa.
Y lo hace. Se queda inmóvil, en silencio, ahondando, ahora sin verbalizaciones, en la sima de una autobiografía que súbitamente reconoce vacua e inútil. La desgarradora inmersión le permite por un instante olvidar que es un hombre perseguido. Sin embargo, sigue presente en primer plano el dolor por la muerte de Vera. Has sido lo mejor de mi vida. Lo único bueno. Contra esa revelación, nítida como las letras gigantes que en la fachada del teatro anuncian la comedia que se representa, no hay defensa ni refugio, porque es la transparente verdad. Lo mejor de su vida, como se empeña en llamarlo sin hallar motivos para la duda razonable, duró apenas dos semanas divididas en compartimentos estancos de un puñado de horas, a veces algún día entero. Todo lo demás es nada. O a lo sumo tiempo que fluye. Fuera de Vera, todo es cero.
El mendigo se ha aproximado hasta él, avivada inevitablemente la curiosidad por alguien que lleva un rato hablando solo.
– ¿Te sobra un euro? -le pregunta con gravedad. Posee una mirada de ojos intensos y limpios, extrañamente sinceros. Bastian piensa que esa mirada debe de ser su único patrimonio, lo mejor que tiene, y por eso se esfuerza el barbudo en exhibirla.
– ¿De dónde eres? -quiere saber antes de entregarle el euro.
– No recuerdo.
– ¿No recuerdas? -se sorprende Bastian. Y casi lo envidia.
– No -sentencia el otro. Y se ve que habla muy en serio. Bastian siente hacia el mendigo simpatía inmediata. Es un extraviado del mundo de los vivos, como él. Echa la mano al bolsillo donde guarda el dinero.
– Si no te acuerdas del sitio, no debe de merecer mucho la pena -dice, y deposita en la mano del mendigo unos cuantos billetes desordenados. Hay varios de cien y uno o dos de doscientos. Siente un escalofrío de euforia al hacer la entrega.
El barbudo mira el dinero y alza la vista hacia él, grave como antes pero además con el ceño fruncido, molesto.
– Este dinero no vale… -ahora su mirada parece dura, retadora, incluso irritada. Se pregunta Bastian qué ha desatado este repentino enfado. ¿Y si es uno de ellos?, piensa de pronto.
– ¿Qué quieres decir? -mira atemorizado por encima del hombro del mendigo. No hay nadie a la vista. Se tranquiliza.
– Yo no puedo entrar a ninguna tienda con esto. Llamarán a la pasma y los maderos se repartirán la pasta. Dármela a mí es como dársela a ellos. Y además me costará alguna hostia.
Bastian acepta la lógica del mendigo. Es la lógica contraria a la de la gente normal, lógica ilógica.
– Espérame aquí.
Recupera los billetes y entra al banco de la esquina. El mendigo, que ha ido tras él, permanece fuera, junto a la puerta, como un perro bien adiestrado. Bastian, mientras pide cambio al cajero, lo observa a través de la cristalera. Imposible elucubrar sobre su edad o lugar de procedencia. ¿Sería alguna vez un hombre con sueños, un hombre feliz, enamorado? ¿En qué momento una gota desbordó el vaso y lo arrojó a las calles? ¿Cuál sería esa gota? ¿Y la mía, cuál fue? El cajero, con indiferencia perfecta, cuenta los billetes con los dedos, verificando que no se ha equivocado la máquina que previamente acaba de contarlos. El disparo que resonó en casa mientras te esperaba, ésa fue mi gota. Esa verificación, pronunciada sílaba a sílaba por la mente, contiene un impacto traumático. ¿Y si no hubiera huido? En todos estos días no se ha planteado esa cuestión, y por tanto tampoco ha podido estudiar sus posibles respuestas. El cajero le entrega el cuantioso cambio, y Bastian se aferra a ello para no pensar más. Pero en el fondo de la mente continúa vibrando la segunda parte de la pregunta: ¿Quién hizo el disparo? ¿Y contra quién iba dirigido?
Sale a la calle con un sobre grande del que asoman billetes de cinco, de diez y de veinte, más una bolsa de plástico repleta de cartuchos de monedas de euro y de dos euros. Hay, lo sabe porque se lo ha especificado el meticuloso cajero, mil trescientos cincuenta euros. Los pone en manos del barbudo, que de pronto es el mendigo más rico del mundo.
– Ahora sí -le dice intentando ser afable.
– Ahora sí -acepta el mendigo sin sonreír ni alterar su expresión. Esa mirada poderosa no es su patrimonio, observa Bastian, sino lo último que le queda. Hay un gran matiz de diferencia.
Se aparta, dejándolo a solas con su nueva fortuna, y se adentra sin rumbo fijo en las callejuelas de su antigua vida, donde cada rincón, y cada bar y cada comercio, y cada esquina contienen recuerdos y formulan preguntas. Quien no se conoce está en peligro de muerte, incluso cuando no lo persiguen sicarios invisibles. Y Sebastián Díaz, osa decirse Bastian hoy, jamás se conoció a sí mismo, ni le interesó demasiado hacerlo. Ese callejear va goteando reflexiones cada vez más sinceras, algunas perturbadoras pero la mayoría simplemente decepcionantes, y cuando emprende el regreso a su nueva casa de San Blas, comprende que tampoco es un hogar, sino una guarida, una caverna. Amasó con sus propias manos, voluntariamente y a veces hasta con euforia ciega, una vida que no ha sido otra cosa que consumir horas, y días, y semanas, y meses, y años. La desolación cerca su espíritu y amenaza con invadirlo y adueñarse de él para arrojarlo al pozo depresivo a cuyo borde se siente asomado de puntillas.
A esa hora del atardecer, su nuevo barrio se apresta para el comienzo de alguna fiesta popular con verbena de música pachanguera y olores a fritanga, entramado de iluminación todavía apagado y gentío que comienza a concretarse. Tal vez por el simple cansancio físico del largo día caminando, o porque rechaza la idea de volver a esa casa donde todo es mortecino y gélido, ocupa una mesa de uno de los chiringuitos y se dedica a observar. Casi en el acto, veloz como un gato ansioso por posarse en sus muslos, salta sobre él la pregunta, matizada por horas girando en su cabeza.
¿Y si en vez de huir me hubiese atrevido a investigar quién disparó?
La amplitud de respuestas es inabarcable, pero sí esta claro que ahí nació o comenzó a nacer, a correr, Bastian. Y ahí murió, o más bien fue metafóricamente herido de muerte, Sebastián Díaz. Nunca antes lo había visto de esta manera. El disparo mató a Sebastián. ¿Y el gatillo? ¿Quién lo apretó? Tal vez porque se siente a salvo en medio de la indiferente multitud, encuentra valor para adentrarse en el análisis del crucial momento, que hasta ahora ha rehuido rigurosamente. La razón toma las riendas del instinto, que se limitó a escuchar el pistoletazo de salida, como lo ha definido siempre, y echó a correr. La razón recupera la respiración, la razón mira, la razón quiere saber y pregunta. La razón acosa. Absorbida toda su atención por la fuga, la mente bloqueada de Sebastián fue incapaz en ese momento, y lo siguió siendo hasta que se metamorfoseó en Bastian, de ver la escena con frialdad, a cámara lenta, hacia atrás, imagen a imagen como está haciendo ahora. Entonces, el instinto le dijo que quien había apretado el gatillo era una amenaza y no pensó más. Eso tenía lógica. Pero ¿no es también cierto que si alguien oye un tiro en el interior de su casa se levanta para saber qué ha ocurrido? Mientras él se consumía de ansiedad en el salón tenía que haber dos personas en otra zona de la casa: una, la que disparó, y otra, la que recibió el disparo. Una de las dos pudo muy bien ser Vera. ¿Y la otra? Ambos papeles, el de víctima o el de verdugo, encajaban en la trayectoria criminal que voluntariamente había elegido para su vida, y de eso él tampoco era responsable. Si Vera fue verdugo, disparara contra quien disparara lo mató también a él, al traicionarlo, al abandonarlo. Pero si fue víctima… Si Vera fue víctima, quien la abandonó fui yo. Puede que muerta, puede que desangrándose, puede que suplicándome que la salvara. Sin embargo, lo natural, fuera la víctima o fuera el verdugo, es que hubiese llegado antes del disparo a la casa. Y si fue así, ¿por qué no vino de inmediato a reunirse con él? ¿No repetía hasta la saciedad que el amor de ambos era el acicate máximo para cualquiera de sus movimientos, el motor último de todo? ¿O era mentira? Humberto debe de tener respuesta para algunas de sus preguntas. ¿Qué habrá sido de él? ¿Por qué no ha venido a la cita?
La feria va llenándose de luz artificial a medida que llega la noche. Potentes altavoces informan del inminente comienzo de un concierto pop y unos adolescentes intentan entre risas, en una mesa cercana, trocear con los dedos una enorme pizza que se les desparrama entre las manos. Por ese gesto inocente, Bastian se siente inexplicablemente el último hombre desdichado sobre la tierra, abandonado a su suerte en la masa humana que se desplaza hacia la carpa del concierto. Los adolescentes, de pronto, salen en estampida hacia la carpa, apresurados como si hubiera una bomba bajo la mesa. Sobre ella, además de unos cuantos vasos de plástico con cerveza sin espuma y refresco recalentado, queda la destrozada pizza. Bastian, al verla a su alcance, siente el mordisco del hambre, natural en quien apenas ha comido desordenadamente en los últimos días, y se atreve a hacer algo que el pulcro Sebastián nunca habría hecho: tomar un trozo y comérselo tranquilamente. Hay cierto placer arrogante en ese acto, cierta ruptura del orden que le satisface aunque sea nimia, y se aventura a picotear también los restos de patatas fritas que asoman de un recipiente de cartón.
Normalidad, se dice de pronto como si hubiera descubierto una clave mágica.
Pasar inadvertido, confundirme con la gente, ser anónimo para que Humberto me pierda la pista.
Convertirme en uno más de los habitantes del barrio, partir de cero para ir no se sabe adónde. Ser normal.
Mira a su alrededor. Las familias normales con niños normales inician la retirada hacia sus normales casas respectivas, igual que las parejas maduras normales y algún anciano normal. ¿Ocultarán todos secretos como el suyo, inimaginables imposturas? Tal vez ser normal consiste en aparentar lo que uno no es verdaderamente, parecerse lo más posible a la multitud de impostores, que únicamente por la noche, en sus dormitorios a oscuras, duermen solos o acompañados, liberan sus verdaderas pulsiones. Podría ser que esas dos señoras que se alejan cogidas del brazo estén conversando, ahora que nadie las oye, para planificar su próxima maldad moral, una más de su larga lista. Podría ser que esa niña modosita aferrada a la mano de su padre mientras él se despide cordialmente de otro hombre estuviera cargándose de irritación e incluso odio contra los adultos porque no le dejan quedarse al concierto. Podría ser que el camarero del puesto de perritos calientes, tan simpático con las tres chicas a las que entrega el cambio, fuera un maltratador que apenas cierre el negocio se disponga a desencadenar el infierno en su hogar una noche más.
Ser normal. ¿Hay escondite más perfecto para él que la mediocre, aburrida, oscura normalidad? Sigue con la vista a una pareja de mediana edad que camina sin prisas con los dedos distraídamente entrelazados. El hombre, con algún kilo de más bajo la amplia camisa a cuadros de manga corta, es tan anónimo en su legítima vulgaridad que resulta imposible memorizar sus rasgos, recordarlo dos minutos después de haberse cruzado con él. Pero lo realmente interesante de la escena no es el hombre, sino la mujer. Es algo más alta que su compañero, lleva el pelo rubio discretamente corto a media altura del cuello y tiene un rostro de rasgos bonitos pero anodinos; si algo en ella llama la atención es el color rojo de su vestido de domingo por la tarde. Si él tuviera una novia como ella le pediría que usara ropa más discreta, y tendría entonces un escudo perfecto. Caminar solo es peligroso. Así es como caminaría un tipo que ha robado a la mafia. La repentina ocurrencia se agarra a él con tesón paranoico. Sería más fácil pasar inadvertido con una mujer al lado, una como la chica de rojo. Humberto, que tal vez no tiene demasiada información sobre él, busca a un hombre solo. Solo como está él en ese instante, solo y a tiro de cualquier asesino mínimamente eficaz, que podría acuchillarlo o tirotearlo sin que nadie se percatara; solo y a merced de posibles secuestradores que, pistola en mano, lo llevarían hasta el maletero de un coche próximo camino del serrucho y el alfiler. Se pone en pie, urgido por un impulso, y va hacia la carpa justo cuando una voz eufórica anuncia el nombre del grupo invitado. Bracea para abrirse paso entre el mar de gente apretada, camino de las primeras filas donde siente que la seguridad será mayor, como si los decibelios de las guitarras trenzaran en el aire las paredes de una cueva infranqueable para sus enemigos. Huir de la soledad, caminar acompañado… Desde la mañana siguiente ésa será su estrategia de camuflaje y su pulso con los verdugos: relacionarse con la gente del barrio, rodearse de ellos, hacer amigos mientras las aguas se van estabilizando, amigarse con una mujer como la de rojo. Una chica buena y discreta que no llame la atención, sin ambiciones ni excesiva personalidad, eso es lo que necesita. La primera canción es un cañonazo que dispara rock electrificado contra la audiencia expectante. Se erige alrededor de Bastian una muralla de gritos enfervorizados, saltos frenéticos y manos rítmicamente alzadas hacia el aire. Sonríe para sí, eufórico por su astuto hallazgo.
Amigos alrededor, conocidos. Una chica formal del barrio.
Ser normal.
Parecerlo.